Trilogía Cristiana

Ricardo Güiraldes


Cuentos, Colección



Para Alfredo González Garaño

El juicio de Dios

(Equidad)

(Cuadro de costumbres)

Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.

Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.

De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.

Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.

Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.

Así se hizo.

Reunidos, habló Jehová.

—¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.

¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!

¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!

Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.

Había galeras panza de burro estilizadas por la moda, ojos quebrados de dolor, relámpagos de carne en oferta, palabrotas, chiripás, protestas, melenas, lamentos, chalecos de fantasía, resignamientos, en fin, todo el «bric a brac» humano de cuerpos, trajes, sonidos, ideas, colores, formas y sentimientos.

Alrededor hicieron público los habitantes celestes, mudos a causa de eterno éxtasis y desnudos por inocencia.

En el centro estableciose el tribunal benefactor. Tres personas en una, que es Dios verdadero, los Padres y Santos por decreto eclesiástico y una veintena de zanahorias celestes para el servicio.

El primero en comparecer fue un viejo tullido. Estiradas hacia Dios sus palmas voraces de ahogado, clamó:

—¡Oh señor! yo creo en ti desde mi dolor como los leprosos de Judea...

Una voz. —Tú crees en Dios como en un Penadés omnipotente. Sin tu enfermedad, serías ateo.

El viejo lloriqueaba, incapaz de defenderse. Los ángeles arrastraron hacia el tribunal al nuevo hablador. Era un médico barbudo, de ojos bondadosos y trabajadores; llenos de buena fe.

Dios. —¿De modo que no crees en mí?

Doctor. —No.

Dios. —¿Y cómo te explicas esta tu conversación conmigo?

Doctor. —Como un producto de mala digestión.

Aquí Miguel le dio del pie en el coxis (como se estila desde la expulsión de Lucifer), el piso de nubes se abrió como en los teatros y el médico enganchó la suficiente cantidad de algodón para no partirse el frontal contra la tierra.

El viejo insistía en sus lamentos. Dios trató de convencerlo.

—¿Por qué reclamar de tu dolor; no sabes que los caminos sufridos conducen hacia mí? Deberías bendecir el mal que te acerca al Cristo, mi hijo.

Más como el viejito no callase, expulsáronlo, paradisíacamente, dándole del pie en el coxis (como se estila, desde la expulsión..., etc.).

Melena en ola, frente pálida, ojos glaucos y andar severo, un filósofo enderezaba al trono, y apuntando a Dios, interrogó:

—¿Quién eres tú?

Dios (algo intimidado). —El Dios de mis creyentes.

Filósofo. —¿Y cómo hemos de considerarte? El antiguo testamento te pinta justiciero, parcial y sanguinaria en tus venganzas. Cristo te dijo benefactor sin distinción de razas, castas o acciones; la fe y arrepentimiento lavaban todo pecado.

Hoy parecen los que se dicen tus prosélitos desencaminados de tus principios, y los sinceros recurren al Cristo como único Dios.

Jehová, abochornado por la enfática tirada y algo molesto, musita:

—¿Y el Padre?

Filósofo. —El Padre, inexistente, sería la bondad en abstracto; Jesús, su hijo y representante hecho carne en la tierra.

Dios pestañeaba seguido, como nervioso y sin saber contestar; ese curso de teología no era para su simplicidad primitiva.

Entre sus quijadas convulsas de ira, masticaba como una gomita esta frase arbitraria, pero concluyente:

—Es loco, es loco.

San Miguel, habiendo oído su protesta temblorosa, alzó el hierro tras la fuga previsora del sedoso melenudo, que no logró escapar sin que le dieran del pie en el coxis (como se estila..., etc.).

Hacía rato, un muchacho sonriente paseaba ante el tribunal sagrado, como haciendo la vereda de su casa, absorto por una ocurrencia divertida.

Dios se fastidiaba:

—¿Quién eres tú?

Poeta (encogiéndose de hombros). —Todavía no lo sé.

Dios (perplejo). —¿Juegas conmigo?

Poeta. —¿Y quién eres tú?

Dios (lógico). —Dios.

Poeta. —Ya sé, ya sé.

Dios. —...

Poeta. —El ideal de rebaño. El lugar común del ideal.

Un murmullo se amplificaba, como exhalación pútrida, del conglomerado humano.

Frente a Dios, todos los hombres le discutían, viéndole en modos diferentes, tratando a los otros de herejes. Se oían pedazos de ideas.

—¡...No pertenezco a tu majada... nos larguen, que nos lar...! Viva la materia... ruega por nosotros... embusteros, atrapasonsos... en la hora de n... basta... Uff...

Ya no se distinguía nada. Era la obscuridad auditiva completa, el vocerío ahogaba los musicales bordones angelicales, que mangangueaban, dardo en mano (si es posible), listos a obrar.

El murmullo fue grito; el grito reventó en Babel de razonamientos inentendidos, pero vehementes, llevaderos a pelea hecha de blasfemia, golpe y arañón, que onduló la turba multa con remolinos y estrépitos de aceite en ebullición.

Fue la última gota. Dios, anonadado, no atinó a sujetar sus ángeles, presos de la sed justiciera de los grandes días; con Sansón por capitán, arremetieron a su vez contra la canalla cegada en su ira. Ésta cayó de las esclusas celestes sobre tierra en chorro precipitado, para seguir entre devorándose per sécula seculórum, para mejor compresión de verdades teológicas y pacificaciones fraternales.

En cambio, el paraíso, purgado de la infección reciente, recomenzó su calma.

Volvió la guirnalda de angelitos a acompasar su coro, cayeron en contemplación los agraciados, y Dios, infinitamente bueno, porque es infinitamente dichoso, perdonó en su alma a los mortales las blasfemias y violencias oídas, pues en aquel día excepcionalmente paradisíaco sentíase más infinitamente bueno que de costumbre.

Guele

(Piedad)

Una vida curiosa. Un milagro. El indio había de manar piedad, como agua las hiedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.

La Pampa era entonces un vivo alarido de pelea. Caciques brutos, sedientos de malón, quebraban las variables fronteras. Tribus, razas y agrupaciones rayaban el desierto, en vagabundas peregrinaciones pro botín.

En esa época, que no es época fija, y por esos lugares vastos, una horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al combate como anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su cacique, despótica personificación de la destreza y el coraje. Cuadrilla de ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y sus supercaballos, más ligeros que bolas arrojadizas, eran para la fuga símiles a la nutria herida, que no deja en el agua rastro de sus piruetas evasivas.

Murió el cacique viejo. Su astucia, bravura y lanza no dejaban, empero, el hueco sensible de los grandes guerreros. Ahí estaba el hijo, promesa en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo temido en habilidades y fierezas de bestia pampeana.

Amthrarú (el carancho fantasma) era una constante angustia para quienes tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando a hombros odios intensos, fue servido según el poder de sus riquezas y adulado por temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y menospreciador de otro poderío que el conquistado a sangre, vivía feliz en desprecio del dolor ajeno.

Así era y por herencia y por educación paterna. Amaba o mataba, según su humor del día.

El 24 de septiembre de no sé qué año viejo. El cacique, frescamente investido, convocó a sus capitanejos a un certamen. Quería practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en círculo, esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo Amthrarú salió al medio.

Habló con impetuosidad guerrera, azuzando a todos para un copioso malón al cristiano. Él nunca había peleado a los célebres blancos y quería desmenuzar algún pueblo de aquel enemigo legendario, odiado vehemente en codicia de sus riquezas inagotables.

Cuando hubo concluido hizo rayar su pangaré favorito con gritos agudos. Parecía como querer firmar su vocerío ininteligible con las gambetas del flete más bruscas y ligeras que las del mismo ñandú enfurecido.

Al día siguiente salieron en son de guerra hollando campos, incendiando pajales, violando doncellas, agotando tesoros, sembrando muerte y espanto.

La furia de sangre llevoles lejos. Iban cansados los caballos, exhaustos los jinetes y falleciente la ira de combate.

—Veo, señor —dijo uno de sus secuaces—, blanquear el caserío de un pueblo cristiano.

Amthrarú miró ensañado el reverberar blancuzco acusador de populosa ciudad.

—¡Pues vamos! —dijo. Grano falta a nuestros caballos, sustento a nuestros cuerpos y hembras a nuestras virilidades. Bien nos surtirá de todo el que tales riquezas tiende al sol.

Subrayando esta arenga, un clarín desgarró su valiente alarido, los brazos alzaron al unísono las lanzas que despedazaban sol. Seguidamente cargaron erizados de mil puntas.

El caserío se agrandaba, distinguiéronse puertas y ventanas. Llegaban. Amthrarú enfiló una calle; nadie le salió al paso. Sólo mujeres y niños asomaban a las rejas estremecidos por aquella avalancha de tropeles.

Desembocaron en la plaza; un palacio relumbrante aguzaba hacia el cielo una superposición numerosa de piedra.

Amthrarú se apeó al tiempo que su montura, espumante de sudor y coloreada de espolazos, caía a muerte.

Los guerreros callaron. Algo extraño, debilitador y ferviente imponíales respeto ignorado.

Amthrarú avanzó por el atrio, interrogó la maciza puerta remachada de clavos, y adivinándola entrada principal, dio en ella un gran golpe con el revés de su lanza.

El golpe se propagó por ojivas y naves, rodando a ejemplo de truenos lejanos. Los batientes de la alta portada aletearon sobre sus goznes, y en la estrecha negra grieta de una abertura investigadora apareció un ensotanado de humilde encorvamiento.

El cacique le habló como a un siervo.

—Soy Vuta-Am-Thrarú; mi nombre es en el alma de los cobardes un desgarramiento terrorífico. Invencibles son mis huestes, ricos los botines de mi lanza; el que no se dobla en mis manos, se rompe, y si no quisiera tu señor darnos vinos, manjares, hembras y presentes, nos bañaremos en su sangre, beberemos el quejido de las violadas sobre sus bocas y nos vestiremos con sus estandartes.

Una bondadosa sonrisa se diluyó en las cansadas arrugas del fraile.

—Oye —dijo—, y no se inflame tu saña contra esta miserable carroña, sólo abierta al dolor e indiferente a otra salud que la de su alma. Yo soy un humilde; mi Señor murió hace muchos años, no insultes su memoria, sígueme más bien y, en la paz claustral del recuerdo evocado por mi amor infinito, te diré su historia.

Extraño fue a Amthrarú aquel exordio. Gustábanle los relatos, frecuente pasatiempo en los momentos de inacción, allá en el aduar paterno.

—Anda —dijo. Y fue por la grieta negra tras el hombre negro.

Entraba en una nube; un mareo de incienso le flotó en el cráneo. Luces, colores imprecisos vagaron en espesa sombra fresca. Imitando a su conductor, metió la mano en una concha de mármol pegada al muro pasósela mojada por la frente y sintió alivio al asegurar sus sensaciones imprecisas.

Sombras colgaban en harapos por rincones y techos. Los ventanales destilaban color a cataratas sobre grandes telas rojas, violáceas, cobaltos, púrpuras.

De pronto, todo vibró en un sonido quieto. Otro se unió, pareció esquivarse, buscando su tonalidad relativa hasta que un acorde levantó el templo, que vagó inseguro por los espacios.

Amthrarú se alzaba sobre sus pies. Nunca el pulcú le diera tal borrachera. Caminó unos pasos. Cruzando los rayos de un vitró, creyó vivir cristalizado en un diamante. Tambaleaba. Sintió un gran frío y cayó de bruces frente al altar mayor, donde el Cristo abría los brazos en cruz sufriendo y amando.

Una palabra tenue, de entonación ignota, columpiábase incierta por entre el acorde, el incienso y los colores. Todo lo percibido, sin comprender, se destilaba en el hablar cristalino.

—Fue hace muchos años... muchos años. En un país ardido de sol y sequía, una orden divina engendró el bien humano en madre pura. Pesado su destino... dijo amor en una sola grande palabra y llevó la cruz del Dios hecho Hombre. Había venido para resumir en su cuerpo, vasto al dolor, todos los sufrires humanos, todos los castigos, para así lavar las faltas.

Los hombres, en premio, lo crucificaron, escupiendo su rostro santo.

¡Oye, cacique! Muchos son tus pecados, grandes tus faltas, pero todo se lava en la sangre de Cristo, hijo de Dios!

Amthrarú sintió la copa en sus labios, vio el rubí de un líquido y el vino oloroso corrió por su garganta sedienta se evaporó en un intenso perfume por su paladar como el acorde en los claustros ojivales.

Sostenido por el fraile, salió hacia los suyos. Una extraña sensación de liviandad le hacía luminoso, parecíale por momentos iba a florecer.

El sol era frío, áspero como tiza. Amthrarú subía en un nuevo caballo, y sin aludirse de los suyos, encaminó su montura al aduar.

Los guerreros husmearon la derrota y siguieron cabizbajos, doloridos, como enterrando la gloria.

Un mes durante las armas del tolderío, arrinconadas, se enmohecían de inacción. Callaban los refranes de guerra. El suelo erizado de lanzas era inútil templo de un culto muerto.

Amthrarú estaba enfermo; un mal extraño le roía el alma, y deliraba, duende de sus vastos dominios. La soldadesca callaba a su paso, temblorosa ante una posible arremetida de su ira sanguinaria.

Pálido de encierro, los ojos alarmados de ojeras aceradas, la melena flácida, acompasaba pasos inciertos. No pensaba, sufría, y este estado le atormentaba como yugo que solía romper con brutales furias.

Entonces descolgaba su lanza, arremetía al primer siervo o embestía un árbol, contra el cual se ensañaba hasta tajear tan hondo en las fibras, que su brazo era impotente para arrancar el acero mordido. Cuando así le sucedía, largaba su cuerpo a muerto y quedaba al pie del tronco, desvanecido, media lanza en la mano, hasta que le transportaran a su toldo.

Otras veces corría entre los bosques desnudados por el huracán y bramaba con él, espantando al que lo viera; las manos entre el pelo, la cara levantada hacia las nubes, que pasaban volando como enormes ponchos arrancados por viento rabioso y tirados a través del cielo.

Amthrarú sufría el peor de los martirios. Dudaba. No tenía ya el reposo de su anterior egoísmo ni gozaba la beatitud de los fervientes cristianos. El desorden se revolcaba a su alma torturante como una preñez madura.

Y un día fue a su tropilla; enfrenó el mejor de sus caballos.

No admitió séquito.

Galopó, recorriendo pajonales, guaycos, médanos y llanuras. Las bolas le aseguraron sustento, y bebía en los charcos, evitando mirar su frente, desceñida del antiguo orgullo.

Fueron tres días de continuo andar; tres noches de desvelo, en indiferencia de todo lo que no fuese la atención del camino. A veces, un estremecimiento le castigaba el cuerpo. «Matar al ensotanado que lo embrujara».

Señaló su reverbero blancuzco la ciudad buscada. No en carga, sino al paso y recogido en sí mismo, enfiló la calle conocida hasta desembocar en la plaza. La misma iglesia, allá, a su frente, con sus mil aristas, recortes y puntas afiladas hacia el cielo.

Amthrarú sintiose henchido, sonoro como una cúpula, y cuando el fraile le abrió la puerta de templo, que irradió su incienso, humilde le besó la cruz del pecho.

Aprendió el Cristo, los rituales, la beatitud.

El padre Juan se esmeraba en convertir al salvaje, y no ponía mérito en su palabra, sino en la Omnipotencia de Dios, que obraba ese milagro inmenso en el indio sanguinario.

Amthrarú palpó su fe y desde entonces marchó, como los magos, tras la estela luminosa que le indicaba el camino de redención. Quería expiar sus pasadas violencias, e hincado por esa espuela, despertó una noche a la orden de una voz que le decía: «Has gozado en ti, ahora levántate, sufre y sé de los otros».

Obedeció, y el camino de su desierto volvió a verlo siempre disminuido, sin armas, a pie como un mendigo.

Tardó, tardó en llegar, sediento, haraposo, la boca sucia de comer raíces, pastos y bulbos.

No le reconocieron en el aduar. Amthrarú entró a su toldo; sus lujos y holganzas estaban allí en su espera. El cansancio, la sed, el hambre, un despertar de recuerdos sensuales, le tentó agudamente, pero volvió a oír la voz: «Has gozado en ti, ahora sufre y sé de los otros...».

Fue entre la chusma, eligió al más decrépito y, llevándole en brazos humildemente, le acostó en su propio lecho, tapolo con sus más ricos cobertores, diole sus mejores prendas y púsole en la diestra su gran lanza de comando; la que tantas veces cimbrara, horizontal, pendiendo de su hombro en la mano potente, al correr descoyuntado de su pangaré.

Estaba libre; tiró su chamal, último lujo, y siguiendo el hilo invisible de su vocación de mártir, andando anduvo por campos, pajales, guaycos, lagunas y playas, incansablemente, tras el rescate de su alma pecadora, en expiación doliente.

Así se fue; y malgrado su antigua pericia del desierto, perdiose en la igualdad eterna de la pampa. Parecíale, en su fiebre, ganar alma, por lo que iba perdiendo de fuerzas.

Sufrió sed. Sus flancos se chupaban, astringidos. La nuca, floja por un cansancio aumentado, los ojos en tierra, algo le sorprendió... ¡un rastro!... por instinto y costumbre, siguió el andar desparejo de un caballo.

El animal parecía cansado, tropezaba a veces, y adivinó otro sediento como él. El jinete iría perdido rumbo al Sur, buscando agua, y el converso trotó sin vacilar sobre la pista, clara para él como una confesión de dolor.

Pronto divisó tal un punto sobre la uniformidad arenosa, la bestia caída.

Muerto, sumido, el caballo estaba solo. Amthrarú estiró la vista. —Allá —dijo, y apresuró su paso hasta llegar junto a un hombre tendido boca abajo. Había éste cavado un hoyo, hondo como su brazo, y estaba envarado.

Amthrarú le dio vuelta. Tenía la boca llena de barro, que había estado chupando en su delirio de frescura. Ayudole a escupir para que hallara, pero tenía la lengua como un aspa y farfulló confusamente.

—Agua, hermano, allí... río...

Amthrarú corrió olvidado de sí mismo.

El suelo se poblaba de escasas matas de esparto y paja brava. Chuciábase las piernas que se salpicaban de poros sanguíneos.

Iba sin sentir su cuerpo, llevado por el instinto hacia el agua que intuía cercana. Evitaba las pajas cuando podía, otras, tropezaba, cortándose en las espadañas.

Un quejido ronco se exhalaba por sus labios, costrudos de sequedad.

Llegó al río, el fresco vivificó su piel, metiose en el agua, cuchareó en la corriente e iba a beber cuando tuvo una visión.

El paisano de hoy, tendido tal le viera, pero con el semblante auroleado, como sucede en las estampas sagradas, era el Cristo.

Entonces alejó de sus labios la vida, vio solo la divina imagen y volvió lo andado, roncando más fuerte, cayendo entre espinas. El resuello era en sus oídos como algo ajeno. Poco a poco fuese haciendo musical, recordó el órgano el primer día que entrara al templo; sintiose, como entonces, divinamente, enajenado, y deliró sin perder el rumbo con claridades, sonidos y beatitudes, siempre musicadas por su gemido.

Llegó hacia el moribundo, arrodillose y, al entregarle el agua, creyó tomar la hostia. El paisano se incorporó.

Dios se lo pague, compañero.

Amthrarú oía:

—Tu asiento tendrás en el cielo.

Sus párpados caían; el paisano se alejaba. Amthrarú vio a Cristo, elevándose por los espacios.

Unas alas le rozaron la frente, era un chimango y Amthrarú, de pronto vuelto en sí, vio la muerte, sintió hervir la gusanera en su vientre aterrorizado.

Pero oyó la voz que le musitaba:

—«Sufre y sé de los otros». Levantó los párpados e hizo limosna de sus ojos.

San Antonio

(Castidad)

En el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.

Como solo ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo, como agujero en una moneda, hay un charco mal oliente.

Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un cielo tormentoso, nubes de plomo se arrastran con pereza, y una quietud silente abruma el mundo.

El chancho, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.

Eructa de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.

En el interior de la choza, sobre tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.

Por entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior. Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo aluciente que le obceca.

Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo desagradable. A veces, con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta largas estrías rojas.

El grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su epidermis; las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad exaspera el cutis; y cuando la mueca refleja las espanta, retornan a su volido, cuya nota untuosa es aún tortura.

En un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.

En la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él idénticamente.

Su sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda la intensidad, suavísima, del contacto femenil.

Vivía entonces con sus padres.

Mañanas luminosas llenaban de placidez el jardín oloroso, en cuyas yerbas refrescaba sus pies, siempre secos por la misma fiebre.

Era él un niño sombrío y huraño, alimentando solitarias meditaciones con el hervor absorbente que sentía burbujear en su carne.

Ella le entró en el alma con la caricia fresca de su belleza, apenas tocada por los primeros asomos de la pubertad.

La misma tiranía de naciente deseo los aunó en la pendiente de pasión que había de esclavizarlos. Pronto se aislaron, y el campo fue pequeño para sus exigencias de vida.

Al tercer día, mientras conversaban a la sombra de un tupido paraíso que sobre ellos llovía pausadamente sus flores, un ímpetu irresistible le dio la audacia, e incrustándola sobre su pecho por fuerza de brazos ávidos, había encerrado en los suyos dos labios húmedos que resbalaron.

Locura enorme que destruye la vida.

Tuvo miedo de sí mismo; fue aniquilado por la turbulencia de su deseo, y quedó en asombro ante aquella impetuosidad desconocida, los ojos vacíos de mirada, atento a la trepidación sofocante de su pecho.

Después siguieron como antes, sin aludir, pero más estrechamente unidos.

Una noche, el sueño huía del enamorado como fantasma inalcanzable, cuando oyó un crujido en la puerta.

Su nerviosidad le hizo entrever mil incoherencias, pero nunca ésa.

Susana, desnuda, franqueaba el umbral del cuarto.

Todos los latidos de la sangre se amontonaron en sus sienes; un dolor comprimió sus músculos, y los ojos vieron turbia, como inmaterial, la aparición inesperada que cautelosamente se encaminaba hacia él.

Retúvose para no gritar, y temió que la afluencia de vida en ese momento rompiera sus venas.

Apoyado contra el muro, aterrorizado por la exaltación que en él sentía crecer, la vio aproximarse titubeando, los brazos hacia adelante, con el gesto de un anhelo ciego.

Susana tropezó en el lecho, y ambos tuvieron la sensación de un acto cumplido.

Temíala como una brasa, y, sin embargo, la sintió que entraba en las sábanas, el calor de su piel le crispó como un solo nervio... luego, el contacto de su cuerpo, la calidez perfumada de su boca.

Rodaron uno sobre otro. Los brazos viriles se habían amalgamado con la cintura cimbreante; pero antes que pudiera iniciar la caricia, un espasmo imposible le precipitó en el vacío. Su cráneo palpitó al impulso tumultuoso de borbotones sanguíneos. Fue preso de bruscos sobresaltos, y se retorció disparatadamente, como los cadáveres, sobre la plancha hirviente del horno crematorio.

La realidad de la alucinación ha despertado al asceta; sabe la tortura que lo espera, y toda su voluntad se esfuerza para ahuyentar el espíritu de lujuria, que le tritura en sus garras.

Ya el látigo está en sus manos, y, listo para la flagelación, corre hacia afuera arrastrado por voraz necesidad de movimiento.

El primer azote ha insultado sus flancos; los plomos, que concluyen cada trenza como extraño coronamiento de cabellera enferma, han llorado en el aire, y el múltiple latigazo ha puesto puntos rojos en violáceos moretones.

Y entonces es el vértigo.

El brazo duplica sus fuerzas, los plomos caen sobre el dorso cual pesado granizo, que repercute sordamente en el tórax descarnado. Los ojos se han dilatado, endurecidos de dolor. Una borrachera sádica brota en formidable crescendo del cuerpo sanguinolento.

El penitente ríe, solloza, gime, preso de placer equívoco, en que se mezcla indescriptible angustia y desvarío.

La disciplina acelera su velocidad, y las gotas de sangre se desprenden pulverizadas.

Al fin, los miembros, anudados por calambres, se niegan a la acción, y el santo cae boca abajo como un haz de nervios retorcidos.

Sus brazos quisieran estrechar la tierra, blanda para sus dedos que la penetran. La arena cruje entre sus dientes, convulsivos, y un último estrujón le curva sobre el mundo como sobre una hembra.

Y silenciosa, horrorosamente, el milagro se cumple.

Pesadas gotas caen a intervalos, fustigando rabiosamente el suelo, bocanadas de polvo saltan en explosiones crepitantes... al rato, un abrazo turbio confunde cielo y tierra.

El chancho, panza arriba, recibe gozoso el chaparrón, que tamborinea en su vientre, cuya piel tendida se ha vuelto, al tacto del agua, transparente y tersa como nalga de angelito.

Sus cuatro patas, cortas y tenues, en torno al consistente abdomen parecen adornos ridículos e inútiles.

Su boca, abierta, símil a una grieta en cónica proa de carne, ríe beatamente.

Más lejos, San Antonio, desparramado sobre el suelo, como espantapájaros que volteara el viento, es esclavo también del bienestar corpóreo.

El demonio ha sido desalojado de su pecho, y Dios le ha dado la paz anhelada por los mártires.


Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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