Femeninas

Seis historias amorosas

Ramón María del Valle-Inclán


Cuentos, Colección



A Pedro Seoane

¡Cuánto tiempo que ni nos vemos ni nos escribimos, mi querido Seoane!

A pesar de este aparente olvido, si hoy, cual en aquellos días de locuras quijotescas volviese a necesitar de un amigo —un hombre, era la palabra que nosotros empleábamos entonces— el corazón guiaríame como siempre a tu puerta. Aunque con algunas canas de más, estoy seguro que volveríamos a ser los antiguos camaradas que tantas veces bebieron juntos en el vaso de la fraternidad estudiantil. Por eso, mi querido Pedro Seoane, al dedicarte este libro —el primero que escribo— me siento alegre, como el padre que al bautizar su primogénito, puede ponerle un nombre bien amado.

¡Es tan dulce, en medio del pesimismo que la ciencia de la vida exprime poco a poco en el alma, tener un amigo, y saberlo!…

Villanueva de Arosa, 20 de abril de 1894.

Prólogo

ES el presente, un libro, que puede decirse por entero juvenil. Lo es por la índole de los asuntos, porque su autor lo escribe en lo mejor de la vida, porque ha de tenérsele por un dichoso comienzo, y en fin, porque todo en él resulta nuevo y tiene su encanto y su originalidad. Con él gozamos de un placer ya que no raro, al menos no muy común, cual es el de leer unas páginas que se nos presentan como iluminadas por clara luz matinal, y en las cuales la poesía, la gracia y el amor, esas tres diosas propicias a la juventud, dejaron la imborrable huella de su paso.

Primicias de una musa, eco apenas apagado de las sensaciones de un corazón abierto a las primeras emociones y a los primeros desengaños, tienen cuanto necesitan para hacerlas amables a los ojos de los que como ellas son jóvenes y gozan y sienten las mismas pasiones y sus veleidades, con alma pronta a comprenderlas en toda su intensidad. Tal es su mérito, y que nos habla de lo siempre eterno y siempre joven, en una nueva forma, bajo un nuevo aspecto y con un encanto original, entre fácil y risueño aunque un tanto malicioso, propio de la manera de ser de su pueblo. Mas aquí ha de hacerse una salvedad; al hablar de cuanto nuevo encierra este libro lo mismo en el fondo que en la forma, claro es que se hace por modo relativo y dando a entender que su autor, se ha abierto una senda desconocida: dícese tan solamente que es nuevo en el país en que ve la luz. Esta limitación en el juicio, en nada le perjudica, porque así y todo, el autor de Femeninas, se nos presenta con personalidad propia, ya por lo genial de sus facultades, ya porque le hallamos siempre fiel a su raza y sentimientos que le son propios.

Bajo tan importante punto de vista ha de considerársele principalmente. Porque hijo de su tiempo, pero asimismo hijo de Galicia, son en él manifiestas las condiciones especiales de los escritores del país. El sentimiento le domina, conoce la armonía de la prosa que aquí se acostumbra y no es fácil fuera: prosa encadenada, blanda, cadenciosa, llena de luz; prosa por esencia descriptiva y a la cual sólo falta la rima. Y no es esto sólo, sino que conforme con el espíritu ensoñador del celta, despunta los asuntos, no los lleva a sus últimos límites; levanta el velo, no lo descorre del todo, dejando el final —como quien teme abrir heridas demasiado profundas en los corazones doloridos— en una penumbra que permite al lector prolongar su emoción y gozar algo más de lo que el autor indica y deja en lo vago, y el que lee tiene dentro del alma. Es ésta, condición especial que en nuestro amigo deriva de su raza, porque de su tiempo tiene lo que llamamos modernismo, y la nota de color viva, ardiente, sentida, puesta en el lienzo de un solo golpe. En cambio es suya, la frase elegante, armoniosa, un tanto lírica, llena de luz, que se desliza con gracia femenil, serpentina casi, y hace del autor de este libro un prosista que no necesita más que castigar su estilo, para ser un gran prosista. Con todo lo cual, con lo que debe a la sangre y lo que le es personal, harto claramente prueba que es de los nuestros. Aunque quisiera ocultarlo no podría. A todos dice que ha nacido bajo el cielo de Galicia. Hijo suyo, criado al pie de unos mares que tienen la eterna placidez de las aguas tranquilas, la refleja toda en sus páginas, donde cree uno percibir, desde el acre perfume de los patrios pinares y de las ondas que los bañan, hasta los blandos rumores de la ribera natal; desde la soledad de las ciudades de provincia, hasta la claridad de los cielos tropicales y las cosas que le son propias.

Esto por lo que se refiere a lo exterior, porque en cuanto a su interior, o sea el alma del libro, no es menos nuestro por la manera de tratarlo, y por la gran verdad de los cuadros que lo forman. Aparentemente parecen invención, pero pronto se ve que son realidades. No se necesita mucho para comprender que el autor se limitó a dejar que hablasen su corazón y sus recuerdos, permitiendo que desbordase —en la plenitud de sus años juveniles y de sus horas de pasión— lo que el acaso de la vida hiciera suyo.

Era imposible otra cosa. El ayer está para él tan cercano, que le domina. No tiene más que abrir los labios y éstos balbucean los nombres queridos: los lazos que le unieron a las mujeres amadas y a las que el azar puso en su camino, aún no están rotos del todo. De aquéllas cuyo recuerdo dura la vida entera, o de las que apenas dejan impresión en el alma, guarda todavía con el reflejo de la última mirada, la suave presión de los brazos amados. Las que fueron como escollo, y las que igual a la hoja de una rosa se dejaron llevar al soplo de los vientos matinales, siguen teniendo para él los mismos desdenes, o las mismas sonrisas. Diríamos que las sombras invocadas aún no se han desvanecido, y que pueden volver a tomar cuerpo y llenar las horas solitarias que siguen siempre a las horas llenas de pasión de una vida en su comienzo.

Por de pronto y por lo que de sus heroínas nos refiere, las mujeres que recuerda fueron fáciles y crueles. Era necesario que así sucediese, y que resultasen entre amables burguesas y cocottes exigentes, con quienes no podía menos de tropezar en los primeros pasos de la vida. Hembras y esfinges, tal nos las describe, y así debieron de aparecer a los ojos del que apenas si sabía del amor, más que lo que va conociendo sucesivamente, y de las mujeres lo que le iban enseñando aquéllas con quienes tropezaba. ¡Y el Cielo sabe cuáles, que no son las peores las que la desgracia arroja a la vía pública!

Partiendo de este hecho, se comprende que el autor de ‘Femeninas’, habiendo reunido sus documentos humanos —los lances que nos cuenta y las heroínas que nos presenta— sean lo que se dice producto de la experimentación, en la cual va mezclado mucho de lo que él no conoce de propio conocimiento y algo también de lo que vio y oyó por el mundo: lo que es suyo y lo que fue de los demás, todo ello animado por los recuerdos de las pasiones sufridas, lo mismo que de los lugares recorridos. En tal manera, que aún fue ayer, como quien dice, cuando la ‘Condesa de Cela’ le despertó pasándole por la cara el suave y tibio manguito, cuando ‘Tula Varona’ le azotó la mejilla con un florete, cuando ‘Octavia’ le hizo ver por experiencia, cuán difícilmente llena un hombre solo, el corazón de una mujer, así sea la más enamorada.

¿Cómo extrañarse por lo tanto, de la especie de unidad de pensamiento y de interés que domina en todo este volumen? Páginas arrancadas al libro de sus “Confesiones” juveniles, un lazo más que estrecho las une y hace iguales. Como si tanto no bastase, es una la misma pasión que anima todos los cuadros; pasión viva, juvenil, un tanto libidinosa —hay que confesarlo—, pero siempre poética tanto en la fábula como en su trama, en la expresión de los afectos del mismo modo que en la armonía de la frase y en la aureola que los envuelve igual que un inmenso nimbo. Aunque no fuese más que por eso Femeninas sería un libro moderno, hijo de la hora actual y de las pasiones que asaltan al joven en sus primeros pasos asediando su corazón con ímpetu diario. Sentimental, porque suena a veces como una queja, sabe Dios de qué dolores: romántico, aunque por modo novísimo; y femenino puesto que no nos habla de otra cosa que de los lances a que da lugar el amor de las mujeres y de los afectos que inspiran. Y como ni el más breve espacio ha querido su autor que mediase entre el suceder ayer y el contarlo hoy, de ahí que el relato conserve el calor de las cosas que acaban de pasar a nuestra vista, o dentro de nosotros mismos. Así es patente, en la rapidez de la acción y en los detalles, claros, precisos, movidos.

Diríase que así es forzoso que suceda en composiciones de la índole de las que forman este libro y en las cuales todo debe ser conciso e ir directamente a su fin; pero no es cierto. Los cuentos, tales como hoy se conciben y escriben —hijos de la moderna inquietud y también de la escasa atención que el hombre actual quiere poner en semejantes cosas— son rápidos, convulsivos casi: más nervios que sangre y músculos y en los cuales es visible la pretensión de encerrar en breve espacio todo un drama; no valen lo que aparentan sino cuando están escritos por almas agitadas y que apenas tienen tiempo para dar cuerpo a sus sueños, vida a sus creaciones, forma a lo pasajero que acaba de conmoverles. En tal suerte que se equivocaría quien creyese que Femeninas, es uno de los infinitos trabajos de su índole, a que sólo la moda actual puede dar importancia. Todo lo contrario. Los que encierra este libro, son como pequeños poemas, breves, alados, llenos de sentimiento; cosas de hombres y mujeres que pasan a cada momento, pero que sólo tienen vida, fuerza y relieve cuando filtran como quien dice a través de un alma de poeta. Por eso no resultan obra del que sigue un feliz ejemplo, sino cosa propia, hijos de un temperamento. Los hubiese escrito así, sin que antes hubiese conocido otros. Son cosa suya, y solamente por sus cortas dimensiones se parecen a los que nos da, con tan desdichada prodigalidad el actual momento literario. En tal manera que en cuestión de cuentos, a pesar de ser tantos y tan distintos los que se conocen, nuestro autor inventó un nouveau frisson, como dicen los que más usan y abusan de los cuentos, los franceses, nuestros maestros en éste y demás géneros literarios.

Dicho esto, consignado que el presente libro no es tan sólo un dichoso comienzo y una segura promesa, sino el fruto de una inspiración dueña ya de las condiciones necesarias para alcanzar de golpe un primer puesto en la literatura del país, parece como que nada queda que añadir y que debemos levantar la pluma. Así lo haríamos si nuestro corazón nos lo permitiera. Mas ¿cómo callar en líneas escritas al frente del libro del hijo, la grande, la estrecha amistad que nos unió a su padre? ¿Cómo no recordar al escritor y poeta intachable, al alma pura, al íntegro carácter, a aquél que llevó el mismo nombre y apellido que nuestro autor y fue tan digno de la estimación en que le tuvimos siempre y con las que nos correspondía? Aún fue ayer, cuando con el pie en el sepulcro, nos tendió por última vez su mano y hablamos de las cosas que de tanto tiempo atrás nos eran queridas —la patria gallega y la poesía que había encantado sus horas solitarias—. Sabía él que la muerte le había ya tocado con su dedo, mas no por eso se creía del todo desligado de la tierra, que no pensase en su país y no se doliese de los infortunios ajenos; ¡él que los había conocido tan grandes!

Duerme, duerme en paz mi buen amigo; tu hijo sigue la senda que le trazaste con el ejemplo de una vida honrada como pocas. Tu hijo recoge para ti los laureles que pudiste ceñirte y desdeñaste contento con tu dichosa medianía. ¡Si tú pudieras verlo! Nobleza obliga. El autor de Femeninas lo sabe bien. Descendiente de una gloriosa familia, en la cual lo ilustre de la sangre, no fue estorbo, antes acicate que les llevaba a las grandes empresas, tiene un doble deber que cumplir. De antiguo contó su casa grandes capitanes, y notables hombres de ciencia y literatura, gloria y orgullo de esta pobre Galicia. Se necesita, pues, que continúe la no interrumpida tradición, y que como los suyos añada una hoja más de laurel a la corona de la patria. Y yo en nombre de su padre, le digo: ¡Hijo mío, cumple tus destinos y que las horas que te esperan, te sean propicias!

M. Murguía

Coruña, noviembre de 1894

LA CONDESA DE CELA

I

«ESPÉRAME esta tarde». No decía más el fragante blasonado plieguecillo.

Aquiles, de muy buen humor, empezó a pasearse canturreando retazos zarzueleros, popularizados por todos los organillos de España. Luego quedóse repentinamente serio. ¿Por qué le escribiría ella tan lacónicamente? Hacía algunos días que Aquiles tenía el presentimiento de una gran desgracia: Creía haber notado cierta frialdad, cierto retraimiento. Quizá todo ello fuesen figuraciones suyas, pero él no podía vivir tranquilo.

Aquiles Calderón era un muchacho habanero, salido muy joven de su tierra con objeto de estudiar en la Universidad Compostelana. Al cabo de los años mil, continuaba sin haber terminado ninguna carrera. En los primeros tiempos había derrochado como un príncipe, mas parece ser que su familia se arruinó años después en una revolución, y ahora vivía de la gracia de Dios. Pero al verle hacer el tenorio en las esquinas, y pasear las calles desde la mañana hasta la noche requebrando a las niñeras, y pidiéndolas nuevas de sus señoras, nadie adivinaría las torturas a que se hallaba sometido su ingenio de estudiante tronado y calavera que cada mañana y cada noche tenía que inventar un nuevo arbitrio para poder bandearse. Aquiles Calderón tenía la alegría desesperada y el gracejo amargo de los artistas bohemios. Su cabeza airosa e inquieta, más correspondía al tipo criollo que al español: El pelo era indómito y rizoso, los ojos negrísimos, la tez juvenil y melada, todas las facciones sensuales y movibles, las mejillas con grandes planos, como esos idolillos aztecas tallados en obsidiana. Era hermoso, con hermosura magnífica de cachorro de Terranova. Una de esas caras expresivas y morenas que se ven en los muelles y parecen aculadas en largas navegaciones transatlánticas por regiones de sol. Está impaciente, y para distraerse, tamborilea con los dedos en los cristales de la ventana que le sirve de atalaya. De pronto se endereza, examinando con avidez la calle, arroja el cigarro y va a echarse sobre el sofá aparentando dormir.

Tardó poco en oírse menudo taconeo y el roce sedeño de una cola desplegada en el corredor. Pulsaron desde fuera ligeramente y el estudiante no contestó. Entonces la puerta abrióse apenas, y una cabeza de mujer, de esas cabezas rubias y delicadas en que hace luz y sombra el velillo moteado de un sombrero, asoma sonriendo, escudriñando el interior con alegres ojos de pajarillo parlero. Juzgó dormido al estudiante, y acercósele andando de puntillas, mordiéndose los labios:

—¡Así se espera a una señora, borricote!

Y le pasó la piel del manguito por la cara, con tan fino, tan intenso cosquilleo, que le obligó a levantarse riendo nerviosamente. Entonces la gentil visitante sentósele con estudiada monería en las rodillas, y empezó a atusarle con sus lindos dedos las guías del bigote juvenil y fanfarrón:

—¡Conque no ha recibido mi epístola el poderoso Aquiles!

—¡Cómo no! ¡Pues si te esperaba!

—¡Durmiendo! ¡Ay, hijo, lo que va de tiempos! Mira tú, yo también me había olvidado de venir; me acordé en la catedral.

—¿Rezando?

—Sí, rezando… Me tentó el diablo.

Hizo un mohín, y con arrumacos de gata mimada se levantó de las rodillas del estudiante:

—¡Caramba, no tienes más que huesos!… La atraviesas a una.

Hablaba colocada delante del espejo, ahuecándose los pliegues de la falda.

Aquiles acercóse con aquella dejadez de perdido, que él exageraba un poco, y le desató las bridas de la capota de terciopelo verde, anudadas graciosamente bajo la barbeta de escultura clásica, pulida, redonda y hasta un poco fría como el mármol. La otra, siempre sonriendo, levantó la cara, y juntando los labios, rojos y apetecibles como las primeras cerezas, alzóse en la punta de los pies:

—Bese usted, caballero.

El estudiante besó, con beso largo, sensual y alegre, prenda de amorosa juventud.

II

Era por demás extraño el contraste que hacían la dama y el estudiante. Ella, llena de gracia, trascendiendo de sus cabellos rubios y de su carne fresca y rosada grato y voluptuoso olor de esencias elegantes, deshilachaba los encajes de un pañolito de encaje. Aquiles sonreía protector, con las manos hundidas en los bolsillos y la colilla adherida al labio como un molusco. Lo tronado de su pergeño, la expresión ensoñadora de sus ojos y el negro y rizado cabello, siempre más revuelto que peinado, dábanle gran semejanza con aquellos artistas apasionados y bohemios de la generación romántica.

¡La Condesa de Cela tenía la cabeza a componer y un corazón de cofradía! Antes que con aquel estudiante, dio mucho que hablar con el hermano de su doncella, un muchacho tosco y encogido, que acababa de ordenarse de misa, y era la más rara visión de clérigo que pudo salir de seminario alguno. Había que verle con el manteo a media pierna, la sotana verdosa enredándose al andar, los zapatos claveteados, el sombrero de canal metido hasta las orejas, sentándose en el borde de las sillas, caminando a grandes trancos con movimiento desmañado y torpe. Y, sin embargo, la Condesa le había amado algún tiempo, con ese amor curioso y ávido que inspiran a ciertas mujeres las jóvenes cabezas tonsuradas. No podían, pues, causar extrañeza sus relaciones con Aquiles Calderón. Sin tener larga fecha, habían comenzado en los tiempos prósperos del estudiante. Más tarde, cuando llegaron los días sin sol, Aquiles, como era muy orgulloso, quiso terminarlas bruscamente, pero la Condesa se opuso. Lloró abrazada a él, jurando que tal desgracia los unía con nuevo lazo más fuerte que ningún otro. Durante algún tiempo tomó ella en serio su papel. A pesar de ser casada, creía haber recibido de Dios la dulce misión de consolar al estudiante habanero. Entonces hizo muchas locuras y dio que hablar a toda la ciudad, pero se cansó pronto. Lo que decía el señor Deán:

—¡Muy buena! Madera de santa. Solamente un poco aturdida.

Traveseando como chicuela aturdida, rodea la cintura de su amante y le obliga a dar una vuelta de vals por la sala. Sin soltarse, se dejan caer sobre el sofá. Aquiles, haciéndose el sentimental, empieza a reprocharle sus largas ausencias, que ni aun tienen la disculpa de querer guardar el secreto de aquellos amores. ¡Ay, eran veleidades únicamente! Ella sonríe, como mujer de carácter plácido que entiende la vida y sabe tomar las cosas cual se debe. Aquiles habla y se queja con simulada frialdad, con ese acento extraño de los enamorados que sienten muy honda la pasión y procuran ocultarla como vergonzosa lacería, resabio casi siempre de toda infancia pobre de caricias, amargada por una sensibilidad exquisita, que es la más funesta de las precocidades. La Condesa le escucha distraída, mirándole unas veces de frente, otras de soslayo, sin estarse quieta jamás. Por último, cansada de oírle, se levanta y comienza a pasearse por la sala con las manos cruzadas a la espalda y el aire de colegial aburrido. Aquiles se indigna. ¡Para eso, sólo para eso se ha pasado toda la tarde esperándola! Ella sonríe:

—¡Y acaso yo he venido a oírte sermonear! No comprendes que bastante disgustada estoy…

—¿Tú?

—Sí, yo, que siento las penas de los dos, las tuyas y las mías…

Deja de hablar, contrariada por la sonrisa incrédula de su amante. Luego, clavando en él los ojos claros y un poco descaradillos, como toda su persona, añade irónicamente:

—Desengáñate, las apariencias engañan mucho. ¿Quién viéndote a ti podrá sospechar ni remotamente las penurias que pasas?

Aunque herido en su orgullo, el bohemio sonríe atusándose el bigote, mostrando los dientes blancos como los de un negro. La Condesa ríe también. Y semejante a su lindo galguillo inglés, muerde jugueteando una de las manos del estudiante, fina, morena y varonilmente velluda. De pronto se levanta exclamando:

—¿Y mi manguito?

Aquiles da con él bajo una silla cargada de libros. La Condesa se lo arrebata de las manos.

—Trae, trae. Aquí tienes lo que me ha hecho venir.

Y saca un papel doblado de entre el tibio y perfumado aforro de la piel.

—¿Qué es ello?

—Una carta evangélica, carta de mi marido. Me ofrece su perdón con tal de no dar escándalo al mundo y mal ejemplo a nuestros hijos.

Por el tono de la Condesa es difícil saber qué impresión le ha causado la carta. Aquiles, sin dejar de atusarse el bigote, hace rodar sus negras y brillantes pupilas de criollo.

Y ríe, con aquella risa silbada que rebosa amarga burlería. La Condesa, un poco colorada, hace dobleces al papel. El estudiante, aparentando indiferencia, pregunta:

—¿Tú qué has resuelto?…

—Ya sabes que yo no tengo voluntad. Mi familia me obliga, y dice que debo…

—¡Qué gran institución es la familia!

La actitud de Aquiles es tranquila, el gesto entre irónico y desdeñoso, pero la voz, lo que es la voz, tiembla un poco.

III

La Condesa baja la cabeza y parece dudosa.

Allá, en su hogar, todo la insta a romper. Las amonestaciones de su madre, el amor de los hijos, y, sin que ella se dé cuenta, ciertos recuerdos de la vida conyugal que, tras dos años de separación, la arrastran otra vez hacia su marido, un buen mozo que la hizo feliz en los albores del noviazgo. Y, sin embargo, duda. Siente su ánimo y su resolución flaquear en presencia del estudiante. Pero si a un momento duélese de abandonarle, y como mujer le compadece, a otro momento se hace cargos a sí misma, pensando que es realmente absurdo sentirse conmovida y arrastrada hacia aquel bohemio, precisamente cuando va a reunirse con el marido. Calcula que si es débil y no se decide a romper de una vez, hallaráse más que nunca ligada. Y entonces el único afán de la pizpireta es dejar al estudiante en la vaga creencia de que sus amores se interrumpen, pero no acaban. Obra así llevada de cierta señoril repugnancia que siente por todos los sentimentalismos ruidosos, y su instinto de coqueta no le muestra mejor camino para huir la dolorosa explicación que presiente. Ella no aventura nada. Apenas llegue su marido, dejará la vieja ciudad, y al volver tras larga ausencia, quizá de un año, Aquiles Calderón, si aún no ha olvidado, lo aparentará al menos.

No había dado nunca la Condesa gran importancia a los equinoccios del corazón. Desde mucho antes de los quince años comenzó la dinastía de sus novios, que eran destronados a los ocho días, sin lágrimas ni suspiros, verdaderos novios de quita y pon. Aquella cabecita rubia aborrecía la tristeza, con un epicureísmo gracioso y distinguido que apenas se cuidaba de ocultar. No quería que las lágrimas borrasen la pintada sombra de los ojos. Era el egoísmo pagano de una naturaleza femenina y poco cristiana que se abroquela contra las negras tristezas de la vida. Momentos antes, mientras subía los derrengados escalones del cuarto de Aquiles, no podía menos de cavilar en lo que ella llamaba la despedida de las locuras. Conforme iba haciéndose vieja, aborrecía estas escenas tanto como las había amado en otro tiempo. Tenía raro placer en conservar la amistad de sus amantes antiguos y guardarles un lugar en el corazón. No lo hacía por miedo ni por coquetería, sino por gustar el calor singular de esas afecciones de seducción extraña, cuyo origen vedado la encantaba, y en torno de las cuales percibía algo de la galantería íntima y familiar de aquellos linajudos provincianos, que aún alcanzara a conocer de niña. La Condesa aspiraba todas las noches en su tertulia, al lado de algún antiguo adorador que había envejecido mucho más a prisa que ella, este perfume lejano y suave, como el que exhalan las flores secas, reliquias de amoroso devaneo, conservadas largos años entre las páginas de algún libro de versos. Y, sin embargo, en aquel momento supremo, cuando un nuevo amante caía en la fosa, no se vio libre de ese sentimiento femenino que trueca la caricia en arañazo. ¡Esa crueldad de que aun las mujeres más piadosas suelen dar muestra en los rompimientos amorosos! Fruncido el arco de su lindo ceño, contemplando las uñas rosadas y menudas de su mano, dejó caer lentamente estas palabras:

—No te incomodes, Aquiles. Considera que a mi pobre madre le doy acaso su última alegría. Yo tampoco he dicho que a ti no te quiera… La prueba está en que vengo a consultarte… Pero partiendo de mi marido la insinuación, no hay ya ningún motivo de delicadeza que me impida… ¿A ti qué te parece?

Aquiles, que en ocasiones llegaba a grandes extremos de violencia, se levantó pálido y trémulo, la voz embargada por la cólera:

—¿Qué me parece a mí? ¡A mí! ¡A mí! ¿Y me lo preguntas? Eso sólo debes consultarlo con tu madre. ¡Ella puede aconsejarte!

La Condesa humilló la frente con sumisión de mártir enamorada:

—¡Ahora insúltame, Aquiles!

El estudiante estaba hermoso. Los ojos vibrantes de despecho, la mejilla pálida, la ojera ahondada, el cabello revuelto sobre la frente, que una vena abultada y negra dividía a modo de tizne satánico.

Aquiles Calderón, que era un poco loco, sentía por la Condesa esa pasión vehemente, con resabios grandes de animalidad, que experimentan los hombres fuertes, las naturalezas primitivas, cuando llevan el hierro del amor clavado en la carne… Y la pasión se juntaba en el bohemio con otro sentimiento muy sutil: La satisfacción de las naturalezas finas condenadas a vivir entre la plebe y conocer únicamente hembras de germanía, cuando la buena suerte les depara una dama de honradez relativa. El bohemio había tenido esta rara fortuna. La Condesa, aunque liviana, era una señora, tenía viveza de ingenio y sentía el amor en los nervios, y un poco también en el alma.

IV

La Condesa juega con una de sus pulseras y parece dudosa entre hablar o callarse. No pasan inadvertidas para Aquiles vacilaciones tales, pero guárdase bien de hacerle ninguna pregunta. Su vidriosa susceptibilidad de pobre le impide ser el primero en hablar. Nada, nada que sea humillante. ¡Aquel estudiante sin libros, que debe dinero sin pensar nunca en pagarlo; aquel bohemio hecho a batirse con todo linaje de usureros, y a implorar plazos y más plazos a trueque de humillaciones sin cuento, considera harto vergonzoso implorar de la Condesa un poco de amor!

Ella, más débil o más artera, fue quien primero rompió el silencio, preguntando en muy dulce voz:

—¿Has hecho lo que te pedí, Aquiles? ¿Tienes aquí mis cartas?

Aquiles la miró con dureza, sin dignarse responder, pero como ella siguiese interrogándole con la actitud y con el gesto, gritó sin poder contenerse:

—¿Pues dónde había de tenerlas?

La Condesa enderézase en su asiento, ofendida por el tono del estudiante. Por un momento, pareció que iba a replicar con igual altanería, pero en vez de esto, sonríe doblando la cabeza sobre el hombro, en una actitud llena de gracia. Así, medio de soslayo, estúvose buen rato contemplando al bohemio, guiñados los ojos y derramada por todas las facciones una expresión de finísima picardía.

—Aquiles, no debías incomodarte.

Hizo una pausa muy intencionada, y sin dejar de dar a la voz inflexiones dulces, añadió:

—Bien podían estar mis cartas en Peñaranda. ¡Nada tendría de particular! ¿En dónde están el reloj y las sortijas? ¡Si el día menos pensado vas a ser capaz de citarme en el Monte de Piedad! Pero yo no iré. Correría el peligro de quedarme allí.

Aquiles tuvo el buen gusto de no contestar. Abrió el cajón de una cómoda y sacó varios manojos de cartas atados con listones de seda. Estaba tan emocionado, que sus manos temblaban al desatarlos. Hizo entre los dedos un ovillo con aquellos cintajos y los tiró lejos, a un rincón.

—Aquí tienes.

La Condesa se acercó un poco conmovida:

—Debías ser más razonable, Aquiles. En la vida hay exigencias a las cuales es preciso doblegarse. Yo no quisiera que concluyéramos así; esperaba que fuésemos siempre buenos amigos; me hacía la ilusión de qué aun cuando esto acabase…

Se enjugó una lágrima, y en voz mucho más baja, añadió:

—¡Hay tantas cosas que no es posible olvidar!

Calló, esperando en vano alguna respuesta. Aquiles no tuvo para ella ni una mirada, ni una palabra, ni un gesto.

La Condesa se quitó los guantes muy lentamente, y comenzó a repasar las cartas que su amante había conservado en los sobres con religioso cuidado. Después de un momento, sin levantar los ojos, y con visible esfuerzo, llegó a decir:

—Yo a quien quiero es a ti, y nunca, nunca te abandonaría por otro hombre; pero cuando una mujer es madre, preciso es que sepa sacrificarse por sus hijos. El reunirme con mi marido era una cosa que tenía que ser. Yo no me atrevía a decírtelo, te hacía indicaciones y me desesperaba al ver que no me comprendías… ¡Hoy mi madre lo sabe todo! ¿Voy a dejarla morir de pena?

Cada palabra de la Condesa era una nueva herida que inferían al pobre amante aquellos labios adorados, pero, ¡ay!, tan imprudentes. Llenos de dulzuras para el placer, hojas de rosa al besar la carne, y amargos como la hiel, duros y fríos como los de una estatua, para aquel triste corazón, tan lleno de neblinas delicadas y poéticas. Habíase ella aproximado a la lumbre del brasero y quemaba las cartas una a una, con gran lentitud, viéndolas retorcerse cual si aquellos renglones de letra desigual y felina, apretados de palabras expresivas, ardorosas, palpitantes, que prometían amor eterno, fuesen capaces de sentir dolor. Con cierta melancolía vaga, inconsciente, parecida a la que produce el atardecer del día, observaba cómo algunas chispas, brillantes y tenues cual esas lucecitas que en las leyendas místicas son ánimas en pena, iban a posarse en el pelo del estudiante, donde tardaban un momento en apagarse. Consideraba, con algo de remordimiento, que nunca debiera haber quemado las cartas en presencia del pobre muchacho, que tan apenado se mostraba. Pero ¿qué hacer? ¿Cómo volver con ellas a su casa, al lado de su madre, que esperaba ansiosa el término de entrevista tal? Parecíale que aquellos plieguecillos perfumados como el cuerpo de una mujer galante, mancharían la pureza de la achacosa viejecita, cual si fuese una virgen de quince años.

V

Aquiles, mudo, insensible a todo, miraba fijamente ante sí con los ojos extraviados. Y allá en el fondo de las pupilas cargadas de tristeza, bailaban alegremente las llamitas de oro, que, poco a poco, iban consumiendo el único tesoro del bohemio. La Condesa se enjugó los ojos, y afanosa por ahogar los latidos de su corazón de mujer compasiva, arrojó de una vez todas las cartas al fuego.

Aquiles se levantó temblando:

—¿Por qué me las arrebatas? ¡Déjame siquiera algo que te recuerde!

Su rostro tenía en aquel instante una expresión de sufrimiento aterradora. Los ojos se conservaban secos, pero el labio temblaba bajo el retorcido bigotejo, como el de un niño que va a estallar en sollozos. Desalentado, loco, sacó del fuego las cartas, que levantaron una llama triste en medio de la vaga oscuridad que empezaba a invadir la sala.

La Condesa lanzó un grito:

—¡Ay! ¿Te habrás quemado? ¡Dios mío, qué locura!

Y le examinaba las manos sin dejar de repetir:

—¡Qué locura! ¡Qué locura!

Aquiles, cada vez más sombrío, inclinóse para recoger las cartas que, caídas a los pies de la dama, se habían salvado del fuego. Ella le miró hacer, muy pálida y con los ojos húmedos. La inesperada resistencia del estudiante, todavía más adivinada que sentida, conmovíale hondamente, faltábale valor para abrir aquella herida, para producir aquel dolor desconocido. Su egoísmo, falto de resolución, sumíala en graves vacilaciones, sin dejarla ser cruel ni generosa. La Condesa no ponía en duda la caballerosidad de Aquiles, ¡muy lejos de eso! Pero tampoco podía menos de reconocer que era una cabeza sin atadero, un verdadero bohemio. ¿Cuántas veces no había ella intentado hacerle entrar en una vida de orden? Y todo inútil. Aquel muchacho era una especie de salvaje civilizado, se reía de los consejos, enseñando unos dientes muy blancos, y contestaba bromeando, sosteniendo que tenía sangre de reyes indios en las venas. La Condesa, apoyada en la pared, retorciendo una punta del pañolito de encajes, murmuró en voz afectuosa y conciliadora:

—Yo te dejaría esas cartas… Sí, te las dejaría… Pero reflexiona de cuántos disgustos pueden ser origen si se pierden. ¿Dime, dime tú mismo si no es una locura?

Aquiles insistía con palabras muy tiernas y un poco poéticas:

—Esas cartas, Julia, son un perfume de tu alma. ¡El único consuelo que tendré cuando te hayas ido! Me estremezco al pensar en la soledad que me espera. ¡Soledad del alma, que es la más horrible! Hace mucho tiempo que mis ideas son negras como si me hubiesen pasado por el cerebro grandes brochazos de tinta. Todo a mi lado se derrumba, todo me falta…

Susurraba estas quejas al oído de la Condesa, inclinado sobre el sillón, besándole los cabellos con apasionamiento infinito. Sentía en toda su carne un estremecimiento al posar sus labios y deslizarlos sobre las hebras rubias y sedeñas.

—¡Déjamelas! ¡Son tan pocas las que quedan! Haré con ellas un libro, y leeré una carta todos los días como si fuesen oraciones.

La Condesa suspira y calla. Había ido allí dispuesta a rescatar sus cartas, cediendo en ello a ajenas sugestiones, y creyendo que las cosas se arreglarían muy de otro modo, conforme a la experiencia que de parecidos lances tenía. No sospechara nunca tanto amor por parte de Aquiles, y al ver la herida abierta de pronto en aquel corazón que era todo suyo, permanecía sorprendida y acobardada, sin osar insistir, trémula como si viese sangre en sus propias manos. Ante dolor tan sincero, sentía el respeto supersticioso que inspiran las cosas sagradas aun a los corazones más faltos de fe.

VI

No estaba la Condesa locamente enamorada de Aquiles Calderón, pero queríale a su modo, con esa atractiva simpatía del temperamento que tantas mujeres experimentan por los hombres fuertes, los buenos mozos que no empalagan, del añejo decir femenino. No le abandonaba ni hastiada ni arrepentida. Pero la Condesa deseaba vivir en paz con su madre, una buena señora de rigidez franciscana, que hablaba a todas horas del infierno, y tenía por cosa nefanda los amores de su hija con aquel estudiante libertino y masón, a quien Dios, para humillar tanta soberbia, tenía sumido en la miseria.

Era la gentil Condesa de condición tornadiza y débil, sin ambiciones de amor romántico ni vehemencias pasionales. En los afectos del hogar, impuestos por la educación y la costumbre, había hallado siempre cuanto necesitar podía su sensibilidad reposada, razonable y burguesa. El corazón de la dama no había sufrido esa profunda metamorfosis que en las naturalezas apasionadas se obra con el primer amor. Desconocía las tristes vaguedades de la adolescencia. A pesar de frecuentar la catedral, como todas las damas linajudas, jamás había gustado el encanto de los rincones oscuros y misteriosos, donde el alma tan fácilmente se envuelve en ondas de ternura y languidece de amor místico. Eterna y sacrílega preparación para caer más tarde en los brazos del hombre tentador, y hacer del amor humano, y de la forma plástica del amante, culto gentílico y único destino de la vida. Merced a no haber sentido estas crisis de la pasión, que sólo dejan escombros en el alma, pudo la Condesa de Cela conservar siempre por su madre igual veneración que de niña: Afección cristiana, tierna, sumisa, y hasta un poco supersticiosa. Para ella, todos los amantes habían merecido puesto inferior al cariño tradicional, y un tanto ficticio, que se supone nacido de ocultos lazos de la sangre.

Pero era la Condesa, si no sentimental, mujer de corazón franco y burgués, y no podía menos de hallar hermosa la actitud de su amante, implorando como supremo favor la posesión de aquellas cartas. Olvidaba cómo las había escrito en las tardes lluviosas de un invierno inacabable, pereciendo de tedio, mordiendo el mango de una pluma, y preguntándose a cada instante qué le diría. Cartas de una fraseología trivial y gárrula, donde todo era oropel, como el heráldico timbre de los plieguecillos embusteros, henchidos de zalamerías livianas, sin nada verdaderamente tierno, vivido, de alma a alma. Pero entonces, contagiada del romanticismo de Aquiles, hacíase la ilusión de que todas aquellas patas de mosca las trazara suspirando de amor.

Con dos lágrimas detenidas en el borde de los párpados, y bello y majestuoso el gesto, que la habitual ligereza de la dama hacía un poco teatral, se volvió al estudiante:

—Sea… ¡Yo no tengo valor para negártelas! ¡Guarda, Aquiles, esas cartas, y con ellas el recuerdo de esta pobre mujer que te ha querido tanto! Aquiles, que hasta entonces las había conservado, movió la cabeza e hizo ademán de devolvérselas. Con los ojos fijos, miraba cómo la nieve azotaba los cristales, enloquecido, pero resuelto a no escuchar. Y ella, a quien el silencio era penoso, se cubrió el rostro llorando, con el llanto nervioso de las actrices. Lágrimas estéticas que carecen de amargura, y son deliciosas como ese delicado temblorcillo que sobrecoge al espectador en la tragedia.

Aquiles inclinó la cabeza hasta apoyarla en las rodillas, y así permaneció largo tiempo, la espalda sacudida por la congoja. Ella, vacilando, con timidez de mujer enamorada, fue a sentarse a su lado en el brazo del canapé, y le pasó la mano por los cabellos negros y rizosos. Enderezóse él muy poco a poco y le rodeó el talle suspirando, atrayéndola a sí, buscando el hombro para reclinar la frente. La Condesa siguió acariciando aquellos hermosos cabellos, sin cuidarse de enjugar las lágrimas que, lentas y silenciosas como gotas de lluvia que se deslizan por las mejillas de una estatua, rodaban por su pálida faz y caían sobre la cabeza del estudiante, el cual, abatido y como olvidado de sí propio, apenas entendía las frases que la Condesa suspiraba.

—No me has comprendido, Aquiles mío. Si un momento quise poner fin a nuestros amores, no fue porque hubiese dejado de quererte. ¡Quizá te quería más que nunca! Pero ya me conoces… Yo no tengo carácter. Tú mismo dices que se me gobierna por un cabello. Ya sé que debí haberme defendido, pero estaba celosa. ¡Me habían dicho tantas cosas!…

Hablaba animada por la pasión. Su acento era insinuante, sus caricias cargadas de fluido, como la piel de un gato negro. Sentía la tentación caprichosa y enervante de cansar el placer en brazos de Aquiles. En aquella desesperación hallaba promesas de nuevos y desconocidos transportes pasionales, de un convulsivo languidecer, epiléptico como el del león y suave como el de la tórtola. Colocó sobre su seno la cabeza de Aquiles, y murmuró ciñéndola con las manos:

—¿No me crees, verdad? ¡Es muy cruel que lo mismo la que miente que la que habla con toda el alma hayan de emplear las mismas palabras, los mismos juramentos!…

Y le besaba en ojos y boca.

VII

Sin fuerza para resistir el poder de aquellos halagos, Aquiles la besó cobardemente en el cuello, blanco y terso como plumaje de cisne. Entonces la Condesa se levantó, y sonriendo a través de sus lágrimas con sonrisa de enamorada, arrastróle por una mano hasta la alcoba. Él intentó resistir, pero no pudo. Quisiera vengarse despreciándola, ahora que tan humilde se le ofrecía; pero era demasiado joven para no sentir la tentación de la carne, y poco cristiano su espíritu para triunfar en tales combates. Hubo de seguirla, bien que aparentando una frialdad desdeñosa, en que la Condesa creía muy poco. Actitud falsa y llena de soberbia, con que aspiraba a encubrir lo que a sí mismo se reprochaba como una cobardía, y no era más que el encanto misterioso de los sentidos.

Al encontrarse en brazos de su amante, la Condesa tuvo otra crisis de llanto, pero llanto seco, nervioso, cuyos sollozos tenían notas extrañas de risa histérica. Si Aquiles Calderón tuviese la dolorosa manía analista que puso la pistola en manos de su gran amigo Pedro Pondal, hubiese comprendido con horror cómo aquellas lágrimas, que en su exaltación romántica ansiaba beber en las mejillas de la Condesa, no eran de arrepentimiento, sino de amoroso sensualismo, y sabría que en tales momentos no faltan a ninguna mujer.

En la vaga oscuridad de la alcoba, unidas sus cabezas sobre la blanca almohada, se hablaban en voz baja, con ese acento sugestivo y misterioso de las confesiones, que establece, entre las almas, corrientes de intimidad y amor. La Condesa suspiraba, presentándose como víctima de la tiranía del hogar. Ella había cedido a las sugestiones maternales. ¡Faltárale entereza para desoír los consejos de aquellos labios, cuyas palabras manaban dulces, suaves, persuasivas, con perfume de virtud, como aguas de una fuente milagrosa! Pero ahora no habría poder humano capaz de separarlos, morirían así, el uno en brazos del otro. Y como el recuerdo de su madre no la abandonase, añadió con zalamería, poniendo sobre el pecho desnudo una mano de Aquiles:

—Guardaremos aquí nuestro secreto, y nadie sabrá nada, ¿verdad?

Aquiles la miró intensamente.

—¡Pero tu madre!

—Mi madre tampoco.

El bigotejo retorcido y galán del estudiante esbozó una sonrisa cruel.

VIII

Aquiles aborrecía con todo su ser a la madre de la Condesa. En aquel momento parecíale verla recostada en el monumental canapé de damasco rojo, con estampados chinescos, uno de esos muebles arcaicos que todavía se ven en las casas de abolengo, y parecen conservar en su seda labrada y en sus molduras lustrosas, algo del respeto y de la severidad engolada de los antiguos linajes. Se la imaginaba hablando con espíritu mundano de rezos, de canónigos y de prelados, luciendo los restos de su hermosura deshecha, una gordura blanca de vieja enamoradiza. Creía notar el movimiento de los labios todavía frescos y sensuales que ofrecían raro contraste con las pupilas inmóviles, casi ciegas, de un verde neutro y sospechoso de mar revuelto. Encontraba antipática aquella vejez sin arrugas, que aún parecía querer hablar a los sentidos.

El estudiante recordó las murmuraciones de la ciudad y tuvo de pronto una intuición cruel. Para que la Condesa no huyese de su lado, bastaríale derribar a la anciana del dorado camarín donde el respeto y credulidad de su hija la miraban. Arrastrado por un doble anhelo de amor y de venganza, no retrocedió ante la idea de descubrir todo el pasado de la madre a la hija que adoraba en ella.

—¡Pareces una niña, Julia! No comprendo ni ese respeto fanático ni esos temores. Tu madre aparentará que se horroriza, ¡es natural!, pero seguramente cuando tuvo tus años, haría lo mismo que tú haces. ¡Sólo que las mujeres olvidáis tan fácilmente!…

—¡Aquiles! ¡Aquiles! ¡No seas canallita!… ¡Para que tú puedas hablar de mi madre necesitas volver a nacer! ¡Si hay santas, ella es una!…

—No riñamos, hija. Pero también tú puedes ser canonizada. Figúrate que yo me muero y que tú te arrepientes… ¿No hay en el Año Cristiano alguna historia parecida? A tu madre, que lo lee todos los días, debes preguntárselo.

La Condesa le interrumpió:

—No tienes para qué nombrar a mi madre.

—¡Bueno! Cuando la canonicen a ella ya habrá la historia que buscamos.

La Condesa, medio enloquecida, se arrojó del lecho. Pero él no sintió compasión ni aun viéndola en medio de la estancia. Los rubios cabellos destrenzados, lívidas las mejillas, que humedecía el llanto, recogiendo con expresión de suprema angustia la camisa sobre los senos desnudos. Aquiles sentía esa cólera brutal que en algunos hombres se despierta ante las desnudeces femeninas. Con clarividencia satánica, veía cuál era la parte más dolorosa de la infeliz mujer, y allí hería sin piedad, con sañudo sarcasmo.

—¡Julia! ¡Julita! También tus hijos dirán mañana que tú has sido una santa. Reconozco que tu madre supo elegir mejor que tú sus amantes. ¿Sabes cómo la llamaban hace veinte años? ¡La Canóniga, hija! ¡La Canóniga!

La Condesa, horrorizada, huyó de la alcoba. Aun cuando Aquiles tardó mucho en seguirla, la halló todavía desnuda, gimiendo monótonamente, con la cara entre las manos. Al sentirle, incorporóse vivamente y empezó a vestirse, serena y estoica ya. Cuando estuvo dispuesta para marcharse, el estudiante trató de detenerla. Ella retrocedió con horror, mirándole de frente:

—¡Déjeme usted!

Y con el brazo siempre extendido, como para impedir el contacto del hombre, pronunció lentamente:

—¡Ahora, todo, todo ha concluido entre nosotros! Ha hecho usted de mí una mujer honrada. ¡Lo seré! ¡Lo seré! ¡Pobres hijas mías si mañana las avergüenzan diciéndoles de su madre lo que usted acaba de decirme de la mía!…

El acento de aquella mujer era a la vez tan triste y tan sincero, que Aquiles Calderón no dudó que la perdía. ¡Y, sin embargo, la mirada que ella le dirigió desde la puerta al alejarse para siempre, no fue de odio, sino de amor…!

TULA VARONA

LOS perros de raza, iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada cabeza, regresaba a Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El duquesito, como llamaban a Mendoza en el Foreigner Club, era cuarto o quinto hijo de aquel célebre duque de Ordax que murió hace algunos años en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco e ignorante, a quien las liviandades de una reina dieron pasajera celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados —que un tiempo los tuvo de oro, y fue muy bella—, suele referir a los íntimos que acuden a su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina jornada.

El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las mejillas, y los rizos de la frente alborotados.

—¡Eh! ¡Duque! ¡Duque!… ¡Espere usted, hombre!

Y añadió al acercarse:

—¡He pasado un rato horrible! ¡Figúrese usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!

Ramiro procuró tranquilizarla:

—¡Bah! No será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido a ese señor perro.

Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fatuo y cortés, que es frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al alcance de todas las inteligencias, y añadió:

—Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese…

Ella interrumpióle saludando con una cortesía burlona:

—Sí, ya sé de otro modo, quizá no tuviese usted el alto honor de acompañarme.

Se reía con risa hombruna, que sonaba de un modo extraño en su pálida boca de criolla. Llevaba puesto un sombrerete de paja, sin velo ni cintajos, parecido a los que usan los hombres, guantes de perfumada gamuza, y borceguíes blancos, llenos de polvo. Su cabeza era pequeña y rizada; el rostro gracioso, el talle encantador. Gastaba corto el cabello, lo cual le daba cierto aspecto alegre y juguetón. Rehízo en el molde de su lindo dedo los ricillos rebeldes que se le entraban por los ojos, y añadió:

—Venga acá la escopeta, duque. Si aparece por ahí ese perro, usted no debe tirarle: es cuestión de agradecimiento. ¡Antes morir!

Riendo y loqueando tomó la escopeta de manos del duquesito, y se puso a marcar el paso. Sus movimientos eran muy graciosos, pero su alegría, demasiado nerviosa, resultaba inquietante como las caricias de los gatos. El duquesito, que se había quedado atrás, la desnudaba con los ojos. ¡Vaya una mujer! Tenía los contornos redondos, la línea de las caderas ondulante y provocativa… El buen mozo tuvo intenciones de cogerla por la cintura y hacer una atrocidad; afortunadamente su entusiasmo halló abierta la válvula de los requiebros:

—¡Encantadora Tula! ¡Admirable! ¡Parece usted Diana cazadora!

Tula, medio se volvió a mirarle.

—¡Ay! ¡Cuantísima erudición! Yo estaba en que usted no conocía íntimamente otra Diana que la artista de París.

Era tan maligna la sonrisa que guiñaba sus negros ojos, que el duquesito, un poco mortificado, quiso contestar a su vez algo terriblemente irónico; pero en vano escudriñó los arcanos de su magín. La frase cruel, aquella de tres filos envenenados que debía clavarse en el corazón de la linda criolla, no pareció. ¡Oh! ¡Pobres mostachos, qué furiosamente os retorcieron entonces los dedos del duquesito!

Como cien pasos llevarían andados, y Tula, que caminaba siempre delante, se detuvo esperando a Mendoza:

—¡Ay! Tengo este hombro medio deshecho. Tome usted la escopeta; ¡es más pesada que su dueño!

El otro la miró, sin abandonar la sonrisilla fatua y cortés. ¡La ironía! ¡La terrible ironía, acababa de ocurrírsele!

—Eso…, ¡quién sabe, Tula! Usted aún no me ha tomado al peso.

Y se rió sonoramente, seguro de que tenía ingenio.

Tula Varona le contempló un momento a través de las pestañas entornadas.

—¡Pero, hombre, que sólo ha de tener usted contestaciones de almanaque! Le he oído eso mismo cientos de veces. ¡Y la gracia está en que tiene usted la misma respuesta para los dos sexos!

Como iba delante, al hablar volvía la cabeza, ya mirando al duquesito, por encima de un hombro, ya del otro, con esos movimientos vivos y gentiles de los pájaros que beben al sol en los arroyos.

De aquella mujer, de sus trajes y de su tren se murmuraba mucho en Villa-Julia: sabíase que vivía separada de su marido, y se contaba una historia escandalosa. Cuando su doncella, una rubia inglesa, muy al cabo de ciertas intimidades, deslizó en la orejita nacarada y monísima de la señora, algo, como un eco de tales murmuraciones, Tula se limitó a sonreír, al mismo tiempo que se miraba los dientes en el lindo espejillo de mano que tenía sobre la falda —un espejillo con marco de oro cincelado, que también tenía su historia galante—. Tula Varona reunía todas las excentricidades y todas las audacias mundanas de las criollas que viven en París: jugaba, bebía y tiraba del cigarrillo turco, con la insinuante fanfarronería de un colegial. Al verla apoyada en el taco del billar, discutiendo en medio de un corro de caballeros el efecto de una carambola, o las condiciones de un caballo de carreras, no se sabía si era una dama genial o una aventurera muy experta.

Del sombrío caminejo de la montaña, salieron a un gran raso de césped en mitad del cual había una fuentecilla: rodeábanla macizos de flores y bancos de hierro, colocados en círculo, a la festoneada sombra de algunos álamos. Grupos de turistas venían o se alejaban por la carretera. Dos jovencitas, sentadas cerca de la fuente, leían, comentándola, la carta de una amiga; algunas señoras pálidas y de trabajoso andar, llamaban a sus maridos con gritos lánguidos; y una niñera que tenía la frente llena de rizos, contestaba haciendo dengues, las bromas verdes de tres elegantes caballeretes. Se veían muchos trajes claros, muchas sombrillas rojas, blancas y tornasoladas. Tula llenó en la fuente su vaso de bolsillo, una monería de cristal de Bohemia, y lo alzó desbordante:

—¡Duque! ¡Brindo por usted!

Bebió entre los cuchicheos de las dos jovencitas que leían la carta. Al acabar estrelló el vaso contra las rocas, y se echó a reír de modo provocativo.

—Vámonos, duque; no escandalicemos.

Estaba muy linda: el sol la hería de soslayo, el viento le plegaba la falda. Desde la explanada, dominábase el vasto panorama de la ría guarnecida de rizos: los tilos del paseo de París y las torres de la ciudad, destacábanse sobre la faja roja que marcaba el ocaso. Después de un centenar de pasos empezaban los palacetes modernos. Tula se detuvo ante la verja de un jardinillo. Tiró con fuerza de la cadena que colgaba al lado de la puerta; y después, dijo, introduciendo el enguantado brazo por entre los barrotes:

—¡He aquí mi nido!

Los rayos del sol, que se ponía en un horizonte marino, cabrilleaban en los cristales. Era un hermoso nido, rodeado de follaje, con escalinata de mármol, y balcones verdes, tapizados de enredaderas. Tula tendió con gallardía la mano al duquesito, y mirándole a los ojos, pronunció con su acariciador acento de criolla:

—¿No quiere usted hacerme compañía un momento?… Tomaríamos mate a estilo de América.

El otro, tuvo algún titubeo, y, a la postre, concluyó por animarse. Su amiga le hizo pasar a un saloncito sumido en amorosa penumbra. El ambiente estaba impregnado del aroma meridional y morisco de los jazmines que se enroscaban a los hierros del balcón. Tula indicóle asiento con una graciosa reverencia, y se ausentó velozmente, no sin tornar alguna vez la cabeza para mirar y sonreír al buen mozo.

—¡Vuelvo, duque, vuelvo! ¡No se asuste usted!

El duquesito la siguió con la vista. Tula Varona tenía ese andar cadencioso y elástico que deja adivinar unas piernas largas y esbeltas de venus griega. No tardó en aparecer envuelta en una bata de seda azul celeste, guarnecida de encajes. Posado en el hombro, traía un lorito, que salmodiaba el estribillo de un fado brasileño, y balanceaba a compás su verde caperuza. De aquella traza, recordaba esos miniados de los códices antiguos, que representan emperatrices y princesas, aficionadas a la cetrería, con rico brial de brocado, y un hermoso gavilán en el puño. Dejó el loro sobre la cabeza de una estatuilla de bronce, capricho artístico de Pradier, y se puso a preparar el mate sobre una mesa de bambú, en un rincón del saloncito. De tiempo en tiempo, volvíase con gentil escorzo de todo el busto, para lanzar al duque una mirada luminosa, y rápida. Conocíase que quería hacer la conquista del buen mozo; y adoptaba con él, aires de coquetería afectuosa; pero en el fondo de sus negras pupilas, temblaba de continuo una risita burlona, que simulaba contenida por el marco de aquellas pestañas, rizas y luengas que al mirar, se entornaban con voluptuosidad americana.

Dejaba pasar pocos momentos sin dirigir la palabra a su amigo, y cuando lo hacía era siempre de un modo picado y rápido. Colocaba la yerba en el fondo del mate, y se volvía sonriente.

—A esto llaman allá cebar…

Echaba agua, tomaba un sorbo y añadía:

—Es operación que hacen las negritas.

Y después de otro momento, al poner azúcar:

—No crea usted; tiene sus dificultades.

Cuando hubo terminado, llamó a Ramiro Mendoza, que en el otro extremo del saloncito, pasaba revista a una legión de idolillos indios esparcidos a guisa de bibelots, sobre un mueble japonés. El buen mozo la felicitó campanudamente, por aquella encantadora genialidad. Tula entornó sus aterciopelados ojos:

—¡Oh! ¡Muchas gracias!

Los elogios de un hombre tan elegante, no podían menos de serle muy agradables, pero ¡ay! resistíase a creer que fuesen sinceros. Ramiro protestó con mucho calor, y aquella protesta, le valió una de esas miradas femeninas de parpadeo apasionado y rápido. Para explicarle cómo se tomaba el mate, Tula llevóse a los labios la boquilla de plata y sorbió lentamente. A menudo alzaba los párpados y sonreía. Los rizos, caíanle sobre los ojos, el cuello mórbido y desnudo, graciosamente encorvado parecía salir de una cascada de encajes; la azul y ondulante entreabertura de la manga dejaba ver en incitante claroscuro, un brazo de tonos algo velados y dibujo intachable, que sostenía el mate de plata cincelada. Tula levantó la cabeza, y murmuró en voz baja e íntima.

—Pruebe usted, Ramiro: pero tiene usted que poner los labios donde yo los he puesto… Tal es la costumbre. ¡La boquilla no se cambia!…

Ramiro la interrumpió: aquello era precisamente lo que él encontraba más agradable. Callóse a lo mejor, viendo entrar un lacayo mulato, que traía una bandeja con pastas y licores. ¡Hay que imaginarse a Trinito! Una figurilla renegrida, manchada de hollín; una librea extravagante; una testa llena de rizos negros y apretados, como virutas de ébano; unos ojos vivos, asomando por debajo de las cejas, crespas y caídas, de enanillo encantador y burlón.

Tula llenó dos copas muy pequeñas.

—Va usted a tomar «Licor de Constantinopla», regalo del embajador turco en París.

Con un gesto le pidió el mate para ponerle más agua. Antes de volvérselo, dio algunos sorbos, al mismo tiempo que de soslayo, lanzaba miraditas picarescas a Mendoza.

—Ahora supongo que le gustará a usted más…

—¡Naturalmente, Tula!

—No sea usted malicioso. Dígolo porque estará menos amargo.

Después del mate la plática toma carácter más íntimo. El duquesito, cuenta su género de vida en Madrid: su afición a los toros, su santo horror a la política; recuerda las agradables veladas musicales en las habitaciones de la Infanta, los saraos de la condesa de Cela. Sentía él necesidad de hablar con Tula, de contarle cuanto pensaba y hacía. ¡Lo escucha ella con tanto interés! A veces le interrumpe dirigiéndole alguna frase de magistral coquetería y le da golpecitos en las rodillas con un largo abanico de palma, que ha tomado de encima del piano. El duquesito se acaricia la barba maquinalmente, sin ser dueño de apartar los ojos un momento de aquel rostro picaresco y riente, que aún parece adquirir gentileza, bajo el tricornio, hecho con un número antiguo de Le Fígaro, que entre burla y coqueteo, la criolla acaba por encasquetarse sobre los rizos, con tan buen donaire, que nunca estudiantillo de la tuna lo tuvo igual.

—¿Qué tal, duque?

—¡Sublime! ¡Encantadora! ¡Deliciosísima!

En el vestíbulo, tras la puerta de cristales del saloncito, se dibujó el perfil de una señora anciana, la cual, después de haber observado un instante, asomó la cabeza sonriendo cándidamente.

—¿No ha venido el señor Popolasca?

—No tiíta. ¿Pero qué hace que no pasa? Ándele, tomará mate.

La tiíta dio las gracias. Era una señora que tenía siempre grandes quehaceres; y se alejó a saltitos, haciendo cortesías a Ramiro Mendoza, que retorcía entre sus dedos furibundos las guías del bigote a lo matón. Cuando hubo desaparecido la anciana, el duquesito tomó la copa, vacióla de un sorbo, y a tiempo de ponerla sobre la mesa, preguntó:

—Diga usted, Tula, se puede saber quién es ese Popolasca que al parecer viene todos los días.

La criolla no se inmutó.

—Un italiano que me da lecciones de esgrima. ¡Oh! ¡Aquí donde usted me ve, soy gran espadachina!

A todo esto, habíase puesto en pie, y se alisaba los cabellos.

—Vamos, ¿quiere usted que le dé unos cuantos botonazos? ¿De verdad quiere usted?

Y señalándole el juego de floretes que había en un rincón, esparcido sobre varias sillas, añadió:

—Allí tiene usted. ¡Y ahora veremos cuántas veces lo mato!

Se pusieron en guardia, riendo de antemano, como si fuesen a representar un paso muy divertido. Tula, con la mano izquierda, recogía la cola hasta mostrar el principio de la redonda y alta pantorrilla. El duquesito, dejóse tocar por cortesía, y luego emprendió uno de esos juegos socarrones de los maestros, envolviendo, ligando, descubriéndose, retrocediendo con la punta del florete en el suelo. Sonreía como un hércules que hace juegos de fuerza ante un público de niñeras y bebés. Tula acabó por enfadarse, y se dejó caer sobre el confidente, jadeante, casi sin poder hablar.

—¡Ay!… Conste que es usted un gran tirador, Ramiro, pero conste también que es usted muy poco galante.

Acabó de quitarse el guante y lo arrojó lejos de sí.

—Me ha dado usted un terrible botonazo.

Y señalaba el seno de armonioso dibujo oprimiéndoselo suavemente con las dos manos. El duquesito preguntó sonriendo:

—¿Me permite usted ver?

—¡Hombre, no! Puede usted desmayarse.

Tula recostada en el confidente, suspiraba de ese modo hondo, que levanta el seno con aleteo voluptuoso. Las manos, que conservaba cruzadas, parecían dos palomas blancas, ocultas entre los encajes del regazo azul, en cuya penumbra de nido, el rubí de una sortija lanzaba reflejos sangrientos sobre los dedos pálidos y finos. Algunos pájaros de América modulaban apenas un gorjeo en sus jaulas doradas, que pendían inmóviles entre los cortinajes de los abiertos balcones; y en los ángulos, trípodes de bambú sostenían tibores con enormes helechos de los trópicos.

Ramiro Mendoza miraba a Tula de hito en hito; y atusábase el bigote, sonriendo, con aquella sonrisa fatua y cortés, que jamás se le caía de los labios. A su pesar, el buen mozo sentíase fascinado, y temía perder el dominio que hasta entonces conservara sobre sí. Instintivamente se llevó una mano al corazón, cuya celeridad le hacía daño. La criolla mordióse los labios disimulando una sonrisa, al mismo tiempo que con la yema de los dedos se registraba la ola de encajes, que parecía encresparse sobre su pecho; pero no hallando lo que buscaba alzó los ojos hasta el duquesito.

—Eche usted acá un cigarrillo, maestro Cuchillada.

Ramiro sacó la petaca, de la que no faltaba el hípico trofeo de la montura inglesa y se la presentó abierta a la criolla.

—No hay más que un cigarro, Tula, ¿le parece a usted que lo fumemos juntos?…

Su sonrisa tenía una expresión extraña; su voz sonaba seca y velada. Extrajo el cigarro con exquisita elegancia y continuó:

—¿Acepta usted, Tula? Lo fumaremos como hemos tomado el mate… Figúrese usted que ahora se pagan en esa moneda los derechos al Estado, y que el Estado en este caso soy yo, como aquel rey de Francia.

La criolla replicó con viveza y malicia:

—Pero esta personita no acostumbra a pagar derechos… Ya que para figuraciones estamos, ¡figúrese usted que soy contrabandista!

Sus ojos brillaban con cierto fuego interior y maligno: toda su persona parecía animada de lascivo encanto, como si se hallase medio desnuda, en nido de seda y encajes, tenuemente iluminado por una lámpara de porcelana color rosa. Miró al duquesito de un modo acariciador y tierno, y se echó a reír con tal abandono, que se tiró hacia atrás en el confidente. Como la risa le duró mucho tiempo, los ojos del buen mozo pudieron pasar, desde la garganta blanca y tornátil, sacudida por el coro de carcajadas cristalinas, hasta las pantuflas turcas, y las medias de seda negra, salpicadas de mariposillas azul y plata y extendidas sin una arruga sobre la pierna… Tula se incorporó haciendo al duquesito lugar a su lado en el confidente, envolviéndole al mismo tiempo en una mirada sostenida con los ojos medio cerrados.

—¡Dios mío! ¡Va usted a creer que soy una loca!

Él se inclinó con gallardía.

—Lo que creo es que el loco acabaría por serlo yo, si tuviese la dicha de permanecer mucho tiempo al lado de mujer tan adorable.

—Pues si usted tiene ese miedo, otra vez le cerraré la puerta.

Sabía ella decir todas estas trivialidades con coquetería insinuante y graciosa. Su charla alegre y burbujeante, parecía libada en una copa llena de vino de Falerno y hojas de rosa; pero el hechizo incomparable de aquella mujer, hallábase en el movimiento provocativo y picaresco de los labios que, en cada frasecilla, engastaban un grano de sal que cristalizaba en forma de diamante.

La criolla habla, ríe, se mueve, gesticula, todo a un tiempo, con coquetería vivaz e inquietante. Como al descuido, su pie delicado y nervioso, entretenido en hacer saltar la babucha turca, roza el pie y la polaina del duquesito, el cual, espoleado por aquellos rápidos contactos se aventura a rodear con su brazo el talle de la criolla, bien que sin osar estrechárselo. Aprovechando un momento en que ella torna la cabeza, se inclina y la besa en los cabellos furtivamente, con ternura tímida. La criolla lanza un grito trágico.

—¡Me ha besado usted, caballero!…

—¡Tula! ¡Tula!… ¡Perdone usted! ¿No ve usted que estoy loco?… ¡Déjeme usted que la adore!…

Habíale cogido las manos, y le besaba la punta de los dedos suspirando. Tula le veía temblar, sentía el roce de sus labios, oía sus palabras llenas de ardimiento, y experimentaba un placer cruel al rechazarle tras de haberle tentado. Arrastrada por esa coquetería peligrosa y sutil de las mujeres galantes, placíale despertar deseos que no compartía. Pérfida y desenamorada, hería con el áspid del deseo, como hiere el indio sanguinario, para probar la punta de sus flechas.

Ramiro Mendoza no pudo contenerse más, y la estrecho con ardor. Ella se desasió rechazándole:

—¡Déjeme usted, canalla!

Cogió uno de los floretes y le cruzó la cara. El duquesito dio un paso, apretando los dientes: ella en vez de huirle, acerada, erguida, con la cabeza alta y los ojos brillantes, como viborilla a quien pisan la cola, le azotó el rostro, una y otra vez, sintiendo a cada golpe, esa alegría depravada de las malas mujeres cuando cierran la puerta al querido que muere de amor y de celos.

—¡Salga usted! ¡Salga usted!

Al ruido acudió Trinito; su faz de diablillo ahumado, dibujaba una sonrisa grotesca. Para él, todo aquello era un juego de los señores.

—¿Mi amita, manda alguna cosa?

Tula se volvió blandiendo el florete:

—Sí; enseña la puerta a ese caballero.

El duquesito lívido de coraje, salió atropellando al criado. La criolla, apenas le vio desaparecer hizo una mueca de burla, y se encasquetó el tricornio de papel; luego, saltando sobre un pie, pues en la defensa escurriérasele una pantufla, se aproximó al espejo. Sus ojos brillaban, sus labios sonreían, hasta sus dientecillos blancos y menudos parecían burlarse alineados en el rojo y perfumado nido de la boca; sentía en su sangre el cosquilleo nervioso de una risa alegre y sin fin que, sin asomar a los labios deshacíase en la garganta y se extendía por el terciopelo de su carne como un largo beso. Todo en aquella mujer cantaba el diabólico poder de su hermosura triunfante. Insensiblemente empezó a desnudarse ante el espejo, recreándose largamente en la contemplación de los encantos que descubría: experimentaba una languidez sensual al pasar la mano sobre la piel fina y nacarada del cuerpo. Habíansele encendido las mejillas, y suspiraba voluptuosamente entornando los ojos, enamorada de su propia blancura, blancura de diosa, tentadora y esquiva…

¡Diana cazadora la llamara el duquesito, bien ajeno al símbolo de aquel nombre!

Pontevedra, septiembre de 1893.

OCTAVIA SANTINO

EL pobre mozo permanecía en la actitud de un hombre sin consuelo, sentado delante de la mesa donde había escrito las Cartas a una querida, aquellos versos eróticos, inspirados en la historia de sus amores con Octavia Santino. Conservaba la abatida cabeza entre las manos, y sus dedos flacos y descoloridos, desaparecían bajo la alborotada y oscura cabellera, a la cual se asían, de tiempo en tiempo, coléricos y nerviosos. Cuando se levantó para entrar en la alcoba, donde la enferma se quejaba débilmente, pudo verse que tenía los ojos escaldados por las lágrimas. Hacía un año que vivía con aquella mujer. No era ella una niña, pero sí todavía hermosa; de regular estatura y formas esbeltas; con esa morbidez fresca y sana que comunica a la carne femenina el aterciopelado del albérchigo, y le da grato sabor de madurez. Supiera hacerse amar, con ese talento de la querida que se siente envejecer, y conserva el corazón joven como a los veinte años; ponía ella algo de maternal en aquel amor de su decadencia; era el último, se lo decían bien claro los hilillos de plata que asomaban entre sus cabellos castaños, los cuales aún conservaban la gracia juvenil.

Un momento se detuvo Perico Pondal en la puerta de la alcoba. Era triste de veras aquella habitación silenciosa, solemne, medio a oscuras; envuelta en un vaho tibio, con olor de medicinas y de fiebre.

La llama viva de la chimenea arrojaba claridades trémulas y tornadizas sobre el contorno suave y lleno de gracia, que el cuerpo de la enferma dibujaba a través de las ropas del lecho. Lo primero que se veía al entrar era una cabeza lívida, de mujer hermosa, reposando sobre la blanca almohada. Pondal sintió que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas, ante aquel rostro, que parecía no tener gota de sangre, y en el cual las tintas trágicas de la muerte empezaban a extenderse; pero vio que Octavia le miraba, llamándole a su lado con una triste sonrisa, y trató de sonreír también, para tranquilizarla. Llegóse al lecho; y tomando dulcemente la mano que la enferma dejaba colgar fuera, la retuvo entre las suyas, besándola en silencio, porque la emoción apenas le dejaba hablar. Ella le acarició la mejilla como a un niño, murmurando:

—¡Pobre pequeño!… ¡Cuánto siento dejarte!…

—¡No, no; tú no me dejas, porque yo me iré contigo!…

En el rostro del joven se reflejaban las sacudidas nerviosas que le costaba no estallar en sollozos. Octavia le miró un momento, y atrayéndole a sí, prodigóle las palabras más tiernas. Después, devorándole con sus ojos febriles, y oprimiéndole la mano murmuró:

—¿Sabes qué día es mañana, Pedro?

Él contestó con la voz llena de lágrimas:

—No; ¿qué día es?

—¡Mañana hace dos años que nos hemos conocido! ¿Te acuerdas? ¡Quién te había de decir entonces, que tendrías que cuidarme, mi pobre pequeño!… ¡Pero por Dios, no te aflijas! ¡Háblame! ¡Háblame!… ¡Dime que te acuerdas de todo!…

En el silencio y la oscuridad de la alcoba, el murmullo de la voz tenía algo de la solemnidad de un rezo, Perico muy conmovido gritó:

—¡Sí, me acuerdo! ¡Me acordaré todo la vida!

Fue aquel un grito salido de lo más hondo del alma. Desde entonces ya no pudo contenerse por más tiempo, y se puso a sollozar como un niño.

—¡Octavia! ¡Octavia!… ¡Alma mía!… ¡Queridita mía!… ¡No me dejes solo en el mundo!

Y sellaba con pasión sus labios, sobre la mano de la enferma, una mano hermosa y blanca, húmeda ya por los sudores de la agonía.

Ella cerraba los ojos, suplicándole que callase.

—Mira, encanto; si no debes sentirme de ese modo. ¿Qué era yo para ti más que una carga? ¿No lo comprendes? Tú tienes por delante un gran porvenir. Ahora, luego que yo me muera, debes vivir solito; no creas que digo esto porque esté celosa; ya sé que a muertos y a idos… Te hablo así, porque conozco lo que ata una mujer. Tú, si no te abandonas, tienes que subir muy alto. Créeme a mí. Pero Dios que da las alas, las da para volar uno sólo. ¡Sí, mi hijito! Después de que hayas triunfado, te doy permiso para enamorarte…

Intentó sonreír para quitar a sus palabras la amargura que rebosaban. Pondal le puso una mano en la boca.

—No hables así, Octavia, porque me desgarras el corazón. Tú vivirás, y volveremos a ser felices.

—¡Aunque viviese, no lo seríamos ya!

Su voz era tan débil que no parecía sino que ya hablaba desde el sepulcro. En aquella conversación agónica, que podía ser la última, todo el pasado de sus relaciones volvía a su memoria, y a pesar de la sonrisa resignada, que contraía sus labios descoloridos, conocíase cuánto la hacía sufrir este linaje de recuerdos. Perico, sentado al borde de la cama, con la cabeza entre las manos, suspiraba en silencio. Él también recordaba otros días, días de primavera, azules y luminosos; mañanas perfumadas; tardes melancólicas; horas queridas: paseos de enamorados que se extravían en las avenidas de los bosquecillos, cuando los insectos zumban la ardiente canción del verano, florecen las rosas, y las tórtolas se arrullan sobre las reverdecidas ramas de los robles. Recordaba los albores de su amor, y todas las venturas que debía a la moribunda. Sobre aquel seno de matrona, perfumado y opulento, ¡había reclinado tantas veces en delicioso éxtasis, su testa orlada de rizos, como la de un dios adolescente! ¡Aquellas pobres manos, que ahora se enclavijaban sobre la sábana, tenían jugado tanto con ellos!… Y al pensar en que iba a verse solo en el mundo; que ya no tendría regazo donde descansar la cabeza, ni labios que le besasen, ni brazos que le ciñesen, ni manos que le halagasen, tropel de gemidos y sollozos subíale a la garganta, y se retorcía en ella, como rabiosa jauría.

—¡Señor! ¡Señor!… ¡No me la lleves! ¡Sé bueno!…

Y Perico, conteniendo trabajosamente las lágrimas, se puso a rezar, como un niño que era. ¿Por qué no había de hacer Dios un milagro? Y esta esperanza postrera, tan incierta, tan lejana, apoderándose de su pobre corazón, le trajo, como un perfume de incienso, el recuerdo de la infancia en el hogar paterno, donde todas las noches se rezaba el rosario… ¡Ay, fue al deshacerse aquel hogar, cuando conociera a Octavia Santino!…

Aunque mozo de veinte años, Perico Pondal, no pasaba de ser un niño triste y romántico, en quien el sentimiento adquiriría sensibilidad verdaderamente enfermiza. De estatura no más que mediana; ademán frío, y continente tímido y retraído, difícilmente agradaba la primera vez que se le conocía —él mismo, solía dolerse de ello, exagerándolo como hacía con todo—. Apuntábale negra barba, que encerraba, a modo de marco de ébano, un rostro pálido y quevedesco. La frente era más altiva que despejada; los ojos más ensoñadores que brillantes. Aquella cabeza prematuramente pensativa, parecía inclinarse impregnada de una tristeza misteriosa y lejana. Su mirar melancólico, era el mirar de esos adolescentes que, en medio de una gran ignorancia de la vida, parecen tener como la visión de sus dolores y de sus miserias.

Octavia parecía dormitar; inmóvil, pálida como la muerte, con los cabellos sueltos sobre la almohada. En los labios de Perico, vagaba el mosqueo igual y continuado de un rezo. Poco a poco su amiga abrió los ojos, y los fijó en él con vago espanto.

—¿Qué haces?… ¿Rezas?

Perico dijo que no; y la enferma procurando sonreír, le hizo seña de que se acercase:

—Esta mañana, poco después de haber salido tú, he tenido una visita… Las hijas del general Rojas; dos niñas de quienes fui institutriz.

Aquí tuvo que hacer una pausa y luego añadió:

—Una de ellas, Isabelita, viendo tu retrato, me preguntó si era mi novio… Las inocentes no saben que vivo contigo… Venía con ellas un sacerdote: el capellán de la casa según creo… Se sentó ahí, donde tú estás, y me estuvo hablando largo rato. ¡Si vieras qué trabajos pasé para engañarle!… Luego temía que tú llegases y te viesen…

Hubo de interrumpirse nuevamente. Suspirando, clavó los ojos en un crucifijo que había a los pies del lecho, y sin desviarlos ya, acabó en voz mucho más apagada:

—¡Ah!, es un santo ese sacerdote. ¡Con tanto cariño me indicaba que debía confesarme!… Decía que no se debe esperar al último momento; que conviene hacerlo aun cuando el mal no sea grave… ¡Te digo que es un santo!…

Perico, encorvándose sobre ella, preguntóle con afán:

—¿Entonces, quieres que venga un confesor? Yo también había pensado en ello… Gravedad no la hay, eso no…

La enferma vaciló un momento; luego volviendo a él los hermosos ojos, nublados por la calentura, exclamó con dolorosa resolución:

—¡No, no!… Prefiero condenarme así… ¡Anda, dame un beso!

Y exhalando un gemido, avanzaba el rostro, y le presentaba la boca. Perico la miró asombrado.

—¿Pero por qué no quieres?

Octavia sollozó:

—¡Ay! Cuando entrase el sacerdote, tú tendrías que irte; que salir de esta casa; que no volver ya… Diría que es pecado… ¡No ves que soy tu querida!… Y yo quiero verte, tenerte siempre a mi lado… ¡Pedirte perdón! ¡Lo demás no me importa nada!

Quiso arrojarse del lecho y Perico la sujetó suplicándole que se calmase. Sollozaba prometiendo casarse con ella.

—¿Ves? Este es el resultado… ¡Ya me lo temía! ¿Pero qué tienes? ¿No comprendes que así te pones peor? ¡Dios mío! ¡Dios mío! Yo tengo la culpa.

Octavia exánime y jadeante, había caído sobre la almohada. Sintió un ahogo que la privó de respiración un instante, y ocultando la frente en las almohadas, rompió a llorar amargamente. En vano su amante trató de consolarla. Ella sentíase conmovida ante el afecto de aquel niño; y la conciencia le remordía, como si no le hubiese amado bastante. Cediendo a sus ruegos descubrió el rostro, y las lágrimas siguieron cayendo de aquellos ojos de tan puro azul, pero silenciosas, sin gemidos ni sollozos. Se miraron inmóviles los dos, con las manos enlazadas, como si fuesen a hacerse un juramento. La mirada que cambiaron era la despedida muda, solemne, angustiosa que se dan dos almas al separarse; era la evocación de sus recuerdos; todo el pasado de aquel amor, al cual iba a poner término la muerte. Las lágrimas corrieron más abundantes de los ojos de Octavia, y algo intolerable y mortificante sintió en el corazón:

—¡Qué no haría yo para que no me llorase mi pobre pequeño!…

Había vuelto a esconder la cabeza en las almohadas, sollozando tan bajito, que apenas se la oía.

Pondal se inclinó y puso sus labios en los cabellos de Octavia, besándolos suavemente, recorriendo toda la trenza. Estuvo así larguísimo rato, susurrando palabras cariñosas que producían en la enferma estremecimientos convulsivos y dolorosos. Se inclinó un poco más, y levantando con cuidado, como una reliquia, aquella adorada cabeza, la obligó a que le mirase. Ella clavó en él con extraordinaria tristeza las pupilas, que parecían más grandes y más bellas por efecto de la demacración del rostro, y los dos permanecieron mudos, tratando de leerse los más escondidos pensamientos: Perico fue el primero en hablar.

—¿Qué tienes? ¿No me dices?

Los labios de la enferma se agitaron apenas.

—Pedro…

—¿Qué, mi pobrecita?

—¡Quiero que me prometas una cosa!

—Cuantas quieras.

—Que en ningún caso me dejarás morir sola.

—¿Qué dices, Octavia?

—¿Lo juras?

—¡Lo juro!… ¡Pero eso es una locura que a nada viene!

—¡Cállate, por Dios! Me haces un daño horrible… ¡Calla!

Se cubrió los ojos, como si la llama de la chimenea le molestase, y añadió:

—Después te diré eso… No quiero que mi muerte te haga sufrir.

Creyó Pondal que la enferma deliraba, y nada dijo. Ella siguió musitando:

—¡Sin embargo, te he amado mucho, Pedro!… ¡Mucho! ¡Mucho!… ¡Bien lo sabe Dios!…

—¡Y yo también lo sé!…

—¡No, no!… ¡Tú no lo sabes!…

Experimentó una rápida conmoción, y se quedó lívida y distendida, como si fuese a morir. Cuando hubo cobrado ánimo, añadió:

—¡Hubiese sido yo tan feliz sin este torcedor! No; no quiero que me llores; no quiero…

—Pero Octavia, ¿qué tienes? ¡Tú deliras! Te suplico que calles, ¿no me oyes, Octavia querida? Te lo suplico…

Se dejó caer en el sillón que había arrimado al lecho, y tomó la mano que Octavia tenía sobre el arrugado doblez de la sábana.

—Ahora te prohíbo hablar, y si no me obedeces, ya lo sabes, me voy.

Octavia oprimió suavemente la mano de su amigo procurando sonreír, pero la mueca que hizo en la tentativa, resultó espantable. Después quedóse como dormida, pero sólo fue un momento; en seguida abrió los ojos sobresaltada, como si saliese de una pesadilla, y extendió las manos palpando con avidez la cabeza de su amante.

—¿Estás ahí, Perico? ¡No te veo!

—¡Sí, aquí estoy, mi vida!

Perico separó los cabellos empapados de sudor que oscurecían la frente de la enferma, y depositó en ellos un largo beso, lleno de amor y de tristeza. Después, volviendo a sentarse, empezó a decir:

—Esta mañana encontré a Corsino Infante, que me preguntó por ti; le dije que no estabas bien, y prometió venir a verte.

Octavia gimió sordamente.

—¡No, no! ¡Que no venga!

—¿Pero por qué, hija? ¡Vamos, no seas así! Si no quieres hacer lo que él recete no lo haces… Verdaderamente no viene más que como amigo… Yo, sin embargo, entre Corsino y tu doctor Cuevas, no vacilaría… Ya has visto lo que pasó en mi enfermedad; Corsino fue el único que estuvo un poco acertado… ¡El doctor Cuevas es un practicón, nada más; e Infante ha estudiado mucho!…

Y Perico, endulzaba la voz para no disgustar a la enferma.

—Pero tú no le quieres bien, y eres ingrata; de verdad que sí.

Octavia, que parecía sufrir mucho, balbuceó con creciente anhelo:

—¡Calla!… ¡Calla! ¡Por la Virgen María no me acongojes!!!

Un enorme gato de pelambre chamuscada y amarillenta, que dormía delante de la chimenea, despertóse, enarcó el lomo erizado, sacó las uñas, giró en torno con diabólico maleficio los ojos fosforescentes y fantásticos, y huyó con menudo trotecillo. Octavia estremecióse, poseída de uno de esos terrores supersticiosos que experimentan las imaginaciones enfermas, y se incorporó, apoyada en el borde del lecho, mirando anhelante; fue menester que Pondal, a la fuerza, la obligase a acostarse, colocándole suavemente la cabeza en el centro de la almohada; ella parecía no verle; tenía la mirada vaga, y respiraba fatigosa, con el semblante contraído. Su amante la miraba, sin ser dueño de contener las lágrimas; por un formidable esfuerzo de la voluntad se serenó, para preguntarle qué tenía; no contestó Octavia, y él insistió:

—¿Sufres mucho?

La enferma abrió los ojos, que se fijaron con extravío en los objetos; agitáronse sus labios, pero fueron tan apagadas y confusas las palabras que salieron de ellos, que casi no rozó su aliento el rostro de Perico, que se inclinaba sobre ella, para oír mejor; sin embargo, a él le pareció que Octavia decía:

—¡No puedo! ¡No puedo!… Me remuerde…

Y la vio temblar en el lecho; el rostro demudado y convulso. Luego quedó estirada, rígida, indiferente; la cabeza torcida; entreabierta la boca por la respiración, el pecho agitado. Pondal permanecía en pie; irresoluto, sin atreverse ni a llamarla, ni a moverse, por no turbar aquel reposo que le causaba horror. Entenebrecido y suspirante volvió a sentarse junto al lecho, la barbeta apoyada en la mano, el oído atento al más leve rumor. Allá abajo, se oía el perpetuo sollozo de la fuentecilla del patio, unas niñas jugaban a la rueda; y los vendedorcillos de periódicos pasaban pregonando las últimas noticias de un crimen misterioso. La habitación empezaba a quedarse completamente a oscuras, y Pondal se levantó para entornar los postigos del balcón que estaban cerrados. Era la tarde de esas adustas e invernales, de barro y de llovizna, que tan triste aspecto prestan a la vieja ciudad. Siniestras ráfagas plomizas y lechosas pasaban lentamente ante los cristales que la ventisca azotaba con furia. Dos aguadores sentados sobre sus cubas, aguardaban la vez, entonando una canción de su país. Perico no entendía la letra, que tenía una cadencia lánguida y nostálgica, pero, con aquella música, sentía poco a poco penetrar en su alma supersticioso terror. Creyó oír la voz de Octavia, y volvió vivamente la cabeza. La enferma se había incorporado en las almohadas, y le llamaba con la angustia pintada en el semblante. Él corrió al lado de ella.

—¿Qué tienes?

—Creo que voy a morirme. Escucha, no debes llorarme, porque…

Calló temblando; la huella de sus ojeras se difundió por toda la mejilla; agitáronse sus labios como si fuese a llorar, sus facciones acentuáronse cada vez más cadavéricas y los dientes se entrechocaron; pero luego, levantándose loca, gritó:

—¡No; no debes quererme! ¡Te he engañado! ¡He sido mala!

Pondal la miró estúpidamente, mientras en sus labios, trémulos y sin color, se dibujaba esa sonrisa tirante y angustiosa que algunos reos tienen sobre el cadalso; pero aquello no duró más que un momento, porque en seguida, como si volviese en sí gritó:

—¿Qué dices Octavia? ¡Eso no puede ser! ¡Es imposible!

—No, no; ¡pero espera! ¡Te quiero!… ¡Me lo has prometido!…

Pondal, encorvado sobre la moribunda, la sacudía brutalmente por los hombros, repitiendo:

—¡Habla! ¡Habla! ¡Dime que no es verdad! ¡Dime quién es él! ¡Habla!

Octavia le miró con expresión sobrehumana, dolorida, suplicante, agónica; quiso hablar, y su boca sumida y reseca por la fiebre se contrajo horriblemente; giraron en las cuencas, que parecían hundirse por momentos, las pupilas dilatadas y vidriosas; volviósele azulenca la faz; espumajaron los labios, el cuerpo enflaquecido estremecióse, como si un soplo helado lo recorriese, y quedó tranquilo, insensible a todo, indiferente, lleno del reposo de la muerte.

Pedro Pondal, clavándose las uñas en la carne, y sacudiendo furioso la melena de león, sin apartar los ojos del cuerpo de su querida, repetía enloquecido:

—¿Por qué? ¿Por qué quisiste ahora ser buena?

Nublóse la Luna, cuya luz blanquecina entraba por el balcón; agonizó el fuego de la chimenea, y el lecho, que era de madera, crujió…

México, julio de 1892.

LA NIÑA CHOLE

(DEL libro «Impresiones de Tierra Caliente», por Andrés Hidalgo)

Hace bastantes años, como final a unos amores desgraciados, me embarqué para México en un puerto de las Antillas españolas. Era yo entonces mozo y algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza; pero creía de buena fe en muchas cosas de que dudo ahora; y libre de escepticismos, dábame buena prisa a gozar de la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz con esa felicidad indefinible que da el poder amar a todas las mujeres. Sin ser un donjuanista, he vivido una juventud amorosa y apasionada; pero de amor juvenil y bullente, de pasión equilibrada y sanguínea. Los decadentismos de la generación nueva no los he sentido jamás; todavía hoy, después de haber pecado tanto, tengo las mañanas triunfantes, como dijo el poeta francés.

El vapor que me llevaba a México era el Dalila, hermoso barco que después naufragó en las costas de Galicia. Aun cuando toda la navegación tuvimos tiempo de bonanza, como yo iba herido de mal de amores, los primeros días apenas salí del camarote ni hablé con nadie. Cierto que viajaba para olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas, que no me resolvía a ponerlas en olvido. En todo me ayudaba aquello de ser yankee el pasaje, y no parecerme tampoco muy divertidas las conversaciones por señas.

¡Cuán diferente mi primer viaje a bordo del Masniello, que conducía viajeros de todas las partes del mundo! Recuerdo que al segundo día, ya tuteaba a un príncipe napolitano. No hubo entonces damisela mareada, a cuya pálida y despeinada frente, no sirviese mi mano de reclinatorio. Érame divertido entrar en los corrillos que se formaban sobre cubierta, a la sombra de grandes toldos de lona, y aquí chapurrear el italiano con los mercaderes griegos, de rojo fez y fino bigote negro; y allá, encender el cigarro en la pipa de los misioneros mormones. Había gente de toda laya; tahúres que parecían diplomáticos; cantantes con los dedos cubiertos de sortijas; comisionistas barbilindos, que dejaban un rastro de almizcle, y generales americanos, y toreros españoles, y judíos rusos, y grandes señores ingleses. ¡Una farándula exótica y pintoresca, cuya algarabía causaba vértigo y mareo!…

El amanecer de las selvas tropicales, cuando sus macacos aulladores y sus verdes bandadas de loritos saludan al Sol, me ha recordado muchas veces la cubierta de aquel gran trasatlántico, con su feria babélica de tipos, de trajes y de lenguas; pero más, mucho más, me lo recordaron las horas untadas de opio que constituían la vida a bordo del Dalila.

Por todas partes asomaban rostros pecosos y bermejos, cabellos azafranados, y ojos perjuros. ¡Yankees en el comedor; yankees en el puente; yankees en la cámara! ¡Cualquiera tendría para desesperarse! Pues bien, yo lo llevaba muy en paciencia. Mi corazón estaba muerto, ¡tan muerto, que no digo la trompeta del juicio, ni siquiera unas castañuelas le resucitarían! Desde que el pobrecillo diera las boqueadas, yo parecía otro hombre: habíame vestido de luto; y en presencia de las mujeres, a poco lindos que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre, de poeta sepulturero y doliente, actitud que no estaba reñida con ciertos soliloquios y discursos que me hacía harto frecuentemente, considerando cuán pocos hombres tienen la suerte de llorar una infidelidad a los veinte años…

Por no ver aquella taifa de usureros yankees, apenas salía de mi camarote; solamente cuando el Sol declinaba iba sentarme a popa, y allí, libre de importunos, pasábame las horas viendo borrarse la estela del Dalila. El mar de las Antillas, cuyo trémulo seno de esmeralda penetraba la vista, me atraía, me fascinaba, como fascinan los ojos verdes y traicioneros de las hadas que habitan palacios de cristal en el fondo de los lagos. Pensaba siempre en mi primer viaje. Allá, muy lejos, en la lontananza azul donde se disipan las horas felices, percibía como en esbozo fantástico, las viejas placenterías. El lamento informe y sinfónico de las olas, despertaba en mí un mundo de recuerdos; perfiles desvanecidos; ecos de risas; murmullo de lenguas extranjeras, y los aplausos, y el aleteo de los abanicos mezclándose a las notas de la tirolesa que en la cámara de los espejos cantaba Lili. Era una resurrección de sensaciones; una esfumación luminosa del pasado; algo etéreo, brillante, cubierto de polvo de oro, como esas reminiscencias que los sueños nos dan a veces de la vida…

A los tres días de viaje, el Dalila hizo escala en un puerto de Yucatán. Recuerdo que fue a media mañana, bajo un sol abrasador que resecaba las maderas y derretía la brea, cuando dimos fondo en aquellas aguas de bruñida plata. Los barqueros indios, verdosos como antiguos bronces, asaltan el vapor por ambos costados, y del fondo de sus canoas, sacan exóticas mercancías: cocos esculpidos, abanicos de palma, y bastones de carey que muestran, sonriendo como mendigos, a los pasajeros que se acodan sobre la borda. Cuando levanto los ojos hasta los peñascos de la ribera, que asoman la tostada cabeza entre las olas, distingo grupos de muchachos desnudos que se arrojan desde ellos, y nadan grandes distancias, hablándose a medida que se separan y lanzando gritos; otros descansan sentados en las rocas, con los pies en el agua, o se encaraman, para secarse al sol, que ya decae, y los ilumina de soslayo, gráciles y desnudos como figuras de un friso del Partenón. Visto con ayuda de los gemelos del capitán, Progreso recuerda esos paisajes de caserío inverosímil que dibujan los niños precoces; es blanco, azul, encarnado; de todos los colores del iris. Una ciudad que sonríe, como señorita vestida con trapos de primavera, que sumerge la punta de los piececillos lindos en la orilla del puerto. Algo extraña resulta con sus azoteas enchapadas de brillantes azulejos y sus lejanías límpidas, donde la palmera recorta su gallarda silueta que parece hablar del desierto remoto, y de caravanas fatigadas que sestean a la sombra propicia.

Por huir el enojo que me causaba la compañía de los yankees, decidíme a desembarcar. No olvidaré nunca las tres horas mortales que duró el pasaje desde el Dalila a la playa. Aletargado por el calor, voy todo este tiempo echado en el fondo de la canoa de un negro africano, que mueve los remos con lentitud desesperante. A través de los párpados entornados veía erguirse y doblarse sobre mí, guardando el mareante compás de la bogada, aquella figura de carbón, que unas veces me sonríe con sus abultados labios de gigante, y otras silba esos aires cargados de hipnótico y religioso sopor, una tonata compuesta solamente de tres notas tristes, con que los magnetizadores de algunas tribus salvajes adormecen a las grandes culebras. Así debía de ser el viaje infernal de los antiguos en la barca de Carón: sol abrasador; horizontes blanquecinos y calcinados; mar en calma, sin brisas ni murmullos; y en el aire todo el calor de las fraguas de Vulcano.

Aun a riesgo de perder el vapor me aventuré hasta Mérida. De este viaje a la ciudad maya conservo una impresión somnolente y confusa, parecida a la que deja un libro de grabados hojeado perezosamente en la hamaca, durante el bochorno de la siesta; hasta me parece que cerrando los ojos el recuerdo se aviva y cobra relieve; vuelvo a sentir la angustia de la sed y el polvo; atiendo el despacioso ir y venir de aquellos indios ensabanados como fantasmas; oigo la voz melosa de aquellas criollas, ataviadas con graciosa ingenuidad de estatuas clásicas, el cabello suelto, los hombros desnudos, velados apenas por rebocillo de transparente seda.

Almorcé en el Hotel Cuauhtémoc, que tiene por comedor fresco claustro de mármol, sombreado por toldos de lona, a los cuales la fuerte luz cenital comunica tenue tinte dorado, de marinas velas. Los cínifes zumbaban en torno de un surtidor que gallardeaba al sol su airón de plata, y llovía, en menudas irisadas gotas, sobre el tazón de alabastro. En medio de aquel ambiente encendido, bajo aquel cielo azul, donde la palmera abre su rumoroso parasol, la fresca música del agua recordábame de un modo sensacional y remoto las fatigas del desierto, y el deleitoso sestear en los oasis.

Allí, en el comedor del hotel, he visto por vez primera, una singular mujer, especie de Salambó, a quien sus criados indios, casi estoy por decir, sus siervos, llamaban dulcemente la Niña Chole. Almorzaba en una mesa próxima a la mía, con un inglés joven y buen mozo, al cual tuve por su marido. El contraste que ofrecía aquella pareja era por demás extraño: él atlético, de ojos azules y rubio ceño, de mejillas bermejas y frente blanquísima; ella una belleza bronceada, exótica, con esa gracia extraña y ondulante de las razas nómadas; una figura hierática y serpentina, cuya contemplación evocaba el recuerdo de aquellas princesas hijas del Sol, que en los poemas indios resplandecen con el doble encanto sacerdotal y voluptuoso. Vestía, como todas las criollas yucatecas, albo huipil, recamado con sedas de colores —vestidura indígena semejante a una tunicela antigua— y zagalejo andaluz, que en aquellas tierras, ayer españolas, llaman todavía con el castizo y jacaresco nombre de fustán. El negro cabello caíale suelto, el huipil jugaba sobre el clásico seno. Por desgracia, desde donde yo estaba, solamente podía verla el rostro aquellas raras veces que lo tornaba a mí: y la Niña Chole, tenía esas bellas actitudes de ídolo; esa quietud estática y sagrada de la raza maya; raza tan antigua, tan noble, tan misteriosa, que parece haber emigrado del fondo de la India. Pero a cambio del rostro, desquitábame en lo que no alcanzaba a velar el rebocillo, admirando, como se merecía, la tornátil morbidez de los hombros, y el contorno del cuello. ¡Válgame Dios! Parecíame que de aquel cuerpo, bruñido por el ardiente sol de Yucatán se exhalaban lánguidos efluvios, y que yo los aspiraba, los bebía, que me embriagaba con ellos…

Un criado se acerca a levantar los manteles; la Niña Chole se aleja sonriendo. Entonces, al verla de frente, el corazón me dio un vuelco. ¡Tenía la misma sonrisa de Lili! ¡Aquella Lili no sé si amada, si aborrecida!…

Mientras el tren corría hacia Progreso, por dilatados llanos que empezaba a invadir la sombra, yo pensaba en la desconocida del Hotel Cuauhtémoc; aquella Salambó de los palacios de Mixtla.

Verdaderamente la hora era propicia para tal linaje de memorias. El campo se hundía lentamente en el silencio amoroso y lleno de suspiros de un atardecer ardiente; por las ventanillas abiertas penetraba la brisa aromada y fecunda de los crepúsculos tropicales; la campiña toda se estremecía, cual si acercarse sintiese la hora de sus nupcias, y exhalaba de sus entrañas vírgenes un vaho caliente de negra enamorada, potente y deseosa. Aquí y allá, en la falda de las colinas, y en lo hondo de los valles inmensos, se divisaban algunos jacales que entre vallados de enormes cactus, asomaban sus agudas techumbres de cáñamo gris medio podrido. Mujeres de tez cobriza y mirar dulce salían a los umbrales, e indiferentes y silenciosas, contemplaban el tren que pasaba silbando y estremeciendo la tierra. La actitud de aquellas figuras broncíneas revelaba esa tristeza trasmitida, vetusta, de las razas vencidas. Su rostro era humilde y simpático, con dientes muy blancos, y grandes ojos negros, selváticos, poderosos y velados. Parecían nacidas para vivir eternamente en los aduares, y descansar al pie de las palmeras y de los ahuehuetes.

El calor era insoportable. El tren, que traza curvas rapidísimas, recorría extensas llanuras de tierra caliente; plantíos que no acaban nunca, de henequén y caña dulce. En la línea del horizonte se perfilaban las colinas de configuración volcánica, montecillos chatos, revestidos de maleza espesa y verdinegra. En la llanura los chaparros tendían sus ramas formando una a modo de sombrilla gigantesca, a cuya sombra, algunos indios, vestidos con zaragüelles de lienzo, devoraban la miserable ración de tamales. En el coche las conversaciones hacíanse cada vez más raras. Se cerraron algunas ventanillas, se abrieron otras; pasó el revisor pidiendo los billetes; apeáronse en una estación de nombre indio, los últimos viajeros y todo fue silencio en el vagón. Adormecido por el ajetreo, el calor y el polvo, soñé como un árabe que imaginase haber traspasado los umbrales del paraíso. ¿Necesitaré decir, que las siete huríes con que me regaló el profeta, eran siete yucatecas vestidas de fustán y huipil, y que todas siete tenían la sonrisa de Lili y el mirar de la Niña Chole? ¡Verdaderamente aquella desconocida empezaba a preocuparme demasiado! Estoy seguro que acabaría por enamorarme locamente de sus lindos ojos si tuviese la desgracia de volver a verlos; pero afortunadamente, las mujeres que así tan súbito nos cautivan suelen no aparecerse más que una vez en la vida. Pasan como sombras, envueltas en el misterio de un crepúsculo ideal. Si volviesen a pasar, quizá desvaneceríase el encanto. Y a qué volver, si una mirada suya basta a comunicarnos todas las secretas melancolías del amor…

Bien puede presumirse que no me detuve entonces a analizar mis sensaciones. Recuerdo vagamente haberme sorprendido murmurando dos estrofas de cierta canción americana, que Nieves Agar, la amiga querida de mi madre, me enseñaba hace muchos años, allá en tiempos que yo era rubio como un tesoro, y solía dormirme en el regazo de las señoras que iban a mi casa de tertulia. Esta afición a dormir en un regazo femenino, la conservo todavía. ¡Pobre Nieves Agar, cuántas veces me has mecido en tus rodillas al compás de aquel danzón criollo!:

Al par que en la falda, reposa una mano,
Con la otra abanicas el rostro gentil,
Arrulla la hamaca, y el cuerpo liviano,
Dibuja entre mallas, tu airoso perfil.
Son griegas tus formas, tu tez africana,
Tus ojos hebreos, tu acento español,
La arena tu alfombra, la palma tu hermana,
Te hicieron morena los besos del sol.

¡Oh!, románticos enamoramientos, pobres hijos del ideal, nacidos durante algunas horas de ferrocarril, o en torno de la mesa de una fonda, ¿quién ha llegado a viejo, y no ha sentido estremecerse el corazón, a la caricia de vuestra ala blanca? ¡Yo guardo en el alma tantos de estos amores! Aun hoy, con la cabeza llena de canas, viejo prematuro, no puedo recordar sin melancolía, un rostro de mujer, entrevisto cierta madrugada, entre Cádiz y Sevilla, a cuya Universidad me enviaba mi padre; una figura de ensueño, pálida y suspirante, que flota en lo pasado y esparce sobre todos mis recuerdos de adolescente el perfume ideal de esas flores secas que, entre cartas y rizos, guardan los enamorados y, en el fondo de algún cofrecillo, parecen exhalar el cándido secreto de los primeros amores. ¡Los ojos de la Niña Chole, habían removido en mi alma tan lejanas memorias, tenues como fantasmas, blancas como bañadas por luz de luna! Aquella sonrisa, evocadora de la sonrisa de Lili, había encendido en mi sangre tumultuosos deseos, y en mi espíritu ansia vaga de amar. Rejuvenecido y feliz, con cierta felicidad melancólica, suspiraba por los amores ya vividos, al mismo tiempo que me embriagaba con el perfume de aquellas rosas abrileñas que tornaban a engalanar el viejo tronco. El corazón, tanto tiempo muerto, sentía con la ola de savia juvenil que lo inundaba nuevamente, la nostalgia de viejas sensaciones: sumergíase en la niebla del pasado, y saboreaba el placer de los recuerdos —placer de moribundo que amó mucho, y en formas muy diversas—. ¡Ay, era delicioso aquel delicado temblorcillo que la imaginación excitada comunicaba a los nervios!…

Y en tanto la noche tendía por la gran llanura su sombra llena de promesas apasionadas; un vago olor marino, olor de algas y brea, mezclábase por veces al mareante de la campiña; y allá muy lejos, en el fondo oscuro del horizonte, se divisaba el resplandor rojizo de la selva, que ardía… La naturaleza lujuriosa y salvaje, aún palpitante del calor de la tarde, semejaba dormir el sueño profundo y jadeante de una fiera fecundada. En aquellas tinieblas pobladas de susurros misteriosos, nupciales, y de moscas de luz que danzan, entre las altas hierbas, raudas y quiméricas, parecíame respirar una esencia suave, deliciosa, divina: la esencia que la primavera vierte, al nacer, en el cáliz de las flores y en los corazones.

La locomotora silba, ruge, jadea, retrocede. Por las válvulas abiertas escápase la vida del monstruo, con estertor entrecortado y asmático. Henos ya en Progreso. Un indio ensabanado abre la portezuela del coche y asoma la oscura cabeza.

—¿No tiene mi amito alguna cosita que lleva?…

De un salto estoy en el andén.

—Nada, nada…

El indio hace ademán de alejarse.

—¿Ni precisa que le guíe, niño?

—No preciso nada.

Mal contento y musitando, embózase mejor con la sábana que le sirve de clámide, y se va…

Éramos tan pocos los viajeros que en el tren veníamos, que la puerta de la estación hallábase desierta. Vime, pues, fuera sin apreturas ni trabajos, y al darme en rostro la brisa del mar avizóreme, pensando si el vapor habría zarpado. En estas dudas iba camino de la playa, cuando la voz mansa y humilde del maya llega nuevamente a mi oído:

—Cuatro por medio
Y ocho por un real,
Mirando que el tiempo
Está tan fatal.

Vuelvo la cabeza, y le descubro a pocos pasos. Venía a la carrera, y cantaba, pregonando las golosinas alineadas en una banasta que llevaba bajo el brazo.

—¡Mi alma los alfajores!
Para pobre y para rico,
De leche de mantequilla:
Las traigo de a medio,
Y también de a cuartilla.

En este tiempo me dio alcance, y murmuró emparejándose:

—¿De verdad, niño, no me lleva un realito de gelatinas, de alfajores, de charamuscas? ¡Ándele mi jefe, un realito!

El hombre empieza a cansarme y me resuelvo a no contestarle. Esto sin duda le anima, porque sigue renuente acosándome buen rato de camino. Calla un momento, y luego en tono misterioso añade:

—¿No quiere que le lleve junto a una chinita mi jefe?… Una tapatía de quinse año ¡muy chula! que vive aquí mérito. Ándele niño, verá bailar el jarabe, Todavía no hase un mes que la perdió el amo del ranchito de Huaxila, niño Nacho, ¿no sabe?…

De pronto se interrumpe, y con un salto de salvaje, plántaseme delante, en ánimo y actitud de cerrarme el paso: encorvado, la banasta en una mano, a guisa de broquel, la otra echada fieramente atrás, armada de una faca ancha y reluciente, ¡siniestramente reluciente! Confieso que me sobrecogí. El paraje era a propósito para tal linaje de asechanzas: médanos pantanosos cercados de negro charco donde se reflejaba la Luna; y allá lejos, una barraca de siniestro aspecto, cuyos resquicios iluminaba la luz de dentro. Quizá me dejo robar entonces, si llega a ser menos cortés el ladrón, y me habla torvo y amenazante, jurando arrancarme las entrañas, y prometiendo beberse toda mi sangre. Pero en vez de la intimación breve e imperiosa que esperaba, le escucho murmurar con su eterna voz de esclavo:

—¡No se llegue mi amito, que puede clavarse!…

Oírle y recobrarme, fue obra de un instante. El indio ya se recogía, como un gato montes, dispuesto a saltar sobre mí. Parecióme sentir en la médula el frío del acero; tuve horror a morir apuñalado; y de pronto me sentí fuerte y valeroso. Con ligero estremecimiento en la voz, grité al truhán adelantando un paso apercibido a resistirle:

—¡Andando o te dejo seco!

El indio no se movió. Su voz de siervo parecióme llena de ironía.

—¡No se arrugue valedor!… Si quiere pasar, ahí mérito, sobre esa piedra, arríe la plata: ándele luego, a luego.

Otra vez volví a tener miedo; así y todo murmuré entre dientes:

—¡Ahora vamos a verlo, bandido!

No tenía armas; pero en Mérida, a una india joven que vendía pieles de jaguar, cocos delicadamente esculpidos, idolillos marinos, y qué sé yo cuántas cosas raras y exóticas, había tenido el capricho de comprarle un bastón de ébano que me encantó por la rareza de sus labores. Téngolo sobre la mesa mientras escribo: parece el cetro de un rey negro —¡tan oriental, y al mismo tiempo tan ingenua y primitiva es la fantasía con que está labrado!—. Me afirmé los quevedos, requerí el palo, y con gentil compás de pies, como diría un bravo de ha dos siglos, adelanté hacia el ladrón que dio un salto, procurando herirme de soslayo. Por ventura mía la Luna dábale de lleno, y advertí el ataque en sazón de evitarlo. Recuerdo confusamente que intenté un desarme con amago a la cabeza y golpe al brazo, y que el indio lo evitó jugándome la luz con destreza de salvaje. Después no sé. Sólo conservo una impresión angustiosa como de pesadilla. El médano iluminado por la Luna; la arena negra y movediza, donde se entierran los pies; el brazo que se cansa; la vista que se turba; el indio que desaparece, vuelve, me acosa, se encorva y salta con furia fantástica de gato embrujado y macabro; y cuando el palo va a desprenderse de mi mano, un bulto que huye, y el brillo de la faca que pasa sobre mi cabeza, y queda temblando, como víbora de plata, clavada en el árbol negro y retorcido de una cruz hecha de dos troncos chamuscados…

Quédeme un momento azorado, y sin darme cuenta cabal del suceso. Como a través de niebla muy espesa, vi abrirse sigilosamente la puerta de la barraca, y salir dos hombres a catear la playa. Recelé algún encuentro como el pasado, y tomé a buen paso camino del muelle; llegué a punto que largaba un bote del Dalila, donde iban el segundo de a bordo y el doctor: gríteles, me conocieron, y mandaron virar para recogerme. Ya con el pie sobre la borda exclamé:

—¡Buen susto!…

A contar iba la aventura con el indio, cuando sin saber por qué, cambié de propósito; y me limité a decir:

—¡Buen susto a fe! ¡Creí que el vapor habría zarpado!…

Y el segundo, que era brusco, como buen escocés, tornando a colocar la caña del timón, repuso en mal español y sin volverse:

—Hasta mañana a la noche…

Arrastró una alfombrilla, y doblando el cuerpo, como el jinete que quiere dar ayudas al caballo, gritó:

—¡Avante!

Seis remos cayeron en el mar, y el bote arrancó como una flecha.

Llegado que fui al vapor, recogíme a mi camarote y, como estuviese muy fatigado, me acosté en seguida. Cátate que no bien apago la luz, empiezan a removerse las víboras mal dormidas del deseo que desde todo el día llevaba enroscadas al corazón, apercibidas a morderle. Al mismo tiempo, sentíame invadido por una gran melancolía, llena de confusión y de misterio, la melancolía del sexo, germen de la gran tristeza humana. El recuerdo de la Niña Chole perseguíame con mariposeo ingrávido y terco. Su belleza índica, y aquel encanto sacerdotal, aquella gracia serpentina; y el mirar sibilino, y las caderas ondulosas, la sonrisa inquietante, los pies de niña, los hombros desnudos, todo cuanto la mente adivinaba, cuanto los ojos vieran, todo, todo era hoguera voraz en que mi carne ardía. Me figuraba que las formas juveniles y gloriosas de aquella Venus de bronce florecían entre céfiros, y que veladas primero se entreabrían turgentes, frescas, lujuriosas, fragantes, como rosas de Alejandría en los jardines de tierra caliente. Y era tal el poder sugestivo del recuerdo que, en algunos momentos, creí respirar el perfume voluptuoso que al andar esparcía su falda, con ondulaciones suaves.

Poco a poco, cerróme los ojos la fatiga, y el arrullo monótono y regular del agua acabó de sumirme en un sueño amoroso, febril e inquieto, representación y símbolo de mi vida. Despertéme al amanecer con los nervios vibrantes, cual si hubiese pasado la noche en un invernadero entre plantas exóticas, de aromas raros, afroditas y penetrantes. Sobre mi cabeza sonaban voces confusas y blando pataleo de pies descalzos, todo ello acompañado de mucho chapoteo y trajín. Empezaba la faena del baldeo. Me levanté y subí al puente. Heme ya respirando la ventolina que huele a brea y algas. En aquella hora el calor es deleitante. Percíbense en el aire estremecimientos voluptuosos; el horizonte ríe bajo un hermoso sol; ráfagas venidas de las selvas vírgenes, tibias y acariciadoras como alientos de mujeres ardientes, juegan en las jarcias, y penetra, y enlanguidece el alma el perfume que se eleva del oleaje casi muerto. Dijérase que el dilatado golfo mexicano, sentía en sus verdosas profundidades, la pereza de aquel amanecer cargado de pólenes misteriosos y fecundos, como si fuese el serrallo del Universo.

Envuelto en el rosado vapor que la claridad del alba extendía sobre el mar azul adelantaba un esquife. ¡Y era tan esbelto, ligero y blanco, que la clásica comparación con la gaviota y con el cisne veníale de perlas! En las bancas traía hasta seis remeros. Bajo un palio de lona levantado a popa se guarecían del sol dos bultos vestidos de blanco. Cuando el esquife tocó la escalera del Dalila, ya estaba yo allí, en confusa espera de no sé qué gran ventura. Una mujer venía sentada al timón. Él toldo solamente me deja ver el borde de la falda, y los pies de reina calzados con chapines de raso blanco, pero mi alma la adivina. ¡Es ella! ¡La Niña Chole! ¡La Salambó de los palacios de Mixtla!… Sí, era ella, más gentil que nunca, con su blusa de marinero, y la gorra de soslayo. Hela en pie sobre una de las bancas, apoyada en los hercúleos hombros de su marido, aquel inglés que la acompañaba en Mérida; el labio abultado y rojo de la yucateca sonríe con la gracia inquietante de una egipcia, de una turania; sus ojos, envueltos en la sombra de las pestañas, tienen algo de misterioso, de quimérico y lejano, algo que hace recordar las antiguas y nobles razas que en remotas edades fundaron grandes imperios en los países del Sol… El esquife cabecea al costado del vapor. La criolla, entre asustada y divertida se agarra a los blondos cabellos del gigante, que impensadamente la toma al vuelo, y se lanza con ella a la escala. Los dos ríen envueltos en un salsero que les moja la cara. Ya sobre cubierta, el inglés la deja sola un momento, y se aparta secreteando con el contramaestre.

Yo gano la cámara por donde necesariamente han de pasar. Nunca el corazón me latiera con más violencia. Recuerdo perfectamente que el gran salón estaba desierto y un poco oscuro; las luces del amanecer cabrilleaban en los cristales. Tomé una revista inglesa que estaba sobre el piano, y me situé en la puerta aparentando leer:

Pasa un momento. Oigo voces y gorjeos; un rayo de sol más juguetón, más vivo, más alegre, ilumina la cámara, y en el fondo de los espejos se refleja la imagen de la Niña Chole. Majestuosa y altiva se acercaba con lentitud, dando órdenes a una india joven que escuchaba con los ojos bajos, y respondía en lengua yucateca, esa vieja lengua que tiene la dulzura del italiano y la ingenuidad pintoresca de los idiomas primitivos. Yo me hice vivamente a un lado plegando el periódico. Ella pasó. Creo que me miró un momento como queriendo hacer memoria, y que su boca fresca y sana insinuó una sonrisa. ¡Aquella sonrisa con que me enloquecía Lili!

La esperanza de ver en alguna parte a la yucateca, trájome toda la mañana avizorado y errabundo: fue vana esperanza. En cambio su marido no cesó de pasearse a lo largo del puente. Visto con espacio, parecióme un hombre recio y altivo: peinábase como el príncipe de Gales, y no usaba barba ni bigote: tenía los ojos de un azul descolorido y neutro; y al mirar entornaba los párpados. Sin duda alguna, presumía de aristócrata. Recorría el puente a grandes trancos, con los brazos caídos, y una pipa corta entre los dientes; a veces se detenía para echar tabaco o escupir en el mar. En toda la mañana, no le vi sonreírse ni hablar con nadie.

A las diez, una campana anunció el almuerzo. Bajé a mi camarote, y me peiné con más cuidado y detenimiento que suelo: en seguida pasé al comedor. Aunque no bajarían de cien las personas que se sentaban en torno de aquellas dos largas mesas cubiertas por blanquísimos manteles, y adornadas de flores como para un festín, ni el murmullo de una conversación se escuchaba. Reinaba allí un silencio de iglesia, sólo turbado por el ruido de los tenedores, y las tácitas pisadas de los camareros que con el pecho echado fuera de sus fraques, daban vueltas por detrás de los comensales. Todos aquellos criados eran buenos mozos, rubios y patilludos, como príncipes alemanes. Tomé asiento; y mis ojos buscaron a la Niña Chole. Allí estaba, al otro extremo de la mesa sonriendo a un señorón yankee con cuello de toro y grandes barbazas rojas, barbas de banquero, que caían llenas de gravedad sobre los brillantes de la pechera. Al mismo tiempo reparé que el blondo gigante miraba a su mujer y sonreía también. ¡Cuánto me preocupó aquella sonrisa, tan extraña, tan enigmática en labios de un marido! Ella volvió la cabeza, hizo un gesto imperceptible, y sus ojos, sus hermosos ojos de mirar hipnótico y sagrado, continuaron acariciando al banquero. Tuve tan vivo impulso de celos y de ira, que me sentí palidecer. Despechado arrojé la servilleta sobre el plato y dejé la mesa. No comprendía que un marido tolerase tal. ¿De qué estofa era aquel coloso que dejaba a su mujer el libre ejercicio de los ojos? ¡Y de unos ojos tan lindos!…

Desde la puerta volvíme para lanzarles una mirada de desprecio. ¡Oh! Si a tener llego entonces el poder del basilisco, allí se quedan hechos polvo. No lo tenía, y el señorón yankee pudo seguir acariciándose las barbazas color de buey, y resoplar dentro de su chaleco blanco, poniendo en conmoción los dijes de una gran cadena que, tendida de bolsillo a bolsillo, le ceñía la panza; y ella, la Salambó de los palacios de Mixtla, pudo dirigirle aquella sonrisa de reina indulgente que yo había visto y amado en otros labios…

Tres días después, ¡días tediosos e interminables, durante los cuales no salió de su camarote la yucateca!, dio fondo el Dalila en las aguas de la Villa Rica de la Veracruz.

Presa el alma de religiosa emoción, contemplé la abrasada playa, donde desembarcaron antes que pueblo alguno de la vieja Europa, los aventureros españoles, hijos de Alarido el bárbaro y de Tarik el moro. Vi la ciudad que fundaron, y a la que dieron abolengo de valentía, espejarse en el mar quieto y de plomo, como si mirase fascinada la ruta que trajeron los hombres blancos: a un lado, sobre desierto islote de granito, baña sus pies en las olas, el castillo de San Juan de Lulú, sombra romántica que evocaba un pasado feudal que allí no hubo, y a lo lejos, la cordillera del Orizaba, blanca como la cabeza de un abuelo, dibújase con indecisión fantástica sobre un cielo clásico, un cielo de azul tan límpido y tan profundo como el cielo de Grecia. Y recordé lecturas casi olvidadas que, niño aún, me habían hecho soñar con aquella tierra hija del Sol, narraciones medio históricas, medio novelescas, en que siempre se dibujaban hombres de tez cobriza, tristes y silenciosos, como cumple a los héroes vencidos, y selvas vírgenes, pobladas de pájaros de brillante plumaje, y mujeres como la Niña Chole, ardientes y morenas, símbolo de la pasión, que dijo el poeta. La imaginación exaltada me fingía al aventurero extremeño poniendo fuego a sus naves, y a sus hombres esparcidos por la arena, atisbándole de través, los mostachos enhiestos al antiguo uso marcial, y sombríos los rostros varoniles, curtidos y con pátina como las figuras de los cuadros muy viejos. Y como no es posible renunciar a la patria, yo, español, sentía el corazón henchido de entusiasmo, y poblada de visiones gloriosas la mente, y la memoria llena de recuerdos históricos. ¡Era verdad que iba a desembarcar en aquella playa sagrada! Oscuro aventurero, sin paz y sin hogar, siguiendo los impulsos de una vida errante, iba a perderme, quizá para siempre, en la vastedad del viejo imperio azteca, imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus reyes, pero cuyos restos ciclópeos, que hablan de civilizaciones, de cultos y de razas que fueron, sólo tienen par en ese misterioso cuanto remoto oriente.

¡Oh! ¡Cuán bellos son esos países tropicales! El que una vez los ha visto, no los olvidará jamás. Aquella calma azul del mar y del cielo; aquel sol, que ciega y quema; aquella brisa cargada de todos los aromas de la «tierra caliente» como ciertas queridas muy amadas, dejan en la carne, en los sentidos, en el alma, reminiscencias tan voluptuosas, que el deseo de hacerlas revivir, sólo se apaga en la vejez. Mi pensamiento rejuvenece hoy, recordando la inmensa extensión plateada de ese Golfo mexicano, que no he vuelto a surcar. Por mi memoria desfilan las torres de Veracruz; los bosques de Campeche; las arenas de Yucatán; los palacios de Palenque; las palmeras de Tuxpan y Laguna… ¡Y siempre, siempre unido al recuerdo de aquel hermoso país lejano, el recuerdo de la Niña Chole, tal como la vi por vez primera, suelto el cabello, y vestido el blanco huipil de las antiguas sacerdotisas mayas!…

Apenas anclamos, sale en tropel de la playa una gentil flotilla compuesta de esquifes y canoas. Desde muy lejos, se oye el son monótono del remo. Centenares de cabezas asoman sobre la borda del Dalila, y abigarrada muchedumbre hormiguea, se agita y se desata en el entrepuente. Háblase a gritos el español, el inglés, el chino. Los pasajeros hacen señas a los barqueros indios para que se aproximen: ajustan, disputan, regatean, y al cabo, como rosario que se desgrana, van cayendo en el fondo de las canoas que rodean la escalera, y esperan ya con los remos armados. La flotilla se dispersa. Todavía a larga distancia vese una diminuta figura, moverse y gesticular como polichinela, y se oyen sus voces que destaca y agranda la quietud solemne de aquellas regiones abrasadas. Ni una sola cabeza se ha vuelto hacia el vapor, para mandarle un adiós de despedida. Allá van, sin otro deseo que tocar cuanto antes la orilla. Son los conquistadores del oro.

La noche se avecina. En esta hora del crepúsculo, el deseo ardiente que la Niña Chole me produce, se aquilata y purifica, hasta convertirse en ansia vaga de amor ideal y poético. Todo oscurece lentamente: gime la brisa; riela la Luna; el cielo azul turquí se torna negro, de un negro solemne, donde las estrellas adquieren una limpidez profunda.

Es la noche americana de los poetas.

Acababa de bajar a mi camarote, y hallábame tendido en la litera fumando una pipa, y quizá soñando con la Niña Chole, cuando se abre la puerta y veo aparecer a Julio César —un rapazuelo mulato que el año anterior habíame regalado en Jamaica cierto aventurero portugués que, andando el tiempo, llegó a general y ministro en la República Dominicana—. Julio César se detiene en la puerta, bajo el pabellón que forman las cortinas.

—¡Mi amito! A bordo viene un moreno que mata lo tiburone en el agua, con el trinchete. ¡Suba, mi amito, no se dilate!…

Y desaparece velozmente, como esos etíopes, carceleros de princesas, en los castillos encantados. Yo espoleado por la curiosidad salgo tras él. Heme en el puente, que ilumina la plácida claridad del plenilunio. Un negro colosal, con el traje de tela chorreando agua, se sacude como un gorila, en medio del corro que a su rededor han formado los pasajeros, y sonríe, mostrando sus blancos dientes de animal familiar. A pocos pasos, dos marineros encorvados sobre la borda de estribor, halan un tiburón medio degollado, que se balancea fuera del agua, al costado del Dalila. Mas de ahí, que de pronto rompe el cable, y el enorme cetáceo desaparece en medio de un remolino de espumas. El negrazo musita apretando los labios elefanciacos.

—¡Pendejos!

Y se va, dejando, como un rastro, en la cubierta del navío, las huellas húmedas de sus pies descalzos. Una voz femenil le grita desde lejos:

—¡Che, moreno!…

—¡Voy horita, niña!… No me dilato. La forma de una mujer blanquea en el negro fondo de la puerta de la cámara. ¡No hay duda, es ella! ¿Pero cómo no la he adivinado? ¿Qué hacías tú, corazón burgués, corazón prosaico, que no me anunciabas su presencia? ¡Oh! ¡Con cuánto gusto hubiérate entonces puesto bajo sus lindos pies para castigo!

El marinero se acerca.

—¿Mandaba alguna cosa la Niña Chole?

—Quiero verte matar un tiburón.

El negro sonríe, con esa sonrisa blanca de los salvajes, y pronuncia lentamente, sin apartar los ojos de las olas, que argenta la Luna:

—No puede ser, mi amita: se ha juntado una punta de tiburones, ¿sabe?

—¿Y tienes miedo?

—¡Qué va!… Aunque fácilmente, como la sazón está peligrosa… Vea su merced no más…

La Niña Chole no le dejó concluir.

—¿Cuánto te han dado esos señores?

—Veinte tostone: dos centine, ¿sabe?

Oyó la respuesta el contramaestre, que pasaba ordenando una maniobra, y con esa concisión ruda y franca de los marineros curtidos, sin apartar el pito de los labios ni volver la cabeza, apuntóle.

—¡Cuatro monedas y no seas guaje!

El negro pareció dudar. Asomóse al barandal de estribor y observó un instante el fondo del mar donde temblaban amortiguadas las estrellas. Veíanse cruzar argentados y fantásticos peces que dejaban tras sí estela de fosforescentes chispas y desaparecían confundidos en los rieles de la Luna; mientras en la zona de sombra que sobre el azul de las olas proyectaba el costado del Dalila, esbozábase la informe mancha de una cuadrilla de tiburones. El marinero se apartó reflexionando. Todavía volvióse una o dos veces a mirar las dormidas olas, como penetrado de la queja que lanzaban en el silencio de la noche. Picó un cigarro con las uñas, y se acercó a la criolla.

—Cuatro centenes, ¿le apetece a mi amita?

La Niña Chole, con ese desdén patricio que las americanas opulentas sienten por los negros, volvió a él su hermosa cabeza de reina india; y en tono tal, que las palabras parecían dormirse cargadas de tedio en el borde de los labios murmuró:

—¿Acabarás?… ¡Sean los cuatro centenes!…

Los labios hidrópicos del negro esbozaron una sonrisa de ogro avaro y sensual: seguidamente, despojóse de la camiseta, desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura, y como un perro de Terranova tomóle entre los dientes, y se encaramó, sobre la borda. El agua del mar relucía aún en aquel torso desnudo, que parecía de barnizado ébano. Inclinóse el negrazo sondando con los ojos el abismo, y luego se volvió a mí.

—¿No me da su mersé alguna cosita, para hasé subir esos guachinango?

Dile yo, por no tener otra cosa a mano, mi gorra de viaje, que él cuidó de ahuecar, a fin de que nadase; y cuando los tiburones salieron a la superficie, le vi erguirse negro y mitológico sobre el barandal que iluminaba la Luna; y con los brazos extendidos, echarse de cabeza, y desaparecer buceando. Tripulación y pasajeros, cuantos se hallaban sobre la cubierta del Dalila agolpáronse a las bordas. Sumiéronse los tiburones en busca del negro; y todas las miradas quedaron fijas en un remolino de espumas que no tuvo tiempo a borrarse, porque casi incontinenti, una mancha de burbujas rojas coloreó el mar; y en medio de los hurras de la marinería, y el vigoroso aplaudir de las manos coloradotas y burguesas de los yankees, salió a flote la testa chata y lanuda del marinero, quien nadaba, ayudándose de un sólo brazo, mientras con el otro sostenía entre aguas un tiburón degollado por la garganta donde aún traía clavado el cuchillo. Tratóse en tropel de izar al negro; arrojáronse cuerdas, ya para el caso prevenidas, y cuando levantaba medio cuerpo fuera del agua, rasgó el aire un alarido horrible, y le vimos abrir los brazos, y desaparecer, sorbido por los tiburones…

No tuviera yo lugar a recobrarme, cuando sonó a mi espalda una voz que decía en inglés:

Sir, présteme usted cuatro libras.

Al mismo tiempo, alguien tocó suavemente en mi hombro. Volví la cabeza y hálleme con la Niña Chole. Vagaba cual siempre por su labio inquietante sonrisa; y abría y cerraba velozmente una de sus manos, en cuya palma, vi lucir varias monedas de oro. Rogóme con cierto misterio que la dejase sitio; y, doblándose sobre la borda, arrojólas al océano lo más lejos que pudo. En seguida, volvióse a mí con gentil escorzo de todo el busto.

—¡Ya tiene para el flete de Carón!…

Yo debía estar pálido como la muerte; pero como ella fijaba en mí sus hermosos ojos y sonreía, vencióme el encanto de los sentidos, y mis labios aún trémulos pagaron aquella sonrisa cínica con la risa humilde del esclavo, que aprueba cuanto hace su señor. La irónica crueldad de la criolla me horrorizaba y me atraía: nunca como entonces me pareciera tentadora y bella. Del mar oscuro y misterioso subían murmullos y aromas, a que el blanco lunar prestaba no sé qué rara voluptuosidad. La trágica muerte de aquel coloso negro; el mudo espanto que se pintaba aún en todos los rostros; un violín que lloraba en el gran salón, todo en aquella noche, bajo aquella Luna, era para mí objeto de voluptuosidad depravada y sutil…

Alejóse la yucateca, con ese andar rítmico y ondulante que recuerda al tigre; y al desaparecer, una duda cruel mordióme el corazón. Hasta entonces no había reparado que a mi lado, casi hombro con hombro, estaba el judío yankee, de la barba roja y perjura. ¿Sería a él a quien mirasen los ojos de la Salambó de Mixtlá; aquellos ojos, en cuyo fondo parecía dormir el enigma de algún antiguo culto licencioso, cruel y diabólico?…

¡De cualquier suerte que fuese, yo no debía verlos más!

Al día siguiente, con las primeras luces del alba desembarqué en Veracruz. Tuve miedo de aquella sonrisa, la sonrisa de Lili, que ahora se me aparecía en boca de otra mujer. Tuve miedo de aquellos labios, los labios de Lili, frescos, rojos y fragantes como las cerezas de nuestro huerto, que ella gustaba de ofrecerme en ellos. ¡Ay! Aun cuando el corazón tenga veinte años, si el pobrecillo es liberal y dio hospedaje al amor más de una y de dos veces; y gustó sus contadas alegrías, y sus innumerables tristezas, no pueden menos de causarle temblores, miradas y sonrisas, cuando los ojos y los labios que las prodigan son como los de la Niña Chole. ¡Yo he temblado entonces, y temblaría hoy que la nieve de tantos inviernos cayó sin deshelarse sobre mi cabeza!…

París, abril de 1893.

LA GENERALA

CUANDO el general don Miguel Rojas hizo el disparate de casarse, ya debía pasar mucho de los sesenta. Era un veterano muy simpático, con grandes mostachos blancos, un poco tostados por el cigarro; alto, enjuto y bien parecido, aun cuando se encorvaba un tanto al peso de los años. Crecidas y espesas tenía las cejas; garzos y hundidos los ojos; cetrina y arrugada la tez, y cana casi que del todo la escasa guedeja que peinaba con sin igual arte para encubrir la calva. La expresión amable de aquella hermosa figura de veterano atraía amorosamente. La gravedad de su mirar, no exento de placidez; el reposo de sus movimientos; la nieve de sus canas; en suma, toda su persona, estaba dotada de un carácter marcial y aristocrático que se imponía en forma de amistad franca y noble. Su cabeza de santo guerrero parecía desprendida de algún antiguo retablo. Tal era, en fin, en rostro y talle el santo varón que dio su nombre a Currita Jimeno, la hija menor de los condes de Casa-Jimeno.

Currita era una muchacha delgada, morena, muy elegante, muy alegre, muy nerviosa; rompía los abanicos, desgarraba los pañuelos con sus dientes blancos y menudos, de gatita de leche, insultaba a las gentes… ¡Oh!, aquello no era mujer, era un manojo de nervios, como decía su mamá; los amigos decían algo más duro y la habían puesto «mona inquieta». Nadie al verla creería que aquel elegante diablillo se hubiese educado entre rejas, sin sol y sin aire, obligada a rezar siete rosarios cada día, oyendo misas desde el amanecer, y durmiéndose en los maitines con las rodillas doloridas, y la tocada cabecita apoyada en las rejas del coro. No parecía, en verdad, haber pasado diez años de educanda al lado de una tía suya, encopetada abadesa de un convento de nobles, allá en el riñón de Castilla la Nueva.

Cuando los condes fueron por Currita, para sacarla definitivamente de aquel encierro y presentarla al mundo, la muchacha creyó volverse loca. Llenó de flores el altar de Santa Rita —tutelar del convento y fundadora de la orden—. Casualmente acababa de hacerle una novena pidiéndole aquello mismo, y la Santa ¡tan buena! que se lo concedía sin hacerla esperar más tiempo. No bien llegó la parentela, Currita se lanzó fuera del locutorio, gritando alegremente, sin curarse de las madres, que se quedaban llorando la partida de su periquito.

—¡Viva Santa Rita!

Y se arrancó la toca, descubriendo la cabeza pelona, que le daba cierto aspecto de muchacho, acrecentado por la esbeltez, un tanto macabra, de sus catorce años.

Este amor a la libertad, tan desenfadadamente expresado con el viva dado a la Santa de Casia, lo conservó Currita hasta la muerte. Mientras los hombres de la República pasaban a la Monarquía, ella, lanzando carcajadas y diciendo donaires picarescos caminaba resuelta hacia la demagogia. ¡Pero qué demagogia la suya!, llena de paradojas y de atrevimientos inconcebibles; elaborada en una cabecita inquieta y parlanchina, donde apenas se asentaba un cerebro de colibrí pintoresco y brillante, borracho de sol y de alegría. Era desarreglada y genial como un bohemio; tenía supersticiones de gitana ¡y unas ideas sobre la emancipación femenina! ¡Válganos Dios! Si no fuese porque salían de aquellos labios que derramaban la sal y la gracia como gotas de agua los botijos moriscos, sería cosa de echarse a temblar y vivir en triste soltería esperando el fin del mundo.

Pero ya se sabe que los militares españoles son los más valientes del orbe. Currita y el general Rojas se casaron, y desde aquel día la muchacha cambió completamente, y cobró unos ademanes tan señoriles y severos que parecía toda una señora generala. Bastaba verla para comprender que no había salido de la clase de tropa; llevaba los tres entorchados como la gente de colegio. Los que al leer en La Época el notición de aquella boda, habían exclamado: «¡Pobre don Miguel!», casi estuvieron por achacar a milagro la mudanza de la niña de Casa-Jimeno. La verdad es que fácil explicación no tenía, y como la condesa se comía los Santos, y la tía abadesa estaba en olor de santidad, ¡velay!

Tenía por ayudante el general a cierto ahijado suyo, recién salido de un colegio militar. Era un caballerete de miembros delicados, y no muy cumplido de estatura: pareciera un niño, a no desmentir la presunción el bozo que se picaba de bigote, y el pliegue a veces enérgico y a veces severo de su rubio entrecejo de damisela. Este tal, llegó a ser comensal casi diario en la mesa de don Miguel Rojas. La cosa pasó de un modo algo raro. Currita no dejaba fumar a su marido; decía, haciendo aspavientos, que el cigarro irritaba el catarro crónico que padecía el buen señor; únicamente cuando había convidados se humanizaba la generala. Habíase vuelto tan cortés desde que entrara en la milicia, que, naturalmente, deponía parte de su enojo, y la furibunda oposición de cuando comía a solas con su marido, reducíase a un gracioso gestecillo de enfado. Sonreíase socarronamente don Miguel, y como no podía pasarse sin humear un habano después del café, concluyó por invitar todos los días a su ayudante.

Currita, que en un principio había tenido al oficialito por un quídam —era su frase predilecta—, acabó por descubrir en él tan soberbias prendas, y le cayó tan en gracia el muchacho que, últimamente, no se sabía si era ayudante de órdenes de don Miguel o de la dama; a todas partes la acompañaba, de día y de noche, y hasta una vez llegó la generala a imponerle un arresto, según ella misma contaba riendo a sus amigas.

Una tarde, ya levantados los manteles, dijo la generala al ayudante:

—¡Si supiese usted cuánto me aburro, Sandoval! ¿No tendría usted una novela que me prestase?

Sandoval, hecho almíbar, le prometió no una, sino ciento; y al día siguiente llevó a Currita un libro del cual hizo grandes elogios. Era Lo que no muere, del célebre Barbey d’Aurevilly.

Currita abrió el libro al azar y fijó los ojos, distraída, en las páginas satinadas, pulcras, elegantes, como para ser vueltas por manos blancas y perfumadas de duquesas y mundanas.

—¿Pero de qué trata esa novela? ¿Qué es lo que no muere?

—La compasión en la mujer… Una idea originalísima: figúrese usted…

—No; no me lo cuente. ¿Y no tiene usted ninguna novela de Daudet? Es mi autor predilecto; dicen que es realista, de la escuela de Zola; a mí no me lo parece. ¿Usted leyó Jak? ¡Qué libro tan sentido! No puede una por menos de llorar leyéndolo. ¡Qué diferente de Germinal y de todas las novelas de López Bago!

Sandoval, que tenía una migaja de gusto literario y, además, había leído los Paliques de Clarín, repuso escandalizado:

—¡Oh, oh, generala, es que no pueden compararse Zola y López Bago!

Currita, sonriendo con el gracioso desenfado de las señoras, que hablan de literatura como de modas, contestó:

—Pues se parecen mucho; no me lo negará usted.

Aquellas herejías producían un verdadero dolor al ayudante; él quisiera que la generala no pronunciase más que sentencias; que tuviese el gusto tan delicado y elegante como el talle. Aquella carencia de esteticismo recordábale a las modistillas pizpiretas, apasionadas de los folletines, con quienes había tenido algo que ver; criaturas risueñas y cantarinas, cabecitas llenas de claveles, pero ¡ay! horriblemente vacías; sin más meollo que los canarios y los jilgueros que alegraban sus guardillas.

Currita, que estaba hojeando la novela, exclamó de pronto:

—¡Qué lástima!…

Sandoval la miró con extrañeza.

—¿Lástima de qué, generala?

—Ya le he dicho a usted que no quiero que me llame así. ¡Habrá majadero! Llámeme usted Currita.

Y le dio un capirotazo con el libro; luego poniéndose seria:

—¿Sabe usted, Sandoval? Me parece éste un francés muy difícil, y yo he sido siempre de lo más torpe que Dios pudo haber criado para esto de idiomas.

Y le alargaba el libro, mirándole al mismo tiempo con aquellos ojos chiquitos como cuentas, vivos y negros, los cuales bien pudieran recibirse de doctores en toda suerte de guiños y coqueteos.

—¿Si usted quisiese?…

Él la miraba, sin acertar con lo que había de querer. La generala siguió:

—Es un favor que le pido.

—Usted no pide, manda, y se concluyó.

—Pues entonces vendrá usted a leerme un rato todos los días, ¿verdad? El general se alegrará mucho cuando lo sepa.

Colgósele del brazo, como una chiquilla, y le arrastró hasta el sofá, donde le hizo sentar a su lado.

—Empiece usted. Aprovechemos el tiempo.

Al día siguiente, y al otro, y al otro, fue Sandoval a leer Lo que no muere a la generala. El pobre muchacho no sabía qué pensar de Currita y del modo como le trataba. Había momentos en que la dama adoptaba para hablarle una corrección y formalidad excesivas, que contrastaban con la llaneza y confianza antiguas; en tales ocasiones, jamás, ni aun por descuido, le miraba a la cara. Aun cuando la idea de pasar plaza de tímido mortificaba atrozmente al ayudante, los cambios de humor que observaba en la generala manteníanle en los linderos de la prudencia.

De las fragilidades de ciertas hembras algo se le alcanzaba, pero de las señoras, de las verdaderas señoras, estaba a oscuras completamente. Creía que para enamorar a una dama encopetada lo primero que se necesitaba eran pelos en la cara en forma de bigote o barba corrida, y tocante a esto, el ayudante estaba muy necesitado. Tantas fueron sus cavilaciones sobre punto tal, que cayó en la flaqueza de oscurecerse, con tintes y menjurjes de un cómico su amigo el vello casi incoloro del incipiente bozo.

Las cosas así, leía una tarde a la generala las últimas páginas de la novela. Currita estaba cerca de él, sentada en una silla baja; a veces sus rodillas rozaban las del lector, que se estremecía; pero cual si ninguno de los dos advirtiese aquel contacto, permanecían largo rato con ellas unidas. La generala escuchaba muy conmovida; de tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar; con ojos inmóviles, y como anegados en llanto, contemplaba al joven, que sentía el peso de aquella mirada fija y poderosa como la de un sonámbulo, y seguía leyendo, sin atreverse a levantar la cabeza.

Las últimas páginas del libro eran terriblemente dolorosas; exhalábase de ellas el perfume de unos sentimientos extraños, a la par pecaminosos y místicos. Era hondamente sugestivo aquel sacrificio de la condesa Iseult; aquella su compasión impúdica, pagana como diosa desnuda; aquella renunciación de sí misma, que la arrastraba hasta dar su hermosura de limosna y sacrificarse en aras de la pasión y del pecado de otro.

La generala, con las rodillas unidas a las del ayudante y la garganta seca, escuchaba conmovida la novela del anciano dandy. Sandoval, con voz a cada instante más velada, leía aquella página que dice:

… «La condesa Iseult halló todavía fuerzas para murmurar: —Pues bien; si reviviese, esta piedad dos veces maldita, inútil para aquéllos en quien fue empleada, y vacía del más simple deber para los que la han sentido, esta piedad no me abandonaría, y volvería a seguir sus impulsos, a riesgo de volver a incurrir en mi desprecio. Si Dios, me dijese: He ahí el fin que ignoras: y en su misericordia infinita, pusiese al alcance de mi mano el conseguirlo, yo no le escucharía y precipitaríame como una loca en esa piedad, que no es siquiera una virtud, y que sin embargo es la única que yo he tenido…».

La generala, sin ser dueña de sí por más tiempo, empezó a sollozar, con esa estentoreidad que los sentimientos contenidos, adquieren al desatarse en las mujeres nerviosas.

—¡Qué criatura tan rara esa condesa Iseult! ¿Habrá mujeres así?

El ayudante, conmovido por la lectura, y animado, casi irritado, por el contacto de las rodillas de la generala, contestó:

—¿Qué, usted no sería capaz de hacer lo que ella hizo por Alian, al dársele por compasión?

Y sus ojos bayos, trasparentes como topacios quemados, tuvieron al fijarse en Currita el mirar insistente, osado y magnético del celo.

La generala púsose muy seria y contestó con la dignidad reposada de una de aquellas ricas hembras castellanas que criaron a sus pechos los más gloriosos jayanes de la Historia:

—Yo, señor ayudante, no puedo ponerme en ese caso. La principal compasión en una mujer casada debe ser para su marido.

Sandoval calló, arrepentido de su atrevimiento. La generala era una virtud. Alrededor del cuello de Currita, en vez de los encajes que adornaban el peinador azul celeste, veía el alférez —con los ojos de la imaginación, por supuesto— los tres entorchados, sugestivos, inflexibles, imponiendo el respeto a la ordenanza.

Después de un momento, todavía con sombra de enojo, la generala se volvió al ayudante:

—¿Quiere usted seguir leyendo, señor Sandoval?

Y él, sin osar mirarla:

—Se impresiona usted mucho. ¿No sería mejor dejarlo?

La generala suspirando, se pasó el pañuelo por los ojos.

—Casi tiene usted razón.

Ellos se miraban en silencio. De pronto Currita, con la impresionabilidad infantil de tantas mujeres, lanzó una alegre carcajada.

—¡Cómo le ha crecido a usted el bigote! ¡Pero si se lo ha teñido! ¡Ja, ja, ja! ¡Se lo ha teñido!

Sandoval, un poco avergonzado, reía también.

—Me dará usted la receta para cuando tenga canas. ¡Ja, ja, ja!

La generala mordía el pañuelo. Luego, adoptando un aire de señora formal, que le caía muy graciosamente, exclamó:

—Eso, hijo mío, es una… vamos, no quiero decirle lo que es; pero ya verá cómo en el pecado se lleva la penitencia.

Salió velozmente, para volver a poco con una aljofaina que dejó sobre el primer mueble que halló a mano.

—Venga usted aquí, caballerito.

Era muy divertida aquella comedia en la cual él hacía de chiquitín travieso y ella de abuela regañona. Currita se levantó un poco las mangas para no mojarse, y empezó a lavar los labios al presumido ayudante, quien no pudo menos de besar aquellas manos blancas que tan lindamente le refregaban la jeta.

—Tenga usted formalidad, o si no…

Y le dio en la mejilla un golpecito que quedó dudoso entre bofetada y caricia. Se enjugó Sandoval atropelladamente, y asiendo otra vez las manos de la generala, crubriólas de besos voraces, frenéticos, delirantes. Ella gritaba:

—¡Déjeme usted! ¡Déjeme usted! ¡Nunca lo creería!

—¡Curra! ¡Currita! ¡Yo la adoro!… ¡La…!

Sus ojos se encontraron, sus labios se buscaron golosos y se unieron con un beso.

—¡Mi vida!

—¡Payaso!

Los tres entorchados, ya no le inspiraban más respeto que unos galones de cabo.

Desde fuera dieron dos golpecitos discretos en la puerta.

Sandoval, mordiendo la orejita menuda y sonrosada de la generala, murmuró:

—¡No contestes, alma mía!…

Los golpes se repitieron más fuertes.

—¡Curra! ¡Curra! ¿Qué es esto? ¡Abre!

A la generala tocóle suspirar al oído del ayudante:

—¡Dios santo! ¡Mi marido!

Los golpes eran ya furiosos.

—¡Curra! ¡Sandoval! ¡Abran ustedes o tiro la puerta abajo!

Y a todo esto los porrazos iban en aumento. Currita se retorcía las manos; de pronto corrió a la puerta, y dijo hablando a través de la cerradura, contraído el rostro por la angustia, pero procurando que la voz apareciese alegre:

—¡Mi general! Es que se ha soltado el canario, y si abrimos se escapa con toda seguridad… Ahora creo que ya lo alcanza Sandoval.

Cuando la puerta fue abierta, el ayudante aún permanecía en pie sobre una silla, debajo de la jaula, mientras el pájaro cantaba alegremente balanceándose en la dorada anilla de su cárcel.

A bordo del vapor Havre, abril de 1892.

ROSARITO

SENTADA ante uno de esos arcaicos veladores con tablero de damas, que tanta boga conquistaron en los comienzos del siglo, cabecea el sueño la anciana condesa de Cela: los mechones plateados de sus cabellos, escapándose de la toca de encajes, rozan con intermitencias desiguales los naipes alineados para un solitario. En el otro extremo del canapé, su nieta Rosarito mueve en silencio cuatro agujas de acero, de las cuales, antes que la velada termine, espera ver salir un botinín blanco con borlas azules, igual en todo a otro que la niña tiene sobre el regazo, y sólo aguarda al compañero para ir a calzar los diminutos pies del futuro conde de Cela. —Aunque muy piadosas entrambas damas, es lo cierto que ninguna presta atención a la vida del Santo del día, que el capellán del Pazo lee en voz alta, encorvado sobre el velador, y calados los espejuelos de recia armazón dorada—. De pronto Rosarito levanta la cabeza y se queda como abstraída, fijos los ojos en la puerta del jardín, que se abre sobre un fondo de ramajes oscuros y misteriosos: ¡no más misteriosos, en verdad, que la mirada de aquella niña pensativa y blanca! Vista a la tenue claridad de la lámpara, con la rubia cabeza en divino escorzo, la sombra de las pestañas temblando en el marfil de la mejilla, y el busto delicado y gentil destacándose en la penumbra incierta sobre la dorada talla y el damasco azul celeste del canapé, Rosarito recordaba esas ingenuas madonas pintadas sobre fondo de estrellas y luceros. La niña entorna los ojos, palidece, y sus labios agitados por temblor extraño dejan escapar un grito:

—¡Jesús!… ¡Qué miedo!…

Interrumpe su lectura el clérigo, y mirándola por encima de los espejuelos, carraspea:

—¿Alguna araña, eh, señorita?

Rosarito mueve la cabeza.

—¡No señor, no!

Estaba muy pálida. Su voz, un poco velada, tenía esa inseguridad delatora del miedo y de la angustia. En vano por aparecer serena, quiso continuar la labor que yacía en su regazo; las agujas temblaban demasiado entre aquellas manos pálidas, transparentes, como las de una santa; manos místicas y ardientes, que parecían adelgazadas en la oración por el suave roce de las cuentas del rosario.

Profundamente abstraída, clavó las agujas en el brazo del canapé. Después, con voz baja e íntima, cual si hablase consigo misma, balbuceó:

—Jesús; ¡Qué cosa tan extraña!

Al mismo tiempo entornó los párpados y cruzó las manos sobre el seno, de cándidas y gloriosas líneas: parecía soñar. El capellán la miró con extrañeza.

—¿Qué le pasa, señorita Rosario?

La niña entreabrió los ojos y lanzó un suspiro:

—¿Diga don Benicio, será algún aviso del otro mundo?…

—¡Un aviso del otro mundo!… ¿Qué quiere usted decir?

Antes de contestar, Rosarito dirigió una nueva mirada al misterioso y dormido jardín, a través de cuyos ramajes se filtraba la blanca luz de la Luna; luego en voz débil y temblorosa murmuró:

—Hace un momento juraría haber visto entrar por esa puerta a don Juan Manuel…

—¿Don Juan Manuel, señorita?… ¿Está usted segura?

—Sí; era él, y me saludaba sonriendo…

—Pero ¿usted recuerda a don Juan Manuel? Si lo menos hace diez años que está en la emigración.

—Me acuerdo, don Benicio, como si le hubiese visto ayer. Era yo muy niña y fui con el abuelo a visitarle en la cárcel de Santiago, donde le tenían preso por liberal. El abuelo le llamaba primo. Don Juan Manuel era muy alto; con el bigote muy retorcido; y el pelo blanco y rizo.

El capellán asintió:

—Justamente, justamente. A los treinta años tenía la cabeza más blanca que yo ahora. Sin duda usted habrá oído referir la historia…

Rosarito juntó las manos.

—¡Oh! ¡Cuántas veces! El abuelo la contaba siempre.

Se interrumpió viendo enderezarse a la condesa. La anciana señora miró a su nieta con severidad, y todavía mal despierta murmuró:

—¿Qué tanto tienes que hablar, niña? Deja leer a don Benicio.

Rosarito, roja de vergüenza, inclinó la cabeza y se puso a mover las largas agujas de su labor. Pero don Benicio, que no estaba en ánimo de seguir leyendo, cerró el libro y bajó los anteojos hasta la punta de la nariz.

—Hablábamos del famoso don Juan Manuel, señora condesa. Don Juan Manuel Montenegro, emparentado, si no me engaño, con la ilustre casa de los condes de Cela…

La anciana le interrumpió.

—Y ¿a dónde han ido ustedes a buscar esa conversación? ¿También usted ha tenido noticia del hereje de mi primo? Yo sé que está en el país, y que conspira. El cura de Cela, que le conoció mucho en Portugal, le ha visto en la feria de Barbanzón, disfrazado de chalán.

Don Benicio se quitó los anteojos vivamente.

—¡Hum! He ahí una noticia. Y una noticia de las más extraordinarias. ¿Pero no se equivocaría el cura de Cela?…

La condesa se encogió de hombros.

—Qué, ¿lo duda usted? Pues yo no. ¡Conozco harto bien a mi señor primo!

—Los años quebrantan las peñas, señora condesa: cuatro anduve yo por las montañas de Navarra con el fusil al hombro, y hoy, mientras otros baten el cobre, tengo que contentarme con pedir a Dios en la misa el triunfo de la santa causa.

Una sonrisa desdeñosa asomó en la desdentada boca de la linajuda señora.

—¿Pero quiere usted compararse don Benicio?… Ciertamente que en el caso de mi primo cualquiera se miraría antes de atravesar la frontera; pero esa rama de los Montenegros es de locos. Loco era mi tío don José; loco es el hijo; y locos serán los nietos. Usted habrá oído mil veces en casa de los curas hablar de don Juan Manuel. Pues bien, todo lo que se cuenta no es nada comparado con lo que ese hombre ha hecho.

El clérigo repitió a media voz:

—Ya sé, ya sé… Tengo oído mucho. ¡Es un hombre terrible, un libertino, un masón!

La condesa alzó los ojos al cielo y suspiró.

—¿Vendrá a nuestra casa? ¿Qué le parece a usted?

—¿Quién sabe? Conoce el buen corazón de la señora condesa.

El capellán sacó del pecho de su levitón, un gran pañuelo a cuadros azules y lo sacudió en el aire con suma parsimonia: después se limpió la calva.

—¡Sería una verdadera desgracia! Si la señora atendiese mi consejo, le cerraría la puerta.

Rosarito lanzó un suspiro. Su abuela la miró severamente y se puso a repiquetear con los dedos en el brazo del canapé.

—Eso se dice pronto, don Benicio. Está visto que usted no le conoce. Yo le cerraría la puerta y él la echaría abajo. Por lo demás tampoco debo olvidar que es mi primo.

Rosarito alzó la cabeza. En su boca de niña temblaba la sonrisa pálida de los corazones tristes, y en el fondo misterioso de sus pupilas brillaba una lágrima rota. De pronto lanzó un grito. Parado en el umbral de la puerta del jardín estaba un hombre de cabellos blancos, estatura gentil y talle todavía arrogante y erguido.

Don Juan Manuel Montenegro podría frisar en los sesenta años. Tenía ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgos de la montaña gallega. Era el mayorazgo de una familia antigua y linajuda, cuyo blasón lucía diez y seis cuarteles de nobleza y una corona real en el jefe. Don Juan Manuel, con gran escándalo de sus deudos y allegados, al volver de la emigración hiciera picar las armas que campeaban sobre la puerta de su pazo solariego, un caserón antiguo y ruinoso, mandado edificar por el mariscal Montenegro, que figuró en las guerras de Felipe V, y fue el más notable de los de su linaje. Todavía se conserva en el país memoria de aquel señorón excéntrico, déspota y cazador, beodo y hospitalario. Don Juan Manuel a los treinta años había malbaratado su patrimonio. Solamente conservó las rentas y tierras de vínculo, el pazo y una capellanía, todo lo cual apenas le daba para comer. Entonces empezó su vida de conspirador y aventurero; vida tan llena de riesgos y azares, como la de aquellos segundones hidalgos que se enganchaban en los tercios de Italia por buscar lances de amor, de espada y de fortuna. Liberal aforrado en masón, fingía gran menosprecio por toda suerte de timbres nobiliarios, lo que no impedía que fuese altivo y cruel como un árabe noble. Interiormente sentíase orgulloso de su abolengo, y pese a su despreocupación dantoniana, placíale referir la leyenda heráldica que hace descender a los Montenegros de una emperatriz alemana. Creíase emparentado con las más nobles casas de Galicia, y desde el conde de Cela al de Altamira, con todos se igualaba, y a todos llamaba primos, como se llaman entre sí los reyes. En cambio, despreciaba a los hidalgos sus vecinos y se burlaba de ellos sentándolos a su mesa y haciendo sentar a sus criados. Era cosa de ver a don Juan Manuel erguirse cuán alto era, con el vaso desbordante, gritando con aquella engolada voz de gran señor que ponía asombro en sus huéspedes:

—En mi casa, señores, todos los hombres son iguales. Aquí es ley la doctrina del filósofo de Judea.

Don Juan Manuel era uno de esos locos de buena vena, con maneras de gran señor, ingenio de coplero y alientos de pirata. Bullía de continuo en él una desesperación sin causa ni objeto, tan pronto arrebatada como burlona; ruidosa como sombría. Atribuíansele cosas verdaderamente extraordinarias. Cuando volvió de su primera emigración, encontróse hecha la leyenda. Los viejos liberales partidarios de Riego contaban que le había blanqueado el cabello desde que una sentencia de muerte tuviérale tres días en capilla, de la cual consiguiera fugarse por un milagro de audacia: pero las damiselas de su provincia, abuelas hoy que todavía suspiran cuando recitan a sus nietas los versos de El trovador, referían algo mucho más hermoso… Pasaba esto en los buenos tiempos del Romanticismo, y fue preciso suponerle víctima de trágicos amores. ¡Cuántas veces oyera Rosarito en la tertulia de sus abuelos la historia de aquellos cabellos blancos! Contábala siempre su tía la de Camarasa, una señorita cincuentona, que leía novelas con el ardor de una colegiala; y todavía cantaba en los estrados aristocráticos de Brumosa melancólicas tonadas del año treinta. Amada de Camarasa conociera a don Juan Manuel en Lisboa, cuando las bodas del infante don Miguel. Era ella una niña, y habíale quedado muy presente la sombría figura de aquel emigrado español de erguido talle y ademán altivo, que todas las mañanas se paseaba con el poeta Espronceda en el atrio de la catedral, y no daba un paso sin golpear fieramente el suelo con la contera de su caña de Indias. Amada de Camarasa no podía menos de suspirar siempre que hacía memoria de los alegres años pasados en Lisboa. ¡Quizá volvía a ver con los ojos de la imaginación la figura de cierto hidalgo lusitaño de moreno rostro y amante labia, que había sido la única pasión de su juventud!…

¡Pero ésta es otra historia que nada tiene que ver con la de don Juan Manuel!

El mayorazgo se había detenido en medio de la espaciosa sala y saludaba encorvando su aventajado talle, aprisionado en largo levitón.

—Buenas noches, condesa de Cela. ¡He aquí a tu primo Montenegro, que viene de Portugal!

Su voz, al sonar en medio del silencio de la anchurosa y oscura sala del pazo, parecía más poderosa y más hueca. La condesa, sin manifestar extrañeza, repuso con desabrimiento:

—Buenas noches, señor mío.

Don Juan Manuel se atusó el bigote y sonrió, como hombre acostumbrado a tales desvíos y que los tiene en poco. De antiguo recibíasele de igual modo en casa de todos sus deudos y allegados, sin que nunca se le antojara tomarlo a pecho: contentábase con hacerse obedecer de los criados y manifestar hacia los amos cierto desdén de gran señor. Era de ver cómo aquellos hidalgos campesinos que nunca habían salido de sus madrigueras, concluían por humillarse ante la apostura caballeresca y la engolada voz del viejo libertino, cuya vida de conspirador, llena de azares desconocidos, ejercía sobre ellos el poder sugestivo de lo tenebroso.

Don Juán Manuel acercóse rápido a la condesa y tomóle la mano, con aire a un tiempo cortés y familiar:

—Espero, prima, que me darás hospitalidad por una noche.

Así diciendo, con empaque de viejo gentilhombre, arrastró un pesado sillón de Moscovia, y tomó asiento al lado del canapé. En seguida, y sin esperar respuesta, volvióse a Rosarito —¡Acaso había sentido el peso magnético de aquella mirada que tenía la curiosidad de la virgen y la pasión de la mujer!—. Puso el emigrado una mano sobre la rubia cabeza de la niña, obligándola a levantar los ojos, y con esa cortesanía exquisita y simpática de los viejos que han amado y galanteado mucho en su juventud, pronunció a media voz —¡la voz honda y triste, con que se recuerda el pasado!:

—Tú no me reconoces, ¿verdad, hija mía?; pero yo sí; te reconocería en cualquier parte… ¡Te pareces tanto a una tía tuya, hermana de tu abuelo, a la cual ya no has podido conocer!… ¿Tú te llamas Rosarito, verdad?

—Sí señor…

Don Juan Manuel se volvió a la condesa.

—¿Sabes, prima, que es muy linda la pequeña?

Y moviendo la plateada y varonil cabeza, continuó cual si hablase consigo mismo:

—¡Demasiado linda quizá para que pueda ser feliz!…

La condesa, halagada en su vanidad de abuela, repuso con benignidad, mirando y sonriendo a su nieta:

—No me la trastornes, primo. ¡Sea ella buena, que el que sea linda es cosa de bien poco!…

El emigrado asintió con un gesto sombrío y teatral. Quedóse algún tiempo contemplando a la niña, y luego enderezándose en el sillón preguntó a la condesa:

—¿Es la mayorazga?

—No. A última hora ocurriósele a su mamá encargar un infantito a Pekín…

Y la noble señora, señalaba sonriendo el botinín de estambre en que trabajaba su nieta. La niña, con las mejillas encendidas y los ojos bajos, movía las agujas temblorosa y torpe. ¿Adivinó el viejo libertino lo que pasaba en aquella alma tan pura? ¿Tenía él, como todos los grandes seductores, esa intuición misteriosa que lee en lo íntimo de los corazones y conoce las horas propicias al amor? Ello es que una sonrisa de increíble audacia tembló un momento bajo el mostacho blanco del hidalgo, y que sus ojos verdes —soberbios y desdeñosos como los de un tirano, o de un pirata—, se posaron con gallardía donjuanesca sobre aquella cabeza melancólicamente inclinada que con su crencha de oro, partida por estrecha raya, tenía cierta castidad prerrafaélica. Pero la sonrisa y la mirada del emigrado fueron relámpagos por lo siniestras y por lo fugaces. Recobrada incontinenti su actitud de gran señor, don Juan Manuel se inclinó ante la condesa.

—Perdona, prima, que todavía no te haya preguntado por el conde.

La anciana suspiró levantando los ojos al cielo.

—¡Ay! ¡El conde lo es desde hace mucho tiempo mi hijo Pedro!…

El mayorazgo se enderezó en el sillón, dando con la contera de su caña en el suelo.

—¡Vive Dios! En la emigración nunca se sabe nada. Apenas llega una noticia… ¡Pobre amigo! ¡Pobre amigo!… ¡No somos más que polvo!…

Frunció las cejas imperceptiblemente; y apoyándose a dos manos en el puño de oro de su bastón, añadió con fanfarronería:

—Si antes lo hubiese sabido, créeme que no tendría el honor de hospedarme en tu palacio.

—¿Por qué?

—Porque tú nunca me has querido bien. ¡En eso eres de la familia!

La noble señora sonrió tristemente.

—Tú eres el que has renegado de todos. ¿Pero a qué viene recordar ahora eso? Cuenta has de dar a Dios de tu vida, y entonces…

Don Juan Manuel se inclinó con sarcasmo:

—Te juro, condesa, que como tenga tiempo he de arrepentirme.

El capellán, que no había desplegado los labios, repuso afablemente —afabilidad que le imponía el miedo a la cólera del hidalgo:

—Volterianismos, don Juan Manuel… Volterianismos que después, en la hora de la muerte…

Don Juan Manuel no contestó. En los ojos de Rosarito acababa de leer un ruego tímido y ardiente a la vez. El viejo libertino miró al clérigo de alto a bajo, y volviéndose a la niña, que temblaba, contestó, sonriendo:

—¡No temas, hija mía! Si no creo en Dios, amo a los ángeles…

El clérigo, en el mismo tono conciliador y francote, volvió a repetir.

—¡Volterianismos, don Juan Manuel!… ¡Volterianismos de la Francia!

Intervino con alguna brusquedad la condesa, a quien lo mismo las impiedades que las galanterías del emigrado inspiraban vago terror.

—¡Dejémosle don Benicio! Ni él ha de convencernos ni nosotros a él…

Don Juan Manuel sonrió con exquisita ironía.

—¡Gracias, prima, por la ejecutoria de firmeza que das a mis ideas, pues ya he visto cuánta es la elocuencia de tu capellán!

La condesa sonrió fríamente con el borde de los labios y dirigió una mirada autoritaria al clérigo para imponerle silencio. Después, adoptando esa actitud seria y un tanto melancólica con que las damas del año treinta se retrataban y recibían en el estrado a los caballeros, murmuró:

—¡Cuando pienso en el tiempo que hace que no nos hemos visto!… ¿De dónde sales ahora? ¿Qué nueva locura te trae? ¡Los emigrados no descansáis nunca!…

—Pasaron ya mis años de pelea, condesa… Ya no soy aquel que tú has conocido. Si he atravesado la frontera, ha sido únicamente para traer socorros a la huérfana de un pobre emigrado, a quien asesinaron los estudiantes de Coimbra. Cumplido este deber me vuelvo a Portugal.

—¡Si es así, que Dios te acompañe!…

Un antiguo reloj de sobremesa dio las diez. Era de plata dorada, y de gusto pesado y barroco, como obra del siglo XVII. Representaba a Baco coronado de pámpanos y dormido sobre un tonel. La condesa contó las horas en voz alta y volvió al asunto de su conversación.

—Yo sabía que habías pasado por Brumosa, y que después estuvieras en la feria de Barbanzón vestido de chalán. Mis noticias eran de que conspirabas.

—Ya sé que eso se ha dicho.

—A ti se te juzga capaz de todo menos de ejercer la caridad como un apóstol…

Y la noble señora sonreía con alguna incredulidad. Después de un momento añadió bajando insensiblemente la voz:

—¡Es el caso que no debes tener la cabeza muy segura sobre los hombros!

Y tras la máscara de frialdad con que quiso revestir sus palabras, asomaban el interés y el afecto. Don Juan Manuel repuso en el mismo tono confidencial, paseando la mirada por la sala:

—¡Ya habrás comprendido que vengo huyendo! Necesito un caballo para repasar mañana mismo la frontera.

—¿Mañana?

—Mañana.

La condesa reflexionó un momento.

—¡Es el caso que no tenemos en el pazo ni una mala montura!…

Y como observase que el emigrado fruncía el ceño, añadió:

—Haces mal en dudarlo. Tú mismo puedes bajar a la cuadra y verlo. Hará cosa de un mes pasó por aquí haciendo una requisa la partida de El Manco y se llevó las dos yeguas que teníamos. No he querido volver a comprar, porque me exponía a que se repitiese el caso el mejor día.

Don Juan Manuel la interrumpió:

—¿Y no hay en la aldea quien preste un caballo a la condesa de Cela?

A la pregunta del mayorazgo siguió un momento de silencio. Todas las cabezas se inclinaban y parecían meditar. Rosarito que con las manos en cruz, y la labor caída en el regazo, estaba sentada en el canapé al lado de la anciana, suspiró tímidamente:

—Abuelita, el Sumiller tiene un caballo que no se atreve a montar.

Y con el rostro cubierto de rubor, entreabierta la boca de madona y el fondo de los ojos misterioso y cambiante, Rosarito se estrechaba a la condesa cual si buscase amparo en un peligro. Don Juan Manuel la infundía miedo; pero un miedo sugestivo y fascinador. Quisiera no haberle conocido y el pensar en que pudiera irse la entristecía. Aparecíasele como el héroe de un cuento medroso y bello cuyo relato se escucha temblando y, sin embargo, cautiva el ánimo hasta el final con la fuerza de un sortilegio. Oyendo a la niña, el emigrado sonrió con caballeresco desdén, y aún hubo de atusarse el bigote suelto y bizarramente levantado sobre el labio. Su actitud era ligeramente burlona.

—¡Vive Dios! Un caballo que el Sumiller no se atreve a montar casi debe de ser un Bucéfalo. ¡He ahí, queridas mías, el corcel que me conviene!

La condesa movió distraídamente algunos naipes del solitario, y al cabo de un momento, como si el pensamiento y la palabra le viniesen de muy lejos, se dirigió al capellán.

—Don Benicio, será preciso que vaya usted a la rectoral y hable con el Sumiller.

Don Benicio repuso volviendo las hojas de El Año Cristiano.

—Yo haré lo que disponga la señora condesa; pero, salvo su mejor parecer, el mío es que más atendida había de ser una carta de vuecencia.

Aquí levantó el clérigo la tonsurada cabeza, y al observar el gesto de contrariedad con que la dama le escuchaba se apresuró a decir:

—Permítame la señora condesa que me explique. El día de San Miguel fuimos juntos de caza. Entre el Sumiller y el abad de Cela, que se nos reunió en el monte, hiciéronme una jugarreta del demonio. Todo el día estuviéronse riendo. ¡Con sus sesenta años a cuestas los dos tienen el humor de unos rapaces! Si me presento ahora en la rectoral pidiendo el caballo por seguro que lo toman a burla ¡Es un raposo muy viejo el señor Sumiller!

Rosarito murmuró con anhelo al oído de la anciana.

—Abuelita, escríbale usted…

La mano trémula de la condesa acarició la rubia cabeza de su nieta.

—¡Ya, hija mía!…

Y la condesa de Cela, que hacía tantos años estaba amagada de parálisis, irguióse sin ayuda y, precedida del capellán, atravesó la sala, noblemente inclinada sobre su muleta —una de esas muletas como se ven en los santuarios, con cojín de terciopelo carmesí guarnecido por clavos de plata.

Del fondo oscuro del jardín, donde los grillos daban serenata, llegaban murmullos y aromas. El vientecillo gentil que los traía estremecía los arbustos, sin despertar los pájaros que dormían en ellos. A veces el follaje, misterioso como la túnica de una diosa, se abría susurrando y penetraba el blanco rayo de la Luna, que se quebraba en algún asiento de piedra, oculto hasta entonces en sombra clandestina. El jardín cargado de aromas, y aquellas notas de la noche, impregnadas de voluptuosidad y de pereza, y aquel rayo de Luna, y aquella soledad, y aquel misterio, traían como una evocación romántica de citas de amor en siglos de trovadores.

Don Juan Manuel se levantó del sillón y, vencido por una distracción extraña, comenzó a pasearse entenebrecido y taciturno. Temblaba el piso bajo su andar marcial, y temblaban las arcaicas consolas, que parecían altares con su carga rococó de efigies, fanales y floreros. —Los ojos de la niña seguían miedosos e inconscientes el ir y venir de aquella sombría figura: si el emigrado se acercaba a la luz, no se atrevían a mirarle; si se desvanecía en la penumbra le buscaban con ansia—. Don Juan Manuel se detuvo en medio de la estancia. Rosarito bajó los párpados presurosa. Sonrióse el mayorazgo contemplando aquella rubia y delicada cabeza, que se inclinaba como lirio de oro, y después de un momento llegó a decir:

—¡Mírame, hija mía! ¡Tus ojos me recuerdan otros ojos que han llorado mucho por mí!

Tenía don Juan Manuel los gestos trágicos y las frases siniestras y dolientes de los seductores románticos. En su juventud había conocido a lord Byron, y la influencia del poeta inglés fuera en él decisiva.

Las pestañas de Rosarito rozaron la mejilla con tímido aleteo, y permanecieron inclinadas como las de una novicia. El emigrado sacudió la blanca cabellera, ¡aquella cabellera cuya novelesca historia tantas veces recordara la niña aquella noche! y fue a sentarse en el canapé.

—Si viniesen a prenderme, ¿tú qué harías? ¿Te atreverías a ocultarme en tu alcoba? ¡Una abadesa de San Payo salvó así la vida a tu abuelo!…

Rosarito no contestó. Ella, tan inocente, sentía el fuego del rubor en toda su carne. El viejo libertino la miraba intensamente cual si sólo buscase el turbarla sin más. La expresión de aquellos ojos verdes era a un tiempo sombría y fascinadora, inquietante y audaz; dijérase que infiltraban el amor como un veneno, que violaban las almas, y que robaban los besos a las bocas más puras. Después de un momento, añadió con amarga sonrisa:

—Escucha lo que voy a decirte. Si viniesen a prenderme, yo me haría matar. ¡Mi vida ya no puede ser ni larga ni feliz, y aquí tus manos piadosas me amortajarían!…

Cual si quisiese alejar sombríos pensamientos agitó la cabeza, con movimiento varonil y hermoso, y echó hacia atrás los cabellos que oscurecían su frente, una frente altanera y desguarnida que parecía encerrar todas las exageraciones y todas las demencias, lo mismo las del amor que las del odio, las celestes que las diabólicas…

Rosarito murmuró casi sin voz:

—¡Yo haré una novena a la Virgen para que lo saque a usted con bien de tantos peligros!

Una onda de indecible compasión la ahogaba con ahogo dulcísimo. Sentíase presa de confusión extraña: pronta a llorar, no sabía si de ansiedad, si de pena, si de ternura; conmovida hasta lo más hondo de su ser por conmoción oscura hasta entonces, ni gustada ni presentida. El fuego del rubor quemábale las mejillas; el corazón quería saltársele del pecho; un nudo de divina angustia oprimía su garganta y escalofríos misteriosos recorrían su carne. Temblorosa, con el temblor que la proximidad del hombre infunde en las vírgenes, quiso huir de aquellos ojos hipnóticos y dominadores que la miraban siempre, pero el sortilegio resistió. El emigrado la retuvo con un extraño gesto, tiránico y amante, y ella, llorosa, vencida, cubrióse el rostro con las manos, ¡aquellas hermosas manos de novicia, pálidas, místicas, ardientes!

Casi en el mismo instante la condesa apareció en la puerta de la estancia, donde se detuvo jadeante y sin fuerzas.

—¡Rosarito, hija mía, ven a darme el brazo!…

Con la muleta apartaba el blasonado portier.

Rosarito se limpió los ojos y acudió velozmente. La noble señora apoyó la diestra, blanca y temblona, en el hombro de su nieta, y cobró aliento en un suspiro:

—¡Allá va en la rectoral ese bienaventurado de don Benicio!…

Después sus ojos buscaron al emigrado.

—¿Tú, supongo, que hasta mañana no te pondrás en camino? Aquí estás seguro como no lo estarías en parte ninguna.

En los labios de don Juan Manuel asomó una sonrisa de hermoso desdén. La boca de aquel hidalgo aventurero reproducía el gesto con que los grandes señores de otros tiempos desafiaban la muerte. Don Rodrigo Calderón debió de sonreír así sobre el cadalso; la condesa dejándose caer en el canapé añadió con suave ironía:

—He mandado disponer la habitación, en que, según las crónicas, vivió fray Diego de Cádiz cuando estuvo en el pazo. Paréceme que la habitación de un Santo es la que mejor conviene a vuesa mercé…

Y terminó la frase con una sonrisa. El mayorazgo se inclinó mostrando asentimiento burlón. Pasado un momento exclamó con cierta violencia:

—¡Diez leguas he andado por cuetos y vericuetos, y estoy más que molido, condesa!

Don Juan Manuel se había puesto en pie. La condesa le interrumpió, murmurando:

—¡Válgate Dios con la vida que traes! Pues es menester recogerse y cobrar fuerzas para mañana.

Después, volviéndose a su nieta, añadió:

—Tú le alumbrarás y enseñarás el camino, pequeña.

Rosarito asintió con la cabeza, como hacen los niños tímidos, y fue a encender uno de los candelabros que había sobre la gran consola situada en frente del estrado. Trémula como una desposada, se adelantó hasta la puerta, donde hubo de esperar a que terminase el coloquio que el mayorazgo y la condesa sostenían en voz baja. Rosarito apenas percibía un vago murmullo. Suspirando, apoyó la cabeza en el marco y entornó los párpados. Sentíase presa de una turbación llena de palpitaciones tumultuosas y confusas. En aquella actitud de cariátide, parecía figura ideal detenida en el lindar de la otra vida. Estaba tan pálida y tan triste, que no era posible contemplarla un instante sin sentir anegado el corazón por la idea de la muerte…

Su abuela la llamó:

—¿Qué te pasa, pequeña?

Rosarito por toda respuesta abrió los ojos, sonriendo tristemente. La anciana movió la cabeza con muestra de disgusto, y se volvió a don Juan Manuel:

—A ti aún espero verte mañana. El capellán nos dirá la misa de alba en la capilla y quiero que la oigas…

El mayorazgo se inclinó, como pudiera hacerlo ante una reina. Después, con aquel andar altivo y soberano, que tan en consonancia estaba con la índole de su alma, atravesó la sala. Cuando el portier cayó tras él, la condesa de Cela tuvo que enjugarse algunas lágrimas.

—¡Qué vida, Dios mío! ¡Qué vida!…

La sala del pazo —aquella gran sala adornada con cornucopias y retratos de generales, de damas y de obispos—, yace sumida en trémula penumbra. La anciana condesa dormita en el canapé. Encima del velador parecen hacer otro tanto el bastón del mayorazgo, y la labor de Rosarito. Tropel de fantasmas se agita entre los cortinones espesos. ¡Todo duerme! Mas he ahí, que de pronto la condesa abre los ojos y los fija con sobresalto en la puerta del jardín. Imagínase haber oído un grito en sueños, uno de esos gritos de la noche, inarticulados, y por demás, medrosos. Con la cabeza echada hacia delante y el ánimo acobardado y suspenso, permanece breves instantes en escucha… ¡Nada! El silencio es profundo. Solamente turba la quietud de la estancia el latir acompasado y menudo de un reloj que brilla en el fondo apenas esclarecido…

La condesa ha vuelto a dormirse.

Un ratón sale de su escondite y atraviesa la sala con gentil y vivaz trotecillo. Las cornucopias le contemplan desde lo alto: parecen pupilas de monstruos ocultos en los rincones oscuros. El reflejo de la Luna penetra hasta el centro del salón: los daguerrotipos centellean sobre las consolas, apoyados en los jarrones llenos de rosas. Por intervalos se escucha la voz aflautada y doliente de un sapo que canta en el jardín. Es la media noche y la luz de la lámpara agoniza.

La condesa se despierta y hace la señal de la cruz.

De nuevo ha oído un grito, pero esta vez tan claro, tan distinto, que ya no duda. Requiere la muleta, y en actitud de incorporarse, escucha. Un gatazo negro, encaramado en el respaldo de una silla, acéchala con ojos lucientes. La condesa siente el escalofrío del miedo. Por escapar a esta obsesión de sus sentidos se levanta y sale de la estancia. El gatazo negro la sigue maullando lastimeramente: su cola fosca, su lomo enarcado, sus ojos fosforescentes le dan todo el aspecto de un animal embrujado y macabro. El corredor es oscuro. El golpe de la muleta resuena como en la desierta nave de una iglesia. Allá al final, una puerta entornada deja escapar un rayo de luz…

La condesa de Cela llega temblando.

La cámara está desierta, parece abandonada. Por una ventana abierta, que cae al jardín, alcánzanse a ver en esbozo fantástico masas de árboles que se recortan sobre el cielo negro y estrellado: la brisa nocturna estremece las bujías de un candelabro de plata, que lloran sin consuelo en las doradas arandelas: aquella ventana abierta sobre el jardín misterioso y oscuro tiene algo de evocador y sugestivo. ¡Parece que alguno acaba de huir por ella!…

La condesa se detiene, paralizada de espanto.

En el fondo de la estancia, el lecho de palo santo, donde durmiera cien años antes fray Diego de Cádiz, dibuja sus líneas rígidas y severas a través de luengos cortinajes de damasco antiguo, ese damasco carmesí que parece tener algo de litúrgico, ¡tanto recuerda los viejos pendones parroquiales! A veces una mancha negra pasa corriendo sobre el muro: tomaríasela por la sombra de un pájaro gigantesco: se la ve posarse en el techo y deformarse en los ángulos; arrastrarse por el suelo y esconderse bajo las sillas; de improviso, presa de un vértigo funambulesco, otra vez salta al muro y galopa por él como una araña…

La condesa cree morir.

En aquella hora, en medio de aquel silencio, el rumor más leve acrecienta su alucinación. Un mueble que cruje; un gusano que carcome en la madera; el viento que se retuerce en el mainel de las ventanas, todo tiene para ella entonaciones trágicas o pavorosas, Encorvada sobre la muleta, tiembla con todos sus miembros. Se acerca al lecho; separa las cortinas, y mira. ¡Rosarito está allí…, inanimada, yerta, blanca! Dos lágrimas humedecen sus mejillas. Los ojos tienen la mirada fija y aterradora de los muertos. ¡Por su corpiño blanco corre un hilo de sangre!… El alfilerón de oro que momentos antes aún sujetaba la trenza de la niña, está bárbaramente clavado en su pecho, sobre el corazón. ¡La rubia cabellera extiéndese por la almohada, trágica, magdalénica!…

Villanueva de Arosa, abril de 1894


Publicado el 1 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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