Un Ejemplo

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Amaro era mi santo ermitaño que por aquel tiempo vivía en el monte vida penitente. Cierta tarde, hallándose en oración, vio pasar a lo lejos por el camino real a un hombre todo cubierto de polvo. El santo ermitaño, como era viejo, tenía la vista cansada y no pudo reconocerle, pero su corazón le advirtió quién era aquel caminante que iba por el mundo envuelto en los oros de la puesta solar, y alzándose de la tierra corrió hacia él implorando:

—¡Maestro, deja que llegue un triste pecador!

El caminante, aun cuando iba lejos, escuchó aquellas voces y se detuvo esperando. Amaro llegó falto de aliento, y llegando, arrodillóse y le besó la orla del manto, porque su corazón le había dicho que aquel caminante era Nuestro Señor Jesucristo.

—¡Maestro, déjame ir en tu compañía!

El Señor Jesucristo sonrió:

—Amaro, una vez has venido conmigo y me abandonaste.

El santo ermitaño, sintiéndose culpable, inclinó la frente:

—¡Maestro, perdóname!

El Señor Jesucristo alzó la diestra traspasada por el clavo de la cruz:

—Perdonado estás. Sígueme.

Y continuó su ruta por el camino que parecía alargarse hasta donde el sol se ponía, y en el mismo instante sintió desfallecer su ánimo aquel santo ermitaño:

—¿Está muy lejos el lugar adonde caminas, Maestro?

—El lugar adonde camino, tanto está cerca, tanto lejos…

—¡No comprendo, Maestro!

—¿Y cómo decirte que todas las cosas, o están allí donde nunca se llega o están en el corazón?

Amaro dio un largo suspiro. Había pasado en oración la noche y temía que le faltasen fuerzas para la jornada, que comenzaba a presentir larga y penosa. El camino a cada instante se hacía más estrecho, y no pudiendo caminar unidos, el santo ermitaño iba en pos del Maestro. Era tiempo de verano, y los pájaros, ya recogidos a sus nidos, cantaban entre los ramajes, y los pastores descendían del monte trayendo por delante el hato de las ovejas. Amaro, como era viejo y poco paciente, no tardó en dolerse del polvo, de la fatiga y de la sed. El Señor Jesucristo le oía con aquella sonrisa que parece entreabrir los Cielos a los pecadores:

—Amaro, el que viene conmigo debe llevar el peso de mi cruz.

Y el santo ermitaño se disculpaba y dolía:

—Maestro, a verte tan viejo y acabado como yo, habías de quejarte asina.

El Señor Jesucristo le mostró los divinos pies que, desgarrados por las espinas del camino, sangraban en las sandalias, y siguió adelante. Amaro lanzó un suspiro de fatiga:

—¡Maestro, ya no puedo más!

Y viendo a un zagal que llegaba por medio de una gándara donde crecían amarillas retamas, sentóse a esperarle. El Señor Jesucristo se detuvo también:

—Amaro, un poco de ánimo y llegamos a la aldea.

—¡Maestro, déjame aquí! Mira que he cumplido cien años y que no puedo caminar. Aquel zagal que por allí viene tendrá cerca la majada, y le pediré que me deje pasar en ella la noche. Yo nada tengo que hacer en la aldea.

El Señor Jesucristo le miró muy severamente:

—Amaro, en la aldea una mujer endemoniada espera su curación hace años.

Calló, y en el silencio del anochecer sintiéronse unos alaridos que ponían espanto. Amaro, sobrecogido, se levantó de la piedra donde descansaba, y siguió andando tras el Señor Jesucristo. Antes de llegar a la aldea salió la luna plateando la cima de unos cipreses donde cantaba escondido aquel ruiseñor celestial que otro santo ermitaño oyó trescientos años embelesado. A lo lejos temblaba apenas el cristal de un río, que parecía llevar dormidas en su fondo las estrellas del cielo. Amaro suspiró:

—Maestro, dame licencia para descansar en este paraje.

Y otra vez contestó muy severamente el Señor Jesucristo:

—Cuenta los días que lleva sin descanso la mujer que grita en la aldea.

Con estas palabras cesó el canto del ruiseñor, y en una ráfaga de aire que se alzó de repente pasó el grito de la endemoniada y el ladrido de los perros vigilantes en las eras. Había cerrado la noche y los murciélagos volaban sobre el camino, unas veces en el claro de la luna y otras en la oscuridad de los ramajes. Algún tiempo caminaron en silencio. Estaban llegando a la aldea cuando las campanas comenzaron a tocar por sí solas, y era aquel el anuncio de que llegaba el Señor Jesucristo. Las nubes que cubrían la luna se desvanecieron y los rayos de plata al penetrar por entre los ramajes iluminaron el camino, y los pájaros que dormían en los nidos despertáronse con un cántico, y en el polvo, bajo las divinas sandalias, florecieron las rosas y los lirios, y todo el aire se llenó con su aroma. Andados muy pocos pasos, recostada a la vera del camino, hallaron a la mujer que estaba poseída del Demonio. El Señor Jesucristo se detuvo y la luz de sus ojos cayó como la gracia de un milagro sobre aquella que se retorcía en el polvo y escupía hacia el camino. Tendiéndole las manos traspasadas, le dijo:

—Mujer, levántate y vuelve a tu casa.

La mujer se levantó, y ululando, con los dedos enredados en los cabellos, corrió hacia la aldea. Viéndola desaparecer a lo largo del camino, se lamentaba el santo ermitaño:

—Maestro, ¿por qué no haberle devuelto aquí mismo la salud? ¿A qué ir más lejos?

—¡Amaro, que el milagro edifique también a los hombres sin fe que en este paraje la dejaron abandonada! Sígueme.

—¡Maestro, ten duelo de mí! ¿Por qué no haces con otro milagro que mis viejas piernas dejen de sentir cansancio?

Un momento quedó triste y pensativo el Maestro. Después murmuró:

—¡Sea!… Ve y cúrala, pues has cobrado las fuerzas.

Y el santo ermitaño, que caminaba encorvado desde luengos años, enderezóse gozoso, libre de toda fatiga:

—¡Gracias, Maestro!

Y tomándole un extremo del manto se lo besó. Y como al inclinarse viese los divinos pies, que ensangrentaban el polvo donde pisaba, murmuró avergonzado y enternecido:

—¡Maestro, deja que restañe tus heridas!

El Señor Jesucristo le sonrió:

—No puedo, Amaro. Debo enseñar a los hombres que el dolor es mi ley.

Luego de estas palabras se arrodilló a un lado del camino, y quedó en oración mientras se alejaba el santo ermitaño. La endemoniada, enredados los dedos en los cabellos, corría ante él. Era una vieja vestida de harapos, con los senos velludos y colgantes. En la orilla del río, que parecía de plata bajo el claro de la luna, se detuvo acezando. Dejóse caer sobre la hierba y comenzó a retorcerse y a plañir. El santo ermitaño no tardó en verse a su lado, y como sentía los bríos generosos de un mancebo, intentó sujetarla. Pero apenas sus manos tocaron aquella carne de pecado le acudió una gran turbación. Miró a la endemoniada y la vio bajo la luz de la luna, bella como una princesa y vestida de sedas orientales, que las manos perversas desgarraban por descubrir las blancas flores de los senos. Amaro tuvo miedo. Volvía a sentir con el fuego juvenil de la sangre las tentaciones de la lujuria, y lloró recordando la paz del sendero, la santa fatiga de los que caminan por el mundo con el Señor Jesucristo. El alma, entonces, lloró acongojada, sintiendo que la carne se encendía. La mujer habíase desgarrado por completo la túnica y se le mostraba desnuda. Amaro, próximo a desfallecer, miró angustiado en torno suyo y sólo vio en la vastedad de la llanura desierta el rescoldo de una hoguera abandonada por los pastores. Entonces recordó las palabras del Maestro: «¡El dolor es mi ley!».

Y arrastrándose llegó hasta la hoguera, y fortalecido escondió una mano en la brasa, mientras con la otra hacía la señal de la cruz. La mujer endemoniada desapareció. Albeaba el día. El santo ermitaño alzó la mano de la brasa, y en la palma llagada vio nacerle una rosa y a su lado al Señor Jesucristo.


Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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