Augusta

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento



I

—¡Eres encantador!… ¡Eres el único!… Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras mis labios son estos tus versos?… Yo quiero que seas el primer poeta del mundo… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!… ¡Tómalos!…

Y la gentil Augusta del Fede besaba al príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atenazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.

Bajo las frondas de un jardín real había sentido Augusta la seducción del príncipe Attilio, y el capricho de amarle y de rendirle. No hubo esa larga y sutil seducción que prepara la caída. Como una princesa del Renacimiento, se le ofreció desnuda. Deseaba entregarse, y se entregó. Después aquellos amores llenaron con su perfume galante y sensual el sombrío palacio de una reina viuda. Fueron como las frescas y fragantes rosas pompadur, que crecían en el fondo de los jardines realengos, bajo las enramadas melancólicas. Augusta parecía hechizada por aquel príncipe poeta, que cincelaba sus versos con el mismo buril que cincelaba Benvenuto las ricas y floreadas copas de oro, donde el Magnífico Duque de Médicis bebía los vinos clásicos loados por el viejo Horacio.

En los «Salmos Paganos» queda el recuerdo ardiente de aquella locura. El príncipe Attilio Bonaparte admiraba la tradición erótica y galante del Renacimiento florentino, y quiso continuarla. Sus estrofas tienen el aroma voluptuoso de los orientales camerinos del Palacio Borgia, de los verdes y floridos laberintos del Jardín de Bóboli. Como un nuevo Aretino supo celebrar la pasión cínica y lujuriante con que Augusta del Fede encantaba sus amores. Los «Salmos Paganos» parecen escritos sobre la espalda blanca y tornátil de una princesa apasionada y artista, envenenadora y cruel. Galante y gran señor, el poeta deshoja las rosas de Alejandría sobre la nieve de divinas desnudeces, y ebrio como un dios, y coronado de pámpanos, bebe en la copa blanca de las magnolias el vino alegre y dorado, que luego en repetidos besos vierte en la boca roja y húmeda de Venus Turbulenta.

II

Augusta miró al Príncipe y suspiró deliciosamente.

—¡Mañana llega mi marido!

—¡Dejémosle llegar!

La dama hizo un delicioso mohín de enfado:

—¿De suerte que no te contraría?

Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho del príncipe Attilio:

—Tu marido es el más sesudo despreciador de Otelo.

Augusta le miró un momento fingiendo enojo. Después se levantó riendo con risa picaresca y alocada:

—De Otelo y de ti.

Y alzando las holgadas mangas de su traje, enlazó al cuello del Príncipe los brazos desnudos, tibios, perfumados, blancos. El Príncipe rodeó el talle de Augusta, y ella se colgó de sus hombros. Con calentura de amor fueron a caer a un diván morisco. De pronto la dama se incorporó jadeante:

—¡Ahora no, Attilio!… ¡Ahora no!…

Se negaba y resistía con ese instinto de las hembras que quieren ser brutalizadas cada vez que son poseídas. Era una bacante que adoraba el placer con la epopeya primitiva de la violación y de la fuerza. El Príncipe se puso en pie, clavó la mirada en Augusta, y tornó a sentarse, mostrando solamente su despecho en una sonrisa:

—¡Gracias, Augusta!… ¡Gracias!

—¿Te has enojado?… ¡Qué chiquillo eres! Si lo hago por la ilusión que me produce el verte así. ¡Todas las pruebas de que te gusto me parecen pocas!

Y graciosa y desenvuelta corrió a los brazos del galán:

—Caballero, béseme usted para que le perdone.

Quiso el Príncipe obedecerla, y ella, huyendo velozmente la cabeza, exclamó:

—Ha de ser tres veces: la primera en la frente, la segunda en la boca, y la tercera de libre elección.

—Todas de libre elección.

La voz del Príncipe tenía ese trémulo enronquecido, donde aun las mujeres más castas adivinan el pecado fecundo, hermoso como un dios. Breves momentos permanecieron silenciosos los dos amantes. Augusta, viendo las pupilas del Príncipe que se abrían sobre las suyas, tuvo un apasionado despertar:

—¡Qué ojos tan bonitos tienes! A veces parecen negros, y son dorados; muy dorados. ¡Cuánto me gusta mirarme en ellos!

Y con los brazos enlazados al cuello de su amante, echaba atrás la cabeza para contemplarle:

—¡Oh!… ¡Traidorcillos, a cuántas miraréis! ¡Ojos míos queridos!… Quisiera robártelos y tenerlos guardados en un cofre de plata con mis joyas.

El príncipe Attilio sonrió:

—¡Róbamelos! Veré con los tuyos.

—¡Embusterísimo!

—¡Preciosa!

Inclinóse el Príncipe, y la dama juntó los labios esperando… Después entornó las pestañas con feliz desmayo, y pronunció sin desunir ya las bocas:

—¡Hoy no has de hacerme sufrir!

El Príncipe respondió en voz muy baja, con ardiente susurro:

—¡No, mi amor querido!

Augusta que parpadeaba estremecida y dichosa, cobró aliento en largo suspiro:

—¡Ay!… ¡Cuantísimo nos gustamos!… ¿Sabes lo que estoy pensando, Attilio?… Quisiera que cuantos me han hecho la corte, sin conseguir nada, supiesen que soy tu querida.

El Príncipe sonrió levemente, y Augusta insistió mimosa:

—¡Jamás te halaga nada de lo que te digo!… Te quiero tanto, que me gustaría cometer por ti muchas, muchísimas locuras. ¡Ay!… No hallo ninguna nueva. Ya las hice todas…

Augusta reía tendiéndose sobre el diván, mostrando en divino escorzo la garganta desnuda, y el blanco y perfumado nido del escote. Sobre la alfombra yacían los «Salmos Paganos». ¡Aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga!…

III

De pronto Augusta se incorporó sobresaltada. Una mano blanca donde lucían las sortijas, alzaba el cortinaje que caía en majestuosos pliegues sobre la puerta del salón. Augusta se inclinó para recoger el libro caído al pie del diván. Azorada y prudente murmuró en voz baja:

—¡Ahí está mi hija! Arréglate el bigote.

Nelly entró riendo, tirando de las orejas a un perrillo enano que traía en brazos. Su madre la miró con ojos vibrantes de inquietud y despecho:

—Nelly, no martirices a Niñón.

—Ya sabe Niñón que es broma. ¿Verdad que es broma, Niñón?

Y como el lindo gozquejo se desmandase con un ladrido, le hizo callar besuqueándole. Silenciosa y risueña fue a sentarse en un sillón antiguo de alto y dorado respaldo. El Príncipe la contempló en silencio. Ella, sin dejar de sonreír, inclinó los párpados, y quedaron en la sombra sus ojos, sibilinos y misteriosos como aquella sonrisa que no llegaba a entreabrir el divino broche formado por los labios. El Príncipe, mirándola intensamente como si buscase el turbarla, pronunció en voz baja, que simulaba distraída:

—¡Parece la Gioconda!

Oyendo al Príncipe, bajó los ojos donde temblaba un miosotis azul. Augusta levantó los suyos, donde reían dos amorcillos traviesos. Reclinada en la mecedora, agitaba un gran abanico de blancas y rizadas plumas. Mecíase la dama, y su indolente movimiento dejaba ver en incitante penumbra la redonda y torneada pierna. Nelly se levantó celerosa y le puso a Niñón en el regazo. Con gracia de niña arrodillóse para arreglarle la falda. Después le echó los brazos al cuello, dejando un beso en aquella boca estremecida aún por los besos del amante. La mano de Augusta, una mano carnosa y blanca de abadesa joven e infanzona, acarició los cabellos de Nelly con lentitud llena de amor y de ternura:

—¡Es encantadora esta pequeña mía! Y usted, Príncipe, ¿por qué no cerraba los ojos?

—Hubiera sido un sacrilegio. ¿Sabe usted de algún santo que los haya cerrado a la entrada del Cielo?

—Pero lo que no hacen los santos lo hacen los diablos.

Y Augusta estrechaba maternalmente la rubia cabeza de su hija, al mismo tiempo que sonreía al Príncipe con los ojos. Después se levantó llena de perezosa languidez, apoyándose en ambos hombros de Nelly:

—Pasaremos un momento a la terraza. ¡Cuando se pone el sol está deliciosa!

La terraza era un largo balcón con dos viejas escalinatas y gentiles arcos empenachados de hiedra.

Durante los estíos cambiaba de aspecto y aun de nombre, porque era muy bella la boca de Augusta para decir la solana, como hacían el señor capellán y los criados. Pero llegadas las primeras nieblas de octubre, los señores tornábanse a su palacio de la corte y el balcón recobraba su aspecto geórgico y campesino: Las enredaderas que lo entoldaban sacudían alegremente sus campanillas blancas y azules; volvía a oírse el canto de las tórtolas que el pastor tenía prisioneras en una jaula de mimbres; aspirábase el aroma de las manzanas que maduraban sobre las anchas losas, y la vieja criada, que había conocido a los otros señores, hilaba sentada al sol con el gato sobre la falda.

IV

—¡Desde aquí, los celajes de la tarde son encantadores!…

Y la dama, con el abanico extendido, señalaba el horizonte. Estaba muy bella, detenida en la puerta del balcón, bajo el arco de flores que las enredaderas hacían. En el fondo de sus ojos reía el sol poniente con una risa dorada, aureolaban su frente las campanillas blancas, y las palomas torcaces venían a picotear en ellas deshojándolas sobre los hombros de Augusta como una lluvia de gloria. El Príncipe, olvidándose de Nelly, murmuró con lírico entusiasmo:

—¡No sabes todo lo bella que estás!

Nelly se volvió a mirarle con ojos llenos de asombro; pero ya Augusta le interrumpía riendo con su reír sonoro y claro:

—¡Príncipe!… ¡Príncipe!… Ese tuteo debe ser una licencia poética.

El Príncipe se inclinó:

—Ciertamente, señora, una licencia involuntaria. Por fortuna el ingenio de usted todo lo salva y todo lo perdona.

Los labios de Augusta se plegaron maliciosos:

—¡Qué hacer! ¿Ofenderme?… Si se tratase de Nelly, tal vez dudase si representaban ustedes una comedia.

—¡La Divina Comedia!

Las mejillas de aquella pálida y silenciosa Gioconda se tiñeron de rosa. Augusta, haciendo un delicioso mohín de horror, ocultó el rostro y la risa en el pañolito de encajes:

—¡Con qué cinismo confiesa!…

—¿Qué confieso?

—Sus intenciones perversas.

Atendía Nelly con una sonrisa casi dolorosa, deshojando las hiedras que alegraban la vejez de los balaustres. Augusta miró a su hija y le envió un beso. Después, olvidadiza y risueña, comenzó a desnudar de flores la vieja enredadera que entoldaba a la solana. Sus manos, aquellas manos ungidas para las silenciosas y turbulentas caricias, formaban un ramo de jazmines. Feliz y sonriente, arrancó con los labios un capullo y suspiró entornando los ojos para beber su aroma. La fragante campanilla en la boca de Augusta parecía un beso del abril galán.

Miraba al Príncipe al través del velo inquieto de las pestañas, y de tiempo en tiempo sacaba la lengua tentadora y divina, para humedecer los labios y la flor. Nelly clavaba en su madre aquellos ojos de aguamarina, misteriosos y profundos, y se ruborizaba. En el fondo de sus pupilas brillaban dos lágrimas indecisas. Augusta se puso en pie y llamó a Niñón. El lindo gozquejo enderezóse velozmente, y Augusta, inclinándose sobre el hombro del Príncipe, lanzó por alto el jazmín, que Niñón atrapó en el aire. Sin dejar de reír dio una vuelta por la solana arrancando puñados de hojas y flores, que arrojaba sobre el Príncipe. Llegó al lado de Nelly y se detuvo. Nelly no se movió. Con mirada supersticiosa seguía los aleteos de un murciélago que danzaba en la media luz del crepúsculo. Augusta, apoyada en el hombro de su hija, descansó cobrando aliento. Reía, reía siempre. La respiración levantaba su seno en ola perfumada de juventud fecunda. Por momentos su cabeza desaparecía entre los verdes penachos de las enredaderas que columpiaba el aire. En el recogimiento silencioso de la tarde resonaba el coro glorioso de sus risas. ¡Salmo pagano en aquella boca roja, en aquella garganta desnuda y bíblica de Dalila tentadora!…

V

Augusta volvió al lado del Príncipe, e inclinándose pronunció velozmente:

—¿Estás triste?

La respuesta fue esa mirada sin parpadeos, intensa, que parece de rito en todo amoroso escarceo. Augusta buscó en la sombra la mano de su amante y se la estrechó furtivamente:

—¿Esta noche, quieres que nos veamos?

El Príncipe dudó un momento. Aquella pregunta, rica de voluptuosidad, perfumada de locura ardiente, deparábale la ocasión donde mostrarse cruel y desdeñoso. ¡Placer amargo más grato que todas las dulzuras del amor! Pero Augusta estaba tan bella, tales venturas prometía, que triunfó el encanto de los sentidos y una ola de galantería sensual envolvió al poeta:

—¡Augusta, esta noche y todas!…

Y los dos amantes, sonriendo, tornaron a estrecharse las manos y se dieron las miradas besándose, poseyéndose, con posesión impalpable, en forma mística, intensa y feliz como el arrobo. Fue un momento, no más. Nelly volvió la cabeza, y ellos se soltaron vivamente. La niña se encaminó a la puerta de la solana, y allí, dirigiéndose al poeta, preguntó con timidez adorable:

—¿Príncipe, quiere usted que, como ayer, ordeñemos la vaca, y que después bajemos a probar la miel de las colmenas?

Augusta los miró sin comprender:

—¿Pero qué locura es esa? ¡Vaya una merienda de pastores!

Nelly y el Príncipe cambiaban sonrisas, como dos camaradas que recuerdan juntos alguna travesura. La niña, sintiéndose feliz, exclamó:

—¡Tú no sabes, mamá!… Ayer lo hemos hecho así. ¿Verdad, Príncipe?

Sus mejillas, antes tan pálidas, tenían ahora esmaltes de rosa. Se alegraba el misterio de sus ojos, y su sonrisa de Gioconda adquiría expresión tan sensual y tentadora que parecía reflejo de aquella otra sonrisa que jugaba en la boca de Augusta. El príncipe Attilio, apoyado en el alféizar, se atusaba el mostacho con gallardía donjuanesca. A todo cuanto hablaba Nelly asentía, inclinándose como ante una reina, y sus ojos de gran señor permanecían fijos en ella, siempre audaces y siempre dominadores. Todavía quiso insistir Augusta, pero su hija, echándole los brazos al cuello, la hizo callar sofocada por los besos:

—¡No digas que no, mamá! Ya verás como yo misma ordeño a la vaca. El Príncipe me prometió ayer que con ese asunto escribiría una «Égloga Mundana». ¿No dijo usted eso, Príncipe?

Y Nelly, con aturdimiento desusado en ella, bajó al jardín dando gritos para que sacasen a la vaca del establo. Augusta quedó un momento pensativa. Después, volviéndose a su amante, pronunció entre melancólica y risueña:

—¡Pobre hija mía!

El príncipe Attilio hizo un gesto enigmático. Augusta seguía contemplándole con una vaga sonrisa en la rosa fragante de su boca. Lentamente, en el fondo de los ojos, pareció nacerle una luz como si hubiese en ellos dos lágrimas rotas. Tomó una mano del Príncipe y le llevó al otro extremo, allí donde la hiedra entrelazaba sus celosías más espesas. Caía la tarde, quedaba en amorosa sombra el nido verde y fragante que recamando el balcón habían tejido las enredaderas. El follaje temblaba con largos estremecimientos nupciales al sentirse besado por las auras, y el dorado rayo del ocaso penetraba triunfante, luminoso y ardiente como la lanza de un arcángel. Aquella antigua solana, con su ornamentación mitológica cubierta de seculares y dorados líquenes, y su airosa balaustrada de granito donde las palomas se arrullaban al sol, y su rumoroso dosel que descendía en cascada de penachos verdes hasta tocar el suelo, recordaba esos parajes encantados que hay en el fondo de los bosques antiguos: Camarines de bullentes hojas donde rubias princesas hilan en ruecas de cristal.

VI

Augusta murmuró suspirando:

—¡Qué tristeza tener que separarnos!… ¡Oh, qué bien dices tú en aquellos versos! «¡No hay días felices, hay solamente horas felices!».

El príncipe Attilio interrumpió vivamente:

—¡Augusta, no me calumnies!

Augusta repuso con ligereza encantadora:

—Yo lo he aprendido de tus labios, y para mí será siempre tuyo…

Se estrechó a él cubriéndole de besos, y murmuró en voz muy baja:

—¿Te he dicho que mi marido llega mañana? ¿No te contraría a ti eso…? Para mí es la muerte. ¡Si tú supieses cómo yo deseo tenerte siempre a mi lado! ¡Y pensar que si tú quisieses…! ¿Di, por qué no quieres?

—¡Si yo quiero, Augusta!

Y murmuró quedo, muy quedo, rozando la oreja nacarada y monísima de la dama:

—Pero temo que tú, tan celosa, te arrepientas luego y sufras horriblemente.

Augusta quedóse un momento contemplando a su amante con expresión de alegre asombro:

—¡Estás loco! ¿Por qué había yo de arrepentirme ni de sufrir? Al casarte con ella me parece que te casas conmigo…

Y riendo como una loca, hundía sus dedos blancos en la ola negra que formaba la barba del poeta, una barba asiria y perfumada como la del Sar Péladan. El Príncipe pronunció con ligera ironía:

—¿Y si la moral llama a tu puerta, Augusta?

—No llamará. La moral es la palma de los eunucos.

El Príncipe quiso celebrar la frase besando aquella boca que tales gentilezas decía. Ella continuó:

—¡Pues si es la verdad, corazón!… Cuando se sabe querer, esa vieja está muy encerrada en su convento…

El Príncipe reía alegremente. Hallaba encantadora aquella travesura de Colombina ingenua y depravada y aquella sensualidad apasionada y noble de Dogaresa.

—Este verano se arregla todo… Os casáis en mi oratorio. Si es preciso yo misma os echo las bendiciones, canto la misa y digo la plática.

Habíase sentado en las rodillas de su amante y hablaba con el ceño graciosamente fruncido:

—Si la novia no te gusta, mejor. Te gusto yo, y basta. ¡Como que por eso te casas!

—No, si la novia me gusta.

—¡Embustero! Quieres darme celos. ¡Quien te gusto soy yo!

—Pues por lo mismo que me gustas tú. ¡Es una derivación!…

—No seas cínico, Attilio. ¡Me hace daño oírte esas cosas!

—¡Eres encantadora, y única!… ¡Ya estás celosa!…

—¡No tal!… Comprende que eso sería un horror. Pero no debías jugar así con mis afectos más caros.

—No jugaré ni haré la conquista de ese inocente corazón.

—¡Si ya lo tienes conquistado, ingrato!… ¡Es la herencia!…

Y reían, el uno en brazos del otro. Después Augusta musitaba con susurro ansioso, caliente y blando:

—¿Verdad que eso de que te gusta lo dices por desesperarme?

Entraba Nelly en aquel momento, y Augusta, sin dar tiempo a la respuesta del poeta, continuó en voz alta, con ese incomparable fingimiento que hace de todas las adúlteras actrices adorables:

—¿No preguntaba usted por Nelly? Aquí la tiene usted. Digo, usted no la tiene, todavía es de su madre…

Nelly miraba al Príncipe y sonreía. El enigma de su boca de Gioconda era alegre y perfumado de pasión como el capullo entreabierto de una rosa. Augusta murmuró maliciosamente mientras acariciaba los cabellos de su hija:

—Oiga usted un secreto, Príncipe… Tengo prometidos a la Virgen los pendientes que llevo puestos si me concede lo que le he pedido.

—¡Oh, qué bien sabe usted llegar al corazón de las vírgenes!

Augusta interrumpió vivamente:

—¡Calle usted, hereje!… Búrlese usted de mí, pero respetemos las cosas del Cielo.

Y hablaba santiguándose para arredrar al Demonio. A fuer de mujer elegante, era muy piadosa, con aquella devoción frívola y mundana de las damas aristocráticas. Era el suyo un cristianismo placentero y gracioso como la faz del Niño Jesús. El Príncipe, sin apartar la mirada de Nelly, pero hablando con Augusta, pronunció lenta e intencionadamente:

—¿Se puede saber lo que le ha pedido usted a la Virgen?

—No se puede saber, pero se puede adivinar.

—Tengo para mí que pronto cambiarán de dueño los pendientes.

Y callaron, mirándose y sonriéndose.

VII

Entró en el huerto una zagala pelirroja, conduciendo del ronzal a la Foscarina, la res destinada para celebrar la Égloga Mundana, aquel nuevo rito de un nuevo paganismo. Nelly descendió corriendo los escalones de la solana y acercándose a la vaca comenzó por acariciarle el cuello:

—¡Príncipe, mire usted qué mansa es!

La vaca se estremecía bajo la mano de Nelly, una mano muy blanca que se posaba con infantil recelo sobre el luciente y poderoso yugo. Nelly levantó la cabeza:

—¿Pero no bajan ustedes?

Entonces Augusta interrumpió el coloquio que a media voz sostenía con el Príncipe:

—¡Hija mía, a qué cosas obligas tú a este caballero!

Y sonreía burlonamente, designándole con un ademán de gentil y extremada cortesía. El príncipe Attilio inclinóse a su vez y ofreció el brazo a la dama para descender al huerto. En lo alto de la escalinata, bajo el arco de follaje que entretejían las enredaderas, se detuvieron contemplando los dorados celajes del ocaso. El Príncipe arrancó un airón de hiedra que se columpiaba sobre sus cabezas:

—¡Salve, Nelly!… Ya tenemos con qué coronar a la Foscarina.

Al mismo tiempo unía los dos extremos de la rama, temblorosa en su alegre y sensual verdor. Augusta se la quitó de las manos:

—Yo seré la vestal encargada de adornar el testuz sagrado.

Miró al Príncipe, y sacudió la cabeza alborotándose los rizos y riendo:

—Usted no dudará que sabré hacerlo.

Por recatarse de Nelly adoptaba un acento de alocado candor, que, velando la intención, realzaba aquella gracia cínica, delicioso perfume que Augusta sabía poner en todas sus palabras. Había hecho una corona con el ramo de hiedra, y la colocó sobre las astas de la Foscarina. Después se volvió a Nelly:

—¿No tiene más lances la Égloga Mundana?

Nelly permaneció silenciosa. Sus ojos verdes, de un misterio doloroso y trágico, se fijaban con extravío en el rostro de Augusta, que supo conservar su expresión de placentera travesura. La sonrisa de Gioconda agonizaba dolorida sobre los castos labios de la niña. Augusta cambió una mirada con el Príncipe. Al mismo tiempo fue a sentarse en el banco de piedra que había al pie de un castaño secular. El Príncipe se acercó a Nelly:

—¿Quiere usted que bajemos al colmenar?…

Nelly pronunció con una sombra de melancolía:

—¡Yo quería ordeñar la vaca para que usted probase la leche como ayer!

Augusta murmuró, reclinándose en el banco:

—¡Pues ordéñala, hija mía, la probaremos todos!

Nelly se arrodilló al pie de la vaca. Su mano pálida, donde ponía reflejos sangrientos el rubí de una sortija, aprisionó temblorosa las calientes ubres. Un chorro de leche salpicó al rostro de la niña, que levantó riendo la cabeza:

—¡Míreme usted, Príncipe!

Estaba muy bella con las blancas gotas resbalando sobre el rubor de las mejillas. El Príncipe se la mostró a la dama:

—Augusta. ¡Es el bautizo pagano de la Naturaleza!…

Como si un estremecimiento voluptuoso pasase sobre la faz del huerto, se besaron las hojas de los árboles con largo y perezoso murmullo. La vaca levantó el mitológico testuz coronado de hiedra, y miró de hito en hito al sol que se ocultaba. Herida por los destellos del ocaso, parecía de cobre bruñido. Recordaba esos ídolos que esculpió la antigüedad clásica, divinidades robustas, benignas y fecundas que cantaron los poetas.

VIII

Nelly, ruborosa y feliz, con los ojos llenos de luz, permanecía arrodillada sobre la hierba. El príncipe Attilio murmuró al oído de Augusta:

—¡Es encantadora!

—¡Qué pena no ser ella!

Augusta quedóse un momento contemplándola con expresión de amor y de ternura:

—Ven aquí, hija mía. Este caballero…

Y señalaba al Príncipe con ademán gracioso y desenvuelto. El Príncipe saludó.

—Ya lo ves cómo se inclina… ¡Jesús, qué poco oradora me siento!… En suma, hija mía, acaba de confesarme que está enamorado de ti.

Nelly dudó un momento. Después, abrazándose a su madre, empezó a sollozar nerviosa y agitada:

—¡Ay, mamá! ¡Mamá de mi alma! ¡Perdóname!

—¿Qué he de perdonarte yo, corazón?

Y Augusta, un poco conmovida, posó los labios en la frente de su hija:

—¿Tú no le quieres?

Nelly ocultaba las mejillas en el hombro de su madre y repetía cada vez con mayor duelo:

—¡Mamá de mi alma, perdóname!…

—¿Pero tú no le quieres?

En la voz de Augusta descubríase una ansiedad oculta. Pero de pronto, adivinando lo que pasaba en el alma de su hija, murmuró con aquel cinismo candoroso que era el mayor de sus encantos:

—¡Pobre ángel mío…! ¿Tú has pensado que las galanterías del Príncipe se dirigían a tu madre, verdad?

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Soy muy mala!…

—¡No, corazón!

Augusta apoyaba contra su seno la cabeza de Nelly. Sobre aquella aurora de cabellos rubios, sus ojos negros de mujer ardiente se entregaban a los ojos del Príncipe. Augusta sonreía viendo logrados sus ensueños:

—¡Pobre ángel!… ¡Quiera Dios, Príncipe, que sepa usted hacerla feliz!

El Príncipe no contestó. Pensaba si no había en todo aquello un poema libertino y sensual, como pudiera desearlo su musa. Augusta le tocó con el abanico en el hombro:

—¡Hijos míos, daos las manos!… Debimos haber esperado a que llegase mi marido, pero la felicidad no es bueno retardarla… Ahora vamos a las colmenas para celebrar esa Égloga Mundana que ha dicho Nelly.

Y apoyándose en el brazo del príncipe Attilio, murmuró emocionada, con voz que apenas se oía:

—¡Ya verás lo dichoso que te hago!

Se detuvo enjugándose dos lágrimas que abrillantaban el iris negro y apasionado de sus ojos.

¡Después de haber labrado la ventura de todos, sentíase profundamente conmovida! Y como Nelly tornaba la cabeza y se detenía esperándoles, suspiró, mirándose en ella con maternal arrobo. Las pupilas de Nelly respondieron con alegre llamear. Augusta, reclinando con lánguida voluptuosidad todo el peso delicioso de su cuerpo en aquel brazo amante que la sostenía, exclamó con íntimo convencimiento:

—¡Qué verdad es que las madres, las verdaderas madres, nunca nos equivocamos al hacer la felicidad de nuestras hijas!…


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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