Sexto

Ricardo Güiraldes


Cuento


Eran inocentes porque eran chicos, y los chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.

Vivían, cerco por medio, en dos hermosas quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.

Cuando sus brazos se unían o rodaban sobre el césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué, mientras una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaba a buscarse los labios.

Otras veces, influenciados tal vez por el día o por un sueño de la última noche, estaban serios. Sentábanse entonces sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.

Eran cuentos como todos los cuentos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades.

Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipses interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de promesas ignotas.

Y no eran sus ojos los únicos elocuentes. Su boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían blandamente en la inercia del abandono.

Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento se estrechaban cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas intervenciones.

Entonces creían gozar de un privilegio. Se acariciaban envueltos en una exigencia inexplicada de sentirse mezclados y guardaban un sabor de iniciados en misterios ignorados del mundo.

Estaban un día ajenos a todo. El cuento de la princesa rubia había puesto entre ellos la ascendencia de su fantasía. Ella se arrebujaba contra él desparramando en hilachas de oro sus bucles sobre el hombro amigo; él la había atraído lo más posible y besaba, como estampas sagradas, sus ojos, trémulos de promesas ignotas.

Así estrechados, una voz hostil los sacudió. Vieron un hombre negro, un padre jesuita que los invectivaba.

Escaparon. Pero el hombre, enfurecido por algo inexplicable, tocó el timbre de la quinta, exigió la venida de la señora y, señalando a los pequeños, los acusó de cosas incomprensibles.

Esa noche los involuntarios pecadores (así muestran hoy las cosas) fueron sermoneados y entrevieron el sexto mandamiento.

La lápida estaba colocada.

El muchacho sintió que una gran ave blanca yacía a sus pies en desparramo inmundo de tripas sanguinolentas.

Y ella veía caer de entre sus pestañas temblorosas lágrimas, como si fueran gotas de su alma, muertas de dolor.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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