Tragedia de Ensueño

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro, Diálogo


Han dejado abierta la casa y parece abandonada… El niño duerme fuera, en la paz de la tarde que agoniza, bajo el emparrado de la vid. Sentada en el umbral, una vieja mueve la cuna con el pie, mientras sus dedos arrugados hacen girar el huso de la rueca. Hila la vieja, copo tras copo, el lino moreno de su campo. Tiene cien años, el cabello plateado, los ojos faltos de vista, la barbeta temblorosa.

LA ABUELA.—¡Cuantos trabajos nos aguardan en este mundo! Siete hijos tuve, y mis manos tuvieron que coser siete mortajas… Los hijos me fueron dados para que conociese las penas de criarlos, y luego, uno a uno, me los quitó la muerte cuando podían ser ayuda de mis años. Estos tristes ojos aún no se cansan de llorarlos. ¡Eran siete reyes, mozos y gentiles!… Sus viudas volvieron a casarse, y por delante de mi puerta vi pasar el cortejo de sus segundas bodas, y por delante de mi puerta vi pasar después los alegres bautizos… ¡Ah! Solamente el corro de mis nietos se deshojó como una rosa de Mayo… ¡Y eran tantos, que mis dedos se cansaban hilando día y noche sus pañales!… A todos los llevaron por ese camino donde cantan los sapos y el ruiseñor. ¡Cuánto han llorado mis ojos! Quedé ciega viendo pasar sus blancas cajas de ángeles. ¡Cuánto han llorado mis ojos y cuánto tienen todavía que llorar! Hace tres noches que aúllan los perros a mi puerta. Yo esperaba que la muerte me dejase este nieto pequeño, y también llega por él… ¡Era, entre todos, el que más quería!… Cuando enterraron a su padre aún no era nacido. Cuando enterraron a su madre aún no era bautizado… ¡Por eso era, entre todos, el que más quería!… íbale criando con cientos de trabajos. Tuve una oveja blanca que le servía de nodriza, pero la comieron los lobos en el monte… ¡Y el nieto mío se marchita como una flor! ¡Y el nieto mío se muere lenta, lentamente, como las pobres estrellas, que no pueden contemplar el amanecer!

La vieja llora y el niño se despierta. La vieja se inclina sollozando sobre la cuna, y con las manos temblorosas la recorre a tientas, buscando donde está la cabecera. Al fin se incorpora con el niño en brazos. Le oprime contra el seno, árido y muerto, lloran hilo a hilo sus ojos ciegos. Con las lágrimas retenidas en el surco venerable de las arrugas, canta por ver de acallarle. Canta la abuela una antigua tonadilla. Al oírla se detienen en él camino tres doncellas que vuelven del río, cansadas de lavar y tender, de sol a sol, las ricas ambas de hilo de Arabia. Son tres hermanas azafatas en los palacios del Rey. La mayor se llama Andará, la mediana Isabela, la pequeña Aladina.

LA MAYOR.—¡Pobre abuela, canta para matar su pena!

LA MEDIANA.—¡Canta siempre que llora el niño!

LA PEQUEÑA.—¿Sabéis vosotras por qué llora el niño?… Aquella oveja blanca que le criaba se extravió en el monte, y por eso llora el niño…

LAS DOS HERMANAS.—¿Tú le has visto?… ¿Cuándo fue que le has visto?

LAS DOS HERMANAS.—Al amanecer le vi dormido en la cuna. Está más blanco que la espuma del río donde nosotras lavamos. Me parecía que mis manos al tocarle se llevaban algo de su vida, como si fuese un aroma que las santificase.

LAS DOS HERMANAS.—Ahora al pasar nos detendremos a besarle.

LA PEQUEÑA.—¿Y qué diremos cuando nos interrogue la abuela?… A mí me dio una tela hilada y tejida por sus manos para que la lavase, y al mojarla se la llevó la corriente…

LA MEDIANA.—A mí me dio un lenzuelo de la cuna, y al tenderlo al sol se lo llevó el viento…

LA MAYOR.—A mí me dio una madeja de lino, y al recogerla del zarzal donde la había puesto a secar, un pájaro negro se la llevó en el pico…

LA PEQUEÑA.—¡Yo no sé qué le diremos!…

LA MEDIANA.—Yo tampoco, hermana mía.

LA MAYOR.—Pasaremos en silencio. Como está ciega no puede vernos.

LA MEDIANA.—Su oído conoce las pisadas.

LA MAYOR.—Las apagaremos en la hierba.

LA PEQUEÑA.—Sus ojos adivinan las sombras.

LA MAYOR.—Hoy están cansados de llorar.

LA MEDIANA.—Vamos, pues, todo por la orilla del camino, que es donde la hierba está crecida.

Las tres hermanas, Andará, Isabela y Aladina, van en silencio andando por la orilla del camino. La vieja levanta un momento los ojos sin vista. Después sigue meciendo y cantando al niño. Las tres hermanas, cuando han pasado, vuelven la cabeza. Se alejan y desaparecen, una tras otra, en la revuelta. Allá, por la falda de la colina, asoma un pastor. Camina despacio, y al andar se apoya en el cayado. Es muy anciano, vestido todo de pieles, con la barba nevada y solemne. Parece uno de aquellos piadosos pastores que adoraron al Niño Jesús en el Establo de Belén.

EL PASTOR.—Ya se pone el sol. ¿Por qué no entras en la casa con tu nieto?

LA ABUELA.—Dentro de la casa anda la muerte… ¿No la sientes batir las puertas?

EL PASTOR.—Es el viento que viene con la noche…

LA ABUELA.—¡Ah!… ¡Tú piensas que es el viento!… ¡Es la muerte!…

EL PASTOR.—¿La oveja no ha parecido?

LA ABUELA.—La oveja no ha parecido, ni parecerá…

EL PASTOR.—Mis zagales la buscaron dos días enteros… Se han cansado ellos y los canes…

LA ABUELA.—¡Y el lobo ríe en su cubil!…

EL PASTOR.—Yo también me cansé buscándola.

LA ABUELA.—¡Y todos nos cansaremos!… Solamente el niño seguirá llamándola en su lloro, y seguirá, y seguirá…

EL PASTOR.—Yo escogeré en mi rebaño una oveja mansa.

LA ABUELA.—No la hallarás. Las ovejas mansas las comen los lobos.

EL PASTOR.—Mi rebaño tiene tres canes vigilantes. Cuando yo vuelva del monte, le ofreceré al niño una oveja con su cordero blanco.

LA ABUELA.—¡Ah! ¡Cuánto temía que la esperanza llegase y se cobijara en mi corazón como un nido viejo abandonado bajo el alar!

EL PASTOR.—La esperanza es un pájaro que va cantando por todos los corazones.

LA ABUELA.—Soy una pobre desvalida, pero mientras conservasen tiento mis dedos, hilarían para tu regalo cuanta lana diere la oveja. ¡Pero no vivirá el nieto mío!… Hace ya tres días, desde que aúllan los perros, cuando le alzo de la cuna siento batir sus alas de ángel como si quisiese aprender a volar…

Vuelve a llorar el niño, pero con un vagido cada vez más débil y desconsolado. Vuelve su abuela a mecerle con la antigua tonadilla. El pastor se aleja lentamente, pasa por un campo verde, donde están jugando a la rueda… Canta el corro infantil la misma tonadilla que la abuela. Al deshacerse, unas niñas con la falda llena de flores se acercan a la vieja, que no las siente, y sigue meciendo a su nieto. Las niñas se miran en silencio y se sonríen. La abuela deja de cantar y acuesta al nieto en la cuna.

LAS NIÑAS.—¿Se ha dormido, abuela?

LA ABUELA.—Sí, se ha dormido.

LAS NIÑAS.—¡Qué blanco está!… ¡Pero no duerme, abuela!… Tiene los ojos abiertos… Parece que mira una cosa que no se ve…

LA ABUELA.—¡Una cosa que no se ve!… ¡Es la otra vida!…

LAS NIÑAS.—Se sonríe y cierra los ojos…

LA ABUELA.—Con ellos cerrados seguirá viendo lo mismo que antes veía. Es su alma blanca la que mira.

LAS NIÑAS.—¡Se sonríe…! ¿Por qué se sonríe con los ojos cerrados?…

LA ABUELA.—Sonríe a los ángeles.

Una ráfaga de viento pasa sobre las sueltas cabelleras, sin ondularlas. Es un viento frío que hace llorar los ojos de la abuela. El nieto permanece inmóvil en la cuna. Las niñas se alejan pálidas y miedosas, lentamente, en silencio, cogidas de la mano.

LA ABUELA.—¿Dónde estáis?… Decidme: ¿Se sonríe aún?

LAS NIÑAS.—No, ya no se sonríe…

LA ABUELA.—¿Dónde estáis?

LAS NIÑAS.—Nos vamos ya…

Se sueltan las manos y huyen. A lo lejos suena una esquila. La abuela se encorva escuchando… Es la oveja familiar, que vuelve para que mame el niño. Llega como el don de un Rey Mago, con las ubres llenas de bien. Reconoce los lugares y se acerca con dulce balido. Trae el vellón peinado por los tojos y las zarzas del monte. La vieja extiende sobre la cuna las manos para levantar al niño. ¡Pero las pobres manos arrugadas, temblonas y seniles, hallan que el niño está yerto!

LA ABUELA.—¡Ya me has dejado, nieto mío! ¡Qué sola me has dejado! ¡Oh! ¿Por qué tu alma de ángel no puso un beso en mi boca y se llevó mi alma cargada de penas?… Eras tú como un ramo de blancas rosas en esta capilla triste de mi vida… Si me tendías los brazos eran las alas inocentes de los ruiseñores que cantan en el Cielo a los Santos Patriarcas. Si me besaba tu boca, era una ventana llena de sol que se abría sobre la noche… ¡Eras tú como un cirio de blanca cera en esta capilla oscura de mi alma!… ¡Vuélveme al nieto mío, muerte negra! ¡Vuélveme al nieto mío!…

Con los brazos extendidos, entra en la casa desierta seguida de la oveja. Bajo el techado resuenan sus gritos. Y el viento anda a batir las puertas.


Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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