Octavia Santino

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


El pobre mozo permanecía en la actitud de un hombre sin consuelo, sentado delante de la mesa donde había escrito las Cartas a una querida, aquellos versos eróticos, inspirados en la historia de sus amores con Octavia Santino. Conservaba la abatida cabeza entre las manos, y sus dedos flacos y descoloridos, desaparecían bajo la alborotada y oscura cabellera, a la cual se asían, de tiempo en tiempo, coléricos y nerviosos. Cuando se levantó para entrar en la alcoba, donde la enferma se quejaba débilmente, pudo verse que tenía los ojos escaldados por las lágrimas. Hacía un año que vivía con aquella mujer. No era ella una niña, pero sí todavía hermosa; de regular estatura y formas esbeltas; con esa morbidez fresca y sana que comunica a la carne femenina el aterciopelado del albérchigo, y le da grato sabor de madurez. Supiera hacerse amar, con ese talento de la querida que se siente envejecer, y conserva el corazón joven como a los veinte años; ponía ella algo de maternal en aquel amor de su decadencia; era el último, se lo decían bien claro los hilillos de plata que asomaban entre sus cabellos castaños, los cuales aún conservaban la gracia juvenil.

Un momento se detuvo Perico Pondal en la puerta de la alcoba. Era triste de veras aquella habitación silenciosa, solemne, medio a oscuras; envuelta en un vaho tibio, con olor de medicinas y de fiebre.

La llama viva de la chimenea arrojaba claridades trémulas y tornadizas sobre el contorno suave y lleno de gracia, que el cuerpo de la enferma dibujaba a través de las ropas del lecho. Lo primero que se veía al entrar era una cabeza lívida, de mujer hermosa, reposando sobre la blanca almohada. Pondal sintió que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas, ante aquel rostro, que parecía no tener gota de sangre, y en el cual las tintas trágicas de la muerte empezaban a extenderse; pero vio que Octavia le miraba, llamándole a su lado con una triste sonrisa, y trató de sonreír también, para tranquilizarla. Llegóse al lecho; y tomando dulcemente la mano que la enferma dejaba colgar fuera, la retuvo entre las suyas, besándola en silencio, porque la emoción apenas le dejaba hablar. Ella le acarició la mejilla como a un niño, murmurando:

—¡Pobre pequeño!… ¡Cuánto siento dejarte!…

—¡No, no; tú no me dejas, porque yo me iré contigo!…

En el rostro del joven se reflejaban las sacudidas nerviosas que le costaba no estallar en sollozos. Octavia le miró un momento, y atrayéndole a sí, prodigóle las palabras más tiernas. Después, devorándole con sus ojos febriles, y oprimiéndole la mano murmuró:

—¿Sabes qué día es mañana, Pedro?

Él contestó con la voz llena de lágrimas:

—No; ¿qué día es?

—¡Mañana hace dos años que nos hemos conocido! ¿Te acuerdas? ¡Quién te había de decir entonces, que tendrías que cuidarme, mi pobre pequeño!… ¡Pero por Dios, no te aflijas! ¡Háblame! ¡Háblame!… ¡Dime que te acuerdas de todo!…

En el silencio y la oscuridad de la alcoba, el murmullo de la voz tenía algo de la solemnidad de un rezo, Perico muy conmovido gritó:

—¡Sí, me acuerdo! ¡Me acordaré todo la vida!

Fue aquel un grito salido de lo más hondo del alma. Desde entonces ya no pudo contenerse por más tiempo, y se puso a sollozar como un niño.

—¡Octavia! ¡Octavia!… ¡Alma mía!… ¡Queridita mía!… ¡No me dejes solo en el mundo!

Y sellaba con pasión sus labios, sobre la mano de la enferma, una mano hermosa y blanca, húmeda ya por los sudores de la agonía.

Ella cerraba los ojos, suplicándole que callase.

—Mira, encanto; si no debes sentirme de ese modo. ¿Qué era yo para ti más que una carga? ¿No lo comprendes? Tú tienes por delante un gran porvenir. Ahora, luego que yo me muera, debes vivir solito; no creas que digo esto porque esté celosa; ya sé que a muertos y a idos… Te hablo así, porque conozco lo que ata una mujer. Tú, si no te abandonas, tienes que subir muy alto. Créeme a mí. Pero Dios que da las alas, las da para volar uno sólo. ¡Sí, mi hijito! Después de que hayas triunfado, te doy permiso para enamorarte…

Intentó sonreír para quitar a sus palabras la amargura que rebosaban. Pondal le puso una mano en la boca.

—No hables así, Octavia, porque me desgarras el corazón. Tú vivirás, y volveremos a ser felices.

—¡Aunque viviese, no lo seríamos ya!

Su voz era tan débil que no parecía sino que ya hablaba desde el sepulcro. En aquella conversación agónica, que podía ser la última, todo el pasado de sus relaciones volvía a su memoria, y a pesar de la sonrisa resignada, que contraía sus labios descoloridos, conocíase cuánto la hacía sufrir este linaje de recuerdos. Perico, sentado al borde de la cama, con la cabeza entre las manos, suspiraba en silencio. Él también recordaba otros días, días de primavera, azules y luminosos; mañanas perfumadas; tardes melancólicas; horas queridas: paseos de enamorados que se extravían en las avenidas de los bosquecillos, cuando los insectos zumban la ardiente canción del verano, florecen las rosas, y las tórtolas se arrullan sobre las reverdecidas ramas de los robles. Recordaba los albores de su amor, y todas las venturas que debía a la moribunda. Sobre aquel seno de matrona, perfumado y opulento, ¡había reclinado tantas veces en delicioso éxtasis, su testa orlada de rizos, como la de un dios adolescente! ¡Aquellas pobres manos, que ahora se enclavijaban sobre la sábana, tenían jugado tanto con ellos!… Y al pensar en que iba a verse solo en el mundo; que ya no tendría regazo donde descansar la cabeza, ni labios que le besasen, ni brazos que le ciñesen, ni manos que le halagasen, tropel de gemidos y sollozos subíale a la garganta, y se retorcía en ella, como rabiosa jauría.

—¡Señor! ¡Señor!… ¡No me la lleves! ¡Sé bueno!…

Y Perico, conteniendo trabajosamente las lágrimas, se puso a rezar, como un niño que era. ¿Por qué no había de hacer Dios un milagro? Y esta esperanza postrera, tan incierta, tan lejana, apoderándose de su pobre corazón, le trajo, como un perfume de incienso, el recuerdo de la infancia en el hogar paterno, donde todas las noches se rezaba el rosario… ¡Ay, fue al deshacerse aquel hogar, cuando conociera a Octavia Santino!…

Aunque mozo de veinte años, Perico Pondal, no pasaba de ser un niño triste y romántico, en quien el sentimiento adquiriría sensibilidad verdaderamente enfermiza. De estatura no más que mediana; ademán frío, y continente tímido y retraído, difícilmente agradaba la primera vez que se le conocía —él mismo, solía dolerse de ello, exagerándolo como hacía con todo—. Apuntábale negra barba, que encerraba, a modo de marco de ébano, un rostro pálido y quevedesco. La frente era más altiva que despejada; los ojos más ensoñadores que brillantes. Aquella cabeza prematuramente pensativa, parecía inclinarse impregnada de una tristeza misteriosa y lejana. Su mirar melancólico, era el mirar de esos adolescentes que, en medio de una gran ignorancia de la vida, parecen tener como la visión de sus dolores y de sus miserias.

Octavia parecía dormitar; inmóvil, pálida como la muerte, con los cabellos sueltos sobre la almohada. En los labios de Perico, vagaba el mosqueo igual y continuado de un rezo. Poco a poco su amiga abrió los ojos, y los fijó en él con vago espanto.

—¿Qué haces?… ¿Rezas?

Perico dijo que no; y la enferma procurando sonreír, le hizo seña de que se acercase:

—Esta mañana, poco después de haber salido tú, he tenido una visita… Las hijas del general Rojas; dos niñas de quienes fui institutriz.

Aquí tuvo que hacer una pausa y luego añadió:

—Una de ellas, Isabelita, viendo tu retrato, me preguntó si era mi novio… Las inocentes no saben que vivo contigo… Venía con ellas un sacerdote: el capellán de la casa según creo… Se sentó ahí, donde tú estás, y me estuvo hablando largo rato. ¡Si vieras qué trabajos pasé para engañarle!… Luego temía que tú llegases y te viesen…

Hubo de interrumpirse nuevamente. Suspirando, clavó los ojos en un crucifijo que había a los pies del lecho, y sin desviarlos ya, acabó en voz mucho más apagada:

—¡Ah!, es un santo ese sacerdote. ¡Con tanto cariño me indicaba que debía confesarme!… Decía que no se debe esperar al último momento; que conviene hacerlo aun cuando el mal no sea grave… ¡Te digo que es un santo!…

Perico, encorvándose sobre ella, preguntóle con afán:

—¿Entonces, quieres que venga un confesor? Yo también había pensado en ello… Gravedad no la hay, eso no…

La enferma vaciló un momento; luego volviendo a él los hermosos ojos, nublados por la calentura, exclamó con dolorosa resolución:

—¡No, no!… Prefiero condenarme así… ¡Anda, dame un beso!

Y exhalando un gemido, avanzaba el rostro, y le presentaba la boca. Perico la miró asombrado.

—¿Pero por qué no quieres?

Octavia sollozó:

—¡Ay! Cuando entrase el sacerdote, tú tendrías que irte; que salir de esta casa; que no volver ya… Diría que es pecado… ¡No ves que soy tu querida!… Y yo quiero verte, tenerte siempre a mi lado… ¡Pedirte perdón! ¡Lo demás no me importa nada!

Quiso arrojarse del lecho y Perico la sujetó suplicándole que se calmase. Sollozaba prometiendo casarse con ella.

—¿Ves? Este es el resultado… ¡Ya me lo temía! ¿Pero qué tienes? ¿No comprendes que así te pones peor? ¡Dios mío! ¡Dios mío! Yo tengo la culpa.

Octavia exánime y jadeante, había caído sobre la almohada. Sintió un ahogo que la privó de respiración un instante, y ocultando la frente en las almohadas, rompió a llorar amargamente. En vano su amante trató de consolarla. Ella sentíase conmovida ante el afecto de aquel niño; y la conciencia le remordía, como si no le hubiese amado bastante. Cediendo a sus ruegos descubrió el rostro, y las lágrimas siguieron cayendo de aquellos ojos de tan puro azul, pero silenciosas, sin gemidos ni sollozos. Se miraron inmóviles los dos, con las manos enlazadas, como si fuesen a hacerse un juramento. La mirada que cambiaron era la despedida muda, solemne, angustiosa que se dan dos almas al separarse; era la evocación de sus recuerdos; todo el pasado de aquel amor, al cual iba a poner término la muerte. Las lágrimas corrieron más abundantes de los ojos de Octavia, y algo intolerable y mortificante sintió en el corazón:

—¡Qué no haría yo para que no me llorase mi pobre pequeño!…

Había vuelto a esconder la cabeza en las almohadas, sollozando tan bajito, que apenas se la oía.

Pondal se inclinó y puso sus labios en los cabellos de Octavia, besándolos suavemente, recorriendo toda la trenza. Estuvo así larguísimo rato, susurrando palabras cariñosas que producían en la enferma estremecimientos convulsivos y dolorosos. Se inclinó un poco más, y levantando con cuidado, como una reliquia, aquella adorada cabeza, la obligó a que le mirase. Ella clavó en él con extraordinaria tristeza las pupilas, que parecían más grandes y más bellas por efecto de la demacración del rostro, y los dos permanecieron mudos, tratando de leerse los más escondidos pensamientos: Perico fue el primero en hablar.

—¿Qué tienes? ¿No me dices?

Los labios de la enferma se agitaron apenas.

—Pedro…

—¿Qué, mi pobrecita?

—¡Quiero que me prometas una cosa!

—Cuantas quieras.

—Que en ningún caso me dejarás morir sola.

—¿Qué dices, Octavia?

—¿Lo juras?

—¡Lo juro!… ¡Pero eso es una locura que a nada viene!

—¡Cállate, por Dios! Me haces un daño horrible… ¡Calla!

Se cubrió los ojos, como si la llama de la chimenea le molestase, y añadió:

—Después te diré eso… No quiero que mi muerte te haga sufrir.

Creyó Pondal que la enferma deliraba, y nada dijo. Ella siguió musitando:

—¡Sin embargo, te he amado mucho, Pedro!… ¡Mucho! ¡Mucho!… ¡Bien lo sabe Dios!…

—¡Y yo también lo sé!…

—¡No, no!… ¡Tú no lo sabes!…

Experimentó una rápida conmoción, y se quedó lívida y distendida, como si fuese a morir. Cuando hubo cobrado ánimo, añadió:

—¡Hubiese sido yo tan feliz sin este torcedor! No; no quiero que me llores; no quiero…

—Pero Octavia, ¿qué tienes? ¡Tú deliras! Te suplico que calles, ¿no me oyes, Octavia querida? Te lo suplico…

Se dejó caer en el sillón que había arrimado al lecho, y tomó la mano que Octavia tenía sobre el arrugado doblez de la sábana.

—Ahora te prohíbo hablar, y si no me obedeces, ya lo sabes, me voy.

Octavia oprimió suavemente la mano de su amigo procurando sonreír, pero la mueca que hizo en la tentativa, resultó espantable. Después quedóse como dormida, pero sólo fue un momento; en seguida abrió los ojos sobresaltada, como si saliese de una pesadilla, y extendió las manos palpando con avidez la cabeza de su amante.

—¿Estás ahí, Perico? ¡No te veo!

—¡Sí, aquí estoy, mi vida!

Perico separó los cabellos empapados de sudor que oscurecían la frente de la enferma, y depositó en ellos un largo beso, lleno de amor y de tristeza. Después, volviendo a sentarse, empezó a decir:

—Esta mañana encontré a Corsino Infante, que me preguntó por ti; le dije que no estabas bien, y prometió venir a verte.

Octavia gimió sordamente.

—¡No, no! ¡Que no venga!

—¿Pero por qué, hija? ¡Vamos, no seas así! Si no quieres hacer lo que él recete no lo haces… Verdaderamente no viene más que como amigo… Yo, sin embargo, entre Corsino y tu doctor Cuevas, no vacilaría… Ya has visto lo que pasó en mi enfermedad; Corsino fue el único que estuvo un poco acertado… ¡El doctor Cuevas es un practicón, nada más; e Infante ha estudiado mucho!…

Y Perico, endulzaba la voz para no disgustar a la enferma.

—Pero tú no le quieres bien, y eres ingrata; de verdad que sí.

Octavia, que parecía sufrir mucho, balbuceó con creciente anhelo:

—¡Calla!… ¡Calla! ¡Por la Virgen María no me acongojes!!!

Un enorme gato de pelambre chamuscada y amarillenta, que dormía delante de la chimenea, despertóse, enarcó el lomo erizado, sacó las uñas, giró en torno con diabólico maleficio los ojos fosforescentes y fantásticos, y huyó con menudo trotecillo. Octavia estremecióse, poseída de uno de esos terrores supersticiosos que experimentan las imaginaciones enfermas, y se incorporó, apoyada en el borde del lecho, mirando anhelante; fue menester que Pondal, a la fuerza, la obligase a acostarse, colocándole suavemente la cabeza en el centro de la almohada; ella parecía no verle; tenía la mirada vaga, y respiraba fatigosa, con el semblante contraído. Su amante la miraba, sin ser dueño de contener las lágrimas; por un formidable esfuerzo de la voluntad se serenó, para preguntarle qué tenía; no contestó Octavia, y él insistió:

—¿Sufres mucho?

La enferma abrió los ojos, que se fijaron con extravío en los objetos; agitáronse sus labios, pero fueron tan apagadas y confusas las palabras que salieron de ellos, que casi no rozó su aliento el rostro de Perico, que se inclinaba sobre ella, para oír mejor; sin embargo, a él le pareció que Octavia decía:

—¡No puedo! ¡No puedo!… Me remuerde…

Y la vio temblar en el lecho; el rostro demudado y convulso. Luego quedó estirada, rígida, indiferente; la cabeza torcida; entreabierta la boca por la respiración, el pecho agitado. Pondal permanecía en pie; irresoluto, sin atreverse ni a llamarla, ni a moverse, por no turbar aquel reposo que le causaba horror. Entenebrecido y suspirante volvió a sentarse junto al lecho, la barbeta apoyada en la mano, el oído atento al más leve rumor. Allá abajo, se oía el perpetuo sollozo de la fuentecilla del patio, unas niñas jugaban a la rueda; y los vendedorcillos de periódicos pasaban pregonando las últimas noticias de un crimen misterioso. La habitación empezaba a quedarse completamente a oscuras, y Pondal se levantó para entornar los postigos del balcón que estaban cerrados. Era la tarde de esas adustas e invernales, de barro y de llovizna, que tan triste aspecto prestan a la vieja ciudad. Siniestras ráfagas plomizas y lechosas pasaban lentamente ante los cristales que la ventisca azotaba con furia. Dos aguadores sentados sobre sus cubas, aguardaban la vez, entonando una canción de su país. Perico no entendía la letra, que tenía una cadencia lánguida y nostálgica, pero, con aquella música, sentía poco a poco penetrar en su alma supersticioso terror. Creyó oír la voz de Octavia, y volvió vivamente la cabeza. La enferma se había incorporado en las almohadas, y le llamaba con la angustia pintada en el semblante. Él corrió al lado de ella.

—¿Qué tienes?

—Creo que voy a morirme. Escucha, no debes llorarme, porque…

Calló temblando; la huella de sus ojeras se difundió por toda la mejilla; agitáronse sus labios como si fuese a llorar, sus facciones acentuáronse cada vez más cadavéricas y los dientes se entrechocaron; pero luego, levantándose loca, gritó:

—¡No; no debes quererme! ¡Te he engañado! ¡He sido mala!

Pondal la miró estúpidamente, mientras en sus labios, trémulos y sin color, se dibujaba esa sonrisa tirante y angustiosa que algunos reos tienen sobre el cadalso; pero aquello no duró más que un momento, porque en seguida, como si volviese en sí gritó:

—¿Qué dices Octavia? ¡Eso no puede ser! ¡Es imposible!

—No, no; ¡pero espera! ¡Te quiero!… ¡Me lo has prometido!…

Pondal, encorvado sobre la moribunda, la sacudía brutalmente por los hombros, repitiendo:

—¡Habla! ¡Habla! ¡Dime que no es verdad! ¡Dime quién es él! ¡Habla!

Octavia le miró con expresión sobrehumana, dolorida, suplicante, agónica; quiso hablar, y su boca sumida y reseca por la fiebre se contrajo horriblemente; giraron en las cuencas, que parecían hundirse por momentos, las pupilas dilatadas y vidriosas; volviósele azulenca la faz; espumajaron los labios, el cuerpo enflaquecido estremecióse, como si un soplo helado lo recorriese, y quedó tranquilo, insensible a todo, indiferente, lleno del reposo de la muerte.

Pedro Pondal, clavándose las uñas en la carne, y sacudiendo furioso la melena de león, sin apartar los ojos del cuerpo de su querida, repetía enloquecido:

—¿Por qué? ¿Por qué quisiste ahora ser buena?

Nublóse la Luna, cuya luz blanquecina entraba por el balcón; agonizó el fuego de la chimenea, y el lecho, que era de madera, crujió…

México, julio de 1892.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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