Comedia de Ensueño

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro, Diálogo


Una cueva en el monte, sobre la encrucijada de dos caminos de herradura. Algunos hombres, a caballo, llegan en tropel, y una vieja asoma en la boca de la cueva. Su figura se destaca por oscuro sobre el fondo rojizo donde llamea el fuego del hogar. Es la hora del anochecer, y las águilas que tienen su nido en los peñascales, se ciernen con un vuelo pesado que deja oír el golpe de las alas.

LA VIEJA.—¡Con cuánto afán os esperaba, hijos míos! Desde ayer tengo encendido un buen fuego para que podáis calentaros. ¿Vendréis desfallecidos?

La vieja éntrase en la cueva, y los hombres descabalgan. Tienen los rostros cetrinos, y sus pupilas destellan en el blanco de los ojos con extraña ferocidad. Uno de ellos queda al cuidado de los caballos, y los otros, con las alforjas al hombro, penetran en la cueva y se sientan al amor del fuego. Son doce ladrones y el Capitán.

LA VIEJA.—¿Habéis tenido suerte, mis hijos?

EL CAPITÁN.—¡Ahora lo veréis, Madre Silvia! Muchachos, juntad el botín para que puedan hacerse las particiones.

LA VIEJA.—Nunca habéis hecho tan larga ausencia.

EL CAPITÁN.—No requería menos el lance, Madre Silvia.

La Madre Silvia tiende un paño sobre el hogar, y sus ojos acechan avarientos cómo las manos de aquellos doce hombres desaparecen en lo hondo de las alforjas y sacan enredadas las joyas de oro, que destellan al temblor de las llamas.

LA VIEJA.—¡Jamás he visto tan rica pedrería!

EL CAPITÁN.—¿No queda nada en tus alforjas, Ferragut?

FERRAGUT.—¡Nada, Capitán!

EL CAPITÁN.—¿Y en las tuyas, Galaor?

GALAOR.—¡Nada, Capitán!

EL CAPITÁN.—¿Y en las tuyas, Fierabrás?

FIERABRÁS.—¡Nada!…

EL CAPITÁN.—Está bien. Tened por cierto, hijos míos, que pagaréis con la vida cualquier engaño. Alumbrad aquí, Madre Silvia.

La Madre Silvia descuelga el candil. El Capitán requiere sus alforjas, que al entrar dejó sobre un escaño que hay delante del fuego, y los ladrones se acercan. Sobre aquel grupo de cabezas cetrinas y curiosas flamea el reflejo sangriento de la hoguera. El Capitán saca de las alforjas un lenzuelo bordado de oro, y al desplegarlo se ve que sirve de mortaja a una mano cercenada. Una mano de mujer con los dedos llenos de anillos y blancura de flor.

LA VIEJA.—¡Qué anillos! Cada uno vale una fortuna. No los hay ni más ricos ni más bellos. Aprended, hijos…

EL CAPITÁN.—¡Bella también es la mano, y mucho debía de serlo su dueña!

LA VIEJA.—¿No la has visto?

EL CAPITÁN.—No… La mano asomaba fuera de una reja, y la hice rodar con un golpe de mi yatagán. Era una reja celada de jazmines, y sin el fulgor de los anillos la mano hubiera parecido otra flor. Yo pasaba al galope de mi caballo, y sin refrenarlo la hice caer entre las flores, salpicándolas de sangre. Apenas tuve tiempo para cogerla y huir… ¡Ay, si hubiera podido imaginarla tan bella!

El Capitán queda pensativo. Una nube de tristeza empaña su rostro, y en los ojos negros y violentos que contemplan el fuego tiembla el áureo reflejo de las llamas y de los sueños. Uno de los ladrones alcanza la mano, que yace sobre el paño de tisú, e intenta despojarla de los anillos, que parecen engastados a los dedos yertos. El Capitán levanta la cabeza y fulmina una mirada terrible.

EL CAPITÁN.—Deja lo que no puedes tocar, hijo de una perra, deja esa mano que en mal hora cortó mi yatagán. ¡Así hubieran cegado mis ojos cuando la vi! ¡Pobre mano blanca que pronto habrá de marchitarse como las flores! ¡Diera todos mis tesoros por unirla otra vez al brazo de donde la corté!…

LA VIEJA.—¡Y acaso hallarías un tesoro mayor!

EL CAPITÁN.—Y por ver el rostro de aquella mujer diera la vida, madre Silvia, tú que entiendes los misterios de la quiromancia, dime quién era.

El Capitán suspira, y los ladrones callan asombrados de ver cómo dos lágrimas le corren por las fieras mejillas. La Madre Silvia toma entre sus manos de bruja aquella mano blanca, y sin esfuerzo la despoja de los anillos. Luego frota la yerta palma para limpiarla de la sangre y poder leer en sus rayas. Los ladrones callan y atienden.

LA VIEJA.—¡Desde el nacer, esta mano hallábase destinada a deshojar en el viento la flor que dicen de la buenaventura! Es la mano de una doncella encantada que, cuando dormía el enano su carcelero, asomaba fuera de la reja llamando a los caminantes.

EL CAPITÁN.—¡Con qué tierno misterio aún me llama a mí!…

LA VIEJA.—Ojos humanos no la habían visto hasta que la vieron los tuyos, porque el poder del enano a unos se la fingía como paloma blanca y a otros como flor de la reja florida.

EL CAPITÁN.—¡Por qué mis ojos la vieron sin aquel fingimiento!

LA VIEJA.—Porque se había puesto los anillos para que más no la creyesen ni paloma ni flor. Y pasaste tú, y de no haberla hecho rodar tu yatagán, te habrías desposado con la encantada doncella, que es hija de un rey.

El Capitán calla pensativo. La Madre Silvia, a la luz del candil, cuenta y precia los anillos. Ferragut, Galaor, Fierabrás y los otros ladrones hacen la división del botín.

FERRAGUT.—Dadme acá esos anillos, Madre Silvia.

GALAOR.—Dejad que los vea.

FIERABRÁS.—¡Buen golpe ha dado el Capitán!

ARGILAO.—¿No serán esos anillos cosa de encanto, que desaparezca?

SOLIMÁN.—Si eso temes, te compro el que te caiga en suerte.

BARBARROJA.—Yo te lo compro, te lo cambio o te lo juego.

LA VIEJA.—Esplenden tanta luz, que hasta mis manos arrugadas parecen hermosas con ellos.

Después de estas palabras hay un silencio. Se ha oído el canto de la lechuza, y todos atienden. Aún dura el silencio cuando en la boca de la cueva aparece una sombra con sayal penitente y luenga barba. Entra encapuchada y doblándose sobre el bordón. En medio de la cueva se endereza y se arranca las barbas venerables, que arroja en el hogar, donde levantan una llama leve y volandera. Los ladrones ríen con algazara. El Capitán pasea sobre ellos su mirada.

EL ERMITAÑO.—Una nueva os traigo que no es para fruncir el ceño, Capitán.

EL CAPITÁN.—Dila pronto, y vete.

EL ERMITAÑO.—Antes de amanecer pasará por el monte una caravana de ricos mercaderes.

Los ladrones se alborozan con risa de lobo que muestra los dientes. Ferragut afila su puñal en la piedra del hogar, y la vieja echa otro haz en el fuego.

EL CAPITÁN.—¿Son muchos los mercaderes?

EL ERMITAÑO.—Son los hijos y los nietos de Eliván el Rojo.

EL CAPITÁN.—¿Y adónde caminan?

EL ERMITAÑO.—A tierras lejanas, con sedas y brocados.

El Capitán calla contemplando el fuego, y vuelve a sumirse en la niebla de su ensueño. En la cueva penetra cauteloso un perro, uno de esos perros vagabundos que de noche, al claro de la luna, corren por la orilla de las veredas solitarias. Se arrima al muro y con las orejas gachas rastrea en la sombra. Alguna vez levanta la cabeza y olfatea el aire. Los ojos le relucen. Es un perro blanco y espectral. Se oye un grito. El perro huye, y en los dientes lleva la mano cercenada, flor de albura y de misterio, que yacía sobre el paño de oro. Los ladrones salen en tropel a la boca de la cueva. El perro ha desaparecido en la noche.

EL CAPITÁN.—¡Seguidle!

FERRAGUT.—Parece que las sombras se lo hayan tragado.

SOLIMÁN.—Entró en la cueva sin ser visto de nadie.

GALAOR.—Es un perro embrujado.

BARBARROJA.—Por suerte se lleva solamente la mano, que de los anillos ya había cuidado de despojarla Madre Silvia.

EL CAPITÁN.—¡Seguidle! ¡La mitad de mis tesoros daré al que me devuelva esa mano! ¡Seguidle! Ferragut, Galaor, Solimán, batid el monte sin dejar una mata. Barbarroja, Gaiferos, Cifer, vosotros corred los caminos. ¡Pronto, a caballo! La mitad de mis tesoros tiene el que me devuelva esa mano, la mitad de mis tesoros y todos los anillos que habéis visto lucir en sus dedos yertos. ¡Pronto, pronto, a caballo! ¿No habéis oído? ¿Quién desoye mis órdenes? A batir el monte, a barrer los caminos, o rodarán vuestras cabezas.

El grupo de los ladrones permanece inmóvil en la encrucijada, y más al fondo, los caballos con las sillas puestas, muerden la yerba áspera del monte, la luna ilumina el paraje rocoso, batido por todos los vientos. Se oye que pasa a lo lejos la caravana lenta y soñolienta. La Madre Silvia, desde la entrada de la cueva, deja oír su voz.

LA VIEJA.—Hijos míos, no corráis el mundo inútilmente, que moriríais de viejos a lo largo de los caminos sin hallar la mano de la Princesa… La caravana pasa, y aprovechad el bien que os depara la suerte.

EL CAPITÁN.—Calla, vieja maldita, si no quieres que te clave la lengua con mi puñal.

FERRAGUT.—¡No lo permitiera yo!

SOLIMÁN.—¡Ni yo!

BARBARROJA.—La Madre Silvia habla en razón.

GALAOR.—El Capitán ha sido hechizado por aquella mano que cortó.

CIFER.—Yo por nada del mundo me pondría uno solo de esos anillos.

GAIFEROS.—Yo, si alguno me toca en suerte al repartir el botín, desde ahora lo renuncio.

EL CAPITÁN.—¡Callad, hijos de una perra! Yo iré solo, pues de ninguno necesito. Vosotros quedad aquí esperando la soga del verdugo.

Adelanta un paso hacia el grupo de su gente, y queda mirándolos con altivo desdeño. Los ladrones esperan torvos y airados, prevenidas las manos sobre los puñales. Se oye más cerca el rumor de la caravana que cruza por el monte. El Capitán, con una gran voz llama a su caballo, monta y se aleja.

LA VIEJA.—¡Aguarda un consejo!

GAIFEROS.—No le llaméis, que no habrá de escucharos.

ARGILAO.—Ya nunca volverá.

FERRAGUT.—Desde ahora, yo seré vuestro Capitán.

BARBARROJA.—Yo lo seré.

SOLIMÁN.—Ved que todos pudiéramos decir lo mismo.

GALAOR.—Lo echaremos a suertes.

CIFER.—Que los dados lo decidan.

La Madre Silvia tiene en el suelo el paño de oro que fue mortaja de la mano blanca, y los ladrones fían su suerte a los dados, mientras, por el camino que ilumina la luna, corre un jinete en busca de la mano de la Princesa Quimera.


Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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