Mi Hermana Antonia

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento



I

¡Santiago de Galicia ha sido uno de los santuarios del mundo, y las almas todavía guardan allí los ojos atentos para el milagro!…

II

Una tarde, mi hermana Antonia me tomó de la mano para llevarme a la catedral. Antonia tenía muchos años más que yo. Era alta y pálida, con los ojos negros y la sonrisa un poco triste. Murió siendo yo niño. ¡Pero cómo recuerdo su voz y su sonrisa y el hielo de su mano cuando me llevaba por las tardes a la catedral!… Sobre todo, recuerdo sus ojos y la llama luminosa y trágica con que miraban a un estudiante que paseaba en el atrio, embozado en una capa azul. Aquel estudiante a mí me daba miedo. Era alto y cenceño, con cara de muerto y ojos de tigre, unos ojos terribles bajo el entrecejo fino y duro. Para que fuese mayor su semejanza con los muertos, al andar le crujían los huesos de la rodilla. Mi madre le odiaba, y por no verle, tenía cerradas las ventanas de nuestra casa, que daban al Atrio de las Platerías. Aquella tarde recuerdo que paseaba, como todas las tardes, embozado en su capa azul. Nos alcanzó en la puerta de la catedral, y sacando por debajo del embozo su mano de esqueleto, tomó agua bendita y se la ofreció a mi hermana, que temblaba. Antonia le dirigió una mirada de súplica, y él murmuró con una sonrisa:

—¡Estoy desesperado!

III

Entramos en una capilla, donde algunas viejas rezaban las Cruces. Es una capilla grande y oscura, con su tarima llena de ruidos bajo la bóveda románica. Cuando yo era niño, aquella capilla tenía para mí una sensación de paz campesina. Me daba un goce de sombra como la copa de un viejo castaño, cómo las parras delante de algunas puertas, como una cueva de ermitaño en el monte. Por las tardes siempre había corro de viejas rezando las Cruces. Las voces, fundidas en un murmullo de fervor, abríanse bajo las bóvedas y parecían iluminar las rosas de la vidriera como el sol poniente. Sentíase un vuelo de oraciones glorioso y gangoso, y un sordo arrastrarse sobre la tarima, y una campanilla de plata agitada por el niño acólito, mientras levanta su vela encendida, sobre el hombro del capellán, que deletrea en su breviario la Pasión. ¡Oh, Capilla de la Corticela, cuándo esta alma mía, tan vieja y tan cansada, volverá a sumergirse en tu sombra balsámica!

IV

Lloviznaba, anochecido, cuando atravesábamos el atrio de la catedral para volver a casa. En el zaguán, como era grande y oscuro, mi hermana debió de tener miedo, porque corría al subir las escaleras, sin soltarme la mano. Al entrar vimos a nuestra madre que cruzaba la antesala y se desvanecía por una puerta. Yo, sin saber por qué, lleno de curiosidad y de temor, levanté los ojos mirando a mi hermana, y ella, sin decir nada, se inclinó y me besó. En medio de una gran ignorancia de la vida, adiviné el secreto de mi hermana Antonia. Lo sentí pesar sobre mí como pecado mortal, al cruzar aquella antesala donde ahumaba un quinqué de petróleo que tenía el tubo roto. La llama hacía dos cuernos, y me recordaba al Diablo. Por la moche, acostado y a oscuras, esta semejanza se agrandó dentro de mí sin dejarme dormir, y volvió a turbarme otras muchas noches.

V

Siguieron algunas tardes de lluvia. El estudiante paseaba en el atrio de la catedral durante los escampos, pero mi hermana no salía para rezar las Cruces. Yo, algunas veces, mientras estudiaba mi lección en la sala llena con el aroma de las rosas marchitas, entornaba una ventana para verle. Paseaba solo, con una sonrisa crispada, y al anochecer su aspecto de muerto era tal, que daba miedo. Yo me retiraba temblando de la ventana, pero seguía viéndole, sin poder aprenderme la lección. En la sala grande, cerrada y sonora, sentía su andar con crujir de canillas y choquezuelas… Maullaba el gato tras de la puerta, y me parecía que conformaba su maullido sobre el nombre del estudiante: ¡Máximo Bretal!

VI

Bretal es un caserío en la montaña, cerca de Santiago. Los viejos llevan allí montera picuda y sayo de estameña, las viejas hilan en los establos por ser más abrigados que las casas, y el sacristán pone escuela en el atrio de la iglesia. Bajo su palmeta, los niños aprenden la letra procesal de alcaldes y escribanos, salmodiando las escrituras forales de una casa de mayorazgos ya deshecha. Máximo Bretal era de aquella casa. Vino a Santiago para estudiar Teología, y los primeros tiempos, una vieja que vendía miel, traíale de su aldea el pan de borona para la semana, y el tocino. Vivía con otros estudiantes de clérigo en una posada donde sólo pagaban la cama. Son estos los seminaristas pobres a quienes llaman códeos. Máximo Bretal ya tenía órdenes Menores cuando entró en nuestra casa para ser mi pasante de Gramática Latina. A mi madre se lo había recomendado como una obra de caridad el cura de Bretal. Vino una vieja con cofia a darle las gracias, y trajo de regalo un azafate de manzanas reinetas. En una de aquellas manzanas dijeron después que debía de estar el hechizo que hechizó a mi hermana Antonia.

VII

Nuestra madre era muy piadosa y no creía en agüeros ni brujerías, pero alguna vez lo aparentaba por disculpar la pasión que consumía a su hija. Antonia, por entonces, ya comenzaba a tener un aire del otro mundo, como el estudiante de Bretal. La recuerdo bordando en el fondo de la sala, desvanecida como si la viese en el fondo de un espejo, toda desvanecida, con sus movimientos lentos que parecían responder al ritmo de otra vida, y la voz apagada, y la sonrisa lejana de nosotros: Toda blanca y triste, flotante en un misterio crepuscular, y tan pálida, que parecía tener cerco como la luna… ¡Y mi madre, que levanta la cortina de una puerta, y la mira, y otra vez se aleja sin ruido!

VIII

Volvían las tardes de sol con sus tenues oros, y mi hermana, igual que antes, me llevaba a rezar con las viejas en la Capilla de la Corticela. Yo temblaba de que otra vez se apareciese el estudiante y alargase a nuestro paso su mano de fantasma, goteando agua bendita. Con el susto miraba a mi hermana, y veía temblar su boca. Máximo Bretal, que estaba todas las tardes en el atrio, al acercarnos nosotros desaparecía, y luego, al cruzar las naves de la catedral, le veíamos surgir en la sombra de los arcos. Entrábamos en la capilla, y él se arrodillaba en las gradas de la puerta besando las losas donde acababa de pisar mi hermana Antonia. Quedaba allí arrodillado como el bulto de un sepulcro, con la capa sobre los hombros y las manos juntas. Una tarde, cuando salíamos, vi su brazo de sombra alargarse por delante de mí, y enclavijar entre los dedos un pico de la falda de Antonia:

—¡Estoy desesperado!… Tienes que oírme, tienes que saber cuánto sufro… ¿Ya no quieres mirarme?…

Antonia murmuró, blanca como una flor:

—¡Déjeme usted, Don Máximo!

—No te dejo. Tú eres mía, tu alma es mía… El cuerpo no lo quiero, ya vendrá por él la muerte. Mírame, que tus ojos se confiesen con los míos. ¡Mírame!

Y la mano de cera tiraba tanto de la falda de mi hermana, que la desgarró. Pero los ojos inocentes se confesaron con aquellos ojos claros y terribles. Yo, recordándolo, lloré aquella noche en la oscuridad, como si mi hermana se hubiera escapado de nuestra casa.

IX

Yo seguía estudiando mi lección de latín en aquella sala, llena con el aroma de las rosas marchitas. Algunas tardes, mi madre entraba como una sombra y se desvanecía en el estrado. Yo la sentía suspirar hundida en un rincón del gran sofá de damasco carmesí, y percibía el rumor de su rosario. Mi madre era muy bella, blanca y rubia, siempre vestida de seda, con guante negro en una mano, por la falta de dos dedos, y la otra, que era como una camelia, toda cubierta de sortijas. Esta fue siempre la que besamos nosotros y la mano con que ella nos acariciaba. La otra, la del guante negro, solía disimularla entre el pañolito de encaje, y sólo al santiguarse la mostraba entera, tan triste y tan sombría sobre la albura de su frente, sobre la rosa de su boca, sobre su seno de Madona Litta. Mi madre rezaba sumida en el sofá del estrado, y yo, para aprovechar la raya de luz que entraba por los balcones entornados, estudiaba mi latín en el otro extremo, abierta la Gramática sobre uno de esos antiguos veladores con tablero de damas. Apenas se veía en aquella sala de respeto, grande, cerrada y sonora. Alguna vez, mi madre, saliendo de sus rezos, me decía que abriese más el balcón. Yo obedecía en silencio, y aprovechaba el permiso para mirar al atrio, donde seguía paseando el estudiante, entre la bruma del crepúsculo. De pronto, aquella tarde, estando mirándolo, desapareció. Volví a salmodiar mi latín, y llamaron en la puerta de la sala. Era un fraile franciscano, hacía poco llegado de Tierra Santa.

X

El Padre Bernardo en otro tiempo había sido confesor de mi madre, y al volver de su peregrinación no olvidó traerle un rosario hecho con huesos de olivas del Monte Oliveto. Era viejo, pequeño, con la cabeza grande y Calva; recordaba los santos románicos del Pórtico de la Catedral. Aquella tarde era la segunda vez que visitaba nuestra casa, desde que estaba devuelto a su convento de Santiago. Yo, al verle entrar, dejé mi Gramática y corrí a besarle la mano. Quedé arrodillado mirándole y esperando su bendición, y me pareció que hacía los cuernos. ¡Ay, cerré los ojos, espantado de aquella burla del Demonio! Con un escalofrío comprendí que era asechanza suya, y como aquellas que traían las historias de santos que yo comenzaba a leer en voz alta delante de mi madre y de Antonia. Era una asechanza para hacerme pecar, parecida a otra que se cuenta en la vida de San Antonio de Padua. El Padre Bernardo, que mi abuela diría un santo sobre la tierra, se distrajo saludando a la oveja de otro tiempo, y olvidó formular su bendición sobre mi cabeza trasquilada y triste, con las orejas muy separadas, como para volar. Cabeza de niño sobre quien pesan las lúgubres cadenas de la infancia: El latín de día, y el miedo a los muertos, de noche. El fraile habló en voz baja con mi madre, y mi madre levantó su mano del guante:

—¡Sal de aquí, niño!

XI

Basilisa la Galinda, una vieja que había sido nodriza de mi madre, se agachaba tras de la puerta. La vi y me retuvo del vestido, poniéndome en la boca su palma arrugada:

—No grites, picarito.

Yo la miré fijamente porque le hallaba un extraño parecido con las gárgolas de la catedral. Ella, después de un momento, me empujó con blandura:

—¡Vete, neno!

Sacudí los hombros para desprenderme de su mano, que tenía las arrugas negras como tiznes, y quedé a su lado. Oíase la voz del franciscano:

—Se trata de salvar un alma…

Basilisa volvió a empujarme:

—Vete, que tú no puedes oír…

Y toda encorvada metía los ojos por la rendija de la puerta. Me agaché cerca de ella. Ya sólo me dijo estas palabras:

—¡No recuerdes más lo que oigas, picarito!

XII

Yo me puse a reír. Era verdad que parecía una gárgola. No podía saber si perro, si gato, si lobo. Pero tenía un extraño parecido con aquellas figuras de piedra, asomadas o tendidas sobre el atrio, en la cornisa de la catedral. Se oía conversar en la sala. Un tiempo largo la voz del franciscano:

—Esta mañana fue a nuestro convento un joven tentado por el Diablo. Me contó que había tenido la desgracia de enamorarse, y que desesperado, quiso tener la ciencia infernal… Siendo la media noche había impetrado el poder del Demonio. El ángel malo se le apareció en un vasto arenal de ceniza, lleno con gran rumor de viento, que lo causaban sus alas de murciélago, al agitarse bajo las estrellas.

Se oyó un suspiro de mi madre:

—¡Ay Dios!

Proseguía el fraile.

—Satanás le dijo que le firmase un pacto y que le haría feliz en sus amores.

Dudó el joven, porque tiene el agua del bautismo que hace a los cristianos, y le alejó con la cruz. Esta mañana, amaneciendo, llegó a nuestro convento, y en el secreto del confesonario me hizo su confesión. Le dije que renunciase a sus prácticas diabólicas, y se negó. Mis consejos no bastaron a persuadirle. ¡Es un alma que se condenará!… Otra vez gimió mi madre:

—¡Prefería muerta a mi hija!

Y la voz del fraile, en un misterio de terror, proseguía:

—Muerta ella, acaso él triunfase del Infierno. Viva, quizá se pierdan los dos… No basta el poder de una pobre mujer como tú para luchar contra la ciencia infernal…

Sollozó mi madre:

—¡Y la Gracia de Dios!

Hubo un largo silencio. El fraile debía de estar en oración meditando su respuesta. Basilisa la Galinda me tenía apretado contra su pecho. Se oyeron las sandalias del fraile, y la vieja me aflojó un poco los brazos para incorporarse y huir. Pero quedó inmóvil, retenida por aquella voz que luego sonó:

—La Gracia no está siempre con nosotros, hija mía. Mana como una fuente y se seca como ella. Hay almas que sólo piensan en su salvación, y nunca sintieron amor por las otras criaturas. Son las fuentes secas. Dime: ¿Qué cuidado sintió tu corazón al anuncio de estar en riesgo de perderse un cristiano? ¿Qué haces tú por evitar ese negro concierto con los poderes infernales? ¡Negarle tu hija para que la tenga de manos de Satanás!

Gritó mi madre:

—¡Más puede el Divino Jesús!

Y el fraile replicó con una voz de venganza:

—El amor debe ser por igual para todas las criaturas. Amar al padre, al hijo o al marido, es amar figuras de lodo. Sin saberlo, con tu mano negra también azotas la cruz como el estudiante de Bretal.

Debía tener los brazos extendidos hacia mi madre. Después se oyó un rumor como si se alejase. Basilisa escapó conmigo, y vimos pasar a nuestro lado un gato negro. Al Padre Bernardo nadie le vio salir. Basilisa fue aquella tarde al convento, y vino contando que estaba en una misión, a muchas leguas.

XIII

¡Cómo la lluvia azotaba los cristales y cómo era triste la luz de la tarde en todas las estancias!

Antonia borda cerca del balcón, y nuestra madre, recostada en el canapé, la mira fijamente, con esa mirada fascinante de las imágenes que tienen los ojos de cristal. Era un gran silencio en torno de nuestras almas, y sólo se oía el péndulo del reloj. Antonia quedó una vez soñando con la aguja en alto. Allá en el estrado suspiró nuestra madre, y mi hermana agitó los párpados como si despertase. Tocaban entonces todas las campanas de muchas iglesias. Basilisa entró con luces, miró detrás de las puertas y puso los tranqueros en las ventanas. Antonia volvió a soñar inclinada sobre el bordado. Mi madre me llamó con la mano, y me retuvo. Basilisa trajo su rueca, y sentóse en el suelo, cerca del canapé. Yo sentía que los dientes de mi madre hacían el ruido de una castañeta. Basilisa se puso de rodillas mirándola, y mi madre gimió:

—Echa el gato que araña bajo el canapé.

Basilisa se inclinó:

—¿Dónde está el gato? Yo no lo veo.

—¿Y tampoco lo sientes?

Replicó la vieja, golpeando con la rueca:

—¡Tampoco lo siento!

Gritó mi madre:

—¡Antonia! ¡Antonia!

—¡Ay, diga, señora!

—¿En qué piensas?

—¡En nada, señora!

—¿Tú oyes cómo araña el gato?

Antonia escuchó un momento:

¡Ya no araña!

Mi madre se estremeció toda:

—Araña delante de mis pies, pero tampoco lo veo.

Crispaba los dedos sobre mis hombros. Basilisa quiso acercar una luz, y se le apagó en la mano bajo una ráfaga que hizo batir todas las puertas. Entonces, mientras nuestra madre gritaba, sujetando a mi hermana por los cabellos, la vieja, provista de una rama de olivo, se puso a rociar agua bendita por los rincones.

XIV

Mi madre se retiró a su alcoba, sonó la campanilla y acudió corriendo Basilisa. Después, Antonia abrió el balcón y miró a la plaza con ojos de sonámbula. Se retiró andando hacia atrás, y luego escapó. Yo quedé solo, con la frente pegada a los cristales del balcón, donde moría In luz de la tarde. Me pareció oír gritos en el interior de la rasa, y no osé moverme, con la vaga impresión de que eran aquellos gritos algo que yo debía ignorar por ser niño. Y no me movía del hueco del balcón, devanando un razonar medroso y pueril, todo confuso con aquel nebuloso recordar de reprensiones bruscas y de encierros en una sala oscura. Era como envoltura de mi alma, esa memoria dolorosa de los niños precoces, que con los ojos agrandados oyen las conversaciones de las viejas y dejan los juegos por oírlas. Poco a poco cesaron los gritos, y cuando la casa quedó en silencio escapé de la sala. Saliendo por una puerta encontré a la Galinda:

—¡No barulles, picarito!

Me detuve sobre la punta de los pies ante la alcoba de mi madre. Tenía la puerta entornada, y llegaba de dentro un murmullo apenado y un gran olor de vinagre. Entré por el entorno de la puerta, sin moverla y sin ruido. Mi madre estaba acostada, con muchos pañuelos a la cabeza. Sobre la blancura de la sábana destacaba el perfil de su mano en el guante negro. Tenía los ojos abiertos, y al entrar yo los giró hacia la puerta, sin remover la cabeza:

—¡Hijo mío, espántame ese gato que tengo a los pies!

Me acerqué, y saltó al suelo un gato negro, que salió corriendo. Basilisa la Galinda, que estaba en la puerta, también lo vio, y dijo que yo había podido espantarlo porque era un inocente.

XV

Y recuerdo a mi madre un día muy largo, en la luz triste de una habitación sin sol, que tiene las ventanas entornadas. Está inmóvil en su sillón, con las manos en cruz, con muchos pañuelos a la cabeza y la cara blanca. No habla, y vuelve los ojos cuando otros hablan, y mira fija, imponiendo silencio. Es aquel un día sin horas, todo en penumbra de media tarde. Y este día se acaba de repente, porque entran con luces en la alcoba. Mi madre está dando gritos:

—¡Ese gato!… ¡Ese gato!… ¡Arrancármelo, que se me cuelga a la espalda!

Basilisa la Galinda vino a mí, y con mucho misterio me empujó hacia mi madre. Se agachó y me habló al oído, con la barbeta temblona, rozándome la cara con sus lunares de pelo.

—¡Cruza las manos!

Yo crucé las manos, y Basilisa me las impuso sobre la espalda de mi madre. Me acosó después en voz baja:

—¿Qué sientes, neno?

Respondí asustado, en el mismo tono que la vieja:

—¡Nada!… No siento nada, Basilisa.

—¿No sientes como lumbre?

—No siento nada, Basilisa.

—¿Ni los pelos del gato?

—¡Nada!

Y rompí a llorar, asustado por los gritos de mi madre. Basilisa me tomó en brazos y me sacó al corredor:

—¡Ay, picarito, tú has cometido algún pecado, por eso no pudiste espantar al enemigo malo!

Se volvió a la alcoba. Quedé en el corredor, lleno de miedo y de angustia, pensando en mis pecados de niño. Seguían los gritos en la alcoba, e iban con luces por toda la casa.

XVI

Después de aquel día tan largo, es una noche también muy larga, con luces encendidas delante de las imágenes y conversaciones en voz baja, sostenidas en el hueco de las puertas que rechinan al abrirse. Yo me senté en el corredor, cerca de una mesa donde había un candelero con dos velas, y me puse a pensar en la historia del Gigante Goliat. Antonia, que pasó con el pañuelo sobre los ojos, me dijo con una voz de sombra:

—¿Qué haces ahí?

—Nada.

—¿Por qué no estudias?

La miré asombrado de que me preguntase por qué no estudiaba, estando enferma nuestra madre. Antonia se alejó por el corredor, y volví a pensar en la historia de aquel gigante pagano que pudo morir de un tiro de piedra. Por aquel tiempo, nada admiraba tanto como la destreza con que manejó la honda el niño David. Hacía propósito de ejercitarme en ella cuando saliese de paseo por la orilla del río. Tenía como un vago y novelesco presentimiento de poner mis tiros en la frente pálida del estudiante de Bretal. Y volvió a pasar Antonia con un braserillo donde se quemaba espliego:

—¿Por qué no te acuestas, niño?

Y otra vez se fue corriendo por el corredor. No me acosté, pero me dormí con la cabeza apoyada en la mesa.

XVII

No sé si fue una noche, si fueron muchas, porque la casa estaba siempre oscura y las luces encendidas ante las imágenes. Recuerdo que entre sueños oía los gritos de mi madre, las conversaciones misteriosas de los criados, el rechinar de las puertas y una campanilla que pasaba por la calle. Basilisa la Galinda venía por el candelero, se lo llevaba un momento y lo traía con dos velas nuevas, que apenas alumbraban. Una de estas veces, al levantar la sien de encima de la mesa, vi a un hombre en mangas de camisa que estaba cosiendo, sentado al otro lado. Era muy pequeño, con la frente calva y un chaleco encarnado. Me saludó sonriendo:

—¿Se dormía, estudioso pues?

Basilisa espabiló las velas:

—¿No te recuerdas de mi hermano, picarito?

Entre las nieblas del sueño, recordé al señor Juan de Alberte. Le había visto algunas tardes que me llevó la vieja a las torres de la Catedral. El hermano de Basilisa cosía bajo una bóveda, remendando sotanas. Suspiró la Galinda:

—Está aquí para avisar los óleos en la Corticela.

Yo empecé a llorar, y los dos viejos me dijeron que no hiciese ruido. Se oía la voz de mi madre:

—¡Espantarme ese gato! ¡Espantar ese gato!

Basilisa la Galinda entra en aquella alcoba, que estaba al pie de la escalera del fayado, y sale con una cruz de madera negra. Murmura unas palabras oscuras, y me santigua por el pecho, por la espalda y por los costados. Después, me entrega la cruz, y ella toma las tijeras de su hermano, esas tijeras de sastre, grandes y mohosas, que tienen un son de hierro al abrirse:

—Habemos de libertarla, como pide…

Me condujo por la mano a la alcoba de mi madre, que seguía gritando:

—¡Espantarme ese gato! ¡Espantarme ese gato!

Sobre el umbral me aconsejó en voz baja:

—Llega muy paso y pon la cruz sobre la almohada… Yo quedo aquí en la puerta.

Entré en la alcoba. Mi madre estaba incorporada, con el pelo revuelto, las manos tendidas y los dedos abiertos como garfios. Una mano era negra y otra blanca. Antonia la miraba, pálida y suplicante. Yo pasé rodeando, y vi de frente los ojos de mi hermana, negros, profundos y sin lágrimas. Me subí a la cama sin ruido, y puse la cruz sobre las almohadas. Allá en la puerta, toda encogida sobre el umbral, estaba Basilisa la Galinda. Sólo la vi un momento, mientras trepé a la cama, porque apenas puse la cruz en las almohadas, mi madre empezó a retorcerse, y un gato negro escapó de entre las ropas hacia la puerta. Cerré los ojos, y con ellos cerrados, oí sonar las tijeras de Basilisa. Después la vieja llegóse a la cama donde mi madre se retorcía, y me sacó en brazos de la alcoba. En el corredor, cerca de la mesa que tenía detrás la sombra enana del sastre, a la luz de las velas, enseñaba dos recortes negros que le manchaban las manos de sangre, y decía que eran las orejas del gato. Y el viejo se ponía la capa, para avisar los santos óleos.

XVIII

Llenóse la casa de olor de cera y murmullo de gente que reza en confuso son… Entró un clérigo revestido, andando de prisa, con una mano de perfil sobre la boca. Se metía por las puertas guiado por Juan de Alberte. El sastre, con la cabeza vuelta, corretea tieso y enano, arrastra la capa y mece en dos dedos, muy gentil, la gorra por la visera, como hacen los menestrales en las procesiones. Detrás seguía un grupo oscuro y lento, rezando en voz baja. Iba por el centro de las estancias, de una puerta a otra puerta, sin extenderse. En el corredor se arrodillaron algunos bultos, y comenzaron a desgranarse las cabezas. Se hizo una fila que llegó hasta las puertas abiertas de la alcoba de mi madre. Dentro, con mantillas y una vela en la mano, estaban arrodilladas Antonia y la Galinda. Me fueron empujando hacia delante algunas manos que salían de los manteos oscuros, y volvían prestamente a juntarse sobre las cruces de los rosarios. Eran las manos sarmentosas de las viejas que rezaban en el corredor, alineadas a lo largo de la pared, con el perfil de la sombra pegado al cuerpo. En la alcoba de mi madre, una señora llorosa que tenía un pañuelo perfumado, y me pareció toda morada como una dalia con el hábito nazareno, me tomó de la mano y se arrodilló conmigo, ayudándome a tener una vela. El clérigo anduvo en torno de la cama, con un murmullo latino, leyendo en su libro…

Después alzaron las coberturas y descubrieron los pies de mi madre rígidos y amarillentos. Yo comprendí que estaba muerta, y quedé aterrado y silencioso entre los brazos tibios de aquella señora tan hermosa, toda blanca y morada. Sentía un terror de gritar, una prudencia helada una aridez sutil, un recato perverso de moverme entre los brazos y el seno de aquella dama toda blanca y morada, que inclinaba el perfil del rostro al par de mi mejilla y me ayudaba a sostener la vela funeraria.

XIX

La Galinda vino a retirarme de los brazos de aquella señora, y me condujo al borde de la cama donde mi madre estaba yerta y amarilla, con las manos arrebujadas entre los pliegues de la sábana. Basilisa me alzó del suelo para que viese bien aquel rostro de cera:

—Dile adiós, neno. Dile: Adiós, madre mía, más no te veré.

Me puso en el suelo la vieja, porque se cansaba, y después de respirar, volvió a levantarme metiendo bajo mis brazos sus manos sarmentosas:

—¡Mírala bien! Guarda el recuerdo para cuando seas mayor… Bésala, neno.

Y me dobló sobre el rostro de la muerta. Casi rozando aquellos párpados inmóviles, empecé a gritar, revolviéndome entre los brazos de la Galinda. De pronto, con el pelo suelto, al otro lado de la cama aparecióse Antonia. Me arrebató a la vieja criada y me apretó contra el pecho sollozando y ahogándose. Bajo los besos acongojados de mi hermana, bajo la mirada de sus ojos enrojecidos, sentí un gran desconsuelo… Antonia estaba yerta, y llevaba en la cara una expresión de dolor extraño y obstinado. Ya en otra estancia, sentada en una silla baja, me tiene sobre su falda, me acaricia, vuelve a besarme sollozando, y luego, retorciéndome una mano, ríe, ríe, ríe… Una señora le da aire con su pañolito; otra, con los ojos asustados, destapa un pomo; otra entra por una puerta con un vaso de agua, tembloroso en la bandeja de metal.

XX

Yo estaba en un rincón, sumido en una pena confusa, que me hacía doler las sienes como la angustia del mareo. Lloraba a ratos y a ratos me distraía oyendo otros lloros. Debía ser cerca de media noche cuando abrieron de par en par una puerta, y temblaron en el fondo las luces de cuatro velas. Mi madre estaba amortajada en su caja negra. Yo entré en la alcoba sin ruido, y me senté en el hueco de la ventana. Alrededor de la caja velaban tres mujeres y el hermano de Basilisa. De tiempo en tiempo el sastre se levantaba y escupía en los dedos para espabilar las velas. Aquel sastre enano y garboso, del chaleco encarnado, tenía no sé qué destreza bufonesca al arrancar el pabilo e inflar los carrillos soplándose los dedos. Oyendo los cuentos de las mujeres, poco a poco fui dejando de llorar. Eran relatos de aparecidos y de personas enterradas vivas.

XXI

Rayando el día, entró en la alcoba una señora muy alta, con los ojos negros y el cabello blanco. Aquella señora besó a mi madre en los ojos mal cerrados, sin miedo al frío de la muerte y casi sin llorar. Después se arrodilló entre dos cirios, y mojaba en agua bendita una rama de olivo y la sacudía sobre el cuerpo de la muerta. Entró Basilisa buscándome con la mirada, y alzó la mano llamándome:

—¡Mira la abuela, picarito!

¡Era la abuela! Había venido en una mula desde su casa de la montaña, que estaba a siete leguas de Santiago. Yo sentía en aquel momento un golpe de herraduras sobre las losas del zaguán donde la mula había quedado atada. Era un golpe que parecía resonar en el vacío de la casa llena de lloros. Y me llamó desde la puerta mi hermana Antonia:

—¡Niño! ¡Niño!

Salí muy despacio, bajo la recomendación de la vieja criada. Antonia me tomó de la mano y me llevó a un rincón:

—¡Esa señora es la abuela! En adelante viviremos con ella.

Yo suspiré:

—¿Y por qué no me besa?

Antonia quedó un momento pensativa, mientras se enjugaba los ojos:

—¡Eres tonto! Primero tiene que rezar por mamá.

Rezó mucho tiempo. Al fin se levantó preguntando por nosotros, y Antonia me arrastró de la mano. La abuela ya llevaba un pañuelo de luto sobre el crespo cabello, todo de plata, que parecía realzar el negro fuego de los ojos. Sus dedos rozaron levemente mi mejilla, y todavía recuerdo la impresión que me produjo aquella mano de aldeana, áspera y sin ternura. Nos habló en dialecto:

—Murió la vuestra madre y ahora la madre lo seré yo… Otro amparo no tenéis en el mundo… Os llevo conmigo porque esta casa se cierra. Mañana, después de las misas, nos pondremos al camino.

XXII

Al día siguiente mi abuela cerró la casa, y nos pusimos en camino para San Clemente de Brandeso. Ya estaba yo en la calle montado en la mula de un montañés que me llevaba delante en el arzón, y oía en la casa batir las puertas, y gritar buscando a mi hermana Antonia. No la encontraban, y con los rostros demudados salían a los balcones, y tornaban a entrarse y a correr las estancias vacías, donde andaba el viento a batir las puertas, y las voces gritando por mi hermana. Desde la puerta de la catedral una beata la descubrió desmayada en el tejado. La llamamos y abrió los ojos bajo el sol matinal, asustada como si despertase de un mal sueño. Para bajarla del tejado, un sacristán con sotana y en mangas de camisa saca una larga escalera. Y cuando partíamos, se apareció en el atrio, con la capa revuelta por el viento, el estudiante de Bretal. Llevaba a la cara una venda negra y bajo ella creí ver el recorte sangriento de las orejas rebanadas a cercén.

XXIII

En Santiago de Galicia, como ha sido uno de los santuarios del mundo, las almas todavía conservan los ojos abiertos para el milagro.


Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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