Por un viejo camino de sementeras y de vendimias conducen un rebaño dos mujerucas de la aldea. La una, vieja y engalanada, es la ventera de la Venta del Frade, y la otra descalza y humilde la zagala que sirve allí por el yantar y el vestido.
En la paz de una hondonada umbría, dos zagales andan encorvados segando el trébol oloroso y húmedo, y entre el verde de la hierba, las hoces brillan con extraña ferocidad. Un asno viejo, de rucio pelo y luengas orejas, pace gravemente arrastrando el ronzal, y otro asno infantil, con la frente aborregada y lanosa y las orejas inquietas y burlonas, mira hacia la vereda erguido, alegre, picaresco, moviendo la cabeza como el bufón de un buen rey. Al pasar las dos mujeres, uno de los zagales grita hacia el camino:
—¿Van para la feria de Brandeso?
—Vamos más cerca.
—¡Un ganado lucido!
—¡Lucido estaba!... ¡Agora le han echado una plaga, y vamos al molino de Cela!...
—¿Van á dónde el saludador?... ¡A mi amo le sanó una vaca! Sabe palabras para deshacer toda clase de brujerías!
—¡San Berísimo te oiga!
—¡Vayan muy dichosas!
Las dos mujeres siguen adelante: buscan la sombra de los valladares y desdeñan el ladrido de los perros que asoman feroces, con la cabeza erguida, arregañados los dientes. Las ovejas llenan el camino y pasan temerosas, con un dulce balido, como en las viejas églogas. Los pardales revolotean á lo largo y se posan en bandadas sobre los valladares de laurel, derramando con el pico el agua de la lluvia que aun queda en las hojas. En una revuelta del río, bajo el ramaje de los álamos, que parecen de plata antigua, sonríe un molino. El agua salta en la presa, y la rueda fatigada y caduca, canta el salmo patriarcal del trigo y la abundancia: su vieja voz geórgica se oye por las eras y por los caminos. La molinera en lo alto del patín, desgrana mazorcas con la falda recogida en la cintura y llena de maíz: grita desde lo alto al mismo tiempo que desgrana:
—¡Suras!... ¡Suras!...
Y arroja al viento un puñado de fruto que cae con el rumor de lluvia veraniega sobre secos follajes. Las gallinas acuden presurosas picoteando la tierra. El gallo canta. Las dos aldeanas salmodian en la cancela del molino:
—¡Santos y buenos días!
La molinera responde desde el patín:
—¡Santos y buenos nos los dé Dios!
A las salutaciones siguen las preguntas lentas y cantarinas: las tres aldeanas hablan con una mano puesta sobre los ojos para resguardarlos del sol.
—¿Hay mucho fruto?
—¡Así hubiera gracia de Dios!
—¿Cuántas piedras muelen?
—Muelen todas tres: la del trigo, la del maíz y la del centeno.
—¡Conócese que trae agua la presa!
—En lo de agora no falta.
—¡Por algo decían los viejos que el hambre á esta tierra llega nadando!
La molinera baja á franquearles la cancela; pero la ventera y la zagala quedan en el camino hasta que una á una pasan las ovejas. Después, cuando el rebaño se extiende por la era, entran suspirando. La molinera hunde sus toscos dedos de aldeana en el vellón de los corderos.
—¡Lucido ganado!
—¡Lucido estaba!
—¿Por acaso hiriéronle mal de ojo?
—¡Todos los días se muere alguna oveja!
—¿Entonces, buscáis al abuelo?... Por ahí andaba... ¡Abuelo! ¡Abuelo!
Las tres mujeres esperan bajo el emparrado de la puerta. El gallo canta subido al patín. Las gallinas aun siguen picoteando en la hierba, y la molinera les arroja los últimos granos de maíz que lleva en la falda. Por el fondo del huerto, bajo la sombra de los manzanos, aparece el abuelo: un viejo risueño y doctoral, con las guedejas blancas, con las arrugas hondas y bruñidas, semejante á los santos de un antiguo retablo, conduce lentamente, como en procesión, á la vaca y al asno, que tienen en sus ojos la tristeza del crepúsculo campesino. Tras ellos camina el perro, que, cauteloso, va acercándose al rebaño, y le ronda con las orejas bajas y la cola entre piernas. El viejo se detiene y levanta los brazos sereno y profético:
—¡Claramente se me alcanza que á este ganado vuestro le han hecho mal de ojo!...
La ventera murmura tristemente:
—¡Ay!... ¡Por eso he venido!...
El viejo inclina la cabeza. Las ovejas balan en torno suyo, y las acaricia plácido y evangélico. Después murmura gravemente:
—¡Valeros!... ¡No puedo valeros!...
La ventera suspira consternada:
—¿No sabe un ensalmo para romper el embrujo?
—Sé un ensalmo, pero no puedo decirlo. El señor abade estuvo aquí, y me amenazó con la paulina... ¡No puedo decirlo!...
—¡Y hemos de ver cómo las ovejas se nos mueren una á una!... ¡Un ganado que daba gloria!...
—¡Sí que está lucido! ¿Aquel virriato es todavía cordero?
—¡Todavía cordero, sí, señor!
—¿Y la blanca de los dos lechazos, parece cancina?
—¡Cancina, sí, señor!
El viejo volvía á repetir:
—¡Sí que está lucido! ¡Un ganado de regalía!
Entonces la ventera, triste y resignada, volvióse á la zagala:
—Alcanza el virriato, rapaza...
Adega corrió asustando al perro, y trajo en brazos un cordero blanco con manchas negras, que movía las orejas y balaba. Al acercarse, en los ojos cobrizos de su ama, donde temblaba la avaricia, vió como un grito de angustia el mandato de ofrecérselo al viejo. El saludador lo recibió sonriendo:
—¡Alabado sea Dios!
—¡Alabado sea!
La ventera, arreglándose la cofia, dijo con malicia de aldeana:
—Suyo es el cordero... ¡Mas tendrá que hacerle el ensalmo para que no se muera, como los míos!
El saludador sonreía, pasando su mano temblorosa y senil por el vellón de la res.
—Le haremos el ensalmo sin que lo sepa el señor abade.
Y sentándose bajo su viña, quitóse la montera, y con el cordero en brazos, benigno y feliz como un abuelo de los tiempos patriarcales, dejó caer una larga bendición sobre el rebaño, que se juntaba en el centro de la era yerma y silenciosa, dorada por el sol.
—¡Habéis de saber que son tres las condenaciones que se hacen al ganado!... Una en las hierbas, otra en las aguas, otra en el aire... ¡Este ganado vuestro tiene la condenación en las aguas!
La ventera escuchaba al saludador con las manos juntas y los ojos húmedos de religiosa emoción. Sentía pesar sobre su rostro el aliento del prodigio. Un rayo de sol, atravesando los follajes de la parra, ponía un nimbo de oro sobre la cabeza plateada del viejo: alzó proféticamente los brazos, dejando suelto el cordero, que permaneció echado en sus rodillas.
—La condenación de las aguas solamente se rompe con la primera luna, á las doce de la noche. Para ello es menester llevar el ganado á que beba en fuente que tenga un roble, y esté en una encrucijada...
Dejó de hablar el saludador y el cordero saltó de sus rodillas. La ventera, con el rostro resplandeciente de fe, cavilaba recordando dónde había una fuente que estuviese en una encrucijada y tuviera un roble, y entonces el saludador le dijo:
—La fuente que buscas está cerca de San Gundián, yendo por el camino viejo... Hace años había otros dos: una en los Agros de Brandeso, otra en el atrio de Cela, pero una bruja secó los robles.
Después la ventera aun seguía hablando con el saludador, mientras la pastora arreaba las ovejas que, afanosas por salir al camino, se apretaban, estrujándose entre los quicios de la cancela.