Flor de Santidad

Ramón María del Valle-Inclán


Novela



Primera estancia

Capítulo I

CAMINABA rostro á la venta uno de esos peregrinos que van en romería á todos los santuarios y recorren los caminos salmodiando una historia sombría, forjada con reminiscencias de otras cien, y á propósito para conmover el alma de los montañeses, milagreros y trágicos. Aquel mendicante desgreñado y bizantino, con su esclavina adornada de conchas, y el bordón de los caminantes en la diestra, parecía resucitar la devoción penitente del tiempo antiguo, cuando toda la Cristiandad creyó ver en la celeste altura el Camino de Santiago. ¡Aquella ruta poblada de riesgos y trabajos, que la sandalia del peregrino iba labrando piadosa en el polvo de la tierra!

No estaba la venta situada sobre el camino real, sino en mitad de un descampado donde sólo se erguían algunos pinos desmedrados y secos. El paraje de montaña, en toda sazón austero y silencioso, parecíalo más bajo el cielo encapotado de aquella tarde invernal. Ladraban los perros de la aldea vecina, y como eco simbólico de las borrascas del mundo se oía el retumbar ciclópeo y opaco de un mar costeño muy lejano. Era nueva la venta, y en medio de la sierra adusta y parda, aquel portalón color de sangre y aquellos frisos azules y amarillos de la fachada, ya borrosos por la perenne lluvia del invierno, producían indefinible sensación de antipatía y de terror. La carcomida venta de antaño, incendiada una noche por cierto famoso bandido, impresionaba menos tétricamente.

Anochecía, y la luz del crepúsculo daba al yermo y riscoso paraje entonaciones anacoréticas que destacaban con sombría idealidad la negra figura del peregrino. Ráfagas heladas de la sierra que imitan el aullido del lobo, le sacudían implacables la negra y sucia guedeja, y arrebataban, llevándola del uno al otro hombro, la ola de la barba que al amainar el viento caía estremecida y revuelta sobre el pecho donde se zarandeaban cruces y rosarios. Empezaban á caer gruesas gotas de lluvia, y por el camino real venían ráfagas de polvo y en lo alto de los peñascales balaba una cabra negra. Las nubes iban á congregarse en el horizonte, un horizonte de agua. Volvían las ovejas al establo, y apenas turbaba el reposo del campo aterido por el invierno el son de las esquilas. En el fondo de una hondonada verde y umbría se alzaba el Santuario de San Clodio Mártir rodeado de cipreses centenarios que cabeceaban tristemente. El mendicante se detuvo y apoyado á dos manos en el bordón contempló la aldea agrupada en la falda de un monte, entre foscos y sonoros pinares. Sin ánimo para llegar al caserío cerró los ojos nublados por la fatiga, cobró aliento en un suspiro y siguió adelante.

Capítulo II

SENTADA al abrigo de unas piedras célticas, doradas por líquenes milenarios, hilaba una pastora. Las ovejas rebullían en torno, sobre el lindero del camino pacían las vacas de trémulas y rosadas ubres, y el mastín, á modo de viejo adusto, ladraba al recental que le importunaba con infantiles retozos. Inmóvil en medio de la mancha movediza del hato, con la rueca afirmada en la cintura y las puntas del capotillo mariñán vueltas sobre los hombros, aquella zagala parecía la zagala de las leyendas piadosas: Tenía la frente dorada como la miel y la sonrisa cándida. Las cejas eran rubias y delicadas, y los ojos, donde temblaba una violeta azul, místicos y ardientes como preces. Velando el rebaño, hilaba su copo con mesura acompasada y lenta que apenas hacía ondear el mariñán. Tenía un hermoso nombre antiguo: Se llamaba Adega. Era muy devota, con devoción sombría, montañesa y arcaica. Llevaba en el justillo cruces y medallas, amuletos de azabache y faltriqueras de velludo que contenían brotes de olivo y hojas de misal. Movida por la presencia del peregrino, se levantó del suelo, y echando el rebaño por delante tomó á su vez camino de la venta, un sendero entre tojos trillado por los zuecos de los pastores. A muy poco juntóse con el mendicante que se había detenido en la orilla del camino y dejaba caer bendiciones sobre el rebaño. La pastora y el peregrino se saludaron con cristiana humildad:

—¡Alabado sea Dios!

—¡Alabado sea, hermano!

El hombre clavó en Adega la mirada, y, al tiempo de volverla al suelo, preguntóle con la plañidera solemnidad de los pordioseros si por acaso servía en la venta. Ella, con harta prolijidad, pero sin alzar la cabeza, contestó que era la rapaza del ganado y que servía allí por el yantar y el vestido. No llevaba cuenta del tiempo, mas cuidaba que en el mes de San Juan se remataban tres años. La voz de la sierva era monótona y cantarina: hablaba el romance arcaico, casi visigodo, de la montaña. El peregrino parecía de luengas tierras. Tras una pausa renovó el pregunteo:

—Paloma del Señor, querría saber si los venteros son gente cristiana, capaz de dar hospedaje á un triste pecador que va en peregrinación á Santiago de Galicia.

Adega, sin aventurarse á una respuesta, torcía entre sus dedos una punta del capotillo mariñán. Dió una voz al hato, y murmuró levantando los ojos:

—¡Asús!… ¡Como cristianos, sonlo, sí, señor!…

Se interrumpió de intento para acuciar las vacas, que paradas de través en el sendero alargaban el yugo sobre los tojos, buscando los brotes nuevos. Después continuaron en silencio hasta las puertas de la venta. Y mientras la zagala encierra el ganado y previene en los pesebres recado de húmeda y olorosa yerba, el peregrino salmodia padrenuestros ante el umbral del hospedaje. Adega, cada vez que entra ó sale en los establos, se detiene un momento á contemplarle. El sayal andrajoso del peregrino encendía en su corazón la llama de cristianos sentimientos. Aquella pastora de cejas de oro y cándido seno hubiera lavado gustosa los empolvados pies del caminante y hubiera desceñido sus cabellos para enjugárselos. Llena de fe ingenua, sentíase embargada por piadoso recogimiento. La soledad profunda del paraje, el resplandor fantástico del ocaso anubarrado y con luna, la negra, desmelenada y penitente sombra del peregrino, le infundían aquella devoción medrosa que se experimenta á deshora en la paz de las iglesias, ante los retablos poblados de santas imágenes: bultos sin contorno ni faz, que á la luz temblona de las lámparas se columbran en el dorado misterio de las hornacinas, lejanos, solemnes, milagrosos.

Capítulo III

ADEGA era huérfana. Sus padres habían muerto de pesar y de fiebre aquel malhadado Año del Hambre, cuando los antes alegres y picarescos molinos del Sil y del Miño parecían haber enmudecido para siempre. La pastora aún rezaba muchas noches, recordando con estremecimiento de amor y de miedo la agonía de dos espectros amarillos y calenturientos sobre unas briznas de paja. Con el pavoroso relieve que el silencio de las altas horas presta á este linaje de memorias, veía otra vez aquellos pobres cuerpos que tiritaban, volvía á encontrarse en la mirada de la madre que á todas partes la seguía, adivinaba en la sombra la faz afilada del padre contraída con una mueca lúgubre, el reír mudo y burlón de la fiebre que lentamente le cavaba la hoya…

¡Qué invierno aquél! El atrio de la iglesia se cubrió de sepulturas nuevas. Un lobo rabioso bajaba todas las noches á la aldea y se le oía aullar desesperado. Al amanecer no turbaba la paz de los corrales ningún cantar madruguero, ni el sol calentaba los ateridos campos. Los días se sucedían monótonos, amortajados en el sudario ceniciento de la llovizna. El viento soplaba áspero y frío, no traía caricias, no llevaba aromas, marchitaba la yerba, era un aliento embrujado. Algunas veces, al caer la tarde, se le oía escondido en los pinares quejarse con voces del otro mundo. Los establos hallábanse vacíos, el hogar sin fuego, en la chimenea el trasgo moría de tedio. Por los resquicios de las tejas filtrábase la lluvia maligna y terca en las cabañas llenas de humo. Aterida, mojada, tísica, temblona, una bruja hambrienta velaba acurrucada á la puerta del horno. La bruja tosía llamando al muerto eco del rincón calcinado, negro y frío…

¡Qué invierno aquél! Un día y otro día desfilaban por el camino real procesiones de aldeanos hambrientos, que bajaban como lobos de los casales escondidos en el monte. Sus madreñas producían un ruido desolador cuando al caer de la tarde cruzaban la aldea. Pasaban silenciosos, sin detenerse, como un rebaño descarriado. Sabían que allí también estaba el hambre. Desfilaban por el camino real lentos, fatigados, dispersos, y sólo hacían alto cuando las viejas campanas de alguna iglesia perdida en el fondo del valle dejaban oír sus voces familiares anunciando aquellas rogativas que los señores abades hacían para que se salvasen los viñedos y los maizales. Entonces, arrodillados á lo largo del camino, rezaban con un murmullo plañidero. Después continuaban su peregrinación hacia las villas lejanas, las antiguas villas feudales que aún conservan las puertas de sus murallas. Los primeros aparecían cuando la mañana estaba blanca por la nieve, y los últimos cuando huía la tarde arrebujada en los pliegues de la ventisca. Conforme iban llegando unos en pos de otros, esperaban sentados ante la portalada de las casas solariegas, donde los galgos flacos y cazadores, atados en el zaguán, los acogían ladrando. Aquellos abuelos de blancas guedejas, aquellos zagales asoleados, aquellas mujeres con niños en brazos, aquellas viejas encorvadas, con grandes bocios colgantes y temblones, imploraban limosna entonando una salmodia humilde. Besaban la borona, besaban la mazorca del maíz, besaban la cecina, besaban la mano que todo aquello les ofrecía, y rezaban para que hubiese siempre caridad sobre la tierra. Rezaban al Señor Santiago y á Santa María.

¡Qué invierno aquél! Adega, al quedar huérfana, también pidió limosna por villas y por caminos, hasta que un día la recogieron en la venta. La caridad no fué grande, porque era ya entonces una zagala de doce años que cargaba mediano haz de yerba, e iba al monte con las ovejas y con grano al molino. Los venteros no la trataron como hija, sino como esclava: Marido y mujer eran déspotas, blasfemos y crueles. Adega no se rebelaba nunca contra los malos tratamientos. Las mujerucas del casal encontrábanla mansa como una paloma y humilde como la tierra. Cuando la veían tornar de la villa chorreando agua, descalza y cargada, solían compadecerla rezando en alta voz:

—¡Pobre rapaza, sin padres!…

Capítulo IV

EL MENDICANTE salmodiaba ante el portalón de la venta:

—¡Buenas almas del Señor, haced al pobre peregrino un bien de caridad!

Era su voz austera y plañida. Apoyó la frente contra el bordón, y la guedeja negra, polvorienta y sombría, cayó sobre su faz. Una mujeruca asomó en la puerta:

—¡Vaya con Dios, hermano!

Traía la rueca en la cintura, y sus dedos de momia daban vueltas al huso. El peregrino levantó la frente voluntariosa y ceñuda como la de un profeta:

—¿Y adónde quiere que vaya, perdido en el monte?

—Adonde le guíe Dios, hermano.

—A que me coman los lobos.

—¡Asús!… No hay lobos.

Y la mujeruca, hilando su copo, entróse nuevamente en la casa. Una ráfaga de viento cerró la puerta, y el peregrino alejóse musitando. Golpeaba las piedras con el cuento de su bordón. De pronto volvióse, y rastreando un puñado de tierra lo arrojó á la venta. Erguido en medio del sendero, con la voz apasionada y sorda de los anatemas, clamó:

—¡Permita Dios que una peste cierre para siempre esa casa sin caridad! ¡Que los brazados de ortigas crezcan en la puerta! ¡Que los lagartos anden por las ventanas á tomar el sol!…

Sobre la esclavina del peregrino temblaban las cruces, las medallas, los rosarios de Jerusalén. Sus palabras ululaban en el viento, y las greñas lacias y tristes le azotaban las mejillas. Adega le llamó en voz baja desde la cancela del aprisco:

—¡Oiga, hermano!… ¡Oiga!…

Como el peregrino no la atendía, se acercó tímidamente…

—¿Quiere dormir en el establo, señor?

El peregrino la miró con dureza. Adega, cada vez más temerosa y humilde, ensortijaba á sus dedos bermejos una hoja de juncia olorosa:

—No vaya de noche por el monte, señor. Mire, el establo de las vacas lo tenemos lleno de heno y podría descansar á gusto.

Sus ojos de violeta alzábanse en amoroso ruego, y sus labios trémulos permanecían entreabiertos con anhelo infinito. El mendicante, sin responder una sola palabra, sonrió. Después volvióse avizorando hacia la venta, que permanecía cerrada, y fué á guarecerse en el establo, andando con paso de lobo. Adega le siguió. El mastín, como en una historia de santos, vino silencioso á lamer las manos del peregrino y la pastora. Apenas se veía dentro del establo. El aire era tibio y aldeano, sentíase el aliento de las vacas. El recental, que andaba suelto, se revolvía juguetón entre las patas de la yunta, hocicaba en las ubres y erguía el picaresco testuz dando balidos. La Marela y la Bermella, graves como dos viejas abadesas, rumiaban el trébol fresco y oloroso, cabeceando sobre los pesebres. En el fondo del establo había una montaña de heno, y Adega condujo al mendicante de la mano. Los dos caminaban á tientas. El peregrino dejóse caer sobre la yerba, y sin soltar la mano de Adega pronunció á media voz:

—¡Ahora solamente falta que vengan los amos!…

—Nunca vienen.

—¿Eres tú quien acomoda el ganado?

—Sí, señor.

¿Duermes en el establo?

—Sí, señor.

El mendicante rodeóle los brazos á la cintura y Adega cayó sobre el heno. No hizo el más leve intento por huir. Temblaba agradecida al verse cerca de aquel santo que la estrechaba con amor. Suspirando cruzó las manos sobre el cándido seno como para cobijarlo y rezar. El mastín vino á posar la cabeza en su regazo. Adega, con apagada y religiosa voz preguntó al peregrino:

—¿Ya traerá mucho andado por el mundo?

—Desde la misma Jerusalén.

—¿Eso deberá ser muy desviado, muy desviado de aquí?…

—¡Más de cien leguas!

—¡Glorioso San Berísimo!… ¿Y todo por monte?

—Todo por monte y malos caminos.

—¡Ay santo!… Bien ganado tiene el Cielo.

Los rosarios del peregrino habíanse enredado en el cabello de la zagala, que para mejor desprenderlos se puso de rodillas. Las manos le temblaban, y toda confusa hubo de arrancárselos. Llena de santo respeto besó las cruces y las medallas que desbordaban entre sus dedos.

—Diga, ¿están tocados estos rosarios en el sepulcro de Nuestro Señor?

—En el sepulcro de Nuestro Señor… ¡Y además en el sepulcro de los Doce Apóstoles!

Adega volvió á besarlos. Entonces el peregrino, con ademán pontifical, le colgó un rosario al cuello:

—Guárdalo aquí, rapaza.

Y apartábala suavemente los brazos que la pastora tenía aferrados en cruz sobre el pecho. La niña murmuraba con anhelo:

—¡Déjeme, señor!… ¡Déjeme!

El mendicante sonreía y procuraba desabrocharla el justillo. Sobre sus manos velludas revoloteaban las manos de la pastora como dos palomas asustadas:

—Déjeme, señor, yo lo guardaré.

El peregrino la amenazó:

—Voy á quitártelo.

—¡Ah, señor, no haga eso!… Guárdemele aquí, donde quiera…

Y se desabrochaba el corpiño, y descubría la cándida garganta, como una virgen mártir que se dispusiese á morir decapitada.

Capítulo V

ADEGA cuando iba al monte con las ovejas tendíase á la sombra de grandes peñascales, y pasaba así horas enteras, la mirada sumida en las nubes y en infantiles éxtasis el ánima. Esperaba llena de fe ingenua que la azul inmensidad se rasgase dejándole entrever la Gloria. Sin conciencia del tiempo, perdida en la niebla de este ensueño, sentía pasar sobre su rostro el aliento encendido del milagro. ¡Y el milagro acaeció!… Un anochecer de verano Adega llegó á la venta jadeante, transfigurada la faz. Misteriosa llama temblaba en la azulada flor de sus pupilas, su boca de niña melancólica se entreabría sonriente, y sobre su rostro derramábase, como óleo santo, mística alegría. No acertaba con las palabras, el corazón batía en el pecho cual azorada paloma. ¡Las nubes habíanse desgarrado, y el Cielo apareciera ante sus ojos, sus indignos ojos que la tierra había de comer! Hablaba postrada en tierra, con trémulo labio y frases ardientes. Por sus mejillas corría el llanto. ¡Ella, tan humilde, había gozado favor tan extremado! Abrasada por la ola de la gracia, besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como esposa enamorada que besa al esposo.

La visión de la pastora puso pasmo en todos los corazones, y fué caso de edificación en el lugar. Solamente el hijo de la ventera, que había andado por luengas tierras, osó negar el milagro. Las mujerucas de la aldea augurábanle un castigo ejemplar. Adega, cada vez más silenciosa, parecía vivir en perpetuo ensueño. Eran muchos los que la tenían en olor de saludadora. Al verla desde lejos, cuando iba por yerba al prado ó con grano al molino, las gentes que trabajaban los campos dejaban la labor y pausadamente venían á esperarla en el lindar de la vereda. Las preguntas que le dirigían eran de un candor milenario. Con los rostros resplandecientes de fe, en medio de murmullos piadosos, los aldeanos pedían nuevas de sus difuntos: Parecíales que si gozaban de la bienaventuranza, se habrían mostrado á la pastora, que al cabo era de la misma feligresía. Adega bajaba los ojos vergonzosa. Ella tan sólo había visto á Dios Nuestro Señor, con aquella su barba nevada y solemne, los ojos de dulcísimo mirar y la frente circundada de luz. Oyendo á la pastora las mujeres se hacían cruces y los abuelos de blancas guedejas la bendecían con amor.

Andando el tiempo la niña volvió á tener nuevas visiones. Tras aquellas nubes de fuego que las primeras veces deslumbraron sus ojos, acabó por distinguir tan claramente la Gloria que hasta el rostro de los santos reconocía. Eran innumerables: Patriarcas de luenga barba, vírgenes de estática sonrisa, doctores de calva sien, mártires de resplandeciente faz, monjes, prelados y confesores. Vivían en capillas de plata cincelada, bordadas de pedrería como la corona de un rey. Las procesiones se sucedían unas á otras, envueltas en la bruma luminosa de la otra vida. Precedidas del tamboril y de la gaita, entre pendones carmesí y cruces resplandecientes, desfilaban por fragantes senderos alfombrados con los pétalos de las rosas litúrgicas que ante el trono del Altísimo deshojan día y noche los serafines. Mil y mil campanas prorrumpían en repique alegre, bautismal, campesino. Un repique de amanecer, cuando el gallo canta y balan en el establo las ovejas. Y desde lo alto de sus andas de marfil, Santa Baya de Cristamilde, San Berísimo de Céltigos, San Cidrán, Santa Minia, San Clodio, San Electus, tornaban hacia la pastora el rostro pulido, sonrosado, riente. ¡También ellos, los viejos tutelares de las iglesias y santuarios de la montaña, reconocían á su sierva! Oíase el murmullo solemne, misterioso y grave de las letanías, de los salmos, de las jaculatorias. Era una agonía de rezos ardientes, y sobre ella revoloteaba el áureo campaneo de las llaves de San Pedro. Zagales que tenían por bordones floridas varas, guardaban en campos de lirios ovejas de nevado, virginal vellón, que acudían á beber el agua de fuentes milagrosas cuyo murmullo semeja rezos informes. Los zagales tocaban dulcísimamente pífanos y flautas de plata, las zagalas bailaban al son, agitando los panderos de sonajas de oro. ¡En aquellas regiones azules no había lobos, los que allí pacían eran los rebaños del Niño Dios!… Y tras montañas de fantástica cumbre, que marcan el límite de la otra vida, el sol, la luna y las estrellas se ponen en un ocaso que dura eternidades. Blancos y luengos rosarios de ánimas en pena giran en torno, por los siglos de los siglos. Cuando el Señor se digna mirarlas, purificadas, felices, triunfantes, ascienden á la gloria por misteriosos rayos de luminoso, viviente polvo.

Después de estás muestras que Dios Nuestro Señor le daba de su gracia, la pastora sentía el alma fortalecida y resignada. Se aplicaba al trabajo con ahínco, abrazábase enternecida al cuello de las vacas, y hacía cuanto los amos la ordenaban, sin levantar los ojos, temblando de miedo bajo sus harapos.

Segunda estancia

Capítulo I

DESPERTÓSE Adega con el alba y creyó que una celeste albura circundaba la puerta del establo abierta sobre un fondo de prados húmedos que parecían cristalinos bajo la helada. El peregrino había desaparecido, y sólo quedaba el santo hoyo de su cuerpo en la montaña de heno. Adega se levantó suspirando y acudió al umbral donde estaba echado el mastín. En el cielo lívido del amanecer aún temblaban algunas estrellas mortecinas. Cantaban los gallos de la aldea, y por el camino real cruzaba un rebaño de cabras conducido por dos rabadanes á caballo. Llovía queda, quedamente, y en los montes lejanos, en los montes color de amatista, blanqueaba la nieve. Adega se enjugó los ojos llenos de lágrimas, para mejor contemplar al peregrino que subía la cuesta amarillenta y barcina de un sendero trillado por los rebaños y los zuecos de los pastores. Una raposa, con la cola pegada á las patas, saltó la cancela del huerto y atravesó corriendo el camino. Venía huida de la aldea. El mastín enderezó las orejas y prorrumpió en ladridos. Después salió á la carrera, olfateando con el hocico al viento. Al peregrino ya no se le veía. La ventera llamó desde el corral:

—¡Adega!… ¡Adega!…

Adega besó el rosario que llevaba al cuello, y se abrochó el corpiño.

—¡Mande, mi ama!

La ventera asomó por encima de la cerca su cabeza de bruja:

—Saca las ovejas y llévalas al monte.

—Bien está; sí, señora.

—Al pasar, pregunta en el molino si anda la piedra del centeno.

—Bien está; sí, señora.

Abrió el aprisco y entró á buscar el cayado. Las ovejas iban saliendo una á una, y la ventera las contaba en voz baja. La última cayó muerta en el umbral. Era blanca y nacida aquel año, tenía el vellón intonso, el albo y virginal vellón de una oveja eucarística. Viéndola muerta, la ventera clamó:

—¡Ay!… De por fuerza hiciéronle mal de ojo al ganado… ¡San Clodio Bendito! ¡San Clodio Glorioso!

Las ovejas acompañaban aquellos clamores balando tristemente. Adega respondió:

—Es la maldición del peregrino, señora ama. Aquel santo era Nuestro Señor que andaba pidiendo por las puertas para saber dónde había caridad.

Las ovejas agrupábanse amorosas en torno suyo. Tenía en los ojos lumbre de bienaventuranza, cándido reflejar de estrellas. Su voz estaba ungida de santidad: Cantaba profética:

—¡Algún día se sabrá! ¡Algún día se sabrá!

Parecía una iluminada llena de gracia saludadora. El sol naciente se levantaba sobre su cabeza como para un largo día de santidad. En la cima nevada de los montes temblaba el rosado vapor del alba como gloria seráfica. La campiña se despertaba bajo el oro y la púrpura del amanecer que la vestía con una capa pluvial: La capa pluvial del gigantesco San Cristóbal desprendida de sus hombros solemnes… Los aromas de las eras verdes esparcíanse en el aire como alabanzas de una vida aldeana, remota y feliz. En el fondo de las praderas el agua, detenida en remansos, esmaltaba flores de plata: Rosas y lises de la heráldica celestial que sabe la leyenda de los Reyes Magos y los amores ideales de las santas princesas. En una lejanía de niebla azul se perfilaban los cipreses de San Clodio Mártir rodeando el Santuario, oscuros y pensativos en el descendimiento angélico de aquel amanecer, con las cimas mustias ungidas en el ámbar dorado de la luz. La ventera, con las secas manos enlazadas sobre la frente, contemplaba llorosa su oveja muerta, su oveja blanca preferida entre ciento. Lentamente volvióse á la pastora y le preguntó con desmayo:

—¿Pero tú estás cierta, rapaza?… Aquel caminante venía solo, y tengo oído en todos los Ejemplos que Nuestro Señor cuando andaba por el mundo llevaba siempre al Señor San Pedro en su compañía.

Adega repuso con piadoso candor:

—No le hace, mi ama. El señor San Pedro, como es muy anciano, quedaríase sentado en el camino descansando.

Convencida la ventera alzó al cielo sus brazos de momia:

—¡Bendito San Clodio, guárdame el rebaño, y tengo de donarte la mejor oveja, el día de la fiesta! ¡La mejor oveja, bendito San Clodio, que solamente el verla meterá gloria! ¡La mejor oveja, santo bendito, que habrán de envidiártela en el Cielo!

Y la ventera andaba entre el rebaño como loca rezadora y suspirante, platicando á media voz con los santos del Paraíso, halagando el cuello de las ovejas, trazándoles en el testuz signos de conjuro con sus toscos dedos de labriega, trémulos y zozobrantes. Cuando alguna oveja se escapaba, Adega la perseguía hasta darle alcance: Jadeando, jadeando, correteaba tras ella por todo el descampado. Con las manos enredadas al vellón dejábase caer sobre la yerba cubierta de rocío. Y la ventera desde lejos, inmóvil en medio del rebaño, la mirada con ojos, llenos de brujería:

—¡Levántate, rapaza!… No dejes escapar la oveja… Hazle en la testa el círculo del Rey Salomón que deshace el mal de ojo… ¡Con la mano izquierda, rapaza!…

—¡Voy, mi ama!

Adega obedecía y dejaba en libertad á la oveja, que se quedaba á su lado mordisqueando la yerba…

Capítulo II

LA VENTERA y la zagala bajaban del monte llevando el ganado por delante. Las dos mujeres caminan juntas, con los mantelos doblados sobre la cabeza como si fuesen á una romería. Dora los campos la mañana, y el camino fragante con sus setos verdes y goteantes, se despierta bajo el campanilleo de las esquilas, y pasan apretándose las ovejas. El camino es húmedo, tortuoso y rústico como viejo camino de sementeras y de vendimias. Bajo la pezuña de las ovejas quédase doblada la yerba, y lentamente, cuando ha pasado el rebaño, vuelve á levantarse esparciendo en el aire santos aromas, manantiales de rocío fresco… Por el fondo verde de las eras cruza una zagala pecosa con su vaca bermeja del ronzal. Camina hacia la villa adonde va todos los amaneceres para vender la leche que ordeña ante las puertas. La vieja se acerca á la orilla del camino y llama dando voces:

—¡Eh, moza!… ¡Tú, rapaza de Cela!…

La moza tira del ronzal á su vaca y se detiene:

—¿Qué mandaba?

—Escucha una fabla…

Mediaba larga distancia y esforzaban la voz dándole esa pauta lenta y sostenida que tienen los cantos de la montaña. La vieja desciende algunos pasos pregonando esta prosa:

—¡Mía fe, no hacía cuenta de hallarte en el camino! Cabalmente voy adonde tu abuelo… ¿No eres tú nieta del Texelan de Cela?

—Sí, señora.

—Ya me lo parecías, pero como me va faltando la vista.

—A mí por la vaca se me conoce de bien lejos.

—Vaya, que la tienes reluciente como un sol. ¡San Clodio te la guarde!

—¡Amén!

—¿Tu abuelo demora en Cela?

—Demora en el molino, cabo de mi madre.

—Como mañana es la feria de Brandeso, estaba dudosa. Muy bien pudiera haber salido.

—Tomara el poder salir fuera de nuestro quintero.

—¿Está enfermo?

—Está muy acabado. Los años y los trabajos, que son muchos.

—¡Malpocado!

—Si tenía algún lino para tejer, lléveselo á mi tío Electus.

—Lino tengo: ¡Pasa bien de una docena de madejas! Mas el ir agora donde tu abuelo es solamente por ver si me da remedio contra el mal del ganado.

—Tanto no le podré decir. Remedio contra todos los males, así de natural como de brujería, en otro tiempo lo daba, mas agora ya no quiere curar como enantes. El nuevo abade llegóse una tarde por el quintero y quería descomulgarlo. Con todo no deje de ir á verle.

—Como me diese remedio, bien había de corresponder.

—Yo nada puedo decirle… Mas ya que tiene medio camino andado…

Y la moza con un grito acucia á la vaca. Después se vuelve hacia la vieja:

—¡Quede muy dichosa!

—¡El Señor te acompañe!

La vieja sigue andando: Sus ojos tristes y adustos contemplan el rebaño que va delante. Por los caminos lejanos pasan hacia la feria de Brandeso cuadrillas de hombres recios y voceadores, armados con luengas picas y cabalgando en jacos de áspero pelaje y enmarañada crin: Son vaqueros y chalanes. Sobre el pecho llevan cruzados ronzales y rendajes, y llevan los anchos chapeos sostenidos por rojos pañuelos á guisa de barboquejos. Pasan en tropel espoleando los jacos pequeños y trotinantes, con alegre son de espuelas y de bocados. Algunos labradores de Cela y de San Clodio pasan también guiando sus yuntas lentas y majestuosas, y mujeres asoleadas y rozagantes pasan con gallinas, con cabras, con centeno.

En la orilla del río algunos aldeanos esperan la barca sentados sobre la yerba á la sombra de los verdes y retorcidos mimbrales. La ventera busca sitio en el corro, y Adega, algo más apartada, quédase al cuidado del rebaño. Un ciego mendicante y ladino que arrastra luenga capa y cubre su cabeza con parda y puntiaguda montera, refiere historias de divertimiento á las mozas sentadas en torno suyo. Aquel viejo prosero tiene un grave perfil monástico, pero el pico de su montera parda, y su boca rasurada y aldeana, semejante á una gran sandía abierta, guardan todavía más malicia que sus decires, esos añejos decires de los jocundos arciprestes aficionados al vino y á las vaqueras y á rimar las coplas. Las aldeanas se alborozan y el ciego sonríe como un fauno viejo entre sus ninfas. Al oír los pasos de la ventera, interroga vagamente:

—¿Quién es?

La ventera se vuelve desabrida:

—Una buena moza.

El ciego sonríe ladino:

—Para el señor abade.

—Para dormir contigo. El señor abade ya está muy acabado.

El ciego pone una atención sagaz procurando reconocer la voz. La ventera se deja caer á su lado sobre la yerba, suspirando con fatiga:

—¡Asús! ¡Cómo están estos caminos!

Un aldeano interroga:

—¿Va para la feria de Brandeso?

—Voy más cerca…

Otro aldeano se lamenta:

—¡Válanos Dios, si esta feria es como la pasada!…

Una vieja murmura:

—Yo entonces vendí la vaca.

—Yo también vendí, pero fué perdiendo…

—¿Mucho dinero?

—Una amarilla redonda.

—¡Fue dinero, mi fijo! ¡Válate San Pedro!

Otro aldeano advierte:

—Entonces estaba un tiempo de aguas, y agora está un tiempo de regalía.

Algunas voces murmuran:

—¡Verdade!… ¡Verdade!…

Sucede un largo silencio. El ciego alarga el brazo hacia la ventera, y queriendo alcanzarla vuelve á interrogar:

—¿Quién es?

—Ya te dije que una buena moza.

—Y yo te dije que fueses adonde el abade.

—Déjame reposar primero.

—Vas á perder las colores.

Los aldeanos se alborozan de nuevo. El ciego permanece atento y malicioso, gustando el rumor de las risas como lo ecos de un culto, con los ojos abiertos, inmóviles, semejante á un dios primitivo, aldeano y jovial.

Capítulo III

EN LA PAZ de una hondonada umbría, dos zagales andan encorvados segando el trébol oloroso y húmedo, y entre el verde de la yerba, las hoces brillan con extraña ferocidad. Un asno viejo, de rucio pelo y luengas orejas, pace gravemente arrastrando el ronzal, y otro asno infantil, con la frente aborregada y lanosa, y las orejas inquietas y burlonas, mira hacia la vereda erguido, alegre, picaresco, moviendo la cabeza como el bufón de un buen rey. Al pasar las dos mujeres uno de los zagales grita hacia el camino:

—¿Van para la feria de Brandeso?

—Vamos más cerca.

—¡Un ganado lucido!

—¡Lucido estaba!… ¡Agora le han echado una plaga, y vamos al molino de Cela!…

—¿Van adonde el saludador?… ¡A mi amo le sanó una vaca! Sabe palabras para deshacer toda clase de brujerías.

—¡San Berísimo te oiga!

—¡Vayan muy dichosas!

Las dos mujeres siguen adelante: Buscan la sombra de los valladares y desdeñan el ladrido de los perros que asoman feroces, con la cabeza erguida, arregañados los dientes. Las ovejas llenan el camino y pasan temerosas, con un dulce balido como en las viejas églogas. Los pardales revolotean á lo largo y se posan en bandadas sobre los valladares de laurel, derramando con el pico el agua de la lluvia que aún queda en las hojas. En una revuelta del río, bajo el ramaje de los álamos que parecen de plata antigua, sonríe un molino. El agua salta en la presa, y la rueda fatigada y caduca, canta el salmo patriarcal del trigo y la abundancia: Su vieja voz geórgica se oye por las eras y por los caminos. La molinera, en lo alto del patín, desgrana mazorcas con la falda recogida en la cintura y llena de maíz: Grita desde lo alto al mismo tiempo que desgrana:

—¡Suras!… ¡Suras!…

Y arroja al viento un puñado de fruto que cae con el rumor de lluvia veraniega sobre secos follajes. Las gallinas acuden presurosas picoteando la tierra. El gallo canta. Las dos aldeanas salmodian en la cancela del molino:

—¡Santos y buenos días!

La molinera responde desde el patín:

—¡Santos y buenos nos los dé Dios!

A las salutaciones siguen las preguntas lentas y cantarinas: La ventera habla con una mano puesta sobre los ojos para resguardarlos del sol.

—¿Hay mucho fruto?

—¡Así hubiera gracia de Dios!

—¿Cuántas piedras muelen?

—Muelen todas tres: la del trigo, la del maíz y la del centeno.

—¡Conócese que trae agua la presa!

—En lo de agora no falta.

—¡Por algo decían los viejos que el hambre á esta tierra llega nadando!

La molinera baja á franquearles la cancela, pero la ventera y la zagala quedan en el camino hasta que una á una pasan las ovejas. Después, cuando el rebaño se extiende por la era, entran suspirando. La molinera hundía sus toscos dedos de aldeana en el vellón de los corderos:

—¡Lucido ganado!

—¡Lucido estaba!

—¿Por acaso hiciéronle mal de ojo?

—¡Todos los días se muere alguna oveja!

—¿Entonces, buscáis al abuelo?… Por ahí andaba… ¡Abuelo! ¡Abuelo!

Las tres mujeres esperan bajo el emparrado de la puerta. El gallo canta subido al patín. Las gallinas aún siguen picoteando en la yerba, y la molinera les arroja los últimos granos de maíz que lleva en la falda. Por el fondo del huerto, bajo la sombra de los manzanos, aparece el abuelo, un viejo risueño y doctoral, con las guedejas blancas, con las arrugas hondas y bruñidas, semejante á los santos de un antiguo retablo: Conduce lentamente, como en procesión, á la vaca y al asno que tienen en sus ojos la tristeza del crepúsculo campesino. Tras ellos camina el perro, que cauteloso va acercándose al rebaño y le ronda con las orejas gachas y la cola entre piernas. El viejo se detiene y levanta los brazos sereno y profético:

—¡Claramente se me alcanza que á este ganado vuestro le han hecho mal de ojo!…

La ventera murmura tristemente:

—¡Ay!… ¡Por eso he venido!

El viejo inclina la cabeza. Las ovejas balan en torno suyo y las acaricia plácido y evangélico. Después murmura gravemente:

—¡No puedo valeros!… ¡No puedo valeros!…

La ventera suspira consternada:

—¿No sabe un ensalmo para romper el embrujo?

—Sé un ensalmo, pero no puedo decirlo. El señor abade estuvo aquí y me amenazó con la paulina… ¡No puedo decirlo!…

—¡Y hemos de ver cómo las ovejas se nos mueren una á una!… ¡Un ganado que daba gloria!…

—¡Sí que está lucido! Aquel virriato, ¿es todavía cordero?

—¡Todavía cordero, sí, señor!

—Y la blanca de los dos lechazos, ¿parece cancina?

—¡Cancina, sí, señor!

El viejo volvía á repetir:

—¡Sí que está lucido! ¡Un ganado de regalía! Entonces la ventera, triste y resignada, volvióse á la zagala:

—Alcanza el virriato, rapaza…

Adega corrió asustando al perro, y trajo en brazos un cordero blanco con manchas negras, que movía las orejas y balaba. Al acercarse, en los ojos cobrizos de su ama, donde temblaba la avaricia, vió como un grito de angustia el mandato de ofrecérselo al viejo. El saludador lo recibió sonriendo:

—¡Alabado sea Dios!

—¡Alabado sea!

La ventera, arreglándose la cofia, dijo con malicia de aldeana:

—Suyo es el cordero… ¡Mas tendrá que hacerle el ensalmo para que no se muera como los míos!

El saludador sonreía pasando su mano temblorosa y senil por el vellón de la res:

—Le haremos el ensalmo sin que lo sepa el señor abade.

Y sentándose bajo su viña quitóse la montera, y con el cordero en brazos, benigno y feliz como un abuelo de los tiempos patriarcales, dejó caer una larga bendición sobre el rebaño que se juntaba en el centro de la era yerma y silenciosa, dorada por el sol.

—¡Habéis de saber que son tres las condenaciones que se hacen al ganado!… Una en las yerbas, otra en las aguas, otra en el aire… ¡Este ganado vuestro tiene la condenación en las aguas!

La ventera escuchaba al saludador con las manos juntas y los ojos húmedos de religiosa emoción. Sentía pasar sobre su rostro el aliento del prodigio. Un rayo de sol atravesando los sarmientos de la parra ponía un nimbo de oro sobre la cabeza plateada del viejo: Alzó los brazos, dejando suelto el cordero que permaneció en sus rodillas.

—La condenación de las aguas solamente se rompe con la primera luna, á las doce de la noche. Para ello es menester llevar el ganado á que beba en fuente que tenga un roble y esté en una encrucijada…

Dejó de hablar el saludador, y el cordero saltó de sus rodillas. La ventera, con el rostro resplandeciente de fe, cavilaba recordando dónde había una fuente que estuviese en una encrucijada y tuviera un roble, y entonces el saludador le dijo:

—La fuente que buscas está cerca de San Gundián, yendo por el Camino Viejo… Hace años había otras dos: una en los Agros de Brandeso, otra en el Atrio de Cela, pero una bruja secó los robles.

Durante la conversa la pastora arreaba las ovejas que, afanosas por salir al camino, estrujábanse entre los quicios de la cancela.

Capítulo IV

CONTABA la ventera los días esperando la primera luna para llevar sus ovejas á la fuente, donde había de romperse el hechizo. La pastora, sentada en el monte á la sombra de las piedras célticas doradas por líquenes milenarios, hilaba en su rueca y sentía pasar sobre su rostro el aliento encendido de las santas apariciones: Todos los anocheceres imaginábase que el peregrino volvería á subir aquel sendero trillado por los pastores, y nunca se realizó su sueño: Sólo subían hacia la venta hombres de mala catadura: Laneros encorvados y sudorosos que apuraban un vaso de vino y continuaban la ruta hacia la aldea, y mendigos que mostraban al descubierto una llaga sangrienta, y caldereros negruzcos que cabalgaban en jacos de áspero pelaje y tenían en el blanco de los ojos una extraña ferocidad. Adega, acurrucada en la cocina cerca del fuego, les oía disputar y amenazarse sin que nadie pusiese paz entre ellos. Después, sus ojos asustados adivinaban cómo aquellos hombres se avenían y se apaciguaban, reunidos en los rincones oscuros y escuchaba el ruido del dinero que se repartían á hurto.

El hijo de la ventera había vuelto tras una larga ausencia. Adega, cuando se reunía en el monte con otros pastores, oíales decir que anduviera en una cuadrilla de ladrones todo aquel tiempo: Los pastores referían historias que ponían miedo en el alma de la niña: Eran historias de caminantes que se hospedaban una noche en la venta y desaparecían, y de iglesias asaltadas, y de muertos que amanecían en los caminos. Un viejo que guardaba tres cabras grandes y negras era quien mejor sabía aquellas historias. Adega pensaba todos los días en huir de la venta, pero temía que la alcanzasen de noche, perdida en algún camino solitario, y que también la matasen. Llena de fe ingenua, esperaba que el peregrino llegaría para libertarla, y, dormida en el establo sobre el oloroso monte de heno, suspiraba viéndole ya llegar en su sueño.

El peregrino se transfiguraba en aquellas visiones de la pastora. Nimbo de luceros circundaban su cabeza penitente, apoyábase en un bordón de plata y eran áureas las conchas de su esclavina: Los rosarios, las cruces, las medallas que temblaban sobre su pecho derramaban un resplandor piadoso, y tenían el aroma de los cuerpos santos que habían tocado en sus sepulcros. El peregrino caminaba despacio y con fatiga por aquel sendero entre tojos. Las espinas desgarraban sus pies descalzos, y en cada gota de sangre florecía un lirio. Cuando entraba en el establo, las vacas se arrodillaban mansamente, el perro le lamía las manos, y el mirlo, que la pastora tenía prisionero en una jaula de cañas, cantaba con dulcísimo gorjeo y su voz parecía de cristal. El peregrino llegaba para libertar á su sierva del cautiverio en que vivía, y también para castigar la dureza y la crueldad de los amos. Adega sentía que su alma se llenaba de luz, y al mismo tiempo las lágrimas caían en silencio de sus ojos: Lloraba por sus ovejas, por el perro, por el mirlo cantador que se quedaban allí. El peregrino adivinaba su pensamiento y desde el sendero volvía atrás los ojos, con lo cual bastaba para que se obrase el milagro. La pastora veía salir las ovejas una á una, y al mirlo que volaba hasta posársele en el hombro, y al perro aparecerse á su lado lamiéndole las manos.

Adega despertábase á veces en medio de su sueño y oía tenaces ladridos y trotar de caballos. Recordaba las siniestras historias que contaban los pastores, y permanecía temerosa, sin osar moverse, atenta á los rumores de la noche. Por la mañana, al entrar en el aprisco, parecíale hallar la tierra removida, y creía ver salpicaduras de sangre en la yerba…

Capítulo V

CANTÓ UN GALLO, después otro. Era media noche: La vasta cocina de la venta aparecía desierta. Adega, que dormitaba sentada al pie del fuego, incorporóse con sobresalto oyendo á la dueña que le daba voces:

—¡Adega!… ¡Adega!…

—¡Mande, mi ama!

—Entra en la tenada y saca para el campo las ovejas. ¿No sabes que hoy es la primera luna?

Adega se restregaba los ojos cargados de sueño:

—¿Qué decía mi ama?

—¡Que saques las ovejas para el campo! Vamos á la fuente de San Gundián.

Adega obedeció en silencio. La ventera aún rezongaba:

—¡Bien se alcanza que no son tuyas las ovejas! Tú dejaríaslas morir una á una sin procurarle remedio… ¡Ay mi alma!

Adega sacó las ovejas al campo. Era una noche de montaña, clara y silenciosa, blanca por la luna. Las ovejas se juntaban en mitad del descampado como destinadas á un sacrificio en aquellas piedras célticas que doraban líquenes milenarios. La vieja y la zagala bajaron por el sendero: El rebaño se apretaba con tímido balido, y el tremante campanilleo de las esquilas despertaba un eco en los montes lejanos donde dormían los lobos. El perro caminaba al flanco, fiero y roncador, espeluznado el cuello en torno del ancho dogal guarnecido de hierros. La ventera llevaba encendido un hachón de paja, por que el fuego arredrase á los lobos. Las dos mujeres caminaban en silencio, sobrecogidas por la soledad de la noche y por el misterio de aquel maleficio que las llevaba á la fuente de San Gundián.

Desde lejos se distinguía la espadaña de la iglesia dominando las copas oscuras de los viejos nogales. Destacábase sobre el cielo que argentaba la luna, y percibíase el azul de la noche estrellada por los dos arcos que sostenían las campanas, aquellas campanas de aldea, piadosas, madrugadoras, sencillas como dos viejas centenarias. El atrio era verde y oloroso, todo cubierto de sepulturas. A espaldas de la iglesia estaba la fuente sombreada por un nogal que acaso contaba la edad de las campanas, y bajo la luz blanca de la luna, la copa oscura del árbol extendíase patriarcal y clemente sobre las aguas verdeantes que parecían murmurar, un cuento de brujas.

La vieja y la zagala, al encontrarse delante del atrio, se santiguaron devotas y temorosas. Las ovejas, que entraban apretándose por la cancela, derramábanse después en holganza, mordiendo la yerba lozana que crecía entre las sepulturas. Las dos mujeres corrieron de un lado al otro por juntar el rebaño y luego lo guiaron hasta la fuente donde las ovejas habían de beber para que quedase roto el hechizo. Las ovejas acudían solícitas rodeando la balsa, y en el silencio de la noche sentíase el rumor de las lenguas que rompían el místico cristal de la fuente. La luna espejábase en el fondo, inmóvil y blanca, atenta al milagro.

Mientras bebía el ganado, las dos mujeres rezaban en voz baja. Después, silenciosas y sobrecogidas por el aliento sobrenatural del misterio, salieron del atrio. El rebaño ondulaba ante ellas. La luna se ocultaba en el horizonte, el camino oscurecía lentamente, y en los pinares negros y foscos se levantaba gemidor el viento. Las eras encharcadas y desiertas ya habían desaparecido en la noche, y á lo lejos brillaban los fachicos de paja con que se alumbraban los mozos de la aldea que volvían de rondar á las mozas. Las dos mujeres, siempre en silencio, seguían tras el rebaño atentas á que ninguna oveja se descarriase. Cuando llegaron al descampado de la venta, ya todo era oscuridad en torno. Brillaban sólo algunas estrellas remotas, y en la soledad del paraje oíase bravío y ululante el mar lejano, como si fuese un lobo hambriento escondido en los pinares.

La vieja llamó en el portón con el herrado zueco: Tardaban en abrir y llamó otras muchas veces, acompañada por los ladridos del perro: Al cabo acudieron de dentro, sintióse rechinar el cerrojo, y el hijo de la ventera asomó en el umbral. Destacábase sobre el rojizo resplandor de la jara que restallaba en el hogar, con un pañuelo atado á la frente y los brazos desnudos, llenos de sangre. Adega sintió que el miedo la cubría como un pájaro negro que extendiese sobre ella las alas. La ventera interrogó en voz baja:

—¿Quién ha llegado?

El mozo repuso con un reír torcido:

—¡Nadie!… He desollado la cabra que hoy topamos muerta… Mañana la comeremos.

Tercera estancia

Capítulo I

UNA TARDE, sentada en el atrio de San Clodio, á la sombra de los viejos cipreses, Adega hilaba en su rueca, copo tras copo, el lino del último espadar. En torno suyo pacían y escarbaban las ovejas, y el mastín, echado á sus pies, se adormecía bajo el tibio halago del sol poniente que empezaba á dorar las cumbres de los montes. Avizorado de pronto, espeluznó las mutiladas orejas, incorporóse y ladró. Adega, sujetándole del cuello, miró hacia el camino en confusa espera de una ideal ventura: Miró, y las violetas de sus ojos sonrieron, aquella sonrisa de inocente arrobo tembló en sus labios y como óleo santo derramóse por su faz. El peregrino subía hacia el atrio. La morena calabaza oscilaba al extremo de su bordón y las conchas de su esclavina tenían el resplandor piadoso de antiguas oraciones. Subía despacio y con fatiga: Al andar, la guedeja penitente oscurecíale el rostro, y las cruces y las medallas de los rosarios que llevaba al cuello sonaban como un pregón misionero. Las pastora llegó corriendo y se arrodilló para besarle las manos. Quedándose hinojada sobre la yerba, murmuró:

—¡Alabado sea Dios!… ¡Cómo viene de los tojos y las zarzas!… ¡Alabado sea Dios!… ¡Cuántos trabajos pasa por los caminos!…

El mendicante inclinó la cabeza asoleada y polvorienta:

—En esta tierra no hay caridad… Los canes y los rapaces me persiguen á lo largo de los senderos. Los hombres y las mujeres asoman tras de las cercas y de los valladares para decirme denuestos. ¿Podré tan siquiera descansar á la sombra de estos árboles? Y tú, ¿querrás concederme esta noche hospedaje en el establo?

—¡Ay, señor, fuera el palacio de un rey!

El alma de la pastora sumergíase en la fuente de la gracia, tibia como la leche de las ovejas, dulce como la miel de las colmenas, fragante como el heno de los establos. Sobre su frente batía como una paloma de blancas alas la oración ardiente de la vieja Cristiandad, cuando los peregrinos iban en los amaneceres cantando por los senderos florecidos de la montaña. El mendicante, con la diestra tendida hacia el caserío, ululó rencoroso y profético:

—¡Ay de esta tierra!… ¡Ay de esta gente, que no tiene caridad!

Cobró aliento en largo suspiro, y apoyada la frente en el bordón, otra vez clamó:

—¡Ay de esta gente!… ¡Dios la castigará!

Adega juntó las manos candorosa y humilde:

—Ya los castiga, señor. Mire cómo secan los castañares… Mire cómo perecen las vides… ¡Esas plagas vienen de muy alto!

—Otras peores tienen que venir. Se morirán los rebaños sin quedar una triste oveja, y su carne se volverá ponzoña… ¡Tanta ponzoña, que habrá para envenenar siete reinos!…

—¿Y no se arrepentirán?

—No se arrepentirán. Son muchos los hijos del pecado. La mujer yace con el rey de los infiernos, con el Gran Satanás, que toma la apariencia de un galán muy cumplido. ¡No se arrepentirán! ¡No se arrepentirán!

El peregrino descubrióse la cabeza, echó el sombrero encima de la yerba y se acercó á la fuente del atrio con ánimo de apagar la sed. Adega le detuvo tímidamente:

—Escuche, señor… ¿No quiere que le ordeñe una oveja? Repare aquella de los dos corderos qué ricas ubres tiene. ¡La leche que da es tal como manteca!

El peregrino se detuvo y miró con avaricia al rebaño que se aprestaba sobre una mancha de césped, en medio del atrio:

—¿Cuál dices, rapaza?

—Aquella virriata de los dos corderos.

—¿Y podrás ordeñarla?

—¡Asús, señor!

Y la pastora, al mismo tiempo que se acercaba á la oveja, iba llamándola amorosamente:

—¡Hurtada!… ¡Ven, Hurtada!…

La oveja acudió dando balidos, y Adega, para sujetarla, enredóle una mano al vellón.

Capítulo II

LOS OJOS del peregrino estaban atentos á la pastora y á la oveja. Hallábase detenido en medio del atrio, apoyado en el lustroso bordón, descubierta la cabeza polvorienta y greñuda. Adega seguía repitiendo por veces:

—¡Quieta, Hurtada!

El mendicante preguntó con algún recelo:

—Oye, rapaza, ¿por ventura no era tuya la res?

—¡Mía no es ninguna!… Son todas del amo, señor. ¿No sabe que yo soy la pastora?

Y bajó los ojos acariciando el hocico de la oveja, que alargaba la lengua y le lamía las manos. Después, para ordeñarla, se arrodilló sobre la yerba. El choto retozaba junto al ijar de la madre, y la pastora le requería blandamente:

—¡Sus! ¡Está quedo!… ¡Ay Hurtados!…

—¿Por qué le dices con tal nombre de Hurtado?

Adega levantó hasta el peregrino las tímidas violetas de sus ojos:

—No piense mal, señor…

—Mas ¿de quién era antaño la oveja?

—Antaño fué de un pastor… El pastor que la vendió al amo con aquellas otras cuatro… Llámase él Hurtado y vive al otro lado del monte.

—¡Buenas reses!… Parecen todas ellas de tierra castellana.

—De tierra castellana son, mi señor. ¡San Clodio las guarde!

Piadosa y humilde se puso á ordeñar la leche en el cuenco de corcho labrado por un boyero muy viejo que era nombrado en todo el contorno. Mientras el corcho se iba llenando con la leche tibia y espumosa, decía la pastora:

—¿Ve aquellas siete ovejas tan lanares?… A todas las llamamos Dormidas, porque siendo corderas vendióselas al amo un rabadán que cuando vuelve de la feria en buena mula, siempre acontece que se queda traspuesto, y ya todos lo saben…

Se levantó, y con los ojos bajos y las mejillas vergonzosas, presentó al mendicante aquel don de su oveja: Bebió el peregrino con solaz, y como hacía responsorios para alentarse, murmuraba:

—¡Qué regalía, rapaza!… ¡Qué regalía!

Cuando terminó, la pastora apresuróse á tomarle el cuenco de las manos:

—¿Quiere que le ordeñe otra oveja?

—No es menester. ¡El Apóstol Santiago te lo recompense!

Adega sonreía: Después llegóse á la fuente del atrio, cercada por viejos laureles, y llenando de agua el corcho que el peregrino santificara, bebió feliz y humilde, oyendo al ruiseñor que cantaba escondido. El peregrino siguió adelante por el camino que trajera, un camino llano y polvoriento entre maizales. Los ojos de la pastora fueron tras él, hasta que desapareció en la revuelta.

—¡El Santo Apóstol le acompañe!

Suspirosa llamó al mastín, y acudió á reunir el hato esparcido por todo el campo de San Clodio. Un cordero balaba encaramado sobre el muro del atrio, sin atreverse á descender. Adega le tomó en brazos, y acariciándole fué á sentarse un momento bajo los cipreses. El cordero, con movimientos llenos de gracia, ofrecía á los dedos de la pastora el picaresco testuz marcado con una estrella blanca: Cuando perdió toda zozobra, huyó haciendo corcovos. Adega alzó la rueca del césped y continuó el hilado.

Allá en la lejanía, por la falda del monte, bajaban esparcidos algunos rebaños que tenían el aprisco distante y se recogían los primeros. Oíase en la quietud apacible de la tarde el tañido de las esquilas y las voces con que los zagales guiaban. Adega arreó sus ovejas, y antes de salir al camino las llevó á que bebiesen en la fuente del atrio. Bajo los húmedos laureles, la tarde era azul y triste como el alma de una santa princesa. Las palomas familiares venían á posarse en los cipreses venerables, y el estremecimiento del negro follaje al recibirlas uníase al murmullo de la fuente milagrosa cercada de laureles, donde una mendiga sabia y curandera ponía á serenar el hinojo tierno con la malva de olor. Y el sonoro cántaro cantaba desbordando con alegría campestre bajo la verdeante teja de corcho que aprisionaba y conducía el agua. Las ovejas bebían con las cabezas juntas, apretándose en torno del brocal cubierto de musgo. Al terminar se alejaban hilando agua del hocico y haciendo sonar las esquilas. Sólo un cordero no se acercó á la fuente: Arrodillado al pie de los laureles, quejábase con moribundo balido, y la pastora, con los ojos fijos en el sendero por donde se alejó el peregrino, lloraba cándidamente. ¡Lloraba porque veía cómo las culpas de los amos eran castigadas en el rebaño por Dios Nuestro Señor!

Capítulo III

ADEGA RECORRÍA el camino de la venta cargada con el cordero, que lanzaba su doliente balido en la paz de la tarde. Temerosa de los lobos, daba voces á unos zagales para que la esperasen. Se reunió con ellos acezando:

—¿Van para San Clodio?

Un pastor viejo repuso gravemente:

—Esa intención hacemos; agora lo que sea, solamente lo sabe Dios. ¿Y tú, subes para la venta?

—Subo, sí, señor…

—Pues cuida que no se envuelvan los rebaños.

—Por eso no tenga duda.

Adega respondía casi sin aliento, agobiada bajo el peso del cordero, que seguía balando tristemente. El viejo, después de caminar algún tiempo en silencio, interrogó:

—¿Qué tiene esa res?

—No sabré decirle qué mal tiene.

—¿Entróle de pronto?

—De pronto, sí, señor…

Los rebaños ondulaban por un sendero de verdes orillas, largo y desierto, que allá en la lontananza aparecía envuelto en el rosado vapor de la puesta solar. De tiempo en tiempo los zagales corrían dando voces y agitando los brazos para impedir que los rebaños se juntasen. Después volvía á reinar el silencio de la tarde en los montes que se teñían de amatista. Extendíase en el aire una palpitación de sombra azul, religiosa y mística como las alas de esos pájaros celestiales que al morir el día vuelan sobre los montes llevando en el pico la comida de los santos ermitaños. Adega, al comienzo de una cuesta, tuvo que sentarse en la orilla del camino y posar el cordero sobre la yerba, suspirando con fatiga. El viejo le dijo:

—¡Anda rapaza, que poco falta!

Ella repuso llorosa:

—No puedo más, señor…

Y quedó sola, sentada al abrigo de un valladar. Sus ojos tristes miraban alejarse á los otros pastores. Empezaba á oscurecer, y muerta de miedo volvió á ponerse en camino antes que desapareciesen en una revuelta, pero la noche se los alejaba cada vez más. Corrió para alcanzarlos:

—¡No me dejar aquí sola! ¡Esperadme! ¡Esperadme!

Sus gritos hallaban un eco angustioso en la soledad del camino, y cuando callaba para cobrar aliento, resonaban los balidos del cordero más tristes y apagados por instantes. La voz del pastor alzóse en la oscuridad:

—Anda, rapaza, que ya te esperamos.

Adega corría arreando sus ovejas, y para sentir menos el miedo hablaba á desgarrados gritos con los zagales, que respondían cada vez más lejos:

—¡Corre, Adega!… ¡Corre!…

De esta suerte, sin conseguir alcanzarlos, arreando afanosa su rebaño, llegó al descampado donde estaba la venta. Hallábase abierto el portalón, y desde el camino distinguíase el resplandor del hogar. La ventera, advertida por el son de las esquilas, salió al umbral. Adega acudió á ella murmurando en voz baja y religiosa:

—¡Vea este corderillo!… Diole el mal que á los otros, mi ama.

La vieja tomóle en brazos con amoroso desconsuelo, y entró de nuevo en la cocina. Sentada al pie del fuego repetía una y otra vez, al mismo tiempo que trazaba en el testuz del cordero el círculo del Rey Salomón:

—¡Brujas, fuera! ¡Brujas, fuera! ¡Brujas, fuera!

Un mozo montañés, de Lugar de Condes, que hacía huelgo en la venta, murmuró con apagada y mansa voz:

—¡Conócese que le echaron una fada al corderillo!…

Y como nadie le respondiese, quedó silencioso, contemplando el fuego. Era un zagal agigantado y fuerte, con los ojos llenos de ingenuidad, y la boca casta y encendida. La barba rizada y naciente, que tenía el color del maíz, orlaba apenas su rostro bermejo. Se dirigía á la villa, con un lobo que había matado en el monte, para demandar los aguinaldos de puerta en puerta. Después de mirar largamente el fuego, murmuró:

—Yo tuve un amo á quien le embrujaron todo un rebaño.

El hijo de la ventera, que estaba echado sobre un arcón en el fondo de la cocina, se incorporó lentamente:

—Y tu amo, ¿qué hizo?

—Pues verse con quien se lo tenía embrujado y darle una carga de trigo por que lo libertase. Mi amo no sabía quién fuese, pero una saludadora le dijo que cogiera la res más enferma y la echare viva en una fogata. Aquella alma que primero acudiese al oír los balidos, aquella era…

—¿Y acudió?

—Acudió.

—¿Y tu amo dióle una carga de trigo?

—No lo pudo hacer por menos.

—¡Malos demonios lo lleven!

Y volvió á recostarse sobre el arcón. El montañés se había levantado para irse: Su sombra cubría toda la pared de la cocina. Ayudándose con un grito, echóse á la espalda el lobo muerto que tenía á sus pies, empuñó el hocino que llevaba calzado en un largo palo, y salió. Desde la puerta volvióse murmurando con su voz infantil y cansada:

—¡Queden á la paz de Dios!

Solamente respondió Adega, que volvía de encerrar el ganado:

—¡Vaya muy dichoso, en su santa compaña!

Capítulo IV

SENTADA ante la puerta del establo, Adega esperaba al peregrino que le había demandado albergue aquella tarde al mostrársele en el atrio de San Clodio. El mastín velaba echado á sus plantas. Caía sobre el descampado la luz lejana de la luna y oíase el mar, también lejano. De pronto la pastora tembló con medrosa zozobra. Abríase la puerta de la venta. El ama asomaba con un haz de paja, y en mitad del raso encendía una hoguera: Encorvada sobre el fuego, iba añadiendo brazados de jara seca, mientras el hijo, allá en el fondo arrebolado de la cocina, sujetaba las patas del cordero con la jereta de las vacas. Adega escuchaba conmovida el trémulo balido, que parecía subir llenando el azul de la noche, como el llanto de un niño. Restallaba la jara entre las lenguas de la llama, y la vieja limpiábase los ojos que hacía llorar el humo. El hijo asomóse en la puerta, y desde allí, cruel y adusto, arrojó el cordero en medio de la hoguera. Adega se cubrió el rostro horrorizada. Los balidos se levantaron de entre las llamas, prolongados, dolorosos, penetrantes. La vieja atizaba el fuego, y con los ojos encendidos vigilaba el camino que se desenvolvía bajo la luna, blanquecino y desierto. De pronto llamó al hijo:

—Mira allí, rapaz.

Y le mostraron una sombra alta y desamparada que parecía haberse detenido á lo lejos. El mozo murmuró:

—Deje que llegue quien sea…

—¡Puede ser que recele y se vuelva!

Adega suspiraba sin valor para mirar hacia el camino: Su corazón se estremecía adivinando que era el peregrino quien llegaba. Juntó las manos para rezar, pero en aquel momento la ventera le gritó:

—Recógete á dormir, rapaza. ¡Mañana tienes que madrugar con el sol!

Se incorporó obediente, y sus ojos de violeta miraron en torno con amoroso sobresalto. El peregrino estaba detenido en medio de aquel sendero donde se había mostrado á la pastora por primera vez. Adega quedó un momento contemplándole: Luego entró en el establo y fué á echarse sobre el monte de heno: Suspirando reclinó la cabeza en aquella olorosa y regalada frescura. El mastín comenzó á ladrar arañando la puerta, que sólo estaba arrimada y cedió lentamente. Adega se incorporó: Sobre el umbral del establo temblaba el claro de la luna, lejano y cándido como los milagros que soñaba aquella pastora de cejas de oro y maravillada sonrisa.

Cesaron poco á poco los balidos del cordero, y por el descampado cruzó el hijo de la ventera con una hoz al hombro. Adega sintió miedo, y toda estremecida cerró los ojos. Permaneció así mucho tiempo. Le parecía que estuviese atada sobre el monte de heno. El sopor del sueño la vencía con la congoja y la angustia de un desmayo. Era como si lentamente la cubriesen toda entera con velos negros, de sombras pesadas y al mismo tiempo impalpables. De pronto se halló en medio de una vereda solitaria. Iba caminando guiada por el claro de la luna que temblaba milagroso ante sus zuecos de aldeana. Sentíase el rumor de una fuente rodeada por árboles llenos de cuervos. El peregrino se alejaba bajo la sombra de aquellos ramajes. Las conchas de su esclavina resplandecían como estrellas en la negrura del camino. Una manada de lobos rabiosos, arredrados por aquella luz, iba detrás… Súbitamente la pastora se despertó. El viento golpeaba la puerta del establo y fué á cerrarla. En medio del descampado brillaban las últimas brasas de la hoguera. La voz del mar resonaba cavernosa y lejana. Una sombra llamaba sigilosa en la venta: La hoz que tenía al hombro brillaba en la noche con extraña ferocidad. De dentro abrieron sin ruido, y hubo un murmullo de voces. Adega las reconoció. El hijo decía:

—Esconda la hoz.

Y la madre:

—Mejor será enterrarla.

Pavorida se lanzó al campo, y corrió, solo guiada del presentimiento.

Capítulo V

YAMANECÍA cuando la pastora, después de haber corrido todo el monte, llegaba desfallecida y llorosa al borde de una fuente. Al mismo tiempo que reconocía el paraje de su sueño, vió el cuerpo del peregrino tendido sobre la yerba. Conservaba el bordón en la diestra, sus pies descalzos parecían de cera, y bajo la guedeja penitente el rostro se perfilaba cadavérico. Adega cayó de rodillas,

—¡Dios Nuestro Señor!

Trémulas y piadosas, sus manos apartaban la guedeja llena de tierra y de sangre, pegada sobre la yerta faz que besó con amorosa devoción, llorando sobre ella:

—¡Cuerpo bendito!… ¿Dónde habéis topado con los verdugos de Jerusalén?… ¡Qué castigo tan grande habrán de tener!… ¡Y cómo ellos vos dejaron cuitado del mío querer! Un ángel bajará del cielo, y cargados de fierros los llevará por toda la Cristiandad, y no habrá parte ninguna de donde no corran á tirarles piedras… ¡Luz de mis tristes ojos!… ¡Mi señor! ¡Mi gran señor!

Sobre su cabeza, los pájaros cantaban saludando el amanecer del día. Dos cabreros madrugadores conducían sus rebaños por la falda de una loma: El humo se levantaba tenue y blanco en las aldeas distantes, y todavía más lejos levantaban sus cimas ungidas por el ámbar de la luz de los cipreses de San Clodio Mártir. Algunas aldeanas bajaban á la fuente para llenar sus cántaros, y al oír los gritos de la pastora interrogaban desde el camino, pálidas y asustadas:

—¿Qué te acontece, Adega?

Adega, arrodillada sobre la yerba, tendía los brazos desesperada sobre el cuerpo del peregrino:

—¡Mirad! ¡Mirad!

—¿Está frío?

La pastora sollozaba:

—¡Está frío como la muerte!

—¿Era algo tuyo?

—Era Dios Nuestro Señor.

Las aldeanas la miraban supersticiosas y desconfiadas. Descendían santiguándose:

—¿Qué dices, rapaza?

Adega gritaba con la boca convulsa:

—¡Era Dios Nuestro Señor! Una noche vino á dormir conmigo en el establo: Tuvimos por cama un monte de heno.

Y levantaba el rostro transfigurado, con una llama de mística lumbre en el fondo de los ojos, y las pestañas de oro guarnecidas de lágrimas. Las mujerucas volvían á santiguarse:

—¡Tú tienes el mal cativo, rapaza!

Y la rodeaban, apoyados los cántaros en las caderas, hablándose en voz baja con un murmullo milagrero y trágico. La pastora, de hinojos sobre la yerba, clamaba:

—¡Cuidade! Ya veréis cómo los verdugos han de sufrir todos los trabajos de este mundo, y al cabo han de perecer arrastrados por los caminos. ¡Y nacerán las ortigas cuando ellos pasen!…

Las mujerucas, incrédulas y cándidas, volvían á decirle:

—Pero ¿era algo tuyo?

Adega se erguía sobre las rodillas, gritando con la voz ya ronca:

—¡Era Dios Nuestro Señor!… ¿Vosotras sois capaces de negarlo? ¡Arrastradas os veréis!

Las mujeres, después de oírla, salían lentamente del corro, y mientras llenaban los cántaros en la fuente, hacían su comento, la voz asombrada y queda:

—Ese peregrino llevaba ya tiempo corriendo por estos contornos.

—¡Famoso prosero estaba!

—Y la rapaza, ¿cómo diz que era Dios Nuestro Señor?

—La rapaza tiene el mal cativo.

—¡San Clodio Glorioso, y puede ser que lo tenga!

Las mujerucas hablaban reunidas en torno de la fuente, sus rostros se espejaban temblorosos en el cristal y su coloquio parecía tener el misterio de un cuento de brujas. El agua, que desbordaba en la balsa, corría por el fondo de una junquera deteniéndose en remansos y esmaltando flores de plata.

Capítulo VI

LA PASTORA ya no tornó á la venta. Anduvo perdida por los caminos clamando su cuita, y durmió en los pajares, donde le daban albergue por caridad. Los aldeanos que trabajaban los campos, al divisarla desde lejos, abandonaban su labor y pausadamente venían á escucharla desde el lindar de los caminos. Adega cruzaba trágica y plañidera:

—¡Todos lo veréis, el lindo infante que me ha de nacer!… Conoceréisle porque tendrá un sol en la frente. ¡Nacido será de una pobre pastora y de Dios Nuestro Señor!

Los aldeanos se santiguaban supersticiosos:

—¡Pobre rapaza, tiene el mal cativo!

Adega, jadeante, con los pies descalzos, con los brazos en alto, con la boca trémula por aquellos gritos proféticos, se perdía á lo largo de los caminos. Sólo hacía algún reposo en el monte con los pastores: Sentada al abrigo de las viejas piedras célticas, les contaba sus sueños. El sol se ponía y los buitres que coronaban la cumbre batían en el aire sus alas, abiertas sobre el fondo encendido del ocaso:

—¡Será un lindo infante, lindo como el sol! ¡Ya una vez lo tuve en mis brazos! ¡La Virgen María me lo puso en ellos! ¡Rendidos me quedaron de lo bailar!

Un pastor viejo le replicaba:

—¿Cómo lo tuviste en brazos si no es nacido? ¡Ay, rapaza, busca un abade que te diga retorneada la oración de San Cidrán!

Y otro pastor con los ojos en lumbre repetía:

—¡Muy bien pudo ser aparición de milagro! ¡Aparición de milagro pudo ser!

Adega clamaba:

—Estas manos mías lo bailaron, y era su risa un arrebol.

La fe de aquellos relatos despertaba la cándida fantasía de los pastores que, sentados en torno sobre la yerba, la contemplaban con ojos maravillados y le ofrecían con devoto empeño la merienda de sus zurrones. Después, ellos también contaban milagros y prodigios: Historias de ermitaños, de tesoros ocultos, de princesas encantadas, de santas apariciones. Un viejo que llevaba al monte tres cabras negras, sabía tantas, que un día entero, de sol á sol, podía estar contándolas. Tenía cerca de cien años, y muchas de sus historias habían ocurrido siendo él zagal. Contemplando sus tres cabras negras, el viejo suspiraba por aquel tiempo, cuando iba al monte con un largo rebaño que tenían en la casa de sus abuelos. Un coro infantil de pastores escuchaba siempre los relatos del viejo: Había sido en aquel buen tiempo lejano cuando se le apareciera una dama sentada al pie de un árbol, peinando los largos cabellos con peine de oro. Oyendo al viejo, algunos pastores murmuraban con ingenuo asombro:

—¡Sería una princesa encantada!

Y otros, sabedores del suceso, contestaban:

—¡Era la reina mora, que tiene prisionera un gigante alarbio!…

El viejo asentía moviendo gravemente la cabeza, daba una voz á sus tres cabras para que no se alejasen, y proseguía:

—¡Era la reina mora!… A su lado, sobre la yerba, tenía abierto un cofre de plata lleno de ricas joyas que rebrillaban al sol… El camino iba muy desviado, y la dama, dejándose el peine de oro preso en los cabellos, me llamó con la su mano blanca, que parecía una paloma en el aire. Yo, como era rapaz, dime á fujir, á fujir…

Y los pastores interrumpían con candoroso murmullo:

—¡Si á nos quisiera aparecerse!

El viejo respondía con su entonación lenta y religiosa, de narrador milenario:

—¡Cuantos se acercan, cuantos perecen encantados!

Y aquellos pastores que habían oído muchas veces la misma historia, se la explicaban á los otros pastores que nunca la habían oído. El uno decía:

—Vos no sabéis que para encantar á los caminantes, con su gran fermosura los atrae.

Y otro agregaba:

—Con la riqueza de las joyas que les muestra, los engaña.

Y otro más tímidamente advertía:

—Tengo oído que les pregunta cuál de todas sus joyas les place más, y que ellos, deslumbrados viendo tantos broches, y cintillos, y ajorcas, y joyeles, pónense á elegir, y así quedan presos en el encanto.

El viejo dejaba que los murmullos se acallasen, y proseguía con su vieja inventiva, llena de misterio la voz:

—Para desencantar á la reina y casarse con ella, bastaría con decir: Entre tantas joyas, sólo á vos quiero, señora reina. Muchos saben aquesto, pero cegados por la avaricia se olvidan de decirlo y pónense á elegir entre las joyas…

El murmullo de los zagales volvía á levantarse como un deseo fabuloso y ardiente:

—¡Si á nos quisiese aparecerse!

El viejo los miraba compasivo:

—¡Desgraciados de vos! El que ha de romper ese encanto no ha nacido todavía…

Después, todos los pastores, como si un viento de ensueño removiese el lago azul de sus almas, querían recordar otros prodigios. Eran siempre las viejas historias de los tesoros ocultos en el monte, de los lobos rabiosos, del santo ermitaño por quien al morir habían doblado solas las campanas de San Gundián: ¡Aquellas campanas que se despertaban con el sol, piadosas, madrugadoras, sencillas como dos abadesas centenarias! Adega escuchaba atenta estos relatos que extendían ante sus ojos como una estela de luz, y cuando tornaba á recorrer los caminos, las princesas encantadas eran santas doncellas que los alarbios tenían prisioneras, y los tesoros escondidos iban á ser descubiertos por las ovejas escarbando en el monte, y con ellos haríase una capilla de plata, que tendría el tejado todo de conchas de oro:

—¡En esa capilla bautizaráse aquel hijo que me conceda Dios Nuestro Señor! ¡Vosotros lo habéis de alcanzar! Tocarán solas las campanas ese amanecer, y resucitará aquel santo peregrino que los judíos mataron á la vera de la fuente. ¡Vosotros lo habéis de ver!

Y jadeante, con los pies descalzos, con los brazos en alto, con la boca trémula, se perdía clamando sus voces á lo largo de los caminos.

Cuarta estancia

Capítulo I

CON LAS LUCES del alba se despierta Adega. El rocío brilla sobre el oro de sus cabellos. Ha dormido al borde de un sendero, después de vagar perdida por el campo, y sus ojos, donde aún queda el miedo de la noche, miran en torno reconociendo el paraje y las casas distantes de la aldea. Una vieja camina con su nieto de la mano, por el sendero. Adega, viéndola llegar, se incorpora entumecida de frío:

—¿Van para la villa?

—Para allá vamos.

—Yo también tengo de ir.

La vieja y el niño siguen andando. Adega sacude sobre una piedra los zuecos llenos de arena, y se los calza. Después de una carrera para alcanzar á la vieja que camina encorvada, exhortando al niño que llora en silencio, balanceando la cabeza:

—Agora que comienzas á ganarlo, has de ser humildoso, que es ley de Dios.

—Sí, señora, sí…

—Has de rezar por quien te hiciere bien y por el alma de los difuntos.

—Sí, señora, sí…

—En la feria de San Gundián, si logras reunir para ello, has de comprarte una capa de juncos, que las lluvias son muchas.

—Sí, señora, sí…

—Para caminar por las veredas has de descalzarte los zuecos.

—Si señora, sí…

La soledad del camino hace más triste aquella salmodia infantil, que parece un voto de humildad, de resignación y de pobreza hecho al comenzar la vida. La vieja arrastra penosamente las madreñas, que choclean en las piedras del camino, y suspira bajo el mantelo que lleva echado por la cabeza. El nieto llora y tiembla de frío: Va vestido de harapos. Es un zagal albino, con las mejillas asoleadas y pecosas: Lleva trasquilada sobre la frente, como un siervo de otra edad, la guedeja lacia y pálida, que recuerda las barbas del maíz. La abuela y el nieto siguen siempre una orilla del sendero, y por la otra orilla, caminando á su par, va la pastora. Después de algún tiempo, la vieja le habla así:

—Tú, ¿por qué no buscas un amo y dejas de andar por los caminos, rapaza?

Adega baja los ojos. Aquel consejo de la vieja lo escucha en todas partes, lo mismo en las puertas donde se detiene á pedir limosna, que en las majadas donde es acogida por la noche, y siempre responde igual, con las pestañas de oro temblando sobre la flor triste de sus pupilas:

—Ya lo busco, mas no lo topo.

La vieja murmura sentenciosa:

—Los amos no se topan andando por los caminos. Así, tópanse solamente moras en los zarzales.

Y sigue en silencio, con su nieto de la mano. Óyese distante el ladrido de los perros y el canto de los gallos. Lentamente el sol comienza á dorar la cumbre de los montes. Brilla el rocío sobre la yerba, revolotean en torno de los árboles con tímido aleteo los pájaros nuevos, ríen los arroyos, murmuran las arboledas, y aquel camino de verdes orillas, triste y desierto, se despierta como viejo camino de sementeras y de vendimias. Rebaños de ovejas suben por la falda del monte, y mujeres cantando van para el molino con maíz y con centeno. Por medio del sendero cabalga lentamente el Señor Arcipreste, que se dirige á predicar en una fiesta de aldea. A su paso salmodian la vieja, la pastora y el nieto:

—¡Santos y buenos días nos dé Dios!

El Señor Arcipreste refrena la yegua de andadura mansa y doctoral:

—¿Vais de feria?

La vieja responde:

—¡Los pobres no tenemos que hacer en la feria! Vamos á la villa buscando amo para el rapaz.

—¿Sabe la doctrina?

—Sabe, sí, señor. La pobreza no quita el ser cristiano.

—Y la rapaza, ¿qué hace?

—La rapaza no es sangre mía. A la cuitada dale por veces un ramo cativo.

Adega escucha con los ojos bajos. El Señor Arcipreste la interroga con indulgente gravedad:

—¿No tienes padres?

—No, señor.

—¿Y qué haces?

—Ando á pedir…

—¿Por qué no buscas un amo?

—No lo topo…

—¡Válate Dios! Pues hay que sacarse de correr por los caminos.

El Señor Arcipreste deja caer una lenta bendición y se aleja al paso majestuoso de su yegua. La vieja insiste aconsejadora:

—Ya has oído… Hoy júntase en la villa el mercado de los sirvientes. Allí voy con mi nieto, y allí tienes tú de encontrar amo, aun cuando solamente sea por el yantar.

Adega murmura resignada:

—En la venta también servía por el yantar.

Y todavía, al recuerdo, estremécese de miedo bajo sus harapos.

Capítulo II

EN LA VILLA, descansando á la sombra de un palacio hidalgo, la pastora miraba la procesión de gentes, con ojos maravillados, mientras la vieja, sentada á un lado con las manos debajo del mantelo, murmuraba siempre aconsejadora:

—Estarás aquí sin dar voces ni decir cosa ninguna.

—Estaré, sí, señora.

—¡Sin dar voces!

—Como me manden.

—¡Repara la compostura que guarda mi nieto!

—Sí, señora, sí.

También descansaban á la sombra viejas parletanas vestidas con dengue y cofia como para una boda, y zagalas que nunca habían servido y ocultaban vergonzosas los pies descalzos bajo los refajos amarillos, y mozos bizarros de los que campan y aturujan en las romerías, y mozas que habían bajado de la montaña y suspiraban por su tierra, y rapaces humildes que llevaban los zuecos en la mano y la guedeja trasquilada sobre la frente como los siervos antiguos. Por medio de la calle, golpeando las losas con el cueto herrado del palo, iba y venía el ciego de la montera parda y los picarescos decires. La abertura de su alforja dejaba asomar las rubias espigas de maíz que había recogido de limosna á su paso por las aldeas. Una de aquellas viejas parletanas le llamó:

—¡Escucha una fabla!

El ciego se detuvo, reconociendo la voz:

—¿Eres Sábela la Galana?

—La misma. ¿Has estado en el Pazo de Brandeso?

—Hace dos días pasé por allí.

—¿Preguntaste si necesitaban una criada?

—Por sabido que pregunté.

—¿Y qué te han dicho?

—Que te llegues por aquella banda y hablarás con el mayordomo. Yo en todo he respondido por ti.

—¡Dios te lo premie!

La abuela también llamó al ciego:

—¡Oye!… Para un nieto mío, ¿no podrás darme razón de alguna casa donde me lo traten con blandura, pues nunca ha servido?

—¿Qué tiempo tiene?

—El tiempo de ganarlo. Nueve años hizo por el mes de Santiago.

—Como él sea despierto, amo que lo mire bien no faltará.

—Pobre soy, mas en aquello que pudiese habría de corresponder contigo.

—Espérame aquí con el rapaz, que acaso os traiga luego razón.

—También tengo que hablarte por una pobre cuitada.

—Cuando retorne.

Y se alejaba golpeando las losas con el cueto del palo. Tres zagales le llamaban desde lejos:

—Una fabla, Electus. Dijéronnos que se despedía el criado del señor Abade de Cela.

—Nada he oído.

—¿No te dieron encargo de que buscases otro?

—De esta vez ninguna cosa me han dicho.

—Será entonces mentira.

—Puede que lo sea.

—¿Y tú no sabes de ningún acomodo?

—Tal que pueda conveniros á vosotros, solamente sé de uno.

—¿Dónde?

—Aquí en la villa. Las tres nietas del Señor mi Conde. Tres rosas frescas y galanas: ¡Para cada uno de vosotros la suya!

Los zagales reían al oírle:

—Estas rosas están guarnidas de muy luengas espinas: Solamente tú puédelas coger.

Y volvieron á estallar las risas con alegre e ingenua mocedad. Adega, temerosa de no encontrar amo á quien servir, ponía en todo una atención llena de zozobra. Cuando alguien cruzaba por su lado, las tristes violetas de sus ojos se alzaban como implorando, pero nadie reparaba en ella. Pasaban los hidalgos llevando del diestro sus rocines enjaezados con antiguas sillas jinetas; pasaban viejos labradores arrastrando lucientes capas de paño sedán, y molineros blancos de harina, y trajinantes que ostentaban botones de plata en el calzón de pana, y clérigos de aldea cetrinos y varoniles, con grandes paraguas bajo el brazo. Cuantos iban en busca de criado, desfilaban deteniéndose e interrogando:

—¿Qué años tienes, rapaz?

—No le podré decir, pero paréceme que han de ser doce.

—¿Sabes segar yerba?

—Sé, sí, señor.

—¿Y cuánto ganas?

—Eso será aquello que tenga voluntad de darme. Hasta agora solamente serví por los bocados.

Y un poco más adelante:

—Tú, ¿de qué banda eres, moza?

—Una legua desviado de Cela.

—¿Dónde servías?

—Nunca tuve amo.

Y todavía más lejos:

—¿Tú serviste aquí en la villa?

—Serví, sí, señor.

—¿Muchos años?

—Pasan de siete.

—¿Cuántos amos tuviste?

—Tuve dos.

—¿Cuánto ganabas?

—Según.

—¿Cuánto acostumbra de dar?

—Agora yo también te digo, según.

—Y dice bien. Conforme el servicio del criado, conforme ha de corresponder el amo. No es alabanza, pero si nos arreglamos paréceme no quedará quejoso.

Se hacían corros y nunca faltaban viejas comadres que se acercasen, entrometidas y conqueridoras:

—¡Buenos días nos dé Dios!… Sus padres sonle muy honrados. Por la soldada no se desarreglen. Verá qué pronto toma ley á la casa. Mire que tan bueno encontrará; mejor, mía fe, que no.

E iban así de corro en corro, pero no gozaban de aquel favor popular que gozaba el ciego de la montera parda. Cuando reapareció en el confín de la calle golpeando las losas con el cuento herrado del bordón, nuevamente comenzaron á llamarle de uno y otro lado. Él respondía sacudiendo las alforjas de piel de cordero, ya escuetas:

—¡Considerad que bajo este peso me doblo!… Dejad que llegue donde pueda reposarme.

Viejos y mozos reían al oírle. La abuela también le gritó testera:

—Aquí estamos esperándote con un dosel.

El ciego repuso gravemente:

—Agora iré á sentarme debajo para decirte lo que hay… Paréceme que hallé acomodo para los dos rapaces.

Y entró en el palacio solariego con una de aquellas viejas parletanas, muy nombrada porque hacía la compota de guindas y la trepezada de membrillo como las señoras monjas de San Payo. A todo esto la gente se agrupaba para ver á un hombre que llevaban preso. Adega se acercó también, y al verle sus pestañas de oro temblaron asustadas. Aquel hombre, á quien conducían con los brazos atados, era el hijo de la ventera.

Capítulo III

POR LA PUERTA del Deán que aún quedaba en pie de la antigua muralla, salían á la media tarde la vieja, la pastora y el niño. La vieja iba diciéndoles:

—Ya habéis encontrado acomodo: Agora vos cumple ser honrados y trabajadores.

Los tres caminan acezando, temerosos de que la noche les coja en despoblado. Ya lejos de la villa, en una encrucijada del camino, la vieja se detiene irresoluta:

—¡Oye, Adega!… Si nos pasamos por el Pazo de Brandeso, no tendremos día para llegar á San Clodio.

Adega murmura tristemente:

—Si no puede acompañarme, yo iré sola… El camino lo sé: Con todo, sería gustante que hablase por mí á tan gran señora.

La vieja se siente compadecida:

—Iremos primero donde esperan al rapaz, y luego, con la luna, nos llegaremos al Pazo, que es poco arrodeo.

Bajo aquel sol amable, que luce sobre los montes, cruza por los caminos la gente de las aldeas. En una lejanía de niebla azul se divisan los cipreses de San Clodio, oscuros y pensativos, con las cimas ungidas por un reflejo dorado y crepuscular. Los rebaños vuelven hacia la aldea, y el humo indeciso y blanco que sube de los hogares se disipa en la luz como salutación de paz. Sentado en la puerta del atrio, un ciego pide limosna y levanta al cielo los ojos, que parecen dos ágatas blanquecinas:

—¡Santa Lucía bendita nos conserve la amable vista y salud en el mundo para ganarlo!… ¡Dios vos otorgue qué dar y qué tener!… ¡Salud y vista en el mundo para ganarlo!… ¡Tantas buenas almas del Señor como pasan, no dejarán al pobre un bien de caridad!…

Y el ciego tiende la palma seca y amarillenta. La vieja, dejando á la pastora en el camino, se acerca con su nieto de la mano y murmura tristemente:

—¡Somos otros pobres!… Dijéronme que buscabas un criado…

—Dijéronte verdad. Al que tenía enantes abriéronle la cabeza en la romería de San Amaro ¡Está que loquea!

—A mí mándame Electus.

—¡Ése no necesita criado! Sabe los caminos mejor que muchos que tienen vista.

—Vengo con mi nieto.

—Vienes bien.

El ciego extiende sus brazos palpando en el aire.

—Llégate, rapaz.

La vieja empuja al niño, que tiembla como un cordero acobardado y manso ante aquel hombre hosco, envuelto en un roto capote de soldado. La mano amarillenta y pedigüeña del ciego se posa sobre los hombros del niño, ándale á tientas por la espalda, corre á lo largo de las piernas:

—¿Te cansarás de caminar con las alforjas?

—No, señor: estoy hecho á eso.

—Para llenarlas hay que correr muchas puertas. ¿Tú conoces bien los caminos de las aldeas?

—Donde no conozca, pregunto.

—En las romerías, cuando yo eche una copla, tú tienes que responderme con otra. ¿Sabrás?

—En deprendiendo, sí, señor.

—Ser criado de ciego es acomodo que muchos quisieran.

—Sí, señor, sí.

—Puesto que has venido, vamos hasta la rectoral: ¡Allí hay caridad! En este paraje no se recoge una triste limosna.

El ciego se incorpora entumecido, y apoya la mano en el hombro del niño, que contempla tristemente el largo camino, y la campiña, verde y húmeda, que sonríe en la paz de la tarde, con el caserío de las aldeas disperso y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparramado de las puertas, y las montañas azules, y la nieve en las cumbres. A lo largo del camino un zagal anda encorvado segando yerba, y la vaca de trémulas y rosadas ubres pace mansamente arrastrando el ronzal. Mozos y mozas vuelven á la aldea cantando por los caminos, y el humo blanco parece salir de entre las higueras. El ciego y el niño se alejan lentamente, y la abuela suspira, enjugándose los ojos al mismo tiempo que se junta con Adega:

—¡Malpocado, nueve años y gana el pan que come!… ¡Alabado sea Dios!…

Adega, sintiendo pasar sobre su rostro el aliento encendido del milagro, murmura:

—Ese ciego es un santo del Cielo, que anda por el mundo para saber dónde hay caridad y luego darle cuenta á Nuestro Señor.

La vieja responde:

—Nuestro Señor, para saber dónde se esconden las buenas almas, no necesita experimentarlo.

Y callaron porque ya iban acezando, en su afán de llegar con día al Pazo de Brandeso.

Capítulo IV

PASABA el camino entre dos lomas redondas e iguales como los senos de una giganta, y la pastora se detuvo mostrándole á la vieja una sombra lejana, que allá en lo más alto parecía leer atentamente, alumbrándose con un cirio que oscilaba misterioso bajo la brisa crepuscular. La vieja miró largo tiempo, y luego advirtió:

—A ese hombre yo lo vide en otros parajes. ¿Sabes cómo se llama el libro donde lee? El libro de San Cidrián. ¡También un hermano de mi padre lo tenía!…

Adega bajó la voz misteriosa y crédula:

—Con él descúbrense los tesoros ocultos.

La vieja negaba moviendo la cabeza, porque tenía la enseñanza de sus muchos años:

—Aquel hermano de mi padre vendió las tierras, vendió las vacas, vendió hasta el cuenco del caldo y nunca descubrió cosa ninguna.

—Mas otros han hallado muy grandes riquezas…

—Yo á ninguno conocí. Cuando era rapaza, tengo oído que entre estas dos lomas hay oculto dinero para siete reinados, pero dígote que son cuentos.

Adega, con las violetas de sus ojos resplandecientes de fe, murmuró como si repitiese una oración aprendida en un tiempo lejano:

—Entre los penedos y el camino que va por bajo, hay dinero para siete reinados, y días de un rey habrán de llegar en que las ovejas, escarbando, los descubrirán.

La vieja suspiró desengañada:

—Ya te digo que son cuentos.

—Cuentos serán, pero sinfín de veces lo escuché en el monte, á un viejo de San Pedro de Cela.

—¡Si fuese verdad todo lo que se escucha, rapaza! A ese que lee, yo le conozco. Vino poco hace de la montaña, y anda por todos estos parajes leyendo en ese gran libro luego que se pone el sol. Tiene los ojos lucientes como un can adolecido, y la color más amarilla que la cera.

Y dijo Adega:

—Yo también lo conozco. En la venta se reposó muchas veces. Allí, contó un día que los alarbios guardadores de los tesoros solamente se muestran en esta hora, y que habrán de leerse las palabras escritas á la luz de un cirio bendito.

Susurraron largamente los maizales, levantóse la brisa crepuscular removiendo las viejas hojas del infolio, y la luz del cirio se apagó ante los ojos de las dos mujeres. Habíase puesto el sol, y el viento de la tarde pasaba como una última alegría sobre los maizales verdes y rumorosos. El agua de los riegos corría en silencio por un cauce limoso, y era tan mansa, tan cristalina, tan humilde, que parecía tener alma como las criaturas del Señor. Aquellas viejas campanas de San Gundián y de San Clodio, de Santa Baya de Brandeso y de San Berísimo de Céltigos dejaban oír sus voces en la paz de la tarde, y el canto de un ruiseñor parecía responderlas desde muy lejos: Se levantaba sobre la copa oscura de un árbol, al salir la luna, ondulante, dominador y gentil como airón de plata en la cimera de un arcángel guerrero. Y las dos mujeres iban siempre camino adelante, acezando en su afán de llegar. Al cabo la vieja murmuró haciendo un alto:

—¡Ya poco falta, rapaza!

Y Adega repuso:

—¡Ya poco falta, sí, señora!

Continuaron en silencio. El camino estaba lleno de charcos nebulosos, donde se reflejaba la luna, y las ranas que bajo la luz de plata cantaban en la orilla su solo monótono y senil, saltaban al agua apenas los pasos se acercaban. A lo lejos, sobre el cielo azul y constelado de luceros, destacábase una torre almenada, como en el campo de un blasón. Era la torre del Pazo de Brandeso: Estaba en el fondo de un gran jardín antiguo, que esparcía en la noche la fragancia de sus flores. Tras la cancela de hierro, los cipreses asomaban muy altas sus cimas negras, y los cuatro escudos del fundador, que coronaban el arco de la puerta, aparecían iluminados por la luna. Adega murmuró en voz baja cuando llegaron:

—¡Todas las veces que vine á esta puerta, todas me han socorrido!

Y la vieja repuso:

—¡Es casa de mucha caridad!

Acercáronse las dos juntas, llenas de respeto, y miraron por el enrejado de la cancela:

—No se ve á nadie, rapaza.

—¡Acaso sea muy tarde!

—Tarde, no, pues hállase abierto… Entraremos hasta la cocina.

—¿Y si están sueltos los perros?…

—¿Tienen perros?

—Tienen dos, y un lobicán muy fiero.

En esto vieron una sombra que se acercaba, y esperaron. Poco después reconocían al que llegaba, aun cuando encubríale por entero la parda anguarina. Los ojos calenturientos fulguraban bajo el capuz, y las manos, que salían del holgado ropaje como las de un espectro, estrechando un infolio encuadernado en pergamino. Llegó hasta la cancela hablando á solas, musitando concordancias extrañas, fórmulas oscuras y litúrgicas para conjurar brujas y trasgos. Iba á entrar, y la vieja le interrogó con una cadencia de salmodia:

—¿No andarán sueltos los perros?

—Nunca los sueltan hasta después de cerrar.

Era su voz lenta y adormecida, como si el alma estuviese ausente. Empujó la cancela, que tuvo un prolongado gemir, y siempre musitando aquellas oraciones de una liturgia oscura, penetró en el jardín señorial. Las dos mujeres, cubiertas las cabezas con los mantelos, como sombras humildes, entraron detrás.

Capítulo V

LOS CRIADOS están reunidos en la gran cocina del Pazo. Arde una hoguera de sarmientos, y las chispas y el humo suben retozando por la negra campana de la chimenea que cobija el hogar y los escaños donde los criados se sientan. Es una chimenea de piedra que pregona la generosidad y la abundancia, con sus largos varales de donde cuelga la cecina puesta al humo. La sombra del buscador de tesoros se desliza á lo largo del muro, con el infolio apretado sobre el pecho, y desaparece en un rincón murmurando sus oraciones cabalísticas. Los criados le tienen por loco: Presentóse hace tiempo como nieto de un antiguo mayordomo, y allí está recogido, que todo es tradicional en el Pazo. La vieja y la zagala, que han entrado detrás, murmuran humildes:

—¡Santas y buenas noches!

Algunas voces responden:

—¡Santas y buenas!

Una moza encendida como manzana sanjuanera, con el cabello de cobre luciente y la nuca más blanca que la leche, está en pie llenando los cuencos del caldo, arremangada hasta el codo la camisa de estopa. Con el rostro iluminado por la llama, se vuelve hacia las dos mujeres:

—¿Qué deseaban?

La vieja se acerca al fuego, estremeciéndose de frío:

—Venimos por ver si esta rapaza halla aquí acomodo.

Un criado antiguo murmura:

—Somos ya diez para holgar.

La vieja vuelve á estremecerse, y toda encorvada sigue acercándose al hogar:

—¡Asús!… Parece mismo como que da vida esta lumbre. ¿Por qué quedas ahí, rapaza?

Adega responde con los ojos bajos:

—Deje, que el frío no me hace mal.

La moza de la cara bermeja se vuelve compasiva:

—Anda, que tomarás un cuenco de caldo.

Adega murmura:

—¡Nuestro Señor se lo premie!

La vieja sigue estremeciéndose:

—En todo el santo día no hemos probado cosa caliente.

El criado de las vacas, al mismo tiempo que sumerge en el caldo la cuchara de boj, mueve gravemente la cabeza:

—¡Lo que pasan los pobres!

La vieja suspira:

—¡Sólo ellos lo saben, mi fijo!

Hay algo de patriarcal en aquella lumbre de sarmientos que arde en el hogar y en aquella cena de los criados, nacidos muchos de ellos bajo el techo del Pazo. La vieja y la zagala sostienen en ambas manos los cuencos humeantes, sin osar catarlos mientras las interroga una dueña de cabellos blancos que llevó en brazos á la señora:

—¿Quién os encaminó aquí?

—Electus.

—¿El ciego?

—Sí, señora, el ciego. Díjonos que necesitaban una rapaza para el ganado y que tenía á su cargo buscarla…

El criado de las vacas murmura:

—¡Condenado Electus!

La dueña se encrespa de pronto:

—¡Luego querrá que la señora le recompense por haberle traído una boca más!…

Otros criados repiten por lo bajo con cierto regocijo:

—¡Cuántas mañas sabe!

—¡Qué gran raposo!

—¡Conoce el buen corazón de la señora!

La vieja, decidiéndose á catar el caldo, murmura componedora y de buen talante:

—No se apure, mi ama. La rapaza servirá por los bocados.

Adega murmura tímidamente:

—Yo sabré ganarlo.

La dueña se yergue, sintiendo el orgullo de la casa, cristiana e hidalga:

—Oye, moza, aquí todos ganan su soldada, y todos reciben un vestido cada año.

Los criados con las cabezas inclinadas, sorbiendo las berzas en las cucharas de boj, musitan alabanzas de aquel fuero generoso que viene desde el tiempo de los bisabuelos. Después, la dueña de los cabellos blancos se aleja sonando el manojo de sus llaves, y al desaparecer por una puerta oscura va diciendo, como si hablase sola:

—Esta noche dormirán en el pajar. Mañana que disponga la señora.

Cuando desaparece, la moza de la cara bermeja se acerca á la pastora, y le dice risueña:

—¿Cómo te llamas?

—Adega.

—Pues no tengas temor, Adega. Tú quedarás aquí, como quedan todos. Aquí á nadie se cierra la puerta.

Y allá en el fondo de la cocina, se eleva la voz religiosa y delirante del buscador de tesoros, mientras su sombra se acerca lentamente:

—¡Rapaza, puerta de tanta caridad no la hay en todo el mundo!… ¡Los palacios del rey todavía no son de esta noble conformidad!…

Quinta estancia

Capítulo I

LOS CRIADOS velaron en la cocina, donde toda la noche ardió el fuego. Una cacería de lobos estaba dispuesta para el amanecer. De tiempo en tiempo, mientras se recuerdan los lances de otras batidas, los más viejos descabezan un sueño en los escaños. Cuando alguien llama en la puerta de la cocina, se despiertan sobresaltados. La moza de la cara bermeja, que está siempre dispuesta para abrir, descorre los cerrojos, y entra, murmurando las santas noches, algún galán de la aldea, celebrado cazador de lobos. Deja su escopeta en un rincón y toma asiento al pie del fuego. La dueña de los cabellos blancos aparece y manda que le sirvan un vaso de vino nuevo. El cazador, antes de apurarlo, salmodia la vieja fórmula:

—¡De hoy en mil años y en esta honrada compaña!

La moza de la cara bermeja vuelve al lado de Adega:

—A mí paréceme que te conozco. ¿Tú no eres de San Clodio?

—De allí soy, y allí tengo todos mis difuntos.

—Yo soy poco desviado… En San Clodio viven casadas dos hermanas de mi padre, pero nosotros somos de Andrade. Yo me llamo Rosalva. La señora es mi madrina.

Adega levanta las violetas de sus ojos y sonríe, humilde y devota.

—¡Rosalva! ¡Qué linda pudo ser la Santa que tuvo ese nombre, que mismo parece cogido en los jardines del Cielo!

Y queda silenciosa, contemplando el fuego que se abate y se agiganta bajo la negra campana de la chimenea, mientras el criado de las vacas, al otro lado del hogar, endurece en las lenguas de la llama una vara de roble, para calzar en ella el hocino: Armado de esta suerte irá en la cacería, y entraráse con los perros por los tojares donde los lobos tienen su cubil. En el fondo de la cocina, otro de los criados afila la hoz, y produce crispamiento aquel penetrante chirrido que va y viene, al pasar del filo por el asperón. Poco á poco, Adega se duerme en el escaño, arrullada por el murmullo de las voces, que apagadas y soñolientas hablan de las sementeras, de las lluvias, y del servicio en los Ejércitos del Rey. A lo largo del corredor resuenan las llaves y las toses de la dueña, que un momento después asoma preguntando:

—¿Cuántos os juntáis?

Cesan de pronto las conversaciones, y, sin embargo, una ráfaga de vida pasa sobre aquellas cabezas amodorradas, anímanse los ojos, y se oye, como rumor de marea, el ras de los zuecos en las losas. La moza de la cara bermeja, puesta en pie, comienza á contar:

—Uno, dos, tres…

Y la dueña espera allá en el fondo oscuro. En tanto sus ojos compasivos se fijan en la pastora:

—¡Divino Señor!… Duerme como un serafín. Tengan cuidado, que puede caerse en el fuego.

La vieja toca el hombro de Adega:

—¡Eh!… ¡Álzate, rapaza!

Adega abre los ojos y vuelve á cerrarlos. La dueña murmura:

—No la despierten… Pónganle algo bajo la sien, que descansará más á gusto.

La vieja dobla el mantelo, y con una mano suspende aquella cabeza melada por el sol como las espigas: La pastora abre de nuevo los ojos y al sentir la blandura del cabezal suspira. La vieja vuélvese hacia la dueña con una sonrisa de humildad y de astucia:

—¡Pobre rapaza sin padres!

—¿No es hija suya?

—No, señora… A nadie tiene en el mundo. Yo la acompaño por compasión que me da. A la cuitada éntrale por veces un ramo cativo, y mete dolor de corazón verla correr por los caminos cubierta de polvo, con los pies sangrando. ¡Crea que es una gran desgracia!

—¿Y por qué no la llevan á Santa Baya de Cristamilde?

—Ya le digo que no tiene quien mire por ella…

El nombre de la Santa ha dejado tras sí un largo y fervoroso murmullo que flota en torno del hogar, como la estela de sus milagros. En el mundo no hay Santa como la Santa Baya de Cristamilde. Cuantos llegan á visitar su ermita sienten un rocío del Cielo. Santa Baya de Cristamilde protege las vendimias y cura las mordeduras de los canes rabiosos; pero sus mayores prodigios son aquellos que obra en su fiesta sacando del cuerpo los malos espíritus. Muchos de los que velan al amor de aquel fuego de sarmientos han visto cómo las enfermas del ramo cativo los escupían en forma de lagartos con alas. Un aire de superstición pasa por la vasta cocina del Pazo. Los sarmientos estallan en el hogar acompañando la historia de una endemoniada: La cuenta con los ojos extraviados y poseído de un miedo devoto, el buscador de tesoros. Fuera los canes, espeluznados de frío, ladran á la luna. Resuenan otra vez las llaves de la dueña. La moza de la cara bermeja se acerca:

—¿Mandaba alguna cosa?

—¿Cuántos has contado?

—Conté veinte, y todavía vendrán más.

—Está bien. Baja á la bodega y sube del vino de la Amela.

—¿Cuánto subo?

—Sube el odre mediano. Si tú no puedes, que baje uno contigo… Dejarás bien cerrado.

—Descuide.

La dueña, al entregarle el manojo de sus llaves destaca una:

—Ésta es la que abre.

—Ya la conozco.

Vase la dueña de los cabellos blancos, y la moza de la cara bermeja enciende un candil para bajar á la bodega. Ulula el viento atorbellinado en la gran campana de la chimenea, y las llamas se tienden y se agachan poniendo un reflejo más vivo en todos los rostros. De tarde en tarde llaman en la puerta, y un cazador aparece en la oscuridad con los alanos atraillados y una vara al hombro: Los que vienen de muy lejos llegan ya cerca del amanecer, y al abrirles, una claridad triste penetra en la vasta y cuadrada cocina donde la hoguera de sarmientos, después de haber ardido toda la noche, muere en un gran rescoldo. En el hogar lleno de ceniza.

Capítulo II

ADEGA fué admitida en la servidumbre de la señora, y aquel mismo día llegaron las mozas de la aldea, que todos los años espadaban el lino en el generoso Pazo de Brandeso. Comenzaron su tarea cantando y cantando la dieron fin: Adega las ayudó. Espadaban en la solana, y desde el fondo de un balcón oía sus cantos la señora, que hilaba en su rueca de palo santo, olorosa y noble. A la señora, como á todas las mayorazgas campesinas, le gustaban las telas de lino y las guardaba en los arcones de nogal, con las manzanas tabardillas y los membrillos olorosos. Después de hilar todo el invierno, había juntado cien madejas, y la moza de la cara bermeja, y la dueña de los cabellos blancos, pasaron muchas tardes devanándolas en el fondo de una gran sala desierta. La señora pensaba hacer con ellas una sola tela, tan rica como no tenía otra.

Las espadadoras trabajaban por tarea, y habiendo dado fin el primer día poco después de la media tarde, se esparcieron por el jardín, alegrándolo con sus voces. Adega bajó con ellas: Sentada al pie de una fuente, atendía sus cantos y sus juegos con triste sonrisa. Las vió alejarse y se sintió feliz. Sus ojos se alzaron al cielo como dos suspiros de luz. Aquella zagala de cándida garganta y cejas de oro, volvía á vivir en perpetuo ensueño. Sentada en el jardín señorial bajo las sombras seculares, suspiraba viendo morir la tarde, breve tarde azul llena de santidad y de fragancia. Sentía pasar sobre su rostro el aliento encendido del milagro, y el milagro acaeció. Al inclinarse para beber en la fuente, que corría escondida por el laberinto de arrayanes, las violetas de sus ojos vieron en el cristal del agua, donde temblaba el sol poniente, aparecerse el rostro de un niño que sonreía. Era aquella aparición un santo presagio: Adega sintió correr la leche por sus senos, y sintió la voz saludadora del que era hijo de Dios Nuestro Señor. Después sus ojos dejaron de ver: Desvanecida al pie de la fuente, sólo oyó un rumor de ángeles que volaban. Recobróse pasado mucho tiempo, y sentada sobre la yerba, haciendo memoria del cándido y celeste suceso, lloró sobrecogida y venturosa. Sentía que en la soledad del jardín, su alma volaba como los pájaros que se perdían cantando en la altura.

Tras los cristales del balcón, todavía hilaba la señora, con las últimas luces del crepúsculo. Y aquella sombra encorvada, hilando en la oscuridad, estaba llena de misterio. En torno suyo todas las cosas parecían adquirir el sentido de una profecía. El huso de palo santo temblaba en el hilo que torcían sus dedos, como temblaban sus viejos días en el hilo de la vida. La Mayorazga del Pazo era una evocación de otra edad, de otro sentido familiar y cristiano, de otra relación con los cuidados del mundo. Había salido la luna, y su luz bañaba el jardín, consoladora y blanca como un don eucarístico. Las voces de las espadadoras se juntaban en una palpitación armónica con el rumor de las fuentes y de las arboledas. Era como una oración de todas las criaturas en la gran pauta del Universo.

Capítulo III

LOS CRIADOS, viéndola absorta como si viviese en la niebla blanca de un ensueño, la instaban para que contase sus visiones: Atentos al relato se miraban, unos incrédulos y otros supersticiosos. Adega hablaba con extravío, trémulos los labios y las palabras ardientes. Como óleo santo, derramábase sobre sus facciones mística ventura. Encendida por la ola de la Gracia, besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como las llamas besaban los sarmientos en el hogar. A veces las violetas de sus ojos fosforecían con extraña lumbre en el cerco dorado de las pestañas, y la dueña de los cabellos blancos, que juzgaba ver en ellos la locura, santiguábase y advertía á los otros criados:

—¡Tiene el ramo cativo!

Adega clamaba al oírla:

—Anciana sois, mas aún así habéis de ver al hijo mío… Conoceréisle porque tendrá un sol en la frente. ¡Hijo será de Dios Nuestro Señor!

La dueña levantaba los brazos, como una abuela benévola y doctoral:

—¡Considera, rapaza, que quieres igualarte con la Virgen María!

Adega, con el rostro resplandeciente de fervor, suspiraba humilde:

—¡Nunca tal suceda!… Bien se me alcanza que soy una triste pastora, y que es una dama muy hermosa la Virgen María. Mas á todas vos digo que en las aguas de la fuente he visto la faz de un infante que al mismo tiempo hablaba dentro de mí… ¡Agora mismo oigo su voz, y siento que me llama, batiendo blandamente, no con la mano, sino con el talón del pie., menudo y encendido como una rosa de mayo!…

Algunas voces murmuraban supersticiosas:

—¡Con verdad es el ramo cativo!

Y la dueña de los cabellos blancos, haciendo sonar el manojo de sus llaves, advertía:

—Es el Demonio, que con ese engaño metióse en ella, y tiénela cautiva y habla por sus labios para hacernos pecar á todos.

El rumor embrujado de aquellas conversaciones sostenidas al amor del fuego, bajo la gran campana de la chimenea, corrió ululante por el Pazo. Lo llevaba el viento nocturno que batía las puertas en el fondo de los corredores, y llenaba de ruidos las salas desiertas, donde los relojes marcaban una hora quimérica. La señora tuvo noticia y ordenó que viniese el Abad para decidir si la zagala estaba poseída de los malos espíritus. El Abad llegó haciendo retemblar el piso bajo su grave andar eclesiástico. Dábanle escolta dos galgos viejos. Adega compareció y fué interrogada. El Abad quedó meditabundo, halagando el cuello de un galgo: Al cabo resolvió que aquella rapaza tenía el mal cativo. La señora se santiguó devota, y los criados, que se agrupaban en la puerta, la imitaron con un sordo murmullo. Después el Abad calábase los anteojos de recia armazón dorada, y hojeando familiar el breviario, comenzaba á leer los exorcismos, alumbrado por llorosa vela de cera que sostenía un criado, en candelero de plata.

Adega se arrodilló. Aquel latín litúrgico le infundía un pavor religioso. Lo escuchó llorando, y llorando pasó la velada. Cuando la dueña encendió el candil para subir á la torre donde dormían, siguió tras ella en silencio. Se acostó estremecida, acordándose de sus difuntos. En la sombra vió fulgurar unos ojos, y temiendo que fuesen los ojos del Diablo, hizo la señal de la cruz.

Llena de miedo intentó recogerse y rezar; pero los ojos apagados un momento, volvieron á encenderse, sobre los suyos. Viéndolos tan cerca extendía los brazos en la oscuridad, queriendo alejarlos. Se defendía llena de angustia gritando:

—¡Arreniégote! ¡Arreniégote!…

La dueña acudió. Adega, incorporada en su lecho, batallaba contra una sombra:

—¡Mirad allí el Demonio!… ¡Mirad cómo ríe! Queríase acostar conmigo y llegó á oscuras: ¡Nadie lo pudiera sentir! Sus manos velludas anduviéronme por el cuerpo y estrujaron mis pechos: Peleaba por poner en ellos la boca, como si fuese una criatura. ¡Oh! ¡Mirad dónde asoma!…

Adega se retorcía, con los ojos extraviados y los labios blancos: Estaba desnuda, descubierta en su lecho. El cabello de oro, agitado y revuelto en torno de los hombros, parecía una llama siniestra. Sus gritos despertaban á los pájaros que tenían el nido en la torre:

—¡Oh!… ¡Mirad dónde asoma el enemigo! ¡Mirad cómo ríe! Su boca negra quería beber en mis pechos… No son para ti, Demonio Cativo, son para el hijo de Dios Nuestro Señor. ¡Arrenegado seas, Demonio! ¡Arrenegado!

A su vez la dueña repetía amedrentada:

—¡Arrenegado por siempre jamás, amén!

Con las primeras luces del alba, que temblaban en los cristales de la torre, huyó el Malo batiendo sus alas de murciélago. La señora, al saber aquello, decidió que la zagala fuese en romería á Santa Baya de Cristamilde. Debían acompañarla la dueña y un criado.

Capítulo IV

SANTA BAYA de Cristamilde está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden á su fiesta muchos devotos. La ermita, situada en lo alto, tiene un esquilón que se toca con una cadena: El tejado es de losas, y bien pudiera ser de oro si la santa quisiera. Adega, la dueña y un criado, han salido á la media tarde para llegar á la media noche, que es cuando se celebra la Misa de las Endemoniadas. Caminan en silencio, oyendo el canto de los romeros que van por otros atajos. A veces, á lo largo de la vereda, topan con algún mendigo que anda arrastrándose, con las canillas echadas á la espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros, vigilantes en los pajares. Sale la luna, y el mochuelo canta escondido en un castañar.

Cuando comienzan á subir el monte, es noche cerrada, y el criado, para arredrar á los lobos, enciende el farol que lleva colgado del palo. Delante va una caravana de mendigos: Se oyen sus voces burlonas y descreídas: Como cordón de orugas se arrastran á lo largo del camino: Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno, y vagan por el mundo sacudiendo vengativos su miseria, y rascando su podre á la puerta del rico avariento. Una mujer da el pecho á su niño cubierto de lepra, otra empuja el carro de un paralítico. En las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras, van dos monstruos: Las cabezas son deformes, las manos palmípedas. Adega reconoce al ciego de San Clodio y al lazarillo, que le sonríe picaresco:

—¿Estás en el Pazo, Adega?

—Allí estoy. ¿Y á ti, cómo te va en esta vida de andar con la alforja?

—No me va mal.

—¿Y tu abuela?

—Agora también anda á pedir.

Al descender del monte, el camino se convierte en un vasto páramo de áspera y crujiente arena. El mar se estrella en las restingas, y de tiempo en tiempo, una ola gigante pasa sobre el lomo deforme de los peñascos que la resaca deja en seco: El mar vuelve á retirarse broando, y allá en el confín, vuelve á erguirse negro y apocalíptico, crestado de vellones blancos: Guarda en su flujo el ritmo potente y misterioso del mundo. La caravana de mendigos descansa á lo largo del arenal. Las endemoniadas lanzan gritos estridentes, al subir la loma donde está la ermita, y cuajan espuma sus bocas blasfemas: Los devotos aldeanos que las conducen, tienen que arrastrarlas. Bajo el cielo anubarrado y sin luna, graznan las gaviotas. Son las doce de la noche y comienza la misa. Las endemoniadas gritan retorciéndose:

—¡Santa tiñosa, arráncale los ojos al frade!

Y con el cabello desmadejado y los ojos saltantes, pugnan por ir hacia el altar. A los aldeanos más fornidos les cuesta trabajo sujetarlas: Las endemoniadas jadean roncas, con los corpiños rasgados, mostrando la carne lívida de los hombros y de los senos: Entre sus dedos quedan enredados manojos de cabellos. Los gritos sacrílegos no cesan durante la misa:

—¡Santa Baya, tienes un can rabioso que te visita en la cama!

Adega, arrodillada entre la dueña y el criado, reza llena de terror. Terminada la misa, todas las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Adega llora vergonzosa, pero acata humilde cuanto la dueña dispone. Las endemoniadas, enfrente de las olas, aúllan y se resisten enterrando los pies en la arena. El lienzo que las cubre cae, y su lívida desnudez surge como un gran pecado legendario, calenturiento y triste. La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. La ola se retira dejando en seco las peñas, y allá en el confín vuelve á encresparse cavernosa y rugiente. Son sus embates como las tentaciones de Satanás contra los Santos. Sobre la capilla vuelan graznando las gaviotas y un niño, agarrado á la cadena, hace sonar el esquilón. La Santa sale en sus andas procesionales, y el manto bordado de oro, y la corona de reina, y las ajorcas de muradana resplandecen bajo las estrellas. Prestes y monagos recitan sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman blasfemas:

—¡Santa, tiñosa!

—¡Santa, rabuda!

—¡Santa, salida!

—¡Santa, preñada!

Los aldeanos, arrodillados, cuentan las olas. Son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del Infierno: ¡Son siete como los pecados del mundo!

Capítulo V

TORNÁBANSE al Pazo de Brandeso la zagala, la dueña y el criado. El clarín de los gallos se alzaba sobre el sueño de las aldeas, y en la oscuridad fragante de los caminos hondos, cantaban los romeros y ululaban las endemoniadas:

—¡Santa, salida!

—¡Santa, rabuda!

—¡Santa, preñada!

Comenzó á rayar el día, y el viento llevó por sotos y castañares la voz de los viejos campanarios, como salutación de una vida aldeana, devota y feliz que parecía ungirse con el rocío y los aromas de las eras. A la espalda quedaba el mar, negro y tormentoso en su confín, blanco de espuma en la playa. Su voz ululante y fiera parecía una blasfemia bajo la gloria del amanecer. En el valle flotaba ligera neblina, el cuco cantaba en un castañar, y el criado interrogábale burlonamente, de cara al soto:

—¡Buen cuco-rey, dime los años que viviré!

El pájaro callaba como si atendiese, y luego oculto en las ramas dejaba oír su voz: El aldeano iba contando:

—Uno, dos, tres… ¡Pocos años son! ¡Mira si te has engañado, buen cuco-rey!

El pájaro callaba de nuevo, y después de largo silencio, cantaba muchas veces. El aldeano hablábale:

—¡Ves cómo te habías engañado!…

Y mientras atravesaron el castañar, siguió la plática con el pájaro. Adega caminaba suspirante: Las violetas de sus pupilas estaban llenas de rocío como las flores del campo, y la luz de la mañana, que temblaba en ellas, parecía una oración. La dueña, viéndola absorta, murmuró en voz baja al oído del criado:

—¿Tú reparaste?

El criado abrió los ojos sin comprender. La dueña puso todavía más misterio en su voz:

—¿No has reparado cosa ninguna cuando sacamos del mar á la rapaza? La verdad, odiaría condenarme por una calumnia, mas paréceme que la rapaza está preñada…

Y velozmente, con escrúpulos de beata, trazó una cruz sobre su boca sin dientes. En el fondo del valle seguía sonando el repique alegre, bautismal, campesino de aquellas viejas campanas que de noche, á la luz de la luna, contemplan el vuelo de brujas y trasgos. ¡Las viejas campanas que cantan de día, á la luz del sol, las glorias celestiales! ¡Campanas de San Belísimo y de Céltigos! ¡Campanas de San Gundián y de Brandeso! ¡Campanas de Gondomar y de Lestrove!…


Publicado el 30 de abril de 2017 por Edu Robsy.
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