Tula Varona

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Los perros de raza, iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada cabeza, regresaba a Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El duquesito, como llamaban a Mendoza en el Foreigner Club, era cuarto o quinto hijo de aquel célebre duque de Ordax que murió hace algunos años en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco e ignorante, a quien las liviandades de una reina dieron pasajera celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados —que un tiempo los tuvo de oro, y fue muy bella—, suele referir a los íntimos que acuden a su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina jornada.

El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las mejillas, y los rizos de la frente alborotados.

—¡Eh! ¡Duque! ¡Duque!… ¡Espere usted, hombre!

Y añadió al acercarse:

—¡He pasado un rato horrible! ¡Figúrese usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!

Ramiro procuró tranquilizarla:

—¡Bah! No será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido a ese señor perro.

Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fatuo y cortés, que es frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al alcance de todas las inteligencias, y añadió:

—Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese…

Ella interrumpióle saludando con una cortesía burlona:

—Sí, ya sé de otro modo, quizá no tuviese usted el alto honor de acompañarme.

Se reía con risa hombruna, que sonaba de un modo extraño en su pálida boca de criolla. Llevaba puesto un sombrerete de paja, sin velo ni cintajos, parecido a los que usan los hombres, guantes de perfumada gamuza, y borceguíes blancos, llenos de polvo. Su cabeza era pequeña y rizada; el rostro gracioso, el talle encantador. Gastaba corto el cabello, lo cual le daba cierto aspecto alegre y juguetón. Rehízo en el molde de su lindo dedo los ricillos rebeldes que se le entraban por los ojos, y añadió:

—Venga acá la escopeta, duque. Si aparece por ahí ese perro, usted no debe tirarle: es cuestión de agradecimiento. ¡Antes morir!

Riendo y loqueando tomó la escopeta de manos del duquesito, y se puso a marcar el paso. Sus movimientos eran muy graciosos, pero su alegría, demasiado nerviosa, resultaba inquietante como las caricias de los gatos. El duquesito, que se había quedado atrás, la desnudaba con los ojos. ¡Vaya una mujer! Tenía los contornos redondos, la línea de las caderas ondulante y provocativa… El buen mozo tuvo intenciones de cogerla por la cintura y hacer una atrocidad; afortunadamente su entusiasmo halló abierta la válvula de los requiebros:

—¡Encantadora Tula! ¡Admirable! ¡Parece usted Diana cazadora!

Tula, medio se volvió a mirarle.

—¡Ay! ¡Cuantísima erudición! Yo estaba en que usted no conocía íntimamente otra Diana que la artista de París.

Era tan maligna la sonrisa que guiñaba sus negros ojos, que el duquesito, un poco mortificado, quiso contestar a su vez algo terriblemente irónico; pero en vano escudriñó los arcanos de su magín. La frase cruel, aquella de tres filos envenenados que debía clavarse en el corazón de la linda criolla, no pareció. ¡Oh! ¡Pobres mostachos, qué furiosamente os retorcieron entonces los dedos del duquesito!

Como cien pasos llevarían andados, y Tula, que caminaba siempre delante, se detuvo esperando a Mendoza:

—¡Ay! Tengo este hombro medio deshecho. Tome usted la escopeta; ¡es más pesada que su dueño!

El otro la miró, sin abandonar la sonrisilla fatua y cortés. ¡La ironía! ¡La terrible ironía, acababa de ocurrírsele!

—Eso…, ¡quién sabe, Tula! Usted aún no me ha tomado al peso.

Y se rió sonoramente, seguro de que tenía ingenio.

Tula Varona le contempló un momento a través de las pestañas entornadas.

—¡Pero, hombre, que sólo ha de tener usted contestaciones de almanaque! Le he oído eso mismo cientos de veces. ¡Y la gracia está en que tiene usted la misma respuesta para los dos sexos!

Como iba delante, al hablar volvía la cabeza, ya mirando al duquesito, por encima de un hombro, ya del otro, con esos movimientos vivos y gentiles de los pájaros que beben al sol en los arroyos.

De aquella mujer, de sus trajes y de su tren se murmuraba mucho en Villa-Julia: sabíase que vivía separada de su marido, y se contaba una historia escandalosa. Cuando su doncella, una rubia inglesa, muy al cabo de ciertas intimidades, deslizó en la orejita nacarada y monísima de la señora, algo, como un eco de tales murmuraciones, Tula se limitó a sonreír, al mismo tiempo que se miraba los dientes en el lindo espejillo de mano que tenía sobre la falda —un espejillo con marco de oro cincelado, que también tenía su historia galante—. Tula Varona reunía todas las excentricidades y todas las audacias mundanas de las criollas que viven en París: jugaba, bebía y tiraba del cigarrillo turco, con la insinuante fanfarronería de un colegial. Al verla apoyada en el taco del billar, discutiendo en medio de un corro de caballeros el efecto de una carambola, o las condiciones de un caballo de carreras, no se sabía si era una dama genial o una aventurera muy experta.

Del sombrío caminejo de la montaña, salieron a un gran raso de césped en mitad del cual había una fuentecilla: rodeábanla macizos de flores y bancos de hierro, colocados en círculo, a la festoneada sombra de algunos álamos. Grupos de turistas venían o se alejaban por la carretera. Dos jovencitas, sentadas cerca de la fuente, leían, comentándola, la carta de una amiga; algunas señoras pálidas y de trabajoso andar, llamaban a sus maridos con gritos lánguidos; y una niñera que tenía la frente llena de rizos, contestaba haciendo dengues, las bromas verdes de tres elegantes caballeretes. Se veían muchos trajes claros, muchas sombrillas rojas, blancas y tornasoladas. Tula llenó en la fuente su vaso de bolsillo, una monería de cristal de Bohemia, y lo alzó desbordante:

—¡Duque! ¡Brindo por usted!

Bebió entre los cuchicheos de las dos jovencitas que leían la carta. Al acabar estrelló el vaso contra las rocas, y se echó a reír de modo provocativo.

—Vámonos, duque; no escandalicemos.

Estaba muy linda: el sol la hería de soslayo, el viento le plegaba la falda. Desde la explanada, dominábase el vasto panorama de la ría guarnecida de rizos: los tilos del paseo de París y las torres de la ciudad, destacábanse sobre la faja roja que marcaba el ocaso. Después de un centenar de pasos empezaban los palacetes modernos. Tula se detuvo ante la verja de un jardinillo. Tiró con fuerza de la cadena que colgaba al lado de la puerta; y después, dijo, introduciendo el enguantado brazo por entre los barrotes:

—¡He aquí mi nido!

Los rayos del sol, que se ponía en un horizonte marino, cabrilleaban en los cristales. Era un hermoso nido, rodeado de follaje, con escalinata de mármol, y balcones verdes, tapizados de enredaderas. Tula tendió con gallardía la mano al duquesito, y mirándole a los ojos, pronunció con su acariciador acento de criolla:

—¿No quiere usted hacerme compañía un momento?… Tomaríamos mate a estilo de América.

El otro, tuvo algún titubeo, y, a la postre, concluyó por animarse. Su amiga le hizo pasar a un saloncito sumido en amorosa penumbra. El ambiente estaba impregnado del aroma meridional y morisco de los jazmines que se enroscaban a los hierros del balcón. Tula indicóle asiento con una graciosa reverencia, y se ausentó velozmente, no sin tornar alguna vez la cabeza para mirar y sonreír al buen mozo.

—¡Vuelvo, duque, vuelvo! ¡No se asuste usted!

El duquesito la siguió con la vista. Tula Varona tenía ese andar cadencioso y elástico que deja adivinar unas piernas largas y esbeltas de venus griega. No tardó en aparecer envuelta en una bata de seda azul celeste, guarnecida de encajes. Posado en el hombro, traía un lorito, que salmodiaba el estribillo de un fado brasileño, y balanceaba a compás su verde caperuza. De aquella traza, recordaba esos miniados de los códices antiguos, que representan emperatrices y princesas, aficionadas a la cetrería, con rico brial de brocado, y un hermoso gavilán en el puño. Dejó el loro sobre la cabeza de una estatuilla de bronce, capricho artístico de Pradier, y se puso a preparar el mate sobre una mesa de bambú, en un rincón del saloncito. De tiempo en tiempo, volvíase con gentil escorzo de todo el busto, para lanzar al duque una mirada luminosa, y rápida. Conocíase que quería hacer la conquista del buen mozo; y adoptaba con él, aires de coquetería afectuosa; pero en el fondo de sus negras pupilas, temblaba de continuo una risita burlona, que simulaba contenida por el marco de aquellas pestañas, rizas y luengas que al mirar, se entornaban con voluptuosidad americana.

Dejaba pasar pocos momentos sin dirigir la palabra a su amigo, y cuando lo hacía era siempre de un modo picado y rápido. Colocaba la yerba en el fondo del mate, y se volvía sonriente.

—A esto llaman allá cebar…

Echaba agua, tomaba un sorbo y añadía:

—Es operación que hacen las negritas.

Y después de otro momento, al poner azúcar:

—No crea usted; tiene sus dificultades.

Cuando hubo terminado, llamó a Ramiro Mendoza, que en el otro extremo del saloncito, pasaba revista a una legión de idolillos indios esparcidos a guisa de bibelots, sobre un mueble japonés. El buen mozo la felicitó campanudamente, por aquella encantadora genialidad. Tula entornó sus aterciopelados ojos:

—¡Oh! ¡Muchas gracias!

Los elogios de un hombre tan elegante, no podían menos de serle muy agradables, pero ¡ay! resistíase a creer que fuesen sinceros. Ramiro protestó con mucho calor, y aquella protesta, le valió una de esas miradas femeninas de parpadeo apasionado y rápido. Para explicarle cómo se tomaba el mate, Tula llevóse a los labios la boquilla de plata y sorbió lentamente. A menudo alzaba los párpados y sonreía. Los rizos, caíanle sobre los ojos, el cuello mórbido y desnudo, graciosamente encorvado parecía salir de una cascada de encajes; la azul y ondulante entreabertura de la manga dejaba ver en incitante claroscuro, un brazo de tonos algo velados y dibujo intachable, que sostenía el mate de plata cincelada. Tula levantó la cabeza, y murmuró en voz baja e íntima.

—Pruebe usted, Ramiro: pero tiene usted que poner los labios donde yo los he puesto… Tal es la costumbre. ¡La boquilla no se cambia!…

Ramiro la interrumpió: aquello era precisamente lo que él encontraba más agradable. Callóse a lo mejor, viendo entrar un lacayo mulato, que traía una bandeja con pastas y licores. ¡Hay que imaginarse a Trinito! Una figurilla renegrida, manchada de hollín; una librea extravagante; una testa llena de rizos negros y apretados, como virutas de ébano; unos ojos vivos, asomando por debajo de las cejas, crespas y caídas, de enanillo encantador y burlón.

Tula llenó dos copas muy pequeñas.

—Va usted a tomar «Licor de Constantinopla», regalo del embajador turco en París.

Con un gesto le pidió el mate para ponerle más agua. Antes de volvérselo, dio algunos sorbos, al mismo tiempo que de soslayo, lanzaba miraditas picarescas a Mendoza.

—Ahora supongo que le gustará a usted más…

—¡Naturalmente, Tula!

—No sea usted malicioso. Dígolo porque estará menos amargo.

Después del mate la plática toma carácter más íntimo. El duquesito, cuenta su género de vida en Madrid: su afición a los toros, su santo horror a la política; recuerda las agradables veladas musicales en las habitaciones de la Infanta, los saraos de la condesa de Cela. Sentía él necesidad de hablar con Tula, de contarle cuanto pensaba y hacía. ¡Lo escucha ella con tanto interés! A veces le interrumpe dirigiéndole alguna frase de magistral coquetería y le da golpecitos en las rodillas con un largo abanico de palma, que ha tomado de encima del piano. El duquesito se acaricia la barba maquinalmente, sin ser dueño de apartar los ojos un momento de aquel rostro picaresco y riente, que aún parece adquirir gentileza, bajo el tricornio, hecho con un número antiguo de Le Fígaro, que entre burla y coqueteo, la criolla acaba por encasquetarse sobre los rizos, con tan buen donaire, que nunca estudiantillo de la tuna lo tuvo igual.

—¿Qué tal, duque?

—¡Sublime! ¡Encantadora! ¡Deliciosísima!

En el vestíbulo, tras la puerta de cristales del saloncito, se dibujó el perfil de una señora anciana, la cual, después de haber observado un instante, asomó la cabeza sonriendo cándidamente.

—¿No ha venido el señor Popolasca?

—No tiíta. ¿Pero qué hace que no pasa? Ándele, tomará mate.

La tiíta dio las gracias. Era una señora que tenía siempre grandes quehaceres; y se alejó a saltitos, haciendo cortesías a Ramiro Mendoza, que retorcía entre sus dedos furibundos las guías del bigote a lo matón. Cuando hubo desaparecido la anciana, el duquesito tomó la copa, vacióla de un sorbo, y a tiempo de ponerla sobre la mesa, preguntó:

—Diga usted, Tula, se puede saber quién es ese Popolasca que al parecer viene todos los días.

La criolla no se inmutó.

—Un italiano que me da lecciones de esgrima. ¡Oh! ¡Aquí donde usted me ve, soy gran espadachina!

A todo esto, habíase puesto en pie, y se alisaba los cabellos.

—Vamos, ¿quiere usted que le dé unos cuantos botonazos? ¿De verdad quiere usted?

Y señalándole el juego de floretes que había en un rincón, esparcido sobre varias sillas, añadió:

—Allí tiene usted. ¡Y ahora veremos cuántas veces lo mato!

Se pusieron en guardia, riendo de antemano, como si fuesen a representar un paso muy divertido. Tula, con la mano izquierda, recogía la cola hasta mostrar el principio de la redonda y alta pantorrilla. El duquesito, dejóse tocar por cortesía, y luego emprendió uno de esos juegos socarrones de los maestros, envolviendo, ligando, descubriéndose, retrocediendo con la punta del florete en el suelo. Sonreía como un hércules que hace juegos de fuerza ante un público de niñeras y bebés. Tula acabó por enfadarse, y se dejó caer sobre el confidente, jadeante, casi sin poder hablar.

—¡Ay!… Conste que es usted un gran tirador, Ramiro, pero conste también que es usted muy poco galante.

Acabó de quitarse el guante y lo arrojó lejos de sí.

—Me ha dado usted un terrible botonazo.

Y señalaba el seno de armonioso dibujo oprimiéndoselo suavemente con las dos manos. El duquesito preguntó sonriendo:

—¿Me permite usted ver?

—¡Hombre, no! Puede usted desmayarse.

Tula recostada en el confidente, suspiraba de ese modo hondo, que levanta el seno con aleteo voluptuoso. Las manos, que conservaba cruzadas, parecían dos palomas blancas, ocultas entre los encajes del regazo azul, en cuya penumbra de nido, el rubí de una sortija lanzaba reflejos sangrientos sobre los dedos pálidos y finos. Algunos pájaros de América modulaban apenas un gorjeo en sus jaulas doradas, que pendían inmóviles entre los cortinajes de los abiertos balcones; y en los ángulos, trípodes de bambú sostenían tibores con enormes helechos de los trópicos.

Ramiro Mendoza miraba a Tula de hito en hito; y atusábase el bigote, sonriendo, con aquella sonrisa fatua y cortés, que jamás se le caía de los labios. A su pesar, el buen mozo sentíase fascinado, y temía perder el dominio que hasta entonces conservara sobre sí. Instintivamente se llevó una mano al corazón, cuya celeridad le hacía daño. La criolla mordióse los labios disimulando una sonrisa, al mismo tiempo que con la yema de los dedos se registraba la ola de encajes, que parecía encresparse sobre su pecho; pero no hallando lo que buscaba alzó los ojos hasta el duquesito.

—Eche usted acá un cigarrillo, maestro Cuchillada.

Ramiro sacó la petaca, de la que no faltaba el hípico trofeo de la montura inglesa y se la presentó abierta a la criolla.

—No hay más que un cigarro, Tula, ¿le parece a usted que lo fumemos juntos?…

Su sonrisa tenía una expresión extraña; su voz sonaba seca y velada. Extrajo el cigarro con exquisita elegancia y continuó:

—¿Acepta usted, Tula? Lo fumaremos como hemos tomado el mate… Figúrese usted que ahora se pagan en esa moneda los derechos al Estado, y que el Estado en este caso soy yo, como aquel rey de Francia.

La criolla replicó con viveza y malicia:

—Pero esta personita no acostumbra a pagar derechos… Ya que para figuraciones estamos, ¡figúrese usted que soy contrabandista!

Sus ojos brillaban con cierto fuego interior y maligno: toda su persona parecía animada de lascivo encanto, como si se hallase medio desnuda, en nido de seda y encajes, tenuemente iluminado por una lámpara de porcelana color rosa. Miró al duquesito de un modo acariciador y tierno, y se echó a reír con tal abandono, que se tiró hacia atrás en el confidente. Como la risa le duró mucho tiempo, los ojos del buen mozo pudieron pasar, desde la garganta blanca y tornátil, sacudida por el coro de carcajadas cristalinas, hasta las pantuflas turcas, y las medias de seda negra, salpicadas de mariposillas azul y plata y extendidas sin una arruga sobre la pierna… Tula se incorporó haciendo al duquesito lugar a su lado en el confidente, envolviéndole al mismo tiempo en una mirada sostenida con los ojos medio cerrados.

—¡Dios mío! ¡Va usted a creer que soy una loca!

Él se inclinó con gallardía.

—Lo que creo es que el loco acabaría por serlo yo, si tuviese la dicha de permanecer mucho tiempo al lado de mujer tan adorable.

—Pues si usted tiene ese miedo, otra vez le cerraré la puerta.

Sabía ella decir todas estas trivialidades con coquetería insinuante y graciosa. Su charla alegre y burbujeante, parecía libada en una copa llena de vino de Falerno y hojas de rosa; pero el hechizo incomparable de aquella mujer, hallábase en el movimiento provocativo y picaresco de los labios que, en cada frasecilla, engastaban un grano de sal que cristalizaba en forma de diamante.

La criolla habla, ríe, se mueve, gesticula, todo a un tiempo, con coquetería vivaz e inquietante. Como al descuido, su pie delicado y nervioso, entretenido en hacer saltar la babucha turca, roza el pie y la polaina del duquesito, el cual, espoleado por aquellos rápidos contactos se aventura a rodear con su brazo el talle de la criolla, bien que sin osar estrechárselo. Aprovechando un momento en que ella torna la cabeza, se inclina y la besa en los cabellos furtivamente, con ternura tímida. La criolla lanza un grito trágico.

—¡Me ha besado usted, caballero!…

—¡Tula! ¡Tula!… ¡Perdone usted! ¿No ve usted que estoy loco?… ¡Déjeme usted que la adore!…

Habíale cogido las manos, y le besaba la punta de los dedos suspirando. Tula le veía temblar, sentía el roce de sus labios, oía sus palabras llenas de ardimiento, y experimentaba un placer cruel al rechazarle tras de haberle tentado. Arrastrada por esa coquetería peligrosa y sutil de las mujeres galantes, placíale despertar deseos que no compartía. Pérfida y desenamorada, hería con el áspid del deseo, como hiere el indio sanguinario, para probar la punta de sus flechas.

Ramiro Mendoza no pudo contenerse más, y la estrecho con ardor. Ella se desasió rechazándole:

—¡Déjeme usted, canalla!

Cogió uno de los floretes y le cruzó la cara. El duquesito dio un paso, apretando los dientes: ella en vez de huirle, acerada, erguida, con la cabeza alta y los ojos brillantes, como viborilla a quien pisan la cola, le azotó el rostro, una y otra vez, sintiendo a cada golpe, esa alegría depravada de las malas mujeres cuando cierran la puerta al querido que muere de amor y de celos.

—¡Salga usted! ¡Salga usted!

Al ruido acudió Trinito; su faz de diablillo ahumado, dibujaba una sonrisa grotesca. Para él, todo aquello era un juego de los señores.

—¿Mi amita, manda alguna cosa?

Tula se volvió blandiendo el florete:

—Sí; enseña la puerta a ese caballero.

El duquesito lívido de coraje, salió atropellando al criado. La criolla, apenas le vio desaparecer hizo una mueca de burla, y se encasquetó el tricornio de papel; luego, saltando sobre un pie, pues en la defensa escurriérasele una pantufla, se aproximó al espejo. Sus ojos brillaban, sus labios sonreían, hasta sus dientecillos blancos y menudos parecían burlarse alineados en el rojo y perfumado nido de la boca; sentía en su sangre el cosquilleo nervioso de una risa alegre y sin fin que, sin asomar a los labios deshacíase en la garganta y se extendía por el terciopelo de su carne como un largo beso. Todo en aquella mujer cantaba el diabólico poder de su hermosura triunfante. Insensiblemente empezó a desnudarse ante el espejo, recreándose largamente en la contemplación de los encantos que descubría: experimentaba una languidez sensual al pasar la mano sobre la piel fina y nacarada del cuerpo. Habíansele encendido las mejillas, y suspiraba voluptuosamente entornando los ojos, enamorada de su propia blancura, blancura de diosa, tentadora y esquiva…

¡Diana cazadora la llamara el duquesito, bien ajeno al símbolo de aquel nombre!

Pontevedra, septiembre de 1893.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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