La Condesa de Cela

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento



I

«Espérame esta tarde». No decía más el fragante blasonado plieguecillo.

Aquiles, de muy buen humor, empezó a pasearse canturreando retazos zarzueleros, popularizados por todos los organillos de España. Luego quedóse repentinamente serio. ¿Por qué le escribiría ella tan lacónicamente? Hacía algunos días que Aquiles tenía el presentimiento de una gran desgracia: Creía haber notado cierta frialdad, cierto retraimiento. Quizá todo ello fuesen figuraciones suyas, pero él no podía vivir tranquilo.

Aquiles Calderón era un muchacho habanero, salido muy joven de su tierra con objeto de estudiar en la Universidad Compostelana. Al cabo de los años mil, continuaba sin haber terminado ninguna carrera. En los primeros tiempos había derrochado como un príncipe, mas parece ser que su familia se arruinó años después en una revolución, y ahora vivía de la gracia de Dios. Pero al verle hacer el tenorio en las esquinas, y pasear las calles desde la mañana hasta la noche requebrando a las niñeras, y pidiéndolas nuevas de sus señoras, nadie adivinaría las torturas a que se hallaba sometido su ingenio de estudiante tronado y calavera que cada mañana y cada noche tenía que inventar un nuevo arbitrio para poder bandearse. Aquiles Calderón tenía la alegría desesperada y el gracejo amargo de los artistas bohemios. Su cabeza airosa e inquieta, más correspondía al tipo criollo que al español: El pelo era indómito y rizoso, los ojos negrísimos, la tez juvenil y melada, todas las facciones sensuales y movibles, las mejillas con grandes planos, como esos idolillos aztecas tallados en obsidiana. Era hermoso, con hermosura magnífica de cachorro de Terranova. Una de esas caras expresivas y morenas que se ven en los muelles y parecen aculadas en largas navegaciones transatlánticas por regiones de sol. Está impaciente, y para distraerse, tamborilea con los dedos en los cristales de la ventana que le sirve de atalaya. De pronto se endereza, examinando con avidez la calle, arroja el cigarro y va a echarse sobre el sofá aparentando dormir.

Tardó poco en oírse menudo taconeo y el roce sedeño de una cola desplegada en el corredor. Pulsaron desde fuera ligeramente y el estudiante no contestó. Entonces la puerta abrióse apenas, y una cabeza de mujer, de esas cabezas rubias y delicadas en que hace luz y sombra el velillo moteado de un sombrero, asoma sonriendo, escudriñando el interior con alegres ojos de pajarillo parlero. Juzgó dormido al estudiante, y acercósele andando de puntillas, mordiéndose los labios:

—¡Así se espera a una señora, borricote!

Y le pasó la piel del manguito por la cara, con tan fino, tan intenso cosquilleo, que le obligó a levantarse riendo nerviosamente. Entonces la gentil visitante sentósele con estudiada monería en las rodillas, y empezó a atusarle con sus lindos dedos las guías del bigote juvenil y fanfarrón:

—¡Conque no ha recibido mi epístola el poderoso Aquiles!

—¡Cómo no! ¡Pues si te esperaba!

—¡Durmiendo! ¡Ay, hijo, lo que va de tiempos! Mira tú, yo también me había olvidado de venir; me acordé en la catedral.

—¿Rezando?

—Sí, rezando… Me tentó el diablo.

Hizo un mohín, y con arrumacos de gata mimada se levantó de las rodillas del estudiante:

—¡Caramba, no tienes más que huesos!… La atraviesas a una.

Hablaba colocada delante del espejo, ahuecándose los pliegues de la falda.

Aquiles acercóse con aquella dejadez de perdido, que él exageraba un poco, y le desató las bridas de la capota de terciopelo verde, anudadas graciosamente bajo la barbeta de escultura clásica, pulida, redonda y hasta un poco fría como el mármol. La otra, siempre sonriendo, levantó la cara, y juntando los labios, rojos y apetecibles como las primeras cerezas, alzóse en la punta de los pies:

—Bese usted, caballero.

El estudiante besó, con beso largo, sensual y alegre, prenda de amorosa juventud.

II

Era por demás extraño el contraste que hacían la dama y el estudiante. Ella, llena de gracia, trascendiendo de sus cabellos rubios y de su carne fresca y rosada grato y voluptuoso olor de esencias elegantes, deshilachaba los encajes de un pañolito de encaje. Aquiles sonreía protector, con las manos hundidas en los bolsillos y la colilla adherida al labio como un molusco. Lo tronado de su pergeño, la expresión ensoñadora de sus ojos y el negro y rizado cabello, siempre más revuelto que peinado, dábanle gran semejanza con aquellos artistas apasionados y bohemios de la generación romántica.

¡La Condesa de Cela tenía la cabeza a componer y un corazón de cofradía! Antes que con aquel estudiante, dio mucho que hablar con el hermano de su doncella, un muchacho tosco y encogido, que acababa de ordenarse de misa, y era la más rara visión de clérigo que pudo salir de seminario alguno. Había que verle con el manteo a media pierna, la sotana verdosa enredándose al andar, los zapatos claveteados, el sombrero de canal metido hasta las orejas, sentándose en el borde de las sillas, caminando a grandes trancos con movimiento desmañado y torpe. Y, sin embargo, la Condesa le había amado algún tiempo, con ese amor curioso y ávido que inspiran a ciertas mujeres las jóvenes cabezas tonsuradas. No podían, pues, causar extrañeza sus relaciones con Aquiles Calderón. Sin tener larga fecha, habían comenzado en los tiempos prósperos del estudiante. Más tarde, cuando llegaron los días sin sol, Aquiles, como era muy orgulloso, quiso terminarlas bruscamente, pero la Condesa se opuso. Lloró abrazada a él, jurando que tal desgracia los unía con nuevo lazo más fuerte que ningún otro. Durante algún tiempo tomó ella en serio su papel. A pesar de ser casada, creía haber recibido de Dios la dulce misión de consolar al estudiante habanero. Entonces hizo muchas locuras y dio que hablar a toda la ciudad, pero se cansó pronto. Lo que decía el señor Deán:

—¡Muy buena! Madera de santa. Solamente un poco aturdida.

Traveseando como chicuela aturdida, rodea la cintura de su amante y le obliga a dar una vuelta de vals por la sala. Sin soltarse, se dejan caer sobre el sofá. Aquiles, haciéndose el sentimental, empieza a reprocharle sus largas ausencias, que ni aun tienen la disculpa de querer guardar el secreto de aquellos amores. ¡Ay, eran veleidades únicamente! Ella sonríe, como mujer de carácter plácido que entiende la vida y sabe tomar las cosas cual se debe. Aquiles habla y se queja con simulada frialdad, con ese acento extraño de los enamorados que sienten muy honda la pasión y procuran ocultarla como vergonzosa lacería, resabio casi siempre de toda infancia pobre de caricias, amargada por una sensibilidad exquisita, que es la más funesta de las precocidades. La Condesa le escucha distraída, mirándole unas veces de frente, otras de soslayo, sin estarse quieta jamás. Por último, cansada de oírle, se levanta y comienza a pasearse por la sala con las manos cruzadas a la espalda y el aire de colegial aburrido. Aquiles se indigna. ¡Para eso, sólo para eso se ha pasado toda la tarde esperándola! Ella sonríe:

—¡Y acaso yo he venido a oírte sermonear! No comprendes que bastante disgustada estoy…

—¿Tú?

—Sí, yo, que siento las penas de los dos, las tuyas y las mías…

Deja de hablar, contrariada por la sonrisa incrédula de su amante. Luego, clavando en él los ojos claros y un poco descaradillos, como toda su persona, añade irónicamente:

—Desengáñate, las apariencias engañan mucho. ¿Quién viéndote a ti podrá sospechar ni remotamente las penurias que pasas?

Aunque herido en su orgullo, el bohemio sonríe atusándose el bigote, mostrando los dientes blancos como los de un negro. La Condesa ríe también. Y semejante a su lindo galguillo inglés, muerde jugueteando una de las manos del estudiante, fina, morena y varonilmente velluda. De pronto se levanta exclamando:

—¿Y mi manguito?

Aquiles da con él bajo una silla cargada de libros. La Condesa se lo arrebata de las manos.

—Trae, trae. Aquí tienes lo que me ha hecho venir.

Y saca un papel doblado de entre el tibio y perfumado aforro de la piel.

—¿Qué es ello?

—Una carta evangélica, carta de mi marido. Me ofrece su perdón con tal de no dar escándalo al mundo y mal ejemplo a nuestros hijos.

Por el tono de la Condesa es difícil saber qué impresión le ha causado la carta. Aquiles, sin dejar de atusarse el bigote, hace rodar sus negras y brillantes pupilas de criollo.

Y ríe, con aquella risa silbada que rebosa amarga burlería. La Condesa, un poco colorada, hace dobleces al papel. El estudiante, aparentando indiferencia, pregunta:

—¿Tú qué has resuelto?…

—Ya sabes que yo no tengo voluntad. Mi familia me obliga, y dice que debo…

—¡Qué gran institución es la familia!

La actitud de Aquiles es tranquila, el gesto entre irónico y desdeñoso, pero la voz, lo que es la voz, tiembla un poco.

III

La Condesa baja la cabeza y parece dudosa.

Allá, en su hogar, todo la insta a romper. Las amonestaciones de su madre, el amor de los hijos, y, sin que ella se dé cuenta, ciertos recuerdos de la vida conyugal que, tras dos años de separación, la arrastran otra vez hacia su marido, un buen mozo que la hizo feliz en los albores del noviazgo. Y, sin embargo, duda. Siente su ánimo y su resolución flaquear en presencia del estudiante. Pero si a un momento duélese de abandonarle, y como mujer le compadece, a otro momento se hace cargos a sí misma, pensando que es realmente absurdo sentirse conmovida y arrastrada hacia aquel bohemio, precisamente cuando va a reunirse con el marido. Calcula que si es débil y no se decide a romper de una vez, hallaráse más que nunca ligada. Y entonces el único afán de la pizpireta es dejar al estudiante en la vaga creencia de que sus amores se interrumpen, pero no acaban. Obra así llevada de cierta señoril repugnancia que siente por todos los sentimentalismos ruidosos, y su instinto de coqueta no le muestra mejor camino para huir la dolorosa explicación que presiente. Ella no aventura nada. Apenas llegue su marido, dejará la vieja ciudad, y al volver tras larga ausencia, quizá de un año, Aquiles Calderón, si aún no ha olvidado, lo aparentará al menos.

No había dado nunca la Condesa gran importancia a los equinoccios del corazón. Desde mucho antes de los quince años comenzó la dinastía de sus novios, que eran destronados a los ocho días, sin lágrimas ni suspiros, verdaderos novios de quita y pon. Aquella cabecita rubia aborrecía la tristeza, con un epicureísmo gracioso y distinguido que apenas se cuidaba de ocultar. No quería que las lágrimas borrasen la pintada sombra de los ojos. Era el egoísmo pagano de una naturaleza femenina y poco cristiana que se abroquela contra las negras tristezas de la vida. Momentos antes, mientras subía los derrengados escalones del cuarto de Aquiles, no podía menos de cavilar en lo que ella llamaba la despedida de las locuras. Conforme iba haciéndose vieja, aborrecía estas escenas tanto como las había amado en otro tiempo. Tenía raro placer en conservar la amistad de sus amantes antiguos y guardarles un lugar en el corazón. No lo hacía por miedo ni por coquetería, sino por gustar el calor singular de esas afecciones de seducción extraña, cuyo origen vedado la encantaba, y en torno de las cuales percibía algo de la galantería íntima y familiar de aquellos linajudos provincianos, que aún alcanzara a conocer de niña. La Condesa aspiraba todas las noches en su tertulia, al lado de algún antiguo adorador que había envejecido mucho más a prisa que ella, este perfume lejano y suave, como el que exhalan las flores secas, reliquias de amoroso devaneo, conservadas largos años entre las páginas de algún libro de versos. Y, sin embargo, en aquel momento supremo, cuando un nuevo amante caía en la fosa, no se vio libre de ese sentimiento femenino que trueca la caricia en arañazo. ¡Esa crueldad de que aun las mujeres más piadosas suelen dar muestra en los rompimientos amorosos! Fruncido el arco de su lindo ceño, contemplando las uñas rosadas y menudas de su mano, dejó caer lentamente estas palabras:

—No te incomodes, Aquiles. Considera que a mi pobre madre le doy acaso su última alegría. Yo tampoco he dicho que a ti no te quiera… La prueba está en que vengo a consultarte… Pero partiendo de mi marido la insinuación, no hay ya ningún motivo de delicadeza que me impida… ¿A ti qué te parece?

Aquiles, que en ocasiones llegaba a grandes extremos de violencia, se levantó pálido y trémulo, la voz embargada por la cólera:

—¿Qué me parece a mí? ¡A mí! ¡A mí! ¿Y me lo preguntas? Eso sólo debes consultarlo con tu madre. ¡Ella puede aconsejarte!

La Condesa humilló la frente con sumisión de mártir enamorada:

—¡Ahora insúltame, Aquiles!

El estudiante estaba hermoso. Los ojos vibrantes de despecho, la mejilla pálida, la ojera ahondada, el cabello revuelto sobre la frente, que una vena abultada y negra dividía a modo de tizne satánico.

Aquiles Calderón, que era un poco loco, sentía por la Condesa esa pasión vehemente, con resabios grandes de animalidad, que experimentan los hombres fuertes, las naturalezas primitivas, cuando llevan el hierro del amor clavado en la carne… Y la pasión se juntaba en el bohemio con otro sentimiento muy sutil: La satisfacción de las naturalezas finas condenadas a vivir entre la plebe y conocer únicamente hembras de germanía, cuando la buena suerte les depara una dama de honradez relativa. El bohemio había tenido esta rara fortuna. La Condesa, aunque liviana, era una señora, tenía viveza de ingenio y sentía el amor en los nervios, y un poco también en el alma.

IV

La Condesa juega con una de sus pulseras y parece dudosa entre hablar o callarse. No pasan inadvertidas para Aquiles vacilaciones tales, pero guárdase bien de hacerle ninguna pregunta. Su vidriosa susceptibilidad de pobre le impide ser el primero en hablar. Nada, nada que sea humillante. ¡Aquel estudiante sin libros, que debe dinero sin pensar nunca en pagarlo; aquel bohemio hecho a batirse con todo linaje de usureros, y a implorar plazos y más plazos a trueque de humillaciones sin cuento, considera harto vergonzoso implorar de la Condesa un poco de amor!

Ella, más débil o más artera, fue quien primero rompió el silencio, preguntando en muy dulce voz:

—¿Has hecho lo que te pedí, Aquiles? ¿Tienes aquí mis cartas?

Aquiles la miró con dureza, sin dignarse responder, pero como ella siguiese interrogándole con la actitud y con el gesto, gritó sin poder contenerse:

—¿Pues dónde había de tenerlas?

La Condesa enderézase en su asiento, ofendida por el tono del estudiante. Por un momento, pareció que iba a replicar con igual altanería, pero en vez de esto, sonríe doblando la cabeza sobre el hombro, en una actitud llena de gracia. Así, medio de soslayo, estúvose buen rato contemplando al bohemio, guiñados los ojos y derramada por todas las facciones una expresión de finísima picardía.

—Aquiles, no debías incomodarte.

Hizo una pausa muy intencionada, y sin dejar de dar a la voz inflexiones dulces, añadió:

—Bien podían estar mis cartas en Peñaranda. ¡Nada tendría de particular! ¿En dónde están el reloj y las sortijas? ¡Si el día menos pensado vas a ser capaz de citarme en el Monte de Piedad! Pero yo no iré. Correría el peligro de quedarme allí.

Aquiles tuvo el buen gusto de no contestar. Abrió el cajón de una cómoda y sacó varios manojos de cartas atados con listones de seda. Estaba tan emocionado, que sus manos temblaban al desatarlos. Hizo entre los dedos un ovillo con aquellos cintajos y los tiró lejos, a un rincón.

—Aquí tienes.

La Condesa se acercó un poco conmovida:

—Debías ser más razonable, Aquiles. En la vida hay exigencias a las cuales es preciso doblegarse. Yo no quisiera que concluyéramos así; esperaba que fuésemos siempre buenos amigos; me hacía la ilusión de qué aun cuando esto acabase…

Se enjugó una lágrima, y en voz mucho más baja, añadió:

—¡Hay tantas cosas que no es posible olvidar!

Calló, esperando en vano alguna respuesta. Aquiles no tuvo para ella ni una mirada, ni una palabra, ni un gesto.

La Condesa se quitó los guantes muy lentamente, y comenzó a repasar las cartas que su amante había conservado en los sobres con religioso cuidado. Después de un momento, sin levantar los ojos, y con visible esfuerzo, llegó a decir:

—Yo a quien quiero es a ti, y nunca, nunca te abandonaría por otro hombre; pero cuando una mujer es madre, preciso es que sepa sacrificarse por sus hijos. El reunirme con mi marido era una cosa que tenía que ser. Yo no me atrevía a decírtelo, te hacía indicaciones y me desesperaba al ver que no me comprendías… ¡Hoy mi madre lo sabe todo! ¿Voy a dejarla morir de pena?

Cada palabra de la Condesa era una nueva herida que inferían al pobre amante aquellos labios adorados, pero, ¡ay!, tan imprudentes. Llenos de dulzuras para el placer, hojas de rosa al besar la carne, y amargos como la hiel, duros y fríos como los de una estatua, para aquel triste corazón, tan lleno de neblinas delicadas y poéticas. Habíase ella aproximado a la lumbre del brasero y quemaba las cartas una a una, con gran lentitud, viéndolas retorcerse cual si aquellos renglones de letra desigual y felina, apretados de palabras expresivas, ardorosas, palpitantes, que prometían amor eterno, fuesen capaces de sentir dolor. Con cierta melancolía vaga, inconsciente, parecida a la que produce el atardecer del día, observaba cómo algunas chispas, brillantes y tenues cual esas lucecitas que en las leyendas místicas son ánimas en pena, iban a posarse en el pelo del estudiante, donde tardaban un momento en apagarse. Consideraba, con algo de remordimiento, que nunca debiera haber quemado las cartas en presencia del pobre muchacho, que tan apenado se mostraba. Pero, ¿qué hacer? ¿Cómo volver con ellas a su casa, al lado de su madre, que esperaba ansiosa el término de entrevista tal? Parecíale que aquellos plieguecillos perfumados como el cuerpo de una mujer galante, mancharían la pureza de la achacosa viejecita, cual si fuese una virgen de quince años.

V

Aquiles, mudo, insensible a todo, miraba fijamente ante sí con los ojos extraviados. Y allá en el fondo de las pupilas cargadas de tristeza, bailaban alegremente las llamitas de oro, que, poco a poco, iban consumiendo el único tesoro del bohemio. La Condesa se enjugó los ojos, y afanosa por ahogar los latidos de su corazón de mujer compasiva, arrojó de una vez todas las cartas al fuego.

Aquiles se levantó temblando:

—¿Por qué me las arrebatas? ¡Déjame siquiera algo que te recuerde!

Su rostro tenía en aquel instante una expresión de sufrimiento aterradora. Los ojos se conservaban secos, pero el labio temblaba bajo el retorcido bigotejo, como el de un niño que va a estallar en sollozos. Desalentado, loco, sacó del fuego las cartas, que levantaron una llama triste en medio de la vaga oscuridad que empezaba a invadir la sala.

La Condesa lanzó un grito:

—¡Ay! ¿Te habrás quemado? ¡Dios mío, qué locura!

Y le examinaba las manos sin dejar de repetir:

—¡Qué locura! ¡Qué locura!

Aquiles, cada vez más sombrío, inclinóse para recoger las cartas que, caídas a los pies de la dama, se habían salvado del fuego. Ella le miró hacer, muy pálida y con los ojos húmedos. La inesperada resistencia del estudiante, todavía más adivinada que sentida, conmovíale hondamente, faltábale valor para abrir aquella herida, para producir aquel dolor desconocido. Su egoísmo, falto de resolución, sumíala en graves vacilaciones, sin dejarla ser cruel ni generosa. La Condesa no ponía en duda la caballerosidad de Aquiles, ¡muy lejos de eso! Pero tampoco podía menos de reconocer que era una cabeza sin atadero, un verdadero bohemio. ¿Cuántas veces no había ella intentado hacerle entrar en una vida de orden? Y todo inútil. Aquel muchacho era una especie de salvaje civilizado, se reía de los consejos, enseñando unos dientes muy blancos, y contestaba bromeando, sosteniendo que tenía sangre de reyes indios en las venas. La Condesa, apoyada en la pared, retorciendo una punta del pañolito de encajes, murmuró en voz afectuosa y conciliadora:

—Yo te dejaría esas cartas… Sí, te las dejaría… Pero reflexiona de cuántos disgustos pueden ser origen si se pierden. ¿Dime, dime tú mismo si no es una locura?

Aquiles insistía con palabras muy tiernas y un poco poéticas:

—Esas cartas, Julia, son un perfume de tu alma. ¡El único consuelo que tendré cuando te hayas ido! Me estremezco al pensar en la soledad que me espera. ¡Soledad del alma, que es la más horrible! Hace mucho tiempo que mis ideas son negras como si me hubiesen pasado por el cerebro grandes brochazos de tinta. Todo a mi lado se derrumba, todo me falta…

Susurraba estas quejas al oído de la Condesa, inclinado sobre el sillón, besándole los cabellos con apasionamiento infinito. Sentía en toda su carne un estremecimiento al posar sus labios y deslizarlos sobre las hebras rubias y sedeñas.

—¡Déjamelas! ¡Son tan pocas las que quedan! Haré con ellas un libro, y leeré una carta todos los días como si fuesen oraciones.

La Condesa suspira y calla. Había ido allí dispuesta a rescatar sus cartas, cediendo en ello a ajenas sugestiones, y creyendo que las cosas se arreglarían muy de otro modo, conforme a la experiencia que de parecidos lances tenía. No sospechara nunca tanto amor por parte de Aquiles, y al ver la herida abierta de pronto en aquel corazón que era todo suyo, permanecía sorprendida y acobardada, sin osar insistir, trémula como si viese sangre en sus propias manos. Ante dolor tan sincero, sentía el respeto supersticioso que inspiran las cosas sagradas aun a los corazones más faltos de fe.

VI

No estaba la Condesa locamente enamorada de Aquiles Calderón, pero queríale a su modo, con esa atractiva simpatía del temperamento que tantas mujeres experimentan por los hombres fuertes, los buenos mozos que no empalagan, del añejo decir femenino. No le abandonaba ni hastiada ni arrepentida. Pero la Condesa deseaba vivir en paz con su madre, una buena señora de rigidez franciscana, que hablaba a todas horas del infierno, y tenía por cosa nefanda los amores de su hija con aquel estudiante libertino y masón, a quien Dios, para humillar tanta soberbia, tenía sumido en la miseria.

Era la gentil Condesa de condición tornadiza y débil, sin ambiciones de amor romántico ni vehemencias pasionales. En los afectos del hogar, impuestos por la educación y la costumbre, había hallado siempre cuanto necesitar podía su sensibilidad reposada, razonable y burguesa. El corazón de la dama no había sufrido esa profunda metamorfosis que en las naturalezas apasionadas se obra con el primer amor. Desconocía las tristes vaguedades de la adolescencia. A pesar de frecuentar la catedral, como todas las damas linajudas, jamás había gustado el encanto de los rincones oscuros y misteriosos, donde el alma tan fácilmente se envuelve en ondas de ternura y languidece de amor místico. Eterna y sacrílega preparación para caer más tarde en los brazos del hombre tentador, y hacer del amor humano, y de la forma plástica del amante, culto gentílico y único destino de la vida. Merced a no haber sentido estas crisis de la pasión, que sólo dejan escombros en el alma, pudo la Condesa de Cela conservar siempre por su madre igual veneración que de niña: Afección cristiana, tierna, sumisa, y hasta un poco supersticiosa. Para ella, todos los amantes habían merecido puesto inferior al cariño tradicional, y un tanto ficticio, que se supone nacido de ocultos lazos de la sangre.

Pero era la Condesa, si no sentimental, mujer de corazón franco y burgués, y no podía menos de hallar hermosa la actitud de su amante, implorando como supremo favor la posesión de aquellas cartas. Olvidaba cómo las había escrito en las tardes lluviosas de un invierno inacabable, pereciendo de tedio, mordiendo el mango de una pluma, y preguntándose a cada instante qué le diría. Cartas de una fraseología trivial y gárrula, donde todo era oropel, como el heráldico timbre de los plieguecillos embusteros, henchidos de zalamerías livianas, sin nada verdaderamente tierno, vivido, de alma a alma. Pero entonces, contagiada del romanticismo de Aquiles, hacíase la ilusión de que todas aquellas patas de mosca las trazara suspirando de amor.

Con dos lágrimas detenidas en el borde de los párpados, y bello y majestuoso el gesto, que la habitual ligereza de la dama hacía un poco teatral, se volvió al estudiante:

—Sea… ¡Yo no tengo valor para negártelas! ¡Guarda, Aquiles, esas cartas, y con ellas el recuerdo de esta pobre mujer que te ha querido tanto! Aquiles, que hasta entonces las había conservado, movió la cabeza e hizo ademán de devolvérselas. Con los ojos fijos, miraba cómo la nieve azotaba los cristales, enloquecido, pero resuelto a no escuchar. Y ella, a quien el silencio era penoso, se cubrió el rostro llorando, con el llanto nervioso de las actrices. Lágrimas estéticas que carecen de amargura, y son deliciosas como ese delicado temblorcillo que sobrecoge al espectador en la tragedia.

Aquiles inclinó la cabeza hasta apoyarla en las rodillas, y así permaneció largo tiempo, la espalda sacudida por la congoja. Ella, vacilando, con timidez de mujer enamorada, fue a sentarse a su lado en el brazo del canapé, y le pasó la mano por los cabellos negros y rizosos. Enderezóse él muy poco a poco y le rodeó el talle suspirando, atrayéndola a sí, buscando el hombro para reclinar la frente. La Condesa siguió acariciando aquellos hermosos cabellos, sin cuidarse de enjugar las lágrimas que, lentas y silenciosas como gotas de lluvia que se deslizan por las mejillas de una estatua, rodaban por su pálida faz y caían sobre la cabeza del estudiante, el cual, abatido y como olvidado de sí propio, apenas entendía las frases que la Condesa suspiraba.

—No me has comprendido, Aquiles mío. Si un momento quise poner fin a nuestros amores, no fue porque hubiese dejado de quererte. ¡Quizá te quería más que nunca! Pero ya me conoces… Yo no tengo carácter. Tú mismo dices que se me gobierna por un cabello. Ya sé que debí haberme defendido, pero estaba celosa. ¡Me habían dicho tantas cosas!…

Hablaba animada por la pasión. Su acento era insinuante, sus caricias cargadas de fluido, como la piel de un gato negro. Sentía la tentación caprichosa y enervante de cansar el placer en brazos de Aquiles. En aquella desesperación hallaba promesas de nuevos y desconocidos transportes pasionales, de un convulsivo languidecer, epiléptico como el del león y suave como el de la tórtola. Colocó sobre su seno la cabeza de Aquiles, y murmuró ciñéndola con las manos:

—¿No me crees, verdad? ¡Es muy cruel que lo mismo la que miente que la que habla con toda el alma hayan de emplear las mismas palabras, los mismos juramentos!…

Y le besaba en ojos y boca.

VII

Sin fuerza para resistir el poder de aquellos halagos, Aquiles la besó cobardemente en el cuello, blanco y terso como plumaje de cisne. Entonces la Condesa se levantó, y sonriendo a través de sus lágrimas con sonrisa de enamorada, arrastróle por una mano hasta la alcoba. Él intentó resistir, pero no pudo. Quisiera vengarse despreciándola, ahora que tan humilde se le ofrecía; pero era demasiado joven para no sentir la tentación de la carne, y poco cristiano su espíritu para triunfar en tales combates. Hubo de seguirla, bien que aparentando una frialdad desdeñosa, en que la Condesa creía muy poco. Actitud falsa y llena de soberbia, con que aspiraba a encubrir lo que a sí mismo se reprochaba como una cobardía, y no era más que el encanto misterioso de los sentidos.

Al encontrarse en brazos de su amante, la Condesa tuvo otra crisis de llanto, pero llanto seco, nervioso, cuyos sollozos tenían notas extrañas de risa histérica. Si Aquiles Calderón tuviese la dolorosa manía analista que puso la pistola en manos de su gran amigo Pedro Pondal, hubiese comprendido con horror cómo aquellas lágrimas, que en su exaltación romántica ansiaba beber en las mejillas de la Condesa, no eran de arrepentimiento, sino de amoroso sensualismo, y sabría que en tales momentos no faltan a ninguna mujer.

En la vaga oscuridad de la alcoba, unidas sus cabezas sobre la blanca almohada, se hablaban en voz baja, con ese acento sugestivo y misterioso de las confesiones, que establece, entre las almas, corrientes de intimidad y amor. La Condesa suspiraba, presentándose como víctima de la tiranía del hogar. Ella había cedido a las sugestiones maternales. ¡Faltárale entereza para desoír los consejos de aquellos labios, cuyas palabras manaban dulces, suaves, persuasivas, con perfume de virtud, como aguas de una fuente milagrosa. Pero ahora no habría poder humano capaz de separarlos, morirían así, el uno en brazos del otro. Y como el recuerdo de su madre no la abandonase, añadió con zalamería, poniendo sobre el pecho desnudo una mano de Aquiles:

—Guardaremos aquí nuestro secreto, y nadie sabrá nada, ¿verdad?

Aquiles la miró intensamente.

—¡Pero tu madre!

—Mi madre tampoco.

El bigotejo retorcido y galán del estudiante esbozó una sonrisa cruel.

VIII

Aquiles aborrecía con todo su ser a la madre de la Condesa. En aquel momento parecíale verla recostada en el monumental canapé de damasco rojo, con estampados chinescos, uno de esos muebles arcaicos que todavía se ven en las casas de abolengo, y parecen conservar en su seda labrada y en sus molduras lustrosas, algo del respeto y de la severidad engolada de los antiguos linajes. Se la imaginaba hablando con espíritu mundano de rezos, de canónigos y de prelados, luciendo los restos de su hermosura deshecha, una gordura blanca de vieja enamoradiza. Creía notar el movimiento de los labios todavía frescos y sensuales que ofrecían raro contraste con las pupilas inmóviles, casi ciegas, de un verde neutro y sospechoso de mar revuelto. Encontraba antipática aquella vejez sin arrugas, que aún parecía querer hablar a los sentidos.

El estudiante recordó las murmuraciones de la ciudad y tuvo de pronto una intuición cruel. Para que la Condesa no huyese de su lado, bastaríale derribar a la anciana del dorado camarín donde el respeto y credulidad de su hija la miraban. Arrastrado por un doble anhelo de amor y de venganza, no retrocedió ante la idea de descubrir todo el pasado de la madre a la hija que adoraba en ella.

—¡Pareces una niña, Julia! No comprendo ni ese respeto fanático ni esos temores. Tu madre aparentará que se horroriza, ¡es natural!, pero seguramente cuando tuvo tus años, haría lo mismo que tú haces. ¡Sólo que las mujeres olvidáis tan fácilmente!…

—¡Aquiles! ¡Aquiles! ¡No seas canallita!… ¡Para que tú puedas hablar de mi madre necesitas volver a nacer! ¡Si hay santas, ella es una!…

—No riñamos, hija. Pero también tú puedes ser canonizada. Figúrate que yo me muero y que tú te arrepientes… ¿No hay en el Año Cristiano alguna historia parecida? A tu madre, que lo lee todos los días, debes preguntárselo.

La Condesa le interrumpió:

—No tienes para qué nombrar a mi madre.

—¡Bueno! Cuando la canonicen a ella ya habrá la historia que buscamos.

La Condesa, medio enloquecida, se arrojó del lecho. Pero él no sintió compasión ni aun viéndola en medio de la estancia. Los rubios cabellos destrenzados, lívidas las mejillas, que humedecía el llanto, recogiendo con expresión de suprema angustia la camisa sobre los senos desnudos. Aquiles sentía esa cólera brutal que en algunos hombres se despierta ante las desnudeces femeninas. Con clarividencia satánica, veía cuál era la parte más dolorosa de la infeliz mujer, y allí hería sin piedad, con sañudo sarcasmo.

—¡Julia! ¡Julita! También tus hijos dirán mañana que tú has sido una santa. Reconozco que tu madre supo elegir mejor que tú sus amantes. ¿Sabes cómo la llamaban hace veinte años? ¡La Canóniga, hija! ¡La Canóniga!

La Condesa, horrorizada, huyó de la alcoba. Aun cuando Aquiles tardó mucho en seguirla, la halló todavía desnuda, gimiendo monótonamente, con la cara entre las manos. Al sentirle, incorporóse vivamente y empezó a vestirse, serena y estoica ya. Cuando estuvo dispuesta para marcharse, el estudiante trató de detenerla. Ella retrocedió con horror, mirándole de frente:

—¡Déjeme usted!

Y con el brazo siempre extendido, como para impedir el contacto del hombre, pronunció lentamente:

—¡Ahora, todo, todo ha concluido entre nosotros! Ha hecho usted de mí una mujer honrada. ¡Lo seré! ¡Lo seré! ¡Pobres hijas mías si mañana las avergüenzan diciéndoles de su madre lo que usted acaba de decirme de la mía!…

El acento de aquella mujer era a la vez tan triste y tan sincero, que Aquiles Calderón no dudó que la perdía. ¡Y, sin embargo, la mirada que ella le dirigió desde la puerta al alejarse para siempre, no fue de odio, sino de amor…!


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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