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—¡Sería una verdadera desgracia! Si la señora atendiese mi consejo, le cerraría la puerta.
Rosarito lanzó un suspiro. Su abuela la miró severamente y se puso a repiquetear con los dedos en el brazo del canapé.
—Eso se dice pronto, don Benicio. Está visto que usted no le conoce. Yo le cerraría la puerta y él la echaría abajo. Por lo demás tampoco debo olvidar que es mi primo.
Rosarito alzó la cabeza. En su boca de niña temblaba la sonrisa pálida de los corazones tristes, y en el fondo misterioso de sus pupilas brillaba una lágrima rota. De pronto lanzó un grito. Parado en el umbral de la puerta del jardín estaba un hombre de cabellos blancos, estatura gentil y talle todavía arrogante y erguido.
Don Juan Manuel Montenegro podría frisar en los sesenta años. Tenía ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgos de la montaña gallega. Era el mayorazgo de una familia antigua y linajuda, cuyo blasón lucía diez y seis cuarteles de nobleza y una corona real en el jefe. Don Juan Manuel, con gran escándalo de sus deudos y allegados, al volver de la emigración hiciera picar las armas que campeaban sobre la puerta de su pazo solariego, un caserón antiguo y ruinoso, mandado edificar por el mariscal Montenegro, que figuró en las guerras de Felipe V, y fue el más notable de los de su linaje. Todavía se conserva en el país memoria de aquel señorón excéntrico, déspota y cazador, beodo y hospitalario. Don Juan Manuel a los treinta años había malbaratado su patrimonio. Solamente conservó las rentas y tierras de vínculo, el pazo y una capellanía, todo lo cual apenas le daba para comer. Entonces empezó su vida de conspirador y aventurero; vida tan llena de riesgos y azares, como la de aquellos segundones hidalgos que se enganchaban en los tercios de Italia por buscar lances de amor, de espada y de fortuna. Liberal aforrado en masón, fingía gran menosprecio por toda suerte de timbres nobiliarios, lo que no impedía que fuese altivo y cruel como un árabe noble. Interiormente sentíase orgulloso de su abolengo, y pese a su despreocupación dantoniana, placíale referir la leyenda heráldica que hace descender a los Montenegros de una emperatriz alemana. Creíase emparentado con las más nobles casas de Galicia, y desde el conde de Cela al de Altamira, con todos se igualaba, y a todos llamaba primos, como se llaman entre sí los reyes. En cambio, despreciaba a los hidalgos sus vecinos y se burlaba de ellos sentándolos a su mesa y haciendo sentar a sus criados. Era cosa de ver a don Juan Manuel erguirse cuán alto era, con el vaso desbordante, gritando con aquella engolada voz de gran señor que ponía asombro en sus huéspedes:
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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