Enviar a Kindle «Rosarito», de Ramón María del Valle-Inclán

Don Juán Manuel acercóse rápido a la condesa y tomóle la mano, con aire a un tiempo cortés y familiar:

—Espero, prima, que me darás hospitalidad por una noche.

Así diciendo, con empaque de viejo gentilhombre, arrastró un pesado sillón de Moscovia, y tomó asiento al lado del canapé. En seguida, y sin esperar respuesta, volvióse a Rosarito —¡Acaso había sentido el peso magnético de aquella mirada que tenía la curiosidad de la virgen y la pasión de la mujer!—. Puso el emigrado una mano sobre la rubia cabeza de la niña, obligándola a levantar los ojos, y con esa cortesanía exquisita y simpática de los viejos que han amado y galanteado mucho en su juventud, pronunció a media voz —¡la voz honda y triste, con que se recuerda el pasado!: