Raucho

Momentos de una juventud contemporánea

Ricardo Güiraldes


Novela



Prólogo

En torno a la muerta: cirios, traperío negro y cadáveres de flores.

Descomposiciones lentas, trabajo silenciosamente progresivo, elaboraciones de química fétida en un cuerpo amado.

La vida se siente empequeñecida. Todo acalla y las respiraciones en sordina tienen vergüenza de sí mismas. Nada llega de los alrededores; el mundo ha cesado su pulsación de vida.

Don Leandro, positivamente viudo e incapaz de reaccionar contra el sopor que lo mantiene insensible, no da señales de dolor alguno. Una lágrima cae en su alma, una lágrima larga y punzante como hoja de acero.

Pasó el aturdimiento del golpe como una crisis de locura, con sus gritos, sus desvaríos, su consiguiente decrepitud física.

Los episodios inexplicables de las ceremonias inhumatorias fueron fantasmas en la noche espesa del embotamiento dolorido: la capilla ardiente, el féretro, la inmovilidad increíble de las facciones queridas, el descenso a la bóveda, toda esa gente que un fenómeno extraño enfunda en macabras vestiduras y que hablan con voces perdidas allá en un delirio persistente. ¿Sería posible?

Eso pasó y quedaba para los días venideros, una vida hecha de sobras.

Don Leandro orilló el suicidio durante dos meses. Sin amigos, él que había vivido trabajando para los suyos, no tuvo quién le hablara de consuelo.

En su escritorio, enredado de humo a fuerza de fumar con tic de maniático, veía la vida simbolizada por su traje de luto, comprado en momentos de desvarío, ridículo en su solemnidad y demasiado grande; algo superfluo, mísero, extraño a él.

Caía en la noche, como en una incoherencia. Aplastado en un sillón jugaba con un pequeño revólver, cuya empuñadura nacarada refrescaba sus manos; era una habitud desde que sacó por primera vez aquella arma, con decisión hecha.

Ahora dialogaba con la muerte, sin hacer real su propósito, y en ese su estado de somnolencia, volvió a tientas hacia la reflexión que había nuevamente de hundirlo en la vida. Los chicos. Don Leandro quiso estar para ellos, pagarles la deuda contraída al engendrarlos.

Ellos nada supieron de la desgracia. Poco a poco, creyendo a la madre en viaje, fueron olvidando con preguntas a intervalos cada vez más espaciados.

El viejo decidió habitar definitivamente la estancia. Cuatro leguas con gran parque y hacienda refinada por mestización lenta.

Allí se distraería en el trabajo y los cachorros se desarrollarían con salud.

Llegaron un día de otoño. La tierra parecía más precisa, dura, pulida de color por la cortedad del pasto y las recientes lluvias.

En el callejón, un barrial machucado por pisoteos de yeguarizos, vacas y ovejas.

Los vasos de los caballos ritman chupones ruidosos en el lodo, que esfuerza sus trancos meneados; las ruedas despiden filetes de agua negruzca o levantan bloques de barro pegajoso.

Cuando bajaron de la volanta, el silencio impuso a los chicos una admiración muda. Don Leandro los hizo sentar bajo el corredor de baldosas sonoras. Allí se estuvieron quietos.

Nubes macizas, chorreantes en su parte inferior sobre el fondo topacio del cielo. Un múltiple ajetreo de tordos en la gran morera que se deshoja. Oro de acacias y verde compacto del campo en que se nitidiza el vacaje esparcido. La noche flota en la impotencia visual acrecentada. Oro en nubes y reflejos, verde en el llano y aire a sorber en calma, con lentos ensanches del pecho degustador como un paladar.

¡Oh!, la sorpresa contemplativa del silencio. ¡Vivir, vivir en la grande alma serena de la tierra!

Como oscurecía temprano, don Leandro los hizo entrar, evitando travesearan, a un cuarto reservado para sus potreos. Había una mesa muy vieja, redonda, con una chapa de mármol sostenida por abultado pie, dividido abajo en cuatro patas de grifo. El mármol de diferentes colores, manchado fantásticamente, se prestaba a imaginar monstruos, cabezas o retratos. La madera de palo santo horadada por la polilla expedía un polvillo de olor húmedo.

La institutriz leyó fábulas. Raucho sentía la noche cercana y universal, la insignificancia del cuarto iluminado. Afuera: balidos lejanos, llamados de lechuzas de poste a poste, gritos rotos de teros, vigilancia de perros cuyos ladridos jalonan distancias en el desierto. Y se apelotonaba sobre sí mismo, contento de la luz como de una defensa eficaz, imaginando un mundo inmaterial de fantasmas, genios, apariciones, flotando entre la noche densa.

Al día siguiente Alberto y Raucho se levantaron al alba para recorrer la estancia.

Ni un soplo de aire; las hojas son quietas en vidriosa rigidez, el pasto es fuerte y el azul abovedado se cristaliza en inmóvil estereotipia.

La luz detenida no huye al empujón de ningún viento.

Raucho corre para entrar en el día.

Y siempre el silencio. El silencio que vive enormemente, sin la desesperación bullanguera del hombre transitorio.

¡Oh! ¡Vivir, vivir en la grande alma serena de la tierra!

Infancia

La estancia era un amontonamiento de poblaciones diversas y coherentes.

La casa, de paredes anchas, guardiana de sombras frescas en el verano y defensora de vientos silbadores en invierno, era una construcción rectangular cuyos corredores laterales se apoyaban en cuadrados pilastrones, petisos de esfuerzo. En el interior, cuatro piezas y un pasadizo central con mobiliario añejo de maderas pesadas como metales. Sobre los muros externos adivinábanse ladrillos, bajo el blanqueo a cal cuidado como una sábana.

A veinte metros hacia el Sur se alargaba el galpón, flanqueado por una serie de chiqueros para ovejas, y vecinos a éstos el corral, panzuda y negra superposición de bosta, en cuyas orillas algún chato crecimiento de verdolaga escapaba al pisoteo.

Después las dependencias: bañaderos, palenque, un alero de paja útil para las carneadas, estaqueadero de cueros...

El galpón, dividido a lo largo, contenía todo lo destinado al trabajo:

Primero era la cochera, oliente a cuero y grasa, con sus rodados descansando la lanza en ristre y sus guarniciones prolijamente colgadas.

Seguía la cocina de los peones, con gran fogón de campana bajo la cual podían asarse reses enteras, más una mesa acribillada de puntazos y tajos, flanqueada de largos bancos donde cabían treinta hombres. En un rincón, la leña lista a reventar contra las rodillas y sobre unas brasas, dejadas encendidas como por olvido, una pava costrosa de hollín, madre del mate, comadreando a los manotones intermitentes del fuego, con gargarismos de gorda remilgada.

A la cocina sucedíanse una hilera de cuartos, con catres emponchados y paredes engalanadas de bozales, lazos y prendas de ensillar.

Aquí una guitarra, significando nostalgias amorosas, allí un facón, descansando de los balanceos sufridos en días de lucimiento.

Luego estaban los pesebres de los padres: toros, padrillos, escapados entre miles para sus misiones copulativas, impacientes por el encierro, sobradas las energías lumbares, los hocicos prontos a erigirse al menor vaho de simpatías, emanadas por ahí lejos y que les trae el viento por las ventanillas que les recortan perspectivas de horizontes luminosos.

En el fondo del galpón, el altillo sobre un espacio reservado al esquileo del plantel y en el altillo, pilas de bolsas, maíz y afrecho para las mantenciones.

Sobre la puerta cochera, como un escudo nobiliario, el fierro, la marca si mejor se entiende, bandera del pequeño pueblo.

Constituían la base del monte los eucalyptus. Habíalos altos de tronco marfilino y hojas curvas como alfanjes, rizados y cascarudos, tiesos como mástiles vivos, anchos de copa y harapientos, blancos como brazos, pulidos y estriados de vetas multicolores como los mármoles, carbonizados y rugosos, transparentes como vidrios irisados, solitarios y vastos como ombúes.

Protegidos por los eucalyptus, mil variedades de árboles se agrupaban compactos o se enfilaban como un principio de desbande. Otras veces era la simetría de un ejército en marcha, exactas las filas, arreadas en un mismo sentido por el viento; y el conjunto iba por la loma abajo, hacia el río orilleado de sauces, poetastros melenudos que lloraban inactivos la asonancia de sus follajes desparejos.

Allí también estaban los ceibos, que en primavera tienen bocas de carmín y cuyos troncos viejos, adicionados, fofos, fueran peligrosos para el Quijote que quisiera besar aquellos labios.

Aprovechando los claros solitarios, triangulares cedros cuyos miembros verde-oscuro doblan bajo el propio peso de su sangre y que conservan, malgrado los años, el poder simbólico que revistieron en noches feéricas de navidad.

Al Sur de las casas, un cuadro de paraísos, criollos viejos, fundadores de la estancia, compañeros de higueras dentro de un cerco de cinacina.

Y después álamos, espinillos troncudos cuya copa es neblina, talas crecidos con mala voluntad en torceduras forzadas, acacias, ligustros, aguaribás que extrañan climas tórridos, tipas y toda una mezcla de plantas importadas o naturales.

El suelo multicolor se ablandaba de hojarasca y en las abras, el pelambre chuceador del pasto fuerte pululaba de cuises.

Las noches claras, cuando la luna tras los largos álamos caía como enredada en las ramas, la llama nula de los cipreses simulaba peregrinaciones de ensotanados en negros éxtasis.

El personal formaba una especie de familia, con sus costumbres y hasta sus dichos lugareños.

Había gente que pertenecía al campo, con tenacidad de abrojo; entre éstos los puesteros, vascos con majadas al tercio y también peones de hacienda, que con el tiempo habían hecho su posición de capataces de tal o cual potrero, satisfechos en sus ranchos, con familia constituida, hijos nacidos en el campo y tropilla juntada en derredor a la femenina hermandad de la madrina.

El personal volante abarcaba domadores, agregados en tiempo de hierra o esquiladores, que traían, según las estaciones, un aumento de actividad y las escenas típicas de cada trabajo; podían sumarse a éstos, alambradores, albañiles, carpinteros y mecánicos.

Víctor Taboada, el capataz de haciendas en total, era un rudo ejemplar de gaucho. Bajo de talla, tez de quebracho, pecho erguido hacia el esfuerzo de continuas proezas corporales, piernas ligeramente zambas de atenazarse contra los bastos, manos recogidas en la costumbre de vencer tirones, palmas retobadas de callosidades insensibles; una vista de cóndor para divisar, una rapidez sólo comparable a la del gallo reñido, para esquivar un manotón de potro, cuerpear una patada o atajar las malicias del visteo y de un espíritu instantáneo para imaginar tretas o artimañas.

Tenía cuarenta años de servicio en el establecimiento. Había sido compañero de don Leandro en sus travesuras infantiles y éste solía recordar las apuestas que hacían, él con su escopeta, Víctor con su arreador, a cuál traía más batitús a la cocina. Cada uno tenía sus días. De hombre ensayó todo oficio de campo; sus fuerzas e instintos le hicieron capaz de sobreponer las dificultades más rebeldes. El lazo era un lujo de su brazo y no tenía para él más secretos que una cinta de pelo para una china; los baguales se desfogaban bajo la mordedura de sus chuecas, sus boleadoras eran como latigazo en las patas de los avestruces; costaladas y rodadas lo encontraban clavado, como un buen tiro de taba y hasta decía mucha gente que era hombre de ciencia y sabía curar con palabras.

Don Víctor era, pues, a pesar de sus quehaceres matadores, un hombre sin quebraduras ni fatigas; ileso como si hubiera vivido en un sillón y, a pesar de su edad, insuperado en momentos de peligro.

Individuo sin lujos ni platerías, necesitando siempre un soguerío fuerte y durable, bastábase a sí mismo teniendo cuero a mano.

Era prudente y callado; solía reír sin ruido y, sabedor de las inseguridades en la vida, no avanzaba un juicio sin anteponer la duda. Cuando el cielo nublado dificultaba predicciones, don Leandro apelaba a Taboada:

—¿Y...? ¿Lloverá?

El capataz levantaba su vista, que se hubiera dicho apta a divisar un habitante de Marte, y apretando los labios en prueba de perplejidad, respondía:

—¡Hum!, el tiempo está pensativo.

Ramón Cisneros, domador estable, oponía a Víctor aspectos y modalidades diferentes, lo cual no impedía un cariñoso respeto por su capataz. Menudo, flaco, cortés como un hidalgo, reía incansable sus bromas sin nunca ofender. Siempre prolijo en sus sogas, su ropa, sus caballos, era como el chiche de la estancia.

Tenía, para los domingos, un chapeado chispeador de puro pulido y era para los demás un orgullo verlo partir en su oscuro, vestido de negro: chiripá de merino, blusa corta trepada por el cabo reluciente del cuchillo sobre el tirador bordado de mostacilla, bota fulgente, pañuelo floreado cayéndole en punta entre las paletas, chambergo repasado cuidadosamente por el antebrazo, con su barbijo ancho del cual goteaba una espesa borla.

Y no le iba en zaga el apero: los pasadores ensartaban luz en trechos seguidos, por bozales, riendas y cabestros; las copas del freno eran más blancas que patacones, la pontezuela relampagueaba en los escarceos, un cojinillo de felpa bordado con flores e iniciales decía la sumisión de alguna chinita querendona, la cincha de cuero, blanca como una alegría, se engalanaba de prolijos dibujos a tiento negro, y las espuelas, pendientes del talón, con sus alzaprimas y rodajas de plata, tenían más donaire que los puones de un gallo.

El pingo era una envidia: tusado en redondo, con un penacho hamacador como junco, bien desranillado, cola al garrón.

—Es una pintura —comentaban.

Y Ramón, paternal, no tenía reparos en decir su orgullo:

—No crea... se hase ver el escuro... y es asiadito p'andar.

Este flete de preferencia era lunar y crédito en su tropilla de moros, con madrina azuleja; animales todos parejos para el trabajo y tan dóciles en la boca, que los decían capaces de hacerse trompo sobre un pañuelo de señora.

Ése era en verdad el fuerte de Cisneros como domador; otros habría más jinetes, pero nadie en el pago le superaba en el arte de convertir un bagual en un pingo obediente casi a la palabra.

Don José Hernández, cargado de ochenta años nudosos y cuyo cutis, harto de soles viejos, semejaba un antifaz sobre la barba blanca, hablaba de cuando los campos eran abiertos. Era un documento de épocas fantásticas; épocas de libertades y de abusos, en la cual el hombre se había defendido como zorro de los perros, a fuerza de astucias y matrereos y donde los que caían bajo el puño de algún caudillo rufianesco sufrían epopeyas a lo Martín Fierro.

—Ése sí fue hombre jinete —contaba el mismo Taboada—, yo lo he visto largarse de la maroma sobre de cualquier bagual y hasta cambiarse en el entrevero.

El peonaje respetaba sus canas. Don Leandro lo dejaba ocuparse de lo que él quisiera: acarreo de pasto y leña, limpieza de patios y chiqueros, tareas menores impuestas por él mismo.

Amigo de los muchachos, solía enseñarles tiros de lazo, modos de volcar y por un cigarrillo armado hacía mudanzas de malambo más paisanas que un sobrepaso. Usaba camiseta a la antigua, con faldones de fuera, a cuadros blancos y negros, vincha sujetando el pelo rebelde y tupido aunque níveo, tirador con culero; ignoraba las medias, se hacía el sordo a los pedidos o comandos molestos y a las dos de la mañana lo encontraban, indefectiblemente, mateando al resplandor de las brasas.

Pablo Hernández (el manco) hijo del viejo, oficiaba de cocinero, entre dichos, puyas y risotadas. Su brazo izquierdo, inutilizado por una quebradura infantil, simulaba un espolón de tero. Era una colmena de chistes y hablaba con tanto requiebro, que no siempre se le entendía. A veces interrumpía trabajo y charla para cantar, tapándose una ventanilla de la nariz, un versito aprendido en corrales:

Qué barraca al Sur, qué barraca al Norte,
lo qui'a mí me gusta es bailar con corte.
 

Don Nicasio Cano, contemporáneo de Taboada, era personaje de pocos tratos dentro de su barba cuadrada. Cumplido como ninguno, tenía cierto orgullo severo que le hacía parecer mayor.

—Éste es un robo de algún patricio copetudo —alegaba don Leandro.

Nunca pidió cosa alguna; habíase conseguido con su sueldo de mensual comodidades especiales: tenía su banco, su plato, su jarro y sus manías toleradas por todos, como cosa natural en un hombre solapado sin brusquedades y la gente lo trataba de don, a pesar de no tener edad ni título para ello.

Poseía una tropilla criolla, de una estampa perdida en el avance victorioso del mestizo. Dijérase que en todo buscara lo más típico de su patria, para engalanarse de un blasón de raza.

Sabía todo principio de buen gaucho. Era un clásico en su estilo y reía de los patanes modernos, sin conocimiento ni conducta.

Taboada lo consultaba en casos dudosos y él decía sin falsos orgullos, ni modestias, su saber. Era así.

Sus caballos petisos, de clin ancha, incansables en el rodeo, no costalaban ni en jabón y mostraban su pericia cuando, con algún chorreado a la cincha, se revolvían en las ocho brazadas del lazo, esquivos al aspa y al mal tirón.

A los tipos más populares de la estancia, se agregaba un galopero español, José Rodríguez, enjuto de rostro, mascando una pipa inseparable, que parecía una excrecencia de su persona. Fantasmón de palabras breves y justas.

Marcos Vera usaba melena caída en rulo sobre el ojo, adorno que le prestaba un ladeo forzudo de toro gacho.

Julio Ramos había sido de los buenos, pero luego se volvió matón, tal vez porque sus hombros, al andar, tenían lentitud felina.

Veinte hombres más podrían describirse, sin contar los de paso.

Golpeados por el sol y los vientos, los chicos crecerían como plantas, desarrollando cualidades y mañas.

Cuatro varones y una mujer; el segundo, Raucho, poderosamente constituido, turbulento, debiendo el apodo a su manera atravesada de llamar los caranchos, animal de su predilección.

El pobre padre, aterrorizado por futuras desgracias, los rodeó de institutrices y niñeras, para compensarlos de una ausencia irreparable. Quería que todo para ellos fuera bondadoso, sabedor que de un día serían grandes, aptos a la voracidad del dolor. Había llegado a encarar la vida como un enemigo; luchando logró flotar en una nebulosa sentimental, que lo aislaba del recuerdo; un abandono, pues, significaría la orfandad de sus hijos, en cuyo afecto religioso se había creado una nueva razón de existir.

La institutriz alemana, pelirroja, blanca, familiar y suculenta como un embutido, les leía populares fábulas y cuentos de hadas.

Raucho era atento a los episodios fantásticos y le sugestionaban relatos de aparecidos, por el pavor contra el cual se erguía, ansioso de vencerlo en circunstancia real. Se hizo un mundo pueril de encarnaciones espirituales, dominadas por su personita invencible.

Como el padre, bromeando, le inventara alguna agresión, respondía:

—Entonces yo lo mato.

—¿Y si te pegan de atrás?

—Les meto un tiro.

—¿Cómo...? ¿si estás muerto?

—Es que yo no estoy muerto.

Y en efecto, esto le parecía una brujería imposible.

El monte servía a Raucho como campo de acción para mil fechorías y travesuras. Allí trepaba en busca de coloreados huevos le chimango, urraca, benteveos y picaflores; allí buscaba, entre los huecos de los troncos, comadrejas picazas para sacarlas de la cola, arrojándolas en las fauces de los perros, que abajo esperaban; allí corría, con sus hermanos, parodiando cacerías y peleas, hasta que las primeras oscuridades les hacían huir las sombras de los grandes álamos y la soledad de los caminos.

A veces dejaba sus juegos, abstraído por una nube disparadora, el relincho de un caballo o el griterío de alguien que repuntaba la majada.

Le preocupaban los árboles, que miraba como hombres queriendo adivinar sus significaciones.

A pesar de su vitalidad tenía momentos tranquilos; para entonces servíale la bondadosa cúpula del viejo ombú.

Sentado entre gruesas ramas, en un amplio sillón que le aislaba, cubríale de verde el follaje que decantaba su bienhechora frescura.

Confundía la realidad con sus quimeras, y muchas veces, un libro abierto sobre las rodillas, absorbido en fantásticas ilustraciones, se soñó el héroe de tal o cual historia y cayó en largos ensueños, que hacían de su alma una vibración etérea, lejana, muy lejana.

Así creíase capaz de las más intrincadas hazañas. No era un héroe sino el héroe, resumiendo sus facultades todas. Y su alma era noble y su brazo era fuerte.

Con tales atributos corría el mundo de su imaginación, dejando como un cometa su rastro luminoso, hecho de nobleza, coraje y generosidad.

Pero volviendo de ese estado de extravío, los ojos, con percepción exagerada, hurgaban un detalle de la página abierta. Entonces quedaba sin pensamiento, mirando con distraída insistencia la curva de una S, una rasgadura del papel o la sombra mal dada de una facción, que la hacía aparecer deforme.

Era como si despertara.

Empezaba a oscurecer. Un chisporroteo de pájaros aleteaba, gorjeando entre las hojas. Evaporábanse los colores en tenues brumas, volatilizando la tierra en vahos desparejos. A lo lejos un ladrido se aislaba y silenciaba la vida, como oprimida por el derrumbe negro del anochecer.

Un largo escalofrío estremecía a Raucho. Todo su valor se esfumaba en vago miedo sin causa, y tomando el libro que apretaba contra el pecho como si debiera guarecerlo de algún peligro, corría hacia las casas. Deteníase por trechos para mirar a su espalda. Sentía su respiración acelerada, los latidos fuertes de su corazón y volvíanse las piernas débiles, temblonas.

La primera luz, el primer rincón de la casa adivinado al través de los árboles, desvanecía su terror; podía salvar pronto la distancia y huir, ¿huir de qué?

Sin embargo, amenguaba su prisa, temiendo ser sorprendido por alguien del peonaje, cuyas bromas perspicaces y sin disimulo temía más que las propias alucinaciones.

Cerraba la puerta con el último escalofrío del que escapa, y corría, ya olvidado, a sentarse en las faldas de su padre, que le recibía entre sus brazos, como el llegar inesperado de una alegría.

El viejo le miraba con satisfacción.

—¿No tiene los pies húmedos?

—No, tatita.

—¡Bueno, a arreglarse y a comer!

Durante ese primer otoño las lluvias fueron frecuentes.

El cielo solía amanecer insulso, desconcertador e inopinadamente poníase a llover.

Las gotas se espaciaban en escasos golpes sobre el cinc del galpón.

Bajo el borde de las chapas laterales, filetes de agua deshilachábanse al viento. Los ponchos eran pesados y fuertes de color; todo lucía una brillantez de esmalte. Algo como un misterio de eclosión ensopaba el aire.

Así continuaba por muchos días. En el fogón la guitarra pegajosa, no distraía la única sensación del campo, oficiando su cópula de eternos renuevos.

Frente al corredor, don Leandro mandaba encender vistosas fogatas con hojas caídas y cascarones de eucalyptus para espantar los mosquitos, y los muchachos enmudecían en derredor, mirando ruborizarse las brasas.

El suelo quedaba obscuro y compacto después de los grandes aguaceros. Callejones, sendas, playas y avenidas lucían barriales lisos.

Había filigranas de puntos, acompasados por la araña peluda, que revienta bajo las suelas levantando las patas traseras, en amenaza de saltos que nunca llegan. Los pastos invernales crecían entre las baldosas viejas, sobre las paredes grietadas, en los caminos, como pelos en cráneos calvos.

Poco a poco la noche exprimía el perfume de las flores y la mansedumbre de una brisa arreaba sus olores al ras del suelo, como si con ellos quisiera narcotizar la tierra; resaltaba el fuego en la obscuridad creciente y era hora de retirarse, buscando abrigo, mientras la noche se apoderaba del mundo, como una gran idea macabra.

La majada significaba la hora íntima, en que el interior cobra semblanzas protectoras y las ovejas caían con blandura de copos sobre la negrura bonachona del corral.

Desde temprano ya, solían arrimarse hacia el encierro, esparciéndose por la playa. Entonces peleaban los carneros, chocando sus cabezas como yunques enfurecidos.

Eran arrugados merinos que retrocedían en amenaza, ladeando sus cabezas equilibradas de diablunos cuernos, enroscados sobre la oreja en espiral maciza. Embravecidos, satiriáticos, disparaban uno contra otro, se arqueaban en el último empuje de martillazo demoledor y el tope chasqueaba claro como un rebencazo.

Vino el invierno, y la tierra se inmovilizó en su crisálida de bruma. En las mañanas de lento despertar, los muchachos jugaban entre la escarcha, corriéndose con vidriosas placas en las manos.

Los días eran breves, el cielo parecía más cercano, los árboles perdían sus hojas, helándose de frío en sus desnudeces de ocre; eucalyptus, pinos y cedros, por excepción, conservaban su follaje, y el pasto desaparecía en parte sobre las lomas, bajo la dilatación de punzantes hojas de cardo.

Aves migraban lejanas; bandadas millonarias de torcazas sesgaban frío, con aletazos ceñidos al cuerpo, y de noche poblaban de plumas las ramas yermas.

El viejo solía cazar y traía a la mesa perdices, becasinas o patos, que degustaba con fruición, repartiendo a los pequeños una alita o una pata, para satisfacer sus curiosidades gastronómicas.

Pasó el invierno y la primavera pujó a borbotones sus soles, sus brotes, sus vientos, generosa de pubertades inquietantes, propulsora de salvias, sangres y vertientes y luces, con despilfarros pletóricos de creaciones vitales.

Vino el verano con sus soles de granito, con sus quemaduras, con sus secas, con sus plenitudes culminantes.

Y así había de ser por muchos ciclos evolutivos, sobre la vida pasiva de la estancia, dependiente de los soles, de las lluvias, de las heladas y de las secas.

Raucho, para mejor aprender la vida fuerte, se avió de las pilchas necesarias.

Sus primeras prendas fueron compradas, con aprobación de don Leandro, a unos cordobeses que anualmente pasaban por la estancia, con acopio de tejidos, matras, caronillas, cojinillos, sobrepuestos, algún soguerío, lazos y hasta ponchos.

Era un acontecimiento la llegada de estos personajes entre los paisanos.

Desfilaban uno a uno, hurgando las mercaderías como perros las osamentas; muchos preguntaban precios desconfiando engaños, otros compraban y los más se revolvían en torno al pilcherío, cruzando alguna lindeza en el decir con el mercader, amable sin obsequiosidades serviles.

Esos hombres venían de muy lejos, tenían el prestigio de los vagabundos y conocían gente amiga, de quienes daban noticias.

—¿Ubaldino Bargas?... sí, señor... me dijo que si venía po'acá les diera recuerdos a toditos...

—Pero, ¿dónde anda?... él siempre fue afeto a conoser pagos... ves pasada anduvo como tres años p'ol Azul...

—¡Ahá!... sí, señor... aura está en Junín en la estansia de un tal Robles... unas poblasiones grandes, señor... yo no había parao antes sino en el campo de don Avelino Argañarás, en un puesto de unos amigos... sí, pues.

—Stá güeno... ¿Y Ubaldino se ayará?... ¿no extraña la querensia?

—Está encargao de unas hasiendas, señor, y me dijo nomás que les diera recuerdos.

Otros preguntaban ingenuamente ¿no conocería a fulano, un mozo alto él, muy «echao p'atrás»? Y a veces el mercachifle errabundo daba noticias del que se creía perdido.

—No puede ser el mesmo —refutaba alguien después de las descripciones— si es moso entuavía.

—No sé desirle, señor... él sabe andar en unos lobunos marcaos del lao del laso... ves pasada estuve con él... me compró unas caroniias como ésa, señor. Y señalaba de un golpe con la lonja de su rebenque.

Los paisanos miraban distraídos las prendas desparramadas de la bolsa, como tripas de un animal abierto; pensaban en las vidas de sus compañeros, algunos perdidos, quizá muertos o llevando una vida ignota en horizontes desconocidos.

¿No sería hermoso irse, internados en viajes solitarios?

Un deseo de conocer tierra los abstraía, mientras manoseaban por décima vez los tejidos indios, venidos también de lejanías, violentos de color en combinaciones de grecas, ziszás, espirales y divinidades o simplemente de símbolos religiosos, estilizados por la fantasía de una raza salvaje, antes temida por sus malones.

—¿Cuánto pide como último precio?

Y volvían su pensamiento al lugar, enriqueciendo sus aperos con alguna joya más.

Raucho fue ese año su mejor cliente, y como don Leandro había mandado hacer carona, bastos, cincha, encimera y demás componentes, se encontró poseedor de un aperito completo, como todo buen gaucho.

Fue entonces cuando, puesto en contacto con la vida campera, desarrolló su pasión por las hazañas del peonaje, que hasta entonces no había visto sino de lejos, dado los excesivos cuidados del padre.

Don Leandro, a caballo el día entero, ordenaba al peonaje solícito. Los hijos le acompañaban, montados en petisos mandados amansar según sus tamaños.

Cada uno engalanaba su recadito con alguna prenda, regalo de cumpleaños, y usaban chambergo, que quebraban imitando a los gauchos de predilección.

La existencia, al parecer monótona, era varia, por los días nunca repetidos, llena de incidentes íntimos, como la llanura misma, al primer golpe de vista chata, pero diferenciada por guaycos, albardones, viscacheras, tacuruzales y mil sorpresas inesperadas.

Se levantaban al alba, queriendo ser madrugadores, como buenos criollos; madrugador era sinónimo de listo, pronto, avizor; dormilón lo era de pesado e inservible.

Al salir el sol corrían hacia la cocina de los peones, donde los encontraban tomando mate. Raucho chupaba a escondidas de la bombilla, temiendo lo sorprendiera el viejo y prefiriendo el cimarrón, pues disimulaba las morisquetas.

Ensillados los petisos, salían con el padre o con Nicasio, hombre alegre a pesar de su pecho enorme, enchapado por barba en abanico pobladísima, y que gustaba reír, bromeando con los chicos, que admiraban su fortaleza y sus chistes sagaces, no siempre comprendidos.

Contaba cuentos del tiempo «antigua» y despreciaba a todos los mocitos criados entre algodones, como los del presente.

Cajetillas —decía con desprecio.

Raucho, desconfiando ser incluido en aquel calificativo vejatorio, quería saber qué era un cajetilla; el paisano explicaba:

—Es un burro paquetito.

Cuando volvían del paseo tomaban un chocolate nutrido de galleta, los músculos endurecidos por el ejercicio, el alma fortificada en algún espectáculo enérgico. Hasta las doce, hora del almuerzo, seguían el andar. En las tardes de verano prohibíanles dejarse antes de las cuatro; la siesta era espetada como un rito, y si bien no dormían, estábanse en el corredor esperando la inclinación del sol.

Después del té iban al río con don Leandro, que les enseñaba a nadar. Era éste uno de los placeres preferidos, y siempre corto al deseo incansable de chapalear fresco.

Comían medio dormidos y caían al lecho pesados y blandos, como matras sudadas.

El mejor trenzador del pago, don Crisanto Núñez, había, por encargo de don Leandro, torcido unos lacitos para los niños. Eran una obra rara, de paciencia prolija, y Ramón Cisneros los cuidaba con respeto.

El viejo José Hernández les enseñó a manejarlos: primero fue hacer la armada, con la argolla a distancia justa, para equilibrar su peso; después agregar los rollos y rebolear sin enredos.

Ejercitaron el pulso en los palos de sobar lonjas, plantados cerca del alero de la cocina y que, por su aislamiento, podían servir a tal empleo. Lo difícil fue volcar. Era necesario para el peal, y se empeñaron hasta conseguir que la armada se abriera verticalmente.

Fue una pasión. Confiados en sus conocimientos, buscaron ocasiones de practicar, y las ovejas sufrieron esa nueva molestia.

A escondidas, por la mañana, Raucho arrastraba a su mayor hacia el corral. Las pobres bestias se hicieron matreras, y ni bien sentían aproximarse a sus verdugos, un viento de terror las amontonaba como espuma contra las orillas de los alambrados.

Raucho despreciaba con una especie de odio la imbecilidad de sus víctimas. No había modo de aislarlas sin que se precipitara un chorro continuo, imposibilitando el tiro; cuando se lograba cortar alguna, ésta se sentaba o saltaba, evitando la trampa, arisqueando ridículamente. Raucho, despechado hasta el furor, solía enlazarlas para castigar a puño tanta idiotez.

Pronto don Leandro conoció esta travesura, que hacía de su majada un conjunto de gamas.

Quedaron secuestrados los lazos, pero no fue esto un castigo, los penitenciados habiendo descubierto un nuevo pasatiempo.

Una horquilla clavada en tierra les servía para hacer puntería con un par de bolas avestruceras, robadas entre unos cojinillos de los peones.

La cosa concluyó mal.

Don Nicasio, desde la cocina, oyó alaridos de rabia y descubrió a los niños hechos ovillo en el suelo, a puñetazos y cachetadas.

Corrió a separarlos:

—¡Sosiéguense, pues!... ¡A ver, Rauchito, mire que viene el patrón!

Así era, el padre los miraba severo:

—¿Qué es lo que pasa?

En conclusión (malgrado la divergencia de los alegatos), Raucho había pedido a su hermano Alberto que corriese para bolearlo, y como éste permaneciera inmóvil, recibió en las costillas el choque del retobo.

Por esta causa perdieron hasta más adelante el derecho de esgrimir instrumentos en sus manos peligrosos.

Colegio

A los diez años, Raucho y Alberto entraban en el colegio.

Tenían ya una educación cuidada, hablaban francés y contestaban generalidades de historia, geografía y gramática.

Don Leandro les aconsejó tras breve adiós:

—Nunca se dejen poner la mano en la cara y estudien. Con instrucción y dignidad todo se logra.

Así cayó en la vida Raucho. El aprendizaje fue rápido. En la primera hora, dedicada más a los alumnos que al profesor, buscó cuál de sus compañeros podía ser su amigo, y con ingenuidad instintiva de hombre libre aún de preceptos morales, se inclinó al más fuerte y resuelto de la clase.

Estaba en sus observaciones de reojo cuando sintió un leve golpe en la cabeza. Un garbanzo rodó por el suelo. Empalideció. Dábase cuenta de que era el momento de dominar o ser dominado. Además, la primera ira ante una crueldad inútil le hizo buscar en su cerebro tupido de embestidas alguna venganza fabulosa.

Un segundo garbanzo le obligó a encoger el pescuezo, y su gesto de esquivar dobló la alegría de los titeadores. Miró hacia su espalda y vio cómo le despreciaban, con sonrisas de burla. Hizo con la mano una seña de amenaza y espió al agresor con resolución hecha.

El tercer garbanzo rebotó en su cabeza; no vio quién era, pero eligiendo al más alegre, le boleó la regla con puntería de cascoteador.

Dio en el blanco; la clase se alborotó como un tacurú pateado; el profesor tocó un timbre, entregando en manos de un celador a Raucho, que salió dispuesto a defender ante el director sus derechos.

Así fue como en el primer recreo entró el pequeño Galván a ser reconocido. Rodéaronle curiosos del incidente, dispuestos a explotar la combatividad del nuevo. Algunos grandes acudieron. Uno de ellos se dirigió al que antes había llamado la atención de Raucho en la clase.

—Me parece —dijo— que a éste no lo vas a mandar así no más, Chueco.

—¿Y para qué lo quiere mandar?

Otro tomó al designado por Chueco de los hombros y, apostándolo frente a Raucho, le invitó a que le «mojara la oreja».

El pequeño Galván, asustado por aquel barullo desconocido, retrocedía para evitar la afrenta.

Por fin, el Chueco lo provocó, satisfaciendo el deseo de los grandes.

Preparados al combate, se prometieron mutuamente hacerse desaparecer del mundo. El Chueco, más hábil, pegaba más golpes. Raucho, sólidamente afirmado en sus piernas, abiertas, daba menos, pero con más provecho.

Un celador los llevó a la rectoría con reproches que no oían. El Chueco se erguía como un gallo listo a cacarear y, la voz temblona por el esfuerzo reciente, dijo:

—Salimoh iguales.

Ambos rieron en un apretón de manos. Raucho había pagado su derecho de entrada.

El colegio era un edificio bajo, por cuya puerta desfilaban los alumnos desde las ocho de la mañana.

En el interior, tres patios consecutivos, idénticamente encerrados por aulas obscuras.

Más adentro, una especie de jardín, longitudinalmente acostado, y cuya espina dorsal era una parra, descortezada por los juegos.

Cada hora, diez minutos de recreo violento. Chicos y grandes se llevaban por delante y las peleas eran pan cotidiano, demasiado breve por intervención del celador. Algo como un remolino que espiraleaba fugazmente, para descentralizarse en desbande ruidoso de comentarios.

Los menores tenían siete años, los mayores veinte hasta veintitrés, y hacían grupo desdeñoso, aparte del jugar infantil. Conversaban de mujeres; eran provincianos ceñudos en su mayor parte y se respetaba su tranquilidad como la de un barril de pólvora.

Sobre la pared del fondo blanqueaba una cancha de pelota (pasatiempo favorito de los muchachos). Se jugaban partidos, quinielas; había a veces desafíos entre los buenos, y cuando el espíritu estaba de broma se hacía churria cuanta pelota caía en la cancha.

Todo alumno tenía derecho al juego; la conclusión de cada clase era marcada por dos toques de campanilla: el primero, para guardar en el pupitre los libros; el segundo para salir. Pero los muchachos se adelantaban, y era tal el apuro, que al primer toque tomaban una inclinación hacia afuera, imantados por el ansia de llegar primeros.

Había descarados que escapaban desoyendo las protestas del profesor. Otros se escondían en los excusados hasta la segunda campanada.

Cuando algún otario llegaba primero, se le sacaba a puntapiés; unos cuantos exigían imperiosamente la cesión, y el otario gritaba el nombre del más temido.

Así la cancha estaba en manos de los caudillejos, y los mejores jugadores eran elegidos por éstos. Para entrar en el clan no había más que tres medios: amistad, imposición por fuerza o audacia.

Existía un caudillo en cada clase y en el colegio uno común, a quien los menores trataban de imitar. Éste era el mejor peleador.

A estas celebridades del puño seguían en aprecio los bochincheros, audaces y graciosos, por quienes el guapo sacaba la cara y a quien entretenían éstos.

Del bando opuesto eran los ganchudos, preferidos por los profesores, por ser metódicos y estudiosos; los maricones chismosos y cuenteros, a quienes por sorna se les feminizaba el nombre, gratificándoles de chistes vejatorios. Cuanto se hiciera a expensas de estos personajes era festejado. Siguiendo una costumbre rutinaria, se les inventaba una maliciosa intimidad con algún profesor. Muchos de estos individuos tenían defensores como verdaderas mujeres, y el pegarles era considerado una cobardía.

El caudillo en jefe era Fabián Cáceres: espaldudo, de muñecas huesosas y hornallas dilatadas. Tenía por costumbre ponerse en la boca un lápiz, atravesado a guisa de freno; palmeábase las nalgas, caracoleando como caballo impaciente y haciendo ademán de ceder rienda, disparaba por el patio, pechando como en rodeo, dando en tierra con los que no se esquivaban a tiempo, riendo a geta floja.

Dábanle fama de muy jinete, y contaban que durante las vacaciones en su estancia de Entre Ríos, cuando cerdeaban yeguas, subíalas en pelo, armado de espuelas y buen talero, para vencerlas de un garrotazo entre las orejas, cuando se cansaba. ¿Sería exageración? Lo cierto es que su afición por el caballo era su única razón de ser.

El padre, poco contento con sus travesuras, concluyó por ponerlo pupilo.

Una tarde Cáceres se levantó a las dos, pretextando enfermedad; los alumnos estaban en clase, cuando del cuarto de baño salió un tropel de relinchos y golpes.

El director corrió a enterarse de aquello, pero no hubo abierto la puerta cuando Cáceres, desprovisto de toda ropa, dio a saltar por los patios, dándose palmadas en el anca izquierda, donde se había pintado con iodo la marca de su estancia. El director le daba caza, pretendiendo sujetarle con amenazas; pero él no oía, poseído por su papel.

Los demás alumnos, apiñados en las puertas, festejaban ruidosamente el espectáculo, y hasta los profesores, a pesar de sus importantes seriedades, acompañaban a escondidas el reír de sus discípulos.

Por fin, Cáceres, aumentando brincos y piruetas, apretando entre los labios crepitaciones chasqueantes, desapareció por la puerta de la cual había salido, y echó pasadores. Por mucho tiempo resonó su risa exagerada.

Los principales del colegio deliberaban. Imposible restablecer el orden en las clases.

El recreo fue una pueblada y los profesores, casi olvidados de Cáceres, retenían a empujones y penitencias a los muchachos. El hombre-potro, que espiaba por la cerradura, abrió repentinamente, cruzó el patio, esta vez vestido, y, simulando tendidas, echó a correr nuevamente. Un profesor que pretendió atajarlo quedó mostrando las suelas, y Cáceres desapareció por la puerta de salida.

Nunca más Raucho vio a su condiscípulo.

Para los rebeldes, la época de examen era la más divertida.

En la calle, donde los colegios se estacionaban en grupos distantes, comenzaba la algazara.

Las veredas se untaban en parte con cera. Algún audaz preparaba el golpe, empujando bajo cualquier pretexto al candidato desprevenido, que resbalando en la cera daba el espectáculo previsto. Una salva de risas era el comentario. Cuando el agredido se enojaba el travieso estaba lejos, y a las protestas iracundas los colegiales hacían coro de ladridos y cacareos, escarneciendo a su víctima, que, impotente, se resolvía a seguir camino.

Para esta prueba elegíanse sin asco personas cargadas. Si un turco tenía el mal intento de cruzar por allí, hacía triste negocio de baratijas.

Las vías del tranvía cubríanse de cebas, que reían agudamente, en toda la cuadra. Los mayorales detenían sus caballos y todo proyectil, incluso libros, era bueno para los colegiales con tal de espantar a los petisos, que no sabían cómo obedecer a golpes y tirones simultáneos.

Entrando, cambiaba el ambiente, y a pesar de las irreverencias juveniles, imponía silencio la pesadez del antiguo convento.

Pasábase primero el pórtico externo, siempre abierto; luego, sobre mano derecha, el portón de hierro forjado, que libraba paso a los alumnos, en comenzando a funcionar las primeras mesas; más adelante, la puerta cancel accedía a un largo corredor monacal, bajo de techo y con paredes anchas de dos metros, desvanecedoras de la algarabía callejera.

Las puertas internas, incrustadas en el muro, profundas tal covachas, daban a las aulas obscuras y silentes como prisiones.

Los examinadores, aburridos por la tarea inconcluible y embrutecedora, con inquisitorial inconsciencia, daban su veredicto tras breves preguntas. Algunos tenían aspecto siniestro, otros trataban de alegrar la obligación importuna con amenidades incomprendidas por la víctima, en su banquillo exhibitorio; pero todos estaban hartos de solemnidades, a pesar de prejuzgadas opiniones de utilidad.

Los curiosos comentaban desde la puerta:

—¡Ojalá pasemos hoy, la mesa está como nunca!; o se retiraban averiguando si no vendría tal o cual suplente, con cuya benevolencia contaban.

Raucho concluía sus exámenes, como un moño de corbata, impacientado por el deseo de salir. Haragán durante el año, su padre le tomaba en octubre profesores particulares, y sucedía así que llegaba a la prueba final mejor preparado que muchos de sus condiscípulos.

Don Leandro comenzaba una serie de viajes a la estancia para acomodar el veraneo. La casa se desmantelaba y parecía haber en todo un deseo de fuga, una espera que se llenaba de Impaciencia migratoria.

Llegado el día de partida, la conclusión de la tarea traía un alivio maravillador. La última valija acomodada en el compartimento cerraba el paréntesis de una vida artificiosa.

Una emoción fuerte hacía callar la turbulencia de Raucho; apoderábase de la ventanilla, abandonando el cuerpo a los sacudones acolchonados del vagón, y tenía, al primer asomo de campo, la ilusión de salir de preso.

Su alma se hacía infinita, libre de limitaciones ciudadanas que a cada persona daban derecho sólo a su parte, reduciendo el oído a los ruidos de su cuadra, la vista al encauzamiento de su calle. Aquí la posesión se extendía, y el gozar de los sonidos como de los paisajes era amplio hasta la capacidad de percepción.

El primer grito de arreo, oído de lejos a través de la limpieza extática de la atmósfera, le imponía cariño intenso.

Era un largo sueño tranquilo y penetrante. Don Leandro retardaba lo más posible la vuelta, porque necesitaba estar presente en la hierra y también por los muchachos, que fortificaban su desarrollo.

Al reentrar en el colegio, el pequeño Galván encontraba sus compañeros con placer. Dos o tres meses se pasaban en comentarios y crónicas de lo hecho. Venían templados por cuatro meses rudos.

No se entendían bien al principio con el encierro diario; pero poco a poco el interés de los monótonos incidentes volvía a captarlos.

Los profesores, por su parte, venían también mejor dispuestos, hasta que la eterna lucha con los innumerables revolucionarios les agriara el carácter.

Raucho siguió el ejemplo de los hombres-dioses.

Durante el año inventaba bromas que mantuvieran su popularidad y prestigio. Tenía peleas, de las cuales no siempre salía vencedor, pero sí con reforzada fama de coraje, y hacíase un deber de no aflojar, cosa que solía costarle caro.

Estrechó amistad con Julio Maza. Vivía éste a la vuelta de su casa y hacían a menudo juntos el camino de retorno.

Cuando tenían permiso iba Raucho a comer a lo de su amigo o Julio venía a su casa. Pretextos sobraban para volver a lo del visitante, y así corrían las calles hasta las diez y media u once de la noche.

Ocurriéseles ir a un café-concierto de la vecindad. Era un tugurio frecuentado por marineros y gente abigarrada de mal aspecto.

Pasaron varias veces delante, espiando por la puerta, de la cual salían intermitencias de música agrisonante. Lograron por momentos entrever un rincón del tablado: mujeres cantando semidesnudas o bailarinas con trajes luminosos.

Entraron. El ambiente azulado de humo se amontonaba de gritos y risotadas. Un vasto salón, poblado de mesas y sillas, hacía de platea; allí se consumía cerveza, grapas, cafés, ginebras o modestas limonadas. Alrededor, una franja de palcos pintarrajeados aparatosamente, a los cuales las artistas concurrían antes y después del número correspondiente. El revoque de las paredes laterales caía por pedazos.

Los novicios miraban la escena, sin atender más que a la camarera, de quien fueron pronto amigos. Era una vieja flaca, apodada la Paraguaya. Debió ser bonita y aceptaba siempre el convite, sirviéndose un anís que paladeaba estrepitosamente. Los muchachos la interrogaron acerca de las artistas y ella se comidió, mediante propina, a hacer llegar un mensaje a la que ellos quisieran.

Julio se había enamorado de un trío de hermanas italianas, que cantaban y bailaban heterogeneidades, y no sabía si preferir la juventud de la menor, la desvergüenza de la más grande o la boca de la mediana, más bonita que las otras. La escasa edad, la carne nueva, excitaba al público brutal y les tiraban besos, decían inmundicias, hacían gestos obscenos o aplaudían con palmas de palo.

Julio hizo sus averiguaciones y supo que el padre las traía y llevaba todas las noches, impidiendo les hablaran sus perseguidores.

La Paraguaya les aconsejó que no se metieran con esa gente.

—Es inútil; el viejo es más celoso que un marido.

Raucho se dedicaba a una chica de trece años, preciosa, de pelo corto, ondulado, y que bailaba sevillanas con gracia árabe.

Descubrió su domicilio, delante del cual pasaba con Julio volviendo del colegio. Ella lo saludaba y llegaron a cambiar breves palabras, pero Raucho no se atrevía a mucho, visto la presencia de la presunta madre, cuyo escándalo gritón temía.

Una tarde Emilia dejó caer un papelito:

«Te espero esta noche a la salida del teatro».

Raucho ansió el momento. Conseguido el permiso para comer en lo de Julio y traspuestas las trapisondas necesarias, fueron a las diez al café.

Mucho antes de la hora fijada aguardaban en la puerta de salida para artistas.

Emilia apareció con la madre. Iba llorando, mientras la vieja iracunda profería palabrotas contra el género humano. Raucho temió un paso en falso, relegando al mañana el esfuerzo penoso.

Al día siguiente Emilia no figuraba en el cartel. Los precoces calaveras preguntaron a la Paraguaya qué había sucedido, y les fue contada una intriga compleja, que no entendieron bien.

Pasó Raucho por casa de Emilia, y no viéndola esperó hasta las siete de la noche. Por fin, la chica salió e iba a cruzar al lado de él, sin verle o fingiendo así. Raucho se atrevió a musitar:

—¡Emilia!

Al reconocerle, ella lo tuteó sin ambages.

—¿Eres tú? Acompáñame hasta el almacén que compre aguardiente.

Luego le contó, con su vocecita gastada ya por las coplas, cómo el director la perseguía, concluyendo por pelearse con la madre.

—¿Comprendes tú? ¡Cuestión de precio!

La infamia que con tanto cinismo comentaba aquella criatura despertaba en Raucho una extraña piedad sensual.

—¿Y en qué quedó la cosa?

—¡En que mañana nos marchamos a la tierra y adiós toos!

Raucho, a quien así escapaba la chica suya de promesa, sintió un hondo acobardamiento.

—¿Es verdad —le preguntó— que anoche estabas dispuesta a ser mía?

—¿Y si no, por qué había de decírtelo?

Volvían. La calle estaba sola; en un hueco formado por dos edificios, Emilia atrajo a Raucho; mostrose éste audaz, y ayudado por la pericia viciosa de su amante, fueron carne de carne, fundidos en la brevedad de un minuto que es todo.

Desunieron sus bocas. Emilia dijo:

—Anda, corre pronto, que nos verá el civil. Dame —dijo luego, tendiendo sus labios, y te mordió hasta la sangre—. Acuérdate —agregó a manera de comentario, huyendo hacia su casa por cuya puerta desapareció sin voltearse.

Raucho tomó rumbo opuesto. Un pasante que debió verlos, díjole con secreta envidia:

—Lo felicito, amigo.

El chico lo miró con ojos blancos.

Una nueva preocupación encaminaba a Raucho hacia distintos rumbos. Las mujeres.

Conversaba de ellas con condiscípulos mayores que poseían interminables relatos de amoríos ciertos, exagerados o simplemente mentidos.

Instigábanle a que se hiciera compañero de sus parrandas por bajos ambientes de prostitución, y concluyó siendo como ellos querían.

Aunque desconfiando de su cortedad, fue familiarizándose con el ambiente. Las desnudeces eran incentivos demasiado violentos, para que unidos a su voluntad de ser desenvuelto, no vencieran sus timideces.

A la vuelta del colegio había una casa a la cual solían colarse, al concluir los estudios. Otras veces concertaban una rabona para pasar allí la tarde.

Al caer la noche, levantábanse las mujeres hinchadas de sueño y pálidas. Cruzaban el patio desgreñadas, repugnantes para quien no estuviera en las primeras curiosidades.

Llegaba el peinador. La patrona se sentaba en camisa, transparentándosele los senos, volcados sobre las costillas, como tabaqueras de buche, vacías, ostentando moretones bajo la piel viscosa.

Los sábados por la noche, la casa alcanzaba el pináculo de su gloria. Había un craso olor a fonda, sólo aguantable para los famélicos.

Los vahos humanos y perfumes mareantes, la calidez del aire abombado, repugnaban a los satisfechos como un dejo de carnes asadas y salsas fuertes. Se tenía prisa por sorber aire, como un vaso de buen agua, para amortiguar las sofocantes reminiscencias de un copioso engurgitamiento de manjares gruesos.

En el patio, como en la sala, los hombres, bestiales y ridículos, simulaban risas pastosamente imbéciles para disimular la apoplejía de sus urgencias burdas. Los más tímidos sudaban en silencio por los rincones.

La patrona gritaba los nombres de las mercaderías exigidas:

Se pedía a Luisa como un bife sanguinolento y tierno, a Sofía como un acre «canapé» de anchoa y caviar, a Carmen como un puchero grasoso a boca llena, a Clara como un empalagoso budín de dulce de leche, a Frida como un lácteo y familiar queso alegre, y pasaban las muchachas al llamado de la patrona, estorbándose en sus vaivenes, con caras alegres como si vivieran el ideal de las vidas, holgadas dentro de sus vestiduras transparentes, calzadas hasta medio muslo de lucidas medias y con caras expresivas de pintura.

No hubiera parecido extraño oír cantar números entre aquel ajetreo.

Las desnudeces equívocas así expuestas con impudicia incitaban la posesión como un ultraje.

Raucho no ponía mayor sensualidad en estas andanzas mujeriles. Era más bien una diversión a su amor propio de hombrecito.

Como sus calaveradas sucedían a la tarde, salvo los sábados, aplicábase en los estudios para evitar penitencias. Su vida de alumno fue también más tranquila, gracias al nuevo empleo de energías.

Al primer aletazo de tempranas golondrinas, dejaba de pensar en parrandas. Su vida nocturna, artificial, le parecía lejana. El gran deseo de vida libre, allá en la estancia, le aclaraba el alma con un renacer viril y puro.

Ese año sería el último del colegio. Raucho había decidido con su padre residir en la estancia. Un año trabajaría al lado del mayordomo, hasta interiorizarse lo suficiente, para poder encargarse del manejo, cobrando un interés.

La nueva perspectiva le alejó más aún de su vida actual; estudió sin entusiasmo y esperó el final del año, diciéndose que con buenos o malos resultados sería el último.

Llegados los exámenes se arrepintió de su haraganería.

Volvieron los momentos conocidos; el calor, la libertad del vagar callejero, como una amalgama natural de cosas inseparables.

Raucho olvidó sus cavilaciones, para jugar el rol suyo de audaz. Ostentó su ignorancia, prometió contestar disparates y creó el ambiente de expectativa que siempre, en momentos difíciles, había sentido a su alrededor.

Salía a las ocho de su casa, llevando libros para repasar, o leer por lo menos, antes de la prueba. Tomaba un tranvía de caballos, en el cual hojeaba los textos sin concentrar la atención.

Por el camino subían otros examinandos, y no se oía sino los eternos comentarios sobre las materias dadas y las por dar.

Incapaz de concentración, concluía por cerrar los textos. Todo lo circundante penetraba resbalosamente en él.

Los toques chillones de la corneta del mayoral compadre, que, la visera cacheteada como quepis de veterano, variaba serenatas en cada esquina; el estado atmosférico de husmo especial, lo soporificaban. Una danza nerviosa de caras sibilinas, coros de preguntas, fantasmagoría de letras impresas, frases retenidas de memoria, cifras, rayas blancas de tiza sobre el pizarrón, correteaba por su memoria aumentando la laxitud nerviosa.

La bajada en San Ignacio, el encuentro con amigos, las primeras preguntas y respuestas sobre las mesas formadas y su severidad o transigencia, poniéndolo frente a lo real, ahuyentaban su intranquilidad.

—Está formada la de historia y parece que vamos hoy.

Los resúmenes, minúsculamente escritos en papelillos enrollados, llenaban los bolsillos sujetados por gomas de cajas de fósforos, para poder ser leídos en el hueco de la mano.

Se contaban incidentes jocosos, contestaciones burdas y trampas para salir del paso en momentos de apuro.

Raucho reía de todas las farsas, deseoso de colaborar a la disciplina, espiando ocasiones para titear la solemnidad aburrida de aquella monotonía.

En aquel año se instituían los exámenes escritos.

A las diez llamaron para historia a la clase de Raucho.

Los alumnos se sentaron en silencio, mientras los profesores escribían temas en el pizarrón.

Cuando pasaron a cada uno su hoja correspondiente, Raucho leyó: «primer tema». No sabía palote.

A los veinte minutos entregó su composición. La mesa deliberó a puerta cerrada. Un celador salió a leer una lista, mientras los muchachos se precipitaban para oír las clasificaciones.

—¿Yo, Castro, qué nota tengo?

—Un momento, un momento. Y leyó en voz alta:

—Álvarez, 4; Lucero, 2; Sosa, aplazado; Castro, 3; Galván, reprobado.

Raucho tomó el corredor de salida.

Púsose a silbar insolentemente; un celador pretendió hacerlo callar; siguió impertérrito. Entonces el otro le tocó el brazo.

Raucho se volvió rápidamente.

—Si me quiere tocar, salga conmigo a la calle.

Tenía ganas de desquitarse. El celador levantó la voz y Raucho se escabulló para esperarlo.

—¿Y ahora por qué no grita?

Como el interpelado no supiera contestar, le dio un sopapo volteándole el sombrero.

—Vamos, vamos; recoge eso y despejá.

Y cuando el celador se agachaba para levantar el sombrero, diole un puntapié bien medido. Después caminó como si nada aconteciera.

Así ponía Raucho punto final a su vida de obediencias forzadas.

Trabajo

Cuando Raucho quedó trabajando en «El Esparto» era ya un hombre en posesión de todos sus vigores corporales. Libre de custodias paternas, que tantas veces había restringido la audacia de sus intentos, había de sacudir como una melena, ávida de vientos, su voluntad de proezas camperas.

Sería, más que un patrón, el compañero del gauchaje, y buscaría, como ellos, someter las dificultades más ásperas, sin temer peligros, tendido hacia el dominio absoluto sobre la bestia, el clima y las rudezas de una vida muscular.

Ya en las vacaciones, burlando vigilancias, había cambiado su caballo por el redomón del domador condescendiente. Ya había, aprovechando momentos de ausencia paterna, corrido avestruces en alguna boleada clandestina, por sobre vizcacheras y zanjas. Ya había, en tiempo de barro, cerrado vueltas rápidas, buscando la costalada para salir parado.

Pero aun no pudo desfogarse a sus anchas, de sol a sol, sin escondrijos, ni mentiras.

Su moral dominador, sediento de emplearse en las lindezas del macho, gustaba a los peones dispuestos a facilitarle toda travesura.

Raucho entraba en el juego azaroso del buscador de victorias.

El verano fue casi idéntico a los pasados durante las vacaciones, salvo la obligación diaria de asistir a los quehaceres, enterarse de los libros y dar órdenes, previa consulta con don Leandro.

Pasaron cuatro meses.

Fuéronse ese año más temprano los de la familia, pues Alberto entraba en la facultad para mediados de marzo. Quedaron vacías las casas.

La verdadera labor de estancia comenzaba. Don Leandro vendría a menudo, para vigilar de cerca los principios del novato. Raucho apuntó en el diario:

«Marzo 12 de 19... —recontado las haciendas del potrero viejo—. Faltan dos vacas y han parido 24. Ramón, Silverio, Nicasio y Gregorio han ido a traer 45 novillos, que se habían pasado a lo de Martínez. Esta tarde, a las 2.40, han salido el «breack» y el carro, llevando familia y equipaje».

Amarilleaba el monte, en lentas decadencias de savia.

Amansose el bochorno de las horas cenitales y pudieron los horneros encaramar sus nidos, como perillas, en los postes. Comenzó la calandria a decir su palabra, su verso, su enojo y su risa.

Arrugose, ceñuda de nubes, la profunda meditación del azur tranquilo.

Una tristeza grisácea acongojó la atmósfera. Cayó una gota. Otoño lloraba su lágrima primera.

Los llamados trabajos fueron lo de menos, por el alboroto, la alegría, el prurito de lucirse que excitaba a todos. En cambio, las recorridas y recuentos, sin exigencias de actividad ni inteligencia, entorpecían progresivamente.

El quince de abril, Raucho anotaba:

«Comprado hoy, para mi uso, tres caballos a Remulín Juárez, en cincuenta pesos. Esta mañana comenzamos a herrar los terneros del segundo plantel. Han venido a ayudar Félix y Julián».

Con la hierra, entraba el peonaje en uno de sus placeres favoritos.

El gran corral de palo a pique, erizado de puntas curvas, convertíase en un circo de azarosas pruebas.

Cinco o seis jinetes trabajaban de a caballo, buscando tiros lucidos. La hacienda se arrinconaba temerosa y la gente de a pie remolineaba, como una jauría de mastines, a la cola de los orejanos.

Una polvareda densa se alzaba en aquel movimiento, sombreando las caras de negras adherencias. El vocerío de los comentarios se confundía con los balidos lastimeros del terneraje, a quien solían seguir las madres, llorando un trote angustioso. Polvo y sonido ascendían en columna.

Arrastrados a lazo, los terneros venían hacia el medio. Allí, el pial certero los volcaba por sobre las paletas y las maneas empaquetaban sus patas. Cuando el lote era suficiente, voceaba el llamado «la marca», y las pequeñas bestias berreaban bajo el hierro, que en sus ancas fumaba con acre olor de cuero y pelo chamuscado; luego el cuchillo del capador y la señal, que les llevaba parte de la oreja.

Eso hubiera sido trabajo, a no mediar las incidencias inesperadas. Un redomón que aprende su oficio bellaqueando bajo la espuela. Un lazo que se corta con chicotazo capaz de voltear al jinete. Una vaca embravecida, que desparrama a los de a pie, refugiados tras los palos o las ancas de los caballos, que en caso de ataque sabrán defenderse bajo el manejo de las manos hábiles, prontos a evitar el tope y colocarse contra la paleta del vacuno, para pujarlo sin dejarle volver el aspa.

Otras veces un caballo empavorecido por el tumulto hacía caso omiso de la rienda, abalanzándose adelante, ciego de enervamiento; y el cabo del rebenque, único medio eficaz de manejar aquella catapulta loca, sonaba hueco contra las quijadas.

Y todo era risa, todo era borrachera de vigor, entre el clamoreo, bajo un blanco oscilamiento de gaviotas chillonas, que peleaban por los residuos de las capaduras revolcadas en el polvo como «milanesas».

Trabajo matador de sol a sol para quien no tuviera el hábito; sin embargo, el entusiasmo menguaba el cansancio y la gente largaba los lazos, para tirar de las colas o correr con las maneas, sin que un asomo de decadencia paralizara sus músculos.

El día insufla potencia. Las alpargatas resbalan un poco en el espeso polvo del camino, y viene traída a campanazos por el viento la barahúnda de mugidos, corridas y silbidos de un trabajo fuerte, allí en el corral.

Disposición corporal para hazañas hábiles. Se sienten los brazos hinchados de vigor, apta la cintura encorsetada de músculos, para vibrar en un esfuerzo eficaz, tendidos los pectorales protuberantes, fibrosas las piernas aglomeradas en haces resistentes.

Tomar el caballo de la crin, enredarse en un remolino esquivo y pulsar la grupa con rodillas calzadoras, es un pregusto de lucha contra las rapideces del flete, trompo en la rienda y balazo bajo la espuela.

Revísanse recado, lazo y riendas. Todo debe estar en mano, como prolongación natural de capacidades personales.

La coscoja rueda como un atambor de acero, el flete pasea plasmado de energías sobrantes.

Se llega.

Hay que hablar fuerte para ser oído.

Las voces expresan contentos, amenazas o protestas: el lazo se ciñó en las aspas con argollazo seco, un novillo hirsuto de porfía fue vuelto por pechazo bien aplicado en la paleta, la armada cayó impotente sobre el cogote de un «arisco p'al lazo». Gajes del oficio.

Tomar parte.

Un torcido para mejor seguridad de las manos. Hacer la armada, agregar un rollo y aguantar la broma que duda.

El novillo brinca, sacude el testuz y su lengua pende como un trapo que le ahoga. Está al lado de uno, resistiendo; va a arrancar y se revolea abierto, en espera del tiro.

Levantado sobre las patas traseras para tomar pique, sacudiendo con un balido de furia la potente cornadura que afirma el lazo, el animal parte con decisión bestial. Alto van las manos en saltos caprichosos. El vuelco debe ser amplio, para abrazar el movimiento. La armada hace su aureola con gemido aguzado por la velocidad del brazo. La distancia es buena. Va el impulso. La argolla repiquetea sobre la trenza dura; las manos del novillo caen en el círculo, que ciñéndose las clava unidas en tierra. El peso sigue su envión y cae por sobre su cabeza la bestia.

El tirón ha sido fuerte. Hubo que echarse atrás con cuerpo muerto, bien incrustado en la cadera, el puño aguantador. El lazo cedió como goma e hizo hundir las alpargatas, que amontonaron oleajes de tierra.

El elogio va de boca en boca como un eco. Se siente uno fuerte de victoria, y deseoso de recomenzar un tiro más difícil.

Y es el pial.

Enfriáronse los vientos; cayeron las hojas, como lágrimas de sol, en la tarde otoñal; endureciéronse los árboles, en dolorosos esqueletos; las lagunas se humedecieron, como ojos tristes de la inmensa pampa acongojada; solidificose la tierra en grietados escalofríos, pasmáronse los campos de heladas tajeantes.

Otoño moría, se achicharraba melancólico como un amor senil.

Cuando la familia dejaba amplia libertad a don Guillermo, el tenedor de libros, solían venir a visitarle algunos parientes; entre ellos dos sobrinas de su mujer, que alegraban la soledad de la estancia.

Eran dos morochas de ojos largos y párpados pesados. Una de quince, otra de trece. La mayor, ya formada, con una risa límpida y un cuerpo ágil, pronto fue amiga de Raucho.

Y ¿qué más decir?

Gustábale a ella descolgar nísperos, y un día muy claro, como el patroncito pasara, le ofreció sus frutas.

Entre los pastos, una víbora se retorcía hacia su cueva, riendo un discreto silbato de mofa.

Raucho poseía cuanto deseaba. Su vida era completa hasta rebosar; tenía las jornadas fuertes del hombre hecho para vencer, y una semblanza de hogar le esperaba, cuando volvía entre el rojo de la tarde, ritmando milongas o décimas por cifra, al galope de su caballo, fiel y eficaz compañero de lucha.

Carmencita le adoraba como a un ídolo, como a un ser superior sin fallas, con una voraz tenacidad infantil. Eso era su felicidad y sería la causa de su cansancio.

La vida así plena, le sugeriría visiones de goces ausentes.

Al campanillazo penetrante del despertador, Raucho se incorporó como quien se ha dormido sobre aviso y teme dejarse vencer por el sueño.

Por la ventana abierta de par en par despuntaba un indeciso claror. Encendió la vela, manoteó la ropa preparada por la noche y a ciegas enfiló bombachas, botas, camiseta y blusa. Prendiose el tirador, agarró pañuelo y chambergo y salió afuera, a meter la cabeza bajo la canilla de una bebida cercana, para desembrutecerse.

Inciertamente, divisó hacia el palenque tres peones, alejándose campo afuera.

Entró a la cocina a chupar una yunta de mates. No quedaba sino el capataz; los otros habían salido y tenían que apurarse, decía Taboada, si querían concluir para la hora de la comida.

Los zorzales se contestan por el monte, el milagro de la luz se va haciendo a tientas entre la oscuridad. Raucho se enhorqueta con placer, en el recado cómodo y familiar a sus piernas.

Y es el silencio mayor de la madrugada. Nunca la tarde le iguala en quietud y la potencia invencible del día ascendente simboliza toda fuerza, todo nacimiento, toda elevación.

Cruzaron un potrero, tomaron el pequeño callejón vecinal a la derecha. Empezábanse a oír los balidos del ganado y la alarida de los recogedores.

La mañana amarilleaba; sobre el Este, nubes quietas, desparramadas simétricamente en velloncitos macizos, se empapaban en brillantes cadmios.

Divisaron la hacienda, remolineando, apurada por veinte paisanos, que clamoreaban al unísono de las bestias. Los novillos atrasados sufrían la sabandija de muchachos y mastines.

De otra parte cayó una punta numerosa.

Evidenciose el palo del rodeo, haciendo centro en la gran circunferencia desnuda del horizonte, y el vacaje se tranquilizó, como en un encierro, en aquel círculo de tierra pelada, que hacía un medallón árido sobre el potrero pastoso.

Los atajadores emparejaban la hacienda arisca, ansiosa de puntear hacia la libertad.

Vacas y terneros separados por el tumulto, balaban sus llantos largos, y los toros de andar respetable, mugían ancho y bajo, con rezongo de contenido enojo. Eran, por lo general, brutos de peligroso arranque e imponían respetos distanciados, con sus cornamentas agudas y abiertas hacia ambos lados de sus frentes, enruladas de porfía obtusa.

Las madrinas, maneadas a breve distancia, se inmovilizaban como mojones, acaparando la obediencia de sus doce o dieciocho adoptivos de un pelo.

Entraron las yuntas a apartar: Ramón con Silverio, Nicasio con Vera, Raucho con Taboada; cada uno confiado en su pingo, con lazo en el anca, espuelas de rodaja tintineante y afilada la vista para la elección de las reses.

El señuelo de ocho palomos se juntaba orilleando al mandato de «juera güey», y reunidos a una cuadra del rodeo, bajo la custodia de un veterano bien montado, dejaban como filósofos pensar sus ojos vítreos.

Y colocada así cada cosa en su puesto, comenzaba el trabajo de rudas corridas para el aparte.

Concluida la tarea, llevose al corral la tropa, mientras la hacienda calma se desparrama pastando.

La gran masa de colores variados se agitó en corrientes encontradas, amenazando romper el corral de gauchos, que se desgañitaban y alzaban el ponchaje para encauzar el movimiento hacia el rumbo querido, pero que parecían impotentes ante la avalancha ruidosa de balidos, aspas que chocan y pezuñas sonoras. Entonces, a su vez excitados, los hombres largaban sus pequeños y peludos caballos, como arietes, contra la masa ondeante, se entreveraban de aspa, hacían claros a pecho, rebencazo y grito.

Así se cortaban los animales chúcaros, y los que rodeaban salían a volverlos, paleteando a todo correr, haciendo crepitar los cardos en pedazos y volar las alcachofas.

La gente, afanada, concluyó por encauzar la hacienda; los más ligeros puntearon como un charco que se desagota, el remolino se deshilachó a todo correr, alargándose por el campo en dirección impuesta.

Llegados al corral, y puerteando los primeros, todos se agolpaban empujándose, a riesgo de descaderarse contra los principales.

Allí quedaría la tropa, mientras la gente consignada para el arreo concluyera sus preparativos de viaje.

Esa misma tarde salieron para el saladero cuatrocientas cabezas, arreadas por capataz y cinco peones.

¡Qué largas, qué largas se hicieron aquellas noches de junio! La luz calcárea de la lámpara, de mecha incandescente, concluía por hacer sufrir los ojos, como si los oprimieran las órbitas.

En el comedor de don Guillermo, irlandés risueño y rojo como un pelón, jugaban al tute con Taboada, hartos ya de las cartas, que empezaban a conocer por el lomo, tanto estaban manchadas, tuertas o despuntadas. Señalaban con garbanzos los puntos sobre el hule frío de la mesa. La luz dábales un ceño de esfuerzo y el calor les abotagaba las frentes, en tanto los pies, helados, crujían húmedos dentro de la bota, cuando los encogían para sentirlos.

Las manos se encendían dolorosas en la vecindad de la lámpara, y pasada una hora, dejaban el naipe para conversar alegremente, unidos por la monotonía solitaria del pequeño aposento, desguarnecido y blanco.

Septiembre. ¡Septiembre!, canta la estación del brote. El amanecer abre sus brazos vírgenes hacia ambos lados de sus pechos fecundos. Pubertad. Futuro aún indefinido. Las rápidas tormentas se rasgan como viejas gazas, bajo la seda azul que crece intensa de conquista monocroma.

El campo se estremece de sol.

La vida zumba en el planeta fecundo.

Primavera ríe, con el perfumado amor de mil bocas floridas.

El picoteo sonoro de las tijeras, los balidos ahogados, las exclamaciones chuscas, llenan de movimiento el aire grasoso del galpón de esquila.

Los vellones se desprenden a tajos, enrulados en olas fofas alrededor de la oveja, cuya desnudez ridícula va despuntando del amontonado blanco.

El sudor cae de las frentes agachadas y venudas, barrido impacientemente por el revés de una mano abotagada de trabajo. El gesto es aprovechado para refrescar, con un salivazo, las hojas aceitosas de las tijeras.

Raucho se detuvo frente al Zurdo, el más rápido entre todos y que alcanzaba sus ciento quince latas.

—¿Y?... ¿Qué tal?

El Zurdo se enderezaba pesadamente, los brazos abiertos como calandria asoleada.

—Medio pasmao el cuerpo, señor.

—¿Entonces, pa qué se apura?

—Pa ver si me agenceo un saquito partido, ansina como el suyo.

—Bonito va a quedar.

—Eso mesmo digo yo.

Con muñequeo rápido, sacó la manea (una tira de arpillera), levantó de un puntapié en el anca a la oveja, que sacudió unos restos de lana, baló estúpidamente, lengüeteó con mueca de desagrado y echó inexplicablemente a saltar por entre la gente, volcando un tarro de alquitrán, para curar los tajos, que con sorna llamaban casualidades.

Allá va, cola y orejas flojas, a mixturarse entre las que pacen frescas en sus recientes desnudeces.

Raucho cruza algunas bromas con el Zurdo. El agarrador se dirige, con una maneíta entre los dedos, a elegir de la chiquerada alguna de buena lana y fácil de esquilar por su gordura.

Así sería mañana, así fue ayer, en la consecuencia de un trabajo pesado.

Diciembre. Los campos cambian color; cae el verde en los opacos amarillos y lilas desteñidos de pastizales que semillan. Del trébol no quedan sino los dentados y pegajosos disquitos de la carretilla. El alfilerillo, la cebadilla, la avena guacha estiran sus cogotes cargados.

Las cabezas de las haciendas desaparecen en los yuyales altos.

Domina en tirano absoluto el sol, eterno parroquiano del día, siempre nuevo y siempre día, que arroja a tierra una moneda de su ígnea fortuna ingastable.

En el «breack», mohoso de polvo asimilado en los caminos envejecidos de arrugas, viene la familia.

Don Leandro nada dice a Raucho, pero cuando el muchacho aindiado de vida robusta trabaja, el viejo se alegra con una maternal sonrisa, bajo las canas del bigote.

Fue una mañana triste en la estancia. Por el Oeste apareció una larga nube horizontal. Raucho no quería creer.

—Es langosta, le había dicho Taboada.

Se preveían dos meses de combate estéril, contra la invasión innumerable.

El monte quedaría despojado como en invierno; los pastos talados a raíz reproducirían para el ganado los sufrimientos de una seca.

Por todas partes el olor acre-grasoso mantendría una náusea cotidiana. Agua, huevos, pollos, todo se empaparía del hedor penetrante y las haciendas mismas sufrirían asco.

La manga avanzaba. Ya, como un anuncio, pasaron disueltas en vanguardia las primeras. El peonaje miraba recalcando sus opiniones, con frases sarcásticas.

—Y son pocas, son —dijo uno, mientras don Segundo opinaba:

—Grasias a Dios, este año no nos vamoh'a quejar por falta e langosta.

Aquella infinidad de bichos proyectaba sobre el campo una sombra movediza, como las nubes bajas. Era una capa compacta con movimientos de malla flexible.

—¿Se asentará? ¿Seguirá viaje?... era la interrogación ansiosa que don Leandro formulaba.

Y prepararon la defensa, la ridícula e insuficiente defensa, adoptada por hacer algo y no cruzar los brazos en una inercia desoladora. La lucha algo aportaba de esperanza.

Aparecieron latas vacías de «kerosene» en abundancia; unos a caballo, otros a pie, golpeando como un tambor la bullanguería atronadora del metal, el peonaje se desparramó por el monte, con gritos de arreo y corridas.

Así fue todo el día. Se almorzó apenas, pues era cuestión de no aflojar, para que lograsen los esfuerzos.

La manga remolineó indecisa; unas iban, otras volvían, sin adoptar rumbos definitivos. A la tarde pusiéronse pesadas. El incesante crepitar de alas aflojaba, y comenzaron a caer, entre el sol rojizo del anochecer, como roturas de mica vibrante, a veces encendidas por un reflejo.

Raucho durmió apurado por llegar al día siguiente. Soñó invasiones fantásticas de aves blancas, balanceándose en aleteos pesados. La tierra toda se convertía en ondulaciones de vida incompleta.

Cuando amaneció, los árboles se doblaban al peso de una nevada de escamas metálicas.

Entonces Raucho sintió una tristeza de agonía.

No había nada que hacer, hasta que calentara el sol, y el monte se aureoleara de pequeñas fugas luminosas.

Era inútil. Vagaron lentas. El instinto de reproducción las inhibía para grandes vuelos. Volaron como dormidas y comenzaron a buscar, en grupos, los caminos, las playas y los corrales.

—¡Ya no se levantan! —decían los conocedores.

Raucho se entretuvo en entrar por las mangas, haciendo silbar sobre su cabeza una rama. Y la rama se volvía pesada de barajar en principio de vuelo centenares de insectos.

No se podía galopar por el campo. Los caballos sacudían la cabeza, asustados por los papirotazos enceguecedores, y había que cerrar los ojos si se quería evitar la quemadura de un derrame.

Un espectáculo inmundo. El bicho universalmente acosado de instinto copulativo. Y eso por leguas y leguas de la zona invadida, como fatalidad natural.

Los machos, más pequeños y metálicos, buscan el camino limpio, agitados por bruscos sobresaltos de sus patas traseras.

A veces una montonera rueda, hacinada por una obtusa impulsión sexual; tres o cuatro machos se disputaban la hembra pasiva, uno vence.

Los extremos inferiores se buscan como dos pulpos, se atacan boca a boca, las bocas se abrochan como dos piezas de máquina hechas para calzar una en otra. El macho agita sus antenas en círculos alternados, sobre los ojos compuestos, estúpidamente inmóviles de la hembra, y a veces sus alas hierven en pequeños gritos de roturas cristalinas.

Así van a quedar por días enteros, caminando monótonamente, absorbidos por su quehacer, buscando el sol en el deslinde de las sombras, que la tarde estira al ras del suelo. Y por todas partes será, en inconcluibles extensiones lisas, el canto de las alas, crepitando sus micas turbias, y la locura de las antenas giratorias, que sugestionan los grandes ojos femeninos desnudos de párpados.

Es, en la quietud aparente de las áridas inmensidades térreas, iluminadas de escamas en ebullición, el más universal espectáculo de esclavitud reproductiva.

Hastío

Raucho no sabía del libro sino los fastidios estudiantiles. Las novelas leídas eran pasatiempo de ferrocarril o conciliasueño; cuanto más, afeccionó los Tres mosqueteros, y no creía que se pudiera leer sino por aburrimiento.

Aburrimiento fue lo que en las noches solitarias le empujó hacia una pequeña biblioteca de volúmenes encuadernados. Leyó al azar y sin interés; algunas obras le mantuvieron desvelado hasta la tarde; vagaba inconscientemente en países imaginados o reales, pero lejanos. Eran ciudades muertas, que vivían bajo el esfuerzo de su imaginación; civilizaciones modernas de las grandes capitales. Así se familiarizó con costumbres y morales diferentes, persiguiendo los hilvanes de una intriga. La vela temblaba, haciendo bailotear un entrevero de letras, y Raucho arrancaba íntegro el pábilo, por evitar aquel titilamiento de sombras y líneas. Entonces, rabioso, dormía renegando de libros y pensando en el trabajo matinal del día siguiente.

Sin embargo, al andar del tiempo, había de convertirse en lector empeñoso. No se interesó en literatura alguna en el comienzo, sino que buscó la vida de las pasiones, respondiendo a ellas con ingenuidad de lector novicio, viviendo la vida de sus protagonistas.

Un gran agujero se abría en su vida y cavó en él, sin preguntarse si iba a una luz o a un precipicio.

Sus días habituales comenzaron a pesarle como un invariable horizonte. Sus ojos se abrieron hacia Lorrain, Maupassant, Verlaine, cantores y contadores de la vida parisiense, en su genuino perfume femenino de aventuras, vicios y anhelos.

Hizo suyos todos los extravíos, creyéndose constituido para aquella vida, que le parecía hecha de potencias vitales.

Empezó a conocer París como si hubiera vivido en él.

Fueron más frecuentes sus venidas a Buenos Aires. Pretextos siempre encontró.

Como los libros, las mujeres francesas con quienes solía acoplarse en la ciudad le hablaban de París. Los amigos se lo ponderaban como un sueño de placeres escalonados.

Se hizo trasnochador. Fue su vicio ineludible. Trasnochó primero por el ingenuo placer de las farras nocturnas, luego por inercia.

Ya divertirse no era el asunto; trasnochaba en cualquier parte: en un café, en los prostíbulos, en su cuarto con algún compañero, de mil modos y en mil diferentes partes.

Se radicó en la ciudad. No iba sino obligado a la estancia y pasaba su tiempo en bailes, teatros y otros lugares frecuentados por mujeres independientes. Tomaba el té, a la tarde, en una amplia terraza, que dominaba en parte la ciudad. Allí miraba las modistitas y dependientes de tienda, con actitudes de favorecido.

Una orquesta chillaba a lo tzigano.

A lo lejos, veíase el río arcilloso franjear el horizonte.

Más cerca, vista de arriba, se amontonaba la ciudad-casillero, innumerablemente desolada en su repetición de muros, callados sobre millones de sufrimientos, subdivididos por paredes verticales.

Allí, un bando de cuadriláteros claros, que avanza en el río lodoso. Allá cúpulas de mosaico: esferas lúcidas, rematadas por cruces de forjado hierro.

Equitativamente repartidos, para respiraderos de la población, algunos parches de naturaleza: las plazas públicas.

Un humo brumoso flota, tal un desesperante pensamiento, siempre renovado, malgrado el manotón purificador del viento.

Y en la terraza, la lamentable voluntad de alegría, acompasada por la orquesta, cuyo clamor inútil muere en el gran aire, ensopado por los humos laboriosos de las chimeneas.

Y las torres antiestéticas, que tienden a elevarse, con la pretensión de un puercoespín, queriendo enganchar nubes en sus púas.

No saboreaba lo que tenía entre manos, pensando que en otras partes sería mejor; se sentía provinciano y ridículo, perdiendo el tiempo en monear la vida de Europa, donde podría estar gozando esa juventud que se iba tan pronto, al decir de los hombres maduros.

Raucho quería vivir a todo trance, atiborrarse de sensaciones hasta saciedad, antes de pasar sus mejores años en la atonía.

Al fin fue recibido de socio en el Jockey-Club.

Era un título.

Cambió sus amistades; sus días eran otros, sobre todo sus noches de clubman, que le dieron un tono de prematuro hastiado. La vida cómoda e insulsa lo dominó, y juzgaba todo lo externo sentado en el habitual sillón de cuero marroquí, sin molestia física, inerme de pensamiento, como un morfinómano que persigue curvas y quebradas de visión.

Iba a la tarde mal despierto. El ascensorista, sin preguntas, deteníase en el primer piso y Raucho se ejecutaba maquinalmente, hasta desembocar en la sala de billares.

Allí tenía su actitud indicada, «chico calavera». Hablaba de su última orgía, de su querida actual. A las seis sorbía copetines y su estado se hacía nítido. Encontraba mejor las frases, los gestos. Ocurrente y cínico fingido, lograba fácilmente la sonrisa aprobadora de los otros.

El vocerío, la atmósfera ondulante de humo, el estallido marfilino de las bolas, el comentario reído en chistes estrepitosos, le hundía contemplativamente en el milagro ascendente del alcohol.

A las nueve subía al comedor; las luces le envolvían; flotaban a su alrededor los reflejos de las mesas blancas, más que los pesados lustros, colgantes racimos de luz.

Se acomodaba en el sillón; pregustando su comida parsimoniosa; dejaba jugar en sus ojos el reflejo transparente de algún borgoña granate. Sorbía los tragos lentamente y deglutía espirando, por las fosas nasales, su evaporación.

Un latido débil pulsaba su sangre en intervalos generosos. La luz se suavizaba, la orquesta lejana le acolchonaba los nervios de una modorra lasciva.

Una «Fine», calentada al través de su copa panzuda, con palma febril, le amplificaba el cráneo de musical vibración latiente.

A las diez de la noche levantábase de la mesa, azuleando el pecho con la humareda de un puro.

Iba al Royal, donde tenía palco permanente; a veces al Casino, a saborear la tortura de los que se envilecen por necesidades vitales.

Allí concluía de embrutecerse. La bebida, disfrazando mezquindades, orificaba miserias; las hembras se imaginaban bellas, bajo las telas pretensiosas y coloreadas, que ofuscaban los ojos. Los excesos chirreantes de la orquesta se algodonaban en sus oídos, ensordecidos por un zumbido persistente. El sensualismo hilvanaba fantasmagorías mágicas; la carne yacía inerte, en propia contemplación.

A la salida se hacían los programas con mujeres, y así la sensibilidad, satisfecha tras largas e irritantes promesas, derrotaba al músculo en sombríos derrumbes de sueños.

Cuando no había mejor, volvían al club para eternizarse en trasnochadas de abulia.

No estaba pendiente ya del lugar en que desperdiciar sus horas de descanso y teniendo un asilo seguro, del cual ningún patrón le echaría; tuvo también compañeros invariables hasta los amaneceres.

Esto uniformaba las partes y el conjunto; sus noches serían ya sabidas de antemano; no tendría esfuerzo que hacer para dejarse vencer por la pereza, y se abandonaría inerte, incapaz de hacer el primer gesto para irse a acostar. Dentro de esa monotonía, ¡oh, ideal de trasnochador!, departiría con los mismos e inmutables amigos, ornato monótono del conjunto monótono.

Había elegido para compañeros de velada un grupo de vagos, que se reunía en una salita tapizada de rojo, en cuyos muebles se desparramaban, adoptando posturas extravagantes, cambiadas de vez en cuando con la molicie de quien busca acomodo en el lecho.

Raucho se había adueñado de un sofá, y una vez en él se inmovilizaba hasta que la mañana mezclara su primera luz a la artificial del saloncito.

Tenía al frente un cuadro, cuyos detalles reveía, aunque ya estuviesen sus ojos impregnados de él.

Una charla lenta vagaba entre el peso del humo, que llenaba el ambiente, y a veces callaban largos intervalos, no teniendo qué decirse, incapacitados para mantener una conversación cortés e inútil.

En esa nueva vida, Carmencita pasó a ser una simple aventura de baja clase, y Raucho la olvidó pronto, en su flamante flirteo con una dama misteriosa, encontrada en un «Tea Room» a la moda.

Seis meses. La aventura había durado ese tiempo, que aparecía fabuloso. ¡Seis meses!

Olvidando que estaba a su lado por última vez, indiferente, sin pensamiento de tristeza por la separación eterna, Raucho repetía las dos palabras, imaginándolas escritas en grandes letras, sobre portales, balcones y vidrieras, ora en caracteres dorados y rígidos, ora en letras blancas y fantásticas, o en forma cualquiera, como una visión que con sus ojos se posara en cuanto lugar miraba.

Quiso sacudir su torpeza.

Algo tenía que decir y sentía en ella el mismo deseo de dar un carácter cualquiera a aquella separación, que amenazaba seguir en la misma indiferencia. Era demasiado tonto.

El coche, sin miramientos, acortaba el tiempo, y una incomodidad, la misma, crecía secretamente en ambos.

Tentó ella una frase:

—¿Me escribirás durante estos tres meses?

Dejó Raucho caer el monosílabo obligatorio. El esfuerzo tontamente manifestado hacia un cambio de protestas amorosas no encontraba eco.

Se verían dentro de tres meses. Raucho haría el viaje a Europa con ese solo objeto, y entretanto se escribirían a diario los más pequeños incidentes de sus vidas. Ya estaba aquello muy dicho y más aún era sabida la mentira.

¡Seis meses!, volvía a pensar. Pero ¿sería posible haber quedado unidos tanto tiempo, sin un sentimiento de afecto o, cuando menos, de deseo?

Un incidente volvía al recuerdo de Raucho y parecía corroborar esta sensación.

Un amigo (uno de esos amigos accidentales que ciertos momentos de la vida acercan) habíale un día confesado, descaradamente, su entusiasmo por Jaqueline.

Raucho, sonriendo a aquella mezquindad, exteriorizó toda su indiferencia, atenuando escrúpulos.

La mujer, por su parte, leyole cartas, contenta de demostrarse a sí misma que todo lo de ella, hasta el secreto de los otros, le servía de ofrenda al cariño.

Oyéndolos mentir y deduciendo lo que había de cierto en los relatos opuestos, Raucho los vio acercarse del incidente final.

Quince días transcurrieron, y Jaqueline llegó al encuentro habitual un poco pálida y sorda a la conversación de su amante que, intuyendo un desenlace próximo, se volvió animado y alegre de alusiones, que demostraban su conocimiento de todo. Intentaba frases diabólicas sin convicción; pero de pronto comenzó ella a declamar no sé qué discurso, por cierto aprendido de memoria.

Hizo una confesión detallada de sus entrevistas, queriendo dar a su voz una vibración emotiva, pero desconcertada por la atención indiferente de Raucho tropezó en las palabras, concluyendo por callarse, y sus esfuerzos hacia una actitud romántica finalizaron en una pobre lágrima, que rodó sola e insuficiente sobre su mejilla. Luego escondió el semblante entre sus manos para fingir un llanto. Sujetando una enorme gana de reír, él pronunció su perdón, con palabras buscadas.

¿Se engañaron entonces? Raucho no lo creía así. Se habían, posiblemente, propuesto vivir un romance, y los gestos, como las palabras, no faltaron.

Ese incidente fue único en los seis meses y no lo repitieron, tal vez por temor de verse en la cara.

Si el ideal es vivir sin un enojo, lo habían colmado. Ni un grito, ni un ademán, siempre el perfecto acuerdo, hasta en los momentos como el que venía de recordar. Y la despedida sería lo mismo.

En el vaivén de los últimos momentos, y con la ausencia de espíritu que ocasiona el movimiento, lograron unas palabras de tristeza y de cariño, algunos apretones de manos y la ficción de ciertos ademanes de real sentimiento.

Raucho miró la hora; estaba impaciente; una palabra lejana e insignificante le trotaba en la memoria.

El tren iba a partir; por la ventanilla, inclinando el cuerpo, ella tendió por última vez sus labios. Y mientras duraba el beso, las mismas palabras trajeron al pensamiento de Raucho la imagen de un hecho futuro y trivial.

...A las seis, en el club; no faltés para los copetines.

Raucho había arrancado a su padre una promesa de viaje a Europa, que el viejo aplazaba siempre, temeroso de los peligros para el muchacho.

Pero vino la época de enormes subas en los arrendamientos; los agricultores ofrecían una entrada segura y mayor al interés sacado con ganadería.

Don Leandro se dejó tentar por las ofertas.

Resolvieron liquidar las existencias, con ellas comprar más campo y arrendar, viviendo así tranquilos, reservándose sólo una legua alrededor de las casas para continuar con los planteles.

Raucho, juzgando la ocasión oportuna, insistió con su viaje, quedando éste fijado para de allí a tres meses, que durarían los arreglos del negocio.

El joven Galván vio abrirse una nueva era. No hubiese cambiado su entrada al paraíso por su ida a París, y devoro más libros y novelas, queriendo esponjarse en el ambiente soñado.

Con esto y la ocupación material de arreglar ventas en «El Esparto» pasaba los días, cuando Rodolfo le invitó para ir a su estancia, en Lobería, con un grupo de amigos, donde se entretendrían cazando un par de días.

Raucho aceptó y esa misma semana partieron.

Cuando, recién vestido, salió de la casa, toda la vida de su cuerpo sano se agolpó al exterior, para sentir el bienestar sereno de aquella mañana.

Era un amanecer nublado y tranquilo. Ni la más leve brisa. El aire, fresco, pesaba sobre el semblante, y la sensibilidad, a su contacto, marcaba el contorno de las facciones.

En la hierba, humedades de rocío volvían más intenso el verde de la llanura.

El gran coche, penetrado por la calma del ambiente, esperaba atado a sus cuatro percherones, que tenían gestos lentos, como para no romper un encanto.

Deseosos de arrancar hacia el punto fijado, se impacientaban en los preparativos.

Un último vistazo. Nada se había olvidado. Las escopetas, los cartuchos y otros artículos necesarios para la caza ocupaban gran parte en el interior del coche.

—¿Listos? —interrogó Raucho.

—Sí, sí.

Había conseguido de todos la autorización de llevar las riendas, decidido de antemano a no atender ningún pedido de detención, aunque encontraran martinetas gordas como avestruces.

Llamó en la boca a los caballos, que pesaron sobre las pecheras con esfuerzo igual.

Cazaron toda la mañana. Hubo tiros felices, erradas que trajeron burlas, mojaduras, caídas y hasta algún momento peligroso.

De vuelta, centenares de víctimas, tiradas a capricho sobre el piso del carruaje, cantaban todos los colores.

Había manchas de sangre y barro en los trajes como en el suelo y un olor salvaje de laguna y ave.

La conversación no distraía el hambre y la sed de reposo.

Eran apenas las nueve; las nubes se habían abierto en un desbande general hacia el horizonte, y el sol amenazó con uno de esos días anuladores.

De pronto, Rodolfo saltó como al contacto eléctrico de una idea genial.

—¡Y yo que les iba a dejar ir sin conocer la maravilla del pago! ¿Quieren que almorcemos en un lugar donde no se aburrirán?

Antes de que hubieran asentido agregó:

—Rauchi, vamos a lo de doña Anacleta..., aquel puesto a la derecha. Van a ver, van a ver —insistió, decididamente satisfecho con su hallazgo.

Preguntas siguieron a esta interrupción insólita, y así supieron la desgracia de todo un partido, que lloraba los desdenes de Asunción, hija de doña Anacleta, lavandera de las casas.

—Es una muchacha... Pero la palabra, al pretender de Rodolfo, era impotente para describir milagros, y se contentó con repetir como un estribillo:

—Van a ver, van a ver. Es la plaga del pago.

Atendieron todos las frases entusiastas, con indiferencia o mueca irónica, mientras sus juventudes soñaban cosas novelescas. Un súbito apasionamiento, el que podía contar con su físico; una seducción, el que tenía más labia; un rapto, el más audaz.

Pero llegaban, y los detalles del pequeño puesto retuvieron la atención sucesivamente. Primero el monte: mancha de tinta sobre inmensa página verde; luego el corral, negro y panzudo, al que siguieron palenque, pozo y un rincón del modesto rancho de barro.

Uno se decidió a preguntar:

—¿Y cómo se hace que vos, Rodolfo, en circunstancias especiales como te encuentras...?

—Ya sé —interrumpió el aludido—, ya sé dónde vas, pero déjame agregar a lo dicho que la chica es honesta; ya verán.

Raucho, decididamente incomodado por esta fe infantil, encogió los hombros con sonrisa fatua.

Pasaron la tranquera.

Los perros corrían en derredor, ladrando y moviendo la cola, con una hostilidad simpática.

—¡Ave María! —gritó uno, mientras aparecía entre la sombra tupida de los paraísos una figura de mujer joven que no podía ser sino Asunción.

Se acercó tranquila, sin ver en aquella curiosidad sino el halago habitual a su belleza.

—Güenos días, don Rodolfo... ¿Por qué no dentra?... Abajesé.

—Buenos días... es que sabe —dijo el otro, con una mirada hacia sus compañeros— vengo con tropilla y le pueden pisotear la quinta.

—Bah, no le hace —contestó saludando la muchacha—; si no hay más que yuyos.

Las presentaciones estaban hechas.

Hubiera sido difícil en los primeros momentos juzgar de ella; traían los cazadores un encandilamiento de aire y luz en los ojos. Además, para mirarla tendrían tiempo.

Raucho se contentaba con murmurar:

—No es para tanto —y manoteaba el traje, siempre cuidado, para hacerle perder as arrugas.

Pocos minutos más tarde rodeaban medio costillar de oveja, ya en vías de asarse. Al rescoldo de las brasas, una pava hervía, echando humo por el pico; el mate circulaba de mano en mano y la conversación cubría el chirrido de la grasa, que goteaba sobre el fuego.

Doña Anacleta se había unido al grupo y hacía reír a los muchachos, por la audacia de sus cuentos zafados.

Asunción estaba atenta a la charla que, con agilidad de buscapié, corría de uno a otro, chusca y ruidosa, yendo a reventar a veces en el más silencioso de los auditorios, con estampido de chiste feliz.

Todos estaban en vena; casi habían olvidado a la muchacha, y sólo se ingeniaban en tener la buena palabra, sin dureza para los otros, dejando siempre lugar a que siguiera el torneo de gracejos, de que eran público y actores.

Sin embargo, hubieron de cesar. Pronto el consistente y simple almuerzo, arrimáronse uno a uno, para recortar su parte. Fueron mermando las palabras; el asador recobraba su poca gracia de hierro desnudo, los huesos aparecían entre la carne, el calor se sentía más intenso; un adormecimiento de boa satisfecha bajaba en los cuerpos monótonamente.

Felicitaron a Rodolfo por su pericia de cocinero; uno buscó en el coche los cigarros, traídos precavidamente, que luego repartió, incluyendo a doña Anacleta, gran fumadora de puros.

Enrique se tiró en un parche de verde, pesado de haber engullido; los demás entraron a la cocina del rancho, cuyas paredes de barro conservaban fresco el aire interior, como la jarra de barro el agua que contiene.

Raucho se internó lentamente por el monte a sestear su cansancio en buena sombra y quietud.

Eligió un cuadro de paraísos —allí se echó contento del reposo, y un frescor de humedad le impresionó perezosamente.

Los árboles, impenetrables al sol, dejaban por entre sus troncos, que a dos metros se desgajaban en las primeras ramas, correr el viento, que traía los efluvios de la pampa, purificados como por un filtro, al través de la sombra espesa.

Más lejos, donde concluía la arboleda, el campo parecía sudar bajo el sol, que le brutalizaba.

Cerró los párpados para saborear mejor el bienestar corporal y, en su memoria, reprodujo la imagen que durante dos horas había obcecado sus ojos. Vio a Asunción llegando hacia el coche, cebando mate, riendo a los chistes y en otros gestos o aptitudes.

Era indudablemente una rara maravilla criolla; graciosa, coqueta, siempre desconfiada, no ignorando nada y escondiendo, bajo una apariencia juguetona, su alma impetuosa de diosa salvaje.

Un sopor macizo le invadió el cuerpo; el olor húmedo de la tierra y la quietud del aire penetraban en su cabeza; el último recuerdo huía impreciso: Pablo parecía tener buenas probabilidades.

Dormiría dos horas, al correr de las cuales un nuevo viento renovó sus energías, mejor que el sueño.

Despertó la cabeza libre; un cansancio, empero, le quedaba en el cuerpo, en forma de dolores.

¿Qué habría pasado durante su ausencia? Nada de particular, por cierto; pero tenía gran interés en cerciorarse de ello.

Estaban en la cocina, tal los había dejado; Pablo hablaba con inflexión suave en la voz, como quien evoca recuerdos. Asunción oía atenta, y un grupo compacto y mudo, los restantes, tiraban una taba de banco a banco, cantando a cada tiro una cifra oscilante.

De doña Anacleta, ni señas.

—¿Y para mañana? —gritó Raucho, deseoso de embarullar la inmovilidad de la escena, como quien mete la mano en una partida de ajedrez que se eterniza.

—Para cuando quieras.

—¿Qué horas son?

—Cuatro y media.

—Bueno, ¡vamos!

Doña Anacleta apareció como pedida. Medio durmiendo, guiñaba los ojos.

—¿Ande van? ¿Al pueblo?

Se despidieron con más cumplimientos que entre marqueses. La necesidad de movimiento había renacido, y convinieron, habiendo tiempo, agregar copetonas, perdices, batitús y hasta chorlos a las ya numerosas víctimas, para mayor gloria de cazadores.

Los perros los acompañaron algunas cuadras con sus ladridos.

No fue la comida tan alegre como el almuerzo. Estaban cansados. Concluido el día de juventud fecunda, un dejo de fatalidad vagaba entre todos. Mañana tenían que irse, y ya, al encanto de la página pasada, se injería la visión de obligaciones ciudadanas. Al recuerdo del día fuerte se unía, como un rumor lejano, la evocación de Buenos Aires, con su estrépito, su movimiento, sus ritmos rápidos de vida comercial e inestable.

Sin embargo, un episodio inesperado había de reavivarlos como un chicotazo.

A la hora del café, cuando el humo de los cigarrillos empezó a turbar la atmósfera como una exhalación de sueño, Raucho dijo que se quedaría.

Comentaron brevemente el hecho, pues tenían que madrugar al día siguiente y las horas de tren les sobrarían para charla.

Cada uno pasó a su cuarto. Raucho, vencido por la fatiga, tuvo las fuerzas suficientes para desnudarse. La fresca inercia de las sábanas le clavó en una inmovilidad indiferente.

Todos sus músculos guardaban memoria de sus movimientos durante el día, y estaban llenos de cansancio.

Durmió de sueño bueno.

Raucho no se quedaba por Asunción. Tenía unos días delante suyo, inocupados, y una filial ternura por su pampa le impelía a quedarse solo para la despedida.

Ensillaba temprano; ceñíase un cinturón de cartuchos, atravesábase sobre los muslos una escopeta y galopaba hacia la laguna.

Daba antes una vuelta, entreteniéndose en costear las cañadas kilométricas, pobladas de flexibles juncos cantores, que se arqueaban como tallos sumisos a la posesión del pampero. En el claror matinal los charcos, ensangrentados de reflejos pulidos, querían ser cielo como algunos ojos alma.

Andaba prudentemente, evitando celadas ignotas y hondos pozos traicioneros, cuya deglutición silenciosa imponía a sus temeridades de enderezador.

Amplio el bañado dormitaba en mística quietud eclosiva.

Desvanecíanse, en victoriosas claridades, los terrores inexplicados y las sombras temerosas. Raucho tenía arrepentimiento de turbar aquel reposo.

Las aguas muertas vivían en ondas huyentes bajo el vaso del caballo, a cuyo paso los juncos, resquebrajados, crepitaban como un fuego de leña húmeda.

Y cuando, con las orejas tiesas de pavor, el animal, inadvertidamente, sumía las manos en alguna hondura, desbandando una concéntrica fuga de pequeños oleajes, cimbrábanse los largos tallos, como si alguna fascinación terrorífica les mordiera las raíces.

Llegaba un momento en que Raucho, internado en aquellos desiertos, se encontraba fantásticamente amputado del mundo.

Allí pudiera morir sin rastros, y sentía un indefinible placer de inmensidad cuando, deteniendo el paso barbotante de su cabalgadura, la vista fija y muerta sobre un punto cualquiera, se concentraba en los oídos, para escuchar la planetaria sinfonía vital de aquel silencio.

Aún temprano llegaba a la laguna, cuya vista le reposaba como una idea encontrada. Allí vivía una alimaña múltiple.

En los guaycos orilleros, grisácea y huraña, la viuda loca, encogida de hombros por el frío, miraba a lo largo de su pico, como absorta en un detalle de la pululante vida del bañado o buscando en los fondos del agua muerta su razón perdida.

Patos silbones caían planeando, los picazos oscilaban inseguros y pesados. Un amplio susurrar aclaraba la mañana. Las cortaderas estiraban, sobre largos tallos, sus pulcros penachos ondulantes. Decantábase la humedad, y los colores, disueltos en el aire luminar, se desvanecían girando laguna arriba, hacia la mañana que siempre asciende.

Desbandábanse las gallaretas en ruidosa discusión de conventillo.

Puro y tierno el flamenco se alzaba, como un rezago de aurora, y se iba, tal mañanero pensamiento de la laguna tersa. Allí desaparecía con sus alas hechas filo, más lejos prorrumpía en un inesperado desequilibrio de papel aventado, y un rojo aletazo de vela trabuchando susurraba apenas una tímida explosión de color fino.

Ahí está el sol.

¿Cuánto tiempo quedaba allí Raucho, echado entre las hierbas ribereñas, olvidando a su lado la sanguinaria imbecilidad de su escopeta?

Todo vivía.

De acero y cobre, las pollas de cañadón comenzaron a correr, afanadas de domésticas preocupaciones, entre los misteriosos balanceos del juncal.

Una blanca regata de cisnes en hilera sesgó, lisa como un patín, las partes hondas. Gansos níveos pasaron, musicalizando aletazos de recias plumas. Hacia arriba, mareados como derviches por sus grandes curvas de azur, una pareja de chajás se achicaba, y su grito agudo caía como una fibra de sonido roto.

Cuñas rizadas introdujo el nadar de las nutrias en los inmóviles reflejos.

Soberbia, una garza mora pasó, con acuática ondulación de alas lentas.

Y los mirasoles blancos más allá del blanco, insubstanciales como aspiraciones de pureza, engarzaron astro en sus pupilas, esclavas del fundamental transcurso solar.

Mil vuelos entrecruzados, en estelas de color, planeaban en torno al celeste reflejo de la laguna.

Raucho cedía a la quietud preclara. Su alma se entristecía vasta sobre el llano, que le lloraba su lágrima de despedida.

¿Volvería? ¿Qué cambio le esperaba allí, en la tierra extraña?

En esos momentos parecíale inútil y tonto vivir fuera de aquella serenidad.

Entretanto el día era ya día. La gran plegaria astral rezara definitivamente su ascensión, y el calor comenzaba a elevar una volátil evaporación de olla a flor de agua.

¡Asunción era bonita! Muy bonita, y sus dedos, aunque rudos, resultaban suaves de tocar al recibir el mate.

Una pronta inquietud le incorporaba. Con la mano abierta golpeaba los bastos para emparejarlos antes de apretar la cincha, acomodaba los cueros, ajustaba el cinchón de dos vueltas, escondía la punta bajo los cojinillos y se sentaba de un salto sobre las lanas habituales a sus piernas, cuyo apretón guardaba, patente, la rizada blancura.

Tranqueaba sin apuro, hasta el rancho de doña Anacleta. Allí pasaría el resto de la mañana, platicando de mil cosas, arriesgando a veces un halago a la belleza de Asunción, cuyos ojos se hacían hostiles de desconfianza.

La vieja costeaba el gasto de palabras y hacía alusiones a los mozos «enamoraos, que a juerza de arrastrar el ala peligran quedarse sin plumas».

Madre e hija lavaban bajo unos paraísos del patio. Tinas hechas de barriles, serruchados por la mitad, rebalsaban de ropas enjuagadas. Las bateas de agua lechosa y espumante chapoteaban alegremente, al compás de algún baile de dos, canturreado entre dientes desportillados por la voluminosa lavandera.

De pronto, los dedos pellejudos e hinchados buscaban el tapón en una esquina del recipiente. La mano, impacientada, daba un tirón del palo, envuelto en trapo, y el chorro opalino vaciaba la batea, cayendo en tierra, corriendo por la zanjita de desagüe, cavada a cuchillo, hasta un charco hediondo, por donde doña Anacleta, con desenfado y meneo de pato marrueco, solía cruzar hacia el pozo.

La vieja no cesaba de contar cuentos o poner en apuros, por sus malicias, a los muchachos. Raucho seguía la broma. Alguna mirada para Asunción bastaba a la simplicidad de su amorío.


Chacarera, chacarera,
tengo el alma ensangrentada
y el corazón como abrojos.
 

El joven Galván comentaba:

—La pucha, ¿sabe que tiene razón el refrán del doctor Varela?

—Vamoh'a ver'sa maula.


El águila por vieja vuela,
no faltándole las plumas,
ni'anque le falten las muelas.
Ansina cantaba un poyo,
que por correr una avispa
metió la pata en un hoyo.
 

—¡Oigalé!... ¿será palo pa mi gayinero?

—Vea, mejor es que recuerde est'otro:

Hay gente que le gustan
los dulces caros
y a lo mejor le quedan
los dientes ralos.
 

Buena alusión directa, inútil, empero, no teniendo Raucho la intención de llevar más adelante su goce platónico.

A las once, era hora de volver a las casas. El hambre hacía menos fastidioso aquel retorno por campos asoleados. A lo lejos divisábase, descolorida, la mancha del monte.

La luz crepitaba en ebullición, sobre el cardal ocre de sequía. Herrumbrados chimangos pasaban cerca. El sopor de la siesta comenzaba a entumir las cosas. Algunos cuises cruzaban la senda, rápidos como una sombra de ave, pareciendo haber rezagado sus colas en el apuro.

La viudita escapaba, en horizontal, a un cardo más lejano, del cual ascendía el pechirrojo, para dejarse caer en comba, con agudo rechinar de bisagra.

Una lechuza, al borde de su cueva, topaba el aire con bruscas porfías de cabeza asombrada, y a veces giraba en torno a Raucho, rompiendo el trapo de sus chirridos.

Y en derredor, un inmenso bochorno de verano.

Durante su permanencia, levantose a veces tarde, perdiendo el matinal paseo.

Los últimos días, no quiso ir a la laguna y evitó la despedida.

Se iría por fuerza. Las cosas estaban decididas así, y un secreto malhumor le sujetó la tristeza.

Había venido por su pampa; ahora le inquietaba, más allá de lo lógico, la suerte de Asunción.

París... París... ¿Qué le esperaba en París?

París

Era el momento tantas veces ansiado. Raucho recordaba sus frecuentes venidas al puerto para despedir amigos más dichosos entonces que él, y cómo, en la última y febril ansiedad, había envidiado la promesa cumplida en otros: «Irse a Europa».

Ahora era él el favorecido, y gozaba egoístamente, valorando su dicha actual sobre sus anteriores deseos impotentes.

Los tres reglamentarios toques de sirena anunciaron inmediata zarpada. Don Leandro, en quien el sufrimiento era destructor, por obra de su antigua llaga, simulaba estar atento a la escalera, izada con poleas y apretada luego al flanco del barco, como una aleta replegada.

Bien venía el bochinche de los de tercera; el alejamiento de un barco, que es como una fatalidad cumplida a pesar de uno, y sobre la cual no puede volverse, aprieta el alma, al sentirse ya incapaz de voluntad, inerte, arrastrado.

El viejo levantó la mano:

—Bueno, amigo...

Sus narices dilatadas, una brusca partida, indicaron su emoción dominante.

Raucho no pensaba en nada, hundido en sí mismo, al tropel de impresiones heterogéneas.

El barco se abrió lentamente, cincharon los remolcadores, como dos buenos fletes, llevando al formidable animal a dos lazos, dirigiéndole hábilmente.

La dársena quedó a popa, Buenos Aires se achataba; los remolcadores largaron sus cables y la hélice potente baboseó su estela curva.

Pasó una boya, dos boyas, quedando inmóviles en el agua arcillosa del río enorme. Todo se arrancaba de Raucho sin dolor, como una vieja piel de reptil.

Raleó la gente sobre cubierta. Era hora de almuerzo, y urgía ya entrar en la existencia nueva, que tiene su traje especial.

Raucho bajaba las escaleras de bronceados peldaños, tomaba un estrecho pasadizo embretado por los camarotes y, al pasar frente a las máquinas, la vibración sonora de los hierros volvíase pulsación de su pecho.

Allí, en el dormitorio pequeño, tomó una valija, vistiose de viajero y fue hacia el comedor, personificado en modo nuevo.

Ya era la vida de a bordo, con plazo fijo.

Al día siguiente es el mar, en cuyo verde claro y pesado se empantana la mirada. Las ondas que el barco repele de sus flancos se encrestan de palpitantes flecos vidriosos, que espolvorea el viento.

Es la marcha de etapas fijas, apenas modificable y sobre cuyo deslizamiento irá encauzándose la vida de quince días uniformes.

Aún se interpone un trazo violeta, a babor, entre mar y cielo, y las gaviotas, últimos restos terrenos, se desprenden del agua en voladores pedazos de espuma.

Raucho, poco mundano, evitó los grupos, pronto centralizados so pretexto de nacionalidad, rango social o lugar de cubierta, e intimó sólo con un muchacho uruguayo, compañero de mesa.

Era un gordito chistoso, de aspecto nutritivo.

Con él pasó los primeros días, haciendo proyectos frente a la pampeana inmensidad del Océano, cuya pausa hacía de sedante a su impaciencia.

Llegaban a Río. La luz en declive, se empapaba de frescor nocturno.

Al poniente, entre cobrizas nubes despedazadas, dolientes, un fondo acuoso absorbía la mirada, en su ilimitado verde.

Un faro abría su ojo intermitente, miraba la noche y, como aburrido, volvía a su ceguera. Los morros simulaban condensaciones de noche.

Raucho, que no conocía más alturas que las lomas de su estancia, se asombraba del tamaño de aquellos extraños corcovos de tierra, que la vegetación tupía de lana verde.

Un oficial del barco peroraba con sapiencia, nombrando y describiendo lugares. Alguien opinó, creía difícil encontrar paisaje más hermoso en el mundo, y el orador, desdeñoso, habló de Ceylán impunemente.

En Lisboa, bajó Raucho con objeto de abreviar por tren los cuatro días que aún le separaban de París.

Llegó al Quai D'Orsay, para caer de lleno en la ciudad. Iba a tocar su sueño.

Corriendo en el apestoso «taxi», reconoció la Jeanne D'Arc de Fremiet, por una reproducción que había en su casa. La calle de Rívoli, el Louvre, el jardín de las «Tullleries», le eran familiares por grabados y descripciones. Miraba por la calle, ávidamente, las tan ponderadas mujeres; saludábalas con la mano, y contra toda costumbre de su tierra, las chicas contestaban riendo a aquel muchachón alegre, en quien creían ver un compatriota gozoso de volver después de larga expatriación.

Raucho llegaba, pasaba por todas partes, con la voluntad de poseer, de apoderarse para siempre de todo aquello, tan ansiado durante años. No tenía seguridad en sus deseos; miraba, oía, queriendo fijar las cosas, creyendo que las impresiones le escapaban, sin saber que aquella precipitación de mil ruidos, movimientos y olores, le coloreaban de una emoción inolvidable.

Fue derecho al Grand Hotel; era ya tarde. Se bañó, comió en su cuarto y preparose a dormir, para vencer el cansancio y aplacar su estado febril, enturbiador.

Al día siguiente tuvo una sorpresa inesperada. Ni bien tomado el desayuno, entrando en posesión de su estado de vorágine acaparadora, metiose en un ropón y se asomó a la ventana.

Primero fue desconcertado por la mole de un edificio oscuro y fuerte. Tardó en darse cuenta de que era la Ópera.

Desde su cuarto piso, veía mal la construcción y hundió su mirada en la calle, empequeñecida por la distancia, por la cual iban y venían las soñadas siluetas de las parisienses.

Eso estaba ahí, en su mano, a su disposición. No se dio tiempo para mirar más y vistiose tranquilo, pensando que lo que hasta entonces le pareciera ensueño de poetas, estaba en su espera, como una realidad poseíble.

La hora tardía, el cansancio, la humedad de una noche primaveral, tibia como un aliento, le atontaba de un sopor lánguido agradable.

Dejábase andar sin rumbo, dominado por los tranquilos efluvios de la ciudad dormida.

¡París! ¡Ciudad del vértigo, en que apenas se logran momentos de concentración, entre las acciones que se suceden sin intervalo!

Sus pasos se detuvieron, por la intensidad de sus emociones. Apoyose a un árbol. A lo lejos, miró aparecer un torbellino de formas inciertas, vibrantes de risas y exclamaciones. Eran las mujeres de París, y del grupo ascendía un murmullo de todas las palabras locas: quejas, gritos, llantos, balbuceos sensuales, diminutivos cariñosos, protestas devotas, insinuaciones lascivas, imprecaciones de odio o dolor, irrupciones de alegría, sollozos de espasmo o convites descarados al carnívoro banquete de la lujuria.

Las primeras llegaron de la columna que se desenvolvía como un cuerpo onduloso.

Trajes sencillos, caras cansadas, pobres sombreros hechos de restos, calzados rasgados en bostezos dolorosos, manos estropeadas, risas de colegialas, llantos de niñas, pobres manifestaciones de vida tímida.

Una, la más bonita entre ellas, se desató del grupo, acercándose a Raucho, inmóvil como en un sueño y mudo:

—¡Ven! —dijo—. ¡Ven! Te daré toda mi alma pueril y maltratada; te daré las caricias que quieras con la ingenuidad de mi inocencia; no sé del bien, ni del mal, sino lo que tú me dijeras; soy acostumbrada a no elegir y aceptaré lo impuesto. Cuando te canses de mi inexperiencia, me dejarás sin remordimientos. No temas de amenazas, ni escenas de celos; déjame como me has tomado, que una gota de dolor no será mucho entre mis dolores.

Una risa tembló en su cuello y repitió el coro:

—¡Ven! ¡Ven con nosotras y te daremos nuestra alma pueril y maltratada!

Y siguieron su carrera las primeras en llegar, desapareciendo, como reflejos que se esfuman, sus trajes sencillos, sus caras cansadas, sus sombreros hechos de restos, sus pobres manifestaciones de vida tímida.

Las segundas llegaron:

Cuerpos desnudos, actitudes de estatuas, movimientos aprendidos con cansancio, trajes diversos de épocas, personajes y fantasías; hermosas y extrañas, vida de todos los cuadros y todas las estatuas.

Una, la más gallarda de entre ellas, se desprendió del grupo, se acercó a Raucho, inmóvil en un sueño y mudo:

—¡Ven! —dijo, rígida y hermosa como el más sabio de los mármoles—. Me han enseñado los movimientos que más convienen a mi cuerpo; he servido sin gloria al nacimiento de obras coronadas. Una sabiduría me queda en el manejo de mi cuerpo; te harás la ilusión de poseer una estatua que vive bajo tu deseo. Ven, he sido elegida por los artistas que más admiras y admirada por ellos. Ven, y mi pobre belleza te servirá, hasta que de ella hayas sacado lo que te conviniera.

Salió de su rigidez y dijo el coro:

—Elige entre nosotras sin temor de ofensa, es nuestra costumbre, avanza y, según tu gusto, toma la que más te avenga.

Y siguieron su carrera las segundas en llegar; las manchas claras de sus desnudos desaparecieron como luces que se apagan.

Y vinieron las terceras:

Aspecto de holganza y de pobreza. Todas de talla análoga, delgadas, altas, con movimientos elegantes; sus gestos eran ágiles, en los géneros ricos, y algo de inexperiencia traslucía en el rebuscamiento de sus actitudes.

Una; la más hermosa, se apartó del grupo, paseando con donaire ante Raucho, inmóvil como en un sueño y mudo:

—¡Ven! —dijo con ademán que hizo valer, al par que su cuerpo, el traje, Ven y ámame vestida de lujosas modas. Siempre renovaré el encanto de mi carne, con los modelos más recientes. Seré caprichosa y varia de atavíos, resucitaré actitudes añejas y tendré semblanzas históricas. En tus brazos arrugarás corpiños de Manón; en tus palmas harás crujir sederías de Scheherazada, besarás mis zapatitos versallescos o me desnudarás de entre sedas imperiales.

Dejó su artificioso paseo y repitió el coro:

—¡Ven y ámanos vestidas de lujosas modas; siempre renovaremos el encanto de nuestra carne con los modelos más recientes!

Y fuéronse tras las otras, con pretensiosas ostentaciones de escaparate.

Raucho quería a todas seguir, pero se iban como cuentas de un rosario rezado con fervor, sin que pudiera elevarse hacia sus anhelos.

Pasaron,

asaron,

asaron...

Como vinieron los modelos, fuéronse las «midinettes».

Como vinieron los «manequins», fuéronse los modelos, y así se precipitaban desalojándose en un torbellino esquivo.

Pero vinieron las últimas:

Cantos, cantos y oropeles y sedas y risas y bailes; y en sus manos anilladas, las báquicas uvas lloraban como ojos reventados de lujuria. Y el traje no era traje que esconde, sino que luce la joya carnal, con engarce táctil de papila; e invitaban sus voces a un tiempo la ciega impulsión de las pasiones sin freno, y Raucho sintió vencida su inercia, cayendo como un moscardón ebrio en la llama fulgente de aquel extraño ensueño; e hincó sus dientes en la fruta jugosa, que temblaba de risa juvenil, respondiendo a su fiereza. Y dejó el seno, por la cintura, que arrastra al placer, en su caída al través de todos los precipicios del goce; y desciñó sus brazos de la cintura hendida, para enrojecerse los labios, contra una boca carminada como una brasa, y alejó la boca, para volcarse como una urna en los ojos, la firmamental hondura de dos pupilas claras, y fue propulsado, y poseyó el fuego de los labios y las vulvas, y las acuáticas fluideces de las almas que se derraman por los ojos, y los delirios sobrehumanos de las vorágines corporales; y cayó sobrepasado de placer en la negrura de una total ausencia, como si la integridad del poder sensorio empleado le hubiese para siempre sorbido los sentidos.

Estuvo un tiempo para volver en sí.

¡París! ¡Ahí estaba París!

El amplio bulevar, encajado entre sus edificios inmóviles, miraba la gente pasar a la luz de sus vidrieras. De sus vidrieras, que son como ojos a la inversa.

El sueño se ha ido y Raucho está inmensamente solo.

Pasados los primeros días con su ansiedad, atropellándose de visiones confusas, pensó en centralizarse en un lugar cualquiera, para de allí proceder a una entrada en ambiente que le aclarara las cosas.

Había ido a visitar amigos, hasta compatriotas indiferentes, con la sed de guiarse y entrar de lleno en la vida cuya sola promesa le mareaba.

No le faltó para el caso un amigo con quien exagerar intimidades pasadas. Éste conocía ya algo de la ciudad alegre y se ofreció de compañero piloto a Raucho, que aceptó formulando un proyecto de orgía. Cuando Gonzalo habló de «Maxim's» familiarmente, Raucho sintió sus manos ásperas y secas.

Convinieron, además, como cosa más estable, tomar un departamento, donde dar té, fiestas o simples citas. En fin, se arreglarían una vida de placer, hembras y alegría continua.

Esa misma noche fueron al teatro. Una revista, llena de alusiones políticas, y generosa en semidesnudeces, aguijoneadas por trajes, que realzaban encantos enervantes. Como habían previamente cenado, con acopio de vinos y licores, Raucho presintió una trasnochada violenta de emociones sexuales.

Poseería o no alguna mujer, pero las sentiría, las vería ebrias, excitadas, desnudando sus almas de carne ávida de desvergüenzas complicadas.

Entraron a «Maxim's» a las doce de la noche y consiguieron mesa, antes de que los teatros volcaran sus noctámbulos y curiosos en el afamado restaurante de noche.

Giró la puerta dándoles acceso al recinto, bullicioso. Flanquearon un mostrador, pasaron entre una hilera de manteles y llegaron al salón central, recuadrado de mesas que dejaban en el centro lugar suficiente para los bailarines. Una orquesta exageraba ritmos vivaces y muelles. Los trajes femeniles, sedas y rasos, se veteaban de sombras y luces acuosas, resaltando la calidez mate de los escotes y brazos, como penetrantes irradiaciones de venideras lascivias.

Las piernas se ofrecían al ritmo del baile, saliendo del vestido, torneadas y pulidas de reflejos, como trozos de porcelana, dura a la luz; y los muslos, las nalgas, apretadas en el paño por un paso demasiado largo, redondeaban la morbidez tibia de la carne pasiva.

Gonzalo saludaba amigos, mujeres; unos argentinos interpelaron a Raucho con algarabías de bienvenida y les ofrecieron un lugar en la banqueta de terciopelo adherida al muro, de donde pudieron mirar como desde un palco.

En una mesa cercana, unos sajones rojos festejaban los chistes que baboseaba un anciano, entumecido, con cabeceos de hidrocéfalo. De pronto, entonaban a la par de la orquesta un canto a dos voces, congestionándose aún más, al gritar los agudos, sus faces de alegría rechoncha. Una mujer morena, ampliamente esculpida, hermosa, casi viril bajo la negrura latina de su cabello, instigaba al viejo a que bailara, cosa imposible para el aludido, sólo capaz de bosquejar pasos desaliñados, y gozaba la hembra hermosa de aquella decrepitud, envilecida por el alcohol, con robusta ingenuidad infantil. Raucho, embobado en aquella vitalidad sólida, se contagiaba del brillo intenso de sus ojos.

A la una, los vecinos se levantaron; la gran morena se fue, como esas pasajeras promesas imposibles, y Raucho contestó a los brindis de sus compañeros, vaciando de un sorbo su copa.

Raleó la gente. Los tziganes atacaron, a expresión libre, un tango desrimado y un gran hombre lívido, medio calvo, de cara acarnerada, bailó con acento extranjero.

Gonzalo se levantó diciendo a Raucho:

—Voy a traerte una compañera.

—No, hombre, prefiero ver. Déjame que me acostumbre.

Pero Gonzalo se dirigió a una mesa cercana, habló un instante con una pareja, volvió con una mujer rubia, delgada, de ojos claros, con cuerpo grácil, de andar descaderado e incierto, como si se enredara en el raso blanco de su vestido que le ceñía los pasos. Era joven, casi incompleta, a excepción de sus caderas movedizas, como maravilladas de vivir.

Raucho se puso de pie, aguantando la presentación elogiosa.

Ella decía, como una confesión amorosa de impúber.

—¡Oh!, yo adoro el tango.

No pudo Raucho excusarse. Un cuerpo se agregaba a su cuerpo con docilidad. Temeroso al principio, hizo pasos sencillos, tomó coraje, visto la pericia de su compañera, y bailó sin reparos, dejándose andar al dictado del ritmo.

Ella lo seguía plegada a su voluntad, previendo los cortes, el raso resbalaba sutil; Raucho manejaba la cintura abandonada y un vértigo blando saboreaba en él, intensamente, la comprensión de sus dos cuerpos.

Se miraron cerca; Raucho sintió que algo debía decir a la sonrisa húmeda y dijo lo que pensaba:

—Si tiene usted el cuerpo que se presiente...

—¡Puede ser que mejor! Sus ojos se concentraron en una risa dolorosa, vorazmente sensual.

Los aplaudían. Raucho hizo a su compañera una reverencia algo incómoda. Volvió a la mesa y sorbió otro vaso, porque sí y porque estaba enervado, inquieto, sorprendido.

Media hora después bailaban nuevamente. Al pasar frente a unos escalones, la mujer se deshizo de los brazos de Raucho.

—Acompáñeme al tocador... voy a ponerme polvos.

Subieron los peldaños; a la izquierda, una puerta abierta, dejaba entrever un espejo. Raucho se detuvo discretamente.

—¿Qué espera ahí?

Entró sin saber qué actitud tomar, mientras ella se salpicaba de blanco y arreglaba, con manotones breves, su cabellera. Después se alzó el vestido sobre la media tirante. Hubo un relámpago de piel mate, a impulso de la mano, que bajo la orla del calzón, buscaba la liga.

—Ya ve, mis medias se deshilachan... ¿Soy fea?

Y Raucho, sin saber qué contestar, sintió inesperadamente sus labios apretados en una boca, cuyos dientes hincaban.

A las tres, la rubia había partido con su compañero.

—Sigamos la rueda de presentación —dijo, uno de los muchachos—. Vamos a cenar a L'Abbaye, que, aunque tarde, habrá gente.

Place Pigalle: luces chirles de bruma, fracs deambulatorios, pecheras inmaculadas, automóviles en cuyas portezuelas se enganchan lacayos, y por donde aparecen mujeres, envueltas en géneros, que musitan riquezas interiores, donde flotan perfumes cálidos y mórbidos vahos humanos.

Un edificio cualquiera (interesa lo de adentro). Letras luminosas, como una bincha sobre el portal. ¿Letras luminosas? Teatros o avisos medicinales; placeres o dolores.

El portero despoja a la gente de sus abrigos. Se entra en el mismo recinto, poco variado, hecho de luz, color que gira, voces confusas, lampos de perfume, en ambiente de satiriasis báquica, enervada al través de los años, por el uso de los pobres cuerpos gastados, modernizados, por el pulpo dominante del sistema nervioso, que va matando la simplicidad primaria del músculo.

Aquí hay mayor recato que en el «Maxim's». Es un lugar de mejor tono, menos despilfarrado y violento, menos interesante para Raucho, en quien comienza a impacientarse la urgencia de una disipación inmediata.

No se sabe cuál es la mundana y cuál la hetaira. La primera trata de parecerse a la segunda, visto el lugar, en la suntuosidad del traje oropel, que engatusa al macho, y la segunda copia cierto aire de distinguida pulcritud, que la eleva en condición y codicia masculina.

—Si queremos dar una vuelta para que éste vea, vamos —dice Gonzalo.

Desde la pequeña calle, dorada de letreros llamativos, entran y salen por salones en que siempre hay semejanzas, sólo diferenciadas por el lujo que llevan los habituados de cada lugar.

Raucho se marea de luz, ascensores y mujeres, entre las cuales busca algún tipo extraordinario, que encontrará.

Ruido y movimientos son más incoherentes, conforme la noche avanza. Un principio de cópula flota sobre las parejas de hombres y mujeres, o simplemente de mujeres, que se abandonan copa en mano sobre las banquetas, esbozando caricias truncas, que les electriza e impulsa a excesos. Domina como un pensamiento vago, todopoderoso, una enajenación de alcohol o cocaína o éter, que cruje mortal en las nervaduras, erguidos de tensiones sensorias.

Los compañeros de Raucho, animados progresivamente, bailaban y conversaban de cerca con sus acoplados del momento.

Es un reducto característico, decían, por su desvergüenza; un barítono de voz ronca cantaba obscenidades, encarando a los que llegaban insolencias burdas.

Una mujer vestida de mora (con buena voluntad) lucía su cuerpo flaco y moreno, de mamas en brote; otra tenía el vestido rasgado sobre la pierna, que salía descuidadamente, accesible por un luis. Y ambas paseaban mercantilmente lo único hermoso que tenían, al alcance de las manos impacientes, que, cuando cedían a su cupidez, eran sujetadas por un guantazo, sazonado de alguna exclamación innoble. Si el audaz era conocido como generoso, la carne era más complaciente y una sonrisa dócil afirmaba su pasividad.

—Esto es un burdel, decía Raucho.

Concluyeron por el «Capitole», refugio de todo ebrio de vértigo, hasta que quedara solo el recinto, empalidecido por la luz anonadadora del día venidero.

Raucho volvió con Gonzalo a comer al «Maxim's»; había ya relatado a su amigo lo acontecido con Germaine (la rubia de su primera noche orgiástica trunca) y confesaba que aquella actitud, impulsiva o calculada había dejado en él un anhelo de comuniones más completas.

—Es muy posible que venga aquí —dijo Gonzalo—, y sabrás a qué atenerte, si procedes hábilmente.

En efecto, Germaine estaba ya allí, comiendo con su incoloro acompañante; los muchachos eligieron una mesa enfrente, y en el saludo Raucho columbró un placentero futuro. Hizo lo único que podía hacer: mirar.

A media mesa, Germaine se levantó dirigiéndose al tocador.

—¿La seguiré?

—No; quédate tranquilo, que las cosas vendrán, si han de venir, sin forzar la mano.

Unos segundos después Germaine se sentaba en su lugar, con una insistente mirada.

—¿No ves? He hecho una pavada; se ha enojado.

—¡Habías sido nervioso!

Raucho se sintió ridículo; disimuló, tratando de parecer atento a lo que hacía, mientras se servía unos duraznos abultados de entre los algodones de una caja, cuidadosamente repartida.

Un mozo se acercaba:

—Señor... la señorita Germaine manda decir que volverá sola esta noche a las doce.

Raucho miró; los ojos claros se engancharon a los suyos.

—Gracias —dijo fuerte, para ser oído, y ella repitió el significado de esta palabra con una sumisa inclinación de cabeza.

Eran las diez y media. Pidieron la adición y salieron con un saludo indiferente.

—Si nos quedamos —decía Gonzalo—, echas a perder todo con la insistencia de tu mirar.

El otro, demasiado aturdido por doble satisfacción de venideros placeres y amor propio halagado, callaba.

A la una estaban juntos. Ella lo había abordado naturalmente y conversaban como si siempre hubiesen previsto lo que sucedía.

Como Raucho fuera a tomar un vaso de champaña, Germaine le sujetó el brazo:

—Le va a hacer mal, y con un apretón de manos bajo la mesa, tendrás bastante conmigo para emborracharte.

Así era.

Bailaron sin restricciones; lo circundante: ruido, movimiento, música, era inexistente ilusión sólo creada para fustigarles los nervios de tensiones acrecentadas. El tango hizo el resto. Él la plegaba a su voluptuosidad lenta, poseyéndola sumisa en la obediencia de los pasos.

Ella seguía, guiada por el brazo fuerte, el compás exótico y lánguido, ritmo de una raza extrañamente pausada y voluntariosa.

Y le dijo, abandonando hacia atrás su nuca consintiente:

—El tango eres tú.

Dejáronse andar a las premuras del vicio; echaban fruta en el champaña, para saborear lentamente las copas, que exageraban la juventud rebosante de sus ansias. Se embriagaron de artificios, en el vértigo de ritmos, luces, colores.

—Vamos —dijo ella de pronto—, es tiempo que vuelva a casa.

Raucho no comprendía bien; una duda titiló en su estado febricitante.

En el «taxi» se entregaron a boca libre sus exaltaciones; él iba conociendo ya el cuerpo vibrante de Germaine, del cual no podía apartarse como un arpón de una herida.

—Buenas noches.

Habían llegado. Germaine se despedía.

—¿Por qué?... ¿Está enojada?

—De ningún modo, pero es necesario que entre.

El malentendido de la separación, antes del principio, vibraba entre ellos. Raucho miraba hacia afuera, mudo; Germaine esperaba observando inquieta, su actitud fría.

Ella le pasó por la frente una ingenua caricia de hermana.

—No me haga daño.

—¿Y yo?

—¿Usted? Debía comprenderlo... no soy una mujer libre... vamos, sea razonable.

Raucho palpó la vida esclava. No se había acordado. Tuvo ira y lástima. Dijo con voz fría:

—Le pido a usted disculpas... ¿Cuándo nos veremos?

—¡Mañana!... Me arreglaré para estar sola.

Fijaron hora. Germaine se despidió tímidamente. Estaban incómodos. El egoísmo del macho decepcionado hacía en Raucho un vacío; ella lo sentía.

—¿Y bien?... ¿Ha concluido ese gran amor?

Su voz era simple, penetrante. Se dieron un beso.

Bajó la falda con un sacudimiento de perfumes. Raucho daba su dirección. Una sensación cálida permanecía en sus labios; los encerró en su mano, para resucitar el contacto reciente.

—¡Pobrecita!

La vida se había encauzado ya en la tranquilidad de meta conseguida. Poseyendo una mujer, Raucho entraba, como actor, en el escenario que hasta entonces miraba desde afuera. Pero no era todo para un personaje ávido y arribista, deseoso de tocar la mujer en sus apogeos de gloria.

Entretanto, recobraba su silueta de gallo pisafuerte; era un hombre que sabe dónde pone el pie. Los bulevares, el café de París, Fischer, l'Abbaye, todo está en su mano. El tango lo ha hecho familiar en el mundo híbrido de los cafés nocturnos, y cruza saludos, apretones de manos o tuteos con amigos de ayer.

Piernas tiesas, hombros levantados, enlazando pasos sencillos y haraganes, baila como cumpliendo una obligación fastidiosa, mientras la cara dura, de mirada hostil, sonríe de reojo condescendientemente cuando allá encuentra una atención femenina.

Como Germaine era mujer catalogada entre las cortesanas más conocidas, paseó con ella por cuantos lugares pudo, pensando así favorecerse; y pasados los primeros entusiasmos de la posesión, resolvió utilizarla como trampolín para saltar a una conquista más brillante.

Así fue.

Una tarde, en el bosque de Bolonia, mientras caminaban del brazo, callados, mirando pasar la gente y dejándose mirar, Germaine cruzó un saludo con una morena, señorialmente recostada en su automóvil, silencioso y largo como un patín.

—Es una amiga —dijo, con ademán de quien se pone una joya.

Más tarde, se encontraban en la Avenida de las Acacias haciendo «footing» (palabra «chic» que las parisienses dicen, como las argentinas «saison»). Venía ahora acompañada de un rasurado pálido, con facciones brutales de hombre de teatro.

—Es Fleury; un cantor montmartrense —explicó Germaine.

Las mujeres se saludaron, abordando un diálogo de excusas. No se veían más a menudo, a pesar de desearlo, por sus costureras, sus ensayos, sus obligaciones.

Los hombres, a distancia, miraban sonrientes las efusiones gesticulantes de las lujosas vestimentas, esperando su turno de entrada.

Luego, las presentaciones. Ellas, sin consultar, convinieron una comida, y Raucho se apresuró a invitar, no queriendo ser invitado.

Mientras volvían de tomar la diaria píldora de aire, consumida metódicamente por Germaine, ésta habló de su amiga.

—Es una persona caprichosa, desordenada; vive a borbotones.

Raucho dejó andar su fantasía a pueriles sueños de vanidad. Esa mujer en vista, cuya silueta en «affiches» brutalmente coloreados hacía contorsiones en todas las calles de París, le tentaba como un lauro de gloria. Sonrió fatuamente, hizo correr el pulgar bajo la solapa para abultar el pecho y arrastró casi el puño de oro de su malaca, cogida cerca del regatón.

—Estás raro hoy. ¿Por qué sonríes?... No dices una palabra.

—Pienso en tu amiga.

—¿Sí?... Es gentil decírmelo; por lo menos eres franco.

—No veo el pecado.

—No es para ti... necesitarías muchas cosas que te faltan.

—Pero si no tengo ningún interés especial... soy un salvaje cualquiera, venido de muy lejos, para conocerlas a ustedes. Me presentas una celebridad, vista mil veces en revistas ilustradas... me encandilo como si viera a Cleopatra... vaya un motivo para tomarlo a mal.

—No sé... tal vez un presentimiento.

—¿Lloras ahora?

—Déjame... es mi tontera que se va.

—¿Has concluido?

—Sí.

—No eres muy tonta.

—¿Por qué me dices eso?

—Por nada... ¿Se te pasó?

Ya no se acordaban.

Nina

Para estar más cómodos, habían pedido un salón reservado. La mesa debía estar dispuesta a las ocho, y destinado a facilitar la intimidad, agregose un piano; uno de esos planos aguantalotodo, que los patrones poseen a disposición de clientes que van a beber.

Raucho llegó temprano, queriendo que todo estuviera a la satisfacción del deseo más difícil. El «menú» abundaría en platos condimentados: mariscos, salsas, lo que apetece aquel mundo nocturno de mujeres, ávidas de manjares exacerbantes.

Luego de vistos y aprobados los vinos y corregidos pequeños detalles, se impacientó reloj en mano.

Germaine llegó la primera, ignorando el papel que su amante se preparaba a hacerle representar. Cuarto de hora después entraban los invitados y la conversación se inició como entre viejos conocidos.

La comida empezó con un ruido de sillas, cuatro o cinco aprobaciones por la coquetería un poco pomposa de la mesa.

Se habló de teatro ligeramente. El Martirio de San Sebastián ocasionó frases burlescas. La Rubinstein fue tratada como un San Sebastián; Nina contó una anécdota sobre d'Annunzio y la risa alcanzó su apogeo cuando Raucho le nombró por su verdadero nombre.

Luego fueron los «ballets» rusos: eso sí era un espectáculo. Nijinsky fue calificado superhombre de la danza, y no quedaron palabras para la Duncan, bailando Bach.

De ahí se siguió discutiendo música. Debussy y Strauss fueron puestos frente a frente: uno era un delicado, lleno de inspiración, aseveró Fleury, y el otro un matemático, para quien la armonía... y se falló unánimemente que no tenía inspiración.

Se comentó Nikisch y Weingartner: Nina había oído a Mottl. Raucho prefería a Toscanini en Wagner.

El salón de pintura pasó a su turno, y se dijo «pompler», original; un artista era histérico.

Pero, ¿de quién sería el premio en la exposición de Roma? Zuloaga era nombrado en primera fila; también Anglada tenía todo un público, y Raucho peroró sobre pintura española, de oídas. Nadie contestó; Mancini, Zorn, Sargent, cuyos nombres se habían grabado en la memoria de Raucho, eran desconocidos, y se pasó a Bonnat, a Menard, se concluyó en Rodín.

Se sostuvo que harto de gloria, y habiendo concluido su obra, quería ahora reírse de la gente. Su última escultura, presentada al Salón, nadie la entendía, y en cuanto a aquel mamarracho sin piernas, sin brazos, compuesto de un solo torso inconcluso, sucio, con aspecto de antiguo, era una cosa (doble sentido comprendido) sin pies ni cabeza.

Al tercer plato las voces se interrumpían; Nina golpeaba familiarmente la mano de Raucho; Germaine reía fuera de tiempo; Fleury, más calmo, ubicaba sus eternas frases en el momento deseado, evitando que la conversación saliera de su tono jovial.

Se hablé de aviación. Germaine «en raffollait», y si no había volado era porque...

Raucho planteó una apuesta sobre el próximo circuito. Para él era Garros, Nina iba por Vedrines y Fleury prefería la perseverancia, llena de méritos, de que hacía prueba Train. Raucho se acaparó del malogrado Chávez, como una gloria de su tierra; pero parecía que era peruano o francés hijo de colombianos, y se suscitó una discusión movida sobre el asunto.

Germaine decía disparates; volcó una copa de chambertín, se mojó las sienes y detrás de las orejas, creyendo fuera champaña.

Las botellas se descorcharon ruidosamente, presagiando su efecto; una derramó gran parte del líquido y Nina gritó, levantándose precipitadamente las faldas, altas hasta las rodillas, aunque estuviera a dos buenos metros.

Fleury mostró cómo se abría sin derramar y, los vasos llenos, se brindó por el vientre de Fallières, la espumadera de Molard, el éxito de d'Annunzio y la publicación de un diccionario Rubinstein.

Concluida la comida se recurrió al piano. El actor se sentó en el taburete y, tras breves acordes, insinuó una canción de esas que llaman picarescas. Germaine, cerca del piano, tenía, según su decir, «la cuite musicale», y manifestaba su contento con frases pequeñas, en que «delicieux», «charmant» y otras palabras símiles volvían con empeño, mientras apoyaba su mano en el hombro del pianista que, animado por los elogios, enlazaba canción con canción. Ésta era una nueva, que el público no conocía aún.

Sonaron los vulgares acordes de un vals lento. Raucho y Nina lo bailaron.

—¡Oh, encore, encore! —suspiraba Nina, al caer de los últimos compases. Pero Germaine, el brazo sobre el cuello del músico, le rogaba cantara aquella otra que empezaba: la laralala... la.

—¡Ah! ¡Ah! —murmuró Raucho—, vaya por el cambio. Y haciendo ademán de volver a bailar envolvió a Nina en sus brazos, buscando sus labios para ahogar la palabra de protesta que veía venir, y como ella quisiera desasirse, apeló a sus fuerzas de hombre. Cuando la sintió abandonada, diole libertad y no tuvo sorpresa al sentir que le devolvía su caricia.

Los del piano insistían: ella en cantar justo, él en adivinar cuál de sus canciones querían indicar los desafinamientos.

Raucho sentía pesar sobre él la mirada de Nina y, seguro de su victoria, hacía el indiferente. Una extraña emoción le vencía y se preguntaba si no caería en la trampa. Nina manaba un poder preciso; se le adivinaba voluntariosa, acostumbrada a la obediencia en sus menores caprichos.

Raucho diose cuenta de que no tendría su habitual poder de don Juan, desinteresado por su presa, y se empeñó en no ceder.

Sin embargo, por primera vez sentía a alguien más fuerte.

Concluía de cenar en un restaurante vecino a su apartamiento. En espera del cigarro pedido, entreteníase en saborear un resto de diminutas fresas y pensaba en Nina, mientras pausada, golosamente, reventaba contra el paladar las olorosas frutas, que se disgregaban en perfume.

Alguien le habló: era el criado de su servicio; recibió de sus manos un pequeño sobre de color.

—Está bien.

Abrió la carta.


«Querido amigo:

No sabría precisar el sentimiento producido en mí por lo sucedido anoche.

Sólo sé que deseo verlo lo más pronto posible, y espero venga esta noche.

Hasta luego. El tiempo que ponga en venir me demostrará el interés que por mí se toma.

Nina.»
 

Una sonrisa fatua fue el comentario.

Raucho prendió su cigarro, entró en su sobretodo, púsose los guantes con la pausa del hombre que se respeta; luego pidió un taxímetro mientras leía la dirección al pie de la misiva.

Era en el barrio de la Estrella, un apartamiento en una gran casa nueva: reja de hierro, cámara de conserje, un ascensor, como todos, que sube lentamente.

En el segundo piso una coqueta mucama abrió a Raucho la gran puerta estriada y le introdujo, sin preguntas, a un saloncito.

Una emoción satisfecha lo avaloraba. Me esperan, pensó mirando en torno suyo.

Todo tenía un aspecto nuevo y rico. Pendientes como cuadros, varios kakemonos japoneses, cortados, se europeizaban en marcos; pero Raucho no tuvo tiempo de curiosear más; sintió una persona aproximarse y la silueta de Nina se deslizó entre sus chiches, con pasos mudos, envuelta en un batón de color unido, que le dibujaba en el pecho un triángulo de piel lechosa.

Le extendió ambas manos con ademán confiado, y luego que Raucho las hubo besado galantemente lo arrastró hacia adentro.

Hubiérase dicho el escritorio de un hombre; pero ciertos juguetitos bien femeninos trivializaban su aspecto.

En los muros, varios dibujos de Faurain, otro de Sem con dedicatoria.

—¿Es usted?

—Sí.

—¡Oh!

La ridiculización de un movimiento habitual le desagradaba.

Se sentaron. Ella ofrecía té para decir algo; él aceptó para tener el pretexto de una actitud.

Se sentía corto y no quería confesárselo; fingió interesarse en una miniatura. Las cabezas se acercaron; Nina comenzó a explicar... unos rizos mal sujetos nublaban a Raucho la vista... y fue la sucesión de pequeños incidentes que se desenvuelven como un ovillo, hasta que la cuerda se extiende, vibra, acaba por romperse con un quejido.

Vivieron un romance de amor.

Raucho estaba dominado por aquella mujer, deseable más allá de lo que imaginara; su conversación instruida, sus maneras naturalmente cultas le sorprendían, conociendo por referencias su temperamento depravado.

Cerca de ella Raucho callaba, pareciéndole, en cambio, naturales los gestos de adoración, y se dejaba andar a un estado adormecedor de planta que se escucha germinar. Pero cuando se separaban toda tranquilidad desaparecía; el movimiento le era necesario y de noche el sueño le escapaba como un horizonte.

Horas largas adoraba un detalle de su rostro: la altivez coqueta de su nariz, la sonrisa dormida de sus ojos, que se alargaban en los rincones exteriores, por un pesado rasgo de lápiz; el brillo de sus dientes risueños, en el paréntesis de los labios voluntariosos y cargados de rojo; la boca movible, varia, capaz ella sola de expresar toda la vida de una belleza; boca que sabía desde el más pueril contento hasta el dolor del goce practicado como un rito.

Y también le subyugaban sus modales: el timbre de su voz, las palabras dichas.

La voz de Nina poseía, en efecto, un grado emotivo poderoso. No podía alzarla sin volverla insegura, muy débil, infantil, cuando preguntas directas la obligaban a contestar algo cariñoso y sincero; entonces el escalofrío de su nervadura empañaba la pureza del timbre, y después de dichas las palabras quedaba incómoda, desnuda.

Nina era romántica y negaba un sensualismo turbulento. A ella, de Raucho, le gustaba la boca, y Raucho conocía el alma de sus labios.

Sin dejar de quererse, hubo un «no» en el acuerdo habitual sobre todas las cosas; más tarde apareció un «quiero» y, poco a poco, ambos tiraron hacia su lado con ruegos, mimos, exigencias o persuasiones. Como dos caracoles, un momento salidos de sus casuchas para un encuentro de antenas, cada cual se encogía hacia su interior, pretendiendo arrastrar al otro.

Volvieron a salir a instancias de Raucho, y el teatro, el «Bois», las carreras, en fin, todos los lugares habituales de ese mundo parisiense, recuperaron la lujosa presencia de la conocida artista.

Raucho no ignoraba lo que podía decirse a su alrededor; imaginaba que la momentánea desaparición de Nina habría dado qué hablar y los comentarios correrían sobre su ostentación de un nuevo capricho.

Un tiempo le sirvió para saborear estos placeres de vanidad. En él renació su natural de conquistador y se entretuvo en hacer la corte a cuanta mujer bonita encontraba a su paso, por el solo placer de verse correspondido.

Nina se apercibió de este manejo y se mostró indiferente.

Una noche, la noche del «Gran Prix», en la más ruidosa de las múltiples mesas que impedían la circulación del servicio en l'Abbaye Albert, Raucho, en compañía de un grupo de compatriotas, hacía honor al champaña.

Nina parecía preocupada por un desagrado reciente y se apartaba en su tristeza, cuando la silueta de Fleury la despertó de sus cavilaciones.

—Mira quién va ahí.

Raucho, en buena disposición de espíritu, invitó a Fleury, y la alegría siguió aumentada por una persona.

Nina aprovechó la ocasión, exagerando atenciones para el recién llegado, de modo que pudieran ser vistas de todos, y aunque Raucho fingiera abstraerse en una conversación con una vecina, Nina pudo darse cuenta de que tocaba justo.

En efecto, esa comedia en público hería a nuestro héroe en pleno amor propio.

Así siguió la noche; bebieron mucho, y sólo en el automóvil, que los volvía a casa, Raucho habló con un tono irónico, que presagiaba sus deseos de buscar chicana.

En tan malas disposiciones entraron al apartamiento. Raucho arrojó, rabiosamente, sombrero y gabán sobre el lecho, y Nina comenzó a desvestirse, como si estuviera sola, canturriando entre dientes.

Ambos temían interiormente una solución definitiva, y esta debilidad les aumentaba la ira.

Raucho fingió irse.

—¿Te vas?

—Sí.

—¡Oh!, no creas que te retengo... al contrario, me harías un favor en no volver.

La apartó bruscamente.

—No te falta más que eso... vengarte en una mujer...

—¿Vengarme?... ¿De qué?

Sus cuerpos se tocaban. Nina, las manos detrás de la espalda, el semblante alzado como días antes, para entregar un beso, deletreó con hiriente pausa:

—Estás celoso de Fleury y, como eres un cobarde, las tornas conmigo.

Raucho se sintió precipitado en el vacío, de una ira brutal, y sin medir la fuerza del golpe fustigó con su mano abierta el rostro que parecía brindarse al agravio, e ignorantes ya de lo que hacían, cegados por una misma torpeza, seguíale ella insultando con palabrotas de innoble caló, él vengando los insultos con la mano.

Raucho, preso de un vértigo desconocido, se irritaba a cada golpe, como si lo recibiese, y se ensañaba redoblándolos de vigor.

No vio que ella caía, y como iba a proseguir, sintiose las rodillas abrazadas y la voz de Nina, rota en sollozos, que le imploraba perdón con mil palabras sumisas.

Se deshizo de aquella histérica tenacidad, dejándose caer en el sillón más próximo, extenuado, rendido por la violencia experimentada.

Pero Nina se arrastró hacia él y, la cabeza escondida sobre sus rodillas, continuó su letanía, obstinada en rebajarse, en arrastrar su alma herida a los pies del bruto. Hablaba, hablaba, mientras mordía, llorando, un pequeño pañuelo, con lo cual volvía ininteligibles sus palabras. Como Raucho permaneciera mudo, levantó hacia él la mirada.

Un golpe ensangrentábale la nariz, y habiéndose sucesivamente enjugado sangre y lágrimas, teñíasele de rojo el semblante. Los ojos, la boca, se le habían hinchado, como acontece a quien mucho llora. Sobre uno de sus labios, el color violáceo de un moretón comenzaba a abultarse, y en el cuerpo, semidesnudo, grandes manchas rosadas marcaban la mano con nitidez.

Todo esto miraba Raucho con expresión de ausencia, y como permaneciera embrutecido, tomolo Nina entre sus brazos, mojándolo con su llanto, ofreciéndole su cuerpo, sacudido por largos espasmos, trasmitiéndole su locura, hasta que sus cuerpos entrelazados cayeran pesadamente sobre el lecho.

El amor de Nina lo acaparó, lo subyugó, se apoderó de él como nunca.

Los días se siguieron como si una laxitud de vivir los privara de movimiento. No podían salir, y Nina tuvo que dejar un tiempo sus trabajos para esconder las marcas de su semblante.

Raucho se dio cuenta de que esa actitud sería la que guardarían siempre: él, despreciando esa sumisión de hembra a la brutalidad de su fuerza, pero ligado a ella por los sentidos; ella, apasionada en los momentos de delirio, pero provocante, agria, hostil en la vida ordinaria, para caer a veces a ser servil por una caricia o resistirse tenaz para gozar los vejámenes del estupro.

El dinero concluyó por agotarse. ¿Cómo había sucedido? Raucho lo ignoraba.

Sin embargo, tuvo que pensar en irse, sin por esto hacer activo tal propósito. La carga de inútiles cavilaciones le pesó, y en un momento de fatiga habló de su posición a Nina.

Tentaron un telegrama al padre, que decía su necesidad con alegatos y pretextos, que por diversos se desmentían.

Recibió Raucho una contestación breve, imperiosa, en que, sin hacer caso de sus protestas, se le ordenaba entrar en Buenos Aires en el término de un mes. En momentos en que sucumbía a una lucha dura, estas palabras le parecieron un egoísmo de padre despreocupado. «No le mandaré más nada», fue la expresión que encontró en Raucho más indignación. Era ir demasiado lejos: una amenaza no le hacía retroceder nunca y tentaría la suerte en el juego, como lo había proyectado con Nina; después ya verían.

Las mañanas lívidas. ¡Todo inútil! ¿A qué ese movimiento de vida que renace cada día?

Raucho caminaba abrumado por la fatalidad de su suerte.

¿Qué le quedaba por hacer? ¿Qué importaba la elevación de la deuda?

Continuaría; mientras el crédito durara una esperanza de salvación se mantenía. Podía, en un golpe feliz, recuperar lo perdido, pagar e irse. ¡Oh, sí; irse! Salir de esa vida que le imponía esclavitudes hasta en sus placeres.

Tres colorados se siguieron. Tenía delante suyo billetes y oro, acumulados pacientemente. Jugó al negro.

—¡Nada va más! Las cartas se alinearon una después de otra, como en los avisos luminosos nacen las letras.

—Colorado gana y color.

Los billetes fueron barridos con indiferencia insultante.

Raucho se levantó; le llamaban los números cantados allí en la ruleta, y él iría como chingolo imbécil al acerado pico del caburé.

Sintió que le tocaban el hombro. Era el de todas las noches. Raucho le daba un consejo, aceptado como palabra divina, y era caso diario, cuando cerraba el juego, ver la misma silueta incierta de fuego fatuo tenderle la mano (un paquetito de huesos y agradecerle, diciendo el monto de su ganancia. Concluyó por ser para Raucho el espectro de su desgracia, tolerado como un sufrimiento ineludible.

Así conoció a otras personas. Todos le creían rico, por el desenfado aparente con que perdía. Pero la ficción era abandonada al cerrar la portezuela del automóvil.

Aunque sufriera, su amor propio escondía ese sufrimiento y sólo una noche, la suma perdida siendo enorme, doblegole el dolor.

Luchó contra el nudo que le ahorcaba angustiosamente. Nina le hablaba. Se limitó a contestar con un movimiento, y como su compañera notara su estado, dejose consolar. Sintió los dedos que temblaban; la miró y vio sus ojos turbios. Entonces no resistió más, la ternura de Nina fue la última gota y habló, diciendo por fin todas sus torturas escondidas, rendido por un lamentable llanto de energía quebrada.

El carruaje corría en la noche como un destino, llevándolos abrazados, cerca uno de otro, unidos en una acongojada exaltación, cercana del gran amor.

Tuvo peor suerte que de costumbre; durante diez vueltas había redoblado y sentía la sorpresa de verse sin medios.

El personaje mala sombra no quería creer a sus ojos, y miraba como implorando al dios de su suerte que no quedara en ese trance.

Nina jugaba en la ruleta y Raucho se aproximó a ella, que le mostró, orgullosa, su ganancia.

—¿Y tú?

—¿Yo? He perdido.

—¿Todo?

—Sí, todo.

—No es posible, ¿en este momento?

Nina liquidó. Mientras cruzaban el salón, dijo en voz baja:

—¿Quieres dinero?

—¡No!, lo perdería.

—¿Qué vas a hacer?

—Esperarte. Ya que estás en racha, puede ser que recuperes lo que he perdido.

—¿Cuánto traías?

—Cinco.

—Yo he ganado tres, voy a ver si completo el monto de tu pérdida, para que sigas.

—¿Crees que voy a aceptar tu dinero?

Nina se hizo persuasiva.

—Pero si te traerá suerte.

Raucho sonrió, encogiéndose de hombros.

—Bueno, ve a ganar tus dos mil y no discutamos tonterías.

Paseó solo de mesa en mesa; siguió el juego de un barbudo afligido de suerte y se enervó pensando en el partido que él sacaría.

Su resolución estaba tomada.

¡Con tal que no haya perdido!, pensaba apresurando el paso hacia Nina.

—¿Y?

—En este momento invierto mis fichas, cinco mil justos.

—Dámelos.

No agradeció siquiera; llegó a la mesa con la sonrisa del que ha conseguido, a costa de larga espera, lo que deseaba.

Ganó postura sobre postura, hasta el cierre de la casa. Salió alegre; dio a Nina su dinero, sin acordarse de que lo había aceptado sin seguridad de poderlo devolver.

Abandono

Una semana bastó para ello. Ahora veía su deuda imposible de cubrir. Pero no quedaría en manos de esa obligación, para con una mujer de la condición de Nina. De todos modos, quería restituirle el valor de sus alhajas.

Tan poco, pensaba, hubiera costado a su padre el envío de una suma, que no podía causarle perjuicio mayor.

Un rencor ciego le impulsó a una vileza. La última carta de don Leandro le hostigaba. Sin ella, los malos recursos se hubiesen evitado.

Y Raucho culpó de todo a ese maldito papel, en la necesidad de encontrar un desahogo; y sin meditar, ensoberbecido de ira, se hizo fuerte de sus derechos, reclamando, en una carta insolente, su parte de la herencia materna.

No lo había hecho y ya quería volver sobre su acción, pero era tarde, y en la espera del desenlace su descontento le empujó a todos los excesos. Las escenas con Nina redoblaron de violencia y se repitieron frecuentemente.

Transcurrido cierto tiempo, llegó la rendición de cuentas de lo que le pertenecía; partes del testamento de su madre, todo hecho en provecho de sus hijos. No quiso verlo. Los intereses producidos, los detalles de administración, le eran enviados como a una persona extraña.

Raucho no quería darse cuenta de que eso fue obra de su inconsciencia y se conformaba como si los hechos vinieran de una voluntad mayor.

Acompañaba a estos papeles la ruptura definitiva:


«Me he ocupado de todo; pero, muy a pesar mío, las cosas deberán tardar más de lo que deseo.

Pienso poder, sin embargo, adelantar con mis propios medios los valores necesarios.

No quiero, por precipitación en la venta, perder inútilmente dinero.

El campito que compré en H. dos meses antes de la muerte de Rita, vale hoy el triple de lo pagado entonces. Y la parte correspondiente puede ascender hasta doscientos mil pesos. Mi abogado mandará paulatinamente las cuentas detalladas.

Leandro Galván

Raucho quedaba abrumado, como por una noticia de muerte. Evitaban tutearle y dedujo que la severidad paterna nunca perdonaría.

Los últimos meses pasados tomaban aspectos brumosos, mientras su existencia anterior volvía en detalle.

Sacó al azar otra carta:

«Querido hijo: Los asuntos no marchan como lo esperaba. Hemos peleado en lo posible contra la seca...»

Seguían datos en tono confiado.

Raucho pensaba en la indiferencia con que había leído esas líneas. Más adelante decía:

«Qué quiere, amigo, no siempre salen las cosas como uno las desea.»

Era tocar delicadamente el sentimiento de interés del hijo, por los fastidios que él sufría. Pero, nada de eso; bien inútiles eran las últimas palabras de consuelo; el poco éxito de los negocios paternos había dejado frío a Raucho.

¿Y a eso había contestado tan egoístamente? ¿Tan fríamente lejano? ¿Y por qué? Por una depravada hábil, que, a pesar de sus pretensiones de don Juan, le hiciera instrumento de vicios ultrajantes. Mas no tenía energía para mantener su enojo; preso de un cansancio que te embotaba, siguió ese día su vida de siempre, marchando a impulso involuntario.

Y quiso un desquite a los malos ratos. Se lanzó a todas las distracciones que podían ofrecerles sus medios de dinero.

La suma, siendo fuerte, borró las preocupaciones de duración. Un día concluiría; que fuera más o menos cercana la época de ese desbarajuste, ¿qué importaba?

El primer paso estaba dado irrevocable y se dejó resbalar sobre el camino de descenso.

La bebida le sostuvo en sus largas noches de orgía. Engañó a Nina en cuanta oportunidad se presentaba. Tuvo enconos que duraban días, y volvía inmundo de sus degradaciones, cada vez más pálido, debilitado de físico, trayendo en su persona impresa una decrepitud prematura. Exigió de su querida una sumisión completa, y hubo en ella como un placer de verse maltratada, despreciada, que la volvía furiosa en sus espasmos, contagiándole su delirio, ahondando la unión de odio.

Con todo esto, íbase el dinero sin saldar deudas. Raucho quiso sacarse el lazo que le ahorcaba su orgullo de hombre sin obligaciones, y decidió para ese rescate una temporada en Montecarlo. Tentaría la suerte nuevamente, con la esperanza de librarse de vergüenzas y salir de aquel cepo moral.

En febrero tomaban el tren y las primeras libertades le infundían confianzas.

Decidieron quedarse en un punto vecino a Montecarlo, buscando tranquilidad y sol marino, en contrapeso de las emociones trituradoras que les daría el juego.

Al día siguiente de embarcados llegaban a la costa. Montañas pobladas de jardines y quintas. Pequeñas ciudades, tiradas ladera abajo, como regueros de piedras blancas.

El tren costeaba el mar, recortado por avances y entradas de cerros, vestidos de villas para veraneo, claras como conchas resacadas ahí, por el empuje de un día bravo. Transparente, el agua joya de los orientales, hacía ñandutís de espumas movedizas, en las bahías amodorridas por lejanas furias.

Afuera, un viento recio decapitaba las olas en polvo blanco y una vanguardia de aire salino amplificaba los pulmones.

¡Qué sueño extrañamente tranquilo el de esa noche! ¡Qué sorpresa el mar de siempre, bajo el sol matinal!

Resolvieron descansar unos días, antes de arriesgarse sobre los tapetes.

Raucho se sentía desligado de antiguas trampas. ¿Debía? Sí, pero era un hombre todavía apto a recobrar su poder corporal, y pulsar una vida fuerte en sus venas. En cambio, vivía en la sombra de un agujero ficticio, para salvarse de compromisos que podía eludir. ¿Qué le importaba el mote de sinvergüenza, ante ese derecho que ninguna moral humana puede cercenar?

¿Nina?... cortar con ella sería operarse un cáncer. Nina era una degenerada, una falsa metáfora de belleza.

Sin embargo, era hermosa al sol y juvenil. Nada de la inconsiderada aplicación de afeites había envilecido su frescura y al borde de la naturaleza, en la ventana, cuando Raucho oprimía el rostro amado con dolor, bajo un derrumbe de luz, mirábala profundamente con el deseo de amarla de otro modo, simplemente, como el universo.

Y ¡qué placer ver el día, mirar un paisaje nuevo!

La mañana se iniciaba con acordes de oro, mientras una voz meridional ascendía hacia la ventana.

Raucho no podía dejar de hacer el parangón, de esas canciones, de esas voces, de ese idioma, con las canciones que en París habían llenado sus oídos.

¿Existió aquella pequeña calle?... ¿Fue real aquel apartamiento mezquino y sombrío?... ¿Aquellas mañanas pesadas y la indiferencia de levantarse para vivir?

En pleno tocado matutino, cuando los rayos recién nacidos van a acostarse sobre las faldas rojizas de la montaña, los pueblitos blancos y rientes como una espuma de ola encaramada en los cerros, el mar tranquilo como una seda azul tirada hasta el horizonte, se desembarazan de la noche; tal un principio de iniciaciones alegres, una irrupción de voces entra en el cuarto, al encender Raucho la ventana. Y Raucho piensa con inesperados deseos de viaje, que más al Sur, siguiendo la costa-arabesco, entre una altura y un nivel de agua inconcluible, se encuentra un pueblo estrechando una bahía, donde se vive intensamente, riendo, amando y odiando, sin pensamientos importunos.

El tren paró en una pequeña estación.

Raucho se sorprendía de aquella llegada brusca; esperaba algo como un anuncio antes de frenar en el célebre Montecarlo.

Sin tiempo para fijar los detalles: un corto camino, el ascensor y algunos pasos, le colocaron frente a la entrada.

Luego el formulario habitual de preguntas, llenado a prisa, para conseguir tarjeta de acceso. Muchos uniformes, mucha luz, más gente, y el pasear de los fumadores apurados en despachar su cigarrillo, para volver a fumarse su dinero, el de los otros, a veces la vida...

La gente jugaba poco y Nina contó, con la rapidez necesaria, un total de doscientos cincuenta francos sobre el primer tapete.

Más adelante, un viejo arrepentido tal vez de una audacia fuera de su costumbre, pretendía sacar de la tercer docena dos luises, después de la voz «nada va más» del croupier, que atajó el gesto, sin salir de su tranquilidad. Y el anciano de enorme barba cana se rascaba la cabeza, sonriendo como un niño cogido en falta.

Momentos después, una discusión se eleva entre una alemana apoplética, rematada en un sombrero caricaturesco, y un señor extranjero, de nacionalidad dudosa, que a pesar de un vestir extremadamente correcto, reclama un dinero substraído, según él, por la dama roja de honor ofendido.

La discusión culmina y la dama, con los ojos saltones, llega hasta querer vengarse del insulto con el rastrillito del croupier.

Se interviene; en la calma de un momento, el pagador pregunta al señor de vestir extremadamente correcto de cuánto se trata. Un luis —dice éste—, y la pequeña moneda corre sobre el tapiz, para desaparecer en la palma voraz, como un metálico escarabajo en la boca insaciable de un sapo.

Algunos mirones se han reído de la escena, la dama sigue protestando, y el señor de nacionalidad dudosa abandona la mesa para él desagradable, donde en adelante será vigilado.

Vivieron en continua exaltación, curvados sobre las fichas que sonaban frías y óseas, en una invariable fuga.

Raucho perdió, con escasas rachas a su favor, y despojado de cuanto poesía, hasta pensó en el vulgar suicidio de los que han dejado fortuna y honor, sobre un imbécil tapiz verde, cuadriculado de blanco.

¡Momento irremediable!

Dos meses después encontrábase Raucho en París, debiendo lo que debía, atado como siempre a Nina y a su vida pasada, como perro a sus cadenas.

Inexperadamente, se encontró una tarde con Rodolfo y conversaron largo; éste sabía parte de su historia, como esas se saben en Buenos Aires. Pero todo lo que alrededor tejía la maledicencia mundana no le merecía mayor fe y quería conocer lo cierto.

La conversación iniciada con generalidades nada hubiera enseñado a Rodolfo, a no ofrecer el aperitivo en un bar de moda.

Comenzó Raucho por dar ciertos detalles. Luego mintió, pero bebió y bebió con una especie de furia y su lengua se hizo pesada.

Así lo hacía a diario para no pensar —dijo—, y contó cosas de su vida, las escenas de celos, los disgustos por dinero.

Su actitud iba cambiando, su voz haciéndose más difícil, más ininteligible, como si bajara a un pozo paulatinamente.

Él ya no tenía un cobre, pero ella ganaba para los dos; además, poseían como recurso cantidad de alhajas y piedras que podrían vender en caso necesario.

Después, confesó miserias privadas. Se engañaban mutuamente: él le pegaba, y usaban drogas excitantes en destructoras noches de lujuria.

Como hacía poco que Rodolfo llegara de Buenos Aires, Raucho le interrogó a su vez. No tenía noticias de nadie, pues no había conservado una relación.

Habló del campo, de sus emociones tan sanas, complaciéndose en evocar recuerdos infantiles. Se atrevió a hacer preguntas acerca de su padre, de sus hermanos que lo despreciarían. Se esforzaba en dominar su emoción. Sufrían ambos. Exigió detalles sobre la vida pura de su hermanita.

Rodolfo le observaba: había perdido su antigua silueta resuelta y orgullosa; estaba pálido, sus pupilas olvidaron la audacia, y no miraban de frente al hablar. La antigua desenvoltura de sus gestos había desaparecido.

Pero se levantó con movimiento brusco. Insistió en que comieran juntos; irían después al teatro y le presentaría una chica que andaba ahora con él. Diciendo esto quería reír. Y se despidieron.

Se retiró caminando lentamente, la cabeza agachada, los hombros encogidos.

Detúvose a unos pasos y llamé:

—¿Cuándo te vas?

—Dentro de dos meses.

—Yo voy a salir de París y puede ser que no te vea más.

Quiso decir algo. Tartamudeó. Involuntariamente, Rodolfo oprimía sus manos.

—Cuando vuelvas a la tierra —dijo por fin—, al primer gaucho que veas dale un abrazo de mi parte.

Y se fue, como años antes soñaba en París, soñando con su tierra, pero desgraciadamente, sin ver a estos tardíos males de ausencia solución posible.

Raucho volvió esa noche muy tarde a lo de Nina; una sorpresa te esperaba, decisiva para él.

—La señora se ha ido.

—¿Por qué? ¿Cuándo?

Quería saber y la mucama te contestó, como tenía orden de decir al señor, que no se ocupara más de ella.

Mediante un luis, aclaráronse misterios.

Nina se había marchado a Bruselas con una contrata.

—¿Sola?

—No, acompañada por el señor Fleury.

Raucho estaba demasiado decaído para experimentar una reacción. Creyó un momento que iba a llorar con muecas ridículas de chico. La mucama lo miraba compasivamente.

Voilà... c'est bien fini. Comentó con voz insegura y dando la espalda, se fue.

Se encontró en «Maxim's» frente a la misma mirada preñada de insomnios que hacía mucho tiempo le pusiera en el camino de los peores excesos y la sensación le arrastró sin voluntad.

¿De qué modo?... no sabía, pero se encontraron juntos poco después.

La noche siguió, también la orgía y las mismas palabras de amor volvieron por camino sabido.

—¿Quieres hacer una locura conmigo? —dijeron los labios siempre hinchados, como bajo una mordedura reciente.

—¡Todas!

Y hasta el lecho, la misma tortura los arrastró entregados. Hubo apuro por llegar a lo esperado. La botella de éter quedó tirada sobre las sábanas, al alcance de la mano, y tras las primeras absorciones, fueron precipitados en la sed inextinguible.

Hablaron mucho sin escucharse y concluyeron arrancados de toda razón. Una cosa inmaterial, flotante, una vibración apenas.

Fue noche poblada de muchos sueños, sino de uno. Sin fuerzas, vagos e imprecisos, como un borrón cuya mancha incolora persiste.

El medio día los despertó, quebrados, dolientes, como telas de araña desgarradas de cansancios colgantes.

Para entrar en lo real, apelaron a medios violentos. Una silueta, una carita hinchada e infantil, borrosa de sueños pesados, se acercó a Raucho:

—¡Tengo hambre!

Placer inocente de dos miradas, que se confiesan la complicidad del vicio.

Unieron sus labios. Una caricia que Raucho hubiera llamado por todos los medios, y que iba a él sin esfuerzo alguno.

Ebriedad. Nueva ebriedad más completa. La mezcla de dos alientos envenenados, cuyo reciente extravío queda impreso en la flotación de un perfume persistente y violento.

Amarse como dos pensamientos en un cerebro borracho.

Raucho se sentía aplastado, insignificante, vacío como un bolsillo dado vuelta. Había gastado su contenido. Nada más.

De toda su vida rota, sobrábale un dolor agudo, y un enervamiento punzante despertaba en él, al menor contacto de las cosas que, indirectamente, pudieran traerle un recuerdo de Nina. Como después de una operación, quedábale el cuerpo con una potencia de irritabilidad aguda. Cada latido de su corazón era una gran burbuja de dolor que le reventaba en el pecho.

La noche era un tembladeral de penumbras, la nada, el vacío, y los tugurios nocturnos, agujeros de luz dentro de los cuales había movimiento y ruido suficiente para pasar un momento aturdido.

Odió a París, pulsando su vida enferma; ese París que antes había imaginado como una ciudad hembra en espera, pero sin sus tumores.

Odió a Montmartre, que la noche enciende como sexo luminoso de ardores lúbricos insaciables, de quien había ignorado la lepra.

Peregrinó inconsistente como un harapo las calles inconcluibles, con la sensación de que la gente que cruzaba era vieja, muy vieja, como gastada por los años.

Iba a teatros, conciertos, haciendo tiempo para sumirse en el único ambiente apto a borrar su vergüenza, y muchas noches, detúvose sobre algún puente del Sena, que acarreaba lento su secular y sórdida tristeza mientras las luces sobre su pálida superficie inerte lloraban largas lágrimas de fuego.

Ya no pensaba en rescates; escoria de su sociedad a la cual devolvía odio por desprecio, sin energías para plantearse nuevos caminos, vivió del único modo para él posible: sin horizontes, sin salidas, como un lodazal adherente en el cual concluiría por submersiones lentas, evitando la desesperación que apresuraría su enlisamiento.

Levantose al anochecer, vago de restos alcohólicos.

Su primer apuro era concurrir al diario aperitivo, donde una media docena de «Martinis» le devolvían el calor necesario, y las primeras risas de una borrachera.

La noche le hundía en los «crescendo» de una incoherencia contemplativa, hablaba poco con amigos o compañeros, que se renovaban en torno suyo, «éste había llegado ayer, aquél se iba» y quedaba en sus hilvanes de fantasías desequilibradas, indiferente a todo, incluso mujeres, a quienes no concedía ya sino un compañerismo de vicio, absorbiendo drogas durante veladas que solían concluir en rechinar de dientes, sobreexcitados por nervios crujientes, como vidrios esmerilados bajo uñas de histerismo.

Y la nervadura de Raucho irritada como una llaga raspada a diario, vino a derrumbarse en un furioso delirio.

Solución

Cobró sus sentidos en un sanatorio. Rodolfo estaba a su lado, resto tal vez de pesadilla, durante la cual había aparecido como figura central de una tromba de incoherencias.

Convalecía:

Una afectividad inmotivada le hacía mirar cada persona como si le debiera la vida. Todo era bueno, todo reía, y los menores detalles de una vida insulsa se grababan en su alma, hecha a nuevo.

Las paredes frías y desmanteladas del dormitorio eran agradables a su debilidad. Frente a su cama, un lavatorio con lo estrictamente necesario. Más lejos un ropero, pintado de claro, y en otro rincón, una cama igual a la suya, esmeradamente blanca.

Supo que estaba allí traído por un amigo, y sin esforzarse en exigir detalles, vegetó un éxtasis de brote.

Permitiéronle leer, pero como la atención cansara sus ojos, el día hacíase largo, y sólo pasaba el rato alegremente cuando alguna enfermera o persona del servicio lo ocupaba con su conversación liviana.

Algunos restos de delirio solían sumirlo en torpes terrores sin razón.

Rodolfo era quien lo había traído.

Por los pedidos del pobre don Leandro, cuya vida ya golpeada se envejecía rápidamente a causa de Raucho, y también por interés de amigo, Rodolfo le había seguido de cerca, con la intención de sacarle de su envilecimiento, sin los eternos consejos importunos e inútiles.

Y un día conversaron:

—¿Cuánto dinero te queda?

Y luego de saber la situación de Raucho, entendiéndose telegráficamente con don Leandro, Rodolfo canceló deudas.

Cuando el enfermo se encontró a plomo sobre sus pies, vio entrar a Rodolfo con cara alegre.

—Ya tengo tu pasaje.

Raucho se había habituado a una docilidad de criatura.

—¿Para cuándo?

—Ocho días.

—Y vos, ¿hasta cuándo te quedas?

—Me voy también.

Un bienestar olvidado en tiempos que parecían lejanos, volvía en Raucho a activar su sangre. Le arreglaban su situación, le perdonaban sus vergüenzas, le sacaban como un borrego empantanado con un lazo seguro.

Asistió a sus propios preparativos, sin poder penetrar en la realidad de los actos. Era él quien se iba.

El tren se arrancó de París con alivio de espina.

Un mar brumoso y sucio, abrazado por el puerto sólido de Boulogne, arrullaba apenas el vapor en el cual, poco después, salían, se iban. Se iban mar adentro hacia el Océano. El Océano puro de gentes y de cadáveres o podrituras.

La ola sopapea de soslayo el barco y revienta con blanco estrépito de fuego artificial.

Ya han zarpado de Lisboa, de Europa. Raucho piensa en la pampa, de la cual se hace una idea magnífica. Desearíala rodeando al mundo.

Los días nacen, culminan, se apagan.

A babor, un montículo verde, orlado de espuma: Noroña, sola, surgente, como si la tierra, ahogada tanto tiempo, asomara hacia una burbuja de aire. Ya es América; el mar liso de los trópicos duerme bajo el sol, cuya trayectoria corta un cielo límpido en dos partes iguales. De noche el agua acuesta estrellas, que amodorra en su barcarola maciza, y las fosforescencias (marinas luciérnagas) simulan estrellas, que pestañean impotentes a hacer del mar un cielo.

Llegaban a Río. Al atardecer, Raucho sintió por primera vez su aire, su ambiente, como si el viento Sur que escoraba al barco tirara a puñados los recuerdos en su alma.

El lucero, tras una nube, degradaba su lumbre de brasa que se apaga, y el rojo del horizonte caía lejano, como todo lo que en Raucho resucitaba.

Sentíase más en sí mismo; parecíale recobrar la solidez de sus pasos, y su personalidad se precisaba, cristalizada en el ambiente suyo.

Entraron al Plata una noche de extraña cerrazón.

Por todos lados la traición de la niebla. El barco se desliza con cautela, anunciando la inercia de su mole, con anchos rezongos de sirena. Contestan perdidos campanazos de ciegos veleros, que han de temblar ante el encuentro; e infiltradas en la espesura húmeda, sin distancia calculable, tiemblan negras vibraciones, delatando otros colosos que, prudentes, bogan sus inertes deslizamientos.

Raucho no quiso al día siguiente subir a cubierta para ver la entrada a Buenos Aires. Dio como pretexto a su negativa la niebla, y quedó sentado sobre su cama, entre el bagaje pronto, con la cabeza floja, caída al peso de una tristeza que ahora le doblegaba sumiso.

Las máquinas pararon. Adivinábase el arrastre de los remolcadores, cinchando la enorme bestia, como cuando Raucho había salido dispuesto a todos los excesos que ahora lo sofocaban.

Se oyeron las voces, todavía lejanas, de los muelles. Leves choques indicaban la amarradura.

Rodolfo le sacudía los hombres, urgiéndole a que lo acompañara.

—Está Alberto en el muelle.

Raucho tenía una emoción invencible. Subió las escaleras. Encontró los ojos brillantes del hermano, que le abría los brazos. El único de la familia que podía venir.

Raucho se abatía ante el cariño, como ante un reproche.

Bajó a tierra; parecíale todo singularmente claro. Un ambiente tropical de verano se hamacaba en las palmas de la plaza que cruzaban.

Pararon en un hotel, y Rodolfo le significó que estuviera vestido al día siguiente, a eso de las siete de la mañana, pues pasaría a buscarlo.

Quedó conversando con Alberto, cambiado por los tres años de ausencia. Tuvo preguntas discretas acerca de los suyos. Esquivó detenerse sobre el punto, sintiendo la emoción siempre presente, y a la cual no quería ceder.

—Cómo estoy de cambiado, ¿eh?

—Muy flaco, pálido; pero te compondrá el campo.

—¿Cómo el campo?

—No me preguntes más. Rodolfo te dirá mañana... ése es un verdadero amigo.

Raucho calló.

Comieron juntos, y Alberto se fue temprano, recomendándole alistara ropa para algún tiempo.

Raucho averiguaba intranquilo, temiendo una inesperada confrontación con el padre.

—¿A qué estación vamos?

—¡Constitución!

Era otra cosa.

Sentado en la ventanilla, como en los tiempos de vacaciones, miraba el paisaje huir. Campo abierto, que había adorado con todo su vigor de hombre, y que ahora suscitaba una impresión seria, inmensa.

Sabía ya dónde iban. Recordaba un día de caza, un almuerzo, poco tiempo antes de su partida, y una mujer poderosamente emotiva, de cuerpo firme y bruna de aires abiertos.

Llegaron a la estación. El conocido andén parecía singularmente desierto, y el jefe, al descubrirse, lució abundantes canas.

—¿Te acuerdas —decía Rodolfo— de lo que me dijiste la primera vez en París?

—No hace tanto, para no recordar.

Rodolfo continuaba sonriendo.

—Ahí lo tenés a Telmo; dale vos mismo aquel abrazo que me encomendaste.

Raucho apretó simplemente la mano al gaucho, que le entregaba muertos y soso sus cuatro dedos adheridos.

—¿Cómo le va, Telmo?

—Bien, ¿y usté?

El coche rodaba por pleno campo, desnudo y fecundo, bajo el aire-luz.

—¿Y Asunción?

—Ahí está, buena... soltera... esperándote tal vez.

Y, al fin, llegaron a término de las emociones, desentumiéndose las piernas bajo el corredor de baldosas sonoras. Raucho reía porque sí.

—No ha cambiado nada.

A la tarde, volviose Rodolfo hacia la ciudad, no sin haber explicado a Raucho:

—Voy a ver a los de casa; vos quedás aquí de encargado... cinco por ciento... ¿te conviene?

—Aunque fuera de peón.

Cuando Rodolfo lo dejó solo paseó por el monte.

Día quieto de verano.

Un olivo se desparrama en hojas metálicas. En los troncos rugosos de los paraísos azulean fungosidades adherentes. Las raíces, sedientas, muerden la tierra agrietada. Un benteveo canta victoria con aleteadas alegrías. El monte sestea. Un durazno cae del gajo, girando sobre sí mismo, como un pequeño mundo, desgarrando contra el suelo sus mejillas rubicundas.

La tarde viene, viene. El monte se turba de noche, mientras Raucho camina por entre árboles hacia el río. E inesperadamente, sin las lentitudes de los crepúsculos europeos, se hace noche.

Una estrella madrugadora sale a recorrer su campo de cobalto, que paulatinamente florece en astros.

Raucho piensa cómo quiso ser todo menos lo que era. Su chiripá, sólo desprendido de la faja, se habrá envilecido en el polvo de caminos extranjeros.

Raucho se sienta bajo un sauce, cerca de una tosca, donde el agua había de misterios serenos.

Un pato silbón pasa perforando noche con gritos agudos.

Raucho, inefablemente quieto, se duerme de espaldas, los brazos abiertos, crucificado de calma sobre su tierra de siempre.


Junio, 9 de 1917.

Vocabulario

El siguiente vocabulario contiene palabras de uso común en nuestra provincia que no figuran en el «Vocabulario Rioplatense Razonado», de Daniel Granada:

ABRA. —Superficie de tierra escampada, entre un monte.

ALFILERILLO. —Hierba excelente para el ganado, denominada así por su forma de semillar, pues tiene como prolongaciones agudas, que también podrían compararse con la cabeza y el pico de una cigüeña.

ALZAPRIMA. —Correaje aplicado en la parte posterior de la espuela (sobre el «pigüé»), para evitar que la rodaja baje demasiado o caiga del talón.

ARISQUEANDO. (De arisquear.) —Acción del animal arisco.

ARREO. —Acción o efecto de arrear; se usa generalmente tratando de un traslado de «hacienda» de un punto a otro lejano.

ASPA. —Asta.

AVENA GUACHA. (De avena y guacha.) —Crece generalmente en los rastrojos.

AVESTRUCERAS. —Perteneciente a avestruz; se usa generalmente para distinguir las boleadoras avestruceras de las de potro.

BAILE DE DOS. —Denominación genérica de «Huellas», «Gatos», «Triunfos», «Malambos», etc.

BASTOS. —Cilindros paralelos de cerda, junco o mimbre, forrados de cuero vacuno o de carpincho, que sirven para armar el recado y de almohada para dormir en campo raso, cuando uno se acuesta en las caronillas y cojinillos, cubriéndose con las matras.

BATITÚ. —Ave muy apetecida por la exquisitez de su carne, de unos diez centímetros de largo, color pardo claro y que es llamada así imitando su grito; es de patas más bien altas, anda en bandadas y es muy sabrosa en la época en que semilla el cardo.

BEBIDA. —Abrevadero.

BOLEADA. —Acción o efecto de bolear.

BOMBILLA. —Tubo de metal o plata, utilizado para tomar mate. Es de unos diez centímetros de largo.

BRAZADA. —Medida equivalente a la braza y que se utiliza especialmente para los lazos.

CACHETEADA. —Dícese del ala del chambergo levantada con ostentación sobre la frente.

CAJETILLA. —Niño gótico; persona muy cuidadosa en el vestir; dícese generalmente a los puebleros.

CARRETILLA. —Semilla del trébol, en forma de pequeños discos dentados, muy engorrosa para las ovejas, en cuya lana se meten hasta el cuero.

CAUDILLEJO. —Caudillo de menor cuantía.

CEBADILLA. —Gramilla excelente para engorde, muy alta y jugosa, de tronquillos.

CERDEAR. —Operación que consiste en sacar la cerda de la cola y las crines a las potradas y manadas.

CHIQUERADA. —Número de ovejas que cabe en un chiquero.

CHUCEADOR. —Que hinca o pincha como una chuza.

CHUECAS. —Piernas del chueco.

CIFRA. —Cantar por cifra; modo especial y medio hablado de cantar, empleado con preferencia para el contrapunto o las décimas.

CINCHANDO. —Llevando algo a la cincha.

CINCHAR. —Llevar o tirar algo por medio de un lazo o correón atado a la cincha.

COMPADRE. —Individuo fanfarrón y pendenciero.

COPAS. —Redondeles de plata colocados a ambos lados del freno, sobre las jinetas, a la altura del atravesaño.

COPETONAS. —Martinetas copetonas; menos finas que las coloradas, pero grandes, hermosas y con un copete en la cabeza.

CORRALES. —Mataderos.

CRÉDITO. —Caballo preferido de la tropilla.

CUERPEAR. —Esquivar el cuerpo, evitando un golpe.

DESRANILLADO. (De desranillar.) —Cortar al caballo las ranillas, pelos que le crecen en las patas por la parte posterior, en la última coyuntura.

EMPACADIZO. —Que tiene la maña de empacarse.

EMPONCHADO. —Que lleva poncho puesto.

ENDEREZADOR. —Se dice de la persona o animal temeraria para ir al peligro.

ENHORQUETARSE. —Sentarse en el caballo en la forma usual, con las piernas abiertas en horqueta.

ESQUILA. —Trabajo de cierta época en que se esquilan todas las ovejas. Equivale en cierto modo a esquileo.

ESTAQUEADERO. —Lugar en que se estaquean los cueros.

FIERRO. —Marca del ganado.

GARZA MORA. —Garza real casi del tamaño de la cigüeña, denominada así por su color moro.

GRUPA. —Delantera del recado en que van atravesadas las boleadoras, útiles para afirmar las rodillas.

GUAYCOS. —Depresiones del terreno donde se junta agua.

LATAS. —Redondelas de lata que se dan en las esquilas por cada oveja y que luego se invierte en el momento de paga.

LUNAR. —Dícese en las tropillas de un pelo al caballo de diferente color.

MALAMBO. (Baile de dos.) —Zapateado usado generalmente para bailar de contrapunto a quien hace más numerosas y mejores mudanzas.

MANTENCIONES. —Manutenciones.

MAROMA. —Haz de alambres torcidos que unen las partes superiores de los principales del corral para afirmarlos.

MATRA. —Tejido basto, ornado de motivos indígenas, del tamaño aproximativo de una cobija y que, doblado, va puesto en el recado, entre sudadera y carona de suela.

MATREREO. —Acción del matrero.

MENSUAL. —Peón a sueldo mensual.

MIRASOL. —También llamado «pájaro blanco». Ave de laguna, de forma de garza, muy blanca y que permanece horas y horas inmóvil a la vera de los cañadones, pareciendo mirar al sol.

PALETEANDO. (De paletear.) —Pechar un animal en la paleta.

PALO A PIQUE. (Corral de.) —Corral hecho de puros postes clavados a manera de empalizada, de modo que se toquen unos con otros.

PALOMO. —Animal vacuno o yeguarizo, completamente blanco.

PARAÍSO. —Árbol de unos siete metros de altura, copa amplia redondeada, de color verde intenso y tronco rugoso. Muy empleado para sombrear los «patios» vecinos a la casa.

PATO PICAZO. —Así llamado por su color.

PATO SILBÓN. —Así llamado por razones fáciles de entender.

PAVA. —Recipiente de metal en forma de tetera, burda y grande, que sirve para hervir agua.

PECHANDO. —Llevando un animal a empujones con el pecho del caballo.

PECHAZO. —Golpe dado con el pecho del caballo para dar rumbo o voltear un animal.

PELÓN. —Durazno sin vello, de piel parecida en calidad a la de la ciruela.

PIAL. —Acción o efecto de pialar (o apalear).

PILCHERÍO. —Conjunto de pilchas.

PLANTEL. —Rodeo de animales finos, elegidos como los mejores de un establecimiento.

PLAYA. —Escampado frente a las casas, útil para la doma de potros y generalmente vecina a los corrales, dependencias, y de la cualarranca por lo común el callejón que conduce al pueblo más vecino.

POLLA DE CAÑADÓN. —Especie de pequeña gallina salvaje, muy ligera para correr, de colores obscuros esmaltados y que vive entre los juncos de los bañados.

PONCHAJE. —Cantidad de ponchos.

PONTEZUELA. —Chapa en forma de media luna, que va colgada en los extremos inferiores de las piernas del freno. Es prenda de lujo y generalmente de plata.

PRINCIPALES. —Palos laterales de las puertas de los corrales, muy altos, gruesos y afirmados arriba por la maroma.

PUERTEANDO. —Saliendo o entrando por la puerta.

PUÓN. —Púa grande; dícese generalmente de las púas de gallo.

PULLA. —Chanza maliciosa.

QUERENDONA. —Cariñosa.

RETOBADO. —De retobar.

SENTAR. —Se dice del animal que, atado al palenque, tira hacia atrás hasta quedar casi apoyado en los garrones; úsase también para los animales que detienen bruscamente su carrera, adoptando para ello una postura análoga.

SOBREPASO. —Modo de andar el caballo en una especie de paso alargado y rápido, muy cómodo, para el jinete.

SOGUERÍO. —Conjunto de lonjas, guascas y otras prendas de cuero para el trabajo.

SUBA. —Alza de precio.

TALERO. —Rebenque; posiblemente derivado de tala.

TENDIDAS. —Disparadas que da el caballo asustándose de algún bulto.

TERO. —Terutero.

TIRADOR. —Cinturón ancho de cuero, cuyos extremos se juntan adelante por medio de la rastra y que generalmente va ornado de monedas de plata.

TORCIDO. —Lazo torcido, lazo chileno. Lazo hecho torciendo el cuero en vez de trenzarlo.

TRANQUEAR. —Andar a trancos.

TISTEO. —Entretenimiento que consiste en simular una pelea a cuchillo, haciendo gala de ver a tiempo, los golpes para atajarlos y responder.

VIUDA LOCA. —También vieja loca. Especie de garza grisácea de pescuezo largo, pero casi siempre encogido, y que se eterniza mirando en el agua.

VIUDITA. —Pájaro del tamaño del gorrión, con manchitas de color blanco en las puntas de las alas y en la cabeza.

VOLANTA. —Coche semejante a una diligencia pequeña.

VOLCAR. —Acción de tirar el lazo de modo que la armada vuelva un poco sobre sí en posición vertical, para así cerrarse sobre las manos del animal. Se usa exclusivamente para el peal derecho, siendo superfluo para tirar «por sobre el lomo» o de «payanca».

VUELCO. —Acción de volcar el lazo.


Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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