El Rey del Monte

Ricardo Palma


Cuento



que, entre otras cosas, trata de cómo la reina de los terranovas perdió honra, cetro y vida

I

Con el cristianismo, que es fraternidad, nos vino desde la civilizada Europa, y como una negación de la doctrina religiosa, la trata de esclavos. Los crueles expedientes de que se valían los traficantes en carne humana para completar en las costas de África el cargamento de sus buques, y la manera bárbara como después eran tratados los infelices negros, no son asuntos para artículos del carácter ligero de mis Tradiciones.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que, al primer renuncio, se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.

Muchos amos cometían la atrocidad de carimbar o poner marca sobre la piel de los negros, como se práctica actualmente con el ganado vacuno o caballar, hasta que vino de España real cédula prohibiendo la carimba.

En el siglo anterior empezó a ser menos ruda la existencia de los esclavos. Los africanos, que por aquel tiempo se vendían en el Perú a precio más o menos igual al que hoy se paga por la contrata de un colono asiático, merecieron de sus amos la gracia de que, después de cristianados, pudieran, según sus respectivas nacionalidades o tribus, asociarse en cofradías. Aun creemos que vino de España una real cédula sobre el particular.

Andando los años, y con sus ahorrillos y gajes, llegaban muchos esclavos a pagar su carta de libertad; y entonces se consagraban al ejercicio de alguna industria, no siendo pocos los que lograron adquirir una decente fortuna. Precisamente la calle que se llama de Otárola debió su nombre a un acaudalado chala o mozambique, del cual, pues viene a cuento, he de referir una ocurrencia.

Colocóse en cierta ocasión en la puerta de un templo una mesa con la indispensable bandeja para que los fieles oblasen limosnas. Llegó su excelencia y el virrey echó un par de peluconas, y los oidores, y damas, y cabildantes, y gente de alto coturno hicieron resonar la metálica bandeja con una onza o un escudo por lo menos. Tal era la costumbre o la moda.

De repente presentóse taita Otárola, seguido de dos negros, cada uno de los cuales traía a cuestas un talego de a mil duros, y sacando del bolsillo medio real de plata lo echó en la bandeja, diciendo:

—Esta es la limosna.

Luego mandó avanzar a los negros, y colocando sobre la mesa los dos talegos añadió:

—Esta es la fantasía.

Ahora comenten ustedes a sus anchas la cosa, que no deja de tener entripado.

Como era consiguiente, muchas de las asociaciones de negros llegaron a poner su tesorería en situación holgada. Los angolas, caravelís, mozambiques, congos, chalas y terranovas compraron solares en las calles extremas de la ciudad, y edificaron las casas llamadas de cofradías. En festividades determinadas, y con venia de sus amos, se reunían allí para celebrar jolgorios y comilonas a la usanza de sus países nativos.

Estando todos bautizados, eligieron por patrona de las cofradías a la Virgen del Rosario, y era de ver el boato que desplegaban para la fiesta. Cada tribu tenía su reina, que era siempre negra y rica. En la procesión solemne salía ésta con traje de raso blanco, cubierto de finísimas blondas valencianas, banda bordada de piedras preciosas, cinturón y cetro de oro, arracadas y gargantilla de perlas. Todas echaban, como se dice, la casa por la ventana y llevaban un caudal encima. Cada reina iba acompañada de sus damas de honor, que por lo regular eran esclavas jóvenes, mimadas de sus aristocráticas señoras, y a quienes éstas por vanidad engalanaban ese día con sus joyas más valiosas. Seguía a la corte el populacho de la tribu, con cirio en mano las mujeres y los hombres tocando instrumentos africanos.

Aunque con menos lujo, concurrían también las cofradías a las fiestas de San Benito y Nuestra Señora de la Luz, en el templo de San Francisco, y a las procesiones de Corpus y Cuasimodo. En estas últimas eran africanos los que formaban las cuadrillas de diablos danzantes que acompañaban a la tarasca, papahuevos y gigantones.

La reina de los terranovas, en 1799, era una negra de más de cincuenta inviernos, conocida con el nombre de mama Salomé, la que habiendo comprado su libertad, puso una mazamorrería; y el hecho es que cundiendo la venta del artículo adquirió un fortunón tal que sus compatriotas, cuando vacó el trono, la aclamaron, nemine discrepante, por reina y señora.

Probablemente los limeños del siglo anterior se engolosinarían con la mazamorra, cuando los provincianos les aplicaban a guisa de injuria el epíteto de mazamorreros. ¡Ahí nos las den todas! Tanta deshonra hay en ello como en mascar pan o chacchar coca.

A Dios gracias, hoy estamos archicivilizados, y no hay miedo de que nos endilguen aquel mote que nos ruborizaba hasta el blanco de los ojos. A la inofensiva mazamorra la tenemos relegada al olvido, y como dijo mi inolvidable amigo el festivo y popular poeta Manuel Segura:

Yo conozco cierta dama
que con este siglo irá,
que dice que a su mama
no la llamó nunca mama,
y otra de aspecto cetrino
que, por mostrar gusto inglés,
dice: yo no se lo que es
mazamorra de cochino.

Lo que hoy triunfa es la cerveza de Bass, marca T y el bitter de los hermanos Broggi. ¡Viva mi Pepa!

Impulso de blandir cachiporra
nunca a nadie inspiró la mazamorra,
que ella no daba bríos
para andarse buscando desafíos,
ni faltar al respeto cortesano
a la mujer, al monje o al anciano.
Mientras hoy, con un vaso de cerveza
a cuestas, o una copa vergonzante
de bitter de Torino, hasta al gigante
Goliath le rebanamos la cabeza
hablamos de tú a Cristo, y un piropo
le echa a una dama el último galopo.
¡La diferencia es nada!
¿Ganamos o perdemos, camarada?

Basta de digresión y adelante con los faroles.

Años llevaba ya nuestra macuita en pacífica posesión de un trono tan real como el de la reina Pintiquiniestra. Pero ¡mire usted lo que es la envidia!

Como nadie alcanzaba a hacer competencia a la acreditada mazamorrería de mama Salomé, otra del gremio levantó la especie de que la terranova era bruja, y que para hacer apetitoso su manjar meneaba la olla, ¡qué asco!, con una canilla de muerto, canilla de judío, por añadidura.

¿Bruja dijiste? ¡A la Inquisición con ella! Y la pobre negra, convicta y confesa (con auxilio de la polea) de malas artes, fué sacada a la vergüenza pública, con pregonero delante y zurrador detrás, medio desnuda y montada en un burro flaco.

Y diz que lo es frío o calor bien pudo tener; pero lo que es vergüenza, ni el canto de una uña, pues en la piel no se le notó la menor señal de sonrojo.

Entendido está que la Inquisición se echó sobre el último maravedí de la mazamorrera, y que los terranovas la negaron obediencia y la destituyeron. Barrunto que entre ellos sería caso de vacancia la acusación de brujería. No conozco el artículo constitucional de los terranovas; pero me gusta, y ya lo quisiera ver incrustado en el código político de mi tierra, en que tachas peores no fueron nunca pretexto para tamaño desaire.

Mama Salomé, reina de mojiganga o de mentirijillas, no se parecía a los soberanos de verdad, que cuando sus vasallos los echan del trono poco menos que a puntapiés, se van orondos a comer el pan del extranjero y engordan que es una maravilla, y hablan a tontas y locas de que Dios consiente, pero no para siempre, y que como hay viñas, han de volver a empuñar el pandero.

Mama Salomé no intentó siquiera una revolucioncilla de mala muerte; se echó a dar y cavar en la ingratitud y felonía de los suyos, y a tal grado se le melancolizó el ánimo, que sin más ni más se la llevó Pateta.

II

de cómo la muerte de una reina influyó en la vida de un rey

Mama Salomé dejaba un hijo, libre como ella y mocetón de quince años, el cual se juró a sí mismo, para cuando tuviese edad, vengar en la sociedad el ultraje hecho a su madre encorozándola por bruja, y a la vez castigar a los terranovas por la rebeldía contra su reina.

Cuentan que un día, sin que hubiese llegado el galeón de Cádiz trayendo noticia de la muerte del rey o de un príncipe de la sangre, ni fallecido en Lima magnate alguno, civil o eclesiástico, las campanas de la Catedral principiaron a doblar solemnemente, siguiendo su ejemplo las de las infinitas torres que tiene la ciudad. Las gentes se echaban a las calles preguntando quién era el muerto, y la autoridad misma no sabía qué responder.

Interrogados los campaneros, contestaban, y con razón, que ellos no tenían para qué meterse en averiguaciones, estándoles prevenido que repitiesen todo y por todo el toque de la matriz. Llamado ante el arzobispo el campanero de la Catedral, dijo:

—Ilustrísimo señor: los mandamientos rezan «honrar padre y madre». La que me envió al mundo murió en el hospital esta mañana, y yo, que no tengo más prebenda que la torre, honro a mi madre haciendo gemir a mis camparas.

Mutatis mutandis, puede decirse que el hijo de Salomé pensaba como el campanero de marras, proponiéndose honrar con crímenes la memoria de su madre.

Gozaba Lima de aparente tranquilidad, pues ya se empezaba a sentir en la atmósfera olor a chamusquina revolucionaria, cuando de pronto cundió grave alarma, y a fe que había sobrado motivo para ella. Tratábase nada menos que de la aparición de una fuerte cuadrilla de bandoleros, que, no contentos con cometer en despoblado mil y un estropicios, penetraban de noche en la ciudad, realizaban robos y se retiraban tan frescos como quien no quiebra un plato ni cosa que lo valga. En diversas ocasiones salieron las partidas de campo con orden de exterminarlos; pero los bandidos se batían tan en regla, que sus perseguidores se veían forzados a volver grupas, regresando maltrechos y con algunas bajas a la ciudad.

Rara era la incursión de los bandoleros a la capital en que no se llevasen cautivo algún terranova, que pocos días después devolvían bien azotado y con la cabeza al rape. Con las mujeres terranovas hacían también lo mismo, y algo más. Una noche hallábase la reina de regodeo en la casa de la cofradía, cuando de improviso se presentaron los de la cuadrilla, azotaron a su majestad, y cometieron con ella desaguisados tales que volando, volando y en pocos días la llevaron al panteón. El trono quedó vacante, no habiendo quien lo codiciase por miedo a las consecuencias; lo que ocasionó el desprestigio de la tribu y dió preponderancia a las otras cofradías, partidarias entusiastas del Rey del Monte, título con que era conocido el negro hijo de mama Salomé, capitán de la falange maldita.

Contribuían a dar cierta popularidad al Rey del Monte las mentiras y verdades que sobre él se contaban. Sólo los ricos eran víctimas de sus robos, y su parte de botín la repartía entre los pobres; no había jinete que lo superase, y en cuanto a su valor y hazañas, referíanse de él tantas historias que a la postre el pueblo empezó a mirarlo como a personaje de leyenda.

Tan grande fué el terror que el famoso bandido llegó a inspirar, que los más poderosos hacendados, para verse libres de un ataque, se hicieron sus feudatarios, pagándole cada mes una contribución en dinero y víveres para sostenimiento de la banda.

En vano mandó el virrey colocar en los caminos postes con carteles ofreciendo cuatro mil pesos por la cabeza del Rey del Monte. Y pasaban meses y corrían años, y convencida la autoridad de que empleando la fuerza no podría atrapar al muy pícaro, que siempre se escabullía de la celada mejor dispuesta, resolvió recurrir a la traición.

Nada más traicionero que el amor. Una Dalila de azabache se comprometió a entregar maniatados al nuevo Sansón y a sus principales filisteos.

Pasando por alto detalles desnudos de interés, diremos que una noche, hallándose el Rey del Monte entre la espesura de un bosque, acompañado de su coima y de cuatro o seis de los suyos, Dalila cuidó de embriagarlos, y a una hora concertada de antemano penetraron en el bosque los soldados.

El Rey del Monte despertó al ruido, se lanzó sobre su trabuco, apuntó y el arma no dio fuego. Entonces, adivinando instintivamente que la mujer lo había traicionado, tomó el trabuco por el cañón y lo dejó caer pesadamente sobre la infeliz, que se desplomó con el cráneo destrozado.

III

mañuco el parlampán

Si hubo hombre en Lima con reputación de bonus vir o de pobre diablo, ése fué sin disputa el negro Mañuco.

Llamábanlo el Parlampán porque en las corridas de toros se presentaba vestido de monigote en la mojiganga o cuadrilla de parlampanes, y desempeñábase con tanto gracejo que se había conquistado no poca populachería.

Una tarde se exhibió en el redondel llevando dentro del cuerpo más aguardiente del acostumbrado, cogiólo el toro, y en una camilla lleváronle al hospital.

Vino el cirujano, reconoció la herida, meneó la cabeza murmurando malorum, y tras el cirujano se acercó a la covacha el capellán, y oyó en confesión a Mañuco.

Vivió aún el infeliz cuarenta y ocho horas, y mientras tuvo alientos no cesaba de gritar:

—Señores, llévense de mi consejo: tranca y cerrojo..., nada de cerraduras..., la mejor no vale un pucho..., para toda chapa hay llave..., tranca y cerrojo, y echarse a dormir a pierna suelta...

Tanto repetía el consejo, que el ecónomo del hospital de San Andrés pensó que aquello no era hijo del delirio, sino grito de la conciencia, y fuése al alcalde del barrio con el cuento. Este hurgó lo suficiente para sacar en claro que Mañuco el Parlampán había sido pájaro de cuenta, y tan diestro en el manejo de la ganzúa que con él no había chapa segura, siquiera tuviese cien pestillos. Item, descubrió la autoridad que el honrado Mañuco era el brazo derecho del Rey del Monte para los robos domésticos.

Ya lo saben ustedes, lectores míos: tranca cerrojo.

Concluyamos ahora con su majestad el Rey.

IV

donde se ve que para todo aquiles hay un homero

Inmenso era el gentío que ocupaba la Plaza mayor de Lima en la mañana del 13 de octubre de 1815.

Todos querían conocer a un bandido que robaba por amor al arte, repartiendo entre los pobres aquello de que despojaba a los ricos.

El Rey del Monte y tres de sus compañeros estaban condenados a muerte de horca.

La ene de palo se alzaba fatídica en el sitio de costumbre, frente al callejón de Petateros.

El virrey Abascal, que había recibido varios avisos de que grupos del pueblo se preparaban a armar un motín para libertar al sentenciado, rodeó la plaza con tropas reales y milicias cívicas.

La excitación no pasó de oleadas y refunfuños, y el verdugo Pancho Sales llenó tranquilamente sus funciones.

Al día siguiente se vendía al precio de un real de plata un chabacano romance, en que se relataban con exageración gongorina las proezas del ahorcado. Del mérito del romance encomiástico bastará a dar una idea este fragmento:

Más que Rey, Cid de los montes
fué por su arrojo tremendo,
por fortunado en la lidia,
por generoso y mañero;
Roldan de tez africana,
desafiador de mil riesgos,
no le rindieron bravuras,
sino a dides le rindieron.

Por supuesto, que el poeta agotó la edición y pescó buenos cuartos.


Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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