Un Bastardo de Narizotas

Página histórica

Ramón María del Valle-Inclán


Novela corta



I

La primavera, en la campaña romana, es siempre friolenta, con extremadas lluvias ventosas, y no fue excepción aquella de 1868. Una diligencia con largo tiro de jamelgos bamboleaba por el camino de Viterbo a Roma. Tres viajeros ocupaban la berlina. Dos señoras de estrafalario tocado, católicas irlandesas, y un buen mozo que dormita envuelto en amplio jaique de zuavo. El cochero fustigaba el tiro, jurando por el Olimpo y el Cielo Cristiano. A lo lejos, entre los pliegues del aguacero, en la tarde agonizante, insinuaba su curva mole la cúpula del Vaticano.

PORTA DEL POPOLO

II

Cruzó la diligencia dando tumbos bajo el gran arco dórico que trazó Miguel Ángel. Mendigos y perros sarnosos la saludaron con rezos y alharaca. Desde lejos, desplegada en guerrilla, una turba de chicuelos la tiroteaba con pellas de barro, sin respeto para la guardia de zuavos franceses que jugaba a la malilla sobre una manta. Al otro lado del arco, era la masa sombría de dos iglesias con altas cúpulas. Monaguillos vestidos de rojo soplaban los incensarios en la puerta de Santa María di Monte. Un obelisco cubierto de jeroglíficos faraónicos daba turbadora y resonante expresión a la gran plaza desierta. El cochero detuvo el tiro y saltó del pescante a la intimación de un aduanero barbudo, con capa y sombrerote tirolés de brigante de ópera. El zagal de la diligencia, abriendo la portezuela, advirtió a los viajeros que iban a ser revisados equipajes y pasaportes.

III

De las alturas de la diligencia se desgranó un rosario de seminaristas. Negros zapatos con grandes hebillas, medias moradas, revuelo de sotanas. Eran becarios del Colegio Conciliar de Santa Verónica del Janículo. Tenían un encogimiento de campesinos enfermos de nostalgia, rudo y apocado. Bajo la avalancha de zapatos eclesiásticos y canillas moradas, asomábase al vidrio de la berlina el sombrero estrafalario de Mistress Pamela Bristol. A su vera apurábase la dama de compañía revolviendo el cabás abierto sobre las rodillas.

—¡Oh! ¡Que nos han robado los pasaportes!

Mistress Pamela se volvió con un gesto perplejo:

—Creo que no es ahí donde usted los guardaba… En el otro cabás… ¿Por qué no mira usted?

—¡He mirado, Señora, he mirado; nos los han substraído!

—¿Por qué supone usted eso, Miss Mery? ¡Hace usted mal en abrigar un juicio tan poco cristiano de los súbditos de Nuestro Santo Padre!

—¡Yo no acuso a los súbditos del Santo Padre!… ¡Líbreme Dios de tan mal pensamiento! Yo no acuso a nadie… Pero si se me permite una sospecha, diré que en esto, como en todo lo malo que ahora ocurre en el mundo, anda la mano de los carbonarios. ¡Yo la veo, y me extraña que no sea usted de mi opinión, Mistress Pamela!

—No sospeche usted que defiendo a esa secta, pero nuestros pasaportes, ¿qué valor tienen para esos enemigos de la sociedad?

—¡Y quién sabe adónde llegan sus tenebrosas maquinaciones!

—¡Miss Mery, tiene usted una imaginación meridional! Déjeme usted suponer que los pasaportes se han extraviado.

—¡Oh, Mistress Pamela! ¡No deseo contrariarla; quiero suponer lo mismo que usted!… Pero no podía menos de ocurrimos algún contratiempo. ¡Un cochero blasfemo, que no ha cesado de profanar el Santo Nombre de Dios! ¡Un sin entrañas que constantemente maltrataba a las pobres bestias del tiro!… ¡Yes poco que nos hayan robado los pasaportes!

Mistress Pamela, alta, rubia, escuálida, pecosa, sin edad, tenía un gesto incrédulo y vacilante.

—¡Son las novelas que la hacen pensar a usted así, Miss Mery!

—¡Oh, qué equivocada su opinión, Mistress Pamela! Considere usted que, dada la debilidad de nuestro sexo, si hubiéramos caído en poder de los carbonarios…

—¡Sin duda!

—¡Cuáles no hubieran sido los ultrajes de esos enemigos de la sociedad! ¡Horroriza el pensarlo!

El aduanero abrió la portezuela y saludó con galante cortesía, llevándose la mano al aludo sombrero de brigante:

—Excelencias, sírvanse entregar los pasaportes para el visado.

Mistress Pamela quiso explicar la desaparición de aquellos documentos, pero no hablaba el italiano y chapurreó sus disculpas en francés. El aduanero barbudo aseguró su bella sonrisa de brigante bajo las alas del fieltro tirolés:

Non capisco!

Se atortoló Miss Mery:

—¡Que no comprende! ¡Oh!… ¡Cómo decirle! ¡Somos víctimas de los carbonarios!

En estas vino a ocupar el puesto vacante en la berlina el zuavo pontificio. Lucía divisas de capitán, era arrogante mozo, la barba negra con aceitosos lustres, los ojos de calina expresión, colmada de engaños, ojos moriscos, sensuales como la boca de belfo imperial, y la gran nariz aborbonada. Lánguida y expresiva, le contó su apuro Mistress Pamela. El capitán, con aterciopelada sonrisa, se puso al servicio de la conturbada señora. Hablaba el toscano con nasales francesas. Persuasivo, dejó un escudo de plata en la mano del aduanero y lo despidió en gran señor, acentuando un gesto de deferencia. El barbudo del tirolés, emulándole la escuela, saludó con aparatoso rendimiento:

—¡Excelentísimo príncipe, soy vuestro más humilde siervo!

IV

Mistress Pamela, ruborizándose como una colegiala, explicó que era viuda y el recuerdo del esposo difunto puso un apenado remilgo en su boca pueril:

—¡Dios se llevó al elegido de mi corazón, dejándome sola en este valle!

El capitán de zuavos la miraba amable, con gallarda osadía de buen mozo que sabe hacerse perdonar toda insinuación demasiado lanzada, y la redime con gentil sonrisa. Este capitán de los zuavos pontificios, conde de Blanc en París, marqués de Toledo en Monte Cario, príncipe Luis María César de Borbón en su avatar romano, y donde quiera aventurero de gran estilo, se decía nieto por la mano izquierda del rey Fernando VII de España. La madre Patrocinio, monja seráfica que edificaba con sus milagros el protobeaterio hispano, habíale alcanzado las charreteras, en apostólicas milicias de Su Santidad Pío IX. El Príncipe, ahora, mediaba como correo diplomático en una gran intriga que con monjas y frailes, camarilleros isabelinos y emigrados carcundas, conducía monseñor Antonelli, cardenal secretario de Estado y camarero secreto de Su Santidad. Regresaba el Príncipe de la corte isabelina, con malquerencia del Espadón. El Nuncio de Su Santidad en Madrid había mediado aconsejándole que se volviese a Roma. La Conjura Apostólica zozobraba y con ella otros piadosos ardides de la monja para que su ahijado, en un ceremonial palatino, alcanzase el reconocimiento de su sangre, acogido como deudo de las Reales Personas. Por mediación de la seráfica madrina hubo secretas entrevistas en los desvanes del Palacio. Recordaba las lágrimas y besuqueo, las promesas y mieles, con esperanzas de tiempos mejores, los fallidos ofrecimientos de ayudarle con dineros. Volvía desilusionado, temeroso de perder su valimiento con el cardenal. En Roma, los usureros, después de la tregua que le habían concedido, iban a redoblar el acoso. El Príncipe, sin embargo, no se apuraba por los ladridos de aquella jauría, que acompañaban en todas partes su vida de aventura. Mistress Pamela, con la fantasía de los pasaportes y los carbonarios, le había sugerido una idea empecatada. Vender a las logias los documentos de su correo, o vendérselos al mismo Vaticano. Había levantado todos los sellos y sabía cuánta era la importancia de aquellos pliegos. La novela de los carbonarios, soñada por las dos viejas inglesas, le hizo sonreír. ¿Y si enamorase a Mistress Pamela? Levantó los ojos para mirarla. La dama sonreía pudibunda, ruborizándose, como si le ofreciese su mano pecosa y escuálida.

—¡Oh, le somos a usted deudoras de un favor inolvidable!… Nos han recomendado el Bristol Hotel. ¿Cree usted, caballero, que es un hospedaje honorable para señoras?

El Príncipe, con arrogante decisión de aventurero, respondió imperturbable:

—Yo me dirijo también al Bristol Hotel.

—¡Oh, qué buena ventura tenerle por compañero! ¿Ha oído usted, Miss Mery? El Príncipe también se hospeda en el Bristol Hotel.

Miss Mery saludó con una cortesía desgarbada. La diligencia trompicaba por la plaza de España.

V

El Bristol Hotel —Vía de los Santos Mártires— ocupaba el palacio Foscarine. Era frecuentado de obispos y monseñores en viaje, rancias damas católicas y aristócratas legitimistas emigrados en Roma. La Vía de los Santos Mártires es una de las más solitarias. Apenas, de tiempo en tiempo, un clérigo, una beata, la infantil bandada de un colegio de monjas, la fugitiva hopalanda de un judío, el arqueológico landó de un cardenal, con lacayos de peluca blanca, medias de seda y protocolario paraguas rojo. La murmuración popular susurraba que aquel hospedaje, poblado de sombras talares y ecos santurrones, era propiedad de los Padres Ignacianos. De la noble decoración antigua conservaba un patio de mármol con bella columnata, y el jardín con fuentes en el estilo de Bernini. Bajo sacrílegos revoques, desaparecían los frisos de la gran escalera y de la lucerna. El Príncipe, encerrado en su aposento —echada la llave y cubierta la cerradura con el fez—, examinaba con un lente los pliegos que traía de España. Estaba bajo la lámpara con una sonrisa de cautela. Había vuelto a colocar los sellos, y no se traicionaba la menor señal de fractura. Sin embargo, le acudía más fuerte la tentación de jugarle una burla al cardenal Antonelli. El deseo furbo y maligno de sentirse canalla, se agrandaba en su alma de aventurero. Volvió a poner los pliegos en la valija, apagó la luz y, disimulándose bajo una menguada capa de hombre de pueblo, salió a la escalera de criados. La calle estaba obscura. En la Roma Pontificia, cuando el calendario anunciaba luna, no se encendían los faroles. El Príncipe, recatado en el embozo, se entró por una calleja que bajaba al Ponte Vecchio. La luna entre nubarrones no disipaba las sombras. El viento, la llovizna, el marullo del río, los pasos de una ronda, la puerta iluminada de una taberna, se escalonaban como motivos de la ciudad dormida. Los muros de iglesias, palacios y conventos cerraban todos sus ojos de piedra. Arcos, obeliscos, estatuas, cúpulas, tenían una insinuación ceñuda, en perspectivas llenas de sombra. Una potencia ciega y geomántica, cargada de siglos, aboliéndose en la gran taciturnidad de un sueño de piedra. El Príncipe bajó al Trastevere. Buscó una puerta, y cuando se disponía a llamar, vio venir una procesión de gente del pueblo con faroles. Rumor confuso de rezos jaquelado a intervalos por el repique de una campanilla que invadió la callejuela. El viento y el aguacero estremecían los farolillos. Las devotas luces tenían el temblor de vidas efímeras, zozobrantes en un naufragio sin orillas, entregándose a la noche inexorable con arrebujo angustiado. Bajo enorme paraguas, en medio del cortejo, venía un clérigo revestido de sotana y roquete, y delante repicaba la campanilla del monago. El Príncipe, que se había recogido en el quicio de la puerta, sintió rechinar la cerradura. La puerta se abría lentamente y un retablo de mujerucas, con luces y mantos, aparecía en las tenebrosidades del zaguanejo. Las figuras perfilaban su bulto arrodilladas, entre el temblor de las velillas, en el cerco de sombras.

VI

El Príncipe interrogó a un viejo sórdido, barbas aborrascadas, capa melodramática, greñas de bandolero:

—¿A quién viatican?

—¡A un cristiano!

El Príncipe había sentido una tufarada vinosa en mitad de la cara. Acudió con su explicación una devota.

—Viatican al Señor Cosimo Bolsena.

Cosimo Bolsena era el nombre supuesto de un patriota garibaldino, apasionado del juego, de las mujeres y de la unidad italiana. Con disfraz de músico ambulante y ostentosas muestras de piedad, engañaba a los esbirros del Papado. Santiguábase delante de todas las iglesias, rezaba con grandes golpes de pecho, cantaba en las procesiones. Secretamente, como delegado de las logias napolitanas, guiaba los hilos de una conjura popular contra el absolutismo teocrático y el poder temporal del Pontificado. En las catacumbas carbonarias pronunciaba terroríficas arengas emplazando para un próximo fin a todas las religiones positivas. El príncipe le había encontrado, años atrás, en una hora borrascosa, alrededor de la ruleta, en Monte Cario. Cosimo Bolsena era entonces el Comendatore Andrea Balduini, y Marqués de Toledo el Príncipe Luis María César. Después anduvieron unidos sus nombres cuando la misteriosa desaparición, en un baile de máscaras, del collar que lucía la famosa pecadora Marión Brizac. Cosimo Bolsena, vicioso y corrompido, explotador de mujeres fáciles, acusado de monedero falso y de tahúr, a través de una vida de crápula y procesos, jamás había vendido el secreto político, fiel a la gran idea del Reino de Italia. El Príncipe, presintiendo una farsa del audaz conspirador, se había unido al cortejo. El de las barbas aborrascadas volvía la cabeza con aire marrullero:

—¿Cosimo, ha dicho la señora? ¡No te fíes demasiado, carísimo! ¡Y después de todo, lo mismo da un nombre que otro! ¡Yo lo lloro sin conocerlo! ¿Qué importa que se llame Cosimo? ¿No es verdad? ¡Yo lo lloro! ¡Lo lloraré toda mi vida! Estaba jugando a la lotería ¡y he dejado el cartón cuando tenía terno! Es muy edificante esta ceremonia, y no debe perderse. ¡Cosimo! ¿Qué importa que se llame Cosimo? ¡Hay que perdonar!… ¡Uno falta!… ¡El corazón es de ley!… Uno es sensible y tiene lágrimas fáciles… ¡Muy conmovedora la ceremonia! ¡Y lo mismo sería si no se llamase Cosimo! ¿Cosimo ha dicho esta señora?

Algunas voces imponían silencio. El viejo subía la angosta escalera, apretado por el cortejo, pisándose la capa, y a su espalda quedaba el rastro de una gran tufarada vinaria. La campanilla del acólito repicaba en lo alto, metiéndose por la puerta del guardillón, donde hacía duelo una mujer vistosa, peinado de rizos, casabé descotado, con lazos y volantes. La Señorita Julia, suripanta de ópera, pasaba por sobrina del Señor Cosimo Bolsena. Indicó el camino con un gesto pintado:

—¡Qué sola me deja!

En la alcoba angosta, sobre un catre de hierro, el bulto del enfermo tenía pavoroso estertor. La luz de una bujía, velada por el papel aceitoso de un periódico, puesto delante a guisa de pantalla, mantenía en la sombra el rostro del moribundo. Apenas se presentía el relieve de la cabeza en el hueco de las almohadas. El olor de los jaropes, se mezclaba con otro craso y sudado de cosméticos baratos. El cortejo, arrodillándose, posó los farolillos a la vera. Llenose el suelo de carreros luminosos, quedó al descubierto el rebujo de ropa escondido de prisa bajo las patas del catre, y los agujeros del pelado alfombrín, que descubre la trama, y los tacones de unos zapatos femeninos en intento de baile con el pelote de un sillón. El clérigo, galopante sobre un rezo latino, despachaba la ceremonia, y el moribundo, dando ejemplo de entereza, respondía conforme al ritual canónico. Al término de la ceremonia, con el último amén, sopló el acólito la candelilla del rito, y el cortejo, con difuso, sucesivo rumor, fue apagando sus luces, dispersándose a lo largo de la escalera.

—¡Dejé el cartón de la lotería cuando apuntaba terno!… ¡Se bebe, se puede alguna vez faltar!… ¡Pero hay religión! ¡No somos como perros! ¡Allá nos espere muchos años! ¡No era un amigo de la infancia, pero como si lo fuese!

VII

Cuando la Señorita Julia intentó cerrar la puerta, halló el saludo burlón del Príncipe Luis María César.

—Usted, ¿qué desea?

El Príncipe entró en situación melodramática, llevándose un dedo a los labios:

—Vengo a comprar el violín del Señor Cosimo Bolsena. El Señor Cosimo se había incorporado en las almohadas empuñando un par de pistolas. La Señorita Julia corrió agachada, soltando las horquillas del peinado, perdiendo un chapín, y se acurrucó a la cabecera del catre. El sacramentado encañonaba al Príncipe.

—Un paso más y bajas al infierno. ¿Qué se ofrece?

—¡Comprarte el Estradivarius!

El exmoribundo reconoció la voz y el talle aventajado del antiguo Marqués de Toledo.

—Julieta, aparta el periódico que tapa la luz. Me parece un amigo.

La Señorita Julia cuchicheaba irresoluta. El Príncipe destacose de la puerta, alcanzó la bujía y la levantó, alumbrándose la figura, suspensa de un hombro la capa plebeya.

—No soy una sombra. Señorita, si usted desea convencerse, puede tocarme y palparme.

Interrogó el carbonario:

—¿Qué traes?

—¡Un gran proyecto!

—¡Estoy muy vigilado!

—¡No importa!

—¿Has estado en España?

—De allí vengo.

—¿Sigues en las pretensiones de ser reconocido por nieto de Narizotas?

—¡Todo lo llevo en ese naipe!

—¿Y qué has sacado?

—¡Hasta ahora, nada! La Real Familia me recibía secretamente. Mi amante tía me besuqueaba y vertía un diluvio de lágrimas. La madre Patrocinio me auguraba el mejor resultado en mi empeño… Y cuando creía allanados todos los obstáculos para obtener el reconocimiento legal, se le antoja poner el veto al Espadón. ¡Tiene en un puño a la Familia Real!

—¿Y el pueblo?

—¡Tumbado al sol!

—¿Y sus tribunos?

—Allí, al que dice pío, lo mandan a un presidio de África.

—¿No crees en el próximo levantamiento de toda España?

—¡No lo creo!

—¡Pues está anunciado!

—Ya lo sé.

—¿Tú qué has visto?

—Un pueblo dormido. En España, por mucho tiempo, acaso por siglos, las revoluciones no pasarán de meriendas de generales.

—¿Pero los españoles no sienten su oprobio? ¿Esa Familia Real? ¡Esa Reina!

—Yo creo que se alegran. ¡Me han parecido los españoles unos orgullosos, y he visto que nada les agrada tanto como tener motivo para denigrar a los que descuellan en puesto preeminente!

Murmuró el carbonario, con desdén pesimista:

—¡Lo mismo ocurre con nuestra plebe romana!

Y bromeó el Príncipe:

—¡Monseñor Antonelli lo llama pecado contra el Espíritu Santo!

En la sombra de la pared, la gran nariz del carbonario se arrugó como si le llegase un olor ingrato.

—No soy teólogo, y en mi lenguaje eso se llama envidia.

La Señorita Julia, sentada a los pies del catre, escuchaba, cargados los ojos de perplejas interrogaciones. El exmoribundo había vuelto a esconder las pistolas bajo el rimero de almohadones, y en el fondo de la alcoba, sobre la puerta con cerrojos, encendía un brigadier el bastardo del rey Narizotas:

—No perdamos más tiempo. Necesito hacerte importantes revelaciones y temo aburrir a esta bella señorita.

Se levantó la suripanta.

—¡Oh!… Para significarme que estorbo, no hace falta tanta retórica.

Con la punta del pie buscó bajo el catre un zapato que se le había caído, doblose cuchicheando al oído del sacramentado y se fue taconeante, con empaque orgulloso de princesa del Rábano.

VIII

El Príncipe Luis María César tenía puestos los ojos en el carbonario:

—¡Eres un gran comediante!

Encareció el exmoribundo, con farsa beatona:

—¡Y tú un gran sacrílego, dudando de la sinceridad de mi arrepentimiento!

Recalcó el efímero Marqués de Toledo:

—¡No he dudado!

El carbonario, en pernetas, saltó del catre y empezó a vestirse.

—Te aseguro que estaba para irme al otro mundo, y solamente me he quedado para recibir tu visita.

—¡Perdona que haya sido tan inoportuno! Y otra vez que decidas morirte, no olvides solicitar la bendición in extremis de Su Santidad. Un gran pecador como tú no puede cerrar el ojo sin ese requisito.

El Señor Cosimo sacó la lengua dándose una palmada en el cogote, con una mueca de hereje caricato.

—¡Lo tendré presente!

El Príncipe asintió, burlón:

—Es un consejo de amigo y, consecuentemente, espero que no me niegues el tuyo en un negocio de menos importancia. Tengo en mi poder algunos documentos que pueden ayudar a limpiar la senda de lobos.

El Príncipe usaba el lenguaje simbólico del carbonarismo. Atajó el sacramentado:

—¿Documentos de la corte española? ¡De esas bulas están llenos los archivos de la Venta Suprema de Nápoles!

—¡Oh!… ¡Qué engañado!

—¡De otros semejantes!

—¡Tampoco!

—¡Quién sabe!

—Carísimo, es aventurado emitir opiniones sobre documentos que permanecen secretos.

El carbonario insistió sin mudar el tono de mercader que tarifa, encarece tachas y rehúsa con desdenes.

—Recientemente nos han sido ofrecidas unas cartas referentes a la legitimidad de la prole isabelina. ¡Muy interesantes! Creo que anda en negociaciones para comprarlas el Duque de Montpensier. A ese podrán interesarle como pretendiente a la corona de España. La Suprema Venta de Nápoles hoy está adscrita a completar la gran obra de la Unidad, con Víctor Manuel en Roma. ¡Todo lo que sea distraer recursos de ese propósito es un crimen!

—Los documentos que yo guardo no son tan ajenos como quieres suponer a los manejos de la Suprema Venta de Nápoles. Y voy a explicártelo. La corte española es un satélite de la política vaticana. Su Santidad ha concertado la boda del Conde de Girgenti con la infanta Isabel Francisca. Esta infanta es la llamada a reinar, dada la salud endeble del Príncipe de Asturias. Entre mis documentos está un informe suscrito por los médicos de la Cámara Real. Muerto el Príncipe de Asturias, la diplomacia vaticana conseguiría la abdicación de Isabel II. Tendrías en España de Rey Consorte a un hijo del Rey Bomba. ¡No creo que pueda serle esto indiferente a los fines de la Venta Suprema!

—¡Dios mejora sus horas! ¡Ya has comprobado, con mi ejemplo, cómo se vuelve de las puertas de la muerte! Los revolucionarios españoles trabajan por obtener la abdicación en el Príncipe Alfonso. Esos son nuestros informes. En cuanto a las dudas de su legitimidad y el escándalo consiguiente, bueno será dejárselo a la grey carcunda y al Duque de Montpensier. ¡Son los más interesados!

Viendo fallidos sus intentos, derivó a la burla el bastardo de Narizotas.

—Usaré en mi provecho esas bulas, y me presentaré como candidato al trono de España.

Estaba en pie, recogiéndose la capa. El carbonario lo detuvo, con ademán amistoso:

—Puedes darme un listín de esos documentos para facilitar mi gestión. Deseo servirte. Acaso los revolucionarios españoles… De aquí podemos mediar ofreciéndoselos, y si les pones un precio razonable. Ahora vamos a cenar. ¡Una pobre cena de proscripto! ¡Quédate! Es conveniente que hagas las paces con Julieta.

Chirriaba la luz, boqueante sobre el arandel, y el carbonario, envuelto en su redingote de músico ambulante, acudió a encender otra bujía, que colocó en el gollete de una botella. Fue a la puerta y, con toses cavernosas, llamó a la enojada y reclusa suripanta.

IX

La Señorita Julia había puesto la mesa. Una lámpara, colgada encima, proyectaba su circunferencia de luz sobre el hule rameado que substituía a los manteles. La habitación, adesvanada, tenía las paredes cubiertas de estampas piadosas. En el rescoldo de un anafre, la cazuela de la cena esparcía vahos de guisote. La Señorita Julia conversaba con un viejo de hopalandas raídas, calvo, barbudo, friolento, que trascendía en las ropas húmedas el arrecido de una caminata a través de la noche sin estrellas. El carbonario presentó al Príncipe:

—Un antiguo amigo del comendador Andrea Balduini.

La boca rasgada, rumiando aquel circunloquio, se contraía con una mueca de cínica soflama. El exmoribundo era flaco, menudo, muy moreno, prematuramente envejecido por los azares de una vida tormentosa. La mirada negra y ardiente animaba con tenebroso contraste la cara terrosa, cribada de la viruela. El viejo de la hopalanda, con gesto huraño, alargó su mano de momia al bastardo de Narizotas.

—Antonio Paleri, vendedor de ratoneras en el Coso.

Y señaló el rincón donde hacía brillos el rimero de la mercancía. Explicó el carbonario:

—Es mi huésped. ¡Un santo varón, ocupado en limpiar de ratones la Ciudad Eterna! Proveedor del Vaticano. ¿Verdad, primo, que has construido una ratonera de plata para la alcoba de Su Santidad?

—¡Verdad! ¿Por qué no ha de ser verdad? Una ratonera de plata que pesa cinco libras.

—Entran en ella los cardenales, ¿verdad, primo?

—¡Qué impertinencia, Cosimo! El Vaticano tiene ratas como carneros. ¡Ratas de dos mil años, que han roído las sandalias de San Pedro! Sí, he construido una ratonera de plata para la alcoba de Su Santidad. ¿Tiene algo de particular?

El viejo tenía una expresión maligna, de momia cascarrabias. El Príncipe se distraía procurando cambiar miradas con la rubia suripanta. La Señorita Julia, desdeñosa, se movía gobernando la casa. El Príncipe, en una pasada, tuvo ocasión de inclinarse, murmurándole a la oreja:

—¡No sea usted rencorosa!

—¡Qué hombre cargante!

Burlona, volvió medio ojo gachón y pintado. El Príncipe, que era muy dado a las faldas, se encandiló con aquel gesto y acechó la ocasión de nuevos avances para rendir a la Señorita Julia. El viejo de la hopalanda salió con el carbonario, y quedaron solos.

—He aceptado este convite con la esperanza de borrar la mala impresión que usted, sin duda, ha formado de mí. ¡Yo soy un hombre galante, Señorita!

—Caballero, usted parece ser un amigo de mi tío, y eso basta.

—¿No está usted enfadada conmigo?

—¡De ninguna manera!

—¿Quiere usted darme la mano?

—¿Por qué no?

—¿Me permite usted que se la bese?

—Cuando las tenga lavadas.

—¿Ahora no?

—Ahora huelen a guisado.

—¿Me permite usted que me cerciore?

—De ninguna manera. Luego creería usted que se cenaba mis manos. ¡Sea formal, para que podamos ser amigos!

—¿No lo somos ya?

—¡Pues no dice usted nada! La amistad nace del trato.

—¿Y el amor?

—¡Vaya, que me ha tomado usted por el oráculo de Napoleón!

La Señorita Julia tenía un gracioso descoco. Se levantó y fue a la puerta. El Príncipe intentó detenerla.

—¡El amor nace sin tiempo!

—¡Será sietemesino!

—¡Es obra de una mirada!

—¡Pues lo pintan ciego!

—¡Con una venda!

La Señorita Julia escapó meciendo el talle, y gritó, desde la puerta:

—¡No quejarse si se chamusca el guiso!

El carbonario y el viejo de la hopalanda entraron hablándose con misterio. El vendedor de ratoneras, acercándose al anafre, quemó unos papeles. Aún traía en la nariz las antiparras, como si acabara de leerlos.

X

Después de la cena —guiso de carnero muy especiado, y abundantes libaciones de alegre chacolí de los pagos romañolos— sobrevino el alegrarse. La Señorita Julia cantaba una romanza, y con arrumacos humedecía los labios en todas las copas. El Príncipe, a hurto, le tomó la mano.

—¡Imprudente!

Esquivose con remangue de ultrajada Lucrecia. Quedaron mirándose, ella furtiva, alardoso el bastardo de Narizotas. De pronto, el carbonario se levantó para traer un frasco de Montefiascone. El viejo de la hopalanda reía arrugando los ojos:

—¡Cosimo, hay que ser temperante!

La Señorita Julia acudió para servir el vino, y entonces hubo de inclinarse, aplastando el pecho sobre el hombro del Príncipe. Murmuró calina:

—¿Dónde te hospedas?

El Príncipe escribió con el cuchillo en el hule de la mesa:

—Bristol.

Un reloj de torre daba las seis. En los Estados Pontificios regía el antiguo cuadrante romano que marca las horas hasta veinticuatro, comenzando a contarse la primera después de vísperas. El viejo guiñaba los ojos.

—¡Niña, ven al lado de papá Antonino! ¡Toma un sorbo de este cáliz! Luego tendrás que acostarme. ¡Media noche! ¿Quién vende ratoneras mañana?

El Príncipe observó que el viejo, al beber, se derramaba el vino por las barbas, y le inquietó el tabanillo de un recelo. La Señorita Julia besaba al viejo al mismo tiempo que ponía el ojo gachón y pintado en el bastardo de Narizotas. Entre los vapores del mosto veleteaban los recelos del Príncipe. El exmoribundo se levantaba para brindar:

—¡Carísimo, por que te corones rey de España!

La Señorita Julia escurrió la copa del viejo con insinuaciones de hallarse mareada.

—¡Me ofrezco de reina!

El carbonario la miró paternal.

—Julieta, debes acostarte.

Y el viejo:

—¡Oh! ¡Qué delirio de grandezas!

Inclinose con aparatosa galantería el bastardo de Narizotas:

—¡No una corona, una tiara merece la Señorita Julia!

La Señorita Julia corrió a echarle los brazos. Le rodeaba el cuello, sofocándole. El carbonario y el viejo también lo abrazaban. Aturdido, intentó levantarse. Sintió que lo despojaban de las pistolas. No pudo gritar. Manos de hierro le apretaban una servilleta a la boca. Vio en torno suyo confuso remolino de sombras. Había entrado gente. Logró levantarse, y cayó arrastrando la mesa bajo un brillo de puñales. Ahora le vendaban y le ataban las manos. Eran ¿cuántos? ¡Muchas manos! Le sofocaban con un pañuelo. Respiraba un olor muy pronunciado, como de éter y manzanas. Una campana remota le sonaba en el cerebro, con onda larga, cristalina, dolorosamente prolongada. Se sintió ligado en una maroma que lo invalidaba, caído en un verde mecimiento de donde salía el ojo trapalón de la Señorita Julia. La gorja sensual barboteaba la risa como un cántaro roto, se impostaba en el círculo eléctrico de la cristalina campana.

XI

El viejo de la hopalanda, acurrucado al pie del anafre, seguía quemando papeles. Le ayudaban dos acólitos forasteros:

—¡Este nido ya no es conveniente!

—¡Muy peligroso!

—¡Hay que levantar el vuelo sin dejar rastro!

—¡Pues nos ha traído buena ayuda el Santo Viático!

—¡Y el primo, otro Salvini! ¡Qué bien representó la comedia! Yo venía alumbrando, y he tenido momentos de emoción, como en La Dama de las Camelias. Ese durmiente estaba a mi lado. Me había infundido sospecha y me tuvo todo el tiempo con la mano en el cuchillo. Papá Antonino se ríe. ¡Bueno! Pues cuando llegaste a la tratoría y me dijiste que hacía falta aquí, tuve la corazonada de que se trataba del mismo prójimo que había tenido a mi lado durante la ceremonia. ¡Al entrar lo reconocí!

Esparcía un aliento vinoso. Era fornido, cuadrado, la máscara sanguínea, con venosidades violáceas. Greñas y barbas tenían un movimiento borrascoso, como si hubiese pasado la vida sobre el puente de un navío desarbolado.

Apuntó el otro acólito:

—¿Y quién viene a ser ese mameluco?

Se difundió una tufarada vinaria, verbosa, filosofante:

—El nombre de las personas es un accidente. Te bautizan, te ponen un nombre: Cosimo, Pietro, Lindoro. ¿Tú lo encuentras bueno? Sigues con él a cuestas. ¿Que no lo encuentras de tu gusto? Te rebautizas. Es el derecho al alfabeto.

El viejo de la hopalanda, mientras quemaba papeles, ponía la oreja en los rumores de fuera, oyendo el rezo de los dos acólitos.

XII

La Señorita Julia espiaba en la puerta de la escalera, y el exmoribundo, un poco retirado, atendía igualmente, con el chapeo sobre los ojos, embozado en la capa del Príncipe.

—¿Estás segura que escribió en el hule Bristol?

—Segura.

—Es posible que se haya dejado los papeles en otro lugar.

—Yo pensé que los trajese encima.

—¡Es muy hábil!

—¿No saldrá todo fallido?

—¡Vamos a verlo!

—Al tomarle las pistolas le cayó la llave. Tenla.

El carbonario sacó la linterna que llevaba debajo de la capa y miró el número grabado en la patena de cobre sujeta por una cadenilla al ojal de la llave.

—¡La edad del descamisado de Judea!

Cubrió la linterna y salió a la escalera. La Señorita Julia lo siguió:

—Cosimo, ¿crees que todo saldrá bien? ¿Qué será de mí si tú me faltas, Cosimo?

—Papá Antonino cuidará de llevarte a Nápoles. Allí seguirás ayudando a los primos. ¡Hasta luego o hasta nunca!

—¡Cosimo!

—¡Retírate! No son los momentos para que hagas una escena.

El carbonario comenzó a bajar la escalera. La Señorita Julia arrimó la puerta y, con prudente sigilo, pasó el cerrojo.

XIII

–¡Papá Antonino, vamos a salir ahumados como chorizos!

La Señorita Julia estaba en el corredor. El viejo se incorporó, luego de soplar el anafre.

—Haz un lío con tu ropa, que nos vamos.

—¡Ya está hecho!

—¡Al primo pueden echarle el guante! ¡Y todos en cuerda, a las mazmorras de Santángelo!

Las palabras del viejo quedaron flotando en el aire con un halo de melodrama. Entre todos levantaron el cuerpo del durmiente y lo liaron en mantas disimulando la forma. La Señorita Julia esperaba en el corredor, cubierta con un manto, oculto bajo las puntas el lío de sus galas.

XIV

Al amparo de la noche, entre ráfagas de vendaval, con el fardo a hombros, bajaron a la orilla del río y se embarcaron en una falúa amarrada al abrigo de la Puente Sixtina.

Epílogo

La carta de que era portador el famoso conde Blanc fue vendida en Londres en el mes de junio de 1868. Don Felipe Solís y Angulo, ayudante del Duque de Montpensier, la adquirió en dos mil libras para el archivo de Su Alteza Serenísima.


Publicado el 9 de enero de 2020 por Edu Robsy.
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