Una Desconocida

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Hace algunos años viajaba yo en el ferrocarril Interoceánico de Jalapa a Méjico. El tiempo era delicioso y encantábase la vista con el riquísimo verdor de la campiña, que parecía palpitar ebria de vida bajo aquel sol tropical que la hacía eternamente fecunda.

A veces venía a distraerme de la contemplación del paisaje la charla, un poco babosa, de cierta pareja que ocupaba asiento frontero al mío. Ella bien podría frisar en los treinta años; era blanca y rubia, muy gentil de talle y de ademán brioso y desenvuelto. El parecía un niño; estaba enfermo sin duda, porque, a pesar del calor del día, iba muy abrigado, con los pies envueltos en una manta listada, y cubierta con un fez encarnado la rala cabeza, de la cual se despegaban las orejas, que transparentaban la luz.

Presté atención a lo que hablaban. Se decían ternezas en italiano. Ella quería ir a los Estados Unidos y consultar allí a los médicos de más fama; él se oponía, llamándola “cara” y “buona amica"; sostenía que no estaba enfermo para tanto extremo, y que era preciso trabajar y tener juicio. Si hallaban contrata en Méjico, no debían perderla.

A lo que pude comprender, eran dos cantantes. Cerré los ojos y escuché, procurando aparecer dormido.

No estaban casados. Ella tenía marido; pero el tal marido debía ser peor que Nerón, a juzgar por las cosas que contaba de él.

Por un periódico tuvo noticia de que se hallaba cantando en Méjico, y la dama, que parecía muy de armas tomar, hablaba de ir a verle, para que le devolviese las joyas con que se le había quedado el “berganto".

—“Io no ho paura"—decía con una sonrisa extraña, que dejaba al descubierto la doble hilera de sus dientes, donde brillaban algunos puntos de oro.

Hundió en el bolsillo la mano, cubierta de sortijas, y la sacó armada de un revólver diminuto, un verdadero juguete, muy artístico y muy mono.

Siguieron hablando largo rato de gentes y cosas para mí desconocidas, hasta que fatigado el joven se acostó en el asiento, que ella dejó por completo a su disposición, para lo cual vino a instalarse cerca de mí, saludándome al mismo tiempo con una sonrisa.

Al principio guardamos silencio. Los dos fingimos contemplar el paisaje. El campo se hundía lentamente en el silencio amoroso y lleno de suspiros de un atardecer ardiente. Por las ventanillas abiertas penetraba la brisa aromada y fecunda de los crepúsculos tropicales; la campiña toda se estremecía cual si acercarse sintiese la hora de sus nupcias, y exhalaba de sus entrañas vírgenes un baño caliente de negra enamorada, potente y descosa.

Aquí y allá, en la falda de las colinas, y en lo hondo de los valles inmensos, se divisaban algunos jacales que entre vallados de enormes cactus asomaban sus agudas techumbres de cáñamo gris medio podrido. Mujeres de tez cobriza y mirar dulce salían a los umbrales, e indiferentes y silenciosas contemplaban el tren que pasaba silbando y estremeciendo la tierra.

En el coche las conversaciones hacíanse cada vez más raras. Se cerraron algunas ventanillas, se abrieron otras; pasó el revisor pidiendo los billetes; apeáronse en una estación de nombre indio algunos viajeros, y todo fué silencio en el vagón. Y en tanto el crepúsculo detendía, por la gran llanura, su sombra llena de promesas apasionadas. La naturaleza salvaje, aun palpitante del calor de la tarde, semejaba dormir el sueño profundo y jadeante de una fiera cansada.

En aquellas tinieblas pobladas de susurros misteriosos y nupciales, y de moscas de luz que danzan entre las altas hierbas raudas y quiméricas, parecíame respirar una esencia suave, deliciosa, divina; la esencia que la primavera vierte al nacer en el cáliz de las flores y en los corazones.

Ya no recuerdo con qué ocasión, ni a qué propósito, empezamos a hablarnos la italiana y yo. Sólo recuerdo que ella me contó su vida: una historia novelesca que en nada se parecía a la otra historia que pude colegir, cuando al comienzo del viaje oía su conversación con el adolescente del fez.

Y ahora resultaba que ella era la condesa de Lucca; y aquel caballero enfermo, el conde, su marido. Si yo había estado en Italia, con seguridad alguna vez había oído hablar de los Luccas, ¡porque eran de lo más ilustre! Y como yo recordase vagamente haber conocido un título dé aquel o parecido nombre, ella, sin dejarme hacer memoria, interrumpía:

—¿Era viejo? Sería mi tío el príncipe. ¿Era mozo? ¿Militar? Sería mi hermano Aquiles, marqués de Lucca Vecchia.

Y sin detenerse proseguía el relato de sus grandezas con una verbosidad pintoresca y descosida, como los cintajos de su sombrerillo de viaje que alborotaba la brisa de las lagunas.

No llegamos hasta el anochecer. En el cielo sereno y límpido lucían las primeras estrellas, que se reflejaban en el fondo de las grandes charcas que esmaltan la meseta central.

Allá, en el borde del horizonte, sobre la ciudad, relampagueaban las nubes, mientras en el otro borde se marcaba el ocaso con una faja sangrienta. En la atmósfera tibia y muda flotaba el olor acre de la tierra.

Antiguos canales de la época azteca orillan el camino. Las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos como pupilas foscas e inquietas de una gran manada de gatos monteses.

Ayudé a bajar del coche al conde de Lucca, que apenas podía moverse, y me despedí deseando toda suerte de felicidades a aquella extraña pareja. La condesa me estrechó las manos con muestras de mucho afecto. ¡Oh, ella no se olvidaría nunca de mí! ¡Yo tampoco la olvidé, qué diablo!

Después volví a verlos muchas veces: en todas partes los hallaba. Un día, en las torres de la Catedral; otro, en un reñidero de gallos; la última vez, en el castillo de Chapultepec dando confites a los tigres.

El conde de Lucca parecía más enfermo cada vez: no podía andar sí no era apoyado en el brazo de la condesa.

Por algún tiempo dejé de verlos. Un día, ya los tenía casi olvidados, me tropecé con ella sola. Cuando le pregunté por el enfermo, se echó a llorar:

—¡Ah, mío povero!

Luego, entre suspiros, que contó que había muerto, y que ella quería trasladar sus adorados despojos a Italia, al panteón de familia. Se cubrió los ojos con el pañuelo, y lanzando un gemido, murmuró:

—¡Oh, el mío caro, el mío carísimo fratelo!

—¿Su hermano...?; Pues no habíamos quedado en que era su marido...!


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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