Rosita

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento



I

Cálido enjambre de abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que inundaban en parpadeante claridad el pórtico del «Foreign Club»: Un pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano, donde la acicalada turba de gomosos y clubmanes humeaba cigarrillos turcos y bebía cócteles en compañía de algunas damas galantes. Oyendo a los caballeros, reían aquellas damas, y sus risas locas, gorjeadas con gentil coquetería, besaban la dorada fimbria de los abanicos que, flirteadores y mundanos, aleteaban entre aromas de amable feminismo. A lo lejos, bajo la Avenida de los Tilos, iban y venían del brazo Colombina y Fausto, Pierrot y la señora de Pompadour. También acertó a pasar, pero solo y melancólico, el Duquesito de Ordax, agregado entonces a la Embajada Española. Apenas le divisó Rosita Zegrí, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla, cuando, quitándose el cigarrillo de la boca, le ceceó con andaluz gracejo:

—¡Espérame, niño!

Puesta en pie apuró el último sorbo del cóctel y salió presurosa al encuentro del caballero, que con ademán de rebuscada elegancia se ponía el monóculo para ver quién le llamaba. Al pronto el Duquesito tuvo un movimiento de incertidumbre y de sorpresa. Súbitamente recordó:

—¡Pero eres tú, Rosita!

—¡La misma, hijo de mi alma!… ¡Pues no hace poco que he llegado de la India!

El Duquesito arqueó las cejas y dejó caer el monóculo. Fue un gesto cómico y exquisito de polichinela aristocrático. Después exclamó, atusándose el rubio bigotejo con el puño cincelado de su bastón:

—¡Verdaderamente tienes locuras dislocantes, encantadoras, admirables!

Rosita Zegrí entornaba los ojos con desgaire alegre y apasionado, como si quisiese evocar la visión luminosa de la India.

—¡Más calor que en Sevilla!

Y como el Duquesito insinuase una sonrisa algo burlona, Rosita aseguró:

—¡Más calor que en Sevilla! ¡No pondero, la menos…!

El Duquesito seguía sonriendo:

—Bueno, mucho calor… Pero cuéntame cómo has hecho el viaje.

—Con lord Salvurry. Tú le conociste. Aquel inglés que me sacó de Sevilla… ¡Tío más borracho!

—¿Ahora estás aquí con él?

—¡Quita allá!

—¿Estás sola?

—Tampoco. Ya te contaré. ¿Tú temías que estuviese sola?

El caballero se inclinó burlonamente:

—Sola o acompañada, tú siempre me das miedo, Rosita.

Se miraron alegremente en los ojos:

—¡Vaya, que deseaba encontrarme con alguno de Sevilla!

Rosita Zegrí no podía olvidarse de su tierra. Aquella andaluza con ojos tristes de reina mora, tenía los recuerdos alegres como el taconeo glorioso del bolero y del fandango. Sin embargo, suspiró:

—Dime una cosa: ¿Estabas tú en Sevilla cuando murió el pobre Manolillo?

—¿Qué Manolillo?

—¡Pues cuál va a ser! Manolo el Espartero. El Duquesito hizo un gesto indiferente:

—Yo hace diez años que no caigo por allá.

Rosita puso los ojos tristes:

—¡Pobre Manolo!… Ahí tienes un hombre a quien he querido de verdad. ¿Tú le recuerdas?

—Desde que empezó.

—¡Mira que tenía guapeza en la plaza!

—Pero no sabía de toros.

—¡Pobre Manolillo! Cuando leí la noticia me pasé llorando cerca de una hora.

La sonrisa del Duquesito, que parecía subir enroscándose por las guías del bigote, comunicaba al monóculo un ligero estremecimiento burlón:

—No sería tanto tiempo, Rosita.

Rosita se abanicó gravemente:

—¡Sí, hijo!… Hay cosas que no pueden olvidarse.

—¿Fue tu primer amor, sin duda?

—Uno de los primeros.

El monóculo del gomoso tuvo un temblor elocuente:

—¡Ya!… Tu primer amor entre los toreros.

—¡Cabal!… ¡Cuidado que tienes talento!

Y Rosita se reía guiñando los ojos y luciendo los dientes blancos y menudos. Después, ajustándose un brazalete, volvió a suspirar. ¡Era todavía el recuerdo de Manolillo! Aquel suspiro hondo y perfumado levantó el seno de Rosita Zegrí como una promesa de juventud apasionada. Para endulzar su pena se dispuso a saborear los confites que llevaba dentro de un huevo de oro:

—Anda, niño, tenme un momento el abanico. Daremos una vuelta al lago, y luego volveremos al «Foreign Club». ¡Qué tragedias tiene la vida!

Metióse un confite en la boca, y tomando otro con las yemas de los dedos, brindóselo al Duquesito:

—Ten. ¡No hay más!

El galán, con uno de sus gestos de polichinela, solicitó el que la dama tenía en la boca. La dama sacóle al aire en la punta de la lengua:

—¡Vamos, hombre, no te encalabrines!

II

Tuvieron que apartarse para dejar paso a una calesa con potros a la jerezana, pimpante españolada, idea de una bailarina, gloria nacional. Reclinadas en el fondo de la calesa, riendo y abanicándose, iban dos mujeres jóvenes y casquivanas ataviadas manolescamente con peinetas de teja y pañolones de crespón que parecían jardines. Cuando pasaron, Rosita murmuró al oído del Duquesito:

—Ésas son las que ponen el mingo. ¿Las conoces?

—Sí… También son españolas.

—Y de Sevilla.

—¿No sois amigas?

—Muy amigas… Pero no está bien que me saluden a la faz del mundo. A ti mismo te permito que me hables como en nuestros buenos tiempos, porque aquí estoy de incógnito… De otra manera tendrías que darme tratamiento.

—¿Cuál, Rosita?

—De Majestad.

—Su Graciosa Majestad.

—¡Naturalmente!

Desde la orilla lejana, un largo cortejo de bufones y azafatas, de chambelanes patizambos y de princesas locas, parecía saludar a Rosita agitando las hachas de viento que se reflejaban en el agua. Era un séquito real. Cuatro enanos cabezudos conducían en andas a un viejo de luengas barbas, que reía con la risa hueca de los payasos, y agitaba en el aire las manos ungidas de albayalde para las bofetadas chabacanas. Princesas, bufones, azafatas, chambelanes, se arremolinaban saltando en torno de las andas ebrias y bamboleantes. Todo el séquito cantaba a coro, un coro burlesco de voces roncas. La dama cogió el brazo del galán:

—Volvamos. No quiero lucirme contigo.

Y levantándose un poco la falda, le arrastró hacia un paseo solitario. La orilla del agua fue iluminándose lentamente con las antorchas del cortejo. Bajo la Avenida de los Tilos, la sombra era amable y propicia. En los viejos bancos de piedra, parejas de enamorados hablaban en voz baja. El Duquesito de Ordax intentó rodear el talle de Rosita Zegrí, que le dio con el abanico en las manos:

—Vamos, niño, que atentas a mi pudor.

Con la voz un poco trémula, el Duquesito murmuró:

—¿Por qué no quieres?

—Porque no me gustan las uniones morganáticas.

—¿Y un beso?

—¿Uno nada más?

—¡Nada más!

—Sea… Pero en la mano.

Y haciendo un mohín, le alargó la diestra cubierta de sortijas hasta la punta de los dedos. El Duquesito posó apenas los labios. Después se atusó el bigote, porque un beso, aun cuando sea muy ceremonioso, siempre lo descompone un poco:

—¡Verdaderamente eres una mujer peligrosa, Rosita!

Rosita se detuvo riendo con carcajadas de descoco, que sonaban bajo el viejo ramaje de la Avenida de los Tilos como gorjeos de un pájaro burlón:

—¿Pero oye, mamarracho, has creído que pretendo seducirte?

—Me seduces sin pretenderlo. ¡Ahí está el mal!

—¿De veras?… Pues hijo, separémonos.

La dama apresuró el paso. El galán la siguió:

—¡Oye!

—No oigo.

—En serio.

—Me aburre lo serio.

—Tienes que contarme tu odisea de la India.

Rosita Zegrí se detuvo y volvió a tomar el brazo del Duquesito. Mirándole maliciosamente suspiró:

—Está visto que nos une el pasado.

—Debíamos renovarlo.

—¿Y mi reputación?

—¿Cuál reputación?

—Mi reputación de mujer de mundo. ¡Ni que fuese yo una prójima de las que tienen un amante diez años y hacen las paces todos los domingos! Es de muy malísimo tono restaurar amores viejos.

El Duquesito puso los ojos en blanco y alzó los brazos al cielo. En una mano tenía el bastón de bambú, en la otra los guantes ingleses:

—¡Ya estamos en ello, Rosita!… Y tú me conoces bastante para saber que yo soy incapaz de proponerte nada como no sea absolutamente correcto. ¡Pero la noche, la ocasión!

Rosita inclinó la cabeza sobre un hombro, con gracia picaresca y gentil:

—¡Ya caigo! Deshojemos una flor sobre su sepultura, y a vivir…

El Duquesito se detuvo y miró en torno:

—Sentémonos en aquel banco.

Rosita no hizo caso y siguió adelante:

—Me hace daño el rocío.

—Sin embargo, en otro tiempo, Rosita…

—¡Ah!… En otro tiempo aún no había estado en la India.

El galán alcanzó a la dama y volvió a rodearle el talle, e intentó besarla en la boca. Ella se puso seria:

—¡Vamos, quieres estarte quieto!

—¿Decididamente, te sientes Lucrecia?

—No me siento Lucrecia, chalado… ¡Pero lo que pretendes no tiene sentido común!… ¡Aquí, al aire libre, sobre la hierba!… Ciertas cosas, o se hacen bien o no se hacen…

—¡Pero, Rosita de mi alma, la hierba no impide que las cosas se hagan bien!

Rosita Zegrí, un poco pensativa, paseó sus ojos morunos y velados todo a lo largo de la orilla que blanqueaba el claro de la luna. Los remos de una góndola tripulada por diablos rojos batían a compás en el dormido lago, donde temblaban amortiguadas las estrellas, y alguna dama, con la cabeza empolvada, tal vez una duquesa de la fronda, cruzaba en carretela por la orilla. Rosita se apoyó lánguidamente en el brazo del Duquesito.

—Cómo se conoce que eres hombre. ¡Todos sois iguales! Así oye una esas tonterías de que venimos del mono. ¡Vosotros tenéis la culpa, mamarrachos! A los monos también les parece admirable la hierba para hacerse carocas. Los he visto con mis bellos ojos en la India. ¡En achaques de amor, sois iguales!

Y la risa volvió a retozar en los labios de Rosita Zegrí, aquellos labios de clavel andaluz, que parecían perfumar la brisa.

III

El Duquesito agitaba en el aire sus guantes y su bastón. Parecía desesperado.

—Rosita, en otro tiempo no eras tan mirada.

—¡Como que en otro tiempo aún no había estado en las tierras del sol y no me hacía daño el rocío!

—Te desconozco.

—¿Cuándo has sabido leer en mi corazón? ¡Nunca!… Te dio siempre la ventolera por decir que te coronaba. ¡Ay qué pelma!

—¿Y no era verdad?

Rosita se detuvo rehaciendo en sus dedos los rizos lacios y húmedos de rocío que se le metían por los ojos.

—Como verdad, sí… Pero yo te engañaba solamente con algún amigo, mientras que Leré te ha engañado después con todo el mundo. ¡Suerte que tienen algunas! Ésa te había puesto una venda en los ojos.

El Duquesito de Ordax alzó los hombros, como pudiera alzarlos el más prudente de los estoicos:

—No creas… cínicamente que con el tiempo cambia uno mucho. He comprendido que los celos son plebeyos.

—Todos los hombres comprendéis lo mismo cuando no estáis enamorados.

—¡Hoy quién se enamora!

—¿También es plebeyo?

—Anticuado nada más.

Rosita se detuvo recogiéndose la falda, y miró al Duquesito con expresión burlona. Su risa de faunesa, alegre y borboteante, iluminaba con una claridad de nieve la rosa de su boca.

—Oye, en nuestros buenos tiempos la pasión volcánica debió de ser el último grito. ¡Mira que has hecho tonterías por mí!

—¿Estás segura?

—¿De que eran tonterías? ¡Vaya!

La sonrisa del Duquesito hacía temblar el monóculo, que brillaba en la sombra como la pupila de un cíclope. Rosita se puso seria:

—¿Vas a negarlo? Si me escribías unas cartas inflamadas. Aún hace poco las he quemado. Todo era hablar de mis ojos, adonde se asomaba el alma de una sultana, y de las estrellas negras… ¿Te acuerdas de tus cartas?

El Duquesito dejó caer el monóculo que, prendido al extremo de la cinta de seda, quedó meciéndose como un péndulo sobre el chaleco blanco:

—¡Ay, Rosita!… ¡Si te dijese que todas esas tonterías las copiaba de los dramas de Echegaray! ¡Las mujeres sois tan sugestionables!

La mirada de Rosita Zegrí volvió a vagar perdida a lo lejos, contemplando las ondas que rielaban. Sobre su cabeza la brisa nocturna estremecía las ramas de los tilos con amoroso susurro. Caminaron algún tiempo en silencio. Después Rosita fijó largamente en el Duquesito sus ojos negros, poderosos y velados. ¡Aquellos ojos adonde se asomaba el alma de una sultana!

—Oye, ¿cómo no estando enamorado eras tan celoso?

—Por orgullo. Aún no sabía que en amor a todos los hombres nos ocurren los mismos contratiempos.

—¡Ese consuelo no lo tengas, niño!

—¿Qué, no somos todos engañados, Rosita?

—No.

—¿Tú has sido fiel alguna vez?

—No recuerdo.

—¡Pues entonces!

Rosita le miró maliciosamente, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua:

—Qué trabajo para que comprendas. ¿A cuántos engañé contigo? ¡A ninguno!… ¡Y a ti, preciosidad, alguna vez!… Ahí tienes la diferencia.

El Duquesito cogió una mano de Rosita:

—Anda, déjame que te bese la garra.

—No seas payaso… Dime, ¿y los versos que escribiste en mi abanico?

—De Bécquer.

—¡Habrá farsante!… ¡Yo que casi riño con Carolina Otero porque me dijo que ya los había leído!

—¡Tiene gracia!

—No puedes figurártelo. Porque al fin me confesó que no los había leído… Únicamente que Carolina no te creía capaz.

El Duquesito sonrió desdeñosamente, se puso el monóculo y contempló las estrellas. Rosita le miraba de soslayo.

—¡Yo no sabía que fueses tan temible!… ¿De manera que la tarde aquella, cuando me enseñaste un revólver jurando matarte, también copiabas de Echegaray?

—La frase de Echegaray, el gesto de Rafael Calvo.

—Por lo visto, en la aristocracia únicamente servís para malos cómicos.

El Duquesito se atusó el rubio bigotejo con toda la impertinencia de un dandy:

—Desgraciadamente ciertos desplantes sólo conmueven a los corazones virginales.

Rosita suspiró, recontando el varillaje de su abanico:

—¡Toda la vida seré una inocente!

IV

Un grupo de muchachas alegres y ligeras pasó corriendo, persiguiéndose con risas y gritos. Entre sus cabellos y sus faldas traían una brisa de jardín. Era un tropel airoso y blanco que se desvaneció en el fondo apenas esclarecido, donde la luna dejaba caer su blanca luz. La dama se detuvo, y alargó su mano, refulgente de pedrerías, al galán. Suspiraba sacando al aire el último confite, en la punta de la lengua, divino rubí:

—Aquí termina nuestro paseo. Encantada de tu compañía.

Y Rosita Zegrí despedía al Duquesito de Ordax haciendo una cortesía principesca. El Duquesito aparentó sorprenderse.

—¿Qué te ha dado, Rosita?

—Nada. Veo la iluminación del «Foreign Club» y no quiero lucirme contigo.

—¿Te has enojado por lo que dije?

—No, por cierto. Siempre me había figurado eso…

—¿Entonces, qué?

—¡Entonces, nada! Que me aburre la conversación y prefiero terminar sola el paseo. Quiero ver cómo la luna se refleja en el lago.

—¿Te has vuelto poética?

—No sé…

—Luna, lago, nocturnidad…

—¡Qué quieres! Eso me recuerda las verbenas del Guadalquivir. En ciertos días me entra un aquel de Sevilla, que siento tentaciones de arrancarme por soleares. Te lo digo yo: El único amor verdad es el amor patrio.

El Duquesito no tuvo la osadía de reírse. Había oído lo mismo infinitas veces a todos los grandes oradores de España. Sin embargo, movió la cabeza en señal de duda.

—¿Dónde dejas el amor maternal, Rosita?

Rosita suspiró.

—Por ahí no me preguntes, hijo. Yo no he conocido a la pobrecita de mi madre. Tengo oído que ha sido una mujer de aquellas que dan el ole.

Y Rosita Zegrí permaneció un momento con las manos en cruz, como si rezase por aquella madre desconocida que daba el ole. Bajo la luz de la luna fulguraba la pedrería de sus anillos en los dedos pálidos. El aliento del ondulante lago le alborotaba las plumas del sombrero. Distinguió un banco en la orilla del camino, y andando con fatiga fue a sentarse.

—¡Qué hermosa noche!…

—¡Y qué mal la aprovechamos!

El galán quiso sentarse en el banco al lado de la dama, pero ella tendió el abanico para impedírselo:

—¡Lejos, lejos!… No te quiero a mi lado.

El Duquesito se apoyó en el tronco de un árbol.

—Me resigno a todo.

La luna, arrebujada en nubes, dejaba caer su luz lejana y blanca sobre el negro ramaje de los tilos. Parecía la faz de una Margarita amortajada con tocas negras. Rosita entornó los ojos y respiró con lánguido desmayo:

—¡Qué agradable aroma! Ya empiezan a florecer las acacias. Me gustaría pasar aquí la noche.

—¿Y la humedad, Rosita? Recuerda que has estado en la India.

Rosita siguió abanicándose en silencio y mirando ondular el lago. A lo lejos cantaba un pescador de opereta con los remos levantados, goteando en el agua, y la barca deslizábase sola impulsada por la corriente. El pescador cantaba los amores tristes que riman con la luna. El pescador quería morir. Rosita suspiró, arreglándose los rizos:

—¡Ah!… Yo también.

Después volvióse hacia el Duquesito:

—Me da pena verte ahí como una estatua. Siéntate si quieres.

Y la dama hizo sitio al galán. En aquel momento tenía los ojos llenos de lágrimas que permanecían temblando en las pestañas. El Duquesito pareció consternado.

—¡Tú lloras!

Rosita parpadeó, sonriendo melancólica.

—Me dan estas cosas. Tú quizá no lo comprenderás.

El Duquesito se dejó ganar el corazón por aquella voz acariciadora, voz de mujer interesante y bella, que le hablaba al claro de la luna, ante el rielar de un lago, en el silencio de la noche.

—Sí, lo comprendo, Rosita. Yo mismo lloro, muchas veces, el vacío de mi vida. ¡Es la penitencia por divertirse demasiado, chiquilla!

—¡Ah!… ¡Si cuando yo me lancé hubiese encontrado un hombre de corazón en mi camino! ¡No lo quiso la suerte!

—Te hubieras divertido menos.

—Pero hubiera sido más feliz. Créeme, yo no había nacido para ciertas cosas. La vida ha sido muy dura conmigo. ¿Tú sabes la historia de aquel clown que se moría de tristeza haciendo reír a la gente?… ¡Ah! ¡Si yo hubiese encontrado un hombre en mi camino!

El monóculo del Duquesito permanecía inmóvil, incrustado bajo la ceja rubia. Ya no sonreía:

—¿Y si encontrases todavía alguno en tu diapasón, Rosita?

—Puede ser que hiciese una locura.

—¿Una nada más? Para ti es muy poco. ¿De tus amantes antiguos no has querido a ninguno?

—De esta manera que sueño, no.

Y Rosita volvió a seguir con los ojos el cabrilleo de las ondas. Allá en el fondo misterioso, balanceábase la barca negra, donde cantaba el pescador.

—¿Qué exigirías de ese amante ideal?

—No sé.

—¿Sería un Abelardo, un Romeo o un Alfonso?

—Lo que él quisiese.

—¿Y si pretendía ser el único?

Rosita Zegrí se volvió, gentilmente:

—¿Tienes alguno que proponerme?

El Duquesito no respondió, pero su mano buscó en la sombra la mano de Rosita, una mano menuda que, íntima y tibia, se enlazó con la suya. La dama y el galán guardaron silencio mirando a lo lejos cómo la luna crestaba de plata las ondas negras. El Duquesito murmuró en voz baja, con cierto trémolo apasionado y ronco:

—Hace un momento, cuando tú me has llamado, iba pensando en dar un paseo solitario. También estaba triste sin motivo. Cruzaba por la Avenida removiendo en mi pensamiento recuerdos casi apagados. Aventando cenizas.

—¿Pensabas en mí?

—También pensaba en ti… ¡Y cuánta verdad, que muchas veces basta un soplo para encender el fuego! Tu voz, tus ojos, tu deseo de un amor ideal, ese deseo que nunca me habían confesado tus labios… ¡Si yo lo hubiese adivinado! Pero qué importa, si aun ignorándolo te quise como a ninguna otra mujer, porque yo no he querido a nadie más que a ti, y te quiero aún… Cuando me hablabas hace un momento, veía en tus ojos la claridad de tu alma.

Rosita le interrumpió, riendo:

—¡Calla! ¡Calla!… Nada de citas.

—¿De citas?

—Sí… ¡De Echegaray, supongo!… ¡De los dramas de Echegaray!

El galán agitó los guantes, y, un poco perplejo, miró a la dama, que reía ocultando el rostro tras el abanico. Y en aquellos labios de clavel andaluz, la risa era fragante, el aire se aromaba.

V

Tomó Rosita repentinamente el brazo del Duquesito y le arrastró hacia el «Foreign Club». Caminaron un momento en silencio cambiando miradas. Rosita volvió a reírse:

—Parece que jugamos al escondite con los ojos.

El galán se detuvo estrechando amorosamente en la sombra el talle de la dama y buscando sus labios.

—Es preciso que volvamos a vernos.

Rosita rompió suavemente el cerco de aquellos brazos y continuó andando:

—¡Niño, no me tientes! ¡El viaje a la India ha decidido para siempre de mi destino! Yo, con mil amores, vendría aquí todas las noches, sólo por oírte.

—¿A pesar de la hierba?

—A pesar de la hierba. Tú no sabes cómo camelan el oído esas frases poéticas, apasionadas, tiernas… Los parlamentos de Echegaray… Pero no puede ser, no puede ser… ¡No puede ser!…

—¿Todo por ese viaje a la India?

—Todo… ¡Ay, chiquillo, si tú supieses lo que verdaderamente me animó a embarcarme para ese fin del mundo!… Yo que hasta en tierra me mareo.

Y, naturalmente, como el Duquesito no sabía nada, Rosita se apresuró a contárselo:

—Pues, niño, únicamente ver leones y panteras en libertad. ¡Es de aquello que las fieras me encantan!

—A mí también… Ya lo sabes.

—¡Quita allá, gracioso!

—¿No hubo algún príncipe negro o amarillo que diese cacerías en tu honor?

—¡Todos los días! Los que nunca se dieron en mi honor han sido los leones y los tigres. Solamente he visto un elefante, y el infeliz se arrodillaba para que yo montase. ¡Calcúlate lo fiero que sería!

Y Rosita Zegrí cruzaba las manos con trágico abatimiento. ¡Para eso había dejado su escenario de El Molino Rojo y los amigos de París, y aquellas alegres cenas del amanecer, las adorables cenas que Rosita terminaba siempre saltando sobre la mesa del festín y bailándose sevillanas entre las copas rotas y las flores marchitas! ¡Qué tiempos! En Londres dijeron los lores que aquel cuerpo de andaluza era la cuna del donaire, y en París dijeron los poetas que las Gracias se agrupaban en torno de su falda, cantando y riendo al son de cascabeles de oro. Rosita, al oírlos, se burlaba. Sólo llevaban razón los novilleros de Sevilla. ¡Ella era muy gitana! Todas sus palabras tenían un aleteo gracioso, como los decires de las manolas. En el misterio de su tez morena, en la nostalgia de sus ojos negros, en la flor ardiente de su boca bohemia, vivía aquella quimera de admirar en libertad tigres y leones. Las fieras rampantes y bebedoras de sangre que hace tantos siglos emigraron hacia las selvas lejanas y misteriosas donde están los templos del sol.

Cansada de correr mundo al son de sus castañuelas, volvía de la India sin haber visto por parte alguna ni tigres ni leones. Rosita, al recordarlo, cruzaba las manos y se desconsolaba con mucha gracia:

—A mí ya me parecía que esos animalitos no podían andar sueltos por ninguna parte. ¡Infundios que nos tragamos aquí! Todos esos tíos de los circos dicen que cazan los leones en las selvas vírgenes de la India. ¡Guasones! Chiquillo, estoy convencida de que son historias.

Hablaba con adorable alocamiento, entornando los ojos de princesa egipcia. Bajo sus pestañas parecía mecerse y dormitar la visión maravillosa del tiempo antiguo con las serpientes dóciles al mandato de las sibilas, con los leones favoritos de cortesanas y emperatrices. Siempre riendo, riendo, proseguía el cuento cascabeleante de sus aventuras.

—Yo, para decirte la verdad, no pasé de Kilakua. Allí tuve que firmar los pasaportes a mi lord. Ya me tenía hasta más allá de la punta de los pelos. Con todo, el viaje me trajo la suerte. Creo que Dios quiso premiar mi resolución de mandar a paseo a un tío protestante. Esta sortija de la esmeralda me la regaló el emperador del Japón cuando me casé.

Aquello era tan extraordinario, que el Duquesito dejó caer el monóculo:

—¡Diablo, qué cosas! Nada, ni la menor noticia.

—¿De veras?… ¡Pero si es imposible que no sepas!… Todas las ilustraciones han traído mi retrato. De España también me lo pidieron, pero no me quedaba ya ninguno. Me escribió aquel tío que vendía en Sevilla el agua de azahar. Puede ser que quisiese darme en un anuncio como Madama Soponcio. El hombre decía que era dueño de un periódico, y me mandaba un número que traía a la familia real. ¡Daba pena verla, pobrecilla!

—Es preferible salir en las cajas de fósforos, ¿verdad?

—¡Y bien! Siquiera ahí sólo salen mujeres de aquellas que dan el ole.

—De aquellas que lo dan todo, Rosita.

—¡Quieres callar!… De otra manera renuncio a contarte mis aventuras

Rosita Zegrí se dio aire con el abanico. Sonreía recordando su historia. ¡Una historia maravillosa y bella!

—Pues verás…

Y se detuvo, de pronto, soltando el brazo del galán. Por la Avenida de los Tilos adelantaba un hombre con ropaje oriental. Era negro y gigantesco, admirable de gallardía y de nobleza. Llegóse a ellos, y saludó al caballero con leve sonrisa, al par amable y soberana. Rosita Zegrí los presentó:

—Un amigo de Sevilla. Mi marido…

Y ante el gesto de asombro que hizo el Duquesito, se interrumpió riendo, con su reír sonoro y claro. Mordiéndose los labios, añadió:

—Mi marido, el Rey de las Islas de Dalicam.

Su Majestad, después de dudar un momento, dignóse tender al Duquesito una mano negra, fabulosa de oros y pedrerías: Parecía la mano de un Rey Mago. Sonrió el Duquesito, y con alarde de ironía se inclinó para besarla, pero la Reina de Dalicam interpuso su sombrilla llena de encajes:

—¿Qué haces, resalado? ¿No sabes que viajamos de incógnito?

Y bajo aquella mirada picaresca y riente, el Rey de Dalicam y el Duquesito de Ordax se estrecharon las manos vigorosamente, muy a la inglesa. Rosita, como si la sombrilla fuese una alabarda, dio con el regatón un golpe en tierra:

—¡Al pelo, hijos!

VI

En los jardines del «Foreign Club», Pierrot y la señora de Pompadour, Colombina y Fausto, bebían cócteles y humeaban cigarrillos turcos. La bella Cardinal y la bella Otero, como dos favoritas reales, se apeaban de sus carrozas doradas, luciendo el zapato e tacón rojo y la media de seda. Un loro mexicano gritaba en el minarete del palacio árabe, y una vieja enlutada, con todo el cabello blanco, acechaba tras los cristales esperando al galán de su señora la princesa, para decirle, por señas, que no podía subir. El enjambre de abejorros y tábanos zumbaba en torno de los globos de luz eléctrica que iluminaban el pórtico del «Foreign Club» y sobre la terraza de mármol blanco, colgada de enredaderas en flor, la orquesta de zíngaros preludiaba en sus violines un viejo minué de Andrés Belino. El Duquesito de Ordax quiso despedirse. La Reina de Dalicam le retuvo:

—Quédate, niño. Quiero que intimes con mi marido.

Y, al mismo tiempo, los dedos enguantados de Rosita Zegrí —primera de su nombre en la Historia de Dalicam— buscaban algunos luises, prisioneros entre las mallas de un bolsillo con cierre de turquesas:

—¡Todo mi caudal!… Vamos a jugarnos estos tres luises. Asocio vuestra suerte a la mía. ¡No olvidéis que cada uno me adeuda un luis!…

Adivinando el sentido de aquellas palabras, Su Majestad el Rey de Dalicam mostró la nieve de los dientes bajo el belfo opulento, y alargó su mano florecida de piedras preciosas. Rosita depositó en ella sus tres luises de oro:

—Duquesito, le dejaremos que los juegue.

El Duquesito se inclinó:

—La voluntad de un Rey es sagrada.

—Si continúas así, serás nuestro primer ministro.

Y con un mohín picaresco de los labios y de los ojos, Su Majestad Rosita Zegrí tomó asiento al pie de un árbol iluminado con faroles. Después levantó la cabeza de rizos endrinos y sonrió al Rey:

—Aquí esperamos.

El Rey le envió un beso con las yemas de los dedos, que unidos imitaron apretado racimo de moras, y se alejó reposado y solemne. Rosita se volvió al Duquesito:

—¿Qué corazonada tienes?

—Ninguna.

—¿Perdemos o ganamos?

—No sé… Debiste advertirle que jugase los reyes.

—¡Pues tienes razón!

Por la carrera enarenada, siempre riendo tras los abanicos, llegaban las dos españolas de los pañolones de crespón y las peinetas de teja. Viendo todavía juntos a la Reina de Dalicam y al Duquesito de Ordax, se hicieron un guiño picaresco. ¡Qué noble indignación la de Rosita!

—¿Has visto? Se figuran que estamos en camino de ponerle otra corona a mi marido.

—No debes hacer caso.

—Naturalmente.

El Rey de Dalicam apareció bajo el pórtico del «Foreign Club». Desde lejos levantó los brazos y abrió las manos, indicando que había perdido. Rosita puso los ojos tristes:

—¡Tiene la suerte más negra! ¡Ah! Tú no olvides que me debes un luis.

—Voy a tener el honor de devolvértelo.

—¡Ahora no! Pueden verte y creer que se trata de otra cosa. Te lo recuerdo porque estoy completamente arruinada. Nos hemos jugado la corona, y estamos en camino de jugarnos el cetro.

El Rey de Dalicam se acercaba lentamente y el Duquesito de Ordax se puso en pie, esperando a que llegase para retirarse con la venia real. Era gentilhombre en la corte de España, y conocía el ceremonial palatino. Su Majestad, después de dudar breves momentos, le retuvo con un gesto, y de entre la faja con que ceñía su túnica de seda azul turquí, sacó varias fotografías hechas a su paso por París en casa de Nadar. Tomó asiento bajo el árbol iluminado con faroles de colores, al lado de la Reina, y con un gesto expresivo que descubría el blanco de los ojos y el blanco de los dientes, ofreció uno de aquellos retratos al Duquesito. Antes de entregárselo, sin duda para hacerle más honor, descolgó el lapicero de oro que colgaba entre los tres mil dijes de su reloj y, silencioso y solemne, lo depositó en manos de Rosita como si fuese el cetro de su reino. La andaluza, con el lapicero de oro entre los labios, alzó los ojos hacia las estrellas. Las consultaba. De pronto sacó al aire la roja punta de la lengua. Había sentido el aleteo de la inspiración, bajo la mirada amorosa de su dueño, aquel magnífico rey negro de las Islas de Dalicam, que, como los reyes de las edades heroicas, afortunadamente, no sabía escribir…


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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