Eulalia

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Larga hilera de álamos asomaba por encima de la verja su follaje que plateaba al sol. Allá en el fondo, albeaba un palacete moderno con persianas verdes y balcones cubiertos de enredaderas. Las puertas, áticas y blancas, también tenían florido y rumoroso toldo. Daban sobre la carretera y sobre el río. Cuando Eulalia apareció en lo alto de la escalinata, sus hijas, tras los cristales del mirador, le mandaban besos. La dama levantó sonriente la cabeza y las saludó con la mano. Después permaneció un momento indecisa. Estaba muy bella, con una sombra de vaga tristeza en los ojos. Suspirando, abrió la sombrilla y bajó al jardín. Alejóse por un sendero entre rosales, enarenado y ondulante. El aya entonces retiró a las niñas.

Eulalia salió al campo. Su sombrilla pequeña, blanca y gentil, tan pronto aparecía entre los maizales como tornaba a ocultarse, y ligera y juguetona, volteaba sobre el hombro de Eulalia, clareando entre los maizales como una flor cortesana. A cada movimiento, la orla de encajes mecíase y acariciaba aquella cabeza rubia que permanecía indecisa entre sombra y luz. Eulalia, dando un largo rodeo, llegó al embarcadero del río. Tuvo que cruzar alegres veredas y umbrías trochas, donde a cada momento se asustaba del ruido que hacían los lagartos al esconderse entre los zarzales y de los perros que asomaban sobre las bardas, y de los rapaces pedigüeños que pasaban desgreñados, lastimeros, con los labios negros de moras… Eulalia, desde la ribera, llamó:

—¡Barquero!… ¡Barquero!…

Un viejo se alzó del fondo de la junquera donde adormecía al sol. Miró hacia el camino, y cuando reconoció a la dama, comenzó a rezongar:

—Quédeme en seco… Apenas lleva agua el río… De haberlo sabido…

Arremangóse hasta la rodilla, y empujó la barca medio oculta entre los juncales. Eulalia interrogó con afán:

—¿Hay agua?

El viejo se detuvo. Con el rostro luciente de sudor, cobró aliento:

—Paréceme que habrá.

Restregóse las manos y empujó de nuevo la barca, que resbaló hasta la orilla y quedó meciéndose. Saltó a bordo y previno los remos.

—Ya puede embarcar, mi señora.

Eulalia alzóse levemente la falda y quedó un momento indecisa, como queriendo penetrar con los ojos la profundidad del río. Una onda lamió sus pies, enterrados en la arena de la ribera. El barquero atracó, hincando un remo:

—No tenga miedo de mojarse, mi señora. El agua del río no hace mal.

Eulalia, trémula y sonriente, le alargó una mano y saltó a bordo. Sentíase mojada, y aquello le traía el recuerdo de infantiles alegrías, llenas de juegos y de risas. Suspirando por el tiempo pasado, sentóse a proa, enfrente del barquero:

—¡Oh!… ¡Qué paisaje tan encantador!

En la tarde azul, llena de paz, volaban las golondrinas sobre el río, rozando las ondas con un pico del ala, y los mimbrales de la orilla se espejaban en el fondo de los remansos, con vaguedad de ensueño. Eulalia miraba el remolino que hacía el agua en la proa de la barca, y sentía una larga delicia sensual al sumergir su mano. El río dormía cristalino y verdeante. El barquero bogaba con lentitud y los remos, al romper el espejo del agua, parecía como si rompiesen un encanto. Era el barquero un aldeano viejo, con guedejas blancas y perfil monástico. El viento, entrándole por el pecho, hinchaba su camisa y dejaba ver un islote de canoso y crespo vello. Sus ojos glaucos parecían dos gotas de agua caídas en la hundida cuenca.

Cuando la barca tocó la orilla, el viejo desarmó los remos, y metióse en el río hasta media pierna. Un zagal que llevaba sus vacas por el fondo de un prado quedóse mirando a la blanca dama que venía sentada a proa. Eulalia puso la enguantada mano en el hombro sudoroso del barquero, y saltó sobre la hierba, lanzando un grito femenil. Al pronto quedó indecisa, buscando con los ojos el camino. Luego abrió la sombrilla y decidióse a seguir una vereda trillada por los zuecos de los pastores que, anochecido, bajaban a la ribera por abrevar sus ganados. Era húmeda y honda aquella vereda, perdida entre setos de laurel, con turbios charcos y pasaderas bailoteantes. Una cuadrilla de segadores pasó, llenándola con los gritos de su lengua visigoda. Eulalia sintió espanto de aquellos hombres curtidos, sudorosos, polvorientos, que volvían en hordas de la tierra castellana, con la hoz al hombro. Se apartó para dejarles paso, y quedó inmóvil sobre la orilla del camino, hasta que se perdieron a lo lejos. Entonces interrogó a un zagal que segaba hierba:

—¿El Molino de la Madre Cruces, sabes dónde queda?

El zagal levantó la cabeza y se quitó la montera:

—¿El Molino de la Madre Cruces?… Allá abajo, conforme se va para San Amedio… La dama sonrió levemente:

—¿Y para San Amedio es camino por aquí?

—Es camino, sí, señora.

Eulalia siguió adelante. Ya iba lejos, cuando el zagal la llamó a voces:

—¡Señora!… ¡Mi señora! ¿Quiere que le muestre el molino?

La dama se volvió:

—Bueno.

—¿Y qué me dará?

De nuevo asomó una sonrisa en los labios tristes de Eulalia:

—Te daré lo que quieras.

El zagal cargó el haz de hierba y echó delante:

—Ha de saber que el molino de la Madre Cruces casi no muele. No lleva agua la presa.

Eulalia suspiró, distraída en sus pensamientos:

—Hijo, yo tengo poco grano que moler.

El zagal la miró con sus ojos de aldeano, llenos de malicias:

—Eso se me alcanza. La señora va a visitar al caballero que vino poco hace. Un caballero enfermo, que toma los aires en el molino de la Madre Cruces.

Eulalia quedó sonriente y pensativa. Después, preguntó al zagal:

—¿Tú le conoces?

—Conozco, sí, señora. También le tengo mostrado las veredas.

—¿Y qué hace en el molino?

—Pues toma los aires.

—¿No anda alrededor de las rapazas?

—Por sabido que andará. ¡Andan todos los caballeros!…

Soltó el haz de hierba en medio del camino y trepó a un bardal:

—¡Allí tiene el molino! ¡Mírele allí!

Eulalia se detuvo, llevándose ambas manos al corazón, que latía como un pájaro prisionero. Del molino, entre higueras y vides, subía un humo ligero, blanco y feliz.

II

Es alegre y geórgica la paz de aquel molino aldeano, con sus muros cubiertos de húmeda hiedra, con su puerta siempre franca, gozando la sombra regalada de un cerezo. Feliz y benigna, la piedra gira moliendo el grano y el agua verdea en la presa, llena de vida inquieta y murmurante. Sentada ante la puerta, bajo la sombra amiga, hila una vieja que tiene todo el cabello blanco. Las palomas torcaces picotean en la era llena de sol. El perro dormita atado al cerezo. Hállase franca la cancela, y Eulalia entra llamando:

—¡Madre Cruces!… ¡Madre Cruces!…

La vieja, con la rueca en la cintura, sale a encontrarla.

—¡Mi reina!… ¡Todos los días esperándola!

—¡Hasta hoy estuve prisionera!

—¡Pobre paloma!

La dama se detiene recelosa, mirando al perro, que hace sonar la cadena y endereza las orejas:

—¿Muerde, Madre Cruces?

Aquella vieja recuerda otros tiempos, y parece llena de feudatario respeto:

—No tenga temor, mi reina… Le tenemos atado.

—Puede romper la cadena.

—No tenga temor. ¡Quieto, Solimán!

El perro agacha las orejas y vuelve a echarse en el hoyo polvoriento donde antes dormitaba. Las moscas acuden de nuevo, y con las moscas anda mezclado un tábano rojo y zumbador. La vieja exclama:

—¡Algo bueno anuncia!

—Yo creía que era de mal agüero, Madre Cruces.

—Mal agüero si fuese negro… Ese mismo lo vide antes.

Eulalia sonríe con incrédula tristeza, sentada en uno de los poyos que flanquean la puerta.

—¿Estás tú sola, Madre Cruces?

—Sola, mi reina… Ya llegará el galán que consuele ese corazón.

—¿Dónde ha ido?

—Recorriendo esos campos, paloma.

—Cuéntame, Madre Cruces… ¿Está triste?

—Menos lo estaría si tanto no recordase a quien le quiere.

—¿Tú comprendes que me recuerda?

—¡Claramente! Por veces éntrame pena cuando le oigo suspirar.

—No suspirará más tristemente que suspiro yo.

Los ojos de Eulalia brillan arrasados de lágrimas. La molinera deja quieto el huso entre sus dedos arrugados, y con ademán de abuela consejera se inclina hacia la dama:

—Pues hace mal mi señora. Siempre vale mejor que pene uno solo. Por veces, viendo triste al buen caballero, dígome entre mí: «Suspira, enamorado galán, suspira, que todo lo merece aquella paloma blanca».

La vieja habíase levantado para entrar en el molino. Eulalia, al quedar sola, vuelve los ojos con afán hacia aquel camino de verdes orillas, largo y desierto, que aparece dorado bajo el sol de la tarde. En el fondo de los yerbales pacen las vacas, y sobre los oteros triscan las ovejas. La lejanía son montes azules con el caserío sinuoso, cándido y humilde de los nacimientos. La barca de Gondar comienza su lento pasaje entre las dos riberas, y la gente de las aldeas desciende por medio de los maizales, dando voces al barquero para que espere. El río, paternal y augusto como una divinidad antigua, se derrama en holganza, esmaltando el fondo de los prados. La Madre Cruces reaparece en la puerta del molino, con la falda llena de olorosas manzanas.

—¿No quiere mi señora honrar esta pobreza?

Y colma el regazo de la dama, que sonríe encantada:

—¡Qué hermosas son!

—¡Una regalía! Todas del mismo árbol.

La Madre Cruces vuelve a sentarse, y en silencio hila su copo, porque los ojos de Eulalia miran siempre a lo lejos. La dama suspira:

—¡Cuánto tarda! ¡Cómo no le dice el corazón que yo estoy aquí!…

—¡El corazón es por veces tan traidor!

—¡El mío es tan leal!…

—¡Cuitado pajarillo!

—¡Hoy anochece más temprano, Madre Cruces!

—No anochece… Son los árboles que aquí hacen oscuro, mi reina.

—Si tarda no le veré.

—¡Mía fe no tardará! A esta hora ordeñamos la vaca y toma la leche conforme sale de las ubres.

La vieja había dejado la rueca para descolgar las madejas de lino puestas a secar en la rama de un cerezo. ¡Aquellas madejas de antaño, olorosas, morenas, campesinas, que las abuelas devanaban en los viejos sarillos de nogal! Después, la Madre Cruces volvió a sentarse en el poyo de la puerta. Entre sus manos crece un ovillo. Eulalia, distraída, lo mira dar vueltas bajo aquellos dedos arrugados y seniles. La rosa pálida de su boca tiembla con una sonrisa de melancolía:

—¡Déjame, Madre Cruces!

La Madre Cruces le cede el ovillo complacida:

—Antaño, algunas madejas me tiene enredado. Apenas si recordará.

—¡Me acuerdo tanto! Venía con mi abuelo. ¿Era tu padrino, verdad, Madre Cruces?

—Sí, mi reina… Padrino como cumple, de bautizo y de boda… ¡Qué gran caballero!

—¡Pobre abuelo!

—Mejor está que nosotros allá en el mundo de la verdad.

—¡Si viviese no sería yo tan desgraciada!

—Nuestras tribulaciones son obra de Dios, y nadie en este mundo tiene poder para hacerlas cesar.

—Porque nosotros somos cobardes… Porque tememos la muerte.

—Yo, mi reina, no la temo. Tengo ya tantos años, que la espero todos los días, porque mi corazón sabe que no puede tardar.

—Yo también la llamo, Madre Cruces.

—Mi señora, yo llamarla, jamás. Podría llegar cuando mi alma estuviese negra de pecados.

—Yo la llamo, pero le tengo miedo… Si no la tuviese miedo, la buscaría…

La Madre Cruces suspira:

—¡No diga tal, mi reina! ¡No diga tal!

Y quedan las dos silenciosas y tristes, con la vaga tristeza de la tarde. Anochece, y las palomas torcaces vuelan en parejas, buscando el nido, y en la orilla del río canta un ruiseñor. El cerezo de la puerta deja caer un velo de sombra, y allá, sobre el camino solitario, tiembla el rosado vapor de la puesta solar. Rostro al molino viene un pordiosero. Torna de recorrer las ventas, las rectorales y los pazos donde le dan limosna cada disanto. Es un aldeano zaino y sin piernas. Desde hace muchos años va en un caballo blanco por aquellas viejas feligresías de Cela, de Gondar y de Caldeña. Su rocín pace la hierba de las veredas. Ante la cancela del molino, el pordiosero se detiene y salmodia la letanía de sus penas. La Madre Cruces se levanta y le pone en las alforjas algunas espigas de maíz. El viejo, inclinado sobre el cuello de su caballo, reza. Es un rezo humilde y lastimero por las buenas almas caritativas y por sus difuntos.

III

Se oyó la zalagarda de los perros. El galán asomaba en lo alto del camino, y Eulalia, con amoroso sobresalto, la voz ahogándose en lágrimas, gritó:

—¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Que te espero!

Y sintiendo cómo las fuerzas le fallecían de amor, tuvo que sentarse. La Madre Cruces salió a la cancela, dando voces regocijadas:

—¡Señor!… ¡Llegue presuroso, señor!… ¡Mal sabe quién le visita!…

El galán aún venía lejos. Delante correteaban sus perros: Un galgo y un perdiguero con lujosos collares. Jacobo Ponte volvía de tirar a las codornices en los Agros del Priorato. Caminaba despacio, con las polainas blancas de polvo y el ancho sombrero de cazador, derribado sobre las cejas para resguardarse del sol poniente. Los cañones de su escopeta brillaban. Eulalia, con los ojos arrasados, miraba hacia el camino, y temblaban sus lágrimas en una sonrisa. La Madre Cruces seguía clamando en el umbral de la cancela:

—¡Supiera el enamorado galán la buena ventura que le aguarda!… ¡Tal supiera, mía fe, que alas deseara!…

Jacobo Ponte entró, silbando a los perros que se quedaban en el camino y horadaban los zarzales, de donde salían algunos pájaros asustados. Vio a Eulalia bajo la sombra del cerezo, y sonriendo se detuvo para entregar su escopeta a la Madre Cruces, porque era muy medrosa la dama y se asustaba de las armas. Entonces ella, suspirando, vino a su encuentro:

—¡Llegas cuando tengo que irme!… Y echándole los brazos al cuello descansó la cabeza sobre su hombro. Jacobo murmuró:

—¡Temí que no vinieses ya nunca!

Eulalia levantó los ojos:

—¿Has creído eso?

—Sí.

—¡Tú no sabes cómo te quiero!

Caminaban enlazados como esos amantes de pastorela en los tapices antiguos. Los dos eran rubios, menudos y gentiles. Ante una escalera de piedra que tenía frondoso emparrado, se detuvieron. Jacobo oprimió dulcemente la mano de Eulalia:

—¿Subimos?

Eulalia inclinó la cabeza:

—¡Es tarde!… ¡Tengo que irme!

Jacobo suplicó en voz baja, con ardiente susurro:

—¡Un momento! ¡Sólo un momento!

Se miraban en el fondo de los ojos, indecisos y sonrientes. Después, cogidos de la mano, subieron en silencio la escalera, y entraron a una sala entarimada de nogal, con tres puertas sobre la solana y ruinosa balconada sobre el río. La luna esclarecía débilmente la estancia. En la sombra del techo, grandes racimos de uvas maduraban colgadas de las oscuras vigas. Sobre la rústica tracería de las puertas, estaban claveteadas pieles de zorro. Allá, en el fondo, bajo la tardecina claridad que caía de dos ventanas, guarnecidas por sendos poyos de piedra, brillaba la madera lustrosa de una cama antigua. El aire traía gratos aromas aldeanos. Quiso Eulalia asomarse al balcón, y Jacobo la siguió:

—Espera… Puedes caerte…

Y se asomaron los dos, dándose de nuevo la mano. Estaba derruida la balaustrada, y arriesgaron un paso tímido, para mirar el fondo de la presa, donde temblaba amortiguado el lucero de la tarde. El agua salpicaba hasta el balcón. Quiso Eulalia acercarse más, y Jacobo la retuvo:

—Entremos.

Eulalia se volvió un poco pálida:

—¡Qué felices viviríamos los dos aquí!

Jacobo le cogió las manos:

—¡Si tú quisieses!…

Y ella suspiró, inclinando la frente:

—¡Qué sería de mis pobres hijas!

Jacobo apartóse silencioso y sombrío. Después, sentado en el poyo de una ventana, murmuró con la cabeza oculta entre las manos:

—¡Siempre tus hijas!… ¡Las aborrezco!

Los ojos de Eulalia le buscaron en la mortecina claridad, llenos de amor y resignados:

—¿A mí también me aborreces?

Y se acercaba lenta y lánguida, con andar de sombra.

Jacobo alzó la cabeza y sonrió levemente:

—También.

—¿Cómo a mis hijas?

—Igual.

Eulalia le forzó a que la mirase, posándole las manos en los hombros:

—¡Qué ogro tan salado eres!… Déjame que te vea. ¡Hace tan oscuro aquí dentro!

Y abrió la ventana, de donde volaron dos golondrinas. Jacobo se incorporó. Tenía un aire de grave cansancio, casi de abatimiento. Sobre su frente pálida temblaban algunos rizos húmedos de sudor. La sonrisa de su boca era triste y pensativa. Sus ojos de niño, azules y calenturientos, se fijaban en Eulalia:

—¿Cuándo vas a volver?

Ella le miró intensamente:

—No sé. Ahora estoy más presa que nunca. Mi marido lo sabe todo.

—¡Tu marido!… ¿Quién ha podido decírselo?

—Yo misma. ¡Estaba loca!

—Tu marido, ¿qué ha hecho?

—¡Llorar!… Es un hombre sin valor para nada. Jamás le hubiera confesado la verdad si creyese que podía haberte buscado.

Los labios de Jacobo perdieron el color, quedaron de una altanera lividez. Aquellos ojos infantiles cobraban de pronto el frío azul de dos turquesas. Bajo el rubio entrecejo asestaban la mirada duros y crueles como los ojos de un rey joven.

—¿Cuándo me has visto temblar, Eulalia?

Y su voz velada tenía nobles acentos de cólera y de tristeza. Eulalia se apresuró a besarle, desagraviándole:

—¡Nunca!… ¡Nunca!…; pero podía haberte matado por la espalda.

Jacobo sonrió bajo los besos de Eulalia, dejándose acariciar como un niño dócil y silencioso. Permanecieron en la ventana con las manos unidas y las almas presas en la melancolía crepuscular. Gorjeaban los pájaros ocultos en las copas oscuras de los árboles. Se oyó lejano el mugir de un buey, y luego el paso de un rebaño y la flauta de un zagal. Después todo se hundía en ese silencio campesino, lleno de paz, con fogatas de pastores y olor de establos. En medio del silencio, resonaba la rueda del molino, y, como un acompañamiento, recordaba las voces caducas y temblonas de las abuelas sabidoras que refieren consejas y decires, dando vueltas al huso, sentadas bajo el candil que alumbra la velada, mientras cae el grano y muele la piedra.

IV

Hablaban con las manos juntas, apoyados en el borde de la ventana, bajo el claro de la luna. Se contaban su vida durante aquellos días que estuvieron sin verse. Era un susurro ardiente, entrecortado de suspiros. Tenía la melancolía del amor y la melancolía de la noche. A veces quedaban en silencio y oían las voces de los pastores que cruzaban el camino. Eulalia dijo:

—¡Qué tarde debe de ser!… ¿Dejas que me vaya, Jacobo?

Jacobo inclinó la cabeza, besándole las manos:

—¿Y cuándo volveremos a vernos?

—¡Quién sabe, amor mío!… Cuando pueda escaparme otra vez.

—¿Allá saben que has venido?

—Lo sospecharán.

—¿No temes nada?

—Nada.

—¿Qué hará tu marido cuando vuelvas?

—Me tendrá más presa.

Aquella venganza indecisa y lejana transfiguraba su amor, dándole un encanto doloroso y poético.

Se apartaron de la ventana con una sonrisa triste los dos. Andaban sin soltarse las manos, y sus sombras se desvanecían lentamente en la oscuridad de la estancia. Jacobo dijo:

—Eulalia, no vuelvas allá.

—¿Por qué?

—Porque te pierdo para siempre… Me lo dice el corazón.

—¡Eso jamás!… Tendría que morirme.

—Quédate, Eulalia…

—¡No puedo, Jacobo!… ¡No puedo!

—¡Eulalia, y que hayas sido tú misma nuestra delatora!

Eulalia suspiró:

—¡Estaba loca!… No podía seguir tejiendo mi vida con hilos de mentiras. Se lo dije todo… ¿Recuerdas la última tarde que nos vimos? Aquella tarde fue. Yo esperaba que al saberlo no querría verme más. Creí que nuestra casa se desharía para siempre. Muchas noches, desvelada, ya tenía cavilado en ello… ¡Cuántas veces me había consolado esa esperanza, al mismo tiempo que me hacía llorar por mi pobre casa deshecha!… Yo viviría retirada con mis hijas. Te vería a ti sin recelos, sin temores. ¡Pobre amor mío! Si tuve valor para decírselo, fue por eso. ¡Jacobo, cómo nos equivocamos al pensar lo que pasa en los corazones! Aquel hombre tan frío, que aparentaba desdeñarme como a una niña sin juicio, me quiere hasta la locura, Jacobo. ¡Me quiere más que a sus hijas, más que a su madre, más que a todo el mundo!

En el misterio de la sombra, la voz de Eulalia, empañada en lágrimas, temblaba. Al fin los sollozos cubrieron sus querellas. Pasó en el claro de la luna como un fantasma, tornóse lenta a la ventana y quedó allí silenciosa y suspirante, apoyada en el alféizar. Jacobo la siguió. Volvieron a mirarse en silencio. La brisa pasaba murmuradora. El perro, atado a la puerta del pajar, ladraba a las estrellas que palidecían en el cielo. Jacobo dijo, temblándole la voz:

—Eulalia, es la última vez que nos vemos.

—No digas eso… Yo vendré siempre… Te juro que volveré… ¿No se escapan los presos de las cárceles?…

En los labios de Jacobo había una sonrisa doliente:

—¿Y sabes acaso si cuando vuelvas me hallarás? Eulalia le asió las manos:

—Te hallaré, sí… ¿Por qué dices que no te hallaré?

Y quedó mirándole con tímido afán:

—Porque este amor nuestro es imposible ya.

Ella murmuró temblando:

—¿Y qué quieres?

—Quiero que termine, por bien tuyo y por bien de tu marido.

—¡Eres cruel!… ¡Eres cruel!…

Y sollozaba con angustia, los ojos puestos en Jacobo, que permanecía mudo y esquivo. De pronto, Eulalia serenóse, enjugó sus lágrimas con fiereza y volvió a cogerle las manos, hablándole desesperada y ronca:

—Jacobo, tú quieres que yo viva a tu lado. Tú no sabes que seríamos muy desgraciados… No debes sacrificarme lo mejor de tu vida. Eres un niño y tendrías demasiados años para arrepentirte… Yo tampoco merezco ese sacrificio.

Jacobo la miró con amargura:

—¡No quieras mostrarte generosa!

Ella repitió con duelo:

—¡No, no merezco ese sacrificio!…

Estaba pálida, temblaban sus manos y sollozaba con los ojos secos:

—Voy a causarte una gran pena… Pero siempre fui sincera contigo, y quiero serlo ahora en este momento lleno de angustia…

Jacobo murmuró, temblándole la voz:

—¿Qué vas a decirme?

Eulalia le miró fijamente, quieta, severa y muda. Jacobo volvió a repetir:

—¿Qué vas a decirme?

Ella sonrió tristemente, parpadeando como si despertase de un mal sueño:

—¡Que tienes razón!… ¡Que este amor nuestro es imposible ya!…

—¿Te he dicho yo eso?

—¡Hace un momento me lo dijiste!

Jacobo se irguió violentamente:

—Perdona, lo había olvidado.

Eulalia, dominándose, se acercó a la ventana y miró al campo en silencio. Después, volviéndose hacia la estancia ya toda en sombra, comenzó a hablar con la voz apagada de un fantasma:

—Yo no quiero a mi marido… Creo que no le quise jamás… Pero de haber sospechado el dolor que había de causarle esta traición mía, ciega como estoy por ti, hubiera sido una mujer honrada…

Jacobo, desde el fondo de la estancia, gritó con fiereza:

—¡Calla!

Los ojos de Eulalia le buscaron en la oscuridad, con anhelo amoroso y cobarde:

—¡Jacobo!

Y los sollozos, estallando de pronto, velaron su voz. Jacobo volvió a gritar:

—¡Calla!

Ella se acercó lentamente:

—Jacobo, he querido en todos los momentos ser sincera contigo.

—¡Y tu sinceridad me mata! ¡Déjame!… Vete para siempre… Vete.

Eulalia quedó mirándole en éxtasis doloroso:

—¡Niño!… ¡Niño adorado!…

Ante aquella desesperación candorosa y juvenil, sentía ennoblecidos sus amores, y el dolor de Jacobo le daba estremecimientos, como una nueva caricia apasionada y casta. Jacobo la miró con rencor y con duelo:

—¡Te parezco un niño! Tienes razón; como un niño creí todas tus mentiras.

—Jacobo, no merezco ser tratada así.

Y se arrodilló abrazándose a las rodillas de Jacobo:

—¡Mátame, si quieres!

Jacobo sonreía con esa sonrisa triste y agónica de los desesperados. Pálido, trémulo, abatido, se pasó la mano por los ojos, ya falto de voluntad y de cólera:

—No sé matar, Eulalia, ya lo sabes. Yo sólo te digo adiós. Después de oírte, siento que a tu lado ya nunca podría ser feliz… Tengo todas tus cartas, voy a dártelas…

Eulalia, sentada en el suelo, sollozaba. Jacobo, desde el fondo sombrío de la estancia, le arrojó las cartas, y sin pronunciar una sola palabra, salió. Ella alzóse, llamándole:

—¡Jacobo!… ¡Jacobo!…

Desolada, retorciéndose las manos, corrió de la puerta al balcón. Le vio alejarse seguido de los perros que saltaban, acosándole con retozos. Atravesaba por medio de un linar ondulante, y las sombras negras de aquellos perros inquietos y ladradores, al claro de la luna, parecían llenas de maleficio.

V

El rumor de unas pisadas sobre el empedrado de la solana sobresaltó a Eulalia. Poco después, la Madre Cruces aparecía en la puerta, alumbrándose con un farol:

—Mi reina, que más tarde no tendrá barca.

Eulalia suspiró, enjugándose los ojos.

—¿Dónde ha ido Jacobo?

—¡Y quién lo sabe!

—¡Qué desgraciada soy, Madre Cruces!

La vieja intentó consolarla:

—Mi señora verá cómo las penas del querer luego se tornan alegrías. Entre enamorados todo es así. De las querellas salen las fiestas.

La vieja continuaba en la puerta, y Eulalia se levantó. Salieron en silencio. La Madre Cruces iba delante alumbrando. Era ya noche cerrada, y bajo el follaje de los árboles hacía completamente oscuro. Eulalia murmuró:

—¿Qué decías de la barca, Madre Cruces?

—Que presto se irá.

—¿Aún la alcanzaremos?

—Tal presumo, mi reina. Yo llévele al barquero aviso de esperar. No tenga zozobra.

Cruzaron presurosas el huerto susurrante y húmedo del rocío. La Madre Cruces dejó el farol sobre la hierba para abrir la cancela. Eulalia, con los ojos llorosos, contemplaba las ventanas. Les mandaba un adiós. Después salieron al camino.

—¿Cuándo volverá, mi señora?

—¡Ya nunca!

Y Eulalia se llevó el pañuelo a los ojos. La angustia entrecortaba su voz, y al mismo tiempo que combatía por serenarla, pasaban por su alma, como ráfagas de huracán, locos impulsos de llorar, de mesarse los cabellos, de gritar, de correr a través del campo, de buscar un precipicio donde morir. Sentía en las sienes un latido doloroso y febril que le hacía entornar los párpados. Caminaba sin conciencia, viendo apenas cómo el camino blanqueaba al claro de la luna, ondulando entre los maizales que se inclinaban al paso del viento con un largo susurro:

—¡Dios mío, no le veré más!… ¡Nunca más!…

Y el camino se lo figuraba insuperable a sus fuerzas, y su casa y sus hijas se le aparecían en una lontananza triste y fría. Toda su vida sería ya como un largo día sin sol. Caminaba encorvada al lado de la Madre Cruces:

—¡No le veré más! ¡Todo acabó para siempre!… ¡No ha querido ni conservar mis cartas, mis pobres cartas que yo escribí con tanto amor!…

Al cruzar los Agros del Priorato, las dos mujeres se detuvieron asustadas. Rompiendo por entre los maizales venían hacia ellas unos perros negros:

—¿Estarán rabiosos, Madre Cruces?

—No parece, mi señora.

Los perros llegaban con alegre zalagarda, y la Madre Cruces creyó reconocerlos. Los llamó, todavía insegura, con leve susto en la voz:

—¡Morito! ¡Solimán!

Los perros acudieron dando corcovos y ladridos. La vieja acaricióles:

—¿Dónde queda el buen amo, Morito?

Eulalia sollozó.

—¿Son los perros de Jacobo?

—Ellos son, mi reina.

—¿Y dónde está el?

—Pues no estará lejos.

Eulalia volvióse, y como perdida en la noche, miró en torno, gritando con voz desfallecida, que repitió el eco en un castañar:

—¡Jacobo!… ¡Jacobo!…

Los perros la rodeaban retozones, queriendo lamerle las manos, que ella retiraba asustada:

—¡Jacobo!… ¡Jacobo!…

Saltando las cercas, un hombre cruzó a lo lejos el camino y metióse entre los maizales. Eulalia gimió:

—¡Es él!

Desesperada, quiso detener a los perros, que avizorados tomaban vientos. Lloraba, intentando sujetarlos por los collares, y los perros lanzaban alegres ladridos. Oyóse lejos un silbido y se partieron corriendo, dejándola en abandono. Ronca y angustiada, volvió a gritar:

—¡Jacobo!… ¡Jacobo!…

Y volvió a responderle el eco desde el temeroso castañar. Desfallecida, se detuvo, asiéndose a la Madre Cruces, porque apenas podía tenerse. Estaba tan pálida, que la vieja creyó verla morir. La llamó asustada:

—¡Mi reina!… ¡Mi paloma!…

Y dejó el farol en medio del camino, para poder llevarla hasta un ribazo, donde la hizo sentar. Eulalia abrió los ojos, dando un largo suspiro, y reclinó la frente sobre el hombro de la vieja:

—Madre Cruces, tú le hablarás siempre de mí.

—Por sabido, mi reina.

—Aun cuando no quiera oírte.

—Sí, paloma.

Por el camino pasaban dos arrieros a caballo. La Madre Cruces acudió a recoger su farol y tornóse adonde estaba Eulalia, que al verla llegar se alzó lánguidamente. Continuaron andando. La noche era calma y serena. Perdida en el silencio oíase la esquila de una cabra descarriada que buscaba su redil. Las luciérnagas brillaban inmóviles entre los zarzales del camino. Al bajar la cuesta de San Amedio comenzaba el lento marrullar de las aguas del río. Un ruiseñor cantaba en los mimbrales de la orilla, y las ranas cantaban en el fango de las junqueras, al borde de las charcas. El río brillaba bajo el cielo estrellado. La Madre Cruces llamó:

—¡Barquero!… ¡Barquero!…

El viejo saltó a la ribera:

—¿Qué hay? Es la señora. Si llego a presumir que sería tan luenga la tardanza, tiendo una red… ¡Mi alma si llego a presumirlo!

La Madre Cruces murmuró:

—¿Acaso son horas de pesca?

—Con la luna que hay, las mejores. Eulalia tenía el pañuelo sobre los ojos. Muda y pálida, adelantóse hacia la barca.

Dejóse abrazar por la Madre Cruces, y sin una palabra, sin un gemido, en medio de un silencio mortal, embarcó. La Madre Cruces permaneció en la ribera. El barquero empuñó los remos y bogó. La barca se alejaba y la Madre Cruces tornóse al molino con la zozobra de mirar si estaban recogidas las gallinas, porque hacía noches que el raposo andaba al acecho. Caminando a lo largo de la orilla, gritó:

—¡Adiós, mi reina!

Sentada en la proa de la barca, Eulalia lloraba en silencio, y esparcidas en su regazo contemplaba las cartas que Jacobo le había devuelto. La luz de la luna caía sobre sus manos cruzadas, inmóviles y blancas como las de una muerta, y más lejos temblaba sobre las aguas del río. Eulalia besó con amor todas sus cartas, y sollozando las arrojó en la corriente. En la estela de la barca quedaron flotando como una bandada de nocturnas aves blancas. Eulalia entonces se inclinó y sus lágrimas cayeron en el río. El viejo barquero, doblándose sobre los remos, le gritó:

—¡Cuidado, mi señora!

Y al erguirse de la bogada oyó un sollozo, y vio apenas una sombra indecisa y blanca que caía en el río. Presuroso acudió a una y otra borda, sondando con los ojos en el agua. Arrastrado por la corriente, en medio de la indecisa bandada de sus cartas, iba el cuerpo de Eulalia. La luna marcaba un camino de luz sobre las aguas, y la cabellera de Eulalia, deshecha ya, apareció dos veces flotando. En el silencio oíase cada vez más distante la voz de un mozo aldeano que cruzaba por la orilla, cantando en la noche para arredrar el miedo, y el camino por donde se alejaba aparecía blanco entre una siembra oscura. Y era el del mozo este alegre cantar:

¡Ei ven o tempo de mazar o liño!
¡Ei ven o tempo do liño mazar!
¡Ei ven o tempo, rapazas do Miño!
¡Ei ven o tempo de se espreguizar!


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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