Tradiciones Peruanas II

Segunda serie

Ricardo Palma


Cuentos, Leyendas, Colección


Carta tónico-biliosa a una amiga
Los caballeros de la capa
I
II
III
Una carta de indias
La muerte del factor
Las orejas del alcalde
I
II
III
IV
Un pronóstico cumplido
I
II
El Peje chico
I
II
III
IV
La monja de la llave
I
II
III
Las querellas de Santo Toribio
I
II
III
IV
V
Los malditos
I. San Pedro-Mama
II. El virrey marqués de Salinas
III. Sisicaya
IV
El virrey de los milagros
I
II
III
El tamborcito del pirata
I
II
III
IV
Los duendes del Cuzco
I
II
III
De potencia a potencia
I
II
III
IV
Los polvos de la condesa
I
II
Una vida por una honra
I
II
III
IV
V
El encapuchado
I
II
III
IV
V
VI
Un virrey hereje y un campanero bellaco
I. Azotes por un repique
II. El virrey hereje
III. La venganza de un campanero
La desolación de Castrovirreina
I
II
El justicia mayor de Laycacota
I
II
III
¡Beba, padre, que le da la vida!...
Racimo de horca
I
II
III
La emplazada
I
II
III
IV
Cortar el revesino
I
II
III
IV
Amor de madre
I
II
III
Un proceso contra Dios
I
II
III
La fundación de Santa Liberata
I
II
III
IV
Muerte en vida
I
II
III
IV
Pepe Bandos
I
II
Lucas el sacrílego
I
II
III
Un virrey y un arzobispo
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
Rudamente, pulidamente, mañosamente
I
II
III
IV
V
El resucitado
I
II
III
El corregidor de Tinta
I
II
III
La gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola y araña con las manos
I
II
III
IV
V
VI
VII
Pancho Sales el verdugo
I
II
III
IV
¡A la cárcel todo Cristo!
I
II
Nadie se muere hasta que Dios quiere
I
II
III
IV
El virrey de la adivinanza
I
II
III
IV
V
¡¡Buena laya de fraile!!
I
II
III
Con días y ollas venceremos
I
II
III
Pan, queso y raspadura
I
II
III
IV
V
VI
VII
El fraile y la monja del Callao
I
II
III
IV
V

Carta tónico-biliosa a una amiga

Espíritu de otros días,
en nuevas ropas envuelto,
más que la imagen de un vivo
soy la realidad de un muerto.

Antonio Hurtado


Leyendo mis tradiciones
me dicen que te complaces.
¡Gracias! ¡Gracias! Pues tal haces
a ti van estos renglones.

Charlemos en puridad
un momento:—oye con calma—
dar quiero expansión al alma
en tu sincera amistad.

¿Temes que exhale en sombrías
endechas el alma toda?
¡No! Ya pasaron de moda
los trhenos de Jeremías.

Eso quede a los poetas
sandios, entecos, noveles,
que andan poniendo en carteles
sus angustias más secretas;

Y todo ello en realidad
es como el zumbar de un tábano,
y de sus ayes un rábano
se lo da a la humanidad.

¡Pues fuera grano de anís
que ostentando duelo y llanto,
en imitar diese a tanto
poeta chisgarabís!

Arca santa el corazón
sea de los sufrimientos:
darlos a los cuatro vientos
es una profanación.

Tú sabes bien que el dolor,
si es verdadero y profundo,
ha de esconderse ante el mundo
con cierto noble rubor.

¡Tú que la cruz arrastrando
vas de un padecer tremendo,
con los labios sonriendo,
con el corazón llorando!

¿Por qué escribo estas leyendas?
¿Por qué de siglos difuntos
dan a mi péñola asuntos
las consejas estupendas?

La razón voite a decir.
Es mi libro, bien mirado,
lecciones que da el pasado
al presente y porvenir.

Vanidoso desahogo
encontrará un zoilo en esto
y murmurará indigesto:
—¿quién lo ha hecho a usted pedagogo?

No se queme las pestañas
descifrando mamotretos
sobre tiempos y sujetos
que alcanzó Mari-Castañas.

Deje usted seguir la gresca,
que la humanidad bendita
ya es bastante talludita
y sabe lo que se pesca.

Razona así el egoísmo
del siglo razonador,
y así vamos por vapor
y en línea recta al abismo.

Fe y sapiencia nombres vanos,
como hogaño, no eran antes:
hoy presumen de gigantes
hasta los tristes enanos.

Hoy ya no inspira entusiasmo
lo serio, sino el can-can,
y en leal consorcio van
la duda con el sarcasmo.

Hoy es el mercantilismo
la vida del pensamiento;
es Dios el tanto por ciento
y es su altar el egoísmo.

¡Son nuestros tiempos fatales!
Por eso, por eso vivo
hecho un ambulante archivo
de historias tradicionales.

Y a veces tanto, en verdad,
me identifico con ellas,
que hallar en mí pienso huellas
de que viví en otra edad.

Y me digo, como cierto
gran poeta cuando escribo:
¿si más que ímagen de un vivo
seré realidad de un muerto?

¿Quién sabe si mal mi grado,
(todo puede suceder)
llevo escondida en mi ser
la intuición de lo pasado?

Y enorgulléceme, a fe,
numerarme entre los pocos
que leen, sin hallarse locos,
libros que ya nadie lee.

El presente, a mi entender,
con sus luces y progreso
es muy prosaico... por eso
pláceme más el ayer.

No al cielo con alas de Ícaro
se alzaba la medianía,
que hasta el pícaro, a fe mía,
era grandemente pícaro.

Y de que no siento error,
sentando concepto tal,
da prueba testimonial
Lope de Aguirre el traidor.

Dirán que no es lisonjero
extasiarse en el pasado;
que es la empresa que he abarcado
propia de sepulturero;

Que malgasto mis vigilias,
restaurador de esqueletos,
y a la estampa doy secretos
en mengua de las familias;

Que a los héroes desentierro
y en prosa de munición,
los presento en un salón
con guantelete de hierro.

¿Qué ha de ser sino un borrico,
un animal de bellota,
quien sin ton ni son explota
los siglos del rey Perico?

Dirán que no sin solapa,
y con agravio de Dios,
simpáticos hago a Los
caballeros de la capa;

Que a virreyes del Perú
del negro sepulcro evoco,
para respetarlos poco
y tratarlos tú por tu;

Que con fines muy nefandos,
calumniador de la historia,
sombras echo en la memoria
del ilustre Pepe Bandos;

Que tal vez estando chispo
esas quimeras hilvano,
pues que trato liso y llano
al fraile y al arzobispo;

Que doy escándalo grave
refiriendo el gatuperio
que condujo a un monasterio
a la Monja de la llave;

Que no merece laurel,
sino palo, mucho palo,
quien ve un dulce de regalo
en Leonorcica Michel;

Que allí descubro mi juego
por la idea y la palabra;
que al monte tira la cabra
y debo ser mujeriego;

Que ha de arder en el infierno
por inmoral cuanto he escrito,
y que debe andar proscrito
en casa de buen gobierno;

Y añadirá la traidora
chusma, que es pura invención
la sublime abnegación
de Evangelina Zamora;

Que si hay pensamiento bueno
que merezca aplauso pío
en el librejo, no es mío,
sino del cercado ajeno;

Que al publicar un volumen
malo, hasta leído gratis,
he querido sólo satis—
facer mi frívolo numen;

Dirá la procacidad
que soy un torpe avechucho,
(que importa al crítico mucho
nuestra personalidad).

Y el insulto se conjuga
en perfecto e imperfecto...
¿Hay un personal defecto?
¡Pues, señor, a la verruga!!!

Razón de la sinrazón
es la personal diatriba.
¿Qué tiene que ver la giba
con los versos de Alarcón?

Que mentiras y verdades
sobre tiempos que no he visto
ensarto, dirán... ¡De Cristo
dijeron barbaridades!

¿Qué mucho si me hace añicos
un crítico y si me ultraja,
siendo en la humana baraja
yo de los triunfos más chicos?

¿Y hay quien a escribir se atreve?
¡Por San Jorge! Amiga mía,
pierde la pedantería
a este siglo diez y nueve.

A todos sopla la musa
de la vanidad; y todos,
hoy de vanidad beodos,
nacemos con ciencia infusa.

La muchedumbre infatuada
no ve serena jamás
a los qiie, entre los demás,
se elevan media pulgada.

Y en sanedrín literario
grita a aquel que sobresale:
—¡A ese! ¡A ese! ¡Dale! ¡Dale!
¡Fuera el vil! ¡Fuera el plagiario!

¡Apacígüese el belén!
¡Chico pleito, por Dios trino!
¿Es tan estrecho el camino
que por él no quepan cien?

Y pues dí con el busilis
en la pregunta anterior,
y en versos de arte menor
he desfogado mi bilis;

Y pues que no dejo acceso
para el crítico nefasto,
colocándome el emplasto
antes que salga el divieso;

Basta de jaculatoria
y sigamos: yo, escribiendo:
tú, mis leyendas leyendo:
y aquí paz y después gloria.


Ricardo Palma

Lima, Mayo de 1874

Los caballeros de la capa

Crónica de una Guerra Civil


(A don Juan de la Pezuela, conde de Cheste)

I

Quiénes eran los caballeros de la capa y el juramento que hicieron


En la tarde del 5 de junio de 1541 hallábanse reunidos en el solar de Pedro de San Millán doce españoles, agraciados todos por el rey por sus hechos en la conquista del Perú.

La casa que los albergaba se componía de una sala y cinco cuartos, quedando gran espacio de terreno por fabricar. Seis sillones de cuero, un escaño de roble y una mugrienta mesa pegada a la pared, formaban el mueblaje de la casa. Así la casa como el traje de los habitantes de ella pregonaban, a la legua, una de esas pobrezas que se codean con la mendicidad. Y así eran en efecto.

Los doce hidalgos pertenecían al número de los vencidos el 6 de abril de 1538 en la batalla de las Salinas. El vencedor les había confiscado sus bienes, y gracias que les permitía respirar el aire de Lima, donde vivían de la caridad de algunos amigos. El vencedor, como era de práctica en esos siglos, pudo ahorcarlos sin andarse con muchos perfiles; pero don Francisco Pizarro se adelantaba a su época, y parecía más bien hombre de nuestros tiempos, en que al enemigo no siempre se mata o aprisiona, sino que se le quita por entero o merma la ración de pan. Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la colonia, y eso ha sido y es la república. La ley del yunque y del martillo imperando a cada cambio de tortilla, o como reza la copla:


«Salimos de Guate-mala
y entramos en Guate-peor;
cambia el pandero de manos,
pero de sonidos, no».


o como dicen en Italia: «Librarse de los bárbaros para caer en los Babarini».

Llamábanse los doce caballeros Pedro de San Millán, Cristóbal de Sotelo, García de Alvarado, Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Juan Rodríguez Barragán, Gómez Pérez, Diego de Hoces, Martín Carrillo, Jerónimo de Almagro y Juan Tello.

Muy a la ligera, y por la importancia del papel que desempeñan en esta crónica, haremos el retrato histórico de cada uno de los hidalgos, empezando por el dueño de la casa. A tout seigneur tout honneur.

Pedro de San Millán, caballero santiagués, contaba treinta y ocho años y pertenecía al número de los ciento setenta conquistadores que capturaron a Atahualpa. Al hacerse la repartición del rescate del inca, recibió ciento treinta y cinco marcos de plata y tres mil trescientas treinta onzas de oro. Leal amigo del mariscal D. Diego de Almagro, siguió la infausta bandera de éste, y cayó en la desgracia de los Pizarro, que le confiscaron su fortuna, dejándole por vía de limosna el desmantelado solar de judíos, y como quien dice: «basta para un gorrión pequeña jaula». San Millán, en sus buenos tiempos, había pecado de rumboso y gastador; era bravo, de gentil apostura y generalmente querido.

Cristóbal de Sotelo frisaba en los cincuenta y cinco años, y como soldado que había militado en Europa, era su consejo tenido en mucho. Fue capitán de infantería en la batalla de las Salinas.

García de Alvarado era un arrogantísimo mancebo de veintiocho años, de aire marcial, de instintos dominadores, muy ambicioso y pagado de su mérito. Tenía sus ribetes de pícaro y felón.

Diego Méndez, de la orden de Santiago, era hermano del famoso general Rodrigo Ordóñez, que murió en la batalla de las Salinas mandando el ejército vencido. Contaba Méndez cuarenta y tres años, y más que por hombre de guerra se le estimaba por galanteador y cortesano.

De Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego de Hoces, Gómez Pérez y Martín Carrillo, sólo nos dicen los cronistas que fueron intrépidos soldados y muy queridos de los suyos. Ninguno de ellos llegaba a los treinta y cinco años.

Juan Tello el sevillano fue uno de los doce fundadores de Lima, siendo los otros el marqués Pizarro, el tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Salcedo, el sevillano Nicolás de Ribera el Viejo, Rui Díaz, Rodrigo Mazuelas, Cristóbal de Peralta, Alonso Martín de Don Benito, Cristóbal Palomino, el salamanquino Nicolás de Ribera el Mozo y el secretario Picado. Los primeros alcaldes que tuvo el Cabildo de Lima fueron Ribera el Viejo y Juan Tello. Como se ve, el hidalgo había sido importante personaje, y en la época en que lo presentamos contaba cuarenta y seis años.

Jerónimo de Almagro era nacido en la misma ciudad que el mariscal, y por esta circunstancia y la del apellido se llamaban primos. Tal parentesco no existía, pues D. Diego fue un pobre expósito. Jerónimo rayaba en los cuarenta años.

La misma edad contaba Juan Rodríguez Barragán, tenido por hombre de gran audacia a la par que de mucha experiencia.

Sabido es que, así como en nuestros días ningún hombre que en algo se estima sale a la calle en mangas de camisa, así en los tiempos antiguos nadie que aspirase a ser tenido por decente osaba presentarse en la vía pública sin la respectiva capa. Hiciese frío o calor, el español antiguo y la capa andaban en consorcio, tanto en el paseo y el banquete cuanto en la fiesta de iglesia. Por eso sospecho que el decreto que en 1822 dio el ministro Monteagudo prohibiendo a los españoles el uso de la capa, tuvo, para la Independencia del Perú, la misma importancia que una batalla ganada por los insurgentes. Abolida la capa, desaparecía España.

Para colmo de miseria de nuestros doce hidalgos, entre todos ellos no había más que una capa; y cuando alguno estaba forzado a salir, los once restantes quedaban arrestados en la casa por falta de la indispensable prenda.

Antonio Picado, el secretario del marqués D. Francisco Pizarro, o más bien dicho, su demonio de perdición, hablando un día de los hidalgos los llamó Caballeros de la capa. El mote hizo fortuna y corrió de boca en boca.

Aquí viene a cuento una breve noticia biografía de Picado.

Vino éste al Perú en 1534 como secretario del mariscal D. Pedro de Alvarado, el del famoso salto en México. Cuando Alvarado, pretendiendo que ciertos territorios del Norte no estaban comprendidos en la jurisdicción de la conquista señalada por el emperador a Pizarro, estuvo a punto de batirse con las fuerzas de D. Diego de Almagro, Picado vendía a éste los secretos de su jefe, y una noche, recelando que se descubriese su infamia, se fugó al campo enemigo. El mariscal envió fuerza a darle alcance, y no lográndolo, escribió a D. Diego que no entraría en arreglo alguno si antes no le entregaba la persona del desleal. El caballeroso Almagro rechazó la pretensión, salvando así la vida a un hombre que después fue tan funesto para él y para los suyos.

D. Francisco Pizarro tomó por secretario a Picado, el que ejerció sobre el marqués una influencia fatal y decisiva. Picado era quien, dominando los arranques generosos del gobernador, lo hacía obstinarse en una política de hostilidad contra los que no tenían otro crimen que el de haber sido vencidos en la batalla de las Salinas.

Ya por el año de 1541 sabíase de positivo que el monarca, inteligenciado de lo que pasaba en estos reinos, enviaba al licenciado don Cristóbal Vaca de Castro para residenciar al gobernador; y los almagristas, preparándose a pedir justicia por la muerte dada a D. Diego, enviaron, para recibir al comisionado de la corona y prevenir su ánimo con informes, a los capitanes Alonso Portocarrero y Juan Balsa. Pero el juez pesquisador no tenía cuándo llegar. Enfermedades y contratiempos marítimos retardaban su arribo a la ciudad de los Reyes.

Pizarro entretanto quiso propiciarse amigos aun entre los caballeros de la capa; y envió mensajes a Sotelo, Chaves y otros, ofreciéndoles sacarlos de la menesterosa situación en que vivían. Pero, en honra de los almagristas, es oportuno consignar que no se humillaron a recibir el mendrugo de pan que se les quería arrojar.

En tal estado las cosas, la insolencia de Picado aumentaba de día en día, y no excusaba manera de insultar a los de Chile, como eran llamados los parciales de Almagro. Irritados éstos, pusieron una noche tres cuerdas en la horca, con carteles que decían: Para Pizarro. Para Picado. Para Velázquez.

El marqués, al saber este desacato, lejos de irritarse dijo sonriendo:

—¡Pobres! Algún desahogo les hemos de dejar y bastante desgracia tienen para que los molestemos más. Son jugadores perdidos y hacen extremos de tales.

Pero Picado se sintió, como su nombre, picado; y aquella tarde, que era la del 5 de junio, se vistió un jubón y una capetilla francesa, bordada con higas de plata, y montando en un soberbio caballo pasó y repasó, haciendo caracolear al animal, por las puertas de Juan de Rada, tutor del joven Almagro, y del solar de Pedro de San Millán, residencia de los doce hidalgos; llevando su provocación hasta el punto de que, cuando algunos de ellos se asomaron, les hizo un corte de manga, diciendo: «Para los de Chile», y picó espuelas al bruto.

Los caballeros de la capa mandaron llamar inmediatamente a Juan de Rada.

Pizarro había ofrecido al joven Almagro, que quedó huérfano a la edad de diez y nueve años, ser para él un segundo padre, y al efecto lo aposentó en palacio, pero fastidiado el mancebo de oír palabras en mengua de la memoria del mariscal y de sus amigos, se separó del marqués y se constituyó pupilo de Juan de Rada. Era éste un anciano muy animoso y respetado, pertenecía a una noble familia de Castilla, y se le tenía por hombre de gran cautela y experiencia. Habitaba en el portal de Botoneros, que así llamamos en Lima a los artesanos que en otras partes son pasamaneros, unos cuartos del que hasta hoy se conoce con el nombre de callejón de los Clérigos. Rada vio en la persona de Almagro el Mozo un hijo y una bandera para vengar la muerte del mariscal; y todos los de Chile, cuyo número pasaba de doscientos, si bien reconocían por caudillo al joven don Diego, miraban en Rada el llamado a dar impulso y dirección a los elementos revolucionarios.

Rada acudió con presteza al llamamiento de los caballeros. El anciano se presentó respirando indignación por el nuevo agravio de Picado, y la junta resolvió no esperar justicia del representante que enviaba la corona; sino proceder al castigo del marqués y de su insolente secretario.

García de Alvarado, que tenía puesta esa tarde la cara de la compañía, la arrojó al suelo, y parándose sobre ella, dijo:

—Juremos por la salvación de nuestras ánimas morir en guarda de los derechos de Almagro el Mozo, y recortar de esta capa la mortaja para Antonio Picado.

II

De la atrevida empresa que ejecutaron los caballeros de la capa


Las cosas no podían concertarse tan en secreto que el marqués no advirtiese que los de Chile tenían frecuentes conciliábulos, que reinaba entre ellos una agitación sorda, que compraban armas y que, cuando Rada y Almagro el Mozo salían a la calle, eran seguidos, a distancia y a guisa de escolta, por un grupo de sus parciales. Sin embargo, el marqués no dictaba providencia alguna.

En esta inacción del gobernador recibió cartas de varios corregimientos participándole que los de Chile preparaban sin embozo un alzamiento en todo el país. Esta y otras denuncias le obligaron una mañana a hacer llamar a Juan de Rada.

Encontró éste a Pizarro en el jardín de palacio, al pie de una higuera que aún existe; y según Herrera, en sus Décadas, medió entre ambos este diálogo:

—¿Qué es esto, Juan de Rada, que me dicen que andáis comprando armas para matarme?

—En verdad, señor, que he comprado dos coracinas y una cota para defenderme.

—¿Pues qué causa os mueve ahora, más que en otro tiempo, a proveeros de armas?

—Porque nos dicen, señor, y es público, que su señoría recoge lanzas para matarnos a todos. Acábenos ya su señoría y haga de nosotros lo que fuere servido; porque, habiendo comenzado por la cabeza, no sé yo por qué ha de tener respeto a los pies. También se dice que su señoría piensa matar el juez que viene enviado por el rey. Si su ánimo es tal y determina dar muerte a los de Chile, no lo haga con todos. Destierre su señoría a don Diego en un navío, pues es inocente, que yo me iré con él adonde la fortuna nos quisiere llevar.

—¿Quién os ha hecho entender tan gran traición y maldad como esa? Nunca tal pensé, y más deseo tengo que vos de que acabe de llegar el juez, que ya estuviera aquí si hubiese aceptado embarcarse en el galeón que yo le envié a Panamá. En cuanto a las armas, sabed que el otro día salí de caza, y entre cuantos íbamos ninguno llevaba lanza; y mandé a mis criados que comprasen una, y ellos mercaron cuatro. ¡Plegue a Dios, Juan de Rada, que venga el juez y estas cosas hayan fin, y Dios ayude a la verdad!

Por algo se ha dicho que del enemigo el consejo. Quizá habría Pizarro evitado su infausto fin, si como se lo indicaba el astuto Rada hubiese en el acto desterrado a Almagro.

La plática continuó en tono amistoso, y al despedirse Rada, le obsequió Pizarro seis higos que él mismo cortó por su mano del árbol, y que eran de los primeros que se producían en Lima.

Con esta entrevista pensó don Francisco haber alejado todo peligro, y siguió despreciando los avisos que constantemente recibía.

En la tarde del 25 de junio, un clérigo le hizo decir que, bajo secreto de confesión, había sabido que los almagristas trataban de asesinarlo, y muy en breve. «Ese clérigo obispado quiere», respondió el marqués; y con la confianza de siempre, fue sin escolta a paseo y al juego de pelota y bochas, acompañado de Nicolás de Ribera el Viejo.

Al acostarse, el pajecillo que le ayudaba a desvestirse le dijo:

—Señor marqués, no hay en las calles más novedad sino que los de Chile quieren matar a su señoría.

—¡Eh! Déjate e bachillerías, rapaz; que esas cosas no son para ti —le interrumpió Pizarro.

Amaneció el domingo 26 de junio, y el marqués se levantó algo preocupado.

A las nueve llamó al alcalde mayor, Juan de Velázquez, y recomendole que procurase estar al corriente de los planes de los de Chile, y que si barruntaba algo de gravedad, procediese sin más acuerdo a la prisión del caudillo y de sus principales amigos. Velázquez le dio esta respuesta que las consecuencias revisten de algún chiste:

—Descuide vuestra señoría, que mientras yo tenga en la mano esta vara, ¡juro a Dios que ningún daño le ha de venir!

Contra su costumbre no salió Pizarro a misa, y mandó que se la dijesen en la capilla de palacio.

Parece que Velázquez no guardó, como debía, reserva con la orden del marqués, y habló de ella con el tesorero Alonso Riquelme y algunos otros. Así llegó a noticia de Pedro San Millán, quien se fue a casa de Rada, donde estaban reunidos muchos de los conjurados. Participoles lo que sabía y añadió: «Tiempo es de proceder, pues si lo dejamos para mañana, hoy nos hacen cuartos».

Mientras los demás se esparcían por la ciudad a llenar diversas comisiones, Juan de Rada, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Cristóbal de Sosa, Martín Carrillo, Pedro de San Millán, Juan de Porras, Gómez Pérez, Arbolancha, Narváez y otros, hasta completar diez y nueve conjurados, salieron precipitadamente del callejón de los Clérigos (y no del de Petateros, como cree el vulgo) en dirección a palacio. Gómez Pérez dio un pequeño rodeo para no meterse en un charco, y Juan de Rada lo apostrofó: «¿Vamos a bañamos en sangre humana, y está cuidando vuesa merced de no mojarse los pies? Andad y volveos, que no servís para el caso».

Más de quinientas personas paseantes o que iban a la misa de doce, había a la sazón en la plaza, y permanecieron impasibles mirando el grupo. Algunos maliciosos se limitaron a decir: «Estos van a matar al marqués o a Picado».

El marqués, gobernador y capitán general del Perú don Francisco Pizarro, se hallaba en uno de los salones de palacio en tertulia con el obispo electo de Quito, el alcalde Velázquez y hasta quince amigos más, cuando entró un paje gritando: «¡Los de Chile vienen a matar al marqués, mi señor!».

La confusión fue espantosa. Unos se arrojaron por los corredores al jardín, y otros se descolgaron por las ventanas a la calle, contándose entre los últimos el alcalde Velázquez, que para mejor asirse de la balaustrada se puso entre los dientes la vara de juez. Así no faltaba al juramento que había hecho tres horas antes; visto que si el marqués se hallaba en atrenzos, era porque no tenía la vara en la mano, sino en la boca.

Pizarro, con la coraza mal ajustada, pues no tuvo espacio para acabarse de armar, la capa terciada a guisa de escudo y su espada en la mano, salió a oponerse a los conjurados, que ya habían muerto a un capitán y herido a tres o cuatro criados. Acompañaban al marqués su hermano uterino Martín de Alcántara, Juan Ortiz de Zárate y dos pajes.

El marqués, a pesar de sus sesenta y cuatro años, se batía con los bríos de fa mocedad; y los conjurados no lograban pasar el dintel de una puerta, defendida por Pizarro y sus cuatro compañeros, que lo imitaban en el esfuerzo y coraje.

—¡Traidores! ¿Por qué me queréis matar? ¡Qué desvergüenza! ¡Asaltar como bandoleros mi casa! —gritaba furioso Pizarro, blandiendo la espada; y a tiempo que hería a uno de los conjurados, que Rada había empujado sobre él, Martín de Bilbao le acertó una estocada en el cuello.

El conquistador del Perú sólo pronunció una palabra: «¡Jesús!», y cayó, haciendo con el dedo una cruz de sangre en el suelo y besándola.

Entonces Juan Rodríguez Barragán le rompió en la cabeza una garrafa de barro de Guadalajara, y don Francisco Pizarro exhaló el último aliento.

Con él murieron Martín de Alcántara y los dos pajes, quedando gravemente herido Ortiz de Zárate.

Quisieron más tarde sacar el cuerpo de Pizarro y arrastrarlo por la plaza; pero los ruegos del obispo de Quito y el prestigio de Juan de Rada estorbaron este acto de bárbara ferocidad. Por la noche dos humildes servidores del marqués lavaron el cuerpo; le vistieron el hábito de Santiago sin calzarle las espuelas de oro, que habían desaparecido; abrieron una sepultura en el terreno de la que hoy es Catedral, en el patio que aún se llama de los Naranjos, y enterraron el cadáver. Encerrados en un cajón de terciopelo con broches de oro se encuentran hoy los huesos de Pizarro, bajo el altar mayor de la catedral. Por lo menos tal es la general creencia.

Realizado el asesinato, salieron sus autores a la plaza gritando: «¡Viva el rey! ¡Muerto es el tirano! ¡Viva Almagro! ¡Póngase la tierra en justicia!». Y Juan de Rada se restregaba las manos con satisfacción, diciendo: «¡Dichoso día en el que se conocerá que el mariscal tuvo amigos tales que supieron tomar venganza de su matador!».

Inmediatamente fueron presos Jerónimo de Aliaga, el factor Illán Suárez de Carbajal, el alcalde del Cabildo Nicolás de Ribera el Viejo y muchos de los principales vecinos de Lima. Las casas del marqués, de su hermano Alcántara y de Picado fueron saqueadas. El botín de la primera se estimó en cien mil pesos, el de la segunda en quince mil pesos y el de la última en cuarenta mil.

A las tres de la tarde, más de doscientos almagristas habían creado un nuevo Ayuntamiento; instalado a Almagro el Mozo en palacio con título de gobernador, hasta que el rey proveyese otra cosa; reconocido a Cristóbal de Sotelo por su teniente gobernador, y conferido a Juan de Rada el mando del ejército.

Los religiosos de la Merced, que, así en Lima como en el Cuzco, eran almagristas, sacaron la custodia en procesión y se apresuraron a reconocer el nuevo gobierno. Gran papel desempeñaron siempre los frailes en las contiendas de los conquistadores. Húbolos que convirtieron la catedral del Espíritu Santo en tribuna de difamación contra el bando que no era de sus simpatías. Y en prueba de la influencia que sobre la soldadesca tenían los sermones, copiaremos una carta que en 1553 dirigió Francisco Girón al padre Baltasar Melgarejo. Dice así la carta:

«Muy magnífico y reverendo señor: Sabido he que vuesa paternidad me hace más guerra con su lengua, que no los soldados con sus armas. Merced recibiré que haya enmienda en el negocio, porque de otra manera, dándome Dios victoria, forzarme ha vuesa paternidad que no mire nuestra amistad y quien vuesa paternidad es, cuya muy magnífica y reverenda persona guarde. —De este mi real de Pachacamac. —Besa la mano de vuesa paternidad su servidor. —Francisco Hernández Girón».

Una observación histórica. El alma de la conjuración fue siempre Rada, y Almagro el Mozo ignoraba todos los planes de sus parciales. No se le consultó para el asesinato de Pizarro, y el joven caudillo no tuvo en él más parte que aceptar el hecho consumado.

Preso el alcalde Velázquez, consiguió hacerlo fugar su hermano el obispo del Cuzco fray Vicente Valverde, aquel fanático de la orden dominica que tanta influencia tuvo para la captura y suplicio de Atahualpa. Embarcáronse luego los dos hermanos para ir a juntarse con Vaca de Castro; pero, en la isla de la Puná, los indios los mataron a flechazos junto con otros diez y seis españoles. No sabemos a punto fijo si la Iglesia venera entre sus mártires al padre Valverde.

Velázquez escapó de las brasas para caer en las llamas. Los caballeros de la capa no lo habrían tampoco perdonado.

Desde los primeros síntomas de revolución, Antonio Picado se escondió en casa del tesorero Riquelme, y descubierto al día siguiente su asilo fueron a prenderlo. Riquelme dijo a los almagristas: «No sé dónde está el señor Picado», y con los ojos les hizo señas para que lo buscasen debajo de la cama. La pluma se resiste a hacer comentarios sobre tamaña felonía.

Los caballeros de la capa, presididos por Juan de Rada y con anuencia de don Diego, se constituyeron en tribunal. Cada uno enrostró a Picado el agravio que de él hubiera recibido cuando era omnipotente cerca de Pizarro; luego le dieron tormento para que revelase dónde el marqués tenía tesoros ocultos; y por fin, el 29 de septiembre, le cortaron la cabeza en la plaza con el siguiente pregón, dicho en voz alta por Cosme Ledesma, negro ladino en la lengua española, a toque de caja y acompañado de cuatro soldados con picas y otros dos con arcabuces y cuerdas encendidas: «Manda Su Majestad que muera este hombre por revolvedor de estos reinos, e porque quemó e usurpó muchas provisiones reales, encubriéndolas porque venían en gran daño al marqués, e porque cohechaba e había cohechado mucha suma de pesos de oro en la tierra.

El juramento de los caballeros de la capa se cumplió al pie de la letra. La famosa capa le sirvió de mortaja a Antonio Picado.

III

El fin del caudillo y de los doce caballeros

No nos proponemos entrar en detalles sobre los catorce meses y medio que Almagro el Mozo se mantuvo como caudillo, ni historiar la campaña que, para vencerlo, tuvo que emprender Vaca de Castro. Por eso, a grandes rasgos hablaremos de los sucesos.

Con escasas simpatías entre los vecinos de Lima, viose don Diego forzado a abandonar la ciudad para reforzarse en Guamanga y el Cuzco, donde contaba con muchos partidarios. Días antes de emprender la retirada, se le presentó Francisco de Chaves exponiéndole una queja, y no recibiendo reparación de ella le dijo: «No quiero ser más tiempo vuestro amigo, y os devuelvo la espada y el caballo». Juan de Rada lo arrestó por la insubordinación, y enseguida lo hizo degollar. Así concluyó uno de los caballeros de la capa.

Juan de Rada, gastado por los años y las fatigas, murió en Jauja al principiarse la campaña. Fue este un golpe fatal para la causa revolucionaria. García de Alvarado lo reemplazó como general, y Cristóbal de Sotelo fue nombrado maese de campo.

En breve estalló la discordia entre los dos jefes de ejército, y hallándose Sotelo enfermo en cama, fue García de Alvarado a pedirle satisfacción por ciertas hablillas: «No me acuerdo haber dicho nada de vos ni de los Alvarado —contestó el maese de campo—; pero si algo he dicho lo vuelvo a decir, porque, siendo quien soy, se me da una higa de los Alvarados; y esperad a que me abandone la fiebre que me trae postrado para demandarme más explicaciones con la punta de la espada». Entonces el impetuoso García de Alvarado cometió la villanía de herirlo, y uno de sus parciales lo acabó de matar. Tal fue la muerte del segundo caballero de la capa.

Almagro el Mozo habría querido castigar en el acto el aleve matador; pero la empresa no era hacedera. García de Alvarado, ensoberbecido con su prestigio sobre la soldadesca, conspiraba para deshacerse de don Diego, y luego, según le conviniese, batir a Vaca de Castro o entrar en acuerdo con él. Almagro disimuló mañosamente, inspiró confianza a Alvarado, y supo atraerlo a un convite que daba en el Cuzco Pedro de San Millán. Allí, en medio de la fiesta, un confidente de don Diego se echó sobre don García diciéndole:

—¡Sed preso!

—Preso no, sino muerto —añadió Almagro, y le dio una estocada, acabándolo de matar los otros convidados.

Así desaparecieron tres de los caballeros de la capa antes de presentar batalla al enemigo. Estaba escrito que todos habían de morir de muerte violenta y bañados en su sangre.

Entretanto, se aproximaba el momento decisivo, y Vaca de Castro hacía a Almagro proposiciones de paz y promulgaba un indulto, del que sólo estaban exceptuados los nueve caballeros de la capa que aún vivían, y dos o tres españoles más.

El domingo 16 de septiembre de 1542 terminó la guerra civil con la sangrienta batalla de Chupas. Almagro, al frente de quinientos hombres, fue casi vencedor de los ochocientos que seguían la bandera de Vaca de Castro. Durante la primera hora, la victoria pareció inclinarse del lado del joven caudillo; pues Diego de Hoces, que mandaba una ala de su ejército, puso en completa derrota una división contraria. Sin el arrojo de Francisco de Carbajal, que restableció el orden en las filas de Vaca de Castro, y más que esto, sin la impericia o traición de Pedro de Candia, que mandaba la artillería almagrista, el triunfo de los de Chile era seguro.

El número de muertos por ambas partes pasó de doscientos cuarenta, y el de los heridos fue también considerable. Entre tan reducido número de combatientes, sólo se explica un encarnizamiento igual teniendo en cuenta que los almagristas tuvieron por su caudillo el mismo fanático entusiasmo que había profesado al mariscal su padre; y ya es sabido que el fanatismo por una causa ha hecho siempre los héroes y los mártires.

Aquéllos sí eran tiempos en los que, para entrar en batalla, se necesitaba tener gran corazón. Los combates terminaban cuerpo a cuerpo, y el vigor, la destreza y lo levantado del ánimo decidían el éxito.

Las armas de fuego distaban tres siglos del fusil de aguja y eran más bien un estorbo para el soldado, que no podía utilizar el mosquete o arcabuz si no iba provisto de eslabón, pedernal y yesca para encender la mecha. La artillería estaba en la edad del babador; pues los pedreros o falconetes, si para algo servían era para meter ruido como los petardos. Propiamente hablando, la pólvora se gastaba en salvas; pues no conociéndose aún escala de punterías, las balas iban por donde el diablo las guiaba. Hoy es una delicia caer en el campo de batalla, así el mandria como el audaz, con la limpieza con que se resuelve una ecuación de tercer grado. Muere el prójimo matemáticamente, en toda regla, sin error de suma o pluma; y ello, al fin, debe ser un consuelo que se lleva el alma al otro barrio. Decididamente, hogaño una bala de cañón es una bala científica, que nace educada y sabiendo a punto fijo dónde va a parar. Esto es progreso, y lo demás es chiribitas y agua de borrajas.

Perdida toda esperanza de triunfo, Martín de Bilbao y Jerónimo de Almagro no quisieron abandonar el campo, y se lanzaron entre los enemigos gritando: «¡A mí, que yo maté al marqués!». En breve cayeron sin vida. Sus cadáveres fueron descuartizados al día siguiente.

Pedro de San Millán, Martín Carrillo y Juan Tello fueron hechos prisioneros, y Vaca de Castro los mandó degollar en el acto.

Diego de Hoces, el bravo capitán que tan gran destrozo causara en las tropas realistas, logró escapar del campo de batalla, para ser pocos días después degollado en Guamanga.

Juan Rodríguez Barragán, que había quedado por teniente gobernador en el Cuzco, fue apresado en la ciudad y se le ajustició. Las mismas autoridades que creó D. Diego, al saber su derrota, se declararon por el vendedor para obtener indultos y mercedes.

Diego Méndez y Gómez Pérez lograron asilarse cerca del inca Manco que, protestando contra la conquista, conservaba en las crestas de los Andes un grueso ejército de indios. Allí vivieron hasta fines de 1544. Habiendo un día Gómez Pérez tenido un altercado con el inca Manco mató a éste a puñaladas, y entonces los indios asesinaron a los dos caballeros y a cuatro españoles más que habían buscado refugio entre ellos.

Almagro el Mozo peleó con desesperación hasta el último momento en que, decidida la batalla, lanzó su caballo sobre Pedro de Candia, y diciéndole «¡Traidor!», lo atravesó con su lanza. Entonces Diego de Méndez lo forzó a emprender la fuga para ir a reunirse con el inca, y habríanlo logrado si a Méndez no se le antojara entrar en el Cuzco para despedirse de su querida. Por esta imprudencia fue preso el valeroso mancebo, logrando Méndez escapar para morir más tarde, como ya hemos referido, a manos de los indios.

Se formalizó proceso, y D. Diego salió condenado. Apeló del fallo a la Audiencia de Panamá y al rey, y la apelación le fue denegada. Entonces dijo con entereza: «Emplazo a Vaca de Castro ante el tribunal de Dios, donde seremos juzgados sin pasión; y pues muero en el lugar donde degollaron a mi padre, ruego sólo que me coloquen en la misma sepultura, debajo de su cadáver».

Recibió la muerte —dice un cronista que presenció la ejecución— con ánimo valiente. No quiso que le vendasen los ojos por fijarlos, hasta su postrer instante, en la imagen del Crucificado; y, como lo había pedido, se le dio la misma tumba que al mariscal su padre.

Era este joven de veinticuatro años de edad, nacido de una india noble de Panamá, de talla mediana, de semblante agraciado, gran jinete, muy esforzado y diestro en las armas, participaba de la astucia de su progenitor, excedía en la liberalidad de su padre, que fue harto dadivoso, y como él, sabía hacerse amar con locura de sus parciales.

Así, con el triste fin del caudillo y de los caballeros de la capa, quedó exterminado en el Perú el bando de los de Chile.

Una carta de indias

(A D. Manuel Tamayo y Baus, de la Academia Española)


El licenciado D. Cristóbal Vaca de Castro, nacido en Mayorga en 1492, hallábase en 1540 ejerciendo el cargo de oidor en la Audiencia de Valladolid, cuando llegó a España la nueva del triste fin de D. Diego de Almagro el Viejo y de las turbulencias habidas en el nuevo reino de Granada entre Benalcázar y Andagoya. El emperador, después de investir a Vaca de Castro con el hábito de Santiago, lo comisionó para venir a poner orden en estos sus reinos del Perú y Nueva Granada y examinar las acusaciones levantadas contra Pizarro y el adelantado Benalcázar. A su llegada a Popayán, recibió el juez pesquisador la noticia del asesinato del marqués y consiguiente revolución de Almagro el Mozo; y dando de mano a todo otro encargo, púsose el licenciado en camino para Quito, levantando bandera por el rey.

Preciso es confesar que Carlos V anduvo desacertado en la elección; pues el nombrado no poseía la entereza y bríos, sagacidad y pureza de Gasca. En la batalla de Chupas, donde se batió recio el cobre, estuvo el señor licenciado asustadizo y a punto de huir el bulto; y después del triunfo no pensó más que en medros y granjerías, rellenando la hucha, sin temor a Dios ni al rey.

En la relación que, fechada en el Cuzco a 24 de noviembre de 1542, envió al emperador dándole cuenta del éxito de la batalla, estampa Vaca de Castro estas palabras: «Ansí mismo el mensajero que envío suplicará a V. M. algunas cosas de mi parte, y suplico a V. M. sea servido de me mandar hacer merced en ellas».

Para saber hasta dónde llegaban los humos y qué puntos calzaba en pretensiones el señor licenciado, transcribamos algunos acápites de la carta que con el mensajero Francisco Becerra dirigió a su mujer doña María de Quiñones: «Yo, señora, he hecho a S. M. tan gran servicio en ganarle estos reinos de tales tiranos y tantos y tan bien armados que se los tenían ocupados, alcanzando la más gloriosa victoria que ha dado Dios a capitán general en el mundo; y pues a D. Francisco Pizarro, se tuvo por tan gran hazaña ganar estos reinos de indios, que fue ganarles a ovejas, que por ello le dieron marquesado, querría tratar allá de cómo su majestad me hiciese mercedes, y pues yo tengo cuidado en servir a todos, razón es me lo agradezcan y paguen. Os alargaréis o acortaréis en el pedir, conforme a lo que allá viéredes».

Para Vaca de Castro eran piñones y confitura todas las grandes batallas, desde las de los tiempos de la Roma pagana hasta la de Pavía. Sólo la de Chupas, en que él dispuso de mil soldados y de las dotes militares de Francisco de Carbajal, que valía por un ejército, contra ochocientos almagristas mal dirigidos, merecía ser cantada por Homero. Para el señor gobernador, los conquistadores que acompañaron a Pizarro habían realizado empresa más fácil y sencilla que el persignarse.

A príncipe o duque, por lo menos, enderezaba su merced la proa; pues clarito se vislumbra que hacía ascos a un marquesado.

Continúa hablando a su mujer de diversas remesas de dinero que le había hecho, y añade: «Una cosa habéis de tener en gran cuidado y poner muy gran diligencia en ella, y es que todo lo que allá hoviere ido y agora llegare lo recibáis muy secreto, y aun los de casa no lo sepan, y esto conviene, porque mientras menos viere el rey y sus privados, más mercedes me harán».

Encarga a su mujer que si se presentare oportunidad de hacer alguna compra de fundo rústico o urbano, lo haga en cabeza de persona de su confianza «y no de otra manera; pues no conviene que para mí, en mi nombre, se compre una paja, sino que se entienda que no tengo ni tenéis un maravedí».

Sólo con Becerra enviaba Vaca de Castro a su mujer cinco mil quinientos cincuenta castellanos de oro, amén de esmeraldas y vajilla de plata. La hipocresía del licenciado no admite mayor refinamiento, y tentados estaríamos de poner en duda la autenticidad de esta misiva si ella no se encontrara autografiada y escrita, toda de letra de Vaca de Castro, en el precioso infolio que con el título de Cartas de Indias acaba de hacer publicar en Madrid el gobierno español.

De ese documento sacamos también en limpio una noticia de tocador, y que se presta a chistes un si es no es verdes como el cardenillo. Para que doña María le conquistase la protección de algunas damas de la corte la dice: «Envío ochenta tenazuelas de oro, que son acá muy estimadas y que las que allá hay no valen como estas, para que las enviéis a la señora condesa de Miranda y a quien bien os pareciere; que vos, señora, ya sé que no las habéis menester. Con éstas dicen acá las indias que quitan todo el vello por delgado que sea».

Peliagudos son los comentarios que a la pluma vienen, y huyendo de ellos sólo digo que hasta para cohechar influencias era roñoso D. Cristóbal. ¿Regalando tenacillas aspiraba usarced a conseguir ducado? ¡Arre allá, bobo!

Sus enemigos, que lo eran muchos españoles escapados del Perú, y entre los que se contaba la poderosa familia de Juan Tello, el sevillano ajusticiado en el Cuzco por mandato de D. Cristóbal, lograron interceptar ésta y otras cartas no menos comprometedoras, y las presentaron a Carlos V, revelando a la vez que Vaca de Castro había especulado tan ruinmente que su codicia llegó al extremo de abrir por su cuenta tienda en la plaza del Cuzco para vender artículos de primera necesidad, lo que constituía un estanco o privilegio en daño del pueblo y de la real hacienda, que andaba siempre en pos de un maravedí para completar un duro.

Entre col y col, lechuga; y a propósito de las Cartas de Indias recientemente publicadas, vamos a dedicar un párrafo a una cuestión interesantísima y que la aparición de aquella importante obra ha puesto sobre el tapete. Trátase de probar que la voz América es exclusivamente americana, y no un derivado del prenombre del piloto mayor de Indias Albérico Vespuccio. De varias preciosas y eruditas disquisiciones que sobre tan curioso tema hemos leído, sacamos en síntesis que América o Americ es nombre de lugar en Nicaragua, y que designa una cadena de montañas en la provincia de Chontales. La terminación ic (ica, ique, ico, castellanizada) se encuentra frecuentemente en los nombres de lugares, en las lenguas y dialectos indígenas de Centro-América y aun de las Antillas. Parece que significa grande, elevado, prominente, y se aplica a las cumbres montañosas en que no hay volcanes. Aun cuando Colón, en su lettera rarissima describiendo su cuarto viaje (1502), no menciona el nombre de América, es más que probable que verbalmente lo hubiera transmitido él a sus compañeros tomándolo como que el oro provenía de la región llamada América por los nicaragüenses. De presumir es también que este nombre América fue esparciéndose poco a poco hasta generalizarse en Europa, y que no conociéndose otra relación impresa, descriptiva de esas regiones, que la de Albericus Vespuccius publicada en latín en 1505 y en alemán en 1506 y 1508, creyesen ver en el prenombre Albericus el origen, un tanto alterado, del nombre América. Cuando en 1522 se publicó en Bale la primera carta marítima con el nombre de América provincia, Colón y sus principales compañeros habían ya muerto, y no hubo quien parara mientes en el nombre. Por otra parte, en toda Europa no era América nombre de pila que se aplicara a hombre o mujer, y llamándose Vespuccio Albérico, claro es que si él hubiera dado nombre al Nuevo Mundo, debió éste llamarse Albericia, por ejemplo, y no América. Otra consideración: sólo las testas coronadas bautizaban países con su nombre: verbigracia, Georgia, Lu[i]siana, Carolina, Maryland, Filipinas, etc.; mientras que los descubridores les daban su apellido, tales como Magallanes, Vancouver, Diemen, Cook, etc. El mismo Colón no ha dado Cristofonia o Cristofia, sino Colombia y Colón. Es evidente, pues, que el autor del plano de 1522 oyó antes pronunciar el nombre indígena de América a alguno de los que acompañaron a Colón en 1503, y tomó el rábano por las hojas. Cuando apareció la carta de Bale, ya Vespuccio había muerto, sin sospechar, por cierto, la paternidad histórica que se le preparaba.

Según el historiador vizconde de Santarem, el florentino Vespuccio (que murió en Sevilla el 22 de febrero de 1512) vino por primera vez al Nuevo Mundo a fines de 1499, en la expedición de Cabral, y la descripción que escribió de estas regiones fue publicada por Waldseemuller, en Lorena, en 1508. Fue Waldseemuller quien tuvo entonces la injustificable ocurrencia de sobreponer el nombre del descriptor al del descubridor.

En conclusión: por su origen, por las noticias de Colón en su cuarto viaje, por su valor filológico y demás consideraciones someramente apuntadas, puede sin gran esfuerzo deducirse que la voz América, exclusivamente indígena, nada tiene que ver con el nombre del piloto Vespuccio.

Sobre la avaricia de Vaca de Castro refiere la tradición popular algo que vamos a apuntar.

Después de la batalla de Chupas, entró Vaca de Castro en el Cuzco haciendo justicia neroniana en los partidarios de Almagro. En los primeros días el verdugo no estuvo ocioso, y ahorcó gente que fue un primor.

Entre los frailes de la Merced (que se distinguieron por su afición a la causa de la rebeldía), había uno que se propuso salvar la vida de cierto capitán prisionero. El mercedario había estado en la escuela con Vaca de Castro, y confiado en el cariño que tal circunstancia engendra, fue a visitar a D. Cristóbal. Este lo recibió con sequedad y díjole que no lo conocía, y que con esa y otra vez que lo viese serían dos. El fraile le daba señales minuciosas, le hablaba de recuerdos íntimos, le citaba el nombre del maestro y de los escolares, y Vaca de Castro erre que erre en que no habían estado juntos en los bancos del aula, ni recibido azotes de manos del mismo dómine.

—Pues así será como su señoría lo dice, y mío el error. Errare humanum est —dijo al fin el fraile—. Y lo siento, porque para el amigo de la infancia y camarada de la escuela, que no para el gobernador, traía yo este agasajo.

Y el mercedario sacó de la manga dos gruesos tejos de oro que colocó sobre la mesa.

El licenciado abrió tamaño ojo, rascose la frente, y fingiendo aire de meditación dijo:

—Espere, padre, ¿Vuesa, merced tiene familia en Izagre?

—Oriundo soy del lugar como vueseñoría.

—¡Calle! ¿Vuesa merced tuvo una tal Mencigüela, moza de mucho rojo y mucha sal, por comadre?

—Y tanto que vueseñoría la ferió una basquiña de filipichín y un refajo redondo, y quedé yo más en vergüenza que los moros de Granada.

—¡Toñuelo, hermano, Toñuelo! ¡Dame acá esos brazos, hombre! Trabajillo me ha costado el conocerte... Ya se ve, ¡tantos años... y luego los hábitos...!

—¡Aprieta, Tobalillo, aprieta!

Y fraile y gobernador se dieron estrecho abrazo, y los tejos de oro quedaron sobre la mesa, y el capitán que estaba en capilla para ser ahorcado libró con pena de destierro a Charcas.

La carta de Vaca de Castro a su mujer doña María de Quiñones fue la perdición del licenciado; pues aunque por el momento Carlos V disimuló y tragó saliva, guardó el documento bajo de llave esperando oportunidad de sacarlo a lucir.

En junio de 1545, y después de mil peripecias que relatar omito, llegó D. Cristóbal a Valladolid con algunos realitos de bolsillo, como él habría dicho, y que los cronistas llaman un tesoro. El emperador se lo mandó confiscar, lo puso en la fortaleza de Arévalo y lo sometió a riguroso juzgamiento. La maldita carta venía siempre a dar al traste con todos los misericordiosos propósitos de los jueces, que concluyeron por condenar a Vaca de Castro a la pérdida de su cargo de oidor, señalándole además por lugar de residencia la villa de Pinto, a inmediaciones de Madrid, lo que implicaba carcelería de por vida.

Mas Carlos V, poco antes de su abdicación, apiadose del licenciado y lo rehabilitó y aun concedió mercedes, siendo la principal permitirle introducir en América, sin pago de derechos, quinientas piezas de ébano, o sea esclavos africanos.

En 1561,viejo, viudo, achacoso y abrumado por los desengaños, encerrose Vaca de Castro en el claustro de los agustinos de Valladolid, donde al año siguiente entregó el alma al Creador. En cuanto a su nombre, la famosa Carta de Indias será siempre un cartel clavado en la picota.

La muerte del factor

Crónica de la época del primer virrey del Perú


Cuando en 1534 regresó de España Hernando Pizarro, trayendo para su hermano el título de marqués, vino con él un hidalgo, natural de Talavera, nombrado por el rey factor del Perú. Llamábase el hidalgo Illán Suárez de Carbajal, era hombre de poco más de treinta años, de gentil persona, y según un cronista, muy entendido en letras y números.

El marqués lo recibió con gran deferencia, y en breve se estrechó entre ambos la más franca amistad. D. Francisco puso a su nuevo amigo al corriente de los sucesos, y lo comisionó para que pasase al Cuzco a conferenciar con Almagro el Viejo, dándole más tarde igual encargo en la famosa y desleal entrevista de Mala. Mucho trabajó D. Illán para alcanzar un buen acuerdo; pero la doblez de los Pizarro inutilizó sus esfuerzos.

Pizarro confirió después al factor el mando de una expedición destinada a someter al inca Manco, que con numerosa hueste de indios se hallaba en las alturas de los Andes. Engañado por los informes de un espía, envió Illán una noche al capitán Villadiego con treinta hombres para que se apoderase por sorpresa de la persona de Manco pero éste, prevenido de la trama, batió a los españoles, muriendo Villadiego y más de veinte de sus soldados.

Relevado Illán del mando, regresó al Cuzco, donde escribió al marqués que se cuidase mucho de los de Chile. Pasó después a Lima, y en el mismo día del asesinato de Pizarro, fue reducido a prisión por los parciales de Almagro el Mozo. Al retirarse éste de Lima condujo, siempre presos, a Suárez de Carbajal y otros; mas en Jauja los puso en libertad.

Vaca de Castro envió a Lima al bachiller Juan Vélez de Guevara con el carácter de teniente gobernador. Pero Illán Suárez y los regidores se negaron a reconocerlo y le rompieron la vara en pleno Cabildo, quejosos de que el nombramiento se hubiese hecho en persona recién llegada al Perú. Aunque Vaca de Castro tuvo noticia del desacato, no quiso usar de rigor, limitándose a reprender con suavidad, a los motinistas. Verdad es que esto aconteció cuando ya se tenía noticia de la llegada a Panamá del virrey Blasco Núñez.

El Cabildo nombró a Illán para ir hasta Trujillo a recibir y felicitar al nuevo representante de la corona; mas en Huaura se informó de la severidad con que venía el virrey, quitando repartimientos y realizando otros actos de justicia, y entonces resolvió regresarse, escribiendo antes a su hermano lo poco que tenían que esperar de Blasco Núñez; y que pues les había de quitar los indios, especialmente a él como a oficial real, procurase convertir en dinero toda su hacienda para regresarse a España, antes que las disposiciones del virrey pudiesen dañarlos en sus intereses. Súpolo Blasco Núñez, y desde entonces vio de mal ojo a Illán Suárez. Así cuando el 15 de mayo de 1544 recibió en palacio la visita de los notables de Lima, al abrazar a Illán, con quien se conocía desde España, le dijo: «Siento que seáis vos de los pocos a quienes no podré hacer bien ni merced alguna».

Del breve gobierno de este virrey no hay más noticia digna de consignarse que la del recibimiento del sello real en Lima. La ceremonia fue solemne. «El sello —dice un cronista— fue paseado en una caja sobre un caballo, cuyo caparazón era de terciopelo carmesí con franjas de oro. El caballo, llevado del diestro por un regidor de Cabildo, iba bajo palio de brocado, sosteniendo las varas los demás regidores. Detrás iban el virrey y los cuatro oidores que con él llegaron a España para establecer la Real Audiencia».

Viendo venir los sucesos y la rebelión de Gonzalo Pizarro, Suárez de Carbajal se mantuvo se mantuvo fiel a la causa del rey, y aun escribió a su hermano que no se comprometiese con los revolucionarios. Pero la impopularidad y los desaciertos de Blasco Núñez eran el mejor auxiliar de la revolución.

Una noche, entre otros vecinos, se escaparon de Lima dos sobrinos de Illán Suárez que vivían en la misma casa de del factor, el cual ignoraba que sus parientes se hallasen tan ligados a la causa revolucionaria. Al saberlo el virrey, hizo sacar a Illán de la cama y le dijo:

—¡Traidor! Has enviado a tus sobrinos donde los rebeldes.

—No soy traidor, sino tan buen y tan leal servidor del rey como vos —le contestó Carbajal sin inmutarse.

Exaltado el virrey con estas palabras, hirió con su daga en el pecho al factor, y ordenó a uno de sus criados que lo acabase de matar.

El asesinato alevoso cometido en la persona de Illán Suárez puso colmo a la exasperación pública, y por todas partes brotaron las chispas que debían producir para el virrey la catástrofe de Iñaquito.

Ganada la batalla por Gonzalo, Benito Suárez de Carbajal, hermano del factor Illán, encontró en el campo al virrey, cubierto de heridas, y después de abofetearlo, je hizo cortar la cabeza por un negro, la condujo arrastrando a la cola de su caballo hasta la plaza de Quito y la colocó en la picota. Gonzalo desaprobó la conducta ruin de Benito, y mandó dar sepultura y hacer honras fúnebres a su vencido adversario.

Así fue vengada la muerte del factor Illán Suárez de Carbajal.

Las orejas del alcalde

Crónica de la época del segundo virrey del Perú

I

La villa imperial de Potosí era, a mediados del siglo XVI, el punto adonde de preferencia afluían los aventureros. Así se explica que cinco años después de descubierto el rico mineral, excediese su población de veinte mil almas.

«Pueblo minero —dice el refrán—, pueblo vicioso y pendenciero». Y nunca tuvo refrán más exacta verdad, que tratándose de Potosí en los dos primeros siglos de la conquista.

Concluía el año de gracia 1550, y era alcalde mayor de la villa el licenciado D. Diego de Esquivel, hombre atrabiliario y codicioso, de quien cuenta la fama que era capaz de poner en subasta la justicia, a trueque de barras de plata.

Su señoría era también goloso de la fruta del paraíso, y en la imperial villa se murmuraba mucho acerca de sus trapisondas mujeriegas. Como no se había puesto nunca en el trance de que el cura de la parroquia le leyese la famosa epístola de San Pablo, D. Diego de Esquivel hacía gala de pertenecer al gremio de los solterones, que tengo para mí constituyen, si no una plaga social, una amenaza contra la propiedad del prójimo. Hay quien afirma que los comunistas y los solterones son bípedos que se asimilan.

Por entonces hallábase su señoría encalabrinado con una muchacha potosina; pero ella, que no quería dares ni tomares con el hombre de la ley, lo había muy cortésmente despedido, poniéndose bajo la salvaguardia de un soldado de los tercios de Tucumán, guapo mozo que se derretía de amor por los hechizos de la damisela. El golilla ansiaba, pues, la ocasión de vengarse de los desdenes de la ingrata, a la par que del favorecido mancebo.

Como el diablo nunca duerme sucedió que una noche se armó gran pendencia en una de las muchas casas de juego, que en contravención a las ordenanzas y bandos de la autoridad pululaban en la calle de Quintu Mayu. Un jugador novicio en prestidigitación y que carecía de limpieza para levantar la moscada, había dejado escapar tres dados en una puesta de interés; y otro cascarrabias, desnudando el puñal, le clavó la mano en el tapete. A los gritos y a la sanfrancia correspondiente, hubo de acudir la ronda y con ella el alcalde mayor, armado de vara y espadín.

—¡Cepos quedos y a la cárcel! —dijo.

Y los alguaciles, haciéndose compadres de los jugadores, como es de estilo en percances tales, los dejaron escapar por los desvanes, limitándose, para llenar el expediente, a echar la zarpa a dos de los menos listos.

No fue bobo el alegrón de D. Diego, cuando constituyéndose al otro día en la cárcel, descubrió que uno de los presos era su rival, soldado de los tercios de Tucumán.

—¡Hola, hola, buena pieza! ¿Conque también jugadorcito?

—¡Qué quiere vueseñoría! Un pícaro dolor de dientes me traía anoche como un zarandillo, y por ver de aliviarlo, fuí a esa casa en requerimiento de un mi paisano que lleva siempre en la escarcela un par de muelas de Santa Apolonia, que diz que curan esa dolencia como por ensalmo.

—¡Ya te daré yo ensalmo, truhán! —murmuró el Juez, y volviéndose al otro preso, añadió: —Ya saben usarcedes lo que reza el bando; cien duros o cincuenta azotes. A las doce daré una vuelta y... ¡cuidadito!

El compañero de nuestro soldado envió recado a su casa y se agenció las monedas de la multa, y cuando regresó el alcalde halló redonda la suma.

—Y tú, malandrín, ¿pagas o no pagas?

—Yo, señor alcalde, soy pobre de solemnidad; y vea vueseñoría lo que provee, porque, aunque me hagan cuartos, no han de sacarme un cuarto. Perdone, hermano, no hay que dar.

—Pues la carrera de vaqueta lo hará bueno.

—Tampoco puede ser, señor alcalde; que aunque soldado, soy hidalgo y de solar conocido, y mi padre es todo un veinticuatro de Sevilla. Infórmese de mi capitán D. Álvaro Castrillón, y sabrá vueseñoría que gasto un Don como el mismo rey que Dios guarde.

—¿Tú, hidalgo, don bellaco? Maese Antúnez, ahora mismo que le apliquen cincuenta azotes a este príncipe.

—Mire el señor licenciado lo que manda, que ¡por Cristo! no se trata tan ruinmente a un hidalgo español.

—¡Hidalgo! ¡Hidalgo! Cuéntamelo por la otra oreja.

—Pues, Sr. D. Diego —repuso furioso el soldado—, si se lleva adelante esa cobarde infamia, juro a Dios y a Santa María que he de cobrar venganza en sus orejas de alcalde.

El licenciado le lanzó una mirada desdeñosa y salió a pasearse en el patio de la cárcel.

Poco después el carcelero Antúnez con cuatro de sus pinches o satélites sacaron al hidalgo aherrojado, y a presencia del alcalde le administraron cincuenta bien sonados zurriagazos. La víctima soportó el dolor sin exhalar la más mínima queja, y terminado el vapuleo, Antúnez lo puso en libertad.

—Contigo, Antúnez, no va nada —le dijo el azotado—; pero anuncia al alcalde que desde hoy las orejas que lleva me pertenecen, que se las presto por un año y que me las cuide como a mi mejor prenda.

El carcelero soltó una risotada estúpida y murmuró:

—A este prójimo se le ha barajado el seso. Si es loco furioso no tiene el licenciado más que encomendármelo, y veremos si sale cierto aquello de que el loco por la pena es cuerdo.

II

Hagamos una pausa, lector amigo, y entremos en el laberinto de la historia, ya que en esta serio de Tradiciones nos hemos impuesto la obligación de consagrar algunas líneas al virrey con cuyo gobierno se relaciona nuestro relato.

Después de la trágica suerte que cupo al primer virrey D. Blasco Núñez de Vela, pensó la corte de España que no convenía enviar inmediatamente al Perú otro funcionario de tan elevado carácter. Por el momento e investido con amplísimas facultades y firmas en blanco de Carlos V, llegó a estos reinos el licenciado La Gasca con el título de gobernador; y la historia nos refiere que más que a las armas, debió a su sagacidad y talento la victoria contra Gonzalo Pizarro.

Pacificado el país, el mismo La Gasca manifestó al emperador la necesidad de nombrar un virrey en el Perú, y propuso para este cargo a D. Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, conde de Tendilla, como hombre amaestrado ya en cosas de gobierno por haber desempeñado el virreinato de México.

Hizo su entrada en Lima con modesta pompa el marqués de Mondéjar, segundo virrey del Perú, el 23 de septiembre de 1551. El reino acababa de pasar por los horrores de una larga y desastrosa guerra, las pasiones de partido estaban en pie, la inmoralidad cundía y Francisco Girón se aprestaba ya para acaudillar la sangrienta revolución de 1553.

No eran ciertamente halagüeños los auspicios bajo los que se encargó del mando el marqués de Mondéjar. Principió por adoptar una política conciliadora, rechazando —dice un historiador— las denuncias de que se alimenta la persecución. «Cuéntase de él —agrega Lorente— que habiendo un capitán acusado a dos soldados de andar entre indios, sosteniéndose con la caza y haciendo pólvora para su uso exclusivo, le dijo con rostro severo: «Esos delitos merecen más bien gratiticación que castigo; porque vivir dos españoles entre indios y comer de lo que con sus arcabuces matan y hacer pólvora para sí y no para vender, no sé qué delito sea, sino mucha virtud y ejemplo digno de imitarse. Id con Dios, y que nadie me venga otro día con semejantes chismes, que no gusto de oírlos».

¡Ojalá siempre los gobernantes diesen tan bella respuesta a los palaciegos enredadores, denunciantes de oficio y forjadores de revueltas y máquinas infernales! Mejor andaría el mundo.

Abundando en buenos propósitos, muy poco alcanzó a ejecutar el marqués de Mondéjar. Comisionó a su hijo D. Francisco para que recorriendo el Cuzco, Chucuito, Potosí y Arequipa, formulase un informe sobre las necesidades de la raza indígena; nombró a Juan Betanzos para que escribiera una historia de los incas; creó la guardia de alabarderos; dictó algunas juiciosas ordenanzas sobre policía municipal de Lima, y castigó con rigor a los duelistas y sus padrinos. Los desafíos, aun por causas ridículas, eran la moda de la época y muchos se realizaban vistiendo los combatientes túnicas color de sangre.

Provechosas reformas se proponía implantar el buen D. Antonio de Mendoza. Desgraciadamente, sus dolencias embotaban la energía de su espíritu, y la muerte lo arrebató en julio de 1552, sin haber completado diez meses de gobierno. Ocho días antes de su muerte, el 21 de julio, se oyó en Lima un espantoso trueno, acompañado de relámpagos, fenómeno que desde la fundación de la ciudad se presentaba por primera vez.

III

Al siguiente día D. Cristóbal de Agüero, que tal era el nombre del soldado, se presentó ante el capitán de los tercios tucumanos, D. Álvaro Castrillón, diciéndole:

—Mi capitán, ruego a usía me conceda licencia para dejar el servicio.

Su majestad quiere soldados con honra, y yo la he perdido.

D. Álvaro, que distinguía mucho al de Agüero, le hizo algunas observaciones que se estrellaron en la inflexible resolución del soldado. El capitán accedió al fin a su demanda.

El ultraje inferido a D. Cristóbal había quedado en el secreto; pues el alcalde prohibió a los carceleros que hablasen de la azotaina. Acaso la conciencia le gritaba a D. Diego que la vara del juez lo había servido para vengar en el jugador los agravios del galán.

Y así corrieron tres meses, cuando recibió D. Diego pliegos que lo llamaban a Lima para tomar posesión de una herencia; y obtenido permiso del corregimiento, principió a hacer sus aprestos de viaje.

Paseábase por Cantumarca en la víspera de su salida, cuando se lo acercó un embozado, preguntándole.

—¿Mañana es el viaje, señor licenciado?

—¿Le importa algo al muy impertinente?

—¿Que si me importa? ¡Y mucho! Como que tengo que cuidar esas orejas.

Y el embozado se perdió en una callejuela, dejando a Esquivel en un mar de cavilaciones.

En la madrugada emprendió su viaje al Cuzco. Llegado a la ciudad de los incas, salió el mismo día a visitar un amigo, y al doblar una esquina, sintió una mano que se posaba sobre su hombro. Volviose sorprendido D. Diego, y se encontró con su víctima de Potosí.

—No se asuste, señor licenciado. Veo que esas orejas se conservan en su sitio y huélgome de ello.

D. Diego se quedó petrificado.

Tres semanas después llegaba nuestro viajero a Guamanga, y acababa de tomar posesión en la posada, cuando al anochecer llamaron a su puerta.

—¿Quién? —preguntó el golilla.

—¡Alabado sea el Santísimo! —contestó el de fuera.

—Por siempre alabado amén— y se dirigió D. Diego a abrir la puerta.

Ni el espectro de Banquo en los festines de Macbeth, ni la estatua del Comendador en la estancia del libertino D. Juan, produjeron más asombro que el que experimentó el alcalde, hallándose de improviso con el flagelado de Potosí.

—Calma, señor licenciado. ¿Esas orejas no sufren deterioro? Pues entonces hasta más ver.

El terror y el remordimiento hicieron enmudecer a D. Diego.

Por fin, llegó a Lima, y en su primera salida encontró a nuestro hombre fantasma, que ya no le dirigía la palabra, pero que le lanzaba a las orejas una mirada elocuente. No había medio de esquivarlo. En el templo y en el paseo era el pegote de su sombra, su pesadilla eterna.

La zozobra de Esquivel era constante y el más leve ruido lo hacia estremecer. Ni la riqueza, ni las consideraciones que, empezando por el virrey, le dispensaba la sociedad de Lima, ni los festines, nada, en fin, era bastante para calmar sus recelos. En su pupila se dibujaba siempre la imagen del tenaz perseguidor.

Y así llegó el aniversario de la escena de la cárcel.

Eran las diez de la noche, y D. Diego, seguro de que las puertas de su estancia estaban bien cerradas, arrellanado en un sillón de vaqueta, escribía su correspondencia a la luz de una lámpara mortecina. De repente, un hombre se descolgó cautelosamente por una ventana del cuarto vecino, dos brazos nervudos sujetaron a Esquivel, una mordaza ahogó sus gritos y fuertes cuerdas ligaron su cuerpo al sillón.

El hidalgo de Potosí estaba delante, y un agudo puñal relucía en sus manos.

—Señor alcalde mayor —lo dijo—, hoy vence el año y vengo por mi honra.

Y con salvaje serenidad rebanó las orejas del infeliz licenciado.

IV

D. Cristóbal de Agüero, logró trasladarse a España, burlando la persecución del virrey marqués de Mondéjar. Solicitó una audiencia de Carlos V, lo hizo juez de su causa, y mereció, no sólo el perdón del soberano, sino el título de capitán en un regimiento que se organizaba para México.

El licenciado murió un mes después, más que por consecuencia de las heridas, de miedo al ridículo de oírse llamar el Desorejado.

Un pronóstico cumplido

Crónica de los virreyes marqués de Cañete y conde de Nieva

I

Ni la tragedia de Saxahuamán, en que se levantó el cadalso para el muy magnífico D. Gonzalo Pizarro y su bravo maese de campo Francisco de Carbajal, ni el sangriento fin del capitán Francisco Girón, ahorcado algunos años después en la plaza de Lima, alcanzaron a extinguir en el virreinato los motivos de civil discordia. En todos los pueblos del Perú existían dispersos y prontos a ponerse en combustión, tan luego como apareciese un hombre audaz y con sobrada inteligencia para darles dirección, infinitos elementos de anarquía.

Carlos V, en vísperas de encerrarse ya en el monasterio de Yuste y en vista de los circunstanciados informes que recibió de las colonias, llegó a convencerse del peligro en que estaba de perder con el Perú el más bello florón de su corona. Para conjurar la amenazadora tormenta, confirió amplios poderes a D. Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, y el título de virrey que el conde de Casa Palma no había querido admitir. No se engañó el monarca en la elección de su representante, de quien dice un concienzudo historiador que unía la prudencia de Gasca a la entereza de Blasco Núñez de Vela.

Antes de hacer su entrada en Lima, entrada que se verificó con solemnidad no vista hasta entonces, pasó el marqués de Cañete un oficio al Cabildo, en el cual daba a sus miembros el tratamiento de nobles señores. Su antecesor el débil D. Antonio de Mendoza los había acostumbrado al título de muy nobles señores. Alguna agitación produjo el oficio entre los cabildantes, azuzándola los tenientes de la rebeldía de Girón, que persistían en traer revuelto al país. Uno de los sempiternos bochincheros, Martín de Robles, dijo en pleno Cabildo: «Que venga el señor virrey, que ya le enseñaremos a tener crianza».

Y en efecto, llegó el virrey, y su primer paso fue cortar por lo sano mandando matar a todos los trastornadores, inclusive Robles, dándosele un bledo del indulto que les había acordado la Real Audiencia por sus pasados extravíos.

Estos actos de severa justicia y la sagacidad con que supo atraerse al inca D. Cristóbal Sayri Tupac, heredero del imperio de Atahualpa y que desde la sierra mantenía en alarma a los españoles, pusieron a raya a los turbulentos, y D. Andrés pudo consagrarse con tranquilidad a la organización del virreinato. Cuentan que convidado D. Cristóbal a un banquete que en obsequio suyo dio el arzobispo, tomó entre los dedos una hilacha del fleco del mantel y dijo, aludiendo a que sólo se le había dejado el cacicazgo de Urubamba: «Todo el mantel fue mío, y hoy apenas si es mía esta hilachita».

Datan de esta época las fundaciones de la villa de Cañete y de la ciudad de Cuenca.

Por entonces se ensayó desaguar la célebre laguna de Urcos con el propósito de extraer de ella la cadena de oro del inca; se trajeron del Cuzco las momias de varios monarcas, a las que se enterró en un patio del hospital de San Andrés, y se celebraron con mucha pompa en toda América los funerales del emperador Carlos V.

Pero el marqués de Cañete, a quien tanto debía su soberano, confiaba demasiado en el reconocimiento de Felipe II. Los enemigos que por llenar su misión se había creado eran numerosos e influyentes en la corte, y alcanzaron del ingrato monarca que D. Andrés fuese relevado desairosamente. El rey no tuvo en cuenta sus servicios ni los de su hijo D. García, que tan bizarramente había vengado en Chile a Pedro de Valdivia, sacrificado por los araucanos, y nombró virrey del Perú al conde de Nieva don Diego López de Zúñiga y Velazco.

Era éste el hombre con menos dotes de mando que podía encontrarse. Apenas llegado a Panamá, principió a difamar al anciano marqués y a constituirse en eco de las acusaciones de los descontentos. Hurtado de Mendoza se había anticipado a enviar un emisario que lo recibiese en el istmo, y cuentan que entre los dos sólo se cambiaron estas palabras:

—S. E. el marqués de Cañete me manda cerca de V. E. para...

El conde de Nieva no dejó continuar su arenga al emisario; pues, montando en ira, le interrumpió:

—Entienda, señor capitán, que aquí no hay más excelencia que yo, y que el sandio del marqués tiene que adueñarse desde hoy, si le place, del tratamiento de señoría. Y andad y decid a vuestro amo que así lo tenga por sabido.

El emisario regresó inmediatamente a Lima, mientras el nuevo virrey se detenía visitando algunos pueblos del Norte.

Verdad inconcusa es que hasta en el cielo se da importancia a lisonjeros tratamientos. El cristiano que en la gloria eterna aspire a hacerse simpático tiene que empezar por aplaudir con más entusiasmo que en el teatro los gorgoritos de los serafines, y no tropezar con San José sin dar un par de ósculos bien sonados a la varilla de azucenas que en la mano lleva. A cada santo ha de hacerle respetuosa genuflexión, añadiendo la obligada frase de: «Beso a su merced los pies». Por supuesto, que no ha de dirigir la palabra a la Madre de Dios sin llamarla antes turris eburnea y regina cæli; y ¡guay de él! si no exclama por tres veces al encontrarse con el Padre Eterno: ¡Sanctus! ¡Sanctus! ¡Sanctus! Tal es la opinión de un escritor ilustre que sostiene ser la lisonja claro indicio de buena educación en el hombre, y que escuchar piropos es gratísimo no sólo a oídos humanos, sino hasta a los divinos.

El marqués de Cañete, que no quiso halagar la vanidad de los cabildantes, dándoles el tratamiento a que su antecesor los había acostumbrado, iba a pasar por humillación idéntica.

Grande fue la impresión que en el respetable marqués de Cañete produjeron las desatentas palabras de que le dio noticia el emisario. Su orgullo nobiliario estaba herido cruelmente. En el acto cayó enfermo, para morir pocos días antes de que entrase en Lima su sucesor, y en el delirio de la fiebre exclamaba sin cesar:

—¡Nieva! ¡Tendrás mala muerte!

El cómo se realizó la profecía del febricitante marqués es lo que verá el lector en el siguiente capítulo.

II

El gobierno de D. Diego López de Zúñiga y Velazco, conde de Nieva y señor de las villas de Arnedo, Cerezos y Arenzanas, no excedió de tres años, y habría pasado sin dejar la menor huella en la historia, sin el misterioso y romancesco fin que cupo a este virrey. Encontró el país como una balsa de aceite, merced a las fatigas y tino de su antecesor, y gobernó como quien trata sólo de llenar el expediente. Más que en la administración, pensó en fiestas y galanteos.

Fue el conde de Nieva quien con el título de villa de Arnedo fundó el pueblo de Chancay, a doce leguas de Lima, con el propósito de establecer allí una Universidad que compitiera acaso con la de Salamanca, y comisionó a D. Cristóbal Valverde para la fundación de la ciudad de Ica. Entiendo que Saña, destruida después por una inundación, fue también fundada por ese gobernante.

No encuentro en los cronistas dato alguno que interese sobre esa época, salvo el de la creación de un hospital para leprosos, que emprendió un buen hombre, conocido por Antón Sánchez, en desagravio de haberse burlado en España de su padre, llamándolo lazarino.

Era el 19 de febrero de 1564, y después de la media noche descendía un embozado, con ayuda de una escala de cuerda, de un balcón situado en el ángulo que hoy forman la plaza de la Inquisición y la solitaria calle de los Trapitos.

Noche, balcón, escala y embozado denuncian, al través de los siglos, asunto de faldas y amoríos: el sempiterno ¿quién es ella?, que trae al retortero este pícaro mundo desde que a Dios le vino en antojo crearlo.

La casa a que el balcón pertenece aún, era habitada por una de las familias más acaudaladas, influyentes y aristocráticas de aquella época.

Cuando faltaban al galán pocos peldaños para tocar en el suelo, se desprendió la escala del balcón, y al mismo tiempo cinco embozados principiaron a descargar con gran fuerza costalazos de arena sobre el caído, gritándole:

—¡Ladrón de honras!

Los criados del futuro marqués de Zárate, cuyos descendientes fueron los marqueses de Montemira y condes de Valle-Oselle, que habitaba la casa fronteriza, en la calle que hoy mismo lleva ese nombre, despertaron a los gritos de los agresores y de la víctima, lanzándose fuera para prestar auxilio al que lo demandaba. Mas cuando llegaron al sitio, sólo encontraron un cadáver.

Este era el del conde de Nieva, cuarto virrey del Perú, que había perecido obscura y traidoramente, sacrificado a la justa venganza de un esposo ofendido, cuyo nombre, según un cronista, era D. Rodrigo Manrique de Lara.

Aunque los restos del virrey fueron llevados a palacio antes de amanecer, y la Audiencia procuró hacer creer al pueblo que había fallecido repentinamente en su cama, por consecuencia de un ataque de apoplejía, la verdad del caso era sabida en todo Lima.

Este virrey, como su antecesor, fue sepultado con gran pompa en la iglesia de San Francisco.

La Real Audiencia siguió muy en secreto causa para castigar al asesino, pero resultando comprometidos altos personajes, tomó el prudente partido de echar tierra sobre el proceso y evitar así mayor escándalo.

«A luengas distancias, luengas mentiras», dice el refrán. De suponerse es cuán abultada llegaría a España la noticia y los comentarios a que ella se prestó.

Felipe II resolvió entonces, mientras nombraba un nuevo virrey, enviar al licenciado D. Lope García de Castro con el título de presidente de la Audiencia, dándole el especial encargo de formar proceso al asesino y sus cómplices.

Pero al arribo del licenciado a Lima, que fue el 22 de septiembre de 1564, había muerto D. Rodrigo, el principal acusado; cuatro de sus parientes, que habían sido sus cómplices, aunque del sumario no aparecían pruebas claras, eran personajes ricos y de gran significación social; y por fin la viuda, joven y bella, era aindamáis de la rancia nobleza de Castilla, como prima segunda de su amante el virrey conde de Nieva.

El presidente de la Real Audiencia lo tuvo todo en cuenta, y rompió el protocolo, diciendo a sus colegas:

—Quédese esto quedo, que peor es meneallo.

El Peje chico

Crónica de la apoca del quinto virrey del Perú

I

Por los años de 1575 existió en Trujillo, ciudad amurallada que fundó Francisco Pizarro, un indio conocido entre los conquistadores con el nombre de D. Antonio Chayhuac, y entre los naturales como el heredero de Chimu-Chumamanchu, último gran cacique de Mansiche.

El inca Pachacutec, llamado el reformador, que gobernó el imperio más de cincuenta años, se distinguió, no sólo como legislador, sino como guerrero.

En 1378, imposibilitado por la carga de los años para las fatigas de una campaña, encomendó al príncipe heredero Yupanqui que con treinta mil soldados continuase la conquista de la costa. Sabido es que Capac, hermano del Inca, había realizado la de los valles del Rimac, Chancay, Huaraz, Conchucos, Huamachuco, Cajamarca, Ica, Nasca, Lunahuaná, Yauyos y Huarochirí. La empresa que iba a acometer Yupanqui era reducir a la obediencia del soberano del Cuzco al curaca del Gran Chimu, reyezuelo poderoso e indómito, cuya jurisdicción se extendía desde las márgenes del Santa hasta los ricos valles de Virú y Chicama.

La guerra fue larga y desastrosa. Yupanqui pidió a su padre un refuerzo de veinte mil cuzqueños que, unidos a las tropas que enviaron los caciques de los pueblos conquistados por Capac, alcanzaron al fin en 1384, que el soberano del Gran Chimu aceptase la honrosa capitulación que constantemente le había propuesto su generoso y bravo adversario. Hablando de esta guerra, dice Garcilaso que fue la más sangrienta que los Incas habían tenido hasta entonces.

Basta de digresión y volvamos a1 cacique de Mansiche.

D. Antonio, cuyo padre había aceptado con entusiasmo el nuevo culto, se entregó también fervorosamente a las prácticas devotas. El cacique, lejos de vivir con el fausto de sus antepasados, hacía ostentación de pobreza, y trabajaba personalmente en el cultivo de unas pocas fanegadas de terreno.

Por entonces, y ejerciendo el oficio de buhonero, hacía un joven español frecuentes viajes de Lima a Trujillo. Garci-Gutiérrez de Toledo, que tal era su nombre, era huésped obligado del cacique, a quien siempre obsequiaba con lo mejor de su pacotilla. El trato engendra cariño, y el indio llegó a experimentarlo muy cordial por el buhonero español, Garci-Gutiérrez de Toledo, que alcanzó a ser padrino de dos de los hijos del cacique.

Mal pergeñado venía todas las tardes el vendedor de baratijas a casa de su compadre. El español era ambicioso, y su comercio no prometía sacarlo nunca de pobre. D. Antonio le aconsejaba perseverancia y resignación; pero su consejo era sermón perdido. Garci-Gutiérrez deseaba monedas y no palabras.

Una noche platicaban los dos compadres, al rayo de la luna, en la puerta de la choza del cacique. El español estaba de un humor endiablado y maldecía de su fortuna. De pronto lo interrumpió D. Antonio diciéndole:

—Pues bien, compadre: ya que fundas tu felicidad en el oro, voy a hacerte el hombre más rico del Perú. Pero júrame no enorgullecerte con tu cambio de fortuna, ejercer la caridad con los pobres y aplicar la cuarta parte del tesoro con que voy a brindarte al culto de Dios y de su Santa Madre. Ten sobre todo en acuerdo, compadre, que nadie hostiliza a la araña mientras ella se está quieta urdiendo su tela en la pared; pero cuando la araña se aventura a pasear por las alfombras, todos se disputan la satisfacción de aplastarla con el pie.

Garci-Gutiérrez pensó, en el primer momento, que su compadre el cacique se burlaba; pero la codicia se sobrepuso en su ánimo a todo recelo, y juró por Cristo señor nuestro y por la porción que le estuviera reservada en el paraíso llenar las condiciones que D. Antonio le imponía.

El viajero que por el lado del mar se dirija hoy a Trujillo, verá a dos millas de distancia de la ciudad las ruinas de una gran población de la época de los Incas. Esas ruinas fueron la capital del Gran Chimu.

D. Antonio condujo al español a una huaca, escondida en el laberinto de las ruinas, y después de separar grandes piedras que obstruían la entrada, encendió un hachón, penetrando los compadres en un espacio donde se veían hacinados ídolos y objetos de oro macizo.

Garci-Gutiérrez estuvo a punto de enloquecer. Iba de un sitio a otro, reía, lloraba y abrazaba al indio.

En el centro de la sala y sobre un andamio de plata había una figura que representaba un pez. El cuerpo era de oro, y los ojos lo formaban dos esmeraldas preciosísimas. El español quedó extático contemplando el ídolo.

—Pues todo es tuyo —le dijo don Antonio—; hoy te obsequio la huaca del Peje chico. Sé feliz, y si cumples tu juramento, algún día te llevaré a la huaca del Peje grande.

Quien lea el libro impreso en Madrid en 1763, titulado Relación descriptiva que de la ciudad de Trujillo hace D. Miguel Feyjóo de Sosa, corregidor que fue de dicha ciudad, encontrará las siguientes líneas, que comprueban la fabulosa importancia del tesoro obsequiado al buhonero español por el cacique de Mansiche.

«Consta en los libros de las cajas reales de Trujillo que el año de 1576, Garci-Gutiérrez de Toledo, hijo de Alonso Gutiérrez Neto, dio a su majestad de quintos por extracción del Peje pequeño de la huaca del Gran Chimu, cincuenta y ocho mil quinientos veintisiete castellanos de oro. Consta igualmente que, algunos años después, dio también por quinto el mismo Garci-Gutiérrez, en diferentes figuras de peces y animales que extrajo de la misma huaca, veintisiete mil y veinte castellanos de oro».

Pero antes de que veamos cómo cumplió el español su juramento, no nos parece fuera de propósito que echemos, lector, una mano de historia.

II

El Excmo. Sr. D. Francisco de Toledo, hijo segundo del conde de Oropesa, comendador de Asebuche, mayordomo de S. M. D. Felipe II y quinto virrey del Perú, tuvo indudablemente dotes de gran político, y a él debió en mucho España el afianzamiento de su dominio en los pueblos conquistados por Pizarro y Almagro. Después de una visita por el virreynato en la que gastó cerca de cinco años, se contrajo a legislar con pleno conocimiento de las necesidades públicas y del carácter de sus súbditos. Las famosas ordenanzas del virrey Toledo son, hoy mismo, apreciadas como un monumento de buen gobierno. A la sombra de ellas, los hasta entonces oprimidos indios empezaron a disfrutar de algunas franquicias, y el virrey se hizo para ellos más querido que los indiófilos de nuestros asendereados tiempos de república constitucional.

La paz se consolidó bajo el paternal gobierno de Toledo. Las letras y las ciencias empezaron a brillar, fundándose la Real y Pontificia Universidad de San Marcos, cuyo primer rector fue el médico Meneses. Desgraciadamente, con la erección de este santuario de la inteligencia coincide el establecimiento de la Inquisición en el Perú.

Fue por entonces el célebre proceso, que existe en el archivo nacional, entre Francisco Cortés y Alonso Vélez, introductor el primero de los capullos de gusano de seda, y daño el segundo de la única plantación de moreras que en Lima existiera. Cortés se allanaba a comprar las hojas precisas para el alimento del gusano, pero Vélez se negaba a venderlas, exigiendo que, pues el otro no podía mantener la cría, se la cediese por poco precio. Cuando terminó el litigio no quedaba ya un gusano para muestra.

En esta época del coloniaje fue cuando un indio de Izcuchaca descubrió el poderoso mineral de cinabrio en Huancavelica, fundando Toledo esta ciudad bajo el nombre de Villarrica de Oropesa, a la vez que Pedro Fernández de Velasco publicaba el secreto de beneficiar la plata con azogue.

Después de trece años y dos meses de buen gobierno, D. Francisco, agobiado por los achaques inherentes a setenta y cinco diciembres, decidió regresar a España. Los cuatro virreyes que lo antecedieron habían encontrado un fin más o menos triste en América; Blasco Núñez de Vela y el conde de Nieva perecieron de un modo trágico; el marqués de Cañete murió loco, y D. Antonio de Mendoza falleció, casi súbitamente, a los pocos meses de mando. El quinto virrey ambicionaba morir en la tierra donde nació.

Llegado a España, fue víctima de la calumnia y de la envidia. Se le confiscó la fortuna que llevaba, y que excedía de doscientos mil pesos. Y para colmo de agravio, el ingrato Felipe II, reconviniéndolo por la ejecución del inca Tupac-Amaru, que tuvo lugar en 1579, lo dijo: «Idos a vuestra casa, D. Francisco, que yo no os envié al Perú para matar reyes, sino para servir a reyes».

D. Francisco de Toledo, a quien la historia llama el Solón peruano, no sobrevivió mucho tiempo al desaire del monarca.

El escudo de la casa de Toledo es quince escaques de plata y azur, formando un tablero de ajedrez.

Volvamos a Garci-Gutiérrez.

III

Desde que Garci-Gutiérrez se vio rico renegó de su origen plebeyo. ¡Debilidad humana!

Como hemos dicho, el virrey D. Francisco de Toledo gastó cinco años en recorrer el país, y regresó a Lima en 1575, precisamente cuando acababa el buhonero español de exhibirse como dueño de un tesoro.

El virrey, según pública fama, era extremadamente avaro, vicio que deslustra ante la historia sus grandes cualidades como hombre de estado. Garci-Gutiérrez fue a visitarlo, y le obsequió por valor de veinte mil pesos en curiosidades de oro.

—No mire vuecelencia en mi agasajo —le dijo— más que el cariño del deudo. Toledo es vuecencia, y yo soy Garci-Gutiérrez de Toledo.

—Que sea por muchos años, pariente— le contestó D. Francisco con amabilidad.

Garci-Gutiérrez estaba satisfecho, pues el virrey lo había reconocido en público por su deudo. En cuanto a su excelencia, pensaba que bien se podía reconocer por más que pariente a quien, en vez de pedir, se mostraba tan largamente dadivoso. «Lluevan primos como éste —se dijo—, que yo no he de demandarles su árbol genealógico».

Por la plata baila el perro, y el gato sirve de guitarrero.

Corrían los años, y Garci-Gutiérrez, que se llenaba la boca hablando de su primo el virrey y que se trataba a cuerpo de príncipe, veía rápidamente desaparecer su fortuna en banquetes espléndidos y en regalos a sus amigos de la nobleza. En cuanto a hacer obras de caridad y dar limosnas para el culto divino, como lo había jurado, no hay para qué empeñarse en probar que así pensó en ello como en inventar la brújula. «El que en gastos va muy lejos, no hará casa con azulejos», dice el refrán, o lo que es lo mismo, «el que gasta a chorro, poco luce el morro».

Llegó a la postre un día en que se vio per istam, y entonces se acordó de su compadre el cacique de Mansiche. Emprendió viaje a Trujillo, y avistándose con D. Antonio, le dijo:

—Compadre Antonio, estoy arruinado.

—No me extraña la nueva, compadre Garci-Gutiérrez. Lo barrunté, desde que al cabo de tantos años, es ahora cuando se le ha venido a las mientes el santo de mi nombre. ¿Y en qué puedo servirlo, señor compadre?

—Dándome la huaca del Peje grande.

—No estoy loco todavía y no hablemos más de ello. Mi secreto irá conmigo a la tumba.

Garci-Gutiérrez suplicó, lloró y apeló a todo recurso; pero sus esfuerzos se estrellaron ante la estoica tenacidad del indio. Después de tres meses de lucha, el ex buhonero perdió la esperanza de ablandar las entrañas de roca de su compadre, y volvió a Lima confiado en la largueza de su primo el virrey. Pero la fortuna volvía la espalda a Garci-Gutiérrez. Hacía una semana que su excelencia había partido para España.

Nuestro hombre no conocía el mundo. Ignoraba que en los días de prosperidad abundan los amigos y que en las horas de la desgracia desaparecen. Al verlo pobre, sus antiguos compañeros de festines le huían miserablemente; y como Garci-Gutiérrez había renegado de su origen, se encontró también justamente despreciado por los plebeyos.

Hastiado por las decepciones, enfermo del alma y del cuerpo, viejo ya y sin fuerzas para el trabajo, Garci-Gutiérrez obtuvo por caridad una celda y un pan en el convento de los buenos padres franciscanos.

IV

Los historiadores están uniformes en que Atahualpa ofreció a Pizarro pagarle en oro su rescate. Al efecto, el Inca envió emisarios por todo el imperio; y ya existía depositada en Cajamarca gran parte del rescate, cuando Pizarro se decidió a manchar su gloria dando muerte al soberano.

Tan luego como tuvieron noticia de este crimen muchos de los emisarios, que se hallaban en camino para Cajarnarca, resolvieron enterrar los tesoros de que eran conductores.

Tal fue el origen de las huacas del Peje grande y del Peje chico.

En la primera se han emprendido, aun en nuestros días, serios trabajos para arrancarla el secreto del cacique de Mansiche; pero siempre ha quedado burlada la codicia de los hombres. Y como si la Providencia tuviera empeño en azuzarla, acontece que de vez en cuando, entre las ruinas del Chimu, se descubre algún objeto de oro.

La monja de la llave

Crónica de la época del sexto y séptimo virreyes del Perú

I

Corría el mes de mayo del año de gracia 1587.

Media noche era por filo cuando un embozado escalaba, en la calle que hoy es plaza de Bolívar, un balcón perteneciente a la casa habitada por el conquistador Nicolás de Ribera el Mozo, a quien el marqués don Francisco Pizarro había favorecido con pingües repartimientos y agraciado Carlos V con el hábito de Santiago. Quien lea el acta de fundación de Lima (18 de enero de 1535) encontrará los nombres de Nicolás de Rivera el Viejo y Nicolás de Rivera el Mozo. Por la época de esta tradición la mocedad de Rivera el Mozo era una pulla, pues nuestro poblador de la ciudad de los Reyes rayaba en los ochenta diciembres.

No se necesita inspiración apostólica para adivinar que era un galán el que así penetraba en casa de Rivera el Mozo, y que el flamante caballero santiagués debía tener hija hermosa y casadera.

Doña Violante de Rivera, dicho sea en puridad, era una linda limeña de ojos más negros que una mala intención, tez aterciopelada, riza y poblada cabellera, talle de sílfide, mano infantil y el pie más mono que han calzado zapaticos de raso. Contaba entonces veinticuatro abriles muy floridos; y a tal edad, muchacha de buen palmito y sin noviazgo o quebradero de cabeza, es punto menos que imposible. En vano su padre la tenía bajo la custodia de una dueña quitañona, más gruñidora que mastín de hortelano e incólume hasta de la sospecha de haberse ejercitado en los días de su vida en zurcir voluntades. ¡Bonita era doña Circuncisión para tolerar trapicheos, ella que cumplía con el precepto todas las mañanas y que comulgaba todos los domingos!

Pero Violante tenía un hermano nombrado don Sebastián, oficial de la escolta del virrey, el cual hermano se trataba íntimamente con el capitán de escopeteros Rui Díaz de Santillana; y como el diablo no busca sino pretexto para perder a las almas, aconteció que el capitancito se le entró por el ojo derecho a la niña, y que hubo entre ambos este dialoguito:


—¿Hay quien nos escuche? —No.
—¿Quieres que te diga? —Di
—¿Tienes un amante? —¡Yo!
—¿Quieres que lo sea? —Sí.


La honrada doña Circuncisión acostumbrada cada noche hacerse leer por su pupila la vida del santo del día, rezar con ella un rosario cimarrón mezclado de caricias al michimorrongo, y, oyendo, a las nueve las campanas de la queda, apurar una jícara de soconusco acompañada de bizcochos y mantecados. Pero es el caso que Violante se daba trazas para, al descuido y con cuidado, echar en el chocolate de la dueña algunas gotas de extracto de floripondios, que producían en la beata un sueño que distaba no mucho del eterno. Así, cuando ya no se movía ni una paja en la casa ni en la calle, podía Díaz, con auxilio de una escala de cuerda, penetrar en el cuarto de su amada sin temor a importuna sorpresa de la dueña.


«Madre, la mi madre,
¿guardas me ponéis?
Si yo no me guardo
no me guardaréis».


dice una copla antigua, y a fe que el poeta que la compuso supo dónde tenía la mano derecha y lo que son femeniles vivezas. Y ya sabemos que


cuando dos que se quieren
se ven solitos,
se hacen unos cariños
muy rebonitos.


En la noche de mayo de que hablamos al principio, apenas acabó el galán de escalar el balcón, cuando un acceso de tos lo obligó a llevar a la boca su pañuelo de batista, retirándole al instante teñido en sangre, y cayendo desplomado en los brazos de la joven.

No es para nuestra antirromántica pluma pintar el dolor de Violante. Mal huésped es un cadáver en la habitación de una noble y reputada doncella.

La hija de Rivera el Mozo pensó, al fin, que lo primero era esconder su falta a los ojos del anciano y orgulloso padre; y dirigiéndose al cuarto de su hermano don Sebastián, entre sollozos y lágrimas, lo informó de su comprometida situación.

Don Sebastián principió por irritarse; mas, calmándose luego se encaminó al cuarto de Violante, echó sobre sus hombros al muerto, se descolgó con él por la escala del balcón, y merced a la obscuridad ya que en esos tiempos era difícil encontrar en la calle alma viviente después de las diez de la noche, pudo depositar el cadáver en la puerta de la Concepción, cuya fábrica estaba en ese año muy avanzada.

Vuelto a su casa, ayudó a su hermana a lavar las baldosas del balcón, para hacer desaparecer la huella de la sangre; y terminada tan conveniente faena, la dijo:

—¡Ira de Dios, hermana! Por lo pronto, sólo el cielo y yo sabemos tu secreto y que has cubierto de infamia las honradas canas de Ribera el Mozo. Apréstate para encerrarte en el convento, si no quieres morir entre mis manos y llevar la desesperación al alma de nuestro padre.

En aquellos tiempos se hilaba muy delgado en asunto de honra.

Y en efecto, algunos días después Violante tomaba el velo de novicia en la Encarnación, única congregación de monjas que, por entonces, existía en Lima.

Y por más honrar en la persona de su hija al caballero santiagués, asistió a la ceremonia como padrino de hábito el virrey del Perú, conde de Villardompardo.

No será fuera de oportunidad apuntar aquí que, a la muerte de Rivera el Mozo, fue demolida la casa, edificándose en el terreno la famosa cárcel de la Inquisición, tribunal que hasta entonces había funcionado en la casa fronteriza a la iglesia de la Merced.

II

Echemos, lector, el obligado parrafillo histórico, ya que incidentalmente nombramos al conde de Villardompardo, a quien las traviesas limeñas llamaban el Temblecón, aludiendo a la debilidad nerviosa de sus manos.

Gobierno bien fatal fue el del Excmo. Sr. D. Fernando de Torres y Portugal, conde de Villardompardo, séptimo virrey del Perú por S. M. don Felipe II. Sucediendo a don Martín Enríquez, de la casa de los marqueses de Alcañices, y que antes había sido virrey de México, diríase que éste le legó también su desgracia en el mando; pues sabido es que don Martín apenas gobernó veintiún meses, si es que puede llamarse gobierno el de un hombre cuyas dolencias físicas no le permitían más que prepararse a bien morir.

En cuanto a obras públicas, parece que ambos virreyes sólo proyectaron una: «Adoquinar la vía láctea».

El terremoto que en 1582 arruinó a Arequipa, y el que en 1585 dejó a Piura y Lima en escombros; el tercer Concilio limense presidido por el santo arzobispo Toribio de Mogrovejo y que se disolvió con grave escándalo; los desastres de la flota que condujo quinientos treinta hombres para colonizar Magallanes y que sucumbieron todos, menos veinte, al rigor de las privaciones y del clima; los excesos en el Pacífico del pirata inglés Tomás Cavendish; una peste de viruelas que hizo millares de víctima en el Perú; la pérdida de las sementeras, que trajo por consecuencia una carestía tal de víveres que la fanega de trigo se vendió a diez pesos; y, por fin, la nueva del destrozo sufrido por la invencible escuadra, destinada contra la reina virgen Elisabeth de Inglaterra: ved en compendio la historia de don Martín Enríquez, el Gotoso, y de su sucesor don Femando de Torres, el Temblecón.

En los tres años de su gobierno no hizo el conde Villardompardo sino amenguar el patronato, entrar en querellas ridículas con los inquisidores, dar pábulo a las disensiones de la Audiencia, dejar sin castigo a los defraudadores del fisco y permitir que en todas las esferas oficiales se entronizase la inmoralidad. Relevado con el segundo marqués de Cañete, retirose el de Villardompardo a vivir en el conventillo franciscano del pueblo de la Magdalena, hasta que se le proporcionó navío para regresar a España.

III

Ajusticiado en la plaza de Lima, en diciembre de 1554, el capitán don Francisco Hernández Girón, que había alzado bandera contra el rey, su viuda doña Mencía de Sosa y la madre de ésta, doña Leonor Portocarrero, fundaron en 25 de marzo de 1558, y provisionalmente en la misma casa que habitaban, un monasterio en el que profesaron en breve muchas damas de la nobleza colonial. Doña Leonor fue reconocida como abadesa y doña Mencía aceptada como subpriora.

La profesión de una de las hijas del mariscal Alvarado, que fue maese de campo del licenciado La Gasca en la campaña contra Gonzalo Pizarro, ocasionó un conflicto; pues realizose con sólo el permiso del arzobispo, Loaiza y sin anuencia del vicario provincial agustino, que se oponía porque doña Isabel y doña Inés de Alvarado, aunque hijas de hombre tan ilustre y rico, eran mestizas.

El mariscal dotaba a cada una de sus dos hijas con veinte mil pesos y ofrecía hacer testamento a favor del monasterio. Las monjas aprovecharon de un viaje al Cuzco del padre provincial para dar la profesión a doña Isabel, pues no eran para despreciadas su dote y las esperanzas de la herencia. Cuando regresó a Lima el vicario y se impuso de lo acontecido, castigó a las monjas cortándolas una manga del hábito. Todas las clases sociales se ocuparon con calor de este asunto, hasta que, aplacadas las iras del vicario, perdonó a las religiosas, devolviendo a cada una la manga de que la había despojado.

Esto influyó para que, puestas las monjas bajo la protección del arzobispo e interesándose por ellas la sociedad limeña, el virrey marqués de Salinas activase la fábrica del actual convento, al que se trasladaron las canonesas.

Los capítulos para elección de abadesa fueron siempre, hasta la época de la Independencia, muy borrascosos entre las canonesas; y por los años de 1634, siendo arzobispo de Lima el señor don Fernando de Arias Ugarte, la monja Ana María de Frías asesinó con un puñal a otra religiosa. Enviada la causa a Roma, la Congregación de Cardenales condenó a la delincuente a seis años de cárcel en el monasterio, privación de voz activa y pasiva, prohibición de locutorio y ayuno todos los sábados. El vulgo dice que la monja Frías fue emparedada, lo que no es cierto, pues en el Archivo Nacional se encuentra una copia legalizada de la sentencia expedida en Roma.

Fue éste el primer monasterio que hubo en Lima; pues el de la Concepción, fundado por una cuñada del gobernador Pizarro, y los de la Trinidad, Descalzas y Santa Clara, se erigieron durante los últimos veinticinco años del siglo de la conquista. Los de Santa Catalina, el Prado, Trinitarias y el Carmen fueron establecidos en el siglo XVII, y datan desde el pasado siglo los de Nazarenas, Mercedarias, Santa Rosa y Capuchinas de Jesús María.

Como sólo las nobles y ricas descendientes de conquistadores podían ser admitidas entre las aristocráticas canonesas de la Encarnación, pronto dispuso este monasterio de crecida renta, aparte de los donativos y protección decidida que le acordaron muchos virreyes.

Volvamos a Violante de Rivera, cuya toma de hábito y profesión solemne, que para siempre la apartaba del mundo, se realizaron con un año de intervalo en la primitiva casa de las monjas.

La tristeza dominaba el espíritu de la joven. Su corazón era de aquellos que no saben olvidar lo que amaron.

Su profunda melancolía y una llavecita de oro que pendiente de una cadenilla de plata llevaba al cuello daban tema a las conversaciones y conjeturas de sus compañeras de claustro. Aunque monjas, no habían dejado de ser mujeres y curiosas y perdían su latín por adivinar tanto el motivo de la pena como el misterio que para ellas debía significar la cadenilla. Cansadas al fin de murmuraciones, bautizaron a Violante con el nombre de La monja de la llave.

Y así corrió otro año hasta que murió Violante, casi de una manera súbita, víctima de los sufrimientos morales que la devoraban.

Entonces las monjas desprendieron de su cuello la misteriosa llavecita de oro, que tan intrigadas las había traído, y abrieron con ella una pequeña caja de sándalo que Violante guardaba cuidadosamente en un mueble de su celda.

La cajita de sándalo encerraba las cartas de amor y el pañuelo ensangrentado del capitán Rui Díaz de Santillana.

Las querellas de Santo Toribio

Crónica de la época del octavo virrey del Perú

I

—Señor excelentísimo: un español ha asesinado a otro con marcada alevosía.

—Que entierren al muerto y que se juzgue al vivo.

—Juzgado está y sentenciado.

—Pues que se cumpla la pena, y el que se queme que sople.

—Ello es, con venia de V. E., que una cosa es quebrar huevos y otra cosa es hacer tortilla.

—¿Cómo se entiende, señor alcalde? ¿En estos reinos la justicia no va recta por su camino?

—Perdone V. E.; pero es el caso que el matador se ha llamado a iglesia, y de mí sé decir que no acierto con la manera de proceder.

—Los templos no se hicieron para seguro de pícaros. ¡Medrados estábamos, por Santiago! Entiéndalo así el Sr. Juan Ortiz de Zárate y proceda en consecuencia sin torcer ni doblegar la vara.

Tal fue el diálogo que en la sala del despacho de la Real Audiencia de Lima medió una mañana del año 1590 entre el alcalde del crimen D. Juan Ortiz de Zárate y el virrey, recientemente llegado, D. García de Mendoza.

Retirose el buen alcalde, dando y cavando en las palabras de S. E. e inquiriendo en su caletre un expediente para dejar bien puestos los fueros de la justicia civil sin agravio de las prerrogativas eclesiásticas. Su cabeza era una olla de grillos, y poniendo al fin remate a sus cavilaciones, se resolvió a pasar respetuoso oficio al arzobispo, solicitando su licencia para la extradición del reo.

La respuesta no se hizo esperar mucho. El prelado, con latines y citas de los santos padres y de los concilios, defendía la inmunidad de la iglesia.

—Pues ahora veredes, y que todo turbio corra, que la justicia está antes que los cánones y las súmulas —dijo amoscado el alcalde.

Y con una cohorte de alguaciles se dirigió al templo, extrajo al delincuente y lo aposentó en la cárcel, previniéndole que fuese liando el petate para pasar a mejor vida.

Figúrese el lector, pues más es para imaginada que para escrita, la sarracina que armaría en el devoto pueblo tan expeditivo procedimiento judicial. Por su parte el arzobispo amenazó a Ortiz de Zárate con excomunión mayor si antes de veinticuatro horas no devolvía el reo a lugar sagrado.

—Lugar sagrado es la tierra, y cumplo con todos ahorcando al criminal y enterrándolo en sitio bendito —pensó el alcalde, y dio por contestación al oficio arzobispal el cuerpo del reo balanceándose en la horca.

Al otro día, las iglesias y torres amanecieron cubiertas de paños fúnebres, las campanas tocaron incesantemente plegarias y el santo arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo pronunció contra el alcalde del crímen Juan Ortiz de Zárate la terrorífica excomunión.

Aquí de los conflictos del excomulgado. Su mujer abandonó el domicilio conyugal, siguiéndola sus hijos y criados, y hasta los alguaciles hicieron renuncia de las varas, para que a sus almas no les tocase en el otro mundo algo de la chamusquina.

La situación del alcalde se hizo de día en día peor que la de un leproso. Ni un amigo atravesaba el dintel de sus puertas, ni hallaba prójimo que le correspondiera el saludo. Los mercaderes se excusaban de venderle; sus deudores se creían en conciencia obligados a no pagarle, y si en la calle le venía en antojo encender un cigarrillo o beber un vaso de agua, no hallaba alma caritativa que lo amparase con fuego o líquido.

La cuerda se rompe por lo más delgado. «¿No habría sido justo excomulgar también a S. E.?», pensaba el pobre excomulgado en la soledad de sus noches.

Aburrido de tanta calamidad, se puso un día de rodillas en la puerta del templo, con la cabeza descubierta, las espaldas desnudas y una soga al cuello. Llegó el arzobispo de gran ceremonial, le dio con una vara de membrillo tres golpes en las espaldas, le pronunció el sermón del caso y la oveja quedó restituida al redil de la cristiandad. Las campanas se echaron a vuelo, hubo fiestas y mantel largo en los conventos, y aquí paz y después gloria.

Aquel mismo día hizo Ortiz de Zárate renuncia de su empleo, y cuentan que el virrey dijo a sus compañeros de Audiencia:

—Aceptémosle su dimisión a ese bellaco; pues no servirá nunca por entero ni a Dios ni al diablo.

II

Antes de proseguir sacando a plaza las querellas entre el santo arzobispo y el Excmo. Sr. D. García Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Cañete y octavo virrey del Perú, parece oportuno hacer una ligera reseña histórica de la época de su gobierno.

Cuando D. Andrés Hurtado de Mendoza, primer marqués de Cañete, era en 1558 virrey del Perú, su hijo D. García, como gobernante de Chile, se conquistó una gran reputación venciendo a los araucanos, enviando expediciones exploradoras a Magallanes, fundando ciudades de la importancia de Mendoza, y dictando ordenanzas acertadas para el progreso y bienestar de los pueblos que le estaban confiados.

Cuando falleció el virrey, D. García volvió a España, donde Felipe II le colmó de honores, lo hizo su embajador en Venecia y más tarde lo envió a gobernar en América los mismos pueblos que treinta años antes había mandado su progenitor.

Hizo D. García su entrada en Lima el 6 de enero de 1590, acompañado de su esposa doña Teresa de Castro y de muchas familias que venían con ellos desde España. La recepción fue de lo más solemne y la ciudad estuvo durante ocho días de gala y regocijo.

Aconteció en ellos que habiendo ido el arzobispo a visitarlo en palacio, vio bajo el dosel un solo sillón ocupado por D. García. El prelado arrastró otro de los sillones que había en el salón, y colocándolo junto al del virrey le dijo: «Bien sabemos aquí, que todos somos del Consejo de S. M.». Hurtado de Mendoza frunció el entrecejo, y desde este día trató con frialdad cortesana a Toribio de Mogrovejo.

El país veía en el marqués de Cañete a su salvador; pues destruida por los ingleses la famosa escuadra que Felipe II denominó la Invencible, Elisabeth de Inglaterra lanzaba empresas piráticas contra las colonias españolas. El nuevo virrey organizó en el acto la defensa de la costa y formó una escuadrilla, cuyo mando fue confiado a D. Bertrán de Castro, hermano de la virreina. Los piratas, a las órdenes de Ricardo Hawkins, a quien llaman muchos cronistas Ricardo Aquines, habían hecho un buen botín en Valparaíso y otros puertos y se dirigían al Callao; mas D. Bertrán los sorprendió anclados en Pisco, les ocasionó graves daños, y dándoles caza por varios días, en los que fueron frecuentes los combates, obtuvo al fin que Hawkins se rindiera prisionero, empeñándolo el jefe vencedor palabra de que su vida sería respetada. La Audiencia no quiso acatar el compromiso contraído por el marino español y condenó al pirata a ser ahorcado en la plaza de Lima; mas el de Castro se revistió de energía y apeló al monarca, quien asintió a su deseo y desaprobó el fallo de los oidores.

En punto a empresas marítimas, protegió mucho D. García la expedición de Álvaro Mendaña a las islas de Salomón; y Mendaña, en gratitud, denominó al primer grupo de islas de que fue descubridor las Marquesas de Mendoza.

Los apuros del tesoro español tenían que ser salvados por las colonias. Así el virrey tuvo que emplear su energía toda para establecer, cumpliendo con las órdenes del monarca, la alcabala y otros impuestos. Ellos dieron en Quito margen para una sublevación, que el marqués de Cañete logró sofocar, más por su sagacidad que por la fuerza de las armas.

Refieren de este virrey que, pintando su carácter, solía decir: «Aunque me encolerizo con facilidad, pronto me pasa el enojo; que mi condición es como la de la pólvora, que después de hacer el estrago se convierte en humo».

Después de seis años y medio de gobierno, en los que dictó ordenanzas favorables a los indios, fundó la villa de Castrovirreina, atendió a la instrucción y a las obras públicas y realizó muchas útiles reformas, regresó D. García a España.

Las armas de la casa de Mendoza eran escudo de sinople con una banda transversal de gules.

III

En 1691 y con el tres por ciento de las rentas eclesiásticas, según lo acordado en el concilio de Lima, fundó Santo Toribio el colegio seminario que hoy lleva su nombre; y para establecer el dominio que sus sucesores debían tener sobre el local, mandó colocar su escudo sobre el arco de la puerta.

El blasón de los Mogrovejo era fondo de gules y un caballo de plata parado delante de una espada, bordura de oro sin adornos.

Entre los jesuitas de Lima hallábase el padre Hernando de Mendoza, hermano del virrey, que influía poderosamente en el ánimo de D. García. La compañía de Jesús hostilizaba al arzobispo porque éste desechó la pretensión de los padres de ejercer jurisdicción, no sólo sobre la parroquia del Cercado, sino también sobre la de San Lázaro. A esta influencia y a la queja que abrigaba el virrey contra el arzobispo, por haber desatendido su empeño para que alzase la excomunión a Ortiz de Zárate, se habían añadido quisquillas de ceremonial o etiqueta en las fiestas de la catedral.

El marqués de Cañete vio en la colocación del escudo un agravio al patronato del monarca; y en el acto envió un capitán con soldados y albañiles para romper el heráldico adorno. El pueblo se arremolinó para impedirlo, pero la tropa dejó en breve la calle expedita de bochincheros y el mandato del virrey quedó cumplido.

La población se dividió en dos bandos: uno por el arzobispo, y éste era el mayor, y otro por el virrey y el monarca. Al fin, y para devolver la tranquilidad a los ánimos inquietos, se recibió en Lima una real cédula de Felipe II, fechada en Madrid el 20 de mayo de 1592, la cual dice en conclusión:

«Marqués de Cañete, mi visorrey, gobernador y capitán general de esos reinos del Perú... Os mandamos que dejéis el gobierno y administración de dicho colegio seminario a la disposición del arzobispo y también el hacer la nominación de colegiales, conforme a lo dispuesto en el santo concilio de Trento y en el que se celebró en esa ciudad de los reyes el año pasado ochenta y tres. Y asimismo que en las casas de dicho colegio pueda poner sus armas, si quiere, con tal que también se pongan las mías en el más preeminente lugar, en reconocimiento del patronato universal que por derecho y autoridad apostólica me pertenece y tengo en todas las Indias».

Como se ve, la cédula es conciliadora y puso término sagaz a la querella. Como Luis XI de Francia, Felipe II el fanático acataba mucho a Roma; pero en punto a patronato no le cedía un átomo.

El escudo del rey se colocó en la puerta del seminario, pero Santo Toribio no quiso poner debajo el emblema arzobispal, conducta que Felipe II no calificó de humilde y que acaso tuvo en cuenta más tarde para humillar al prelado.

IV

El duque de Sesa, embajador de España en Roma, dio cuenta al rey de que el arzobispo de Lima había pasado un memorial al Padre Santo, consultándolo sobre varios puntos que afectaban al patronato y quejándose de que Felipe II autorizaba a los obispos de América para tomar posesión, salvando algunas formas canónicas, y de que se le negaban recursos para sostener el seminario.

A la vez, el Consejo de Indias recibía informaciones idénticas, transmitidas por el marqués de Cañete y por los obispos del Tucumán y de Charcas.

Entonces se expidió la real cédula de 29 de mayo de 1593, que dice:

«...Enviaréis llamar al arzobispo al acuerdo y en presencia de la Audiencia y sus ministros, le daréis a entender cuán indigna cosa ha sido a su estado y profesión haber escrito a Roma semejantes cosas; pues ni es cierto que los obispos tomen posesión de sus iglesias sin bulas, ni tampoco que mi Consejo de las Indias le impida la visita de sus hospitales y fábrica de su arzobispado, que bien sabe que los hospitales de pueblos de españoles son de mi patronazgo y están exentos de su jurisdicción en lo temporal, pues en lo espiritual le queda la visita libre, como la tiene y ha tenido, sin que en esto, ahora ni en ningún tiempo, se le haya puesto impedimento. Y que también es incierto lo que elijo acerca de que no tenía con qué sustentar el colegio seminario; pues, como es notorio, en el concilio que en esa ciudad se celebró y que fue aprobado por la autoridad apostólica, se le adjulicaron tres por ciento de las rentas eclesiásticas. Y entendido todo esto, le diréis asimismo que si bien fuese justo mandarle llamar a mi corte para que se tratara de ese negocio más de propósito y se hiciera una gran demostración, cual lo pido su exceso, lo he dejado por lo que su iglesia y ovejas pudieran sufrir en tan larga ausencia de su prelado; pero el que debe sentir mucho que su mal proceder haya obligado a satisfacer en Roma, con tanta mengua en su autoridad e nota en la elección que yo hice de su persona; pues se deja entender lo que se podrá decir y juzgar e relación tan incierta, y esto en quien ha recibido de mí tantas mercedes y honra. Y de su respuesta y demostración que hiciere me avisaréis».

Citado Santo Toribio, compareció ante la Real Audiencia, presidida por el virrey, y oyó de pie la lectura de la tremenda filípica. Terminada ésta, dijo el arzobispo:

—¡Enojado estaba nuestro rey! ¡Sea por amor de Dios! ¡Satisfacémosle, satisfacémosle, satisfacémosle!

Tal fue la última querella del arzobispo Toribio de Mogrovejo con el poder civil.

V

Nos creemos obligados a terminar esta tradición con una breve noticia biográfica del prelado. Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, ciudad del antiguo reino de León en España, y entró en Lima con el carácter de arzobispo el 21 de mayo de 1581. Acompañáronlo su hermana doña Grimanesa y el marido de ésta D. Francisco Quiñones, que fue corregidor y alcalde del cabildo y que, bajo el gobierno del marqués de Salinas, pasó con tropas a Chile para sofocar una insurrección de los araucanos.

Hizo tres visitas diocesanas y celebró tres concilios provinciales, siendo uno de ellos muy borrascoso por una cuestión que promovió el obispo del Cuzco, D. Sebastián de Lartahun, apoyado por los obispos del Tucumán y Charcas.

Fundó el monasterio de Santa Clara, y erigió las capillas de las Divorciadas y Copacabana con una casa de asilo para mujeres.

La caridad de Mogrovejo fue verdaderamente ejemplar. No sólo agotaba sus recursos para socorrer a los necesitados, sino que aun recurría a la fortuna de su hermana. Una ocasión, no teniendo que dar, regaló el candelabro de plata de su dormitorio, quedándose el arzobispo con la bujía en la mano. A doña Grimanesa y a su marido les hacían poca gracia las larguezas del deudo, y por más que lo intentaban, no conseguían nunca atarlo corto.

Una curiosa anécdota de su ilustrísima. Cierta noche pasaba con un familiar por la puerta del palacio del virrey. El centinela dio la voz de

—¡Alto! ¿Quién vive?

—Toribio —contestó el prelado.

—¿Qué Toribio?

—El de la esquina.

Con esta respuesta salió el oficial de mal talante a reconocer al burlón, prometiéndose hacerlo dormir sobre una tarima, del cuerpo de guardia. Pero se encontró con el arzobispo, que conducía en sus hombros un moribundo.

La aventura se hizo pública al día siguiente, y el virrey D. García llamaba desde entonces al arzobispo Toribio el de la esquina. Sabido es que la casa arzobispal está situada en una esquina que forma ángulo con el palacio de gobierno.

Murió el arzobispo Mogrovejo en Saña, a la edad de sesenta años, el Jueves Santo 23 de marzo de 1606, habiendo gobernado su iglesia veinticuatro años diez meses.

Inocente XI lo beatificó en 1679, y fue canonizado por Benedicto XIII en 1727.

Los malditos

Crónica de la época del noveno virrey del Perú

I. San Pedro-Mama

Por los años de 1601 existían, a pocas leguas de Lima, dos magníficas villas habitadas por una población indígena, que excedía de doce mil almas, villas que hoy son miserables villorrios, de desmanteladas casucas y poquísimos habitantes. Hallábase la una situada en la margen izquierda del río de Lurín, y la otra más opulenta en ambos lados del río San Pedro, uno de los afluentes del Rimac. Cada una de estas villas distará nueve o diez leguas de la ribera del mar.

El martes de Pascua de Resurrección de 1601, el cura de San Pedro, que tal era el nombre de una de las villas, resolvió, después de celebrar misa, pasar a Lima en compañía del sacristán, que era un negro esclavo suyo. Cerca de Chosica, recordó el buen párroco que había dejado en la villa su libro de rezos y ordenó al criado que regresase a buscarlo.

El negro entró en San Pedro y pensó hallarse en una ciudad encantada. Era la una del día, todas las puertas estaban cerradas, y ni un ser viviente se veía en la calle. Pasando por una casa, la única que permanecía abierta, pareciole percibir algún rumor, y apeándose del caballo penetró en ella cautelosamente.

Guiado por el murmullo, se encontró de pronto en una vasta sala donde se hallaba congregado todo el pueblo, en actitud de profunda veneración. En el centro de la sala alzábase un altar, y sobre él un ídolo representando una cabra. El cuerpo del animal era de plata, los cuernos, los pies y los pezones eran de oro, y los ojos lo formaban dos piedras negras como el ónice. Un indio, vestido con una túnica recamada de oro y plata, hacía las funciones de gran sacerdote, recitaba frases en tono de salmodia, y los adeptos, hombres y mujeres, por orden de antigüedad se acercaban al ídolo, ponían la boca en un pezón, y el gran sacerdote pronunciaba la palabra quichua ¡Hama!

Repuesto el pobre negro de la impresión terrorífica que le produjo el espectáculo de tan extravagante culto, pensó sólo en escapar del antro donde el azar lo había conducido; pero el miedo lo hizo olvidar toda cautela, y su precipitación para huir dio lugar a que los indios descubriesen que un profano había participado del religioso misterio. Dando grandes alaridos corrieron tras el sacristán; pero éste, que había dejado su caballo a la puerta, saltó sobre él con presteza y, a todo correr, dio en breve alcance al cura en el camino de Pariache.

Llegados a Lima, el párroco comunicó lo sucedido al virrey marqués de Salinas. Al día siguiente, y con acuerdo de la audiencia y del gobierno eclesiástico, salía el cura para su doctrina con una compañía de lanzas y arcabuces.

El cura iba autorizado para decir una misa de excomunión; pero se llevó el chasco de no encontrar un solo feligrés que la oyese. La villa estaba desierta, pues los indios habían huido llevándose las alhajas de los templos de San Pedro y San Pablo. Sabido es que los conquistadores tuvieron a gala emplear sus riquezas en los candelabros, píxides y paramentos de las iglesias.

San Pedro-Mama, como se llama desde entonces a esa villa, tenía un hospital de convalecientes al pie del cerro de la hacienda de Santa Ana. Las ruinas de este edificio están visibles para todo el que viaje por el ferrocarril de la Oroya.

Desde la desaparición de sus primitivos moradores comenzó la decadencia de la villa, y los terrenos de comunidad y de los naturales han venido a formar las haciendas de La Chosica, Yanacoto, Moyopampa, Chacrasana, Santa Ana, Guachinga, Cupiche y Guayaringa.

Los adoradores de la cabra se trasladaron a la montaña de Chanchamayo, y sus descendientes formaron uno de los mejores y más feroces cuerpos del ejército indígena que en 1770 siguió la infausta bandera del inca Gabriel Tupac Amaru. Este les había ofrecido la reconquista de San Pedro-Mama, cuna de sus abuelos y que representaba para ellos la suspirada Jerusalén de los judíos.

Se cree por unos que las alhajas estén enterradas en sótanos de la misma población, y otros sospechan que se hallan en el túnel que servía de camino para la comunicación entre San Pedro y Sisicaya. Finalmente, no falta quienes presumen que hay un tesoro escondido en la cima del cerro de Santa Ana, y cuentan que un desertor, en la época de la guerra de la Independencia, se refugió en las alturas y vio en una cueva ornamentos y, otras prendas de iglesia.

Los laboriosos y sencillos vecinos que hoy tiene San Pedro-Mama aseguran oír en ciertas noches, después de las doce, hora de duendes, brujas, aparecidos, ladrones y enamorados, el sonido de una campana por el lado donde existió el hospital.

En materia de idolatría y superstición de los indios, podríamos escribir largo. Sin embargo, no dejaremos en el fondo del tintero que en la provincia de Chachapoyas existió la fuente Cuyana (fuente de los amores) en la cumbre de un cerro escarpado, cuyo acceso era tan difícil que había necesidad de subir a gatas, y aun así se corría peligro de caer y despeñarse. La fuente tenía dos chorros: el agua del uno inspiraba amor por la persona que la daba a beber, y la del otro inspiraba aborrecimiento. Hasta los españoles llegaron a acatar esta superstición; pero en 1610, los jesuitas destruyeron la fuente y extirparon la idolatría de que era objeto. Así lo asegura Torres Saldamando, en sus interesantes Apuntes para la historia de los antiguos jesuitas del Perú.

Tan popular debió ser la creencia en las virtudes de esa agua, que hoy mismo se dice, cuando una persona cambia la repugnancia en cariño, «¿Si habrás bebido un traguito de la fuente Cuyana?».

II. El virrey marqués de Salinas

El Excmo. Sr. D. Luis de Velazco entró en Lima, como virrey del Perú, habiéndolo sido antes de México, el 24 de julio de 1596.

Desde que tomó las riendas del gobierno consagró su actividad a desbaratar el atrevido proyecto de la Holanda, que aspiraba a arrebatarle a España las colonias de América. Simón de Cordes, Olivier de Nott y otros corsarios con muchos buques, poderosa artillería y gente resuelta, habían pasado el estrecho de Magallanes y fundado la orden pirática del León desencadenado.

El virrey mandó salir del Callao la escuadra, bien débil en verdad, a órdenes de su hermano. El desastre era seguro si los piratas hubieran tenido la fortuna de encontrar la escuadrilla al alcance de sus cañones. Las tormentas hicieron variar de rumbo y dispersaron a los holandeses; y uno de los buques, desmantelado y en trance de zozobrar, arrió bandera y se entregó a las autoridades de Chile. Nuestra escuadra fue también casi deshecha por los temporales, naufragando la capitana y ahogándose en ella D. Juan de Velazco, el hermano del virrey.

Ignorábase aún esta desgracia, cuando el 18 de febrero de 1601 se turbó el regocijo del Carnaval por sentirse en la costa frecuentes detonaciones, y fue unánime la presunción de que estaba empeñado un combate naval entre las escuadras. En Lima, cuya población, según el censo del año anterior, subía a 14.262 habitantes, hubo plegarias y procesión de penitencia, pidiendo a Dios el triunfo de los realistas. Pocos días después se supo que Arequipa y muchos pueblos habían sido destruidos por la erupción del volcán de Omate o Huaina-Putina.

A la vez en todo el virreinato los indios hacían un supremo esfuerzo para romper el yugo de los conquistadores. Los araucanos se sublevaban en noviembre de 1599, y daban muerte al gobernador de Chile Oñez de Loyola. Sin la energía del alcalde de Lima D. Francisco Quiñones, casado con la hermana de Santo Toribio, que fue enviado con tropas a Chile, habrían recuperado todo el territorio. En el Norte, los gíbaros siguieron el ejemplo de los araucanos. Ambas tribus se hicieron temer de los españoles, y desde entonces llevan vida independiente y extraña a la civilización.

En Puno y en los Charcas las autoridades no descansaban en tomar medidas para estorbar la insurrección que amenazaba hacerse general en el país. Esta leyenda comprueba que a las puertas de Lima estaba en pie la protesta contra la usurpadora dominación.

Fundose en esta época y a inmediaciones del monasterio de Santa Clara la casa de Divorciadas, para recogimiento de mujeres de vida alegre; pero fue tanto lo que alborotaron las monjitas protestando contra la vecindad, que hubo necesidad de complacerlas trasladando el refugio a la que aún se llama calle de las Divorciadas, cerca de la Encarnación.

Por entonces se recibió la real cédula derogatoria de otra que prohibía la plantación de viñas en américa y mandaba arrasar las existencias. Esta derogatoria se debió a los esfuerzos de un jesuita del convento de Lima.

Cuentan que un hidalgo, con fama de tahúr incorregible, presentó un memorial solicitando se le acudiese con un empleo de hacienda que había vacado, y que el virrey puso de su mano y letra esta providencia: «No debo arriesgarlo a que juegue la hacienda de su Majestad, como ha jugado la propia. Enmiéndese y proveerase».

La creación de un fiscal protector de indios en las Audiencias, juiciosos reglamentos sobre salarios, trabajo de indios y de negros, minas, cacicazgos y otros muchos importantes ramos de gobierno, hacen memorable la época de D. Luis de Velazco, a quien Felipe II acordó el título de marqués de Salinas, a la vez que lo trasladaba nuevamente al virreinato de México.

III. Sisicaya

Después de la desolación de San Pedro-Mama, informados el virrey Velazco y el arzobispo Santo Toribio de que los cuatro mil indios de Sisicaya profesaban la misma idolatría, resolvieron enviar cinco misioneros para que ayudasen al cura en la conquista de almas. Concertados los naturales, sorprendieron una noche al cura y lo mataron a azotes. En seguida degollaron a los misioneros.

La casa del cura se hallaba situada a la entrada de la plaza; y hoy mismo, a pesar de los siglos que han pasado y de la despreocupación de los espíritus, nadie se atreve a habitarla. Dice el vulgo que es arriesgado pasar de noche por ella, pues por una de sus ventanas suele aparecerse una mano con el puño cerrado, el cual deja caer pesadamente sobre la cabeza del indiscreto transeúnte.

Cuando al día siguiente se supo que en Lima el martirio del párroco y de los misioneros, mandó el virrey tropa y un sacerdote que pronunciase la excomunión. Como los de San Pedro-Mama, los criminales de Sisicaya habían desaparecido para buscar refugio en las montañas, y sus descendientes, como los de aquéllos, militaron en el ejército de Tupac-Amaru.

Los de Sisicaya escondieron también las alhajas de la iglesia, entre las que se contaba la campanilla de oro de una tercia de altura, obsequio de Gonzalo Pizarro, y que se usaba tan sólo en la misa de grandes festividades. Júzgase que esa riqueza está enterrada en la quebrada del cerro fronterizo, y aun en nuestros días se han hecho excavaciones para descubrirla.

A la derecha de la quebrada hay una cueva, y encima de ella se ve, desde tiempo inmemorial, un palo de lúcumo de vara y media de elevación. ¿Será una señal? Excavando y a poca profundidad en rededor del palo se encuentra carbón menudo, llamado generalmente cisco.

En 1834, año muy lluvioso y en que fueron grandes las crecientes, Manuel Tolentino, que murió en 1863, encontró en la orilla del río canutos de ciriales de fábrica antigua y de excelente plata de chapa.

Persona respetable ha referido al que esto escribe que en 1809 se presentó en Sisicaya un indio de más de sesenta años y casi ciego, el que narraba muchos pormenores tradicionales que su abuelo, actor de los sucesos de 1601, había transmitido a su padre. La venida del viejo a Sisicaya tenía por fin utilizar señales fijas que le habían dado sus parientes para sacar del cerro un tesoro, y tomaba por punto de partida la puerta del cabildo. Pero su ceguera y años no le permitieron alcanzar el logro de sus propósitos.

Sisicaya en la época de la excomunión tenía una iglesia matriz y tres capillas, y daba por tributo cinco mil pesos al año. Sus linderos por la parte de arriba eran los mismos que ahora tiene el pueblo, y por la parte de abajo comprendía los terrenos de Chontay y Huancay hasta la toma de la Cieneguilla, hacienda que era propiedad del judío portugués Manuel Bautista, a quien quemó la Inquisición de Lima en 1639.

IV

En el siglo XVII, siempre que las bachilleras comadres de Lima hablaban de algún indio acusado de crímenes, añadían: «Este cholo ha de ser uno de los malditos».

Para ellas sólo en Sisicaya y San Pedro-Mama podían haber nacido los malvados, y olvidaban que todo el monte es orégano.

El virrey de los milagros

Crónica de la época del décimo virrey del Perú

I

Donde el autor echa un cuarto a espadas sobre historia


El Excmo. Sr. D. Gaspar de Zúñiga Acevedo y Fonseca, conde de Monterrey, mereció el apodo de Virrey de los milagros, no porque fuese facedor de ellos (aunque no falta panegirista que se los atribuya, atento a su ascetismo, gran caridad y otras ejemplares virtudes), sino porque en su breve período de mando estuvieron de moda las maravillas y prodigios en estos reinos del Perú. Las crónicas se encuentran llenas de sucesos portentosos, tales como la conversión en el Cuzco del libertino Selenque que, como el capitán Montoya de la leyenda de Zorrilla, asistió sin saberlo a sus propios funerales; rarezas del terremoto de 25 de noviembre de 1604 en Arequipa, fenomenales efectos de los rayos, resurrección de muertos, arrepentimiento de un fraile cuya barragana dejaba como las mulas las huellas del herraje, apariciones de almas de la otra vida que venían a dar su paseíto por estos andurriales, y pongo punto a la lista que, a seguirla, sería cuento de nunca acabar. No es que yo, humilde historietista y creyente a macha martillo, sea de los que dicen que ya Dios no se ocupa de hacer milagros y que el diablo nunca los ha hecho, sino que en estos tiempos se realizaron dos, tan de capa de coro y estupendos, que no he podido resistir a la comezón de sacarlos a plaza en pleno siglo XIX, para edificación de incrédulos, solaz de fieles y contentamiento universal.

El conde de Monterrey, cuya hija fue mujer del famoso conde-duque de Olivares, pasó del virreinato de México al del Perú, y entró en Lima el 18 de noviembre de 1604. Su salud hallábase tan quebrantada que poco o nada pudo atender al gobierno político del país; y pasaba las horas en que sus dolencias le permitían abandonar el lecho, visitando las iglesias y repartiendo en limosnas todas sus rentas. Su caridad lo condujo a pobreza tal, que habiendo fallecido en 16 de marzo de 1606, no dejó prenda que valiera algunos roñosos maravedises y fue sepultado, a costa de la Real Audiencia, en la iglesia de San Pedro, poniéndose en su lápida esta inscripción: Maluit mori quam fœdari.

Las armas de la casa de Fonseca son cinco estrellas de gules en campo de oro; y las de los Acevedo, escudo cuartelado, primero y cuarto en oro con un acebo de sinople, segundo y tercero en plata con un lobo de sable, bordura de gules con ocho sautores en oro.

Los únicos sucesos notables de su época fueron la fundación del Tribunal de Cuentas y descubrimiento de la isla de Otahiti, y con él la certidumbre de que existía la parte del globo llamada Australia u Oceanía. Esta empresa marítima, que tuvo éxito desgraciado, fue muy protegida por el conde de Monterrey. Las naves se equiparon en el Callao, y el jefe de la flotilla fue el ilustrado y valeroso marino Quirós.

En este tiempo florecían en Lima Santo Toribio, San Francisco Solano y Santa Rosa, y el padre Ojeda, de la recoleta dominica, escribía los primeros versos de su inmortal poema La Cristiada. No es de extrañar, pues, que los milagros anduviesen bobos y a mantas.

Por entonces —dice un cronista— sucedió aquel célebre milagro del Santo Cristo de la Columna, milagro que yo tengo de contar rápidamente y a mi manera.

Oía un confesor el desbalijo de culpas que le hacía un penitente, y tal rabo tendrían ellas que, escandalizado el buen sacerdote, le dijo en voz alta:

—No te absuelvo.

—Absuelve a ese hombre que no te costó a ti lo que a mí —exclamó el Cristo extendiendo el dedo índice.

Y el milagro está, no en que hablara el Cristo, que sobre eso podría haber su más y su menos, sino en que el dedo no volvió a tomar la posición primitiva.

Pero no es este prodigio, que incidentalmente se me ha venido a la pluma, objeto de mi tradición, sino los que en otros capítulos verá el lector; prodigios a que no osaré asignar año determinado, pues los cronistas que he consultado, aunque uniformes en lo substancial de los hechos, no lo están en cuanto a las fechas.

II

De cómo puesta en la balanza una cuartilla de papel de Alcoy resultó pesar mil duros de a ocho

Pues, señor, in diebus illis vivía una vida perra y de miseria por estos mundos de Dios una señora que había venido a menos por muerte de su marido, quien, al irse al hoyo, la dejó sin un cuarto ni estaca en pared, pero con dos mocetonas de buena estampa, a las que la pobreza ponía en riesgo de echar por la calle de en medio y entrar en camino de perdición. La madre y las hijas se ocupaban en trabajos de aguja; pero antaño, como hogaño, la costura no cunde ni da para fantasías y es amago permanente de tisis y otras dolamas. Vivían, como dice el refrán, boca con rodilla y en la mano la almohadilla.

A las muchachas no les faltaba su respectivo cuyo, oficial de carpintero el uno y covachuelista o aprendiz de escribano el otro, mozos honrados a carta cabal, pero sin blanca ni amarilla. Mientras Dios no mejorase sus horas, el casorio in facie ecclesiœ era punto menos que imposible. El cura de la parroquia no era hombre de gastar saliva leyendo la epístola de San Pablo gratis et amore.

En esta tribulación, ocurriósele a la madre solicitar la protección de un acaudalado comerciante que gozaba fama de generoso y compasivo. fue la viuda al estanco, compró un pliego de papel de hilo, partiolo por mitad, pidió prestados al catalán de la esquina tintero de cuerno y pluma de ganso, escribió la misiva, espolvoreó sobre lo escrito un puñado de tierra, cerrola con migaja de pan, y un chico de la vecindad, adiestrado en el oficio, marchó a las volandas de correo.

Hallábanse a la sazón de tertulia en el almacén o bodega del comerciante varios de sus amigos, gente toda de rumbo y de riñón bien cubierto. Recibió el dueño el billete, y riéndose lo mostró a los demás. La misiva decía ad pedem litterae, y perdonen ustedes la ortografía, que una costurera de tres al cuarto no está obligada a pespuntes gramaticales.

«Muy señor mío y mi dueño de todo mi corazón: doña Juanita Riquelme, la confesada del padre definidor, pide a vuesamerced cuyas Manos Besa que la socorra en una necesidad mandándolo de Limosna lo que pese este papelito y que Dios se lo pague y se lo aumente y no soy más que su humilde criada».

Rieron no poco los tertulios con lo original de la petición, y el vanidoso comerciante puso la carta en un platillo de la balanza, y en el otro una onza de oro. ¡Cosa de brujería! El platillo no se rindió. Maravilláronse los amigos, y a porfía empezaron a echar onzas y más onzas, y... ¡nada!, como si tal cosa. El platillo de la carta no subía.

Aquello era caso de Inquisición o milagro de tomo y lomo.

Por fin, el papelito se dio por vencido tan luego como en la balanza se hallaron depositadas onzas por valor de mil pesos de a ocho reales, con cuya suma dotó la viuda a sus hijas, que tuvieron larga prole y murieron cuando les llegó la hora.

Paréceme que el milagro no es anca de rana. Pues allá va el otro.

III

De cómo las benditas ánimas del purgatorio fueron rufianas y encubridoras


Esto sí, esto sí que no pasó en Lima, sino en Potosí.

Y quien lo dude no tiene más que echarse a leer los Anales de la villa imperial, por Bartolomé Martínez Vela, que no me dejarán por mentiroso.

Diz que el sobrino del corregidor Sarmiento, a quien no tuvo el lector la desdicha de conocer ni yo tampoco, era gran aficionado a la fruta de la huerta ajena. ¡Habrá pícaro! Andaba, pues, el tal a picos pardos con la mujer de un prójimo, cuando una noche éste, que estaba ya sobre aviso, llegó tan repentinamente que el galán no tuvo tiempo sino para esconderse, más doblado que abanico, bajo un mueble del dormitorio, mientras su atribulada cómplice, temblando como azogada, exclamaba:

—¡Válganme las ánimas benditas del purgatorio!

Entró Otelo furioso, puñal en mano y daga al cinto, resuelto a hacer una carnicería que ni la del rastro o matadero; y de pronto se detuvo en el dintel de la puerta, se inclinó cortésmente, y dijo:

—Buenas noches, señoras mías.

Y siguió su camino para otra habitación, convencido de que en su honra no había la más leve manchita, y de, que era un vil calumniador el caritativo quídam que le había dado el amargo aviso.

Cuando más tarde se halló a solas con su mujer, la preguntó:

—¿Qué buenas mozas eran las que tenías de visita?

Y la muy zorra contestó sin turbarse:

—Hijo, eran unas amiguitas que me querían mucho, y a quienes yo correspondo su cariño.

Y la señora quedó firmemente persuadida de que debía su salvación a la complacencia de las benditas ánimas del purgatorio, que se prestaron a desempeñar en obsequio suyo el poco airoso papel de terceras. Puso enmienda a sus veleidades amorosas, y se hizo tan devota de las amiguitas del otro mundo que no economizaba agasajarlas con misas y sufragios, para tenerlas propicias, si andando los tiempos volvía a encontrarse en atrenzos idénticos.

Y si éste no es milagro de gran fuste, que no valga y que otro talle; pues lo que soy yo me lavo las manos como Pilatos, y pongo punto final a la tradición.

El tamborcito del pirata

Crónica del undécimo virrey del Perú

I

Hablando de cosas que se repelen o de cualidades que no armonizan, se ha dicho siempre: «Esto cuadra tanto como a un crucifijo un par de pistolas o como un tambor a un altar mayor».

Pues el que inventó el segundo refrancito no supo lo que dijo; porque si hubiera vivido en Lima y visitado la iglesia de Santo Domingo, habría visto, hasta principios del siglo pasado, un tambor en el altar de la Virgen del Rosario. Yo no lo vi, por supuesto; pero sí lo vio mi paisano el padre Juan Meléndez, autor de la curiosa Crónica dominica, impresa en Roma en 1681, y a mi paisano me atengo, que fue fraile veraz si los hubo y muy serio y formalote.

II

Entre los primeros virreyes del Perú fue D. Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros y de Bayuela, señor de las villas de la Higuera de las Dueñas, Colmenar, Cardoso y Valconete, uno de los que más contribuyeron a la organización del virreinato. Trasladado del gobierno de México al del Perú, y habiendo sido antes presidente de la casa de Contratación en Sevilla, hizo su entrada en Lima el 21 de diciembre de 1607.

Eran sus armas las de la casa de Luna. Escudo cortado: en la parte superior, en plata, una luna jaquelada de oro y azur: en la parte inferior, escaques de oro y azur formando un tablero de ajedrez.

Empezó su excelencia consagrándose al arreglo de las oficinas de hacienda, donde las cuentas andaban dadas al diablo; y tanto hincapié hizo en ello que logró enviar fuertes remesas de dinero al soberano, quien estaba siempre en pos de un maravedí para completar un duro. Por esta solicitud llamáronlo los limeños despensero del rey, apodo del que se enorgullecía el buen marqués.

Grande fue la protección que el de Montesclaros dispensó a la industria minera. La producción de Huancavelica sólo alcanzaba a 900 quintales de azogue al año, y en 1615, cuando descendió del poder, excedía de 8.000 quintales.

A pocas leguas del puerto de Chala descubriose una rica mina de oro, de veintitrés quilates, la cual fue bautizada con el nombre de Montesclaros. Trabajose por cuenta del rey de España, y es fama que produjo su laboreo quince arrobas de oro al mes. Un derrumbe destruyó la entrada al socavón.

El comercio tuvo también mucho auge con el establecimiento del tribunal del Consulado, contribuyendo a este prestigio algunos viajes que, por la vía de Magallanes, hicieron buques con mercaderías.

Dispensó el rey gran consideración a los artesanos, y dictó varias ordenanzas en protección de ellos y de sus industrias.

Creó escuelas para niños pobres, impuso el derecho de sisa, y concluyéronse la Alameda de los Descalzos y los puentes de Lima y de la villa de Huaura.

En 1612 hízose en Lima, por el padre Francisco Bejarano, el primer grabado en acero. fue éste una lámina representando el túmulo que se erigió para las suntuosas exequias con que en la capital del virreinato se honró la memoria de Margarita de Austria.

Las costumbres de la época eran un tanto relajadas. Los habitantes de Lima pensaban sólo en la disipación y los placeres. La ciudad, destruida casi por el terremoto de 1609, se levantaba de sus ruinas más arrogante, y construían casas espléndidas.

El de Montesclaros quiso ponerlas a raya y sostuvo cruda lid con las tapadas; pero ellas, que supieron vencer a los graves padres del concilio limense, hicieron en breve cejar al virrey, quien se limitó a encargar a los sacerdotes que influyesen en los maridos para que éstos prohibieran a sus mujeres el uso de la saya y manto. ¡No era malo el modo para apearse de la mula chúcara!

En este tiempo y por informes del marqués se crearon el arzobispado de La Plata y los obispados de Trujillo, Guamanga, Arequipa y La Paz, dándose principio a las misiones del Paraguay por los jesuitas Maceta y Cataldino, sucesores de San Francisco Solano, que acababa de morir en Lima el 14 de julio de 1610.

También se efectuó en Lima un sínodo en el que, por cuestión de asiento, se armó gorda pelotera entre el arcediano y el previsor, que era el favorito del arzobispo Lobo Guerrero.

Gran bromista fue el marqués de Montesclaros, y cuéntase que habiéndose un caballero dormido en la tertulia de palacio, mandó el virrey apagar las luces, y cuando despertó nuestro hombre le hizo creer que repentinamente había cegado.

Relevado con el príncipe de Esquilache, regresose a España el de Montesclaros a principios de 1616, siendo premiado por el rey con el cargo de presidente del Consejo de Aragón.

III

El extranjero que hubiera llegado a Lima en 1615, habríase sorprendido al encontrar la ciudad en son de guerra y a todo títere barbudo afilando espadas y componiendo mosquetes. Ítem, habría visto muy rodeado de papelotes al oidor Solórzano, el sabio autor de la Política Indiana, quien se ocupaba a la sazón del censo de la capital, resultando empadronadas 25.454 personas. De esta cifra, excluyendo mujeres, ancianos, niños, indios y esclavos, no llegaba a dos mil el número de hombres en actitud de tomar las armas, circunstancia que traía descorazonado al anciano virrey; pues el enemigo con quien tenía que habérselas era formidable, aguerrido y orgulloso por recientes victorias.

Ya sospechará el lector que contra quien se preparaban los vecinos de esta ciudad de los reyes era nada menos que contra el pirata holandés Jorge Spitberg, quien con cuatro galeones y dos pataches bien artillados paseábase en el Pacífico, como Pedro por su casa, acompañado por ochocientos lobeznos, de esos que no temen a Dios ni al diablo.

A fuerza de actividad y sacrificios consiguió el virrey armar en el Callao cuatro buques, tripulándolos con seiscientos hombres. Dio el mando de la escuadrilla a su sobrino D. Rodrigo de Mendoza, caballero del hábito de Calatrava, y las naves se hicieron a la vela en demanda de los piratas, llevando por capellán mayor al franciscano fray Bernardo de Gamarra y ocho religiosos más de las comunidades seráfica y domínica.

Parece que D. Rodrigo de Mendoza no era el hombre que tan peligrosas circunstancias requerían; pues hasta abril de 1615, en que regresó al Callao, se anduvo paseando el mar sin tropezar con los piratas, que seguían haciendo frecuentes desembarcos en la costa y saqueando puertos que era una maravilla.

Súpose con fijeza, a principios de mayo, que los piratas con ocho bajeles hacían rumbo al Callao; y el virrey ordenó a nuestra escuadra salir al encuentro de ellos, trabándose la lid frente a Cañete, a noventa millas poco más o menos de Lima.

El combate duró cinco horas y fue reñidísimo. En cada uno de los cinco buques españoles iban dos o tres frailes que, con una cruz en la mano, exhortaban a nuestros improvisados marinos a no rendirse a pesar de la incuestionable superioridad de los holandeses en número, armas, disciplina y condiciones marineras de sus naves.

Hubo un momento en que la victoria pareció inclinarse a favor de España; porque el navío almirante de Spitberg, buque de mil cuatrocientas toneladas, fue abordado por nuestra capitana al mando de D. Rodrigo de Mendoza y de su segundo Palomeque de Aluendín. Desarbolados ya dos de los buques de nuestra escuadra y yéndose a pique el otro, los del enemigo, aunque bien maltratados, acudieron en socorro do la almiranta, esterilizándolas ventajas que en el abordaje comenzaban a tener los nuestros, que habían acorralado en la popa a los piratas que se batían desesperadamente.

Viendo D. Rodrigo la imposibilidad de hacer frente a los que venían en auxilio de la almiranta, mandó desprender los garfios de abordaje, abandonar la cubierta de la nave holandesa y asilarse en la capitana.

Para colmo de desastre el incendio estalló en ésta, y a fin de salvarse de la explosión de la santabárbara tuvieron nuestros infortunados marinos que arrojarse al agua. De seiscientos hombres de nuestra escuadra perecieron ahogados ciento sesenta, y ciento diez al filo de las hachas de abordaje. El dominico fray Luis Tenorio y el franciscano fray Alfonso Trujillo murieron en el combate.

La célebre doña Catalina de Erauzo, conocida por la monja alférez, se arrojó al mar junto con un fraile franciscano. Los piratas los tomaron prisioneros y al cabo de un mes los desembarcaron en Paita.

Dos días después la escuadra holandesa estaba en el Callao.

En Lima el pánico se había apoderado de los espíritus, y el mismo virrey —dice un historiador— dudaba de encontrar cien hombres dispuestos a morir a su lado; pues razones de política desconfianza le impedían armar a los indios y a los esclavos.

El Sacramento estaba descubierto en los templos invadidos por el pueblo, y la que fue más tarde Santa Rosa de Lima rogaba en Santo Domingo por los hijos del Perú.

Si Spitberg hubiera desembarcado, habría sido muy débil la resistencia que le opusiera el cañón de crujía (pieza única que artillaba el Callao), con el que el padre Hernando Gallardo, de la orden seráfica, hizo algunos disparos, sin causar avería a los buques holandeses.

Pero el pirata cambió repentinamente de propósito y se alejó del Callao, continuando el saqueo de la costa.

IV

El conde de la Granja, en el canto XII de su poema Santa Rosa de Lima, describe con mucha animación y abundancia de pormenores el combate naval de Cañete, nombrando a todas las personas notables que se encontraron a bordo. En ese canto hay octavas cuya entonación es verdaderamente épica.

D. Pedro de Peralta, en su Lima fundada, habla también, aunque con extremado laconismo, del combate, al cual sólo consagra en el canto V esta gongorina octava:


«Y surcará Spitberg este oceano
en hombres fuerte, en velas numeroso;
contra él pronto armamento peruviano
el gran marqués destinará celoso;
fluctuante campo a choque más que humano
dará vecino golfo, en que hazañoso
cederá el español; mas sin victoria
se aliará con la pérdida la gloria».


Palomeque de Aluendín hallábase sobre la cubierta de la almiranta holandesa, batiéndose como un bravo, en el momento en que, reforzados los piratas, obligaron a los nuestros a refugiarse en la capitana, que principiaba a arder. El valeroso Aluendín se vio acosado por tres marineros que le impedían volver a su nave. Entonces retrocedió, cogió un tambor que había en la popa, y encomendándose a la Virgen del Rosario, arrojose al mar, haciendo de la caja de guerra un salvavida.

Llegó la noche, y Aluendín, sosteniéndose en el tambor, nadaba cuanto le era posible, impulsándolo las olas sobre la playa. En ella lo encontraron al día siguiente, privado de sentidos y con las manos crispadas en las cuerdas del tambor holandés.

Palomeque de Aluendín trajo a Lima, como botín de guerra, el tambor que a bordo de la almiranta servía para congregar a los piratas, tambor al que, sea dicho de paso, debía su milagrosa salvación.

Aluendín hizo una suntuosa fiesta a la Virgen del Rosario en la iglesia de los padres dominicos, y en conmemoración del milagro permaneció durante muchos años el tambor a los pies de la dulce Madre del Amor Eterno.

Así eran nuestros abuelos. Nada hacían sin encomendarse a Dios o a la Virgen. Hasta los ladrones y los asesinos fiaban en la protección de algún santo, al que, cuando salían bien librados de su criminal empresa, agasajaban con cirios y misas. ¿Quién ignora que todos los bandidos usaban reliquias al cuello, que recitaban la oración llamada del Justo Juez y que reconocían por abogada y valedora a la Virgen del Carmen?

Entonces se creía. Para el bien y para el mal se buscaba, ante todo, la protección del cielo. Hoy hemos eliminado a Dios, porque nuestra fatuidad nos hace pensar que nos bastamos y nos sobramos para todo y que Dios no pasa de ser un símbolo convencional para embaucar bobos y hacer a los frailes caldo gordo.

¡Es mucho cuento la ilustración de nuestro siglo escéptico, materialista y volteriano!

Los duendes del Cuzco

Crónica que trata de cómo el virrey poeta entendía la justicia


Esta tradición no tiene otra fuente de autoridad que el relato del pueblo. Todos la conocen en el Cuzco tal como hoy la presento. Ningún cronista hace mención de ella, y sólo en un manuscrito de rápidas apuntaciones, que abarca desde la época del virrey marqués de Salinas hasta la del duque de la Palata, encuentro las siguientes líneas:

«En este tiempo del gobierno del príncipe de Squillace, murió malamente en el Cuzco, a mano del diablo, el almirante de Castilla conocido por el descomulgado».

Como se ve, muy poca luz proporcionan estas líneas, y me afirman que en los Anales del Cuzco, que posee inéditos el señor obispo Ochoa, tampoco se avanza más, sino que el misterioso suceso está colocado en época diversa a la que yo le yo le asigno.

Y he tenido en cuenta para preferir los tiempos de don Francisco de Borja y Aragón, no sólo la apuntación ya citada, sino la especialísima circunstancia de que, conocido el carácter del virrey poeta, son propias de él las espirituales palabras con que termina esta leyenda.

Hechas las salvedades anteriores, en descargo de mi conciencia de cronista, pongo punto redondo y entro en materia.

I

Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache y conde de Mayalde, natural de Madrid y caballero de las órdenes de Santiago y Montesa, contaba treinta y dos años cuando Felipe III, que lo estimaba en mucho, lo nombró virrey del Perú. Los cortesanos criticaron el nombramiento, porque don Francisco sólo se había ocupado hasta entonces de escribir versos, galanteos y desafíos. Pero Felipe III, a cuyo regio oído, y contra la costumbre, llegaron las murmuraciones, dijo: «En verdad que es el más joven de los virreyes que hasta hoy han ido a Indias; pero en Esquilache hay cabeza, y más que cabeza brazo fuerte».

El monarca no se equivocó. El Perú estaba amagado por flotas filibusteras; y por muy buen gobernante que hiciese don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, faltábanle los bríos de la juventud. Jorge Spitberg, con una escuadra holandesa, después de talar las costas de Chile, se dirigió al Callao. La escuadra española le salió al encuentro el 22 de julio de 1615, y después de cinco horas de reñido y feroz combate frente a Cerro Azul o Cañete, se incendió la capitana, se fueron a pique vanas naves, y los piratas vencedores pasaron a cuchillo los prisioneros.

El virrey marqués de Montesclaros se constituyó en el Callao para dirigir la resistencia, más por llenar el deber que porque tuviese la esperanza de impedir, con los pocos y malos elementos de que disponía, el desembarque de los piratas y el consiguiente saqueo de Lima. En la ciudad de los Reyes dominaba un verdadero pánico; y las iglesias no sólo se hallaban invadidas por débiles mujeres, sino por hombres que, lejos de pensar en defender como bravos sus hogares, invocaban la protección divina contra los herejes holandeses. El anciano y corajudo virrey disponía escasamente de mil hombres en el Callao, y nótese que, según el censo de 1614, el número de habitantes de Lima ascendía a 25.454.

Pero Spitberg se conformó con disparar algunos cañonazos, que le fueron débilmente contestados, e hizo rumbo para Paita. Peralta en su Lima fundada, y el conde de la Granja, en su poema de Santa Rosa, traen detalles sobre esos luctuosos días. El sentimiento cristiano atribuye la retirada de los piratas a milagro que realizó la Virgen limeña, que murió dos años después, el 24 de agosto de 1617.

Según unos el 18, y según otros el 23 de diciembre de 1615, entró en Lima el príncipe de Esquilache, habiendo salvado providencialmente, en la travesía de Panamá al Callao, de caer en manos de los piratas.

El recibimiento de este virrey fue suntuoso, y el Cabildo no se paró en gastos para darle esplendidez.

Su primera atención fue crear una escuadra y fortificar el puerto, lo que mantuvo a raya la audacia de los filibusteros hasta el gobierno de su sucesor, en que el holandés Jacobo L'Heremite acometió su formidable empresa pirática.

Descendiente del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) y de San Francisco de Borja, duque de Gandía, el príncipe de Esquilache, como años más tarde su sucesor y pariente el conde de Lemos, gobernó el Perú bajo la influencia de los jesuitas.

Calmada la zozobra que inspiraban los amagos filibusteros, don Francisco se contrajo al arreglo de la hacienda pública, dictó sabias ordenanzas para los minerales de Potosí y Huancavelica, y en 20 de diciembre de 1619 erigió el tribunal de Consulado de Comercio.

Hombre de letras, creó el famoso colegio del Príncipe, para educación de los hijos de caciques, y no permitió la representación de comedias ni autos sacramentales que no hubieran pasado antes por su censura. «Deber del que gobierna —decía— es ser solícito por que no se pervierta el gusto».

La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era puramente literaria, y a fe que el juez no podía ser más autorizado. En la pléyade de poetas del siglo XVII, siglo que produjo a Cervantes, Calderón, Lope, Quevedo, Tirso de Molina, Alarcón y Moreto, el príncipe de Esquilache es uno de los más notables, si no por la grandeza de la idea, por la lozanía y corrección de la forma. Sus composiciones sueltas y su poema histórico Nápoles recuperada, bastan para darle lugar preeminente en el español Parnaso.

No es menos notable como prosador castizo y elegante. En uno de los volúmenes de la obra Memorias de los virreyes se encuentra la Relación de su época de mando, escrito que entregó a la Audiencia para que ésta lo pasase a su sucesor don Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar. La pureza de dicción y la claridad del pensamiento resaltan en este trabajo, digno, en verdad, de juicio menos sintético.

Para dar idea del culto que Esquilache rendía a las letras, nos será suficiente apuntar que, en Lima, estableció una academia o club literario, como hoy decimos, cuyas sesiones tenían lugar los sábados en una de las salas de palacio. Según un escritor amigo mío y que cultivó el ramo de crónicas, los asistentes no pasaban de doce, personajes los más caracterizados en el foro, la milicia o la iglesia. «Allí asistía el profundo teólogo y humanista don Pedro de Yarpe Montenegro, coronel de ejército; don Baltasar de Laza y Rebolledo, oidor de la Real Audiencia; don Luis de la Puente, abogado insigne; fray Baldomero Illescas, religioso franciscano, gran conocedor de los clásicos griegos y latinos; don Baltasar Moreyra, poeta, y otros cuyos nombres no han podido atravesar los dos siglos y medio que nos separan de su época. El virrey los recibía con exquisita urbanidad; y los bollos, bizcochos de garapiña, chocolate y sorbetes distraían las conferencias literarias de sus convidados. Lástima que no se hubieran extendido actas de aquellas sesiones, que seguramente serían preferibles a las de nuestros Congresos».

Entre las agudezas del príncipe de Esquilache, cuentan que le dijo a un sujeto muy cerrado de mollera, que leía mucho y ningún fruto sacaba de la lectura: «Déjese de libros, amigo, y persuádase que el huevo mientras más cocido, más duro».

Esquilache, al regresar a España en 1622, fue muy considerado del nuevo monarca Felipe IV, y munió en 1658 en la coronada villa del oso y el madroño.

Las armas de la casa de Borja eran un toro de gules en campo de oro, bordura de sinople y ocho brezos de oro.

Presentado el virrey poeta, pasemos a la tradición popular.

II

Existe en la ciudad del Cuzco una soberbia casa conocida por la del Almirante; y parece que el tal almirante tuvo tanto de marino, como alguno que yo me sé sólo ha visto el mar en pintura. La verdad es que el título era hereditario y pasaba de padres a hijos.

La casa era obra notabilísima. El acueducto y el tallado de los techos, en uno de los cuales se halla modelado el busto del almirante que la fabricó, llaman preferentemente la atención.

Que vivieron en el Cuzco cuatro almirantes, lo comprueba el árbol genealógico que en 1861 presentó ante el Soberano Congreso del Perú el señor don Sixto Laza, para que se le declarase legítimo y único representante del Inca Huáscar, con derecho a una parte de las huaneras, al ducado de Medina de Rioseco, al marquesado de Oropesa y varias otras gollerías. ¡Carrillo iba a costarnos el gusto de tener príncipe en casa! Pero conste, para cuando nos cansemos de la república, teórica o práctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarquía, absoluta o constitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecito trajinero que llevamos.

Refiriéndose a ese árbol genealógico, el primer almirante fue don Manuel de Castilla, el segundo don Cristóbal de Castilla Espinosa y Lugo, al cual sucedió su hijo don Gabriel de Castilla Vázquez de Vargas, siendo el cuarto y último don Juan de Castilla y González, cuya descendencia se pierde en la rama femenina.

Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían de su alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase: Santa María, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos.

Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel en gules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con león rampante de gules y banda de sinople con dos dragantes también de sinople.

Aventurado sería determinar cuál de los cuatro es el héroe de la tradición, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochuelo a cualquiera, que de fijo no vendrá del otro barrio a querellarse de calumnia.

El tal almirante era hombre de más humos que una chimenea, muy pagado de sus pergaminos y más tieso que su almidonada gorguera. En el patio de la casa ostentábase una magnífica fuente de piedra, a la que el vecindario acudía para proveerse de agua, tomando al pie de la letra el refrán de que «agua y candela a nadie se niegan».

Pero una mañana se levantó su señoría con un humor de todos los diablos, y dio orden a sus fámulos para que moliesen a palos a cualquier bicho de la canalla que fuese osado a atravesar los umbrales en busca del elemento refrigerador.

Una de las primeras que sufrió el castigo fue una pobre vieja, lo que produjo algún escándalo en el pueblo.

Al otro día el hijo de ésta, que era un joven clérigo que servía la parroquia de San Jerónimo, a pocas leguas del Cuzco, llegó a la ciudad y se impuso del ultraje inferido a su anciana madre. Dirigiose inmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lo llamó hijo de cabra y vela verde, y echó verbos y gerundios, sapos y culebras por esa aristocrática boca, terminando por darle una soberana paliza al sacerdote.

La excitación que causó el atentado fue inmensa. Las autoridades no se atrevían a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el pueblo declararon ex comulgado al orgulloso almirante.

El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración, dejó a los pies del juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres. Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la querella proveída con un decreto marginal de Como se pide: se hará justicia. Y así pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la casa una horca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que nadie alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las sospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosos testimonios, probar la coartada.

En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad que habían visto un grupo de hombres cabezones y chiquirriticos, vulgo duendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada, llamaron por tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al tercer aldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en medio de los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un racimo.

Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras, y no pudiendo proceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.

Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin del excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente descreía de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecido era obra de los jesuitas, para acrecer la importancia y respeto debidos al estado sacerdotal.

III

El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey, quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:

—¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto, mi buen Estúñiga?

—Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que no han sabido hallar la pista de los fautores del crimen.

—Y entonces se pierde lo poético del sucedido —repuso el de Esquilache sonriéndose.

—Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.

El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose de su asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:

—Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, en casos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos de Temis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenas noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos libren de duendes y remordimientos.

De potencia a potencia

Crónica de la época del decimotercio virrey del Perú

I

Gran animación reinaba en la plaza mayor de Lima el domingo 27 de abril de 1625. El Cabildo quería festejar con una corrida de toros y juego de cañas y alcancías la llegada al Perú y posesión de palio del ilustrísimo señor arzobispo D. Gonzalo de Ocampo.

Los aleros que tres cuartos de siglo más tarde debían convertirse en elegantes portales, ostentaban multitud de andamios, sobre los que se alzaban asientos, forrados en damasco, para las principales señoras, caballeros y comunidades religiosas que no hallaran cabida en los balcones lujosamente encortinados.

Eran las tres de la tarde, y la corrida, anunciada para las dos, no llevaba visos de dar principio. Ni su excelencia el virrey, ni los oidores, ni el ayuntamiento se presentaban en sus balcones. Las damas se abanicaban impacientes; los galanes, por hacer algo, las atendían con refrescos y confitados; el pueblo murmuraba, y los bichos se daban de cabezadas contra las trancas del toril, situado en la esquina de la pescadería.

Entretanto, oidores y cabildantes iban y venían del palacio del virrey al palacio del arzobispo.

De pronto cuatro hombres empezaron a quitar el dosel levantado en el balcón de la casa arzobispal; y a la vez, por la puerta de ésta, salía a gran escape la carroza de su ilustrísima. Llegada a la esquina del portal de Escribanos detúvola el cochero, esperando acaso que algunos oficiosos quitasen las tablas que servían de barrera; mas, viendo que nadie atendía a separar estorbos, asomó D. Gonzalo la cabeza y comunicó órdenes al fámulo. Entonces éste volvió bridas, penetró el coche por la puerta principal del palacio de gobierno y, saliendo por la de la cárcel de corte, enderezó por el puente al convento de los Descalzos.

Antes de que sepamos lo que impulsó al arzobispo a inferir tamaño desaire al Cabildo de la muy leal y tres veces coronada ciudad de los reyes y a tomar por vía pública la casa de gobierno, será bien que hagamos conocimiento con el Excmo. Sr. D. Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar, conde de Posadas, y decimotercio virrey del Perú por S. M. D. Felipe IV.

II

Sabido es que para los virreyes de México fue siempre un ascenso el gobierno del Perú, y tanto que durante dos siglos fue el sueldo de éstos mayor que el de aquéllos. Así entre los cuarenta virreyes que nos rigieron, habían hecho en tierra de Motezuma el aprendizaje del mando los marqueses de Mondéjar, de Alcañices, de Salinas, de Montesclaros y de Guadalcázar, así como los condes de Alba, de Salvatierra y de la Monclova.

Guadalcázar disfrutaba en México de veinte mil ducados al año, recibiendo en el Perú un aumento de diez mil.

El de Guadalcázar vino, pues, de México a reemplazar al príncipe de Esquilache, haciendo su entrada en Lima en julio de 1622; y en verdad que Felipe IV no pudo dar al virrey poeta más digno sucesor.

En los libros del Cabildo de Lima se encuentra una minuciosa relación del magnífico recibimiento que hizo la ciudad a su excelencia y a sus hijas doña Mariana y doña Brianda, la que fue más tarde en España condesa de Casa Palma.

La eficacia de sus medidas extirpó en Potosí el bando de los Vicuñas que durante algunos años había traído revuelto y ensangrentado el mineral; y sólo el genio y el valor del marqués pudieron impedir que se apoderase de Lima el pirata Jacobo L'Heremite, que por cinco meses bloqueó el Callao con una escuadra de trescientos cañones y mil setecientos hombres de desembarco. A la vez los araucanos se rebelaron, y su excelencia envió contra ellos con muy buen éxito una expedición, dándola por general a su hermano D. Luis Fernández de Córdova.

Dependiendo Panamá del virreinato del Perú, suscitábanse con frecuencia cuestiones a las que el virrey, por la distancia, no podía poner término inmediato. Parece que su majestad reconvino una vez al de Guadalcázar porque no trataba con severidad a ciertos señores del istmo, reconvención a la que por escrito contestó el marqués: «Señor, como desde aquí sólo alcanzo con las puntas de los dedos a las justicias de Panamá, no les puedo, aunque la ambiciono mucho, apretar la mano».

Ya que hemos exhibido al virrey soldado, vamos al gobernante sostenedor de las regalías del patronato.

III

A la una del día en que iba a efectuarse la fiesta con que la ciudad agasajaba a su arzobispo, asomose el virrey por una ventana de palacio para contemplar los adornos de la plaza; y viendo que, en contravención a reales cédulas, se ostentaba un dosel de terciopelo carmesí en el balcón arzobispal, llamó al licenciado Ramírez, que había sido camarero y maestro de ceremonias del arzobispo Lobo Guerrero, y le dijo:

—Aquel dosel está en la plaza y a vista del virrey y de la Real Audiencia; y pues el señor arzobispo no ha de ver los toros de pontifical, no sé a qué título ha de sentarse de igual a igual con quien representa a la corona. Por eso, Sr. Juan Ramírez, he llamado a vuesamerced para que le diga en mi nombre a su ilustrísima que siendo yo tan su servidor y para evitarle el sonrojo de que esto se trasluzca y ande en lenguas venga a mi palacio a gozar de la función. Así estando a mi lado y en buena conformidad, se bajará sin escándalo el dosel que, contra ceremonial y derecho, ha puesto, y que tenga por entendido que yo no he de cejar un punto en vilipendio de la dignidad regia y de los fueros del soberano.

El licenciado salió a cumplir su comisión, y en breve regresó con una respuesta airada de D. Gonzalo. Entonces el prudente virrey puso el caso en conocimiento de la Audiencia y de los regidores más notables, que, aplaudiendo la conducta del marqués, no desesperaron traer a buen acuerdo al arzobispo. Pero D. Gonzalo, según dice el erudito quiteño Villarroel, que fue obispo de Arequipa y de Santiago de Chile, en su curioso libro Los dos cuchillos, impreso en 1657, tenía muchas ayudas de costas para errar en la cuestión del dosel: «ser muy rico, muy engreído, muy reciente prelado y no disimular sus puntas de colérico».

Por eso, sin aceptar transacción alguna, mandó quitar en el acto el dosel y todo adorno de sus balcones, cerrar puertas y ventanas, y aparejada su carroza, tomó el partido de que ya hemos hablado.

Ni antes ni después de D. Gonzalo han usado más los arzobispos, cuando han querido presenciar algún festejo, que un almohadón de terciopelo carmesí sobre el antepecho del balcón, adornado éste con una cortina recamada de franjas de oro.

El pueblo llegó al fin a imponerse de lo que acontecía; mas no por eso desmayó la animación de la fiesta. Sólo las comunidades y algunas damas devotas y muy encariñadas por el arzobispo se retiraron de los tablados y balcones.

El sesudo virrey no alteró en nada el programa de la función; y como era de estilo, salió a caballo con una lucida comitiva a recorrer la plaza, regresando luego a ocupar su asiento bajo el dosel de la galería de palacio.

La corrida fue buena. Los bichos eran bravos, despanzurraron caballos, aporrearon jinetes e hirieron chulos. Hubo sangre, en fin, sine qua non de una buena corrida.

La danza de gigantes parlampanes y papahuevos, los grupos de pallas, y las cofradías de congos, bozales, caravelís, angolas y terranovas, fueron suntuosas. Cada señora de Lima se había encargado de vestir y adornar con sus más ricas alhajas a uno de los farsantes. En las danzas lucía la competencia del lujo.

El arzobispo regresó por la noche a su palacio, imaginándose que con su ausencia había aguado la función.

IV

D. Gonzalo de Ocampo, natural de Madrid, fue el cuarto arzobispo de Lima. El 19 de octubre de 1625 tuvo la honra de consagrar la catedral, en cuya construcción se habían empleado ochenta y nueve años y gastádose seiscientos mil pesos. La ceremonia religiosa principió a las siete de la mañana y terminó a las nueve de la noche, y aún existen medallas de plata que se acuñaron para conmemorar el acto. Casi destruida por el terremoto de 1746, se procedió inmediatamente a reedificarla, verificándose su estreno el jueves de Corpus, 29 de mayo de 1753, siendo virrey el conde de Superunda.

Desde 1604, en que se edificó, hasta 1625 fue la iglesia de la Soledad, situada en la plazuela de San Francisco, la que sirvió de catedral limeña.

Las torres de la catedral se construyeron en 1797, miden cuarenta varas de altura y son de maderas incorruptibles. En la torre del Norte se colocó la campana Cantabria o Mari-Angola, que pesa trescientos diez quintales, y en la torre del Sur la campana bautizada con el nombre de la Purísima, y cuyo peso era de ciento cincuenta quintales.

Obsequiado en 1850 por el arzobispo Luna Pizarro, tiene la catedral, entre otros notables, un magnífico lienzo de Murillo, La Verónica, que los canónigos cuidan como un tesoro, y que ya en dos ocasiones han visto en peligro de ser robado.

Volvamos a D. Gonzalo. Desde el día de la cuestión del dosel vivió en lucha abierta con el virrey. De ilustrísima cuna, opulento, educado cerca del Padre Santo Clemente VIII, de quien fue camarero secreto con poderosas influencias en Roma y en Madrid, todas las probabilidades del triunfo estaban en su favor. En México hacía poco que un arzobispo había puesto preso a un virrey y despojádolo del mando, conducta que mereció el aplauso del monarca, y D. Gonzalo de Ocampo se hallaba en camino de seguir el ejemplo. Los galeones que llegaron de Cádiz en los últimos meses de 1626 traían la noticia de que era punto resuelto en la corte nombrar por virrey al arzobispo; pero que Felipe IV buscaba la manera de dorar la píldora para no agraviar al marqués. Tal es la gratitud de los grandes.

Sin duda que el arzobispo habría visto lograda su ambición si la muerte no lo estorbase. Recorriendo su diócesis fue envenenado en Recuay por un cacique, a quien había reprendido severamente desde el púlpito, y murió en 19 de diciembre de 1626, de cincuenta y cuatro años de edad.

En su tiempo tuvo lugar la famosa querella de los barberos. El arzobispo había promulgado un edicto, prohibiendo que afeitasen en días festivos. Los rapabarbas pusieron el grito en el cielo, y apelaron ante el juez eclesiástico de Guamanga; mas habiéndoles negado la apelación, ocurrieron a la Audiencia, la cual falló contra el edicto. Sus señorías los oidores no podían pasar el domingo sin hacerse jabonar la cara, ¡Pues no faltaba más sino que su Ilustrísima legislase contra las navajas!

Tengo para mí, conociendo el templo de alma de D. Gonzalo y su influencia en las cortes de Roma y Madrid, que si lo hubiera pretendido habría alcanzado el capelo cardenalicio. La primera vez que se intentó crear un cardenal en América, y que éste fuese el arzobispo de Lima, fue en 1816. El 15 de octubre de ese año D. José Antonio de Errea, del orden de Calatrava, y D. Francisco Moreira y Matute, que eran los alcaldes de la ciudad, sometieron a la aprobación del Cabildo la idea de solicitar de su majestad que impetrase del Padre Santo la investidura del capelo en la persona de D. Bartolomé María de las Heras, arzobispo de Lima. El marqués de Casa Dávila, que era el procurador general de la ciudad, habló con tanta elocuencia en apoyo de la proposición que ella fue aprobada. En uno de los códices del Archivo nacional he leído copia del acta del Cabildo y del memorial enviado al rey. Claro es que la pretensión tuvo en Roma el mismo resultado que otra que en 1871 elevó a Su Santidad el presidente Balta, pidiendo el capelo para el arzobispo Goyeneche, que era entonces el decano de los obispos de la cristiandad, pues contaba más de medio siglo de ejercer funciones episcopales. Fío en Dios que a la tercera irá la vencida, y que tendremos cardenal arzobispo en casa. No siempre ha de estar el Papa con el humor negro, alguna vez nos ha de dar gusto.

Los polvos de la condesa

Crónica de la época del decimocuarto virrey del Perú


(Al doctor Ignacio La-Puente)

I

En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces.

Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que sesenta años después el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a la puerta lateral de palacio.

En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes más o menos caracterizados.

No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular!, o que como en nuestros democráticos días se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera.

Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.

Hallábanse en él el Excmo. Sr. D. Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por S. M. D. Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dio paso a un nuevo personaje.

Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo, pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.

El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe.

—¿Y bien, D. Juan? —le interrogó el virrey más con la mirada que con la palabra.

—Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca.

Y D. Juan se retiró con aire compungido.

Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué se trata.

El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre de terciana y que era conocida por los incas como endémica en el valle del Rimac.

Sabido es que cuando en 1378 Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin específico conocido y a no pocos arrebataba el mal.

La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su oráculo D. Juan de Vega, había fallado.

—¡Tan joven y tan bella! —decía a su amigo el desconsolado esposo—. ¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volverías a ver tu cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro!...

—Se salvará la condesa, excelentísimo señor —contestó una voz en puerta de la habitación.

El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.

El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuita. Este continuó:

—Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe y Dios hará, el resto.

El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.

II

Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de la época del gobierno de D. Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo de Madrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaide del alcázar de Segovia, tesorero de Aragón y cuarto conde de Chinchón, que ejerció el mando desde 14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismo mes de 1639.

Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata holandés Pie de palo, gran parte de la actividad del conde de Chinchón se consagró a poner al Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió además a Chile mil hombres contra los araucanos y tres expediciones contra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.

Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la América que contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de impuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vio forzado a soportar.

Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí y Huancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón y Caylloma.

Fue bajo el gobierno de este virrey cuando en 1635 aconteció la famosa quiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo banco —dice Lorente— tenían suma confianza así los particulares como el gobierno. Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada Juan de la Cova, coscoroba.

El conde de Chinchón fue tan fanático como cumplía a un cristiano viejo. Lo comprueban muchas de sus disposiciones. Ningún naviero podía recibir pasajeros a bordo, si previamente no exhibían una cédula de constancia de haber confesado y comulgado la víspera. Los soldados estaban también obligados, bajo severas penas, a llenar cada año este precepto, y se prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen hombres y mujeres en un mismo templo.

Como lo hemos escrito en nuestros Anales de la Inquisición de Lima, fue esta, la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal de la fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en las mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de fe a que asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos portugueses, acaudalados comerciantes de Lima.

Hemos leído en el librejo del duque de Frías que en la primera visita de cárceles a que asistió el conde se le hizo relación de una causa seguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido sublevarse contra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo era calumnia, y mandó poner en libertad al preso, autorizándole para volver a Quito y dándole seis meses de plazo para que sublevase el territorio; entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores las costas del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.

¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!

Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en dos ocasiones promulgó bando contra las tapadas; las que, forzoso es decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra las mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.

Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.

Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración del restablecimiento de doña Francisca.

La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.

Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva, bebió para calmar los ardores de la sed del agua de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuita, el que, realizando la feliz curación de la virreina, hizo a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó la pólvora.

Los jesuitas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía todo el que era atacado de tercianas. Por eso, durante mucho tiempo, los polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de polvos de los jesuitas.

El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la quinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes, vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y una pensión vitalicia.

Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de Chinchón, señaló a la quina el nombre que hoy le da la ciencia: Chinchona.

Mendiburu dice que al principio encontró el uso de la quina fuerte oposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pacto de los peruanos con el diablo.

En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de la corteza de este árbol maravilloso con el nombre de polvos de la condesa.

Una vida por una honra

Crónica de la época del decimoquinto virrey del Perú

I

Doña Claudia Orriamún era por los años de 1640 el más lindo pimpollo de esta ciudad de los reyes. Veinticuatro primaveras, sal de las salinas de Lima y un palmito angelical han sido siempre más de lo preciso para volver la boca agua a los golosos. Era una limeña de aquellas que cuando miran parece que premian, y cuando sonríen parece que besan. Si a esto añadimos que el padre de la joven, al pasar a mejor vida en 1637, la había dejado bajo el amparo de una tía sesentona y achacosa, legándole un decente caudal, bien podrá creérsenos, sin juramento previo y como si lo testificaran gilitos descalzos, que no eran pocos los niños que andaban tras del trompo, hostigando a la muchacha con palabras de almíbar, besos hipotéticos, serenatas, billetes y demás embolismos con los que, desde que el mundo empezó a civilizarse, sabernos los del sexo feo dar guerra a las novicias y hasta a las catedráticas en el ars amandi.

Parece que para Claudia no había sonado aún el cuarto de hora memorable en la vida de la mujer, pues a ninguno de los galanes alentaba ni con la más inocente coquetería. Pero, como cuando menos se piensa salta la liebre, sucedió que la niña fue el Jueves Santo con su dueña y un paje a visitar estaciones, y del paseo a los templos volvió a casa con el corazón perdido. Por sabido se calla que la tal alhaja debió encontrársela un buen mozo.

Así era en efecto. Claudia acertó a entrar en la iglesia de Santo Domingo, a tiempo y sazón que salía de ella el virrey con gran séquito de oidores, cabildantes y palaciegos, todos de veinticinco alfileres y cubiertos de relumbrones. La joven, para mirar más despacio la lujosa comitiva, se apoyó en la famosa pila bautismal que, forrada en plata, forma hoy el orgullo de la comunidad dominica; pues, como es auténtico, en la susodicha pila se cristianaron todos los nacidos en Lima durante los primeros años de la fundación de la ciudad. Terminado el desfile, Claudia iba a mojar en la pila la mano más pulida que han calzado guantecitos de medio punto, cuando la presentaron con galantería extremada una ramita de verbena empapada en el agua bendita. Alzó ella los ojos, sus mejillas se tiñeron de carmín y... ¡Dios la haya perdonado! se olvidó de hacer la cruz y santiguarse. ¡Cosas del demonio!

Había llegado el cuarto de hora para la pobrecita. Tenía por delante al más gallardo capitán de las tropas reales. El militar la hizo un saludo cortesano, y aunque su boca permaneció muda, su mirada habló como un libro. La declaración de amor quedaba hecha y la ramita de verbena en manos de Claudia. Por esos tiempos, a ningún desocupado se le había ocurrido inventar el lenguaje de las flores, y éstas no tenían otra significación que aquella que la voluntad estaba interesada en darla.

En las demás estaciones que recorrió Claudia, encontró siempre a respetuosa distancia al gentil capitán, y esta tan delicada reserva acabó de cautivarla. Podía aplicarse a los recién flechados por Cupido esta conceptuosa seguidilla:


«No me mires, que miran
que nos miramos;
miremos la manera
de no mirarnos.
No nos miremos,
y cuando no nos
miren nos miraremos».


Ella, para tranquilizar las alarmas de su pudibunda conciencia, podía decirse como la beata de cierta conseja:


«Conste, Señor, que yo no lo he buscado;
pero en tu casa santa lo he encontrado».


D. Cristóbal Manrique de Lara era un joven hidalgo español, llegado al Perú junto con el marqués de Mancera y en calidad de capitán de su escolta. Apalabrado para entrar en su familia, pues cuando regresase a España debía casarse con una sobrina de su excelencia, era nuestro oficial uno de los favoritos del virrey.

Bien se barrunta que tan luego como llegó el sábado y resucitó Cristo y las campanas repicaron gloria, varió de táctica el galán, y estrechó el cerco de la fortaleza sin andarse con curvas ni paralelas. Como el bravo Córdova en la batalla de Ayacucho, el capitancito se dijo: «¡Adelante! ¡Paso de vencedores!».

Y el ataque fue tan esforzado y decisivo, que Claudia entró en capitulaciones, y se declaró vencida y en total derrota, que


«Es la mujer lo mismo
que leña verde;
resiste, gime y llora
y al fin se enciende».


Por supuesto, que el primer artículo, el sine qua non de las capitulaciones, pues como dice una copla:


«Hasta para ir al cielo
se necesita
una escalera grande
y otra chiquita».


fue que debía recibir la bendición del cura tan pronto como llegasen de España ciertos papeles de familia que él se encargaba de pedir por el primer galeón que zarpase para Cádiz. La promesa de matrimonio sirvió aquí de escalerita, que la gran escalera fue el mucho querer de la dama. Eso de largo noviazgo, y más si se ha aflojado prenda, tiene tres pares de perendengues. El matrimonio ha de ser como el huevo frito: de la sartén a la boca.

Y corrían los meses, y los para ella anhelados pergaminos no llegaban, hasta que, aburrida, amenazó a D. Cristóbal con dar una campanada que ni la de Mariangola; y estrecholo tanto, que asustado el hidalgo se espontaneó con su excelencia, y le pidió consejo salvador para su crítica situación.

La conversación que medió entre ambos no ha llegado a mi noticia ni a la de cronista alguno que yo sepa; pero lo cierto es que, como consecuencia de ella, entre gallos y media noche desapareció de Lima el galán, llevándose probablemente en la maleta el honor de doña Claudia.

II

Mientras D. Cristóbal va galopando y tragándose leguas por endiablados caminos, echaremos un párrafo de historia.

El Excmo. Sr. D. Pedro de Toledo y Leyva, marqués de Mancera, señor de las Cinco Villas, comendador de Esparragal en el orden y caballería de Alcántara y gentilhombre de cámara de su majestad, llegó a Lima para relevar al virrey conde de Chinchón en 18 de enero de 1639.

Las armas del de Leyva eran castillo de oro sobre campo de sinople, bordura de gules con trece estrellas de oro.

Las fantasías y la mala política de Felipe IV y de su valido el condeduque de Olivares se dejaban sentir hasta en América. Por un lado los brasileños, apoyando la guerra entre Portugal y España, hacían aprestos bélicos contra el Perú; y por otro, una fuerte escuadra holandesa, armada por Guillermo de Nassau y al mando de Enrique Breant, amenazaba apoderarse de Valdivia y Valparaíso. El marqués de Mancera tomó enérgicas y acertadas medidas para mantener a raya a los vecinos, que desde entonces, sea de paso dicho, miraban el Paraguay con ojos de codicia; y aunque los corsarios abandonaron la empresa por desavenencias que entre ellos surgieron y por no haber obtenido, como lo esperaban, la alianza con los araucanos, el prudente virrey no sólo amuralló y fortificó el antiguo Callao, haciendo para su defensa fundir artillería en Lima, sino que dio a su hijo D. Antonio de Toledo el mando de la flotilla conocida después por la de los siete viernes. Nació este mote de que cuando el hijo de su excelencia regresó de Chiloé sin haber quemado pólvora, hizo constar en su relación de viaje que en viernes había zarpado del Callao, arribado en viernes a Arica para tomar lenguas, llegado a Valdivia en viernes y salido en viernes, sofocado en viernes un motín de marineros jugadores, libertádose una de sus naves de naufragar en viernes, por fin, fondeado en el Callao en viernes.

Como hemos referido en nuestros Anales de la Inquisición, los portugueses residentes en Lima eran casi todos acaudalados e inspiraban recelos de estar en connivencia con el Brasil para minar el poder español. El 1º de diciembre de 1640 se había efectuado el levantamiento del Portugal. El Santo Oficio había penitenciado y aun consumido en el brasero a muchos portugueses, convictos o no convictos de practicar la religión de Moisés.

En 1642 dispuso el virrey que los portugueses se presentasen en palacio con las armas que tuvieran y que saliesen luego del país, disposición que también se comunicó a las autoridades del Río de la Plata. Presentáronse en Lima más de seis mil; pero dícese que consiguieron la revocatoria de la orden de expulsión, mediante un crecido obsequio de dinero que hicieron al marqués. En el juicio de residencia que según costumbre se siguió a D. Pedro de Toledo y Leyva, cuando en 1647 entregó el mando al conde de Salvatierra, figura esta acusación de cohecho. El virrey fue absuelto de ella.

Los enemigos del marqués contaban que cuando más empeñado estaba en perseguir a los judíos portugueses, le anunció un día su mayordomo que tres de ellos estaban en la antesala solicitando audiencia, y que el virrey contestó: «No quiero recibir a esos canallas que crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo». El mayordomo le nombró entonces a los solicitantes, que eran de los más acaudalados mercaderes de Lima, y dulcificándose el ánimo de su excelencia, dijo: «¡Ah! Deja entrar a esos pobres diablos. Como hace tanto tiempo que pasó la muerte de Cristo, quién sabe si no son más que exageraciones y calumnias las cosas que se refieren e los judíos!». Con este cuentecillo explican los maldicientes el general rumor de que el virrey había sido comprado por el oro de los portugueses.

Bajo el gobierno del marqués de Mancera quedó concluido el socavón mineral de Huancavelica; y en 1641 se introdujo para desesperación de los litigantes el uso del papel sellado, con lo que el real tesoro alcanzó nuevos provechos.

Una erupción del Pichincha en 1645, que causó grandes estragos en Quito y casi destruyó Riobamba, y un espantoso temblor que en 1647 sepultó más de mil almas en Santiago de Chile, hicieron que los habitantes de Lima, temiendo la cólera celeste, dejasen de pensar en fiestas y devaneos para consagrarse por entero a la vida devota. El sentimiento cristiano se exaltó hasta el fanatismo, y raro era el día en que no cruzara por las calles de Lima una procesión de penitencia. A los soldados se les impuso la obligación de asistir a los sermones del padre Alloza, y en tan luctuosos tiempos vivían en predicamento de santidad y reputados por facedores de milagros el mercedario Urraca, el jesuita Castillo, el dominico Juan Masías y el agustino Vadillo, A santo por comunidad, para que ninguna tuviese que envidiarse.

Este virrey fue el que en 1645 restauró con gran ceremonia el mármol que infama la memoria del maestre de campo Francisco de Carbajal.

III

Gobernaba la imperial villa de Potosí, como su decimoctavo corregidor, el general D. Juan Vázquez de Acuña, de la orden de Calatrava, cuando a principios de 1642 se lo presentó el capitán D. Cristóbal Manrique de Lara con pliegos en que el virrey le confería el mando de milicias que se organizaban para guarnición del Tucumán, y a la vez recomendaba mucho a la particular estimación de su señoría.

Era esta una de las épocas de auge para el mineral pues el bando de los vicuñas había celebrado una especie de armisticio con la parcialidad contraria y la gente no pensaba sino en desentrañar plata para gastarla sin medida. Tal era la opulencia, que la dote que llevaban al matrimonio las hijas de minero rara vez bajaba de medio milloncejo, y lecho nupcial hubo al que el suegro hizo poner barandilla de oro macizo. Si aquello no era lujo, que venga Creso y lo diga.

Tenemos a la vista muchos e irrefutables documentos que revelan que la riqueza sacada del cerro de Potosí desde 1545, fecha del descubrimiento de las vetas argentíferas, hasta 31 de diciembre de 1800, fue de tres mil cuatrocientos millones de pesos fuertes, y un pico que ni el de un alcatraz, y que ya lo querría este sacristán para cigarros y guantes. Y no hay que tomarlo a fábula, porque los comprobantes se hallan en toda regla y sin error de suma o pluma.

Sólo una mina conocemos que haya producido más plata que todas las de Potosí. Esa mina se llama el Purgatorio. Desde que la iglesia inventó o descubrió el Purgatorio, fabricó también un arcón sin fondo y que nunca ha de llenarse, para echar en él las limosnas de los fieles por misas, indulgencias, responsos y demás golosinas de que tanto se pagan las ánimas benditas.

El juego, las vanidosas competencias, los galanteos y desafíos formaban la vida habitual de los mineros; y D. Cristóbal, que llevaba el pasaporte de su nobleza y marcial apostura, se vio pronto rodeado de obsequiosos amigos que lo arrastraron a esa existencia de disipación y locura constante. En Potosí se vivía hoy por hoy, y nadie se cuidaba del mañana.

Hallábase una noche nuestro capitán en uno de los más afamados garitos, cuando entró un joven y tomó asiento cerca de él. La fortuna no sonreía en esa ocasión a D. Cristóbal, que perdió hasta la última moneda que llevaba en la escarcela.

El desconocido, que no había arriesgado un real a la partida, parece que esperaba tal emergencia; pues sin proferir una palabra le alargó su bolsa. Hallábase ésta bien provista, y entre las mallas relucía el oro.

—Gracias, caballero —dijo el capitán aceptando la bolsa y contando las cincuenta onzas que ella contenía.

Con este refuerzo se lanzó el furioso jugador tras el desquite; pero el hombre no estaba en vena, y cuando hubo perdido toda la suma, se volvió hacia el desconocido:

—Y ahora, señor caballero, pues tal merced me ha hecho, dígame, si es servido, donde está su posada para devolverle su generoso préstamo.

—Pasado mañana, al alba, espero al hidalgo en la plaza del Regocijo.

—Allí estaré —contestó el capitán, no sin sorprenderse por lo inconveniente de la hora fijada.

Y el desconocido se embozó la capa, y salió del garito sin estrechar la mano que D. Cristóbal le tendía.

IV

Hacía un frío siberiano capaz de entumecer al mismísimo rey del fuego, y los primeros rayos del sol doraban las crestas del empinado cerro, cuando D. Cristóbal, envuelto en su capa, llegó a la solitaria plaza del Regocijo, donde ya lo esperaba su acreedor.

—Huélgome de la exactitud, señor capitán.

—Jáctome de ser cumplido, siempre que se trata de pagar deudas.

—¿Y eslo también el Sr. D. Cristóbal para hacer honor a su palabra empeñada? —preguntó el desconocido dando a su acento el tono de impertinente ironía.

—Si otro que vuesamerced, a quien estoy obligado, se permitiese dudarlo, buena hoja llevo al cinto, que ella y no la lengua diera cabal respuesta.

—Pues ahórrese palabras el hidalgo sin hidalguía, y empuñe.

Y el desconocido desenvainó rápidamente su espada y dio con ella un planazo a D. Cristóbal antes de que éste hubiera alcanzado a ponerse en guardia. El capitán arremetió furioso a su adversario que paraba las estocadas con destreza y sangre fría. El combate duraba ya algunos minutos, y D. Cristóbal, ciego de coraje, olvidaba la defensa, cuidando sólo de no flaquear en el ataque; pero de pronto su antagonista le hizo saltar el acero, y viéndolo desarmado, le hundió la espada en el pecho, gritándole:

—¡Tu vida por mi honra! Claudia te mata.

V

El poeta Juan Sobrino que, a imitación de Peralta en su Lima fundada, escribió en verso la historia de Potosí, trae una ligera alusión a este suceso.

Bartolomé Martínez Vela en su curiosa Crónica potosina dice: «En este mismo año de 1642, doña Claudia Orriamún mató con un golpe de alfanje a D. Cristóbal Manrique de Lara, caballero de los reinos de España, porque la sedujo con varias promesas y la dejó burlada. Fue presa doña Claudia, y sacándola a degollar, la quitaron los criollos con muchas muertes y heridas de los que se opusieron; y metiéndola en la iglesia mayor, de allí la pasaron a Lima. Ya en el año anterior había sucedido aquella batalla tan celebrada de los poetas de Potosí y cantada por sus calles, en la cual salieron al campo doña Juana y doña Lucía Morales, doncellas nobles, de la una parte, y de la otra D. Pedro y D. Graciano González, hermanos, como también lo eran ellas. Diéronse la batalla en cuatro feroces caballos con lanzas y escudos, donde fueron muertos miserablemente D. Graciano y D. Pedro, quizá por la mucha razón que asistía a las contrarias, pues era caso de honra».

Que las damas potosinas eran muy quisquillosas en cuanto con la negra honrilla se relacionase, quiero acabar de comprobarlo copiando de otro autor el siguiente relato: «Aconteció en 1663 que riñendo en un templo doña Magdalena Téllez, viuda rica, con doña Ana Rosen, el marido de ésta, llamado D. Juan Salas de Varea, dio una bofetada a doña Magdalena, la cual contrajo a poco matrimonio con el contador D. Pedro Arechua, vizcaíno, bajo la condición de que la vengaría del agravio. Arechua fue aplazando su compromiso y acabó por negarse a cumplirlo, lo cual ofendió a doña Magdalena hasta el punto de resolverse una noche a asesinar a su marido; y agrega un cronista que todavía tuvo ánimo para arrancarle el corazón. Ella fue encarcelada y sufrió la pena de garrote, a pesar de los ruegos del obispo Villarroel, que fueron rechazados por la audiencia de Chuquisaca, lo mismo que la oferta de doscientos mil pesos que los vecinos de Potosí hicieron para salvarle la vida.

¡Zambomba con las mujercitas de Potosí!

Concluyamos con doña Claudia.

En Lima el virrey no creyó conveniente alborotar el cotarro, y mandó echar tierra sobre el proceso. Motivos de conciencia tendría el señor marqués para proceder así.

Claudia tomó el velo en el monasterio de Santa Clara, y fue su padrino de hábito el arzobispo D. Pedro Villagómez, sobrino de Santo Toribio.

Por fortuna, su ejemplo y el de las hermanitas Morales no fue contagioso; pues si las hijas de Eva hubieran dado en la flor de desafiar a los pícaros que, después de engatusarlas, salen con paro medio, fijamente que se quedaba este mundo despoblado de varones.

El encapuchado

Crónica de la época del decimosexto virrey del Perú

I

Por el mes de noviembre del año 1651 era preciso estar curado de espantos para atreverse a pasar, después del toque de queda, por el callejón de San Francisco. Entonces, como ahora, una de las aceras de esta calleja, larga y estrecha como la vida del pobre, la formaban casas de modesto aspecto, con fondo al río, y la fronteriza era una pared de gran altura, sin más puerta que la excusada del convento de los padres seráficos. En esos tiempos, en que no había gas ni faroles públicos, aumentaba lo sombrío y pavoroso de la calle un nicho, que aún existe, con la imagen de la Dolorosa, alumbrada por una mortecina lamparilla de aceite.

Lo que traía aterrorizados a los vecinos era la aparición de un fantasma, vestido con el hábito de los religiosos y cubierta la faz con la capucha, lo que le daba por completo semblanza de amortajado. Como el miedo es el mejor anteojo de larga vista que se conoce, contaban las comadres del barrio a quienes la curiosidad, más poderosa en las mujeres que el terror, había hecho asomar por las rendijas de las puertas, que el encapuchado no tenía sombra, que unas veces crecía hasta perderse su cabeza en las nubes y que otras se reducía a proporciones mínimas.

Un baladrón, de esos que tienen tantos jemes de lengua como pocos quilates de esfuerzo en el corazón, burlándose en un corrillo de brujas, aparecidos y diablos coronados, dijo que él era todo un hombre, que ni mandado hacer de encargo, para ponerle el cascabel al fantasma. Y ello es que entrada la noche fue a la calleja y no volvió a dar cuenta de la empresa a sus camaradas que lo esperaban anhelantes. Venida la mañana, lo encontraron privado del sentido bajo el nicho de la Virgen, y vuelto en sí, juró y perjuró que el fantasma era alma en pena en toda regla.

Con esta aventura del matón, que se comía cruda la gente, imagínese el lector si el espanto tomaría creces en el supersticioso pueblo. El encapuchado fue, pues, la comidilla obligada de todas las conversaciones, la causa de los arrechuchos de todas las viejas gruñonas y el coco de todos los muchachos mal criados.

Muchas son las leyendas fantásticas que se refieren sobre Lima, incluyendo entro ellas la tan popular del coche de Zavala, vehículo que personas de edad provecta y duros espolones nos afirman haber visto a media noche paseando la ciudad y rodeado de llamas infernales y de demonios. Para dar vida a tales consejas necesitaríamos poseer la robusta y galana fantasía de Hoffman o de Edgard Poe. Nuestra pluma es humilde y se consagra sólo a hechos reales e históricamente comprobados como el actual, que ocurrió siendo decimosexto virrey del Perú por S. M. D. Felipe IV el Excmo. Sr. conde de Salvatierra.

II

D. García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra, marqués del Sobroso y caudillo mayor del reino y obispado de Jaén, fue, como virrey de México, el más poderoso auxiliar que tuvieron los jesuitas en su lucha con el esclarecido Palafox, obispo de Puebla. El rey, procediendo sagazmente, creyó oportuno separar a D. García de ese gobierno, nombrándolo para Lima, donde hizo su entrada solemne y en medio de grandes festejos el día 20 de septiembre de 1648.

En su época aconteció en Quito un robo de Hostias consagradas y el milagro de la aparición de un Niño Jesús en la custodia de la iglesia de Eten. Los jesuitas influyeron también en el Perú, como lo habían hecho en México, sobre el ánimo del anciano y achacoso virrey, que les acordó muchas gracias y protegió eficazmente en sus misiones de Maynas y del Paraguay.

Bajo este gobierno fue el famoso terremoto que arruinó el Cuzco. Hablando de esta catástrofe, dice Lorente «que un cura de la montaña, que regresaba a su parroquia, se halló suspendido sobre un abismo y sin acceso posible al terreno firme, y que siendo inútiles los esfuerzos para salvarle, murió de hambre a los cinco días de tan horrible agonía».

En 1650 hizo el conde de Salvatierra construir la elegante pila de bronce que existe en la plaza mayor de Lima, sustituyéndola a la que en 1578 había hecho colocar el virrey Toledo. La actual pila costó ochenta y cinco mil pesos.

En 1655 vino el conde de Alba de Liste a relevar al de Salvatierra; mas sus dolamas impidieron a éste regresar a Europa, y murió en Lima el 26 de junio de 1656.

Las armas de la casa de Sotomayor eran: escudo en plata, con tres barras de sable jaqueladas de doble barra de gules y oro.

III

Por el año de 1648 vivía en una casa del susodicho callejón de San Francisco, vecina a la que hoy es templo masónico, un acaudalado comerciante asturiano, llamado don Gutierre de Ursán, el cual hacía dos años que había encontrado la media naranja que le faltaba en una linda chica de veinte abriles muy frescos. Llamábase Consuelo la niña, y los maldicientes decían que sabía hacer honor al nombre de pila.

Imagínense ustedes una limeñita de talle ministerial por lo flexible, de ojos de médico por lo matadores y de boca de Periodista por el aplomo y gracia en el mentir. En cuanto a carácter, tenía más veleidades, caprichos y engreimientos que alcalde de municipio, y sus cuentas conyugales andaban siempre más enredadas que hogaño las finanzas de la república. Lectora mía, Consuelito era una perla, no agraviando lo presente.

El bueno de D. Gutierre tenía, entre otros mortalísimos pecados, los más arriba de la coronilla, ser celoso. como un musulmán y muy sentido en lo que atañe a la negra honrilla. Con cualidades tales, D. Gutierre tenía que oler a puchero de enfermo.

En ese año de1648 recibió cartas que lo llamaban a España para recoger una valiosa herencia, y después de confesado y comulgado, emprendió el fatigoso viaje, dejando al frente de la casa de comercio a su hermano D. Íñigo de Ursán y encomendándole muy mucho que cuidase de su honor como de cosa propia.

Nunca tal resolviera el infeliz; pero diz que es estrella de los predestinados hacer al gato despensero. Era D. Íñigo mozo de treinta años, bien encarado y apuesto, y a quien algunas fáciles aventurillas con Dulcineas de medio pelo habían conquistado la fama de un Tenorio. Con este retrato, dicho se está que no hubo de parecerle mal bocado la cuñadita, y que ella no gastó muchos melindres para inscribir en el abultado registro de San Marcos al que iba por esos mares rumbo a Cádiz.

Dice San Agustín, que si no fue santo entendido en materia geográfica (pues negó la existencia de los antípodas), lo fue en achaques de hembras: «Día llegará en que los hombres tengan que treparse a los árboles huyendo de las mujeres». Demos gracias a Dios porque, salvo excepciones, la profecía no va en camino de cumplirse en lo que resta de vida al siglo XIX.

IV

En España se encontró D. Gutierre, que había creído no tener más que hacer que llegar y besar, envuelto en un pleito con ocasión de la herencia, y Dios sabe si habría tenido que enmohecer en la madre patria esperando la conclusión del litigio; pues segura cosa es que mientras haya sobre la tierra papel del sello, escribas y fariseos, un pleito es gasto de dinero y de tiempo y trae más desazones que un uñero en el dedo gordo.

Llevaba ya casi dos años en España cuando el galeón de Indias le trajo, entre otras cartas de Lima, la siguiente en que, sobre poco más o menos, le decía un amigo, de esos que son siempre solícitos para dar malas nuevas:

«Sr. D. Gutierre de Ursán. Muy señor mío y mi dueño: Malhadada suerte es que, tratándose de tan cumplido caballero como vuesa merced, todos se hagan en Lima lenguas de lo mal guardado que anda su honor y murmuren sobre si le apunta o no le apunta hueso de más en la frente. Con este aviso, vuesa merced hará lo que mejor estime para su desagravio, que yo cumplo como amigo con poner en su noticia lo antedicho, añadiéndole que es su mismo hermano quien tan felonamente lo ultraja. Que Dios Nuestro Señor dé a vuesa merced fortaleza para echar un remiendo a la honra, y mande con imperio a su amigo, servidor y capellán Q B. S. M. Críspulo Quincoces».

No era D. Gutierre de la pasta de aquel marido cuyo sueño interrumpió un oficioso para darle esta nueva: «A tu mujer se la ha llevado Fulano». «¡Pues buena plepa se lleva!» contestó el paciente, se volvió al otro lado del lecho y siguió roncando como un bendito.

V

El 8 de diciembre de 1658 era el cumpleaños de Consuelo, y por tal causa celebrábase en la casa del callejón de San Francisco un festín de familia en el que lucían la clásica empanada, la sopa teóloga con menudillos, la sabrosa carapulcra y el obligado pavo relleno, y para remojar la palabra, el turbulento motocachi y el retinto de Cataluña. Los banquetes de esos siglos eran de cosa sólida y que se pega al riñón, y no de puro soplillo y oropel, como los de los civilizados tiempos que alcanzamos. Verdad es que antaño era más frecuente morir de un hartazgo apoplético.

Por miedo al fantasma encapuchado, las casas de ese barrio se cerraban a tranca y cerrojo con el último rayo del crepúsculo vespertino. (¡Tonterías humanas!) Las buenas gentes no sospechaban que las almas del otro mundo, en su condición de espíritus, tienen carta blanca para colarse, como un vientecillo, por el ojo de la llave.

Los amigos y deudos de Consuelo estaban en el salón con una copa más de las precisas en el cuerpo, cuando a la primera campanada de las nueve, sin que atinasen cómo ni por dónde había entrado, se apareció el encapuchado.

Que el espanto hizo a todos dar diente con diente, es cosa que de suyo se deja adivinar. Los hombres juzgaron oportuno eclipsarse, y las faldas no tuvieron otro recurso que el tan manoseado de cerrar los ojos y desmayarse, y ¡voto a bríos baco balillo! que razón había harta para tamaña confusión. ¿Quién es el guapo que se atreve a resollar fuerte en presencia de una ánima del purgatorio?

Cuando pasada la primera impresión, regresaron algunos de los hombres y resucitaron las damas, vieron en medio del salón los cadáveres de Íñigo y de Consuelo. El encapuchado los había herido en el corazón con un puñal.

VI

D. Gutierre, después de haber lavado con sangre la mancha de su honor, se presentó preso ante el alcalde del crimen, y en el juicio probó la criminal conducta del traidor hermano y de la liviana esposa. La justicia lo sentenció a dar mil pesos de limosna al convento de la orden, por haberse servido del hábito seráfico para asegurar su venganza y esparcido el terror en el asustadizo vecindario. Todo es ventura, dice el refrán, salir a la calle sano y volver rota la mano.

Satisfecha la multa, D. Gutierre se embarcó para España, y los vecinos del callejón de San Francisco, donde desde 1848 funciona el Gran Oriente de la masonería peruana, no volvieron a creer en duendes ni encapuchados.

Un virrey hereje y un campanero bellaco

Crónica de la época del decimoséptimo virrey del Perú

I. Azotes por un repique

El templo y el convento de los padres agustinos estuvieron primitivamente (1551) establecidos en el sitio que ahora es iglesia parroquial de San Marcelo, hasta que en 1573 se efectuó la traslación a la vasta área que hoy ocupan, no sin gran litigio y controversia de dominicos y mercedarios que se oponían al establecimiento de otras órdenes monásticas.

En breve los agustinianos, por la austeridad de sus costumbres y por su ilustración y ciencia, se conquistaron una especie de supremacía sobre las demás religiones. Adquirieron muy valiosas propiedades, así rústicas como urbanas, y tal fue el manejo y acrecentamiento de sus rentas, que durante más de un siglo pudieron distribuir anualmente por Semana Santa cinco mil pesos en limosnas. Los teólogos más eminentes y los más distinguidos predicadores pertenecían a esta comunidad, y de los claustros de San Ildefonso, colegio que ellos fundaron en 1606 para la educación de sus novicios, salieron hombres verdaderamente ilustres.

Por los años de 1656, un limeño llamado Jorge Escoiquiz, mocetón de veinte abriles, consiguió vestir el hábito; pero como manifestase más disposición para la truhanería que para el estudio, los padres, que no querían tener en su noviciado gente molondra y holgazana, trataron de expulsarlo. Mas el pobrete encontró valedor en uno de los caracterizados conventuales, y los religiosos convinieron caritativamente en conservarlo y darle el elevado cargo de campanero.

Los campaneros de los conventos ricos tenían por subalternos dos muchachos esclavos, que vestían el hábito de donados. El empleo no era, pues, tan despreciable, cuando el que lo ejercía, aparte de seis pesos de sueldo, casa, refectorio y manos sucias, tenía bajo su dependencia gente a quien mandar.

En tiempo del virrey conde de Chinchón creose por el cabildo de Lima el empleo de campanero de la queda, destino que se abolió medio siglo después. El campanero de la queda era la categoría del gremio, y no tenía más obligación que la de hacer tocar a las nueve de la noche campanadas en la torre de la catedral. Era cargo honorífico y muy pretendido, y disfrutaba el sueldo de un peso diario.

Tampoco era destino para dormir a pierna suelta; pues si hubo y hay en Lima oficio asendereado y que reclame actividad, es el de campanero; mucho más en los tiempos coloniales, en que abundaban las fiestas religiosas y se echaban a vuelo las campanas por tres días lo menos, siempre que llegaba el cajón de España con la plausible noticia de que al infantico real le había salido la última muela o librado con bien del sarampión y la alfombrilla.

Que no era el de campanero oficio exento de riesgo, nos lo dice bien claro la crucecita de madera que hoy mismo puede contemplar el lector limeño incrustada en la pared de la plazuela de San Agustín. Fue el caso que, a fines del siglo pasado, cogido un campanero por las aspas de la Mónica o campana volteadora, voló por el espacio sin necesidad de alas, y no paró hasta estrellarse en la pared fronteriza a la torre.

Hasta mediados del siglo XVII no se conocían en Lima más carruajes que las carrozas del virrey y del arzobispo y cuatro o seis calesas pertenecientes a oidores o títulos de Castilla. Felipe II por real cédula de 24 de noviembre de 1577 dispuso que en América no se fabricaran carruajes ni se trajeran de España, dando por motivo para prohibir el uso de tales vehículos que, siendo escaso el número de caballos, éstos no debían emplearse sino en servicio militar. Las penas señaladas para los contraventores eran rigurosas. Esta real cédula, que no fue derogada por Felipe III, empezó a desobedecerse en 1610. Poco a poco fue cundiendo el lujo de hacerse arrastrar, y sabido es que ya en los tiempos de Amat pasaban de mil los vehículos que el día de la Porciúncula lucían en la Alameda de los Descalzos.

Los campaneros y sus ayudantes, que vivían de perenne atalaya en las torres, tenían orden de repicar siempre que por la plazuela de sus conventos pasasen el virrey o el arzobispo, práctica que se conservó hasta los tiempos del marqués de Castel-dos-Ríus.

Parece que el virrey conde de Alba de Liste, que, como verá el lector más adelante, sus motivos tenía para andar escamado con la gente de iglesia, salió un domingo en coche y con escolta a pagar visitas. El ruido de un carruaje era en esos tiempos acontecimiento tal, que las familias, confundiéndolo con el que precede a los temblores, se lanzaban presurosas a la puerta de la calle.

Hubo el coche de pasar por la plazuela de San Agustín; pero el campanero y sus adláteres se hallarían probablemente de regodeo y lejos del nido, pues no se movió badajo en la torre. Chocole esta desatención a su excelencia, y hablando de ella en su tertulia nocturna, tuvo la ligereza de culpar al prior de los agustinos. Súpolo éste, y fue al día siguiente a palacio a satisfacer al virrey, de quien era amigo personal; y averiguada bien la cosa, el campanero, por no confesar que no había estado en su puesto, dijo: «que aunque vio pasar el carruaje, no creyó obligatorio el repique, pues los bronces benditos no debían alegrarse por la presencia de un virrey hereje».

Para Jorge no era este el caso del obispo D. Carlos Marcelo Corni, que cuando en 1621, después de consagrarse en Lima, llegó a Trujillo, lugar de su nacimiento y cuya diócesis iba a regir, exclamó: «Las campanas que repican más alegremente, lo hacen porque son de mi familia, como que las fundió mi padre nada menos». Y así era la verdad.

La falta, que pudo traer grave desacuerdo entre el representante del monarca y la comunidad, fue calificada por el definitorio como digna de severo castigo, sin que valiese la disculpa al campanero; pues no era un pajarraco de torre el llamado a calificar la conducta del virrey en sus querellas con la Inquisición.

Y cada padre, armado de disciplina, descargó un ramalazo penitencial sobre las desnudas espaldas de Jorge Escoiquiz.

II. El virrey hereje

El Excmo. Sr. D. Luis Henríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste y de Villaflor y descendiente de la casa real de Aragón, fue el primer grande de España que vino al Perú con el título de virrey, en febrero de 1655, después de haber servido igual cargo en México. Era tío del conde de Salvatierra, a quien relevó en el mando del Perú. Por Guzmán, sus armas eran escudo flanqueado, jefe y punta de azur y una caldera de oro, jaquelada de gules, con siete cabezas de sierpe, flancos de plata y cinco arminios de sable en sautor.

Magistrado de buenas dotes administrativas y hombre de ideas algo avanzadas para su época, su gobierno es notable en la historia únicamente por un cúmulo de desdichas. Los, seis años de su administración fueron seis años de lágrimas, luto y zozobra pública.

El galeón que bajo las órdenes del marqués de Villarrubia conducía a España cerca de seis millones en oro y plata y seiscientos pasajeros, desapareció en un naufragio en los arrecifes de Chanduy, salvándose únicamente cuarenta y cinco personas. Rara fue la familia de Lima que no perdió allí algún deudo. Una empresa particular consiguió sacar del fondo del mar cerca de trescientos mil pesos, dando la tercera parte a la corona.

Un año después, en 1656, el marqués de Baides, que acababa de ser gobernador de Chile, se trasladaba a Europa con tres buques cargados de riquezas, y vencido en combate naval cerca de Cádiz por los corsarios ingleses, prefirió a rendirse pegar fuego a la santabárbara de su nave.

Y por fin, la escuadrilla de D. Pablo Contreras, que en 1652 zarpó de Cádiz conduciendo mercancías para el Perú, fue deshecha en un temporal, perdiéndose siete buques.

Pero para Lima la mayor de las desventuras fue el terremoto del 13 de noviembre de 1655. Publicaciones de esa época describen minuciosamente sus estragos, las procesiones de penitencia y el arrepentimiento de grandes pecadores; y a tal punto se aterrorizaron las conciencias que se vio el prodigio de que muchos pícaros devolvieran a sus legítimos dueños fortunas usurpadas.

El 15 de marzo de 1657 otro temblor, cuya duración pasó de un cuarto de hora, causó en Chile inmensa congoja; y últimamente, la tremenda erupción del Pichincha, en octubre de 1660, son sucesos que bastan a demostrar que este virrey vino con aciaga estrella.

Para acrecentar el terror de los espíritus, apareció en 1660 el famoso cometa observado por el sabio limeño D. Francisco Luis Lozano, que fue el primer cosmógrafo mayor que tuvo el Perú.

Y para que nada faltase a este sombrío cuadro, la guerra civil vino a enseñorearse de una parte del territorio. El indio Pedro Bohorques, escapándose del presidio de Valdivia, alzó bandera proclamándose descendiente de los incas, y haciéndose coronar, se puso a la cabeza de un ejército. Vencido y prisionero, fue conducido a Lima, donde lo esperaba el patíbulo.

Jamaica, que hasta entonces había sido colonia española, fue tomada por los ingleses y se convirtió en foco del filibusterismo, que durante siglo y medio tuvo en constante

alarma a estos países.

El virrey conde de Alba de Liste no fue querido en Lima por la despreocupación de sus ideas religiosas, creyendo el pueblo, en su candoroso fanatismo, que era él quien atraía sobre el Perú las iras del cielo. Y aunque contribuyó a que la Universidad de Lima, bajo el rectorado del ilustre Ramón Pinelo, celebrase con gran pompa el breve de Alejandro VII sobre la Purísima Concepción de María, no por eso le retiraron el apodo de virrey hereje que un egregio jesuita, el padre Alloza, había contribuido a generalizar; pues habiendo asistido su excelencia a una fiesta en la iglesia de San Pedro, aquel predicador lo sermoneó de lo lindo porque no atendía a la palabra divina, distraído en conversación con uno de los oidores.

El arzobispo Villagómez se presentó un año con quitasol en la procesión de Corpus, y como el virrey lo reprendiese, se retiró de la fiesta. El monarca los dejó iguales, resolviendo que ni virrey ni arzobispo usasen de quitasol.

Opúsose el de Alba de Liste a que se consagrase fray Cipriano Medina, por no estar muy en regla las bulas que lo instituían obispo de Guamanga. Pero el arzobispo se dirigió a media noche al noviciado de San Francisco, y allí consagró a Medina.

Habiendo puesto presos los alcaldes de corte a los escribanos de la curia por desacato, el arzobispo excomulgó a aquéllos. El virrey, apoyado por la Audiencia, obligó a su ilustrísima a levantar la excomunión.

Sobre provisión de beneficios eclesiásticos tuvo el de Alba de Liste infinitas cuestiones con el arzobispo, cuestiones que contribuyeron para que el fanático pueblo lo tuviese por hombre descreído y mal cristiano, cuando en realidad no era sino celoso defensor del patronato regio.

D. Luis Henríquez de Guzmán tuvo también la desgracia de vivir en guerra abierta con la Inquisición, tan omnipotente y prestigiosa entonces. El virrey, entre otros libros prohibidos, había traído de México un folleto escrito por el holandés Guillermo Lombardo, folleto que en confianza mostró a un inquisidor o familiar del Santo Oficio. Mas éste lo denunció, y el primer día de Pascua de Espíritu Santo, hallándose su excelencia en la catedral con todas las corporaciones, subió al púlpito un comisario del tribunal de la fe y leyó un edicto compeliendo al virrey a entregar el libelo y a poner a disposición del Santo Oficio a su médico César Nicolás Wandier, sospechoso de luteranismo. El virrey abandonó el templo con gran indignación, y elevó a Felipe IV una fundada queja. Surgieron de aquí serias cuestiones, a las que el monarca puso término reprobando la conducta inquisitorial, pero aconsejando amistosamente al de Alba de Liste que entregase el papelucho motivo de la querella.

En cuanto al médico francés, el noble conde hizo lo posible para libertarlo de caer bajo las garras de los feroces torniceros; pero no era cosa fácil arrebatarle una víctima a la Inquisición. En 8 de octubre de 1667, después de más de ocho años de encierro en las mazmorras del Santo Oficio, fue penitenciado Wandier. Acusáronlo, entre otras quimeras, de que con apariencias de religiosidad tenía en su cuarto un crucifijo y una imagen de la Virgen, a los que prodigaba palabras blasfemas. Después del auto de fe, en el que felizmente no se condenó al reo a la hoguera, hubo en Lima tres días de rogativas, procesión de desagravio y otras ceremonias religiosas, que terminaron trasladando las imágenes de la catedral a la iglesia del Prado, donde presumimos que existen hoy.

En agosto de 1661, y después de haber entregado el gobierno al conde de Santisteban, regresó a España el de Alba de Liste, muy contento de abandonar una tierra en la que corría el peligro de que lo convirtiesen en chicharrón, quemándolo por hereje.

III. La venganza de un campanero

Es probable que a Escoiquiz no se le pasara tan aína el escozor de los ramalazos, pues juró en sus adentros vengarse del melindroso virrey que tanta importancia diera a repique más o menos.

No había aún transcurrido una semana desde el día del vapuleo, cuando una noche, entre doce y una, las campanas de la torre de San Agustín echaron un largo y entusiasta repique. Todos los habitantes de Lima se hallaban a esa hora entre palomas y en lo mejor del sueño, y se lanzaron a la calle preguntándose cuál era la halagüeña noticia que con lenguas de bronce festejaban las campanas.

Su excelencia D. Luis Henríquez de Guzmán, sin ser por ello un libertino, tenía su trapicheo con una aristocrática dama; y cuando dadas las diez no había ya en Lima quien se aventurase a andar por las aceras, el virrey salía de tapadillo por una puerta excusada que cae a la calle de los Desamparados, muy rebujado en el embozo, y en compañía de su mayordomo encaminábase a visitar a la hermosa que le tenía el alma en cautiverio. Pasaba un par de horitas en sabrosa intimidad, y después de media noche se regresaba a palacio con la misma cautela y misterio.

Al día siguiente fue notorio en la ciudad que un paseo nocturno del virrey había motivado el importuno repique. Y hubo corrillos y mentidero largo en las gradas de la catedral, y todo era murmuraciones y conjeturas, entre las que tomó cuerpo y se abultó infinito la especie de que el señor conde se recataba para asistir a algún misterioso conciliábulo de herejes; pues nadie podía sospechar que un caballero tan seriote anduviese a picos pardos y con tapujos de contrabandista, como cualquier mozalbete.

Mas su excelencia no las tenía todas consigo, y recelando una indiscreción del campanero hízolo secretamente venir a palacio, y encerrándose con él en su camarín, le dijo:

—¡Gran tunante! ¿Quién te avisó anoche que yo pasaba?

—Señor excelentísimo —respondió Escoiquiz sin turbarse—, en mi torre hay lechuzas.

—¿Y qué diablos tengo yo que ver con que las haya?

—Vuecencia, que ha tenido sus dimes y diretes con la Inquisición y que anda con ella al morro, debe saber que las brujas se meten en el cuerpo de las lechuzas.

—¿Y para ahuyentarlas escandalizaste la ciudad con tus cencerros? Eres un bribón de marca, y tentaciones me entran de enviarte a presidio.

—No sería digno de vuecencia castigar con tan extremo rigor a quien como yo es discreto, y que ni al cuello de su camisa le ha contado lo que trae a todo un virrey del Perú en idas y venidas nocturnas por la calle de San Sebastián.

El caballeroso conde no necesitó de más apunte para conocer que su secreto, y con él la reputación de una dama, estaba a merced del campanero.

—¡Bien, bien! —le interrumpió—. Ata corto la lengua y que el badajo de tus campanas sea también mudo.

—Lo que soy yo, callaré como un difunto, que no me gusta informar a nadie de vidas ajenas; pero en lo que atañe al decoro de mis campanas no cedo ni el canto de una uña, que no las fundió el herrero para rufianas y tapadoras de paseos pecaminosos. Si vuecencia no quiero que ellas den voces, facilillo es el remedio. Con no pasar por la plazuela salimos de compromisos.

—Convenido. Y ahora dime: ¿en qué puedo servirte?

Jorge Escoiquiz, que como se ve no era corto de genio, rogó al virrey que intercediese con el prior para volver a ser admitido en el noviciado. Hubo su excelencia de ofrecérselo, y tres o cuatro meses después el superior de los agustinianos relevaba al campanero. Y tanto hubo de valerle el encumbrado protector, que en 1660 fray Jorge Escoiquiz celebraba su primera misa, teniendo por padrino de vinajeras nada menos que al virrey hereje.

Según unos, Escoiquiz no pasó de ser un fraile de misa y olla; y según otros, alcanzó a las primeras dignidades de su convento. La verdad quede en su lugar.

Lo que es para mí punto formalmente averiguado es que el virrey, cobrando miedo a la vocinglería de las campanas, no volvió a pasar por la plazuela de San Agustín, cuando le ocurría ir de galanteo a la calle de San Sebastián.


Y aquí hago punto y rubrico,
sacando de esta conseja
la siguiente moraleja:
que no hay enemigo chico.

La desolación de Castrovirreina

Crónica de la época del decimoctavo Virrey del Perú

I

Doña Teresa de Castro, esposa del virrey D. García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, llegó a Lima en 1590, acompañándola muchas damas, parientas y amigas suyas, la mayor parte solteras, y que, a poco hacer, encontraron maridos acaudalados en esta ciudad de los reyes, Ateniéndonos al testimonio de un cronista, pasaron de quinientas las personas que se embarcaron en Cádiz para seguir la suerte que Dios deparase a la virreina.

Fue D. García el primer virrey a quien se permitió venir al Perú con su esposa. Entró ésta en Lima un día antes que su marido, en una litera tapizada de terciopelo carmesí, acompañada de doña Magdalena de Burges, mujer del caballero a quien traía por secretario el marqués. Tras la litera venían lujosos carruajes y en ellos la camarera mayor doña Ana de Zúñiga y quince dueñas y meninas. Las criadas de éstas, que ascendían a cuarenta mujeres españolas y todas jóvenes, llegaron a la ciudad por la noche. La recepción de doña Teresa fue para Lima una verdadera y espléndida fiesta. Con la virreina vino también de España una banda de música.

Minuto más minuto menos, doña Teresa frisaba por entonces en los veinticinco años, y a rancios cuarteles de nobleza unía gran fortuna y deslumbradora beldad. Ella fue la primera que estableció en los salones de palacio la etiqueta aristocrática de una pequeña corte y la galantería de buen tono.

Hablábase mucho, a la sazón, del descubrimiento de poderosas minas de Plata en uno de los distritos de Huancavelica, y no era escaso el número de españoles que, soñando con un nuevo Potosí, abandonaban el templado clima de la capital para aventurarse en esos riscos, cuyas entrañas escondían el precioso metal.

Una mañana presentose un indio en el patio de palacio, seguido de varios llamas cargados de barras de plata, solicitando la merced de hablar con la virreina. Acogiolo ella con su genial bondad; y el indio, después de obligarla a aceptar, como si fuesen bizcochuelos, las consabidas barras y excusarse por la mezquindad del agasajo, la pidió que sacase de pila una hija que en su pueblo le había nacido. Doña Teresa, por más honrar al futuro compadre, no quiso conferir poder para que otra persona la representase como madrina y prometió que antes de quince días se pondría en camino para la sierra. Loco de orgullo y de gusto salió el indio de palacio y sin pérdida de tiempo regresó a sus hogares para preparar un recibimiento digno de comadre de tanto fuste.

Cinco o seis semanas después, doña Teresa de Castro, con varias señoras de Lima, un respetable oidor de la Audiencia, tres capellanes, gran séquito de hidalgos y cincuenta soldados de a caballo, hacía su entrada en el miserable pueblecito del indio. Este había tapizado con barras de plata el espacio que mediaba entre el sitio donde se apeó la virreina y la puerta de su choza.

Al siguiente día tuvo efecto la ceremonia bautismal y con ella la formación de una nueva villa.

Así cuenta la tradición popular el origen de Castrovirreina, y a falta de otra fuente histórica a que atenernos, aceptamos el relato del pueblo, que si non è vero è ben trovato.

Castrovirreina se encuentra situada en una altura y es riguroso el frío que en ella se experimenta. Las minas están esparcidas en los cerros inmediatos. Se halla a cuarenta leguas poco más o menos del mar, y a diez y ocho de Huancavelica. Tuvo un convento de franciscanos, iglesias, hospital y capillas.

La nueva villa progresó mucho con la abierta protección que le dispensara el virrey D. García, quien, para impulsar el laboreo de las minas, la señaló dos mil mitayos o peones indígenas. No creemos que fuese tan fabulosa como la de Potosí y otros asientos la riqueza de Castrovirreina; pues en los tiempos del marqués de Salinas se pensó el abandonar el trabajo «porque —dice un historiador— aunque de ley razonable, los metales eran pocos y muy duros de labrar, necesitando de quema, con grave daño de los indios y dando las minas a pocos estados en agua».

Sin embargo, en los tiempos del virrey príncipe de Esquilache (1615 a 1621) la producción anual de Potosí era de cinco mil quilates de plata, la de Oruro de setecientos y la de Castrovirreina de doscientos; «bien entendido —añade el mismo historiador— que todas esas cifras reposan sobre datos y apreciaciones oficiales, que la extensión del contrabando dejaba a gran distancia de la verdad».

Este dato nos hace presumir que en la época de su fundación debió ser verdaderamente alucinadora la riqueza de Castro virreina.

Hoy las minas están casi abandonadas, la población ha disminuido muchísimo y la villa no es sombra de lo que fue. Veamos lo que produjo esta desolación, sujetándonos siempre al relato popular.

II

El Excmo. Sr. D. Diego de Benavides y de 1a Cueva, conde de Santisteban del Puerto, comendador de Monreal en el hábito de Santiago y que había sido virrey de Navarra, entró en Lima el 31 de julio de 1661. «Fue el conde —dice Peralta— de grandes virtudes, sobresaliendo en las de piedad, devoción y liberalidad, y adornado de alto ingenio, erudición y poesía, como lo justifica su libro titulado Las horas sucesivas, volumen de versos latinos que existe en la Biblioteca Nacional».

La ordenanza de obrajes en protección de los infelices indios y la habilidad con que administró las rentas públicas, llegando a tener el Tesoro en vez de déficit un sobrante de medio millón, bastan para hacer la apología de este virrey.

Amagos piráticos, un terremoto que en 1664 arruinó a Ica pereciendo más de cuatrocientas personas, epidemias de tifus y viruela y los primeros disturbios de los hermanos Salcedo afectaron el ánimo del anciano y bondadoso virrey, ocasionándole la muerte en 1666. Su cadáver fue depositado en la iglesia de Santo Domingo.

Las armas de los Benavides eran: escudo cortado con un bastón de gules y león linguado y coronado: bordura de plata con ocho calderas de sable.

Por entonces, los ricos mineros de Castrovirreina quisieron imitar el lujo, los caprichosos dispendios, las vanidosas fantasías y la manera de ser de los de Potosí y Laycacota. Las procesiones eran un incentivo para ello; y aquel año, que no podemos determinar con fijeza, eran grandes los preparativos que se hacían para la fiesta del Corpus.

Disputábanse el alferazgo o prerrogativa de llevar el guión y de hacer los gastos de la fiesta y del banquete dos de los mineros más poderosos, criollo el uno y español el otro. Llegado el día de hacer la elección en Cabildo triunfó el español por mayoría de un voto, y celebró su victoria con música y cohetes, exasperando así más si cabía al partido desairado.

La procesión fue suntuosa. Arcos formados de barras de plata se ostentaban en todo el tránsito, y las familias españolas se habían echado encima todo el baúl de alhajas y los mejores trapitos de cristianar.

El alférez con la insignia de su cargo iba más orgulloso que la mitad y otro tanto. Vestía jubón y calzón corto de finísimo terciopelo azul, capa de caballero de Alcántara y sujeta al cuello por una cadena de oro una espléndida cruz de brillantes.

A poco andar de la procesión, asomó por una esquina el vencido criollo con un grupo de sus parciales, y se lanzó a arrebatar el guión de manos del alférez. Los españoles estaban prevenidos para el lance, y por arte de encantamiento salieron a relucir espadas, puñales y mosquetes. Los indios, igualmente armados, acudieron por las bocacalles, y empezó entre ambos partidos un sangriento combate. Claro es que todos peleaban alentados por


los tres reyes del Oriente,
vino, chicha y aguardiente.


Aun en nuestros republicanos tiempos han tenido lugar idénticas escenas en las fiestas religiosas de algunos pueblos, y aquí viene a cuento una historia auténtica y contemporánea.

No hace mucho que en Huancavelica, y para la fiesta de San Sebastián, se dividían los indios en dos partidos, y después de un combate a palos y de las víctimas consiguientes, el bando vencedor se llevaba la imagen del santo y atendía a su culto durante el año. Los vencidos guardaban su enojo para el año próximo, reforzaban sus filas, y casi siempre en la batalla salían vencedores. Hubo al fin un prefecto bastante ilustrado y enérgico, que prohibió la procesión. Los indios llevaron pocos días después ante el prefecto a San Sebastián con un recurso en la mano. El memorial estaba escrito en papel sellado, llevando por sumilla esta cuarteta:


«San Sebastián ante usía,
con el debido respeto,
pide revoque el decreto
que promulgó el otro día».


Diz que el prefecto estuvo tentado de proveer, para escarmiento de santos demagogos: San Sebastián a la cárcel; pero, pensándolo mejor, hizo regresar la efigie al templo y poner en chirona a los cabecillas. El decreto prefectual subsistió, y parece que no se han repetido los escándalos antiguos.

Este memorial de San Sebastián nos trae a la memoria el que dirigieron a un obispo dos mujeres, a quienes el nuevo cura de la parroquia suprimió de improviso el pago de una pensión alimenticia, que su antecesor, para apartarlas de pecadero, les había asignado sobre el producto del cepillo de las ánimas. Decía así el memorial:


«Ilustrísimo señor:
Era el cura anterior un agnus Dei;
pero puesto que el nuevo es un qui tollis
y no es posible ya peceata mundi,
señor obispo, miserere nobis».


Volvamos a la procesión del Corpus en Castrovirreina.

Algunos muertos y heridos contábanse ya de ambos bandos, sin que la ventaja de la lucha se pronunciase por ninguno. De pronto, el sacerdote que llevaba el Santísimo cayó al suelo, mortalmente herido en el pecho. Una bala, destrozando un rayo de oro de la custodia, lo había atravesado.

La consternación fue general, el espanto se apoderó de los ánimos, cesó el combate y los indios se dispersaron.

Y como si un anatema del cielo hubiera caído sobre Castrovirreina, empezó la desolación del asiento. Unas minas se derrumbaron, otras dieron en agua, y para colmo de desdichas una epidemia que los naturales llamaron ferro-chucco, y que presumimos fue el tifus, arrebató dos tercios de la población.

Bajo el gobierno del virrey conde de Castellar se decretó la traslación de las cajas reales y mitayos de Castrovirreina al mineral de Otoca, en la provincia de Lucanas.

Carlos IV, en los primeros años del presente siglo, encomendó mucho al intendente Vives que procurase restablecer los trabajos en Castrovirreina y devolver al mineral su pasada importancia. Pero los esfuerzos de Vives fueron estériles.

La custodia, con el rayo de oro roto por la bala, se conservaba en la iglesia hasta la época de la Independencia, en que desapareció robada por unos soldados de la división del general Arenales.

El justicia mayor de Laycacota

Crónica de la época del decimonono virrey del Perú


(Al doctor D. José Mariano Jiménez)

I

En una serena tarde de marzo del año del Señor de 1665, hallábase reunida a la puerta de su choza una familia de indios. Componíase ésta de una anciana que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.

La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota. Ella con quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea de cien habitantes.

Mientras las muchachas se entretenían en hilar, la madre contaba al hijo, por la milésima vez, la tradición de su familia. Ésta no es un secreto, y bien puedo darla a conocer a mis lectores, que la hallarán relatada con extensos y curiosos pormenores en el importante libro que, con el título Anales del Cuzco, publicó mi ilustrado amigo y compañero de Congreso D. Pío Benigno Mesa.

He aquí la tradición sobre Ollantay:

Bajo el imperio del inca Pachacutec, noveno soberano del Cuzco, era Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el generalísimo de los ejércitos. Amante correspondido de la de las ñustas o infantas, solicitó de Pachacutec, y como recompensa a importantes servicios, que le acordase la mano de la joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca, cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía mezclarse con la de una familia que no descendiese directamente de Manco Capac, el enamorado cacique desapareció una noche del Cuzco, robándose a su querida Cusicoyllor.

Durante cinco años fue imposible al inca vencer al rebelde vasallo, que se mantuvo en armas en las fortalezas de Ollantaytambo, cuyas ruinas son hoy la admiración del viajero. Pero Rumiñahui, otro de los generales de Pachacutec, en secreta entrevista con su rey, lo convenció de que, más que a la fuerza, era preciso recurrir a la maña y a la traición para sujetar a Ollantay. El plan acordado fue poner preso a Rumiñahui, con el pretexto de que había violado el santuario de las vírgenes del Sol. Según lo pactado, se le degradó y azotó en la plaza pública para que, envilecido así, huyese del Cuzco y fuese a ofrecer sus servicios a Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima a la vez que un general de prestigio, no podría menos que dispensarle entera confianza. Todo se realizó como inicuamente estaba previsto, y la fortaleza fue entregada por el infame Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los prisioneros.

Un leal capitán salvó a Cusicoyllor y su tierna hija Imasumac, y se estableció con ellas en la falda del Laycacota, y en el sitio donde en 1669 debía erigirse la villa de San Carlos de Puno.

Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición, cuando se presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto el cuerpo con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo sombrero de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y a pesar de la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro varonil y simpático, y su palabra graciosa y cortesana.

Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal punto, que se hallaba sin pan ni hogar. Los vástagos de la hija de Pachacutec le acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.

Así transcurrieron pocos meses. La familia se ocupaba en la cría de ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped muy útilmente. Pero la verdad era que el joven español se sentía apasionado de Carmen, la mayor de las hijas de la anciana, y que ella no se daba por ofendida con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo.

Como el platonismo, en punto a terrenales afectos, no es eterno, llegó un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en la soledad de sus noches, se espontaneó con la madre, y ésta, que había aprendido a estimar al español, le dijo:

—Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la descendiente de emperadores.

El novio no dio por el momento importancia a la frase; pero tres días después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo levantarse de madrugada y lo condujo a una bocamina, diciéndole:

Aquí tienes la dote de tu esposa.

—La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de Laycacota fue desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el nombre del afortunado andaluz.

II

La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a Laycacota.

Oigamos a un historiador: «Había allí plata pura y metales, cuyo beneficio dejaba tantos marcos como pesaba el cajón. En ciertos días se sacaron centenares de miles de pesos».

Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no estuviesen uniformes en ellas.

Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba un socorro de Salcedo, éste le regalaba lo que pudiese sacar de la mina en determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre por los menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.

Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que residían en el mineral entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y criollos favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de Almoguera, la pacificación del mineral. Los partidarios de los Salcedo derrotaron a las tropas del obispo, librando mal herido el corregidor Peredo.

En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de plomo, fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.

Así las cosas, aconteció en Lima la muerte del de Santisteban, y la Real Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombró para Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad, entregó el mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de justicia mayor. La Audiencia se declaró impotente y contemporizó con Salcedo, el cual, recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó y artilló una fortaleza en el cerro.

En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave de que ocuparse con los disturbios que promovía en Chile el gobernador Meneses y con la tremenda y vasta conspiración del inca Bohorques, descubierta en Lima casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus tenientes al cadalso.

El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y caballerosidad de la justicia mayor.

Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado de España.

Era éste el conde de Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana para ser completo jesuita. En cerca de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgan, que había incendiado Panamá y a apresar en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su destrucción por los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que aún llaman la atención del viajero.

El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción. Con frecuencia se le veía barriendo el piso de la iglesia de los Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantor en la solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de un grande de España.

Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz en sitio donde pudiera ser pisada; que todos se arrodillasen al toque de oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del convento de San Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y fama de santidad.

Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le anunciara.

Jamás se han visto en Lima procesiones tan espléndidas como las de entonces; y Lorente, en su Historia trae la descripción de una en que se trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo rodeo, una imagen de María que el virrey había hecho traer expresamente desde Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de doscientos mil pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata, que representaban más de dos millones de ducados. ¡Viva el lujo y quien lo trujo!

El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarriá y de Gátiva y duque de Taurifanco, que cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de jesuitas, apenas fue proclamado en Lima como representante de Carlos II el Hechizado, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y aprehendió a Salcedo.

El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.

El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó concluida la causa, sentenciado Salcedo a muerte, y confiscados sus bienes en provecho del real tesoro.

Como hemos dicho, los jesuitas dominaban al virrey. Jesuita era su confesor el padre Castillo, y jesuitas sus secretarios. Las crónicas de aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido eficazmente el trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos servicios a la causa de la corona y enviado a España algunos millones por el quinto de los provechos de la mina.

Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de Madrid, lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.

Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata se valorizaba en dos mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era realizable en menos de seis meses.

La tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.

Pero los jesuitas le hicieron presente que mejor partido sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.

El que más influyó en el ánimo de su excelencia fue el padre Francisco del Castillo, jesuita peruano que está en olor de santidad, el cual era padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de Almuña e hijo del virrey.

Salcedo fue ejecutado en el sitio llamado Oroca-Pata, a poca distancia de Puno.

III

Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace, convocó a sus deudos y les dijo:

—Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo le vengáis.

Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su entrada fue cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella existió.

Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los arrastrara.

Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se sepultó viva en uno de los corredores de la mina.

Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con el nombre del Manto. Este es un error que debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y Cancharani.

El virrey, conde de Lemos, en cuyo periodo de mando tuvo lugar la canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón fue enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.

Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.

En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de marqués de Villarrica para el jefe de la familia.

¡Beba, padre, que le da la vida!...

Crónica de la época de mando de una virreina


(A la distinguida escritora Clorinda Matto de Turner)


Dama de mucho cascabel y de más temple que el acero toledano fue doña Ana de Borja, condesa de Lemos y virreina del Perú. Por tal la tuvo S. M. doña María Ana de Austria, que gobernaba la monarquía española durante la minoría de Carlos II; pues al nombrar virrey del Perú al marido, lo proveyó de real cédula, autorizándolo para que, en caso de que el mejor servicio del reino le obligase a abandonar Lima, pusiese las riendas del gobierno en manos de su consorte.

En tal conformidad, cuando su excelencia creyó indispensable ir en persona a apaciguar las turbulencias de Laycacota, ahorcando al rico minero Salcedo, quedó doña Ana en esta ciudad de los Reyes presidiendo la Audiencia, y su gobierno duró desde junio de 1668 hasta abril del año siguiente.

El conde de Bornos decía que «la mujer de más ciencia sólo es apta para gobernar doce gallinas y un gallo». ¡Disparate! Tal afirmación no puede rezar con doña Ana de Borja y Aragón que, como ustedes verán, fue una de las infinitas excepciones de la regia. Mujeres conozco yo capaces de gobernar veinticuatro gallinas... y hasta dos gallos.

Así como suena, y mal que nos pese a los peruleros, hemos sido durante diez meses gobernados por una mujer... y francamente que con ella no nos fue del todo mal, el pandero estuvo en manos que lo sabían hacer sonar.

Y para que ustedes no digan que por mentir no pagan los cronistas alcabala, y que los obligo a que me crean bajo la fe de mi honrada palabra, copiaré lo que sobre el particular escribe el erudito señor de Mendiburu en su Diccionario Histórico: «Al emprender su viaje a Puno el conde de Lemos, encomendó el gobierno del reino a doña Aña, su mujer, quien lo ejerció durante su ausencia, resolviendo todos los asuntos, sin que nadie hiciese la menor observación, principiando por la Audiencia, que reconocía su autoridad». Tenemos en nuestro poder un despacho de la virreina, nombrando un empleado del tribunal de Cuentas, y está encabezado como sigue: «Don Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de Lemos, y doña Ana de Borja, su mujer, condesa de Lemos, en virtud de la facultad que tiene para el gobierno de estos reinos, atendiendo a lo que representa el tribunal, he venido en nombrar y nombro de muy buena gana, etc., etc.».

Otro comprobante. En la colección de Documentos históricos de Odriozola, se encuentra una provisión de la virreina, disponiendo aprestos marítimos contra los piratas.

Era doña Ana, en su época de mando, dama de veintinueve años, de gallardo cuerpo, aunque de rostro poco agraciado. Vestía con esplendidez y nunca se la vio en público sino cubierta de brillantes. De su carácter dicen que era en extremo soberbio y dominador, y que vivía muy infatuada con su abolorio y pergaminos.

¡Si sería chichirinada la vanidad de quien, como ella, contaba entre los santos de la corte celestial nada menos que a su abuelo Francisco de Borja!

Las picarescas limeñas, que tanto quisieron a doña Teresa de Castro, la mujer del virrey don García, no vieron nunca de buen ojo a la condesa de Lemos, y la bautizaron con el apodo de la Patona. Presumo que la virreina sería mujer de mucha base.

Entrando ahora en la tradición, cuéntase de la tal doña Ana algo que no se le habría ocurrido al ingenio del más bragado gobernante, y que prueba, en substancia, cuán grande es la astucia femenina y que, cuando la mujer se mete en política o en cosas de hombre, sabe dejar bien puesto su pabellón.

Entre los pasajeros que en 1668 trajo al Callao el galeón de Cádiz, vino un fraile portugués de la orden de San Jerónimo. Llamábase el padre Núñez. Era su paternidad un hombrecito regordete, ancho de espaldas, barrigudo, cuellicorto, de ojos abotagados, y de nariz roma y rubicunda. Imagínate, lector, un candidato para una apoplejía fulminante, y tendrás cabal retrato del jeronimita.

Apenas llegado éste a Lima, recibió la virreina un anónimo en que la denunciaban que el fraile no era tal fraile, sino espía o comisionado secreto de Portugal, quien, para el mejor logro de alguna maquinación política, se presentaba disfrazado con el santo hábito.

La virreina convocó a los oidores y sometió a su acuerdo la denuncia. Sus señorías opinaron por que, inmediatamente y sin muchas contemplaciones, se echase guante al padre Núñez y se le ahorcase coram populo. ¡Ya se ve! En esos tiempos no estaban de moda las garantías individuales ni otras candideces de la laya que hogaño se estilan, y que así garantizan al prójimo que cae debajo, como una cota de seda de un garrotazo en la espalda.

La sagaz virreina se resistió a llevar las cosas al estricote, y viniéndosele a las mientes algo que narra Garcilaso de Francisco de Carbajal, dijo a sus compañeros de Audiencia: «Déjenlo vueseñorías por mi cuenta que, sin necesidad de ruido ni de tomar el negocio por donde quema, yo sabré descubrir si es fraile o monago; que el hábito no hace al monje, sino el monje al hábito. Y si resulta preste tonsurado por barbero y no por obispo, entonces sin más kiries ni letanías llamamos a Gonzalvillo para que le cuelgue por el pescuezo en la horca de la plaza».

Este Gonzalvillo, negro retinto y feo como un demonio, era el verdugo titular de Lima.

Aquel mismo día la virreina comisionó a su mayordomo para que invitase al padre Núñez a hacer penitencia en palacio.

Los tres oidores acompañaban a la noble dama en la mesa, y en el jardín esperaba órdenes el terrible Gonzalvillo.

La mesa estaba opíparamente servida, no con esas golosinas que hoy se usan y que son como manjar de monja, soplillo y poca substancia, sino con cosas suculentas, sólidas y que se pegan al riñón. La fruta de corral, pavo, gallina y hasta chancho enrollado, lucía con profusión.

El padre Núñez no comía... devoraba. Hizo cumplido honor a todos los platos.

La virreina guiñaba el ojo a los oidores como diciéndoles:

—¡Bien engulle! Fraile es.

Sin saberlo, el padre Núñez había salido bien de la prueba. Faltábase otra.

La cocina española es cargada de especias, que naturalmente despiertan la sed.

Moda era poner en la mesa grandes vasijas de barro de Guadalajara que tiene la propiedad de conservar más fresca el agua, prestándola muy agradable sabor.

Después de consumir, como postres, una muy competente ración de alfajores, pastas y dulces de las monjas, no pudo el comensal dejar de sentir imperiosa necesidad de beber; que seca garganta, ni gruñe ni canta.

—¡Aquí te quiero ver, escopeta! —murmuró la condesa.

Esta era la prueba decisiva que ella esperaba. Si su convidado no era lo que por el traje revelaba ser, bebería con la pulcritud que no se acostumbra en el refectorio.

El fraile tomó con ambas manos el pesado cántaro de Guadalajara, lo alzó casi a la altura de la cabeza, recostó ésta en el respaldo de la silla, echose a la cara el porrón y empezó a despacharse a su gusto.

La virreina, viendo que aquella sed era como la de un arenal y muy frailuno el modo de apaciguarla, le dijo sonriendo:

—¡Beba, padre beba, que le da la vida!

Y el fraile, tomando el consejo como amistoso interés por su salud, no despegó la boca del porrón hasta que lo dejó sin gota. Enseguida su paternidad se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor que le corría a chorros, y echó por la boca un regüeldo que imitaba el bufido de una ballena arponada.

Doña Ana se levantó de la mesa y saliose al balcón seguida de los oidores.

—¿Qué opinan vueseñorías?

—Señora, que es fraile y de campanillas —contestaron a una los interpelados.

—Así lo creo en Dios y en mi ánima. Que se vaya en paz el bendito sacerdote.

¡Ahora digan ustedes si no fue mucho hombre la mujer que gobernó el Perú!

Racimo de horca

Crónica de la época del vigésimo virrey del Perú

I

Mi buen amigo y alcalde D. Rodrigo de Odría:

Hanme dado cuenta de que, en deservicio de su majestad y en agravio de la honra que Dios me dio, ha delinquido torpemente Juan de Villegas, empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis con la mayor presteza y cuidando de no ser apercibido ni dar margen a grave escándalo a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato conocimiento.

Guarde Dios a vuesa merced muchos años.


El conde de Castellar

Hoy 10 de septiembre de 1676.


Sentábase a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los canónigos, daban las campanas la gorda para las tres, el alcalde del crimen D. Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan, cuando se presento un alguacil y le entregó un pliego, diciéndole:

—De parte de su excelencia el virrey y con urgencia.

Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una avispa:

—¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros, que nos ha caído trabajo y de lo fino.

Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se ve, el bueno de D. Rodrigo no era víctima del pecado de gula; pues su comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San Bernardo.

—Ya me daba a mí un tufillo de que este D. Juan no camina tan derecho como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un aire de tuno que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el ojo derecho a pesar de sus zalamerías y dingolodangos. Y cuando el virrey que ha sido su amigote me intima que le eche la zarpa, ¡digo si habrá motivo sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, que quien manda manda y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más bronce que años once ni más lana que no saber que hay mañana.

Y plantándose capa y sombrero y empuñando la vara de alcalde, se echó a la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó a la esquina del Colegio Real.

Llegado a ella, comunicó órdenes a sus lebreles, que se esparcieron en distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que se escapase el reo, que a juzgar por los preliminares debía ser pájaro de cuenta.

D. Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, penetró en una casa en la calle de San Ildefonso, que según el lujo y apariencias no podía dejar de ser habitada por persona de calidad.

D. Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco años, y que llegó a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente, y sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América a tío millonario, se le vio desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.

D. Juan dormía esa tarde y sobre un sofá de la sala la obligada siesta de los españoles rancios, y despertó rodeado de esbirros a la intimación que le dirigió el alcalde.

—¡Por el rey! Dese preso vuesa merced.

El vizcaíno echó mano de un puñal de Albacete que llevaba al cinto y se lanzó sobre el alcalde y su comitiva, que aterrorizados lo dejaron salir hasta el patio. Mas Güerequeque, que había quedado de vigía en la puerta de la calle, viendo, despavoridos y maltrechos a sus compañeros, se quitó la capa y con pasmosa rapidez la arrojó sobre la cabeza del delincuente, que tropezó y vino al suelo: entonces toda la jauría cayó sobre el caído, según es de añeja práctica en el mundo, y fuertemente atado dieron con él en la cárcel de corte, situada en la calle de la Pescadería.

—¡Qué cosas tan guapas —murmuraba D. Rodrigo por el camino— hemos de ver el día del juicio en el valle Josafat! Sabios sin sabiduría, honrados sin honra, volver cada peso al bolsillo de su legítimo dueño, y a muchos hijos encontradizos del verdadero padre que los engendró. Algunos pasarán de rocín a ruin. ¡Qué bahorrina, Señor, qué bahorrina! Bien barruntaba yo que este D. Juan tenía cara de beato y uñas de gato... ¡Nada! Al capón que se hace gallo, descañonarlo; que como dice la copla:


«Árbol tierno aunque se tuerza
recto se puede poner;
pero en adquiriendo fuerza
no basta humano poder».


Tres meses después, Juan de Villegas, que previamente recibió doscientos ramalazos por mano del verdugo, marchaba en traílla con otros criminales al presidio de Chagres, convicto y confeso del crimen de defraudador del real tesoro, reagravado con los de falsificación de la firma del virrey y resistencia a la justicia.

Cuando el virrey conde de Castellar, que a la sazón contaba cuarenta y seis años, vino a Lima, trajo en su compañía, entre otros empleados que habían comprado sus cargos en la corte, a D. Juan de Villegas. Durante el viaje tuvo ocasión de frecuentar el trato del virrey, que le tomó algún cariño y lo invitaba a veces a comer en palacio... Pero caigo en cuenta que estoy hablando del virrey sin haberlo presentado en forma a mis lectores. Hagamos, pues, conocimiento con su excelencia.

II

D. Baltasar de la Cueva, conde de Castellar y de Villa-Alonso, marqués de Malagón, señor de las villas de Viso, Paracuellos, Fuente el Fresno, Porcuna y Benarfases, natural de Madrid, hijo segundo del duque de Alburquerque, caballero de Santiago, alguacil mayor perpetuo de la ciudad de Toro, alfaqueque de Castilla y vigésimo virrey del Perú, entró en Lima el 15 de agosto de 1674, ostentando —dice un historiador— en acémilas lujosamente ataviadas la opulencia que solían sacar otros virreyes. El pueblo pensó, y pensó juiciosamente, que D. Baltasar no venía en pos de logros y granjerías, sino en busca de honra, y lo acogió con vivo entusiasmo.

Sus primeros actos administrativos fueron organizar la escuadra, en previsión de ataques piráticos, artillar Valparaíso, fortificar Arica, Guayaquil y Panamá, y reparar los muros del Callao, aumentando a la vez su guarnición.

En el orden civil y en el orden religioso dictó acertadísimas disposiciones. Dio respetabilidad a los tribunales; fue celoso guardián del patronato, sosteniendo graves querellas con el arzobispo; reformó la Universidad; creó fondos para el sostenimiento del hospital de Santa Ana, y promulgó ordenanzas para moderar el lujo de los coches y túmulos, para impedir los desafíos y mejorar otros ramos de policía.

En Hacienda realizó varias economías en los gastos públicos, castigó con extremo rigor los abusos de los corregidores y practicó minuciosa inspección de las cajas reales. Por resultado de ella marcharon al presidio de Valdivia varios empleados fiscales, se ahorcó al tesorero de Chuquiavo, y confiscados los bienes de los culpables, recuperó el tesoro algunos realejos. Ningún libramiento se pagaba si no llevaba el cúmplase de letra del virrey y con su firma al pie. Muchos de estos documentos fueron falsificados por Villegas.

Hablando de tan ilustre virrey, dice Lorente:

«Oía a todos en audiencias públicas y secretas, sin tener horas reservadas ni porteros que impidieran hablarle, y daba por sí mismo decretos y órdenes, con admiración de los limeños, que ponderaban no haber observado actividad igual en el trabajo ni forma semejante de administración en ninguno de los virreyes anteriores».

Pocos años hace que un prestidigitador (Paraff) ofreció sacar del cobre oro en abundancia. Estableciose en Chile, donde organizó una sociedad cuyos accionistas sembraron oro, que fue a esconderse en las arcas de Paraff, y cosecharon cobre de mala ley.

Algo parecido sucedió en tiempo del conde de Castellar, sólo que allí no hubo bellaco embaucador, sino inocente visionario. Sigamos a Mendiburu en la relación del hecho.

D. Juan del Corro, uno de los principales azogueros de Potosí, expuso al gobierno que había encontrado un nuevo método de beneficiar metales de plata, dando de aumento en unos la mitad, en otros la tercera o cuarta parte, y en todos un ahorro de azogue de cincuenta por ciento, solicitando en pago de su descubrimiento mercedes de la corona. El presidente de Charcas, el corregidor, los oficiales reales de Potosí y muchos mineros y azogueros informaron favorablemente. El virrey puso en duda la maravilla, y envió a Potosí comisionados de su entera confianza para que hiciesen nuevos experimentos prácticos.

Tres o cuatro meses después llegaba una tarde a Lima un propio conduciendo cartas y pliegos de los comisionados. Estos informaban que el descubrimiento de D. Juan del Corro no era embolismo, sino prodigiosa realidad.

Entusiasmado el virrey se quitó la cadena de oro que traía al cuello y la regaló, por vía de albricias, al conductor de las comunicaciones. En seguida mandó repicar campanas y que se iluminase la ciudad.

Esto produjo general alboroto, Tedeum en la catedral, misa solemne de gracias celebrada por el arzobispo Almoguera, lucidas comparsas de máscaras y otros regocijos públicos. No paró en esto. Castellar dispuso se llevasen a la catedral las imágenes de la Virgen del Rosario, Santo Domingo y Santa Rosa en procesión solemne, que atravesó muchas calles ricamente adornadas y en las que había altares y arcos de mucho coste. Hízose un novenario suntuoso, costeando de su propio peculio la devota virreina doña Teresa María Arias de Saavedra los gastos de tan magníficas fiestas.

El virrey mandó imprimir y distribuyó entre los mineros del Perú la instrucción escrita por el autor del nuevo método. En todas partes fue objeto de prolijos ensayos que probaron mal e hicieron ver que los provechos eran tan pequeños y aun dudosos, que no merecían la pena. El virrey creía, hasta cierto punto, desairado su amor propio con este resultado; y D. Juan del Corro no se daba por vencido, atribuyendo su desventura a ardides de enemigos y envidiosos. Castellar, acompañado de todos los funcionarios y gente notable de Lima, presenció, al fin, un ensayo, y quedó convencido de que eran nulas las ventajas y soñadas las utilidades del nuevo sistema que a tantos había alucinado; pero quedó memoria —bien risible, por cierto— del entusiasmo y fiestas con que fue acogido.

Su intransigencia con arraigados abusos le concitó poderosísimos enemigos, que gastaron su influjo todo y no economizaron expediente para desquiciar al virrey en el ánimo del soberano.

El 7 de julio de 1678, cuando tenía lugar en Lima una procesión de rogativa, a consecuencia de un terrible terremoto que en el mes anterior dejó a la ciudad casi en escombros, recibió el conde de Castellar una real orden de Carlos II, en que se lo intimaba la inmediata entrega del mando al orgulloso y arbitrario arzobispo D. Melchor de Liñán y Cisneros. Este lo sujetó a un estrecho juicio de residencia, y durante él tuvo la mezquindad de mantenerlo, por cerca de dos años, desterrado en Paita.

Cuando en 1681 reemplazó el excelente duque de la Palata al arzobispo Cisneros, D. Baltasar de la Cueva, absuelto en el juicio, presentó su Relación de mando, fechada en el pueblecillo de Surco, inmediato a Chorrillos, que es una de las más notables entre las Memorias que conocemos de los virreyes.

El conde de Castellar trajo al Perú gran fortuna, cuya mayor parte pertenecía a la dote de su esposa, dama española que se hizo querer mucho en Lima por su caridad para con los pobres y por los valiosos donativos con que favoreció a las iglesias. De él se decía que entró rico al mando y salió casi pobre.

Las armas del de la Cueva eran: escudo cortinado; el primero y segundo cuartel en oro con un bastón de gules; el tercero en plata y un dragón o grifo de sinople en actitud de salir de una cueva; bordura de plata con ocho aspas de oro.

En 1682, Carlos II, en desagravio del desaire que tan injustamente le infiriera, lo nombró consejero de Indias; desempeñando este cargo falleció D. Baltasar en España tres o cuatro años después.

III

El conde de Castellar acostumbraba todas las tardes dar un paseo a pie por la ciudad, acompañado de su secretario y de uno de los capitanes de servicio; pero antes de regresar a palacio, y cuando las campanas tocaban el Ángelus, entraba al templo de Santo Domingo para rezar devotamente un rosario.

Era la noche del 10 de febrero de 1678.

Su excelencia se encontraba arrodillado en el escabel que un lego del convento tenía cuidado de alistarle frente al altar de la Virgen. A pocos pasos de él y de pie junto a un escaño se hallaban el secretario y el capitán de la escolta.

A pesar de la semiosbcuridad del templo, llamó la atención del último un bulto que se recataba tras las columnas de la vasta nave. De pronto, la misteriosa sombra se dirigió con pisada cautelosa hacia el escabel del virrey; y acogotando a éste con la mano izquierda, lo arrojó al suelo, a la vez que en su derecha relucía un puñal.

Por dicha para el virrey, el capitán era un mancebo ágil y forzudo, que con la mayor presteza se lanzó sobre el asesino y le sujetó por la muñeca. El sacrílego bregaba desesperadamente con el puño de hierro del joven, hasta que, agolpándose los frailes y devotos que se encontraban en la iglesia, lograron quitarle el arma.

Aquel hombre era Juan de Villegas.

Prófugo de presidio, hacía una semana que se encontraba en Lima; y desde su regreso no cesó de acechar en el templo al virrey, buscando ocasión propicia para asesinarle.

Aquella misma noche se encomendó la causa al alcalde D. Rodrigo de Odría, y tanta fue su actividad que, ocho días después, el cuerpo de Villegas se balanceaba como un racimo en la horca.

—¡Lástima de pícaro!—decía al pie del patíbulo D. Rodrigo a su alguacil—. ¿No es verdad, Güerequeque, que siempre sostuve que este bellaco había de acabar muy alto?

—Con perdón de usiría —contestó el interpelado—, que ese palo es de poca altura para el merecimiento del bribón.

La emplazada

Crónica de la época del virrey arzobispo


Confieso que, entre las muchas tradiciones que he sacado a luz, ninguna me ha puesto en mayores atrenzos que la que hoy traslado al papel. La tinta se me vuelve borra entre los puntos de la pluma, tanto es de espinoso y delicado el argumento. Pero a Roma por todo, y quiera un buen numen sacarme airoso de la empresa, y que alcance a cubrir con un velo de decoro, siquier no sea muy tupido, este mi verídico relato de un suceso que fue en Lima más sonado que las narices.

I

Doña Verónica Aristizábal, no embargante sus treinta y cinco pascuas floridas, era, por los años de 1688, lo que en toda tierra de herejes y cristianos se llama una buena moza. Jamón mejor conservado, ni en Westfalia.

Viuda del conde de Puntos Suspensivos —que es un título como otro cualquiera, pues el real no se me antoja ponerlo en letras de molde—, habíala éste, al morir, nombrado tutora de sus dos hijos, de los cuales el mayor contaba a la sazón cinco años. La fortuna del conde era lo que se dice señora fortuna, y consistía, amén de la casa solariega y valiosas propiedades urbanas, en dos magníficas haciendas situadas en uno de los fertilísimos valles próximos a esta ciudad de los reyes. Y perdóname, lector, que altere nombres y que no determine el lugar de la acción, pues, al hacerlo, te pondría los puntos sobre las íes, y acaso tu malicia te haría sin muchos tropezones señalar con el dedo a los descendientes de la condesa de Puntos Suspensivos, como hemos convenido en llamar a la interesante viuda. En materia de guardar un secreto, soy canciller del sello de la puridad.

Luego que pasaron los primeros meses de luto y que hubo llenado fórmulas de etiqueta social, abandonó Verónica la casa de Lima, y fue con baúles y petacas a establecerse en una de las haciendas. Para que el lector se forme concepto de la importancia del feudo rústico, nos bastará consignar que el número de esclavos llegaba a mil doscientos.

Había entre ellos un robusto y agraciado mulato, de veinticuatro años, a quien el difunto conde había sacado de pila y, en su calidad de ahijado, tratado siempre con especial cariño y distinción. A la edad de trece años, Pantaleón, que tal era su nombre, fue traído a Lima por el padrino, quien lo dedicó a aprender el empirismo rutinero que en esos tiempos se llamaba ciencia médica, y de que tan cabal idea nos ha legado el Quevedo limeño Juan de Caviedes en su graciosísimo Diente del Parnaso. Quizá Pantaleón, pues fue contemporáneo de Caviedes, es uno de los tipos que campean en el libro de nuestro original y cáustico poeta.

Cuando el conde consideró que su ahijado sabía ya lo suficiente para enmendarle una receta al mismo Hipócrates, lo volvió a la hacienda con el empleo de médico y boticario, asignándole cuarto fuera del galpón habitado por los demás esclavos, autorizándolo para vestir decentemente y a la moda, y permitiéndole que ocupara asiento en la mesa donde comían el mayordomo o administrador, gallego burdo como un alcornoque, el primer caporal, que era otro ídem fundido en el mismo molde, y el capellán, rechoncho fraile mercedario y con más cerviguillo que un berrendo de Bujama. Éstos, aunque no sin murmurar por bajo, tuvieron que aceptar por comensal al flamante dotor; y en breve, ya fuese por la utilidad de servicios que éste les prestara librándolos en más de un atracón, o porque se les hizo simpático por la agudeza de su ingenio y distinción de modales, ello es que el capellán, mayordomo y caporal no podían pasar sin la sociedad del esclavo, a quien trataban como a íntimo amigo y de igual a igual.

Por entonces llegó mi señora la condesa a establecerse en la hacienda, y aparte del capellán y los dos gallegos, que eran los empleados más caracterizados del fundo, admitió en su tertulia nocturna al esclavo, que para ella, aparte el título de ahijado y protegido de su difunto, tenía la recomendación de ser el D. Preciso para aplicar un sedativo contra la jaqueca, o administrar una pócima en cualquiera de los achaques a que es tan propensa nuestra flaca naturaleza.

Pero Pantaleón, no sólo gozaba del prestigio que da la ciencia, sino que su cortesanía, su juventud y su vigorosa belleza física formaban contraste con la vulgaridad y aspecto del mercedario y los gallegos. Verónica era mujer, y con eso está dicho que su imaginación debía dar mayores proporciones al contraste. El ocio y aislamiento de vida en una hacienda, los nervios siempre impresionables en las hijas de Eva, la confianza que para calmarlos se tiene en el agua de melisa, sobre todo si el médico que la propina es joven, buen mozo e inteligente, la frecuencia e intimidad del trato y... ¡qué sé yo!..., hicieron que a la condesa le clavara el pícaro de Cupido un acerado dardo en mitad del corazón. Y como cuando el diablo no tiene que hacer, mata moscas con el rabo, y en levas de amor no hay tallas, sucedió... lo que ustedes sin ser brujos ya habrán adivinado. Con razón dice una copla:


«Pocos eclipses el sol
y mil la luna padece;
que son al desliz más prontas
que los hombres las mujeres».

II

Lector: un cigarrillo o un palillo para los dientes, y hablemos de historia colonial.

El señor don Melchor de Liñán y Cisneros entró en Lima, con el carácter de arzobispo, en febrero de 1678; pero teniendo el terreno tan bien preparado en la corte de Madrid que, cinco meses después, Carlos II, destituyendo al conde de Castellar, nombraba a su ilustrísima virrey del Perú; y entre otras mercedes, concediole más tarde el título que el arzobispo transfirió a uno de sus hermanos.

Sus armas eran las de los Liñán: escudo bandado de oro y gules.

El virrey conde de Castellar entregó bien provistas las reales cajas, y el virrey arzobispo se cuidó de no incurrir en la nota de derrochador. Sino de riqueza, puede afirmarse que no fue de penuria la situación del país bajo el gobierno de Liñán y Cisneros, quien, hablando de la Hacienda, decía muy espiritualmente que era preciso guardarla de los muchos que la guardaban, y defenderla de los muchos que la defendían.

Desgraciadamente, lo soberbio de su carácter y la mezquina rivalidad que abrigara contra su antecesor, hostilizándolo indignamente en el juicio de residencia, amenguan ante la historia el nombre del virrey arzobispo.

Bajo esta administración fue cuando los vecinos de Lima enviaron barrillas de oro para el chapín de la reina, nombre que se daba al obsequio que hacían los pueblos al monarca cuando éste contraía matrimonio: era, digámoslo así, el regalo de boda que ofrecían los vasallos.

Los brasileños se apoderaron de una parte del territorio fronterizo a Buenos Aires, y su ilustrísima envió con presteza tropas que, bajo el mando del maestre de campo don José de Garro, gobernador del río de la Plata, los desalojaron después de reñidísima batalla. La paz de Utrecht vino a poner término a la guerra, obteniendo Portugal ventajosas concesiones de España.

Los filibusteros Juan Guarín (Warlen) y Bartolomé Chearps, apoyados por los indios del Darién, entraron por el mar del Sur, hicieron en Panamá algunas presas de importancia, como la del navío Trinidad, saquearon los puertos de Barbacoas, Ilo y Coquimbo, incendiaron la Serena, y el 9 de febrero de 1681 desembarcaron en Arica. Gaspar de Oviedo, alférez real y justicia mayor de la provincia, se puso a la cabeza del pueblo, y después de ocho horas de encarnizado combate, los piratas tuvieron que acogerse a sus naves, dejando entre los muertos al capitán Guarín y once prisioneros. Liñán de Cisneros equipó precipitadamente en el Callao dos buques, los artilló con treinta piezas y confinó su mando al general Pantoja; y aunque es verdad que nuestra escuadra no dio caza a los piratas, sus maniobras influyeron para que éstos, desmoralizados ya con el desastre de Arica, abandonasen nuestros mares. En cuanto a los once prisioneros, fueron ajusticiados en la Plaza mayor de Lima.

Fue esta época de grandes cuestiones religiosas. Las competencias de frailes y jesuitas en las misiones de Mojos, Carabaya y Amazonas; un tumultuoso capítulo de las monjas de Santa Catalina, en Quito, muchas de las cuales abandonaron la clausura, y la cuestión del obispo Mollinedo en los canónigos del Cuzco, por puntos de disciplina, darían campo para escribir largamente. Pero la conmoción más grave fue la de los franciscanos de Lima, que el 23 de diciembre de 1680, a las once de la noche, pusieron fuego a la celda del comisario general de la Orden fray Marcos Terán.

Bajo el gobierno de Liñán de Cisneros, vigésimo primo virrey del Perú, se recibieron en Lima los primeros ejemplares de la Recopilación de leyes de India, impresión hecha en Madrid en 1680; se prohibió la fabricación de aguardientes que no fuesen de los conchos puros del vino, y se fundó el conventillo de Santa Rosa de Viterbo para beatas franciscanas.

III

El mayor monstruo los celos, es el título de una famosa comedia del teatro antiguo español, y a fe que el poeta anduvo acertadísimo en el mote.

Un año después de establecida la condesa en la hacienda, hizo salir de un convento de monjas de Lima a una esclavita, de quince a diez y seis abriles, fresca como un sorbete, traviesa como un duende, alegre como una misa de aguinaldo y con un par de ojos negros, tan negros que parecían hechos de tinieblas. Era la predilecta, la engreída de Verónica. Antes de enviarla al monasterio para que perfeccionase su educación aprendiendo labores de aguja y demás cosas en que son tan duchas las buenas madres, su ama la había pagado maestros de música y baile; y la muchacha aprovechó tan bien las lecciones que no había en Lima más diestra tañedora de arpa, ni timbre de voz más puro y flexible para cantar la bella Aminta y el pastor feliz, ni pies más ágiles para trenzar una sajuriana, ni cintura más cenceña y revolucionaria para bailar un bailecito de la tierra.

Describir la belleza de Gertrudis sería para mí obra de romanos. Pálido sería el retrato que emprendiera yo hacer de la mulata, y basta que el lector se imagine uno de esos tipos de azúcar refinada y canela de Ceylán, que hicieron decir al licencioso ciego de la Merced, en una copla que yo me guardaré de reproducir con exactitud:


«Canela y azúcar fue
la bendita Magdalena...
quien no ha querido a una china
no ha querido cosa buena».


La llegada de Gertrudis a la hacienda despertó en el capellán y el médico todo el apetito que inspira una golosina. Su reverencia frailuna dio en padecer de distracciones cuando abría su libro de horas; y el médico boticario se preocupó con la mocita a extremo tal que, en cierta ocasión, administró a uno de sus enfermos jalapa en vez de goma arábiga, y en un tumbo de dado estuvo que lo despachase sin postillón al país de las calaveras.

Alguien ha dicho (y por si nadie ha pensado en decir tal paparrucha, direla yo) que un rival tiene ojos de telescopio para descubrir, no digo un cometa crinito, sino una pulga en el cielo de sus amores. Así se explica que el capellán no tardase en comprender y adquirir pruebas de que entre Pantaleón y Gertrudis existían lo que, en política, llamaba uno de nuestros prohombres connivencias criminales. El despechado rival pensó entonces en vengarse, y fue a la condesa con el chisme, alegando hipócritamente que era un escándalo y un faltamiento a tan honrada casa que dos esclavos anduviesen entretenidos en picardihuelas que la moral y la religión condenan. ¡Bobería! No se fundieron campanas para asustarse del repique.

Probable es que si el mercedario hubiera podido sospechar que Verónica había hecho de su esclavo algo más que un médico, se habría abstenido de acusarlo. La condesa tuvo la bastante fuerza de voluntad para dominarse, dio las gracias al capellán por el cristiano aviso, y dijo sencillamente que ella sabría poner orden en su casa.

Retirado el fraile, Verónica se encerró en su dormitorio para dar expansión a la tormenta que se desarrollaba en su alma. Ella, que se había dignado descender del pedestal de su orgullo y preocupaciones para levantar hasta su altura a un miserable esclavo, no podía perdonar al que traidoramente la engañaba.

Una hora después, Verónica, afectando serenidad de espíritu, se dirigió al trapiche e hizo llamar al médico. Pantaleón se presentó en el acto, creyendo que se trataba de asistir a algún enfermo. La condesa, con el tono severo de un juez, lo interrogó sobre las relaciones que mantenía con Gertrudis, y exasperada por la tenaz negativa del amante, ordenó a los negros que, atándolo a una argolla de hierro, lo flagelasen cruelmente. Después de media hora de suplicio, Pantaleón estaba casi exánime. La condesa hizo suspender el castigo y volvió a interrogarlo. La víctima no retrocedió en su negativa: y más irritada que antes, la condesa lo amenazó con hacerlo arrojar en una paila de miel hirviendo.

La energía del infortunado Pantaleón no se desmintió ante la feroz amenaza, y abandonando el aire respetuoso con que hasta ese instante había contestado a las preguntas de su ama, dijo:

—Hazlo, Verónica, y dentro de un año, tal un día como hoy, a las cinco de la tarde, te cito ante el tribunal de Dios.

—¡Insolente! —gritó furiosa la condesa, cruzando con su chicotillo el rostro del infeliz—. ¡A la paila! ¡A la paila con él!

¡Horror!

Y el horrible mandato quedó cumplido en el instante.

IV

La condesa fue llevada a sus habitaciones en completo estado de delirio. Corrían los meses, el mal se agravaba, y la ciencia se declaró vencida. La furiosa loca gritaba en sus tremendos ataques:

—¡Estoy emplazada!

Y así llegó la mañana del día en que expiraba el fatal plazo, y ¡admirable fenómeno!, la condesa amaneció sin delirio. El nuevo capellán que había reemplazado al mercedario fue llamado por ella y la oyó en confesión, perdonándola en nombre de Aquel que es todo misericordia.

El sacerdote dio a Gertrudis su carta de libertad y una suma de dinero que la obsequiaba su ama. La pobre mulata, cuya fatal belleza fue la causa de la tragedia, partió una hora después para Lima, y tomó el hábito de donada en el monasterio de las clarisas.

Verónica pasó tranquila el resto del día.

El reloj de la hacienda dio la primera campanada de las cinco. Al oirla, la loca saltó de su lecho, gritando:

—¡Son las cinco! ¡Pantaleón! ¡Pantaleón!

Y cayó muerta en medio del dormitorio.

Cortar el revesino

Crónica de la época del vigésimo segundo virrey del Perú


(A José Agustín de La-Puente)


¡Cortar el revesino! He aquí una frase que generalmente usamos los limeños, y de cuyo alcance no me habría dado jamás completa cuenta sin la auténtica tradición que voy a referir.

I

Cuando en enero de 1535 se trazó la planta o delineó el plano de la ciudad de Lima, constituyéronse los agrimensores en la que hasta hoy se llama calle del Compás o de la portería del monasterio de la Concepción. La tal calle, que hasta hace poco más de veinte años era irregular, pues formaba un ángulo que imitaba las ramas del compás, fue el punto de partida para dividir la población en manzanas tan iguales, que dan a Lima semejanza con un tablero de ajedrez.

En los primeros momentos no se pensó en determinar área para palacio, y el terreno del que hoy poseemos estuvo dividido en lotes que pertenecieron a los conquistadores Jerónimo de Aliaga, ¡Nicolás de Ribera el Viejo, García de Salcedo, Cristóbal Palomino, D. Francisco Pizarro y a dos o tres vecinos más, cuyos nombres he olvidado.

Cuando en el siguiente año se trató con seriedad de edificar casa de gobierno, lejos de oponerse los propietarios de esos lotes manifestaron buena voluntad para cederlos; pero desgraciadamente no se formalizó la cesión por escritura pública. Y de esta incuria han surgido, aun en tiempos de la república, litigios con los herederos de los conquistadores.

El general D. Juan de Urdánegui, caballero de Santiago, y creado marqués de Villafuerte por real cédula de 11 de noviembre de 1682, vino al Perú, con su esposa doña Constanza Luján y Recalde, por los años de 1674, y no sabemos cómo obtuvo derecho de propiedad sobre uno de aquellos lotes, que era precisamente el que hoy corresponde al gran patio donde están situadas la Caja fiscal y otras oficinas de Hacienda.

Era el de Villafuerte tertulio de su excelencia D. Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, príncipe de Masa y marqués de Tola, a quien los limeños llamaban el virrey de los pepinos, aludiendo a un bando en que prohibió comer en la costa tan poco saludable fruta.

Presumía el virrey de no encontrar rival en el juego de revesino, que era para la sociedad lo que el tresillo o rocambor en nuestros días. Entiendo que en ese juego hay un lance de compromiso y que pica el amor propio de un jugador, lance que se llama cortar el revesino.

Los que hacían la partida del duque evitaban siempre, por adulación o cortesía, cortarle el revesino.

Además, el virrey tenía fama de ser hombre de poco aguante y de que la cólera se le subía al campanario con mucha facilidad. Véase esto que de él cuenta un cronista.

Por consecuencias del terremoto de 1687 perdiéronse las cosechas en los valles inmediatos a Lima, lo que produjo gran alza en el precio de los víveres. Su excelencia llamó a palacio (que, dicho sea de paso, estaba casi en escombros) a los principales agricultores, y obtuvo de ellos algunas concesiones en beneficio de los pobres. Tal vez tan paternal solicitud fue la que inspiró al poeta limeño Juan de Caviedes estos versos, con que da principio a uno de sus más conceptuosos romances:


«Excelentísimo duque
que, sustituto de Carlos,
engrandeces lo que en ti
aun más que ascenso, es atraso.»


Entre los concurrentes encontrose el hacendado más rico de Lima, que era un ganapán, barbarote, testarudo y judaicamente avaro. En el exordio de la conferencia sacó el duque su caja de rapé, sorbió una narigada, quedose con aquélla en la mano, y como su excelencia accionaba al hablar, creyó el palurdo que lo brindaba un polvo, y sin más espera, metió índice y pulgar en la cajeta. Esta escena se repitió, tres o cuatro veces, y cuando todos los presentes convenían en abaratar los granos, el único que no amainaba era el villanote. El virrey, que hasta entonces había disimulado la llaneza con que aquel zamarro metía los dedos en la aristocrática cajilla, no quiso seguir transigiendo con el recalcitrante avaro, y poniéndose de pie le dijo:

—Lárguese usted antes que se me acaben la paciencia y el tabaco.

II

En mi concepto, el duque de la Palata, descendiente de los reyes de Navarra y miembro del Consejo de Regencia durante la minoridad de Carlos II, fue (acépteseme la frase) el virrey más virrey que el Perú tuvo. Y tanto que por sí y ante sí hizo conde de Torreblanca en 1683 a D. Luis Ibáñez de Segovia y Orellana, y hecho conde se quedó, porque el monarca se conformó con morderse las uñas. Ni antes ni después virrey alguno se atrevió a tanto.

Precedido de gran renombre y de inmenso prestigio y fortuna, efectuó su entrada en Lima el 20 de noviembre de 1681, siendo recibido por el Cabildo con pompa regia, bajo de palio y pisando sobre barras de plata. Instalado en palacio, desplegó el lujo de un pequeño monarca, implantó la etiqueta y refinamientos de una corte, y pocas veces se le vio en la calle sino en carruaje de seis caballos y con lucida escolta.

Sus armas eran las de los Rocafull: escudo cuartelado; el primero y el último en gules, con un riquete de oro; el segundo y tercero en plata, y una corneta de sable; bordura de oro con cordones de gules, y cuatro calderos de sable.

Ningún virrey vino provisto de autorizaciones más amplias para gobernar; pero también ninguno fue más que él sagaz, laborioso, justificado, enérgico y digno del puesto. Ninguno —escribe un historiador— habría podido decir con más razón que él a los que trataran de oponérsele en nombre de las leyes divinas y humanas: «Dios está en el cielo, el rey está lejos y yo mando aquí.»

El duque de la Palata fue en el Perú punto menos que el rey; pero fue punto más que todos los virreyes sus antecesores.

Sólo él pudo meter en vereda a las Audiencias de Panamá, Quito, Charcas y Chile, reprimiendo sus abusivos procedimientos.

Los piratas traían alarmado el país con sus extorsiones y desembarcos en Guayaquil, Paita, Santa, Huaura, Pisco y otros lugares de la costa, y con el continuo apresamiento de naves mercantes que con caudales iban a Panamá o a la feria del Portobelo. El virrey empezó por ahorcar en Lima a cuanto pirata encontró en la cárcel, siendo uno de ellos el célebre Clerk, que por salvar del suplicio se había fingido sacerdote, exhibiendo papeles con los que pretendió probar que se llamaba fray José de Lizárraga. En seguida equipó las flotas, que después de diversos combates obligaron a los filibusteros a abandonar el Pacífico. De regreso para el Callao, entró una de las victoriosas flotas en la rada de Paita, y hallándose el almirante de paseo en tierra, estalló la santabárbara de la nave capitana, salvando únicamente dos hombres de los cuatrocientos que la tripulaban.

Fue entonces cuando para defensa de Lima, amagada durante todo el siglo XVII por los piratas, decidiose a complacer a los vecinos amurallando la ciudad. En menos de tres años y con un gasto que no llegó a setecientos mil pesos, se levantaron catorce mil varas de gruesos muros con catorce baluartes. A la vez se emprendió igual obra en Trujillo, gastándose en ella ochenta y cuatro mil pesos.

Datan también de esta época la fundación de la casa de Moneda, a la que hicieron mucha oposición los mineros de Potosí; la de los monasterios de Trinitarias y Santa Teresa, y la del beaterio del Patrocinio.

El de Navarra y Rocafull vino a relevar al virrey arzobispo Liñán Cisneros, quien quiso continuar gozando de las mismas prerrogativas y fueros de virrey, siendo la principal la de usar coche de seis mulas con cocheros descubiertos. Opúsose el de la Palata, y desde entonces anduvo el arzobispo quisquilloso con el nuevo gobernante.

Este dictó en 20 de febrero de 1684 unas sabias y justísimas ordenanzas poniendo las peras a cuarto a los curas explotadores de los infelices indios. El arzobispo clamoreó en el púlpito contra las ordenanzas, empleando lenguaje virulento; mas el duque resolvió que, mientras el venerable predicador no diese satisfacción, no asistieran tribunales y corporaciones a fiestas de catedral. Aunque los canónigos fueron a palacio a dar explicaciones al virrey, éste no aceptó excusas, y el día de la fiesta de San Fernando se marchó al Callao. El entredicho entre el jefe civil y el eclesiástico produjo gran escándalo; y arrepentido el bilioso arzobispo puso fin a él, saliendo en su coche a recibir al virrey cuando éste regresaba del Callao. La reconciliación por parte del Sr. Liñán y Cisneros no fue sincera; pues dos años más tarde volvió a predicar presentando al virrey como enemigo de la Iglesia y como hombre que, con su ordenanza en daño de la bolsa de los curas, atraía sobre Lima el castigo del cielo.

Desde enero de 1687 frecuentes temblores tenían acongojados a los habitantes de Lima; pero en la madrugada del 20 de octubre hubo uno tan violento que derrumbó muchas casas y los vecinos corrieron a refugiarse en las plazas y templos. A las seis de la mañana repitiose el sacudimiento, que fue ya un verdadero terremoto, pues vinieron al suelo los edificios que habían resistido al primer temblor. Juan de Caviedes, el gran poeta limeño de ese siglo, nos pinta así los horrores de este cataclismo, de que fue testigo:


«¿Qué se hicieron, Lima ilustre,
tus fuertes arquitecturas
de templos, casas y torres
como la fama divulga?
No quedó templo que al suelo
no bajase, ni escultura
sagrada de quien no fueran
los techos violentas urnas».


Entre otras, la torre de Santo Domingo se desplomó, matando mucha gente. Todo era confusión y pánico, y sólo el virrey tenía serenidad de espíritu para tomar acertadas providencias en medio de la general tribulación.

El 15 de agosto de 1689 fue el duque de la Palata relevado con el conde de la Monclova. Permaneció un año más en Lima, atendiendo a su juicio de residencia, y terminado éste se embarcó para España. Al llegar a Portobelo se sintió atacado de fiebre amarilla y murió el 13 de abril de 1690.

III

Prosigo con la tradición. Reunidos estaban un domingo, después de la misa mayor, en la celda de fray José Barraza, comendador de la Merced, los marqueses de Castellón, de Villarrubia de Langres, de Valleumbroso y de Villafuerte, con los condes de Cartago y Torreblanca y otros caballeros de hábito, murmurando amablemente de la presunción de su excelencia en no reconocer superioridad a nadie en el juego.

El vizconde del Portillo, D. Agustín Sarmiento y Sotomayor, dijo:

—A mí no se me alcanza letra en el naipe; pero así ha de ser como lo dice el duque, pues no sé que hasta ahora haya habido quien le corte el revesino.

D. Juan de Urdánegui, marqués de Villafuerte, no aguantó la pulla, y contestó:

—Pues esta noche va usted a ver que yo soy ese guapo, y salga el sol por Antequera.

—Ni fía ni porfía, ni entres en cofradía —replicó el de Torreblanca—, de aquí a la noche no hay siglos que esperar.

Como pocas veces estuvo aquel domingo concurrida la tertulia de palacio, que las palabras del de Villafuerte habían cundido atrayendo a los curiosos. Algo más de una hora llevaban los jugadores de manejar cartas cuando aconteció el lance. A su excelencia se le encendió el rostro, disimuló un tanto, dejó transcurrir veinte minutos y dijo:

—Caballeros, basta de juego por hoy, que me siento con dolor de cabeza.

Y la tertulia se disolvió.

Al otro día este era el suceso piramidal de que se ocupaba la sociedad limeña. Encontrábanse dos en la calle, y después del saludo decía uno.

—¡Hombre! ¿No sabe usted lo que hay de nuevo?

—¿Noticia de los piratas? Hasta los pelos estoy de mentiras, buenas y gordas —contestaba el otro.

—¡Qué piratas ni qué niños envueltos! Guárdeme usted secreto. Lo que hay es que al virrey le han cortado anoche el revesino.

—¡Hombre! ¿Qué me cuenta usted? No puede ser.

—Pues sí, señor, sí puede ser; y por más señas que el de la hazaña ha sido el marqués de Villafuerte. A mí me lo ha contado todo, en confianza, la mujer del sobrino del compadre del repostero de palacio. Ya ve usted que no atestiguo con muertos.

—¡Caramba! La cosa es de mucho bulto; pero hay que creerla, porque quien se lo ha dicho a usted tiene por qué estar bien informada.

Y en los estrados, y en las gradas de la catedral, y en las tiendas no se habló de otro acontecimiento durante una semana. Hasta un fraile de Santo Domingo —fraile había de ser— compuso una pésima letrilla que anduvo de mano en mano por todo Lima, con el siguiente estribillo:


«al virrey de los pepinos
le han cortado el revesino».


Picose de todo ello el buen virrey, y se permitió algunos desahogos contra el irrespetuoso marqués de fresca data. Súpolo éste y no volvió a la tertulia del duque.

IV

Dos años después mandó el virrey promulgar un bando de buena policía.

Acostumbrábase llevar los caballos de estimación a bañarse y beber agua en los cuatro pilancones situados alrededor de la fuente de la plaza Mayor, y luego se les dejaba retozar libremente por una hora y que levantasen polvareda suficiente para asfixiar a una dama melindrosa. Dispúsose, pues, que en adelante fuesen los animales al río.

El de Villafuerte llamó a su caballerizo y le dijo:

—Mira, Andrés, mañana al mediodía llevas los caballos a bañar en la Barranca o Monserrate; pero en seguida te vas con ellos a palacio y los echas a retozar en el patio. Cuidado con no hacer las cosas como te mando, que la panadería del Tiñoso no está lejos para castigar esclavos desobedientes.

Hízolo así el negro, y al laberinto que se formó en palacio contestaba:

—Yo no tengo la culpa, mi amo... Yo soy mandado... El señor marqués de Villafuerte responde de todo.

Impúsose el virrey de lo que motivaba la bulla, y bajó furioso al patio, decidido a hacer desollar vivo al insolente negro, a tiempo que D. Juan de Urdánegui llegaba también al sitio del escándalo.

—¿Qué desacato es ese, señor marqués? ¿Con qué derecho convierte usted en caballeriza el patio de palacio?

—¿Con qué derecho, excelentísimo señor? Con el derecho que me dan estos papeles. Pase vuecencia la vista por ellos y verá que este patio es tan mío como el cielo es de los bienaventurados. No estoy en casa ajena, sino en la propia.

El virrey tomó el legajo que le presentaba Urdánegui, leyó las últimas páginas, y convencido de que el terreno que pisaba era propiedad del de Villafuerte, desarrugó el ceño, y tendiendo a éste la manó le dijo:

—Muchos distingos admiten estos papeles, y en su derecho, Sr. D. Juan, hay tela para un litigio. Lo único que hay de claro, marqués, es que Dios lo envió al mundo para cortarme siempre el revesino.

Amor de madre

Crónica de la época del virrey «brazo de plata»


(A Juana Manuela Gorriti)

I

Juzgamos conveniente alterar los nombres de los principales personajes de esta tradición, pecado venial que hemos cometido en «La emplazada» y alguna otra. Poco significan los nombres si se cuida de no falsear la verdad histórica; y bien barruntará el lector que razón, y muy poderosa, habremos tenido para desbautizar prójimos.

En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el Excmo. Sr. D. Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova, comendador de Zarza en la orden de Alcántara y vigésimo tercio virrey del Perú por su majestad D. Carlos II. Además de su hija doña Josefa y de su familia y servidumbre, acompañábanlo desde México, de cuyo gobierno fue trasladado al de estos reinos, algunos soldados españoles. Distinguíase entre ellos, por su bizarro y marcial aspecto, D. Fernando de Vergara, hijodalgo extremeño, capitán de gentileshombres lanzas; y contábase de el que entre las bellezas mexicanas no había dejado la reputación austera de monje benedictino. Pendenciero, jugador y amante de dar guerra a las mujeres, era más que difícil hacerlo sentar la cabeza, y el virrey, que le profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo de su mano, por ver si resultaba verdad aquello de «estado muda costumbres».

Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza, tenía prendas que la hacían el partido más codiciable de la ciudad de los reyes. Su bisabuelo había sido, después de Jerónimo de Aliaga, del alcalde Ribera, de Martín de Alcántara y de Diego Maldonado el Rico, uno de los conquistadores más favorecidos por Pizarro con repartimientos en el valle del Rimac. El emperador lo acordó el uso de Don, y algunos años después los valiosos presentes que enviaba a la corona lo alcanzaron la merced de un hábito de Santiago. Con un siglo a cuestas, rico y ennoblecido, pensó nuestro conquistador que no tenía ya misión sobre este valle de lágrimas, y en 1604 lió el petate, legando al mayorazgo en propiedades rústicas y urbanas un caudal que se estimó entonces en un quinto de millón.

El abuelo y el padre de Evangelina acrecieron la herencia; y la joven se halló huérfana a la edad de veinte años, bajo el amparo de un tutor y envidiada por su inmensa riqueza.

Entre la modesta hija del conde de la Monclova y la opulenta limeña se estableció en breve la más cordial amistad. Evangelina tuvo así motivo para encontrarse frecuentemente en palacio en sociedad con el capitán de gentileshombres, que a fuer de galante no desperdició coyuntura para hacer su corte a la doncella; la que al fin, sin confesar la inclinación amorosa que el hidalgo extremeño había sabido hacer brotar en su pecho, escuchó con secreta complacencia la propuesta de matrimonio con don Fernando. El intermediario era el virrey nada menos, y una joven bien adoctrinada no podía inferir desaire a tan encumbrado padrino.

Durante los cinco primeros años de matrimonio, el capitán Vergara olvidó su antigua vida de disipación. Su esposa y sus hijos constituían toda su felicidad: era, digámoslo así, un marido ejemplar.

Pero un día fatal hizo el diablo que D. Fernando acompañase a su mujer a una fiesta de familia, y que en ella hubiera una sala, donde no sólo se jugaba la clásica malilla abarrotada, sino que alrededor de una mesa con tapete verde se hallaban congregados muchos devotos de los cubículos. La pasión del juego estaba sólo adormecida en el alma del capitán, y no es extraño que a la vista de los dados se despertase con mayor fuerza. Jugó, y con tan aviesa fortuna, que perdió en esa noche veinte mil pesos.

Desde esa hora, el esposo modelo cambió por completo su manera de ser, y volvió a la febricitante existencia del jugador. Mostrándosele la suerte cada día más rebelde, tuvo que mermar la hacienda de su mujer y de sus hijos para hacer frente a las pérdidas, y lanzarse en ese abismo sin fondo que se llama el desquite.

Entre sus compañeros de vicio había un joven marqués a quien los dados favorecían con tenacidad, y D. Fernando tomó a capricho luchar contra tan loca fortuna. Muchas noches lo llevaba a cenar a la casa de Evangelina, y terminada la cena, los dos amigos se encerraban en una habitación a descamisarse, palabra que en el tecnicismo de los jugadores tiene una repugnante exactitud.

Decididamente, el jugador y el loco son una misma entidad. Si algo empequeñece, a mi juicio, la figura histórica del emperador Augusto es que, según Suetonio, después de cenar jugaba a pares y nones.

En vano Evangelina se esforzaba para apartar del precipicio al desenfrenado jugador. Lágrimas y ternezas, enojos y reconciliaciones fueron inútiles. La mujer honrada no tiene otras armas que emplear sobre el corazón del hombre amado.

Una noche la infeliz esposa se encontraba ya recogida en su lecho, cuando la despertó D. Fernando pidiéndole el anillo nupcial. Era éste un brillante de crecidísimo valor. Evangelina se sobresaltó; pero su marido calmó su zozobra, diciéndola que trataba sólo de satisfacer la curiosidad de unos amigos que dudaban del mérito de la preciosa alhaja.

¿Qué había pasado en la habitación donde se encontraban los rivales de tapete? D. Fernando perdía una gran suma, y no teniendo ya prenda que jugar, se acordó del espléndido anillo de su esposa.

La desgracia es inexorable. La valiosa alhaja lucía pocos minutos más tarde en el dedo anular del ganancioso marqués.

D. Fernando se estremeció de vergüenza y remordimiento. Despidiose el marqués y Vergara lo acompañaba a la sala; pero al llegar a ésta, volvió la cabeza hacia una mampara que comunicaba al dormitorio de Evangelina, y al través de los cristales viola sollozando de rodillas ante una imagen de María.

Un vértigo horrible se apoderó del espíritu de D. Fernando, y rápido como el tigre, se abalanzó sobre el marqués y le dio tres puñaladas por la espalda.

El desventurado huyó hacia el dormitorio, y cayó exánime delante del lecho de Evangelina.

II

El conde de la Monclova, muy joven a la sazón, mandaba una compañía en la batalla de Arras, dada en 1654. Su denuedo lo arrastró a lo más reñido de la pelea, y fue retirado del campo medio moribundo. Restableciose al fin, pero con pérdida del brazo derecho, que hubo necesidad de amputarle. Él lo sustituyó con otro plateado, y de aquí vino el apodo con que en México y en Lima lo bautizaron.

El virrey Brazo de plata, en cuyo escudo de armas se leía este mote: Ave María gratia plena, sucedió en el gobierno del Perú al ilustre don Melchor de Navarra y Rocafull. «Con igual prestigio que su antecesor, aunque con menos dotes administrativas —dice Lorente—, de costumbres puras, religioso, conciliador y moderado, el conde de la Monclova edificaba al pueblo con su ejemplo, y los necesitados le hallaron siempre pronto a dar de limosna sus sueldos y las rentas de su casa».

En los quince años cuatro meses que duró el gobierno de Brazo de plata, período a que ni hasta entonces ni después llegó ningún virrey, disfrutó el país de completa paz; la administración fue ordenada y se edificaron en Lima magníficas casas. Verdad que el tesoro público no anduvo muy floreciente; pero fue por causas extrañas a la política. Las procesiones y fiestas religiosas de entonces recordaban, por su magnificencia y lujo, los tiempos del conde de Lomos. Los portales, con sus ochenta y cinco arcos, cuya fábrica se hizo con gasto de veinticinco mil pesos, el Cabildo y la galería de palacio fueron obra de esa época.

En 1694 nació en Lima un monstruo con dos cabezas y rostros hermosos, dos corazones, cuatro brazos y dos pechos unidos por un cartílago. De la cintura a los pies poco tenía de fenomenal, y el enciclopédico limeño D. Pedro de Peralta escribió con el título de Desvíos de la naturaleza un curioso libro, en que, a la vez que hace una minuciosa descripción anatómica del monstruo, se empeña en probar que estaba dotado de dos almas.

Muerto Carlos el Hechizado en 1700, Felipe V, que lo sucedió, recompensó al conde de la Monclova haciéndolo grande de España.

Enfermo, octogenario y cansado del mando, el virrey Brazo de plata instaba a la corte para que se le reemplazase. Sin ver logrado este deseo, falleció el conde de la Monclova el 22 de septiembre de 1702, siendo sepultado en la catedral, y su sucesor, el marqués de Castel-dos-Ríus, no llegó a Lima sino en julio de 1707.

Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova, siguió habitando en palacio después de la muerte del virrey; mas una noche, concertada ya con su confesor, el padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana y tomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con el hábito de Santa Rosa, cuyo monasterio se hallaba en fábrica. En mayo de 1710 se trasladó doña Josefa Portocarrero Lazo de la Vega al nuevo convento, del que fue la primera abadesa.

III

Cuatro meses después de su prisión, la Real Audiencia condenaba a muerte a D. Fernando de Vergara. Éste desde el primer momento había declarado que mató al marqués con alevosía, en un arranque de desesperación de jugador arruinado. Ante tan franca confesión no quedaba al tribunal más que aplicar la pena.

Evangelina puso en juego todo resorte para libertar a su marido de una muerte infamante; y en tal desconsuelo, llegó el día designado para el suplicio del criminal. Entonces la abnegada y valerosa Evangelina resolvió hacer, por amor al nombre de sus hijos, un sacrificio sin ejemplo.

Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio en momentos de hallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo con los oidores, y expuso: que D. Fernando había asesinado al marqués, amparado por la ley: que ella era adúltera, y que, sorprendida por el esposo, huyó de sus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del ultrajado marido.

La frecuencia de las visitas del marqués a la casa de Evangelina, el anillo de ésta como gaje de amor en la mano del cadáver, las heridas por la espalda, la circunstancia de haberse hallado al muerto al pie del lecho de la señora y otros pequeños detalles eran motivos bastantes para que el virrey, dando crédito a la revelación, mandase suspender la sentencia.

El juez de la causa se constituyó en la cárcel para que D. Fernando ratificara la declaración de su esposa. Mas apenas terminó el escribano la lectura, cuando Vergara, presa de mil encontrados sentimientos, lanzó una espantosa carcajada.

¡El infeliz se había vuelto loco!

Pocos años después, la muerte cernía sus alas sobre el casto lecho de la noble esposa, y un austero sacerdote prodigaba a la moribunda los consuelos de la religión.

Los cuatro hijos de Evangelina esperaban arrodillados la postrera bendición maternal. Entonces la abnegada víctima, forzada por su confesor, les reveló el tremendo secreto: «El mundo olvidará —les dijo— el nombre de la mujer que os dio la vida; pero habría sido implacable para con vosotros si vuestro padre hubiese subido los escalones del cadalso. Dios, que lee en el cristal de mi conciencia, sabe que ante la sociedad perdí mi honra, porque no os llamasen un día los hijos del ajusticiado».

Un proceso contra Dios

Crónica de la época del vigésimo cuarto virrey del Perú


En el archivo de la que fue Real Audiencia de Lima encontrábase constancia de haberse remitido a España, pedida por el rey, una causa de más de cuatrocientas fojas de papel sellado, sobre cual constancia y datos pacientemente recogidos hemos basado esta tradición.

Dios hizo al hombre bueno; pero parece que su Divina Majestad echó ases cuando creó la humanidad.

El hombre instintivamente se inclina al bien; pero las decepciones envenenan su alma y la vuelven egoísta, es decir, perversa.

Quien aspire a tener larga cosecha de males, empiece por sembrar beneficios. Esperar gratitud del prójimo favorecido, es como pedir hoy milagros a los santos.

Así es la humanidad, y mucho que tuvo razón el rey D. Alonso el Sabio cuando dijo que si este mundo no estaba mal hecho, por lo menos lo parecía.

I

D. Pedro Campos de Ayala fue por los años de 1695 un rico comerciante español, avecindado en Lima, sobre el cual llovieron las desdichas como granizada sobre páramo.

Dicen los casuistas que donde hay penas y desventuras, allí está Dios. Consoladora es la doctrina; pero a la mayoría de los que padecen no les cae en gracia.

Así, cuentan que un sabio obispo logró que se bautizase un judío muy acaudalado. Después de su conversión, empezaron a sobrevenirle desgracias sobre desgracias, y el obispo creyó confortarlo diciéndole: «No te desesperes, que tus desdichas no son sino beneficios que el Señor reparte entre aquellos a quienes arna». Amostazose el cristiano nuevo y contestó: «Pues esos regalos que los guarde Dios para sus amigos viejos: pero conmigo, a quien conoce de ha poco, ¿sobre qué tanta confianza y cariño?».

Generoso hasta la exageración, no hubo miseria que D. Pedro no aliviase con su dinero, ni desventura a la que no acudiese a dar consuelo. Y esto sin fatuidad, que el hombre era humilde como las piedras de la calle, y por sólo el gusto de hacer el bien.

Pero el naufragio de un buque que con valioso cargamento le venía de Cádiz, y la quiebra de algunos pillos a quienes el buen D. Pedro sirviera de garante, lo pusieron en apurada situación. Nuestro honrado español realizó con graves pérdidas su fortuna, pagó a los acreedores y se quedó sin un maravedí.

Con la última moneda se le escapó el último amigo.

Todo lo había perdido, menos la vergüenza, que es lo primero que ahora acostumbramos perder.

Quiso volver a trabajar, y acudió en demanda de protección a muchos a quienes había favorecido en sus días de opulencia, y que acaso debían exclusivamente a él hallarse en holgada posición.

Entonces supo cuánta verdad encierra aquel refrán que dice: «No hay más amigo que Dios y un duro en la faltriquera».

Parece que la mejor piedra de toque de la amistad es el dinero.

D. Pedro adquirió a dura costa el convencimiento de que para muchos corazones, la gratitud es fardo asaz pesado.

Hasta la mujer que había amado, y en cuyo amor creyera con la fe de un niño, le reveló muy a las claras que ya los tiempos eran otros.


Que es amor una senda
tan sin camino,
que el que va más derecho
va más perdido.


Entonces D. Pedro juró volver a ser rico, aunque para alcanzar una fortuna tuviese que ocurrir al crimen.

Las decepciones habían muerto todo lo que en su alma hubo de grande, de noble y de generoso, y se despertó en él un odio profundo por 1a humanidad. Como el tirano de Roma, habría querido que la humanidad tuviera una cabeza para cercenarla de un tajo.

Y desapareció de Lima y fue a establecerse en Potosí.

Pocos días antes de su desaparición, fue encontrado muerto en su lecho un usurero vizcaíno. Unos juzgaron que había sido víctima de una congestión, y otros dijeron que se le había ahogado violentamente con un pañuelo.

¿Se había cometido un robo o una venganza? La voz pública se decidió por lo segundo; pues ostensiblemente no aparecía mermada la fortuna del vizcaíno.

Pero nadie paró mientes en que este suceso coincidió casi con el repentino viaje de nuestro protagonista.

Y corrieron años, y vino el de 1706, y D. Pedro volvió a Lima con medio milloncejo ganado en Potosí. Mas no era ya el mismo hombre, abnegado y generoso, que todos habían conocido.

Encerrado en su egoísmo como el galápago en su concha, gozaba conque todo Lima supiese que era rico, hasta el punto de varear la plata, pero que no daba un grano arroz al gallo de la Pasión.

Además D. Pedro, tan alegre y comunicativo antes, se había vuelto misántropo. Paseaba solo, no correspondía al saludo ni visitaba a nadie más que a un caracterizado jesuita, con el que se entretenía largas horas en secreta plática.

De repente corrió la voz de que Campos de Ayala había llamado a un escribano y hecho ante él testamento, legando su inmensa fortuna al colegio de San Pablo.

Pero fuese arrepentimiento o que alguna nueva causa pesara en su ánimo, un mes más tarde revocó el testamento y firmó otro distribuyendo su caudal, por iguales porciones, entre los conventos y monasterios de Lima, determinando un capital para misas por su alma, y haciendo algunos legados de importancia, contándose entre los favorecidos un sobrino del vizcaíno de marras.

Aquellos eran los tiempos en que, como dice un escritor contemporáneo muy gráficamente, el jesuita y él fraile se arañaban las manos bajo la almohada del moribundo para apoderarse del testamento.

Pero no habían transcurrido muchos días desde el de la revocatoria cuando una noche el virrey marqués de Castel-dos-Ríus recibió un largo anónimo, y después de leerlo y releerlo, púsose su excelencia a cavilar; y el resultado de sus cavilaciones fue llamar a un alcalde del crimen y ordenarle que sin pérdida de minuto se apoderase de la persona de D. Pedro Campos de Ayala y la aposentase en la cárcel de corte.

II

D. Manuel Omms de Santa Pau, de Sentmanat y de Lanuza, grande de España y marqués de Castel-dos-Ríus, hallábase de embajador en París cuando aconteció la muerte de Carlos II, envolviendo a la monarquía en una sangrienta guerra de sucesión. El marqués no sólo presentó a Luis XIV el testamento en que el Hechizado legaba al duque de Anjou la corona, sino que se declaró abiertamente partidario del Borbón e hizo que sus deudos de Cataluña hostilizasen al archiduque de Austria. En una de las batallas murió el primogénito del marqués de Castel-dos-Ríus.

Sabido es que las colonias de América aceptaron el testamento de Carlos II, reconociendo a Felipe V por legítimo soberano. Éste, cuando aún la guerra civil no había terminado, se apresuró a premiar los servicios del de Castel-dos-Ríus y lo nombró virrey del Perú. Eran sus arma las de los Lanuza: dos cuarteles en oro con león rapante de gules, y dos en azur con vuelo de plata.

El señor de Sentmanat y de Lanuza llegó a Lima el 7 de julio de 1707 y no bien se hizo cargo del gobierno, cuando levantó empréstitos, impuso contribución de guerra y se echó sobre los caudales de censos, obras pías y de los cabildos. Así consiguió enviar al exhausto tesoro del monarca millón y medio de duros.

Vino con el virrey su hijo D. Félix, nombrado general del Callao; habiendo dado no poco que murmurar, en el acto solemne de la entrada del marqués en Lima, la inasistencia del arzobispo.

Fue el marqués de Castel-dos-Ríus el primer virrey que vino trayendo lo que se llamó pliego de sucesión y que los mexicanos llamaban pliego de mortaja. Felipe V estableció entregar a cada virrey un pliego, encerrado bajo tres cubiertas, el cual se depositaba en la Real Audiencia, debiendo romperse los sellos para saber el contenido sólo en caso de fallecimiento o incapacidad física e incurable del gobernante. El pliego de mortaja contenía una terna de nombres, designando las personas llamadas a reemplazar interinamente y hasta nueva disposición regia al virrey difunto. Así desapareció, en los casos de vacancia, el gobierno que antes ejerciera la Audiencia.

Entre los sucesos más notables de su época de mando, se cuenta el triunfo que el pirata Wagner alcanzó sobre la escuadra del conde de Casa Alegre, adueñándose el inglés de cinco millones salidos del Perú. Esto alentó a otros corsarios de la misma nación, Dampierre y Rogers, que se apoderaron de Guayaquil e impusieron al vecindario un fuerte rescate. Para contenerlos gastó el virrey ciento cincuenta mil pesos en el equipo de varias naves, que zarparon del Callao al mando del almirante D. Pablo Alzamora, y en ellas se embarcaron hasta colegiales ganosos de castigar a los herejes. Afortunadamente no llegó el caso de empeñar combate; pues cuando los nuestros buscaron a los piratas en las islas Galápagos, ya éstos habían abandonado el Pacífico.

El terremoto que arruinó muchos pueblos de la provincia de Paruro fue también uno de los grandes acontecimientos de ese tiempo.

Entre los sucesos religiosos merecen mencionarse la traslación de las monjas de Santa Rosa al actual monasterio, y el reñido capítulo de provincial agustino entre los padres Zavala el vizcaíno y Paz el sevillano. La Real Audiencia se vio forzada a presidir el capítulo, evitando con ello grandes desórdenes, y después de diez y ocho horas de sesión y de varios escrutinios triunfó Zavala por mayoría de dos votos.

El anciano marqués de Castel-dos-Ríus era un entusiasta cultivador de las musas; pero como estas damas son casi siempre esquivas para con los viejos, pobrísima inspiración es la que domina en los pocos versos que de su excelencia conocemos. Los aduladores decían, aplicándole estos conceptos de Góngora, que dominaba


«Ya con la espada del sangriento Marte,
ya con la lira del dorado Apolo».


Todos los lunes reunía el virrey en palacio a los poetas de Lima, y en la biblioteca del cosmógrafo mayor D. Eduardo Carrasco existió hasta hace pocos años un abultado manuscrito, Flor de Academias de Lima, en el que estaban consignadas las actas de las sesiones y los versos que en ellas leían los vates. Serias indagaciones, fatalmente sin éxito, hemos hecho para descubrir el paradero de tan curioso libro, que suponemos en poder de algún bibliótafo, avaro de su tesoro, y que ni saca provecho de él ni permite que otros exploten tan rico filón.

Formaban el Parnasillo palaciego, en el que el virrey a guisa de Apolo tenía la presidencia: el ilustre D. Pedro de Peralta, muy joven por entonces; D. Luis Oviedo y Herrera, también limeño e hijo del poeta conde de la Granja (autor de un buen poema sobre Santa Rosa); D. Antonio Lozano Berrocal, D. Francisco de Olmedo, D. José Polanco de Santillana, el coronel D. Juan de la Vega, D. Martín de Liseras y otros ingenios cuyos nombres no valen la pena de apuntarse.

En las fiestas que se celebraron en Lima por el nacimiento del infante D. Luis Fernando, fue cuando el Parnasillo echó, como suele decirse, el resto; y hasta el virrey marqués de Castel-dos-Ríus hizo representar en palacio, con asistencia del alto clero y de la aristocracia, la tragedia Perseo, escrita por él en infelices endecasílabos, a juzgar por un fragmento que hemos leído.

Hablando de ella dice nuestro compatriota Peralta, en una de las notas de su Lima fundada, que tenía armoniosa música, preciosos trajes y hermosas decoraciones, y que en ella no sólo mostró el virrey la elegancia de su genio poético, sino la grandeza de su ánimo y el celo de su amor.

Parécenos que hay mucho de cortesano en este juicio.

No había aún el de Castel-dos-Ríus cumplido dos años de gobierno, cuando lo acusaron ante Felipe V de que especulaba con su alto puesto, defraudando al real tesoro en connivencia con los contrabandistas. La Audiencia misma y el tribunal del Consulado de comercio apoyaron la acusación, y el monarca resolvió destituir desairosamente y sin esperar a oír sus descargos al gobernante del Perú; orden que revocó porque una hija del marqués, dama de honor de la reina, se arrojó a las plantas de Felipe V y le recordó los grandes servicios prestados por su padre durante la guerra de sucesión.

Pero aunque el monarca lo satisfizo hasta cierto punto, revocando su primer acuerdo, no por eso dejó de ser profunda la herida que en su orgullo recibiera el señor de Sentmanat y de Lanuza, y fuelo tanto que el 22 de abril de 1710 lo condujo a la tumba, después de tres años de gobierno. De los designados en el pliego de mortaja, que eran los obispos del Cuzco, Arequipa y Quito, sólo el último existía.

Sus funerales se celebraron en Lima con escasa pompa, pero con abundancia de versos, buenos y malos. El Parnasillo llenó su deber honrando la memoria del hermano en Apolo.

III

En el anónimo se acusaba a D. Pedro Campos de Ayala del asesinato del vizcaíno y de que mil onzas robadas a éste le sirvieron de base para la gran fortuna adquirida en Potosí.

¿Qué pruebas exhibía el delator? No lo sabremos decir.

Instalado D. Pedro en el calabozo, se le presentó el juez a tomarle declaración y la respuesta del acusado fue:

—Señor alcalde, negar fuera obstinación cuando quien me acusa es Dios. Sólo a Él, bajo secreto de confesión, he revelado mi delito. Siga usía, en representación de la justicia humana, causa contra mí; pero conste que entablo querella contra Dios.

Como se ve, las distinciones del reo eran un tanto casuísticas; pero encontró abogado —y lo maravilloso sería que no lo hubiese hallado— que se prestara a sostener juicio contra Dios. ¡La chicana forense es tan fecunda!

Por lo mismo que la Real Audiencia procuró rodear de misterio el proceso, se hicieron públicos hasta sus menores incidentes y la causa fue el gran escándalo del siglo.

La Inquisición, que andaba de puntas con los jesuitas y buscándoles quisquillas, intentó meter la hoz en el asunto.

El arzobispo, el virrey, lo más granado de la sociedad limeña tomaron cartas en favor de la Compañía. Aunque el acusado lo sostuviera así, no presentaba más prueba que su dicho de que un jesuita era el autor de la denuncia anónima y el revelador del secreto de confesión, instigado por la revocatoria del testamento.

Por su parte, el sobrino del vizcaíno reclamaba para sí solo la fortuna del matador de su tío, y los síndicos de las fundaciones exigían la validez del segundo testamento.

Todos los golillas perdían su latín y aquello era un batiburrillo de opiniones encontradas y extravagantes.

Y entretanto el escándalo cundía. Y no atinamos a discurrir hasta dónde llevaba trazas de alcanzar, si minuciosamente informado de todo S. M, D. Felipe V, no hubiera declarado por medio de una real cédula que, conviniendo al decoro de la Iglesia y a la moral de sus reinos, se abocaba con su Consejo de Indias el conocimiento y resolución de la causa.

En consecuencia, D. Pedro Campos de Ayala marchó a España, bajo partida de registro, junto con el voluminoso proceso.

Y como era natural, tras él se fueron algunos de los favorecidos en el testamento a gestionar sus derechos en la corte.

Y la calma se restableció en esta ciudad de los reyes, y la Inquisición se distrajo preparándose a quemar a madama de Castro y la estatua y huesos del jesuita Ulloa.

¿Cuál fue la sentencia o sesgo que el sagaz Felipe V diera al proceso? Lo ignoramos, pero puede suponerse que el rey apelaría a algún expediente conciliador para poner en paz a todos los litigantes, y es posible que al mismo reo le tocara algo del pan bendito o indulgencia real.

¿Existirá en España este original proceso? Probable es que se lo haya comido el comején —gusanillo roedor—, y pues viene a pelo, ahí va para dar remate a la tradición el origen de una frase popular.

Diz que a un escribano le exigió la Real Audiencia la exhibición de un expediente en el cual estaban protocolizados un testamento y títulos de propiedades. Cuando el depositario de la fe pública hubo agotado todo su arsenal de evasivas y tracamandas, se presentó ante el virrey, que lo era el marqués de Castelfuerte, y le dijo:

—Señor excelentísimo: por más que he revuelto mi archivo, no encuentro ese condenado proceso y barrunto que el comején se lo ha comido.

—¿Esas tenemos, señor mío? —contestó el virrey—. Pues a chirona el comején.

Y desde entonces quedó como refrán el decir, cuando una cosa no parece: «Vamos, se la habrá comido el comején».

La fundación de Santa Liberata

Crónica de la época del vigésimo quinto virrey del Perú

I

Como fruto de una de las calaveradas de la mocedad del conde de Cartago, vino al mundo un mancebo, conocido con el nombre de Hernando, Hurtado de Chávez. El noble conde pasaba una modesta pensión a la madre, encargándola diese buen ejemplo al rapaz y cuidase de educarlo. Pero Fernandico era el mismo pie de Judas. Travieso, enredador y camorrista, más que en la escuela se le encontraba, con otros pillastres de su edad, haciendo novillos por las huertas y murallas. Ni el látigo ni la palmeta, atributos indispensables del dómine de esos tiempos, podían moderar los malos instintos del muchacho.

Así creciendo, cumplió Fernando veinte años, y muerto el conde y valetudinaria la madre, hízose el mozo un dechado de todos los vicios. No hubo garito de que no fuese parroquiano, ni hembra de tumbo y trueno con quien no se tratase tú por tú. Fernando era lo que se llama un pie útil para una francachela. Tañía el arpa como el mismísimo rey David, punteaba la guitarra de lo lindo, cantaba el pollito y el agua rica, trovos muy a la moda entonces, con más salero que los comediantes de la tonadilla, y para bailar el punto y las molleras tenía un aquel y una desvergüenza que pasaban de castaño claro. En cuanto a empinar el codo, frecuentaba las ermitas de Baco y bebía el zumo de parra con más ardor que los campos la lluvia del cielo; y en materia de tirarse de puñaladas, hasta con el gallo de la Pasión si le quiquiriqueaba recio, nada tenía que aprender del mejor baratero de Andalucía.

Retratado el protagonista, entremos sin más dibujos en la tradición.

II

Un velo fúnebre parecía extenderse sobre la festiva ciudad de los reyes en los días 31 de enero y 1.º de febrero del año 1711. Las campanas tocaban rogativas, y grupos de pueblo cruzaban las calles siguiendo a algún sacerdote que, crucifijo en mano, recitaba salmos y preces. Y como si el cielo participara de la tristeza pública, negras nubes se cernían en el espacio.

Sepamos lo que traía tan impresionados los espíritus.

A las diez de la mañana del 20 de enero, un joven se presentó al cura del Sagrario, pidiendo se le permitiese buscar una partida de bautismo en los libros parroquiales. El buen cura, engañado por las decentes apariencias del peticionario, no puso obstáculo y lo dejó solo en el bautisterio.

Cuando nuestro hombre se persuadió de que no sería interrumpido, se dirigió resueltamente al altar mayor y se metió con presteza en el bolsillo un grueso copón de oro, en el que se hallaban ciento cincuenta y tres hostias consagradas. En seguida salió del templo y con paso tranquilo se encaminó a la Alameda. En el tránsito encontró a dos o tres amigos que lo preguntaron qué bulto llevaba en el bolsillo, y él contestó con aplomo: «que era un almirez que había comprado de lance».

Hasta la mañana del 31, en que hubo necesidad de administrar el viático a un moribundo, no se descubrió la sustracción de la píxide. De imaginarse es la agitación que se apoderaría del católico pueblo; y el testimonio del párroco hizo recaer en Fernando de Chávez la sospecha de que él y no otro era el sacrílego ladrón.

Fernando anduvo a salto de mata, pues S. E. el obispo D. Diego Ladrón de Guevara, virrey del Perú, echó tras el criminal toda una jauría de alguaciles, oficiales y oficiosos.

III

El Ilmo. Sr. D. Diego Ladrón de Guevara, de la casa y familia de los duques del Infantado, obispo de Quito y que antes lo había sido de Panamá y Guamanga, estaba designado por Felipe V en tercer lugar para gobernar el Perú en caso de fallecer el virrey marqués de Castel-dos-Ríus. Cuando murió éste, en 1710, habían también pasado a mejor vida los otros dos personajes de la terna. Al poco tiempo de ejercer el mando el ilustrísimo Ladrón de Guevara se recibió en Lima la noticia del triunfo de Villaviciosa, que consolidó en España a Felipe V y la dinastía borbónica. Entre las fiestas con que la ciudad de los reyes celebró la nueva, fue la más notable la representación, en una sala de palacio convertida en teatro, de la comedia en verso Triunfos de amor y poder, escrita por el poeta limeño Peralta.

El virrey obispo logró ahuyentar de la costa a un pirata inglés que había apresado tres buques mercantes, y comisionó al marqués de Villar del Tajo para que destruyese a los negros cimarrones que, enseñoreados de los montes de Huachipa, habían establecido en ellos fortificaciones y osado presentar batalla a las tropas reales.

A ejemplo de su antecesor el virrey literato, acordó el obispo gran protección a la Universidad de San Marcos, y más que de enviar gruesos contingentes de dinero a la corona, cuidó de que los fondos públicos se gastasen en el Perú en templos, puentes y caminos. Un virrey que no mandaba millones a España no servía para el cargo. Esto y el haber colocado las regalías de la Iglesia antes que las del soberano, fueron motivos para que, en 1716, se le reemplazase con el príncipe de Santo Buono.

Regresando para España, llamado por el rey que le excusaba así el rubor de volver a Quito, como dice el cronista Alcedo, quiso el obispo visitar el reino de México, en cuya capital murió el 19 de noviembre de 1718.

IV

Las diez de la noche del 1.º de febrero acababan de sonar en el reloj de la Compañía, cuando el catalán Jaime Albites, preparándose a cerrar su pulpería, situada en las esquinas de las calles de Puno y de la Concepción, vio pasar un hombre cuyo rostro casi iba cubierto por las anchas alas de un chambergo. Pocos pasos había éste avanzado, cuando el pulpero echó a gritar desaforadamente:

—¡Vecinos! ¡Vecinos! ¡Ahí va el ladrón del Sagrario!

Como por arte de encantamiento se abrieron puertas, y la calle se vio en un minuto cubierta de gente. El ladrón emprendió la carrera; mas una mujer le acertó con una pedrada en las piernas, a la vez que un carpintero de la vecindad le arrimaba un trancazo contundente. Cayó sobre él la turba, y acaso habría tenido lugar un gutierricidio o acto de justicia popular, como llamamos nosotros los republicanos prácticos a ciertas barbaridades, si el escribano Nicolás de Figueroa y Juan de Gadea, boticario del hospital de la Caridad, sujetos que gozaban de predicamento en el pueblo, no lo hubieran impedido, diciendo: «Si ustedes matan a este hombre, nos quedaremos sin saber dónde tiene escondido a Nuestro Amo».

A este tiempo asomó una patrulla y dio con el criminal en la cárcel de corte.

Allí declaró que su sacrílego robo no le había producido más que cuatro reales, en que vendió la crucecita de oro que coronaba el copón; y que, horrorizado de su crimen y asustado por la persecución, había escondido la píxide en el altar de la sacristía de San Francisco, donde en efecto se encontró.

En cuanto a las sagradas formas, confesó que las había enterrado, envueltas en un papel, al pie de un árbol en la Alameda de los Descalzos.

En la mañana del 2 de febrero hízose entrar al reo en una calesa, con las cortinillas corridas, y con gran séquito de oidores, canónigos, cabildantes y pueblo se le condujo a la Alameda. La turbación de Fernando era tanta, que le fue imposible determinar a punto fijo el árbol, y ya comenzaba el cortejo a desesperar, cuando un negrito de ocho años de edad, llamado Tomás Moya, dijo: «Bajo este naranjo vi el otro día a ese hombre, y me tiró de piedras para que no me impusiera de lo que hacía».

Las divinas formas fueron encontradas, y al negrito, que era esclavo, se le recompensó pagando el Cabildo cuatrocientos pesos por su libertad.

Describir la alegría de la población, los repiques, luminarias y fiestas religiosas y profanas, es tarea superior a nuestras fuerzas. Publicaciones hay de esa época, como la Imagen política, de Peralta, a las que remitimos al lector cuya curiosidad sea muy exigente.

El virrey obispo, en solemne procesión, condujo las hostias a la Catedral. Se quitó el velo morado que cubría el altar mayor, y desaparecieron de las torres e iglesias los crespones que las enlutaban.

La hierba y tierra próximas al naranjo fueron puestas en fuentes de plata y repartidas, como reliquias, en los monasterios y entre las personas notables.

El lo de mayo fue trasladado Fernando a las cárceles de la Inquisición. Dicen que se le condenó a ser quemado vivo; pero en ninguno de los documentos que conocemos del Santo Oficio de Lima hemos podido hallar noticia del auto de fe.

El vecindario contribuyó a porfía para la inmediata erección de una capilla, de cuarenta y cuatro varas de largo por doce de ancho, en el sitio donde se encontraron las formas. El altar mayor, dice un cronista, formado en esqueleto, permite transitar, por su parte inferior, hasta el sitio donde estuvieron enterradas las hostias.

Tal es la historia de la fundación de la iglesia de Santa Liberata, junto a la que los padres crucíferos de San Camilo establecieron en 1754 un conventillo. Fronterizo a éste se encuentra el beaterio del Patrocinio, fundado en 1688 para beatas dominicas y en el mismo sitio en que el santo fray Juan Macías pastaba marranos y ovejas antes de vestir hábito.

Muerte en vida

Crónica de la época del Vigésimo sexto y vigésimo séptimo virreyes

I

Laura Venegas era bella como un sueño de amor en la primavera de la vida. Tenía por padre a D. Egas de Venegas, garnacha de la Real Audiencia de Lima, viejo más seco que un arenal, hinchado de prosopopeya, y que nunca volvió atrás de lo que una vez pensara. Pertenecía a la secta de los infalibles que, de paso sea dicho, son los más propensos a engañarse.

Con padre tal, Laura no podía ser dichosa. La pobre niña amaba locamente a un joven médico español llamado D. Enrique Padilla, el cual, desesperado de no alcanzar el consentimiento del viejo, había puesto mar de por medio y marchado a Chile. La resistencia del golilla, hombre de voluntad de hierro, nacía de su decisión por unir los veinte abriles de Laura con los cincuenta octubres de un compañero de oficio. En vano Laura, agotando el raudal de sus lágrimas, decía a su padre que ella no amaba al que la deparaba por esposo.

—¡Melindres de muchacha! —la contestaba el flemático padre—. El amor se cría.

¡El amor se cría! Palabras que envenenaron muchas almas, dando vida más tarde al remordimiento. La casta virgen, fiada en ellas, se dejaba conducir al altar, y nunca sentía brotar en su espíritu el amor prometido.

¡El amor se cría! Frase inmoral que servía de sinapismo para debilitar los latidos del corazón de la mujer, frase típica que pinta por completo el despotismo en la familia.

En aquellos siglos había dos expedientes soberanos para hacer entrar en vereda a las hijas y a las esclavas.

¿Era una esclava ligera de cascos o se espontaneaba sobre algún chichisbeo de su ama? Pues la panadería de D. Jaime el catalán, o de cualquier otro desalmado, no estaba lejos, y la infeliz criada pasaba allí semanas o meses sufriendo azotaina diaria, cuaresmal ayuno, trabajo crecido y todos los rigores del más bárbaro tratamiento. Y cuenta que esos siglos no fueron de librepensadores como el actual, sino siglos cristianos de evangélico ascetismo y suntuosas procesiones; siglos, en fin, de fundaciones monásticas, de santos y de milagros.

Para las hijas desobedientes al paternal precepto se abrían las puertas de un monasterio. Como se ve, el expediente era casi tan blando como el de la panadería.

Laura, obstinada en no arrojar de su alma el recuerdo de Enrique, prefirió tomar el velo de noticia en el convento de Santa Clara; y un año después pronunció los solemnes votos, ceremonia que solemnizaron con su presencia los cabildantes y oidores, presididos por el virrey, recién llegado entonces a Lima.

II

D. Carmine Nicolás Caracciolo, grande de España, príncipe de Santo Buono, duque de Castel de Sangro, marqués de Buquianico, conde de Esquiabi, de Santobido y de Capracota, barón de Monteferrato, señor de Nalbelti, Frainenefrica, Gradinarca y Castelnovo, recibió el mando del Perú de manos del obispo de la Plata D. fray Diego Morcillo Rubia de Auñón, que había sido virrey interino desde el 15 de agosto hasta el 3 de octubre de 1716.

Para celebrar su recepción, Peralta, el poeta de la Lima fundada, publicó un panegírico del virrey napolitano, y Bermúdez de la Torre, otro titulado El sol en el zodíaco. Ambos libros son un hacinamiento de conceptos extravagantes y de lisonjas cortesanas en estilo gongorino y campanudo.

De un virrey que, como el Excmo. Sr. D. Carmine Nicolás Caracciolo, necesitaba un carromato para cargar sus títulos y pergaminos, apenas hay huella en la historia del Perú. Sólo se sabe de su gobierno que fue impotente para poner diques al contrabando, que los misioneros hicieron grandes conquistas en las montañas y que en esa época se fundó el colegio de Ocopa.

Los tres años tres meses del mando del príncipe de Santo Buono se hicieron memorables por una epidemia que devastó el país, excediendo de sesenta mil el número de víctimas de la raza indígena.

Fue bajo el gobierno de este virrey cuando se recibió una real cédula prohibiendo carimbar a los negros esclavos. Llamábase carimba cierta marca que con fierro hecho ascua ponían los amos en la piel de esos infelices.

Solicitó entonces el virrey la abolición de la mita; pues muchos enmenderos habían llevado el abuso hasta el punto de levantar horca y amenazar con ella a los indios mitayos; pero el monarca dio carpetazo a la bien intencionada solicitud del príncipe de Santo Buono.

Ninguna obra pública, ningún progreso, ningún bien tangible ilustran la época de un virrey de tantos títulos.

Una tragedia horrible —dice Lorente— impresionó por entonces a la piadosa ciudad de los reyes. Encontrose ahorcado de una ventana a un infeliz chileno, y en su habitación una especie de testamento, hecho la víspera del suicidio, en el que dejaba su alma al diablo si conseguía dar muerte a su mujer y a un fraile de quien ésta era barragana. Cinco días después fueron hallados en un callejón los cadáveres putrefactos de la adúltera y de su cómplice.

El 15 de agosto de 1719, pocos minutos antes de las doce del día, se obscureció de tal manera el cielo que hubo necesidad de encender luces en las casas. Fue este el primer eclipse total de sol experimentado en Lima después de la conquista y dio motivo para procesión de penitencia y rogativas.

El mismo D. Fray Diego Morcillo, elevado ya a la dignidad de arzobispo de Lima, fue nombrado por Felipe V virrey en propiedad, y reemplazó al finchado príncipe de Santo Buono en 16 de enero de 1720. Del virrey arzobispo decía la murmuración que a fuerza de oro compró el nombramiento de virrey: tanto le había halagado el mando en los cincuenta días de su interinato. Lo más notable que ocurrió en los cuatro años que gobernó el mitrado fue que principiaron los disturbios del Paraguay entre los jesuitas y Antequera, y que el pirata inglés Juan Cliperton apresó el galeón en que venía de Panamá el marqués de Villacocha con su familia.

III

Y así como así, transcurrieron dos años, y sor Laura llevaba con resignación la clausura.

Una tarde hallábase nuestra monja acompañando en la portería a una anciana religiosa, que ejercía las funciones de tornera, cuando se presentó el nuevo médico nombrado para asistir a las enfermas del monasterio.

Por entonces, cada convento tenía un crecido número de moradoras entre religiosas, educandas y sirvientas; y el de Santa Clara, tanto por espíritu de moda cuanto por la gran área que ocupa, era el más poblado de Lima.

Fundado este monasterio por Santo Toribio, se inauguró el 4 de enero de 1606; y a los ocho años de su fundación —dice un cronista— contaba con ciento cincuenta monjas de velo negro y treinta y cinco de velo blanco, número que fue, a la vez que las rentas, aumentándose hasta el de cuatrocientas de ambas clases.

Las dos monjas, al anuncia del médico, se cubrieron el rostro con el velo; la portera le dio entrada, y la más anciana, haciendo oír el metálico sonido de una campanilla de plata, precedía en el claustro al representante de Hipócrates.

Llegaron a la celda de la enferma, y allí sor Laura, no pudiendo sofocar por más tiempo sus emociones, cayó sin sentido. Desde el primer momento había reconocido en el nuevo médico a su Enrique. Una fiebre nerviosa se apoderó de ella, poniendo en peligro su vida y haciendo precisa la frecuente presencia del médico.

Una noche, después de las doce, dos hombres escalaban cautelosamente una tapia del convento, conduciendo un pesado bulto, y poco después ayudaban a descender a una mujer.

El bulto era un cadáver robado del hospital de Santa Ana.

Media hora más tarde, las campanas del monasterio se echaban a vuelo anunciando incendio en el claustro. La celda de sor Laura era presa de las llamas.

Dominado el incendio, se encontró sobre el lecho un cadáver completamente carbonizado.

Al día siguiente y después del ceremonial religioso se sepultaba en el panteón del monasterio a la que fue en el siglo Laura Venegas. Y ¿...y?


¡Aleluya! ¡Aleluya!
Sacristán de mi vida,
toda soy tuya.

IV

Pocos meses después Enrique, acompañado de un bellísima joven, a la que llamaba su esposa, fijó su residencia en una ciudad de Chile.

¿Ahogaron sus remordimientos? ¿Fueron felices? Puntos son estos que no incumbe al cronista averiguar.

Pepe Bandos

Apuntes sobre el virrey marqués de Castelfuerte


(A José Antonio de Lavalle)


No hace muchos años que tuvo Lima un prefecto, cuyo nombre no hace al caso, que dio en la manía de publicar dos o tres bandos por semana sobre asuntos de policía y buen gobierno local, amén de los noticieros y de los obligados sobre patentes. Un escribano, a quien el pueblo llamaba el loco Casas, era el constante promulgador de las disposiciones prefecturales, y recibía el agasajo de cuatro pesos y medio por cada bando que leía con voz estentórea, repitiendo sus palabras el pregonero, bajo el balcón de Cabildo y en las plazuelas de San Lázaro, Santa Ana, San Sebastián y San Marcelo.

¿Convenía que los vecinos encendiesen luminarias, era preciso limpiar acequias, blanquear paredes o apresar algún bandido que andaba por extramuros cometiendo desaguisados? Pues un bando lo hacía bueno, y santas pascuas. El bando era una panacea universal para su señoría el prefecto; y tanto abusó de ella, que los republicanos moradores de la ciudad de los reyes maldito si hacían ya pizca de caso a los pregones del depositario de la fe prefectural.

Para el que esto escribe, por entonces muchacho retozón y travieso, eran una delicia los bandos, porque servían, si es que lo necesita un escolar, de pretexto para hacer novillos. Aquel día no había lección posible. Los chicos de esos tiempos vestíamos pantalón crecedero, gorra y chaqueta o mameluco. No fumábamos cigarrillo, no calzábamos guantes, no la dábamos de saberlo todo, ni nos metíamos a politiquear y hacer autos de fe, como hogaño se estila, con el busto de ningún viviente, siquier fuese ministro caído. ¡Buena felpa nos habría dado señora madre en el territorio del Sur! Dígase lo que se quiera —hace treinta años la juventud no era juventud—, vivíamos a mil leguas del progreso. Vean ustedes si los muchachos de entonces seríamos unos bolonios, cuando teníamos la tontuna de aprender la doctrina cristiana en vez del can-can; y hoy cualquier zaragatillo que se alza apenas del suelo en dos estacas, prueba por A+B que Dios es artículo de lujo y pura chirinola o canard del padre Gual.

Pero caigo en la cuenta de que por hablar de los primeros años de la vida, idos ¡ay! para más no volver, se me ha largado el santo al cielo. Vuelvo a mis carneros, es decir, a los bandos.

Promulgábase en cierta tarde uno para que después de las diez de la noche no quedase puerta sin cerrojo. Los mataperros de la época íbamos, muy orondos y pechisacados, junto a la banda de música y formando cortejo al escribano Casas. En la puerta del café de Bodegones, centro a la sazón de los contemporáneos del virrey inglés (O'Higgins), había un grupo de viejos poniendo notas y comentarios al bando. ¡Vaya un esgrimir de la sin pelos el de aquellos angelitos!

—¡Cosas de la república! —alcanzamos a oír a uno de ellos—. Este prefecto es otro Pepe Bandos.

Mucho nos cascabeleó el mote; y cuando ya talluditos nos tentó el diablo por rebuscar tradiciones, supimos que hubo un virrey, que gobernó el Perú desde 1724 hasta 1736, al que los limeños pusieron el apodo de Pepe Bandos.

Perdona el largo introito. Ya verás, lector, los bandos de su excelencia y si eran bandos de ñeque.

I

D. José de Armendaris, natural de Ribagorza en Navarra, marqués de Castelfuerte, comendador de Montizón y Chiclana en la orden de Santiago, comandante general del reino de Cerdeña, y ex virrey de Granada en España, reemplazó como virrey del Perú al arzobispo fray Diego Morcillo. Refieren que el mismo día en que tenían lugar las fiestas de la proclamación del hijo de Felipe V, fundador de la dinastía borbónica, una vieja dijo en el atrio de la catedral: «A este que hoy celebran en Lima le están haciendo el entierro en Madrid». El dicho de la vieja cundió rápidamente, y sin que acertemos a explicarnos el porqué, produjo mucha alarma. ¡Embelecos y novelerías populares!

Lo positivo es que seis meses más tarde llegó un navío de Cádiz, confirmando que los funerales de Luis I se habían celebrado el mismo día en que fue proclamado en Lima. ¡Y dirán que no hay brujas!

Como sucesos notables de la época de este virrey, apuntaremos el desplome de un cerro y una inundación en la provincia de Huaylas, catástrofe que ocasionó más de mil víctimas, un aguacero tan copioso que arruinó la población de Paita; la aparición por primera vez del vómito prieto o fiebre amarilla (1730) en la costa del Perú, a bordo del navío que mandaba el general D. Domingo Justiniani; la ruina de Concepción de Chile, salvando milagrosamente el obispo Escandón, que después fue arzobispo de Lima, la institución llamada de las tres horas y que se ha generalizado ya en el orbe católico, y por fin, la llegada a Lima en 1738 de ejemplares del primer Diccionario de la Academia Española.

Quizá en otra ocasión nos ocupemos de la famosa causa del oidor don José de Antequera, caballero de Alcántara, a quien los jesuitas sacrificaron con ruindad. Por hoy bástenos apuntar que siempre que se trataba de aprehender a alguno de los complicados en el proceso, el virrey, en vez de echarle los sabuesos o alguaciles, forjaba un bando, lo hacía pregonar por todo el virreinato y, a poco, el reo daba con su cuerpo en la cárcel, sin que le valiera escondite en sagrado, en zahúrda ni en casa de cadena. ¡Digo si serían bandos conminatorios aquéllos!

La víspera de la ejecución de Antequera y de su alguacil mayor don Juan de Mena hizo publicar su excelencia un bando terrorífico, imponiendo pena de muerte a los que intentasen detener en su camino a la justicia humana. Los más notables personajes de Lima y las comunidades religiosas habían estérilmente intercedido por Antequera. Nuestro virrey era duro de cocer.

A las diez de la mañana del 8 de julio de 1731, Antequera sobre una mula negra y escoltado por cien soldados de caballería penetró en la plaza Mayor. Hallábase cerca del patíbulo cuando un fraile exclamó: «¡Perdón!», grito que fue repetido por el pueblo.

—¿Perdón dijiste? Pues habrá la de Dios es Cristo. Mi bando es bando y no papel de Cataluña que se vende en el estanco —pensó el de Castelfuerte—. ¡Santiago y cierra España!

La infantería hizo fuego en todas direcciones. El mismo virrey, con un piquete de caballería, dio una vigorosa carga por la calle del Arzobispo, sin parar mientes en el guardián y comunidad de franciscanos que por ella venían. El pueblo se defendió lanzando sobre la tropa lágrimas de San Pedro, vulgo piedras. Hubo frailes muertos, muchachos ahogados, mujeres con soponcio, populacho aporreado, perros despanzurrados y, en fin, todos los accidentes fatales anexos a desbarajuste tal. Pero el bando fue bando. ¡O somos o no somos! Siga su curso la procesión, y vamos con otros bandos.

Los frailes agustinos se dividieron en dos partidos para la elección de prior. El primer día de capítulo ocurrieron graves desórdenes en el convento, con no poca alarma del vecindario. Al siguiente se publicó un bando aconsejando a los vecinos que desechasen todo recelo, pues vivo y sano estaba su excelencia para hacer entrar en vereda a los reverendos. Los agustinos no se dieron por notificados, y el escándalo se repitió. Diríase que la cosa pasaba en estos asendereados tiempos, y que se trataba de la elección de presidente de la república en los tabladillos de las parroquias. Véase, pues, que también en la época colonial se aderezaban pasteles eleccionarios. Pido que conste el hecho (estilo parlamentario) y adelante con la cruz.

Su excelencia, con buena escolta, penetró en el convento. Los frailes se encerraron en la sala capitular. El virrey hizo echar por tierra la puerta, obligó a los religiosos a elegir un tercero, y tomando presos a los dos pretendientes, promovedores del tumulto, los remitió a España sin más fórmula ni proceso.

Escenas casi idénticas tuvieron lugar, a poco, en el monasterio de la Encarnación. La madre Nieves y la madre Cuevas se disputaban el cetro abacial. Si los frailes se habían tirado los trastos a la cabeza, las aristocráticas canonesas no anduvieron mezquinas en araños. En la calle, el pueblo se arremolinaba, y las mulatas del convento, que podían no tener voto, pero que probaban tener voz, se desgañitaban desde la portería, gritando según sus afecciones: «¡Víctor la madre Cuevas!» o «¡Víctor la madre Nieves!». Este barrullópolis reclamaba bando. Era imposible pasarse sin él. Repitiéndose el bochinche, entró tropa en el convento, y la madre Nieves y sus principales secuaces fueron trasladadas a otros monasterios. Esto se llama cortar por lo sano y ahogar en germen la guerra civil.

II

¿Quieres, lector, más bandos? Serás complacido.

La simonía y todo género de excesos eran impunemente cometidos por el clero. El relajamiento de costumbres era tal, que bastara a pintarlo esta sencilla respuesta de un indio a quien la autoridad quería obligar a no vivir en mancebía, sino bajo la férrea coyunda matrimonial. «Taita —contestó el infeliz—, amancebamiento no puede ser malo, porque corregidor tiene manceba, alcabalero tiene manceba y cura tiene también manceba».

Castelfuerte publicó un bando previniendo a los corregidores que le informasen circunstanciadamente sobre la conducta de los curas.

Los obispos de Cuzco y de Guamanga quisieron agarrar la luna con las manos, y excitaron a los feligreses a desobedecer todo mandato del hereje que se entrometía con la gente de iglesia. ¿Qué podía hacer su excelencia con tan empingorotados señores? ¡Ahí es nada! Les suspendió las temporalidades, y mientras fue y vino la apelación a España, se dio tales trazas que el bando produjo sus efectos. ¡Quien manda, manda!

El tribunal de la fe no podía tolerar la ingerencia del poder civil en los asuntos eclesiásticos, y un día se les subió la mostaza a las narices a los inquisidores.

Ya en 1659 el virrey D. Luis Enrique de Guzmán, conde de Alba de Listo y de Villaflor, ex virrey de México y el primer grande de España que vino al Perú, había sido procesado por tener en su biblioteca tres o cuatro libros prohibidos y negarse a poner a disposición del Santo Oficio a su médico Carlos Wandier, sospechoso de luteranismo. Al virrey, conde de Alba de Liste, se le dio un bledo del proceso inquisitorial, y apoyándose en sus fueros de grande de España y en sus prerrogativas como representante de Felipe IV, se negó a comparecer ante sus jueces. El rey, al que enviaron una queja los inquisidores, dio al asunto un sesgo prudente, reemplazando a Enrique de Guzmán, en 1661, con el conde de Santisteban.

Citado el de Castelfuerte ante la Inquisición, no vaciló en comparecer. Colocó su reloj sobre la mesa del tribunal, previniendo que sólo podía disponer de una hora y que, si ésta transcurría, dos piezas de artillería quedaban en la calle para bombardear el edificio. Los inquisidores conocían al hombre y sabían que era capaz de armar una de zambomba y degollina. Después de fútiles explicaciones, se apresuraron a despedirlo acompañándolo cortésmente hasta la puerta.

Convengamos en que D. Juan de Armendaris era todo un hombre, superior a su siglo y con más hígados que un frasco de bacalao.

Bandos contra las mujeres que, llamándose honestas, se presentan en público luciendo cosas que no siempre son para lucidas; bandos contra los ermitaños de Baco; bandos contra el libertinaje de las costumbres; bandos sobre el salario; bandos sobre los monederos falsos; bandos enumerando los festejos con que debía celebrarse la canonización de San Francisco Solano, y tanta era su fiebre de promulgar bandos que, como hemos dicho, el pueblo limeño lo llamaba Pepe Bandos.

El platero Alejo Calatayud promovió en Cochabamba una sedición que ocasionó no pocas víctimas y que pudo convertirse en una guerra de razas. Al recibirse la noticia en Lima, llegó a manos del virrey, entre otros, un pliego anónimo conteniendo una relación de los sucesos y esta redondilla:


«Pepe Bandos, ahí te mando
nuevas de Calatayud,
por si tienes la virtud
de librarte con un bando».


Esta fue la única vez en que el marqués de Castelfuerte, haciendo caso omiso de bandos, dictó órdenes muy en secreto a las autoridades del Cuzco y de la Paz, y alcanzó a debelar la rebelión, entregando a la horca las cabezas de Calatayud y de más de cincuenta de sus compañeros.

En 1736, después de doce años de gobierno, regresó a España el marqués de Castelfuerte. Cuentan que, al leer la redondilla, dijo su excelencia: «¿Esas tenemos, señores cochabambinos? ¡A mí coplillas de ciego! Vamos a ver si, en vez de Pepe Bandos, me llaman ustedes Pepe Cuerdas».

Y a fe, que bien merecía llamarse Pepe Cuerdas el que obligó a hacer tanto gasto de cáñamo al verdugo de Cochabamba.

Lucas el sacrílego

Crónica de la época del vigésimo nono virrey del Perú

I

El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a hora de las once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse tomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no se olvide que por aquellos tiempos era de pública voz y fama que en ciertas noches la plazuela de San Agustín era invadida por una procesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni pongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido el resuello a las ánimas benditas, que se están muy mohínas y quietas en el sitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.

El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de hierro que hoy lo adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.

El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.

En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.

Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has encontrado de noche en un vasto templo, sin más luz que la que despiden algunas lamparillas colocadas al pie de las efigies y sintiendo el vuelo, y el graznar fatídico de esas aves que anidan en las torres y bóvedas. De mí sé decir que nada ha producido en mi espíritu una impresión más sombría y solemne a la vez, y que por ello tengo a los sacristanes y monaguillos en opinión, no diré de santos, sino de ser los hombres de más hígados de la cristiandad. ¡Me río yo de los bravos de la independencia!

Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el recamarín, sacó la Custodia, envolvió en su pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el altar, y salió del templo por la misma claraboya que le había dado entrada.

Sólo dos días después, en la mañana del sábado 25, cuando debía hacerse la renovación de la Forma, vino a descubrirse el robo. Había desaparecido el sol de oro, evaluado en más de cuarenta mil pesos, y cuyas ricas perlas, rubíes, brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldas eran obsequio de las principales familias de Lima. Aunque el pedestal era también de oro y admirable como obra de arte, no despertó la codicia del ladrón.

Fácil es imaginarse la conmoción que este sacrilegio causaría en el devoto pueblo. Según refiere el erudito escritor del Diario de Lima, en los números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo procesión de penitencia, sermón sobre el texto de David: Exurge, Domine, et judica causam tuam, constantes rogativas, prisión de legos y sacristanes, y carteles fijando premios para quien denunciase al ladrón. Se cerraron los coliseos y el duelo fue general cuando, corriendo los días sin descubrirse al delincuente, recurrió la autoridad eclesiástica al tremendo resorte de leer censuras y apagar candelas.

Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del Perú, había llenado su deber, dictando todas las providencias que en su arbitrio estaban para capturar al sacrílego. Los expresos a los corregidores y demás autoridades del virreinato se sucedieron sin tregua, hasta que a fines de noviembre llegó a Lima un alguacil del intendente de Huancaveliva D. Jerónimo Solá, ex consejero de Indias, con pliegos en los que éste comunicaba a su excelencia que el ladrón se hallaba aposentado en la cárcel y con su respectivo par de calcetas de Vizcaya. Bien dice el refrán que «entre bonete y almete se hacen cosas de copete».

Las campanas se echaron a vuelo, el teatro volvió a funcionar, los vecinos abandonaron el luto, y Lima se entregó a fiestas y regocijos.

II

Ciñéndonos al plan que hemos seguido en las Tradiciones, viene aquí a cuento una rápida reseña histórica de la época de mando del excelentísimo señor D. José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía, de Monroy y de Cusano, conde de Barrantes y señor de Vista Alegre, Rubianes y Villanueva, vigésimo nono virrey del Perú por su majestad D. Felipe V, y que a la edad de sesenta años se hizo cargo del gobierno de estos reinos en 4 de enero de 1736.

El marqués de Villagarcía se resistió mucho a aceptar el virreinato del Perú, y persuadiéndolo uno de los ministros del rey para que no rechazase lo que tantos codiciaban, dijo:

«Señor, vueseñoría me ponga a los pies de su majestad, a quien venero como es justo y de ley, y represéntele que haciendo cuentas conmigo mismo, he hallado que me conviene más vivir pobre hidalgo que morir rico virrey».

El soberano encontró sin fundamento la excusa, y el nombrado tuvo que embarcarse para América.

Sucediendo al enérgico marqués de Castelfuerte, la ley de las compensaciones exigía del nuevo virrey una política menos severa. Así, a fuerza de sagacidad y moderación, pudo el de Villagarcía impedir que tomasen incremento las turbulencias de Oruro y mantener a raya al cuzqueño Juan Santos, que se había proclamado inca.

No fue tan feliz con los almirantes ingleses Vernon y Jorge Andson, que con sus piraterías alarmaban la costa. Haciendo grandes esfuerzos e imponiendo una contribución al comercio, logró el virrey alistar una escuadra, cuyo jefe evitó siempre poner sus naves al alcance de los cañones ingleses, dando lugar a que Andson apresara el galeón de Manila, que llevaba un cargamento valuado en más de tres millones de pesos.

Bajo su gobierno fue cuando el mineral del Cerro de Paseo principió a adquirir la importancia de que hoy goza, y entre otros sucesos curiosos de su época merecen consignarse la aurora boreal que se vio una noche en el Cuzco, y la muerte que dieron los fanáticos habitantes de Cuenca al cirujano de la expedición científica que a las órdenes del sabio La Condamine visitó la América. Los sencillos naturales pensaron, al ver unos extranjeros examinando el cielo con grandes telescopios, que esos hombres se ocupaban de hechicerías y malas artes.

A propósito de la venida de la comisión científica, leemos en un precioso manuscrito que existe en la biblioteca de Lima, titulado Viaje al globo de la luna, que el pueblo limeño bautizó a los ilustres marinos españoles D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa y a los sabios franceses Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los caballeros del punto fijo, aludiendo a que se proponían determinar con fijeza la magnitud y figura de la tierra. Un pedante, creyendo que los cuatro comisionados tenían facultad para alejar de Lima cuanto quisiesen la línea equinoccial, se echó a murmurar entre el pueblo ignorante contra el virrey marqués de Villagarcía, acusándolo de tacaño y menguado; pues por ahorrar un gasto de quince o veinte mil pesos que pudiera costar la obra, consentía en que la línea equinoccial se quedase como se estaba y los vecinos expuestos a sufrir los recios calores del verano. Trabajillo parece que costó convencer al populacho de que aquel charlatán ensartaba disparates. Así lo refiere el autor anónimo del ya citado manuscrito.

Después de nueve años y medio de gobierno, y cuando menos lo esperaba, fue el virrey desairosamente relevado con el futuro conde de Superunda en julio de 1745. Este agravio afectó tanto al anciano marqués de Villagarcía, que regresando para España, a bordo del navío Héctor, murió en el mar, en la costa patagónica, en diciembre del mismo año.

III

Lucas de Valladolid era un mestizo, de la ciudad de Huamanga, que ejercía en Lima el oficio de platero. Obra de sus manos eran las mejores alhajas que a la sazón se fabricaban. Pero el maestro Lucas picaba de generoso, y en el juego, el vino y las mozas de partido derrochaba sus ganancias.

Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y el maestro Lucas era uno de sus obligados comensales en los días de mantel largo. Nuestro platero conocía, pues, a palmos el convento y la iglesia, circunstancia que le sirvió para realizar el robo de la Custodia, tal como lo dejamos referido.

Dueño de tan valiosa prenda, se dirigió con ella a su casa, desarmó el sol, fundió el oro y engarzó en anillos algunas piedras. Viendo la excitación que su crimen había producido, se resolvió a abandonar la ciudad y emprendió viaje a Huacanvelica, enterrando antes en la falda de San Cristóbal una parte de su riqueza.

La esposa del intendente Solá era limeña, y a ésta se presentó el maestro Lucas ofreciéndola en venta seis magníficos anillos. En uno de ellos lucía una preciosa esmeralda, y examinándola la señora, exclamó: «¡Qué rareza! Esta piedra es idéntica a la que obsequié para la Custodia de San Agustín».

Turbose el platero, y no tardó en despedirse.

Pocos minutos después entraba el intendente en la estancia de su esposa, y la participó que acababa de llegar un expreso de Lima con la noticia del sacrílego robo.

—Pues, hijo mío —le interrumpió la señora—, hace un rato que he tenido en casa al ladrón.

Con los informes de la intendenta procediose en el acto a buscar al maestro Lucas, pero ya éste había abandonado la población. Redobláronse los esfuerzos y salieron inmediatamente algunos indios en todas direcciones en busca del criminal, logrando aprehenderlo a tres leguas de distancia.

El sacrílego principió por una tenaz negativa; pero le aplicaron garrotillo en los pulgares o un cuarto de rueda, y cantó de plano.

Cuando el virrey recibió el oficio del intendente de Huancavelica despachó para guarda del reo una compañía de su escolta.

Llegado éste a Lima en enero de 1744, costó gran trabajo impedir que el pueblo lo hiciese añicos. ¡Las justicias populares son cosa rancia por lo visto!

A los pocos días fue el ladrón puesto en capilla, y entonces solicitó la gracia de que se le acordasen cuatro meses para fabricar una Custodia superior en mérito a la que él había destruido. Los agustinos intercedieron y la gracia fue otorgada.

Las familias pudientes contribuyeron con oro y nuevas alhajas, y cuatro meses después, día por día, la custodia, verdadera obra de arte, estaba concluida. En este intervalo el maestro Lucas dio en su prisión tan positivas muestras de arrepentimiento que le valieron la merced de que se le conmutase la pena.

Es decir, que en vez de achicharrarlo como a sacrílego, se le ahorcó muy pulcramente como a ladrón.

Un virrey y un arzobispo

Crónica de la época del trigésimo virrey del Perú


La época del coloniaje, fecunda en acontecimientos que de una manera providencial fueron preparando el día de la Independencia del Nuevo Mundo, es un venero poco explotado aún por las inteligencias americanas.

Por eso, y perdónese nuestra presuntuosa audacia, cada vez que la fiebre de escribir se apodera de nosotros, demonio tentador al que mal puede resistir la juventud, evocamos en la soledad de nuestras noches al genio misterioso que guarda la historia del ayer de un pueblo que no vive de recuerdos ni de esperanzas, sino de actualidad.

Lo repetimos: en América la tradición apenas tiene vida. La América conserva todavía la novedad de un hallazgo y el vapor de un fabuloso tesoro apenas principiado a explotar.

Sea por la indolencia de los gobiernos en la conservación de los archivos, o por descuido de nuestros antepasados en no consignar los hechos, es innegable que hoy sería muy difícil escribir una historia cabal de la época de los virreyes. Los tiempos primitivos del imperio de los Incas, tras los que está la huella sangrienta de la conquista, han llegado hasta nosotros con fabulosos e inverosímiles colores. Parece que igual suerte espera a los tres siglos de la dominación española.

Entretanto, toca a la juventud hacer algo para evitar que la tradición se pierda completamente. Por eso, en ella se fija de preferencia nuestra atención, y para atraer la del pueblo creemos útil adornar con las galas del romance toda narración histórica. Si al escribir estos apuntes sobre el fundador de Talca y los Ángeles no hemos logrado nuestro objeto, discúlpesenos en gracia de la buena intención que nos guiara y de la inmensa cantidad de polvo que hemos aspirado al hojear crónicas y deletrear manuscritos en países donde, aparte de la escasez de documentos, no están los archivos muy fácilmente a la disposición del que quiere consultarlos.

I

El número 13


El Excmo. Sr. D. José Manso de Velazco, que mereció de título de conde de Superunda por haber reedificado el Callao (destruido a consecuencia del famoso terremoto de 1746), se encargó del mando de los reinos del Perú el 13 de julio de 1745, en reemplazo del marqués de Villagarcía. Maldita la importancia que un cronista daría a esta fecha si, según cuentan añejos papeles, ella no hubiera tenido marcada influencia en el ánimo y porvenir del virrey; y aquí con venia tuya, lector amigo, va mi pluma a permitirse un rato de charla y moraleja.

Cuanto más inteligente o audaz es el hombre, parece que su espíritu es más susceptible de acoger una superstición. El vuelo o el canto de un pájaro es para muchos un sombrío augurio, cuyo prestigio no alcanza a vencer la fuerza del raciocinio. Sólo el necio no es supersticioso. César en una tempestad confiaba en su fortuna. Napoleón, el que repartía tronos como botín de guerra, recordaba al dar una batalla la brillantez del sol de Austerlitz, y aun es fama que se hizo decir la buenaventura por una echadora de cartas (Mlle. Lenormand).

Pero la preocupación nunca es tan palmaria como cuando se trata del número 13. La casualidad hizo algunas veces que de trece convidados a un banquete, uno muriera en el término del año; y es seguro que de allí nace el prolijo cuidado con que los cabalistas cuentan las personas que se sientan a una mesa. Los devotos explican que la desgracia del 13 surge de que Judas completó este número en la divina cena.

Otra de las particularidades del 13, conocido también por docena de fraile, es la de designar las monedas que se dan en arras cuando un prójimo resuelve hacer la última calaverada. Viene de allí el horror instintivo que los solteros le profesan, horror que no sabremos decir si es o no fundado, como no osaríamos declararnos partidarios o enemigos de la santa coyunda matrimonial.

Quejábase un prójimo de haber asistido a un banquete en que eran trece los comensales. —¿Y murió alguno? ¿Aconteció suceso infausto? —¡Cómo no! (contestó el interrogado). En ese año... me casé.

El hecho es que cuando el virrey quedó solo en Palacio con su secretario Pedro Bravo de Ribera, no pudo excusarse de decirle:

—Tengo para mí, Pedro, que mi gobierno me ha de traer desgracia. El corazón me da que este otro 13 no ha de parar en bien.

El secretario sonrió burlonamente de la superstición de su señor, en cuya vida, que él conocía a fondo, habría probablemente alguna aventura en la que desempeñara papel importante el fatídico número a que acababa de aludir.

Y que el corazón fue leal profeta para el virrey (pues en sus quince años de gobierno abundaron las desgracias),nos lo comprueba una rápida reseña histórica.

Poco más de un año llevaba en el mando don José Manso de Velazco cuando aconteció la ruina del Callao, y tras ella una asoladora epidemia en la sierra, y el incendio del archivo de gobierno que se guardaba en casa del marqués de Salinas, incendio que se tuvo por malicioso. Temblores formidables en Quito, Latacunga, Trujillo y Concepción de Chile, la inundación de Santa, un incendio que devoró a Panamá y la rebelión de los indios de Huarochirí, que se sofocó ahorcando a los principales cabecillas, figuran entre los sucesos siniestros de esa época.

En agosto de 1747 fundose a inmediaciones del destruido Callao el pueblo de Bellavista; se elevó el convento de Ocopa a colegio de propaganda fide; se consagró la iglesia de los padres descalzos; la monja y literata sor María Juana, con otras cuatro capuchinas, fundó un monasterio en Cajamarca; se observó el llamado cometa de Newton; se estableció el estanco de tabacos; se extinguió la Audiencia de Panamá, y en 1755 se formó un censo en Lima, resultando empadronados 54.000 habitantes.

II

Que trata de una excomunión, y de cómo por ella el virrey y el arzobispo se convirtieron en enemigos


La obligación de motivar el capítulo que a éste sigue nos haría correr el riesgo de tocar con hechos que acaso pudieran herir quisquillosas susceptibilidades, si no adoptáramos el partido de alterar nombres y narrar el suceso a galope. En una hacienda del valle de Ate, inmediata a Lima, existía un pobre sacerdote que desempeñaba las funciones de capellán del fundo. El propietario, que era nada menos que un título de Castilla, por cuestiones de poca monta y que no son del caso referir, hizo una mañana pasear por el patio de la hacienda, caballero en un burro y acompañado de rebenque, al bueno del capellán, el cual diz que murió a poco de vergüenza y de dolor.

Este horrible castigo, realizado en un ungido del Señor, despertó en el pacífico pueblo una gran conmoción. El crimen era inaudito. La Iglesia fulminó excomunión mayor contra el hacendado, en la que se mandaba derribar las paredes del patio donde fue escarnecido el capellán y que se sembrase sal en el terreno, amén de otras muchas ritualidades de las que haremos gracia al lector.

Nuestro hacendado, que disfrutaba de gran predicamento en el ánimo del virrey y que aindamáis era pariente por afinidad del secretario Bravo, se encontró amparado por éstos, que recurrieron a cuantos medios hallaron a sus alcances para que menguase en algo el rigor de la excomunión. El virrey fue varias veces a visitar al arzobispo con tal objeto; pero éste se mantuvo erre que erre.

Entretanto cundía ya en el pueblo una especie de somatén y crecían los temores de un serio conflicto para el gobierno. La multitud, cada vez más irritada, exigía el pronto castigo del sacrílego; y el virrey, convencido de que el metropolitano no era hombre de provecho para su empeño, se vio, mal su grado, en la precisión de ceder.

¡Vive Dios, que aquéllos sí eran tiempos para la Iglesia! El pueblo, no contaminado aún con la impiedad, que, al decir de muchos, avanza a pasos de gigante, creía entonces con la fe del carbonero. ¡Pícara sociedad que ha dado en la maldita fiebre de combatir las preocupaciones, y errores del pasado! ¡Perversa raza humana que tiende a la libertad y al progreso, y que en su roja bandera lleva impreso el imperativo de la civilización!; ¡Adelante! ¡Adelante!

Repetimos que muy en embrión y con gran cautela hemos apuntado este curioso hecho, desentendiéndonos de adornarlo con la multitud de glosas y de incidentes que sobre él corren. Las viejas cuentan que cuando murió el hacendado, desapareció su cadáver, que de seguro recibió sepultura eclesiástica, arrebatado por el que pintan a los pies de San Miguel, y que en las altas horas de la noche paseaba por las calles de Lima en un carro inflamado por llamas infernales y arrastrado por una cuadriga diabólica. Hoy mismo hay gentes que creen en estas paparruchas a pie juntillas. Dejemos al pueblo con sus locas creencias y hagamos punto y acápite.

III

De como el arzobispo de lima celebró misa después de haber almorzado


Sabido es que para los buenos habitantes de la republicana Lima las cuestiones de fueros y de regalías entre los poderes civil y eclesiástico han sido siempre piedrecilla de escándalo. Aun los que hemos nacido en estos asendereados tiempos, recordamos muchas enguinfingalfas entre nuestros presidentes y el metropolitano o los obispos. Mas en la época en que por su majestad don Fernando VI mandaba estos reinos del Perú el señor conde de Superunda, estaban casi contrabalanceados los dos poderes, y harto tímido era su excelencia para recurrir a golpes de autoridad. Cuestioncillas, fútiles acaso en su origen, como la que en otro capítulo dejamos consignada, agriaron los espíritus del virrey y del arzobispo Barroeta hasta engendrar entre los dos una sena odiosidad.

«Grande fue la competencia —dice Córdova Urrutia— entre el arzobispo y el virrey, por haber dispuesto aquél que se le tocase órgano al entrar en la Catedral y no al representante del monarca, y levantado quitasol, al igual de éste, en las procesiones. Las quejas fueron a la corte y ésta falló contra el arzobispo».

El conde de Superunda, en su relación de mando, dice hablando del arzobispo: «Tuvo la desgracia de encontrar genios de fuego conocidos por turbulentos y capaces de alterar la república más bien ordenada. Éstos le indujeron a mandar sin reflexión, persuadiéndolo que debía mandar su jurisdicción con vigor, y que ésta se extendía sin límite. Y como obraba sin experiencia, brevemente se llenó de tropiezos con su Cabildo y varios tribunales. Los caminos a que induje muchas veces al arzobispo, atendiendo su decoro y la tranquilidad de la ciudad, eran máximas muy contrarias a las de sus consultores, y no perdieron tiempo en persuadirle que se subordinaba con desaire de su dignidad y que debía dar a conocer que era arzobispo, desviándose del virrey, que tanto le embarazaba. El concepto que le merecían los que así le aconsejaban, y la inclinación del arzobispo a mandar despóticamente lo precipitaron a escribirme una esquela privada con motivo de cierta cuestión particular, diciéndome que lo dejase obrar, y procuró retirarse cuanto pudo de mi comunicación. A poco tiempo se aumentaron las competencias con casi todos los tribunales y se llenó de edictos y mandatos la ciudad, poniéndose en gran confusión su vecindario. Si se hubieran de expresar todos los incidentes y tropiezos que se ofrecieron posteriormente al gobierno con el arzobispo, se formaría un volumen o historia de mucho bulto».

Y prosigue el conde de Superunda narrando la famosa querella del quitasol o baldaquino, en la procesión de la novena de la Concepción, que tuvo lugar por los años de 1752. No cumpliendo ella a nuestro propósito, preferimos dejarla en el tintero y contraernos a la última cuestión entre el representante de la corona y el arzobispo de Lima.

Práctica era que sólo cuando pontificaba el metropolitano se sentase bajo un dosel inmediato al del virrey, y para evitar que el arzobispo pudiera sufrir lo que la vanidad calificaría de un desaire, iba siempre a palacio un familiar la víspera de la fiesta, con el encargo de preguntar si su excelencia concurriría o no a la fiesta.

En la fiesta de Santa Clara, monasterio fundado por Santo Toribio de Mogrovejo y al que legó su corazón, encontró Manso el medio, infalible en su concepto, de humillar a su adversario, contestando al mensajero que se sentía enfermo y que por lo tanto no concurriría a la función. Preparáronse sillas para la Real Audiencia, y a las doce de la mañana se dirigió Barroeta a la iglesia y se arrellanó bajo el dosel; mas con gran sorpresa vio poco después que entraba el virrey, precedido por las distintas corporaciones.

¿Qué había decidido a su excelencia a alterar así el ceremonial? Poca cosa. La certidumbre de que su ilustrísima acababa de almorzar, en presencia de legos y eclesiásticos, una tísica o robusta polla en estofado, que tanto no se cuidó de averiguar el cronista, con su correspondiente apéndice de bollos y chocolate de las monjas.

Convengamos en que era durilla la posición del arzobispo, que sin echarse a cuestas lo que él creía un inmenso ridículo, no podía hacer bajar su dosel. Su ilustrísima se sentía tanto más confundido cuanto más altivas y burlonas eran las miradas y sonrisas de los palaciegos. Pasaron así más de cinco minutos sin que diese principio la fiesta. El virrey gozaba en la confusión de Barroeta, y todos veían asegurado su triunfo. La espada humillaba a la sotana.

Pero el bueno del virrey hacía su cuenta sin la huéspeda, o lo que es lo mismo, olvidaba que quien hizo la ley hizo la trampa. Manso habló al oído de uno de sus oficiales, y éste se acercó al arzobispo manifestándole, en nombre de su excelencia cuán extraño era que permaneciese bajo dosel y de igual a igual quien no pudiendo celebrar misa, por causa de la consabida polla de almuerzo, perdía el privilegio en cuestión. El arzobispo se puso de pie, paseó su mirada por el lado de los golillas de la Audiencia y dijo con notable sangre fría:

—¡Señor oficial! Anuncie usted a su excelencia que pontifico.

Y se dirigió resueltamente a la sacristía, de donde salió en breve revestido.

Y lo notable del cuento es que lo hizo como lo dijo.

IV

Donde la polla empieza a indigestarse


Dejamos a la imaginación de nuestros lectores calcular el escándalo que produciría la aparición del arzobispo en el altar mayor, escándalo que subió de punto cuando lo vieron consumir la divina Forma. El virrey no desperdició la ocasión de esparcir la cizaña en el pueblo, con el fin de que la grey declarase que su pastor había incurrido en flagrante sacrilegio. ¡Bien se barrunta que su excelencia no conocía a esa sufrida oveja que se llama pueblo! Los criollos, después de comentar largamente el suceso, se disolvían con esta declaratoria, propia del fanatismo de aquella época:

—Pues que comulgó su ilustrísima después de almorzar, licencia tendría de Dios.

Acaso por estas quisquillas se despertó el encono de la gente de claustro contra el virrey Manso; pues un fraile, predicando el sermón del Domingo de Ramos, tuvo la insolencia de decir que Cristo había entrado en Jerusalén montado en un burro manso, bufonería con la que creyó poner en ridículo a su excelencia.

Entretanto, el arzobispo no dormía, y mientras el virrey y la Real Audiencia dirigían al monarca y su Consejo de Indias una fundada acusación contra Barroeta, éste reunía en su palacio al Cabildo eclesiástico. Ello es que se extendió acta de lo ocurrido, en la que después de citar a los santos padres, de recurrir a los breves secretos de Paulo III y otros pontífices, y de destrozar los cánones, fue aprobada la conducta del que no se paró en pollas ni en panecillos, con tal de sacar avante lo que se llama fueros y dignidad de la Iglesia de Cristo. Con el acta ocurrió el arzobispo a Su Santidad, quien dio por bueno su proceder.

El Consejo de Indias no se sintió muy satisfecho, y aunque no increpó abiertamente a Barroeta, lo tildó de poco atento en haber recurrido a Roma sin tocar antes con la corona. Y para evitar que en lo sucesivo se renovasen las rencillas entre las autoridades política y religiosa, creyó conveniente su sacra real majestad trasladar a Barroeta a la silla archiepiscopal de Granada, y que se encargase de la de Lima el Sr. D. Diego del Corro, que entró en la capital en 26 de noviembre de 1758 y murió en Jauja después de dos años de gobierno.

Don Pedro Antonio de Barroeta y Ángel, natural de la Rioja en Castilla la Vieja, es entre los arzobispos que ha tenido Lima uno de los más notables por la moralidad de su vida y por su instrucción e ingenio. Hizo reimprimir las sinodales de Lobo Guerrero, y durante los siete años que, según Unanue, duró su autoridad, publicó varios edictos y reglamentos para reformar las costumbres del clero, que, al decir de un escritor de entonces, no eran muy evangélicas. A juzgar por el retrato que de él existe en la sacristía de la Catedral, sus ojos revelan la energía del espíritu y su despejada frente muestra claros indicios de inteligencia. Consiguió hacerse amar del pueblo, mas no de los canónigos, a quienes frecuentemente hizo entrar en vereda, y sostuvo con vigor los que, para el espíritu de su siglo y para su educación, consideraba como privilegios de la Iglesia.

En cuanto a nosotros, si hemos de ser sinceros, declaramos que no nos viene al magín medio de disculpar la conducta del arzobispo en la fiesta de Santa Clara; porque creemos, creencia de que no alcanzarán a apearnos todos los teólogos de la cristiandad, que la religión del Crucificado, religión de verdad severa, no puede permitir dobleces ni litúrgicos lances teatrales. Antes de sacar triunfante el orgullo, la vanidad clerical; antes de hacer elásticas las leyes sagradas; antes de abusar de la fe de un pueblo y sembrar en él la alarma y la duda, debió el ministro del Altísimo recordar las palabras del libro inmortal: ¡Ay de aquel por quien venga el escándalo! «Quémese la casa y no salga humo», era el refrán con que nuestros abuelos condenaban el escándalo.

V

Agudezas episcopales


Y por si no vuelve a presentárseme ocasión para hablar del arzobispo Barroeta, aprovecho ésta y saco a relucir algunas agudezas suyas. Cuando pasan rábanos, comprarlos.

Visitando su ilustrísima los conventos de Lima, llegó a uno donde encontró a los frailes arremolinados contra su provincial o superior. Quejábase la comunidad de que éste tiranizaba a sus inferiores, hasta el punto de prohibir que ninguno pusiese pie fuera del umbral de la portería sin previa licencia. El provincial empezó a defender su conducta: pero le interrumpió el señor Barroeta diciéndole:

—¡Calle, padre; calle, calle, calle!

El provincial se puso candado en la boca, el arzobispo echó una bendición y tomó el camino de la puerta, y los frailes quedaron contentísimos viendo desairado a su guardián.

Cuando le pasó a éste la estupefacción se dirigió al palacio arzobispal, y respetuosamente se querelló ante su ilustrísima de que, a presencia de la comunidad, le hubiera impuesto silencio.

—Lejos, muy lejos —le contestó Barroeta— estoy de ser grosero con nadie, y menos con su reverencia, a quien estimo. ¿Cuáles fueron mis palabras?

—Su ilustrísima interrumpió mis descargos diciéndome: «¡Calle, calle, calle!».

—¡Bendito de Dios! ¿Qué pedían los frailes? ¿Calle? Pues deles calle su reverencia, déjelos salir a la calle y lo dejarán en paz. No es culpa mía que su paternidad no me entendiera y que tomara el ascua por donde quema.

Y el provincial se despidió, satisfecho de que en el señor Barroeta no hubo propósito de agravio.

Fue este arzobispo aquel de quien cuentan que al salir del pueblo de Mala, lugarejo miserable y en el que su ilustrísima y comitiva tuvieron que conformarse con mala cena y peor lecho, exclamó:


«Entre médanos de arena,
para quien bien se regala,
no tiene otra cosa Mala
que tener el agua buena».


Y para concluir, vaya otra agudeza de su ilustrísima.

Parienta suya era la marquesa de X... y persona cuyo empeño fue siempre atendido por el arzobispo. Interesose ésta un día para que confiriese un curato vacante a cierto clérigo su protegido. Barroeta, que tenía poco concepto de la ilustración y moralidad del pretendiente, desairó a la marquesa. Encaprichose ella, acudió a España, gastó largo, y en vez de curato consiguió para su ahijado una canonjía metropolitana. Con la real cédula en mano, fue la marquesa a visitar al arzobispo y le dijo:

—Señor D. Pedro, el rey hace canónigo al que usted no quiso hacer cura.

—Y mucho dinero le ha costado el conseguirlo, señora marquesa.

—Claro está —contestó la dama—; pero toda mi fortuna la habría gastado con gusto por no quedarme con el desaire en el cuerpo.

—Pues, señora mía, si su empeño hubiera sido por canonjía, de balde se la hubiera otorgado; pero dar cura de almas a un molondro... nequaquam. El buen párroco necesita cabeza, y para ser buen canónigo no se necesita poseer más que una cosa buena.

—¿Qué cosa? —preguntó la marquesa.

—Buenas posaderas para repantigarse en un sillón del coro.

VI

Donde se eclipsa la estrella de su excelencia


Después de diez y seis años de gobierno, sin contar los que había pasado en la presidencia de Chile, el conde de Superunda, que había solicitado de la corte su relevo, entregó el mando al excelentísimo señor don Manuel de Amat y Juniet el 12 de octubre de 1761.

El de Superunda es, sin disputa, una de las más notables figuras de la época del coloniaje. A él debe Chile la fundación de seis de sus más importantes ciudades, y la historia, justiciera siempre, le consagra páginas honrosas. El pueblo nunca es ingrato para con los que se desvelan por su bien, halagüeña verdad que por desgracia ponen frecuentemente en olvido los hombres públicos en Sur-América. Manso, mientras ejerció la presidencia de Chile, fue recto en la administración, conciliador con las razas conquistadora y conquistada, infatigable en promover mejoras materiales, tenaz en despertar en la muchedumbre el hábito del trabajo. Con tan dignos antecedentes pasó al virreinato del Perú, en donde se encontró combatido por rastreras intrigas que entrabaron la marcha de su gobierno e hicieron inútiles sus buenas disposiciones. Por otra parte, su antecesor le entregaba el país en un estado de violenta conmoción. Apu Inca, al frente de algunas tribus rebeldes y ensoberbecidas por pequeños triunfos alcanzados sobre las fuerzas españolas, amenazaba desde Huarochirí un repentino ataque sobre la capital. Manso desplegó toda su actividad y energía, y en breve consiguió apresar y dar muerte al caudillo, cuya cabeza fue colocada en el arco del Puente de Lima. No se nos tilde de faltos de amor a la causa americana porque llamamos rebelde a Apu Inca. Las naciones se hallan siempre dispuestas a recibir el bienhechor rocío de la libertad, y en nuestro concepto, dando fe a documentos que hemos podido consultar, Apu Inca no era ni el apóstol de la idea redentora ni el descendiente de Manco Capac. Sus pretensiones eran las del ambicioso sin talento, que usurpando un nombre se convierte en jefe de una horda. Él proclamaba el exterminio de la raza blanca, sin ofrecer al indígena su rehabilitación política. Su causa era la de la barbarie contra la civilización.

Cansado Manso de los azares que lo rodeaban en el Perú, regresábase a Europa por Costa Firme, cuando, por su desdicha, tocó el buque que lo conducía en la isla de Cuba, asediada a la sazón por los ingleses.

D. Modesto de la Fuente, en su Historia de España, trae curiosos pormenores acerca del famoso sitio de la Habana, en el que verá el lector cuán triste papel cupo desempeñar al conde de Superunda. Como teniente general, presidió el consejo de guerra reunido para decidir la rendición o resistencia de las plazas amenazadas; mas ya fuese que el aliento de Manso se hubiese gastado con los años, como lo supone el marqués de Obando, o porque en realidad creyese imposible resistir, arrastró la decisión del consejo a celebrar una capitulación, en virtud de la que un navío inglés condujo a Manso y sus compañeros al puerto de Cádiz.

Del juicio a que en el acto se les sujetó resultaba que la capitulación fue cobarde e ignominiosos los artículos consignados en ella, y que el conde de Superunda, causa principal del desastre, merecía ser condenado a la pérdida de honores y empleos, con la añadidura, nada satisfactoria, de dos años de encierro en la fortaleza de Monjuich.

Don José Manso, hombre de caridad ejemplar, no sacó por cierto una fortuna de su dilatado gobierno en el Perú. Cuéntase que habiéndole un día pedido limosna un pordiosero, le dio la empuñadura de su espada, que era de maciza plata, y notorios son los beneficios que prodigó a la multitud de familias que sufrieron las consecuencias del horrible terremoto que arruinó a Lima en 1746. Por ende, al salir de la prisión de Monjuich, se encontró el de Superunda tan falto de recursos como el más desarrapado mendigo.

VII

Donde aumenta en brillo la estrella de su ilustrísima


Empezaba la primavera del año de 1770, cuando paseando una tarde por la Vega el arzobispo de Granada, encontró un ejército de chiquillos que, con infantil travesura, retozaban por las calles de árboles. La simpatía que los viejos experimentan por los niños nos la explicamos recordando que la ancianidad y la infancia, «el ataúd y la cuna», están muy cerca de Dios.

Su ilustrísima se detuvo mirando con paternal sonrisa aquella alegre turba de escolares, disfrutando de la recreación que en los días jueves daban los preceptores de aquellos tiempos a sus discípulos. El dómine se hallaba sentado en un banco de césped, absorbido en la lectura en un libro, hasta que un familiar del arzobispo vino a sacarlo de su ocupación llamándolo en nombre de su ilustrísima.

Era el dómine un viejo venerable, de facciones francas y nobles, y que a pesar de su pobreza, llevaba la raída ropilla con cierto aire de distinción. Poco tiempo hacía que, establecido en Granada, dirigía una escuela, siendo conocido bajo el nombre del maestro Velazco y sin saberse nada de la historia de su vida.

Apenas lo miró el arzobispo, cuando reconoció en él al conde de Superunda y lo estrechó en los brazos. Pasado el primer transporte vinieron las confidencias; y por último, Barroeta lo comprometió a vivir a su lado y aceptar sus favores y protección. Manso rehusaba obstinadamente, hasta que su ilustrísima le dijo:

—Paréceme, señor conde, que aún me conserva rencor vueseñoría y creeré que por soberbia rechaza mi apoyo, o que me injuria suponiendo que en la adversidad trato de humillarlo.

—¡El poder, la gloria, la riqueza no son más que vanidad de vanidades! Y si imagináis, señor arzobispo, que por altivez no aceptaba vuestro amparo, desde hoy abandonaré la escuela para vivir en vuestra casa.

El arzobispo lo abrazó nuevamente y lo hizo montar en su carroza.

—Así como así —agregó el conde—, vuestro ministerio os obliga a curarme de mi loco orgullo. ¡Debellare superbos!

VIII

Desde aquel día, aunque amargadas por el recuerdo de sus desventuras y de la ingratitud del soberano, que al fin le devolvió su clase y honores, fueron más llevaderas y tranquilas las horas del desgraciado Superunda.

Rudamente, pulidamente, mañosamente

Crónica de la época del virrey Amat

I

En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, de rechupete y tilín

Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita de tecum y de las que amarran la liga encima de la rodilla. Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz de escribano por lo picaresca, labios retozones, y una tabla de pecho como para asirse de ella un náufrago, tal era en compendio la muchacha. Añádanse a estas perfecciones brevísimo pie, torneada pantorrilla, cintura estrecha, aire de taco y sandunguero, de esos que hacen estremecer hasta a los muertos del campo santo. La moza, en fin, no era boccato di cardenale, sino boccato de concilio ecuménico.

Paréceme que con el retrato basta y sobra para esperar mucho de esa pieza de tela emplástica, que


era como el canario
que va y se baña,
y luego se sacude
con arte y maña.


Leonorcica, para colmo de venturanza, era casada con un honradísimo pulpero español, más bruto que el que asó a la manteca, y a la vez más manso que todos los carneros juntos de la cristiandad y morería. El pobrete no sabía otra cosa que aguar el vino, vender gato por liebre y ganar en su comercio muy buenos cuartos, que su bellaca mujer se encargaba de gastar bonitamente en cintajos y faralares, no para más encariñar a su cónyuge, sino para engatusar a los oficiales de los regimientos del rey. A la chica, que de suyo era tornadiza, la había agarrado el diablo por la milicia y... ¡échele usted un galgo a su honestidad! Con razón decía uno: «Algo tendrá el matrimonio, cuando necesita bendición de cura».

El pazguato del marido, siempre que la sorprendía en gatuperios y juegos nada limpios con los militares, en vez de coger una tranca y derrengarla, se conformaba con decir:

—Mira, mujer, que no me gustan militronchos en casa y que un día me pican las pulgas y hago una que sea sonada.

—Pues mira, ¡arrastrado!, no tienes más que empezar —contestaba la mozuela, puesta en jarras y mirando entre ceja y ceja a su víctima.

Cuentan que una vez fue el pulpero a querellarse ante el provisor y a solicitar divorcio, alegando que su conjunta lo trataba mal.

—¡Hombre de Dios! ¿Acaso te pega? —le preguntó su señoría.

—No, señor —contestó el pobre diablo—, no me pega..., pero me la pega.

Este marido era de la misma masa de aquel otro que cantaba:


«Mi mujer me han robado
tres días ha:
ya para bromas basta:
vuélvanmela.


Al fin la cachaza tuvo su límite, y el marido hizo... una que fue sonada. ¿Perniquebró a su costilla? ¿Le rompió el bautismo a algún galán? ¡Quiá! Razonando filosóficamente, pensó que era tontuna perderse un hombre por perrerías de una mala pécora; que de hembras está más que poblado este pícaro mundo, y que, como dijo no sé quién, las mujeres son como las ranas, que por una que zabulle salen cuatro a flor de agua.

De la noche a la mañana traspasó, pues, la pulpería, y con los reales que el negocio le produjo se trasladó a Chile, donde en Valdivia puso una cantina.

¡Qué fortuna la de las anchovetas! En vez de ir al puchero se las deja tranquilamente en el agua.

Esta metáfora traducida a buen romance quiere decir que Leonorcica, lejos de lloriquear y tirarse de las greñas, tocó generala, revistó a sus amigos de cuartel, y de entre ellos, sin más recancamusas, escogió para amante de relumbrón al alférez del regimiento de Córdoba don Juan Francisco Pulido, mocito que andaba siempre más emperejilado que rey de baraja fina.

II

Mano de historia


Si ha caído bajo tu dominio, lector amable, mi primer libro de Tradiciones, habrás hecho conocimiento con el excelentísimo señor don Manuel Amat y Juniet, trigésimo primo virrey del Perú por su majestad Femando VI. Ampliaremos hoy las noticias históricas que sobre él teníamos consignadas.

La capitanía general de Chile fue, en el siglo pasado, un escalón para subir al virreinato. Manso de Velazco, Amat, Jáuregui, O'Higgins y Avilés, después de haber gobernado en Chile, vinieron a ser virreyes del Perú.

A fines de 1771 se hizo Amat cargo del gobierno. «Traía —dice un historiador— la reputación de activo, organizador, inteligente, recto hasta el rigorismo y muy celoso de los intereses públicos, sin olvidarla propia conveniencia». Su valor personal lo había puesto a prueba en una sublevación de presos en Santiago. Amat entró solo en la cárcel, y recibido a pedradas, contuvo con su espada a los rebeldes. Al otro día ahorcó docena y media de ellos. Como se ve, el hombre no se andaba en repulgos.

Amat principió a ejercer el gobierno cuando, hallándose más encarnizada la guerra de España con Inglaterra y Portugal, las colonias de América recelaban una invasión. El nuevo virrey atendió perfectamente a poner en pie de defensa la costa desde Panamá a Chile, y envió eficaces auxilios de armas y dinero al Paraguay y Buenos Aires. Organizó en Lima milicias cívicas, que subieron a cinco mil hombres de infantería y dos mil de caballería, y él mismo se hizo reconocer por coronel del regimiento de nobles, que contaba con cuatrocientas plazas. Efectuada la paz, Carlos III premió a Amat con la cruz de San Jenaro, y mandó a Lima veintidós hábitos de caballeros de diversas órdenes para los vecinos que más se habían distinguido por su entusiasmo en la formación, equipo y disciplina de las milicias.

Bajo su gobierno se verificó el Concilio provincial de 1772, presidido por el arzobispo D. Diego Parada, en que fueron confirmados los cánones del Concilio de Santo Toribio.

Hubo de curioso en este Concilio que habiendo investigado Amat al franciscano fray Juan de Marimón, su paisano, confesor y aun pariente, con el carácter de teólogo representante del real patronato, se vio en el conflicto de tener que destituirlo y desterrarlo por dos años a Trujillo. El padre Marimón, combatiendo en la sesión del 28 de febrero al obispo Espiñeyra y al crucífero Durán, que defendían la doctrina del probabilismo, anduvo algo cáustico con sus adversarios. Llamado al orden Marimón, contestó, dando una palmada sobre la tribuna: «Nada de gritos, ilustrísimo señor, que respetos guardan respetos, y si su señoría vuelve a gritarme, yo tengo pulmón más fuerte y le sacaré ventaja». En uno de los volúmenes de Papeles varios de la Biblioteca de Lima se encuentran un opúsculo del padre agonizante Durán, una carta del obispo fray Pedro Ángel de Espiñeyra, el decreto de Amat y una réplica de Marimón, así como el sermón que pronunció éste en las exequias del padre Pachi, muerto en olor de santidad.

El virrey, cuyo liberalismo en materia religiosa se adelantaba a su época, influyó, aunque sin éxito, para que se obligase a los frailes a hacer vida común y a reformar sus costumbres, que no eran ciertamente evangélicas. Lima encerraba entonces entre sus murallas la bicoca de mil trescientos frailes, y los monasterios de monjas la pigricia de setecientas mujeres.

Para espiar a los frailes que andaban en malos pasos por los barrios de Abajo el Puente, hizo Amat construir el balcón de palacio que da a la plazuela de los Desamparados, y se pasaba muchas horas escondido tras de las celosías.

Algún motivo de tirria debieron darle los frailes de la Merced, pues siempre que divisaba hábito de esa comunidad murmuraba entre dientes: «¡Buen blanco!». Los que lo oían pensaban que el virrey se refería a la tela del traje, hasta que un curioso se atrevió a pedirle aclaración, y entonces dijo Amat: «¡Buen blanco para una bala de cañón!».

En otra ocasión hemos hablado de las medidas prudentes y acertadas que tomó Amat para cumplir la real orden por la que fueron expulsados los miembros de la Compañía de Jesús. El virrey inauguró inmediatamente en el local del colegio de los jesuitas el famoso Convictorio de San Carlos, que tantos hombres ilustres ha dado a la América.

Amotinada en el Callao a los gritos de «¡Viva el rey y muera su mal gobierno!» la tripulación de los navíos Septentrión y Astuto, por retardo en el pagamento de sueldos, el virrey enarboló en un torreón la bandera de justicia, asegurándola con siete cañonazos. Fue luego a bordo, y tras brevísima información mandó colgar de las entenas a los dos cabecillas y diezmó la marinería insurrecta, fusilando diez y siete. Amat decía que la justicia debe ser como el relámpago.

Amat cuidó mucho de la buena policía, limpieza y ornato de Lima. Un hospital para marineros en Bellavista; el templo de las Nazarenas, en cuya obra trabajaba a veces como carpintero; la Alameda y plaza de Ancho para las corridas de toros, y el Coliseo, que ya no existe, para las lidias de gallos, fueron de su época. Emprendió también la fábrica, que no llegó a terminarse, del Paseo de Aguas y que, a juzgar por lo que aún se ve, habría hecho competencia a Saint Cloud y a Versalles.

Licencioso en sus costumbres, escandalizó bastante al país con sus aventuras amorosas. Muchas páginas ocuparían las historietas picantes en que figura el nombre de Amat unido al de Micaela Villegas, la Perricholi, actriz del teatro de Lima.

Sus contemporáneos acusaron a Amat de poca pureza en el manejo de los fondos públicos, y daban por prueba de su acusación que vino de Chile con pequeña fortuna y que, a pesar de lo mucho que derrochó con la Perricholi, que gastaba un lujo insultante, salió del mando millonario. Nosotros ni quitamos ni ponemos, no entramos en esas honduras y decimos caritativamente que el virrey supo, en el juicio de residencia, hacerse absolver de este cargo, como hijo de la envidia y de la maledicencia humanas.

En julio de 1776, después de cerca de quince años de gobierno, lo reemplazó el Excmo. señor D. Manuel Guirior.

Amat se retiró a Cataluña, país de su nacimiento, en donde, aunque octogenario y achacoso, contrajo matrimonio con una joven sobrina suya.

Las armas de Amat eran: escudo en oro con una ave de siete cabezas de azur.

III

Donde el lector hallará tres retruécanos no rebuscados sino históricos


Por los años de 1772 los habitantes de esta, hoy prácticamente republicana ciudad de los reyes se hallaban poseídos del más profundo pánico. ¿Quién era el guapo que después de las diez de la noche asomaba las narices por esas calles? Una carrera de gatos o ratones en el techo bastante para producir en una casa soponcios femeniles, alarmas masculinas y barullópolis mayúsculo.

La situación no era para menos. Cada dos o tres noches se realizaba algún robo de magnitud, y según los cronistas de esos tiempos, tales delitos salían, en la forma, de las prácticas hasta entonces usadas por los discípulos de Caco. Caminos subterráneos, forados abiertos por medio del fuego, escalas de alambre y otras invenciones mecánicas revelaban, amén de la seguridad de sus golpes, que los ladrones no sólo eran hombres de enjundia y pelo en pecho, sino de imaginativa y cálculo. En la noche del 10 de julio ejecutaron un robo que se estimó en treinta mil pesos.

Que los ladrones no eran gentuza de poco más o menos, lo reconocía el mismo virrey, quien, conversando una tarde con los oficiales de guardia que lo acompañaban a la mesa, dijo con su acento de catalán cerrado.

—¡Muchi diablus de latrons!

—En efecto, excelentísimo señor —le repuso el alférez D. Juan Francisco Pulido—. Hay que convenir en que roban pulidamente.

Entonces el teniente de artillería don José Manuel Martínez Ruda lo interrumpió.

—Perdone el alférez. Nada de pulido encuentro; y lejos de eso, desde que desvalijan una casa contra la voluntad de su dueño, digo que proceden rudamente.

—¡Bien! Señores oficiales, se conoce que hay chispa —añadió el alcalde ordinario don Tomás Muñoz, y que era, en cuanto a sutileza, capaz de sentir el galope del caballo de copas—. Pero no en vano empuño yo una vara que hacer caer mañosamente sobre esos pícaros que traen al vecindario con el credo en la boca.

IV

Donde se comprueba que a la larga el toro fina en el matadero y el ladrón en la horca


Al anochecer del 31 de julio del susodicho año de 1772, un soldado entró cautelosamente en la casa del alcalde ordinario don D. Tomás Muñoz, y se entretuvo con él una hora en secreta plática.

Poco después circulaban por la ciudad rondas de alguaciles y agentes de la policía que fundó Amat con el nombre de encapados.

En la mañana del 1.º de agosto todo el mundo supo que en la cárcel de corte y con gruesas barras de grillos se hallaban aposentados el teniente Ruda, el alférez Pulido, seis soldados del regimiento de Saboya, tres del regimiento de Córdoba y ocho paisanos. Hacíanles también compañía doña Leonor Michel y doña Manuela Sánchez, las de los oficiales, y tres mujeres del pueblo, mancebas de soldados. Era justo que quienes estuvieron a las maduras participasen de las duras. Quien comió la carne que roa el hueso.

El proceso, curiosísimo en verdad y que existe en los archivos de la Excma. Corte Suprema, es largo para extractado. Baste saber que el 13 de agosto no quedó en Lima títere que no concurriese a la plaza Mayor, en la que estaban formadas las tropas regulares y milicias cívicas.

Después de degradados con el solemne ceremonial de las ordenanzas militares los oficiales Ruda y Pulido, pasaron junto con nueve de sus cómplices a balancearse en la horca, alzada frente al callejón de Petateros. El verdugo cortó luego las cabezas, que fueron colocadas en escarpias en el Callao y en Lima.

Los demás reos obtuvieron pena de presidio, y cuatro fueron absueltos, contándose entre éstos doña Manuela Sánchez, la querida de Ruda. El proceso demuestra que si bien fue cierto que ella percibió los provechos, ignoró siempre de dónde salían las misas.

V

En que se copia una sentencia que puede arder en un candil


«En cuanto a doña Leonor Michel, receptora de especies furtivas, la condeno a que sufra cincuenta azotes, que le darán en su prisión de mano del verdugo, y a ser rapada de cabeza y cejas, y después de pasada tres veces por la horca, será conducida al real beaterio de Amparadas de la Concepción de esta ciudad a servir en los oficios más bajos y viles de la casa, reencargándola a la madre superiora para que la mantenga con la mayor custodia y precaución, ínterin se presenta ocasión de navío que salga para la plaza de Valdivia, adonde será trasladada en partida de registro a vivir en unión de su marido, y se mantendrá perpetuamente en dicha plaza. —Dio y pronunció esta sentencia el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, caballero de la Orden de San Juan, del Consejo de su majestad, su gentilhombre de cámara con entrada, teniente general de sus reales ejércitos, virrey, gobernador y capitán general de estos reinos del Perú y Chile; y en ella firmó su nombre estando haciendo audiencia en su gabinete, en los Reyes, a 11 de agosto de 1772, siendo testigo D. Pedro Juan Sanz, su secretario de cámara, y D. José Garmendia, que lo es de cartas. —Gregorio González de Mendoza, escribano de su majestad y Guerra».

¡Cáscaras! ¿No les parece a ustedes que la sentencia tiene tres pares de perendengues?

Ignoramos si el marido entablaría recurso de fuerza al rey por la parte en que, sin comerlo ni beberlo, se le obligaba a vivir en ayuntamiento y con la media naranja que le dio la Iglesia, o si cerró los ojos y aceptó la libranza, que bien pudo ser; pues para todo hay genios en la viña del Señor.

El resucitado

Crónica de la época del trigésimo segundo virrey


A principios del actual siglo existía en la Recolección de los descalzos un octogenario de austera virtud y que vestía el hábito de hermano lego. El pueblo, que amaba mucho al humilde monje, conocíalo sólo con el nombre de el Resucitado. Y he aquí la auténtica y sencilla tradición que sobre él ha llegado hasta nosotros.

I

En el año de los tres sietes (número apocalíptico y famoso por la importancia de los sucesos que se realizaron en América) presentose un día en el hospital de San Andrés un hombre que frisaba en los cuarenta agostos, pidiendo ser medicinado en el santo asilo. Desde el primer momento los médicos opinaron que la dolencia del enfermo era mortal, y le previnieron que alistase el bagaje para pasar a mundo mejor.

Sin inmutarse oyó nuestro individuo el fatal dictamen, y después de recibir los auxilios espirituales o de tener el práctico a bordo, como decía un marino, llamó a Gil Paz, ecónomo del hospital, y díjole, sobre poco más o menos:

—Hace quince años que vine de España, donde no dejo deudos, pues soy un pobre expósito. Mi existencia en Indias ha sido la del que honradamente busca el pan por medio del trabajo; pero con tan aviesa fortuna que todo mi caudal, fruto de mil privaciones y fatigas, apenas pasa de cien onzas de oro que encontrará vuesamerced en un cincho que llevo al cuerpo. Si como creen los físicos, y yo con ellos, su Divina Majestad es servida llamarme a su presencia, lego a vuesamerced mi dinero para que lo goce, pidiéndole únicamente que vista mi cadáver con una buena mortaja del seráfico padre San Francisco, y pague algunas misas en sufragio de mi alma pecadora.

D. Gil juró por todos los santos del calendario cumplir religiosamente con los deseos de moribundo, y que no sólo tendría mortaja y misas, sino un decente funeral. Consolado así el enfermo, pensó que lo mejor que le quedaba por hacer era morirse cuanto antes; y aquella misma noche empezaron a enfriársele las extremidades, y a las cinco de la madrugada era alma de la otra vida.

Inmediatamente pasaron las peluconas al bolsillo del ecónomo, que era un avaro más ruin que la encarnación de la avaricia. Hasta su nombre revela lo menguado del sujeto: ¡¡¡Gil Paz!!! No es posible ser más tacaño de letras ni gastar menos tinta para una firma.

Por entonces no existía aún en Lima el cementerio general que, como es sabido, se inauguró el martes 31 de mayo de 1808; y aquí es curioso consignar que el primer cadáver que se sepultó en nuestra necrópolis al día siguiente fue el de un pobre de solemnidad llamado Matías Isurriaga, quien, cayéndose de un andamio sobre el cual trabajaba como albañil, se hizo tortilla en el atrio mismo del cementerio. Los difuntos se enterraban en un corralón o campo santo que tenía cada hospital, o en las bóvedas de las iglesias, con no poco peligro de la salubridad pública.

Nuestro don Gil reflexionó que el finado le había pedido muchas gollerías; que podía entrar en la fosa común sin asperges, responsos ni sufragios; y que, en cuanto a ropaje, bien aviado iba con el raído pantalón y la mugrienta camisa con que lo había sorprendido la flaca.

—En el hoyo no es como en el mundo —filosofaba Gil Paz—, donde nos pagamos de exterioridades y apariencias, y muchos hacen papal por la tela del vestido. ¡Vaya una pechuga la del difunto! No seré yo, en mis días, quien halague su vanidad, gastando los cuatro pesos que importa la jerga franciscana. ¿Querer lujo hasta para pudrir tierra? ¡Hase visto presunción de la laya! ¡Milagro no le vino en antojo que lo enterrasen con guantes de gamuza, botas de campana y gorguera de encaje! Vaya al agujero como está el muy bellaco, y agradézcame que no lo mande en el traje que usaba el padre Adán antes de la golosina.

Y dos negros esclavos del hospital cogieron el cadáver y lo transportaron al corralón que servía de cementerio.

Dejemos por un rato en reposo al muerto, y mientras el sepulturero abre la zanja fumemos un cigarrillo, charlando sobre el gobierno y la política de aquellos tiempos.

II

El Excmo. Sr. don Manuel Guirior, natural de Navarra y de la familia de San Francisco Javier, caballero de la Orden de San Juan, teniente general de la real armada, gentilhombre de cámara y marqués de Guirior, hallábase como virrey en el nuevo reino de Granada, donde había contraído con doña María Ventura, joven bogotana, cuando fue promovido por Carlos III al gobierno del Perú.

Guirior, acompañado de su esposa, llegó a Lima de incógnito el 17 de julio de 1776, como sucesor de Amat. Su recibimiento público se verificó con mucha pompa el 3 de diciembre, es decir, a los cuatro meses de haberse hecho cargo del gobierno. La sagacidad de su carácter y sus buenas dotes administrativas le conquistaron en breve el aprecio general. Atendió mucho a la conversión de infieles, y aun fundó en Chanchamayo colonias y fortalezas, que posteriormente fueron destruidas por los salvajes. En Lima estableció el alumbrado público con pequeño gravamen de los vecinos, y fue el primer virrey que hizo publicar bandos contra el diluvio llamado juego de carnavales. Verdad es que, entonces como ahora, bandos tales fueron letra muerta.

Guirior fue el único, entre los virreyes, que cedió a los hospitales los diez pesos que, para sorbetes y pastas estaban asignados por real cédula a su excelencia siempre que honraba con su presencia una función de teatro. En su época se erigió el virreinato de Buenos Aires y quedó terminada la demarcación de límites del Perú, según el tratado de 1777 entre España y Portugal, tratado que después nos ha traído algunas desazones con el Brasil y el Ecuador.

En el mismo aciago año de los tres sietes nos envió la corte al consejero de Indias D. José Areche, con el título de superintendente y visitador general de la real Hacienda y revestido de facultades omnímodas tales, que hacían casi irrisoria la autoridad del virrey. La verdadera misión del enviado regio era la de exprimir la naranja hasta dejarla sin jugo. Areche elevó la contribución de indígenas a un millón de pesos; creó la junta de diezmos; los estancos y alcabalas dieron pingües rendimientos; abrumó de impuestos y socaliñas a los comerciantes y mineros, y tanto ajustó la cuerda que en Huaraz, Lambayeque, Huánuco, Pasco, Huancavelica, Moquegua y otros lugares estallaron senos desórdenes, en los que hubo corregidores, alcabaleros y empleados reales ajusticiados por el pueblo. «La excitación era tan grande —dice Lorente— que en Arequipa los muchachos de una escuela dieron muerte a uno de sus camaradas que, en sus juegos, había hecho el papel de aduanero, y en el llano de Santa Marta dos mil arequipeños osaron, aunque con mal éxito, presentar batalla a las milicias reales». En el Cuzco se descubrió muy oportunamente una vasta conspiración encabezada por D. Lorenzo Farfán y un indio cacique, los que, aprehendidos, terminaron su existencia en el cadalso.

Guirior se esforzó en convencer al superintendente de que iba por mal camino; que era mayúsculo el descontento, que con el rigorismo de sus medidas no lograría establecer los nuevos impuestos, sino crear el peligro de que el país en masa recurriese a la protesta armada, previsión que dos años más tarde y bajo otro virrey, vino a justificar la sangrienta rebelión de Tupac-Amaru. Pero Areche pensaba que el rey lo había enviado al Perú para que, sin pararse en barras, enriqueciese el real tesoro a expensas de la tierra conquistada, y que los peruanos eran siervos cuyo sudor, convertido en oro, debía pasar a las arcas de Carlos III. Por lo tanto, informó al soberano que Guirior lo embarazaba para esquilmar el país y que nombrase otro virrey, pues su excelencia maldito si servía para lobo rapaz y carnicero. Después de cuatro años de gobierno, y sin la más leve fórmula de cortesía, se vio destituido D. Manuel Guirior, trigésimo segundo virrey del Perú, y llamado a Madrid, donde murió pocos meses después de su llegada.

Vivió una vida bien vivida.

Así en el juicio de residencia como en el secreto que se le siguió, salió victorioso el virrey y fue castigado Areche severamente.

III

En tanto que el sepulturero abría la zanja, una brisa fresca y retozona oreaba el rostro del muerto, quien ciertamente no debía estarlo en regla, pues sus músculos empezaron a agitarse débilmente, abrió luego los ojos y, al fin, por uno de esos maravillosos instintos del organismo humano, hízose cargo de su situación. Un par de minutos que hubiera tardado nuestro español en volver de su paroxismo o catalepsia, y las paladas de tierra no le habrían dejado campo para rebullirse y protestar.

Distraído el sepulturero con su lúgubre y habitual faena, no observó la resurrección que se estaba verificando hasta que el muerto se puso sobre sus puntales y empezó a marchar con dirección a la puerta. El búho de cementerio cayó accidentado, realizándose casi al pie de la letra aquello que canta la copla:


«el vivo se cayó muerto
y el muerto partió a correr».


Encontrábase D. Gil en la sala de San Ignacio vigilando que los topiqueros no hiciesen mucho gasto de azúcar para endulzar las tisanas, cuando una mano se posó familiarmente en su hombro y oyó una voz cavernosa que le dijo: «¡Avariento! ¿Dónde está mi mortaja?».

Volviose aterrorizado D. Gil. Sea el espanto de ver un resucitado de tan extraño pelaje, o sea la voz de la conciencia hubiese hablado en él muy alto, es el hecho que el infeliz perdió desde ese instante la razón. Su sacrílega avaricia tuvo la locura por castigo.

En cuanto al español, quince días más tarde salía del hospital completamente restablecido, y después de repartir en limosnas las peluconas causa de la desventura de D. Gil, tomó el hábito de lego en el convento de los padres descalzos, y personas respetables que lo conocieron y trataron nos afirman que alcanzó a morir en olor de santidad, allá por los años de 1812.

El corregidor de Tinta

Crónica de la época del trigésimo tercio virrey


Ahorcaban a un delincuente
y decía su mujer:
«No tengas pena, pariente;
todavía puede ser
que la soga se reviente».

Anónimo

I

Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para celebrar a su santo patrón, que lo era también de su majestad Carlos III, tenía congregados en opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde el amanecer, habían llegado a felicitarlo por su cumpleaños.

El cura D. Carlos Rodríguez era un clérigo campechano, caritativo y poco exigente en el cobro de los diezmos y demás provechos parroquiales, cualidades apostólicas que lo hacían el ídolo de sus feligreses. Ocupaba aquella mañana la cabecera de la mesa, teniendo a su izquierda a un descendiente de los Incas, llamado don José Gabriel Tupac-Amaru, y a su derecha a doña Micaela Bastidas, esposa del cacique. Las libaciones se multiplicaban y, como consecuencia de ellas, reinaba la más expansiva alegría. De pronto sintiose el galope de un caballo que se detuvo a la puerta de la casa parroquial, y el jinete, sin descalzarse las espuelas, penetró en la sala del festín.

El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga, corregidor de la provincia de Tinta, hidalgo español muy engreído con lo rancio de su nobleza y que despotizaba, por plebeyos, a europeos y criollos. Grosero en sus palabras, brusco de modales, cruel para con los indios de la mita y avaro hasta el extremo de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido reloj, por no dar no habría dado ni las horas, tal era su señoría. Y para colmo de desprestigio, el provisor y canónigos del Cuzco lo habían excomulgado solemnemente por ciertos avances contra la autoridad eclesiástica.

Todos los comensales se pusieron de pie a la entrada del corregidor, quien, sin hacer atención en el cacique D. José Gabriel, se dejó caer sobre la silla que éste ocupaba, y noble indio fue a colocarse a otro extremo de la mesa, sin darse por entendido de la falta de cortesía del empingorotado español. Después de algunas frases vulgares, de haber refocilado el estómago con las viandas y remojado la palabra, dijo su señoría:

—No piense vuesa merced que me he pegado un trote desde Yanaoca sólo por darle saludes.

—Usiría sabe —contestó el párroco— que cualquiera que sea la causa que lo trae es siempre bien recibido en esta humilde choza.

—Huélgome por vuesa merced de haberme convencido personalmente de la falsedad de un aviso que recibí ayer, que a haberlo encontrado real, juro cierto que no habría reparado en hopalandas ni tonsura para amarrar a vuesa merced y darle una zurribanda de que guardara memoria en los días de su vida; que mientras yo empuñe la vara, ningún monigote me ha de resollar gordo.

—Dios me es testigo de que no sé a qué vienen las airadas palabras de su señoría —murmuró el cura, intimidado por los impertinentes conceptos de Arriaga.

—Yo me entiendo y bailo solo, Sr. D. Carlos. Bonito es mi pergenio para tolerar que en mi corregimiento, a mis barbas, como quien dice, se lean censuras ni esos papelotes de excomunión que contra mí reparte el viejo loco que anda de provisor en el Cuzco, y ¡por el ánima de mi padre, que esté en gloria, que tengo de hacer mangas y capirotes con el primer cura que se me descantille en mi jurisdicción! ¡Y cuenta que se me suba la mostaza a las narices y me atufe un tantico, que en un verbo me planto en el Cuzco y torno chanfaina y picadillo a esos canónigos barrigudos y abarraganados!

Y enfrascado el corregidor en sus groseras baladronadas, que sólo interrumpía para apurar sendos tragos de vino, no observó que D. Gabriel y algunos de los convidados iban desapareciendo de la sala.

II

A las seis de la tarde el insolente hidalgo galopaba en dirección a la villa de su residencia, cuando fue enlazado su caballo; y D. Antonio se encontró en medio de cinco hombres armados, en los que reconoció a otros tantos de los comensales del cura.

—Dese preso vuesa merced —le dijo Tupac-Amaru, que era el que acaudillaba el grupo. Y sin dar tiempo al maltrecho corregidor para que opusiera la menor resistencia, le remacharon un par de grillos y lo condujeron a Tungasuca. Inmediatamente salieron indios con pliegos para el Alto Perú y otros lugares, y Tupac-Amaru alzó bandera contra España.

Pocos días después, el 10 de noviembre, destacábase una horca frente a la capilla de Tungasuca; y el altivo español, vestido de uniforme y acompañado de un sacerdote que lo exhortaba a morir cristianamente, oyó al pregonero estas palabras:

Ésta es la justicia que D. José Gabriel I, por la gracia de Dios, inca, rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente de los madres del Sur, duque y señor de los Amazonas y del gran Paititi, manda hacer en la persona de Antonio de Arriaga por tirano, alevoso, enemigo de Dios y sus ministros, corruptor y falsario.

En seguida el verdugo, que era un negro esclavo del infeliz corregidor, le arrancó él uniforme en señal de degradación, le vistió una mortaja y le puso la soga al cuello. Mas al suspender el cuerpo, a pocas pulgadas de la tierra, reventó la cuerda; y Arriaga, aprovechando la natural sorpresa que en los indios produjo este incidente, echó a correr en dirección a la capilla, gritando: «¡Salvo soy! ¡A iglesia me llamo! ¡La iglesia me vale!».

Iba ya el hidalgo a penetrar en sagrado, cuando se le interpuso el Inca Tupac-Amaru y lo tomó del cuello, diciéndole:

—¡No vale la iglesia a tan gran pícaro como vos! ¡No vale la iglesia a un excomulgado por la Iglesia!

Y volviendo el verdugo a apoderarse del sentenciado, dio pronto remate a su sangrienta misión.

III

Aquí deberíamos dar por terminada la tradición; pero el plan de nuestra obra exige que consagremos algunas líneas por vía de epílogo al virrey en cuya época de mando aconteció este suceso.

El Excmo. Sr. D. Agustín de Jáuregui, natural de Navarra y de la familia de los condes de Miranda y de Teba, caballero de la Orden de Santiago y teniente general de los reales ejércitos, desempeñaba la presidencia de Chile cuando Carlos III relevó con él, injusta y desairosamente, al virrey D. Manuel Guirior. El caballero de Jáuregui llegó a Lima el 21 de junio de 1780, y francamente, que ninguno de sus antecesores recibió el mando bajo peores auspicios.

Por una parte, los salvajes de Chanchamayo acababan de incendiar y saquear varias poblaciones civilizadas; y por otra, el recargo de impuestos y los procedimientos tiránicos del visitador Areche habían producido senos disturbios, en los que muchos corregidores y alcabaleros fueron sacrificados a la cólera popular. Puede decirse que la conflagración era general en el país, sin embargo de que Guirior había declarado en suspenso el cobro de las odiosas y exageradas contribuciones, mientras con mejor acuerdo volvía el monarca sobre sus pasos.

Además en 1779 se declaró la guerra entre España e Inglaterra, y reiterados avisos de Europa afirmaban al nuevo virrey que la reina de los mares alistaba una flota con destino al Pacífico.

Jáuregui (apellido que, en vascuence, significa demasiado señor), en previsión de los amagos piráticos, tuvo que fortificar y artillar la costa, organizar milicias y aumentar la marina de guerra, medidas que reclamaron fuertes gastos, con los que se acrecentó la penuria pública.

Apenas hacía cuatro meses que don Agustín de Jáuregui ocupaba el solio de los virreyes, cuando se tuvo noticia de la muerte dada al corregidor Arriaga, y con ella de que en una extensión de más de trescientas leguas era proclamado por inca y soberano del Perú el cacique Tupac-Amaru.

No es del caso historiar aquí esta tremenda revolución que, como es sabido, puso en grave peligro al gobierno colonial. Poquísimo faltó para que entonces hubiese quedado realizada la obra de la Independencia.

El 6 de abril, viernes de Dolores del año 1781, cayeron prisioneros el inca y sus principales vasallos, con los que se ejercieran los más bárbaros horrores. Hubo lenguas y manos cortadas, cuerpos descuartizados, horca y garrote vil. Areche autorizó barbaridad y media.

Con el suplicio del inca, de su esposa doña Micaela, de sus hijos y hermanos, quedaron los revolucionarios sin un centro de unidad. Sin embargo, la chispa no se extinguió hasta julio de 1783, en que tuvo lugar en Lima la ejecución de D. Felipe Tupac, hermano del infortunado inca, caudillo de los naturales de Huarochirí. «Así —dice el deán Fumes— terminó esta revolución, y difícilmente presentará la historia otra ni más justificada ni menos feliz».

Las armas de la casa de Jáuregui eran: escudo cortinado, el primer cuartel en oro con un roble copado y un jabalí pasante; el segundo de gules y un castillo de plata con bandera; el tercero de azur, con tres flores de lis.

Es fama que el 26 de abril de 1784 el virrey don Agustín de Jáuregui recibió el regalo de un canastillo de cerezas, fruta a la que era su excelencia muy aficionado, y que apenas hubo comido dos o tres cayó al suelo sin sentido. Treinta horas después se abría en palacio la gran puerta del salón de recepciones; y en un sillón, bajo el dosel, se veía a Jáuregui vestido de gran uniforme. Con arreglo al ceremonial del caso el escribano de cámara, seguido de la Real Audiencia, avanzó hasta pocos pasos del dosel, y dijo en voz alta por tres veces: «¡Excelentísimo señor D. Agustín de Jáuregui!». Y luego, volviéndose al concurso, pronunció esta frase obligada: «Señores, no responde. ¡Falleció! ¡Falleció! ¡Falleció!». En seguida sacó un protocolo, y los oidores estamparon en él sus firmas.

Así vengaron los indios la muerte de Tupac-Amaru.

La gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola y araña con las manos

Crónica de la época del trigésimo cuarto virrey del Perú


(A Carlos Toribio Robinet)


Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fue, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entredijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.

I

Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado que tanta fama dio a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como albañil en pared con los polvos de rosa y arroz; ojos más negros que noche de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776, Benedicta Salazar.

Sus padres al morir la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a capricho casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mismo fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atreviéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado expediente de hacerse archidevota, tener padre de espíritu, y decir que su aspiración era a monjío y no a casorio.

El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:


«Niña de los muchos novios,
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey
cuatro tiene la baraja».


De aquí surgían desazones entre sobrina y tía. La vieja la trataba de gazmoña y papahostias, y la chica rompía a llorar como una bendita de Dios, con lo que enfureciéndose más aquella megera, la gritaba: «¡Hipócrita! A mí no me engatuses con purisimitas. ¿A qué vienen esos lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes que le caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no te conozca que te compre, saquito de cucarachas. Cualquiera diría que no rompe plato, y es capaz de sacarle los ojos al verdugo Grano de Oro. ¿Si no conoceré yo las uvas de mi majuelo? ¿Conque te apestan las barbas? ¡Miren a la remilgada de Jurquillos, que llevaba los huevos para freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas como yo pille al alcance de mis uñas al barbilampiño que te baraja el juicio! ¡Miren, miren a la gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los gusanos! ¡Malhaya la niña de la media almendra!

Como estas peloteras eran pan cotidiano, las muchachas de la vecindad, envidiosas de la hermosura de Benedicta, dieron en bautizarla con el apodo de Gatita de Mari-Ramos; y pronto en la parroquia entera los mozalbetes y demás niños zangolotinos que la encontraban al paso, saliendo de misa mayor, la decían:

—¡Qué modosita y qué linda que va la Gatita de Mari-Ramos!

La verdad del cuento es que la tía no iba descaminada en sus barruntos. Un petrimetre, don Aquilino de Leuro, era el quebradero de cabeza de la sobrina; y ya fuese que ésta se exasperara de andar siempre al morro por un quítame allá esas pajas, o bien que su amor hubiese llegado a extremo de atropellar por todo respeto, dando al diablo el hato y el garabato, ello es que una noche sucedió... lo que tenía que suceder. La gatita de Mari-Ramos se escapó por el tejado, en amor y compañía de un gato pizpireto, que olía a almizcle y que tenía la mano suave.

II

Demos tiempo al tiempo y no andemos con lilailas y recancanillas. Es decir, que mientras los amantes apuran la luna de miel para dar entrada a la de hiel, podemos echar, lector carísimo, el consabido parrafillo histórico.

El Excmo. Sr. D. Teodoro de Croix, caballero de Croix, comendador de la muy distinguida orden teutónica en Alemania, capitán de guardias valonas y teniente general de los reales ejércitos, hizo su entrada en Lima el 6 de abril de 1784.

Durante largos años había servido en México bajo las órdenes de su tío (el virrey marqués de Croix), y vuelto a España, Carlos III lo nombró su representante en estos reinos del Perú. «Fue su excelencia —dice un cronista— hombre de virtud eminente, y se distinguió mucho por su caridad, pues varias veces se quedó con la vela en la mano porque el candelero de plata había dado a los pobres, no teniendo moneda con que socorrerlos; frecuentaba sacramentos y era un verdadero cristiano».

La administración del caballero de Croix, a quien llamaban el Flamenco, fue de gran beneficio para el país. El virreinato se dividió en siete intendencias, y éstas en distritos o subdelegaciones. Estableciéronse la Real Audiencia del Cuzco y el tribunal de Minería, repobláronse los valles de Vítor y Acobamba, y el ejemplar obispo Chávez de la Rosa fundó en Arequipa la famosa casa de huérfanos, que no pocos hombres ilustres ha dado después a la república.

Por entonces llegó al Callao, consignado al conde de San Isidro, el primer navío de la Compañía de Filipinas; y para comprobar el gran desarrollo del comercio en los cinco años del gobierno de Croix, bastará consignar que la importación subió a cuarenta y dos millones de pesos y la exportación a treinta y seis.

Las rentas del Estado alcanzaron a poco más de cuatro y medio millones, y los gastos no excedieron de esta cifra, viéndose por primera vez entre nosotros realizado el fenómeno del equilibrio en el presupuesto. Verdad es que, para lograrlo, recurrió el virrey al sistema de economías, disminuyendo empleados, cercenando sueldos, licenciando los batallones de Soria y Extremadura, y reduciendo su escolta a la tercera parte de la fuerza que mantuvieron sus predecesores desde Amat.

La querella entre el marqués de Lara, intendente de Huamanga, y el Sr. López Sánchez, obispo de la diócesis, fue la piedra de escándalo de la época. Su ilustrísima, despojándose de la mansedumbre sacerdotal, dejó desbordar su bilis hasta el extremo de abofetear al escribano real que le notificaba una providencia. El juicio terminó, desairosamente para el iracundo prelado, por fallo del Consejo de Indias.

Lorente en su Historia habla de un acontecimiento que tiene alguna semejanza con el proceso del falso nuncio de Portugal. «Un pobre gallego —dice—, que había venido en clase de soldado y ejercido después los pocos lucrativos oficios de mercachifle y corredor de muebles, cargado de familia, necesidades y años, se acordó que era hijo natural de un hermano del cardenal patriarca, presidente del Consejo de Castilla, y para explotar la necedad de los ricos, fingió recibir cartas del rey y de otros encumbrados personajes, las que hacía contestar por un religioso de la Merced. La superchería no podía ser más grosera, y sin embargo engañó con ella a varias personas. Descubierta la impostura y amenazado con el tormento, hubo de declararlo todo. Su farsa se consideró como crimen de Estado, y por circunstancias atenuantes salió condenado a diez años de presidio, enviándose para España, bajo partida de registro, a su cómplice el religioso».

El sabio D. Hipólito Unanue que con el seudónimo de Aristeo escribió eruditos artículos en el famoso Mercurio peruano; el elocuente mercedario fray Cipriano Jerónimo Calatayud, que firmaba sus escritos en el mismo periódico con el nombre de Sofronio; el egregio médico Dávalos, tan ensalzado por la Universidad de Montpellier; el clérigo Rodríguez de Mendoza, llamado por su vasta ciencia el Bacón del Perú y que durante treinta años fue rector de San Carlos; el poeta andaluz Terralla y Landa, y otros hombres no menos esclarecidos formaban la tertulia de su excelencia, quien, a pesar de su ilustración y del prestigio de tan inteligente círculo, dictó severas órdenes para impedir que se introdujesen en el país las obras de los enciclopedistas.

Este virrey, tan apasionado por el cáustico y libertino poeta de las adivinanzas, no pudo soportar que el religioso de San Agustín fray Juan Alcedo le llevase personalmente y recomendase la lectura de un manuscrito. Era éste una sátira, en medianos versos, sobre la conducta de los españoles en América. Su excelencia calificó la pretensión de desacato a su persona y el pobre hijo de Apolo fue desterrado a la metrópoli para escarmiento de frailes murmuradores y de poetas de aguachirle.

El caballero de Croix se embarcó para España el 7 de abril de 1790, y murió en Madrid en 1791 a poco de su llegada a la patria.

III

¿Hay huevos?
A la otra esquina por ellos.

(Popular)


Pues, señores, ya que he escrito el resumen de la historia administrativa del gobernante, no dejaré en el tintero, pues con su excelencia se relaciona, el origen de un juego que conocen todos los muchachos de Lima. Nada pondré de mi estuche, que hombre verídico es el compañero de La Broma que me hizo el relato que van ustedes a leer.

Es el caso que el Excmo. Sr. D. Teodoro de Croix tenía la costumbre de almorzar diariamente cuatro huevos frescos, pasados por agua caliente; y era sobre este punto tan delicado, que su mayordomo, Julián de Córdova y Soriano, estaba encargado de escoger y comprar él mismo los huevos todas las mañanas.

Mas si el virrey era delicado, el mayordomo llevaba la cansera y la avaricia hasta el punto de regatear con los pulperos para economizar un piquillo en la compra; pero al mismo tiempo que esto intentaba había de escoger los huevos más grandes y más pesados, para cuyo examen llevaba un anillo y ponía además los huevos en la balanza. Si un huevo pasaba por el anillo o pesaba un adarme menos que otro, lo dejaba.

Tanto llegó a fastidiar a los pulperos de la esquina del Arzobispo, esquina de Palacio, esquina de las Mantas y esquina de Judíos, que encontrándose éstos un día en Cabildo para elegir balanceador, recayó la conversación sobre el mayordomo D. Julián de Córdova y Soriano, y los susodichos pulperos acordaron no venderle más huevos.

Al día siguiente al del acuerdo presentose D. Julián en una de las pulperías, y el mozo le dijo: «No hay huevos, señor D. Julián. Vaya su merced a la otra esquina por ellos».

Recibió el mayordomo igual contestación en las cuatro esquinas, y tuvo que ir más lejos para hacer su compra. Al cabo de poco tiempo, los pulperos de ocho manzanas a la redonda de la plaza estaban fastidiados del cominero D. Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro camaradas.

No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su mayordomo para conseguir huevos frescos, y un día que estaba su excelencia de buen humor le dijo:

—Julián, ¿en dónde compraste hoy los huevos?

—En la esquina de San Andrés.

—Pues mañana irás a la otra esquina por ellos.

—Segurito, señor, y ha de llegar día en que tenga que ir a buscarlos a Jetafe.

Contado el origen de infantil juego de los huevos, paréceme que puedo dejar en paz al virrey y seguir con la tradición.

IV

Dice un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro, y lo mismo pensamos del amor. Benedicta y Aquilino se dieron tanta prisa que, medio año después de la escapatoria, hastiado el galán se despidió a la francesa, esto es, sin decir abur y ahí queda el queso para que se lo almuercen los ratones, y fue a dar con su humanidad en el Cerro de Pasco, mineral boyante a la sazón. Benedicta pasó días y semanas esperando la vuelta del humo o, lo que es lo mismo, la del ingrato que la dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que, convencida de su desgracia, resolvió no volver al hogar de la tía, sino arrendar un entresuelo en la calle de la Alameda.

En su nueva morada era por demás misteriosa la existencia de nuestra gatita. Vivía encerrada y evitando entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones para la semana y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de Sotoflorido con sueldo de ocho pesos semanales.

Pero por retraída que fuese la vida de Benedicta y por mucho que al salir rebujase el rostro entre los pliegues del manto, no debió la tapada parecerle costal de paja a un vecino del cuarto derecha, quien dio en la flor, siempre que la atisbaba, de dispararla a quemarropa un par de chicoleos, entremezclados con suspiros, capaces de sacar de quicio a una estatua de piedra berroqueña.

Hay nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el del vecino Fortunato, que bien podía, en punto a femeniles conquistas, pasar por el más infortunado de los mortales. Tenía hormiguillo por todas las muchachas de la feligresía de San Lázaro, y así se desmorecían y ocupaban ellas de él como del gallo de la Pasión que, con arroz graneado, ají, mirasol y culantrillo, debió ser guiso de chuparse los dedos.

Era el tal —no gallo de la Pasión, sino Fortunato— lo que se conoce por un pobre diablo, no mal empalillado y de buena cepa, como que pasaba por hijo natural del conde de Pozosdulces. Servía de amanuense en la escribanía mayor del gobierno, cuyo cargo de escribano mayor era desempañado entonces por el marqués de Salinas, quien pagaba a nuestro joven veinte duros al mes, le daba por ascua del Niño Dios un decente aguinaldo y se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el mocito agenciase lo que en tecnicismo burocrático se llama buscas legales.

Forzoso es decir que Benedicta jamás paró mientes en los arrumacos del vecino, ni lo miró a hurtadillas y ni siquiera desplegó los labios para desahuciarlo, diciéndole. «Perdone, hermano, y toque a otra puerta, que lo que es en ésta no se da posada al peregrino».

Mas una noche, al regresar la joven de hacer entrega de costuras, halló a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de que éste la endilgase uno de sus habituales piropos, ella con voz dulce y argentina como una lluvia de perlas y que al amartelado mancebo debió parecerle música celestial, le dijo:

—Buenas noches, vecino.

El plumario, que era mozo muy gran socarrón y amigo de donaires, díjose para el cuello de su camisa: «Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere parlamentar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho garabato para con las hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón, no le queda más recurso que darse por derrotada».


«Yo domino de todas la arrogancia,
conmigo no hay Sagunto ni Numancia...».


Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios a la costurera hasta del entresuelo. La llave era dura, y el mocito, a fuer de cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la mano. La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta, entre ruborosa y complacida, murmurase un «Pase usted adelante, aunque la casa no es como para la persona».

Suponemos que esto o cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó decir dos veces que le permitían entrar en la gloria, que tal es para todo enamorado una mano de conversación a solas con una chica como un piñón de almendra. Él estuvo apasionado y decidor:


«Las palabras amorosas
son las cuentas de un collar,
en saliendo la primera
salen todas las demás».


Ella, con palabritas cortadas y melindres, dio a entender que su corazón no era de cal y ladrillo; pero que como los hombres son tan pícaros y reveseros, había que dar largas y cobrar confianza, antes de aventurarse en un juego en que casi siempre todos los naipes se vuelven malillas. Él juró, por un calvario de cruces, no sólo amarla eternamente, sino las demás paparruchas que es de práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura añadió que en su cuarto tenía dos botellas del riquísimo moscatel que había venido de regalo para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete descendió y volvió a subir, armado de las susodichas limetas.

Fortunato no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que habitaba en el principal se encontraba en el campo, y no había que temer ni el pretexto del escándalo. Adán y Eva no estuvieron más solos en el paraíso cuando se concertaron para aquella jugarreta cuyas consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pagando la prole, y siglos van y siglos vienen sin que la deuda se finiquite. Por otra parte, el galán contaba con el refuerzo del moscatellillo, y como reza el refrán, «de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete».

Apuraba ya la segunda copa, buscando en ella bríos para emprender un ataque decisivo, cuando en el reloj del Puente empezaron a sonar las campanadas de las diez, y Benedicta con gran agitación y congoja exclamó:

—¡Dios mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en este otro cuarto y suceda lo que sucediere, ni una palabra ni intente salir hasta que yo lo busque.

Fortunato no se distinguía por la bravura, y de buena gana habría querido tocar de suela; pero sintiendo pasos en el patio, la carne se le volvió de gallina, y con la docilidad de un niño se dejó encerrar en la habitación contigua.

V

Abramos un corto paréntesis para referir lo que había pasado pocas horas antes.

A las siete de la noche, cruzando Benedicta por la esquina de Palacio, se encontró con Aquilino. Ella, lejos de reprocharle su conducta, le habló con cariño, y en gracia de la brevedad diremos que, como donde hubo fuego siempre quedan cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita para las diez de la noche.

Benedicta sabía que el ingrato la había abandonado para casarse con la hija de un rico minero, y desde entonces juró en Dios y en su ánima vivir para la venganza. Al encontrarse aquella noche con Aquilino y acordarle una cita, la fecunda imaginación de la mujer trazó rápidamente su plan. Necesitaba un cómplice, se acordó del plumario, y he aquí el secreto de su repentina coquetería para con Fortunato.

Ahora volvamos al entresuelo.

VI

Entre los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni recriminaciones, sino frases de amor. Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la deslealtad del joven que nuevamente la engañaba, callándola que ya no era libre y prometiéndola no separarse más de ella. Benedicta fingió creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor afianzar su venganza.

Entretanto el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había echado un narcótico en la copa de su seductor. Aquí cabe el refrán: «más mató la cena que curó Avicena».

Rendido Leuro al soporífico influjo, la joven lo ató con fuertes ligaduras a las columnas de su lecho, sacó un puñal, y esperó impasible durante una hora a que empezara a desvanecerse el poder del narcótico.

A las doce mojó su pañuelo en vinagre, lo pasó por la frente del narcotizado, y entonces principió la horrible tragedia.

Benedicta era tribunal y verdugo.

Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta, rechazó sus descargos y luego le dijo:

—¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios.

Y con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto había amado...


* * *


El pobre amanuense temblaba como la hoja en el árbol. Había oído y visto todo por un agujero de la puerta.

Benedicta, realizada su venganza, dio vuelta a la llave y lo sacó del encierro.

—Si aspiras a mi amor —le dijo— empieza por ser mi cómplice. El premio lo tendrás cuando este cadáver haya desaparecido de aquí. La calle está desierta, la noche es lóbrega, el río corre en frente de la casa... Ven y ayúdame.

Y para vencer toda vacilación en el ánimo del acobardado mancebo, aquella mujer, alma de demonio encarnada en la figura de un ángel, dio un salto como la pantera que se lanza sobre una presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato.

La fascinación fue completa. Ese beso llevó a la sangre y a la conciencia del joven el contagio del crimen.

Si hoy, con los faroles de gas y el crecido personal de agentes de policía, es empresa de guapos aventurarse después de las ocho de la noche por la Alameda de Acho, imagínese el lector lo que sería ese sitio en el siglo pasado y cuando sólo en 1776 se había establecido el alumbrado para las calles centrales de la ciudad.

La obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía sino que la naturaleza tomaba su parte de complicidad en el crimen.

Entreabriose el postigo de la casa y por él salió cautelosamente Fortunato, llevando al hombro, cosido en una manta, el cadáver de Aquilino. Benedicta lo seguía, y mientras con una mano lo ayudaba a sostener el peso, con la otra, armada de una aguja con hilo grueso, cosía la manta a la casaca del joven. La zozobra de éste y las tinieblas servían de auxiliares a un nuevo delito.

Las dos sombras vivientes llegaron al pie del parapeto del río.

Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros, subió el tramo de adobes y se inclinó para arrojar el cadáver.

¡Horror!... El muerto arrastró en su caída al vivo.

VII

Tres días después unos pescadores encontraron en las playas de Bocanegra el cuerpo del infortunado Fortunato. Su padre, el conde de Pozosdulces, y su jefe, el marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera sido víctima de algún enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el que recaían no sabemos qué sospechas de mala voluntad para con el difunto.

Y corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el pobre diablo se encontraba metido en un dédalo de acusaciones, y el fiscal veía pruebas clarísimas en donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba, para dar sentencia, entre horca y presidio.

Pero la Providencia, que vela por los inocentes, tiene resortes misteriosos para hacer la luz sobre el crimen.

Benedicta, moribunda y devorada por el remordimiento, reveló todo a un sacerdote, rogándole que para salvar al encarcelado hiciese pública su confesión; y he aquí cómo en la forma de proceso ha venido a caer bajo nuestra pluma de cronista la sombría leyenda de la Gatita de Mari-Ramos.



Pancho Sales el verdugo

Crónica de la época del virrey-bailío

—¡Cómo, señor cronista! ¿También tiene usted tela que cortar en el ejecutor de altas obras, como llaman los franceses al verdugo? —Sí, lectores míos. En un siglo en que Enrique Sansón ha escrito la historia de su familia, y con ella la de los señores de París desde 1684 hasta 1847, no sé por qué no ha de salir a la plaza la del último pobre diablo que ejerció entre nosotros tan sangriento oficio. Más feliz y adelantado en esto que la vieja Europa, el Perú abolió el cargo de verdugo titular con el postrer grano de pólvora quemado en el campo de Ayacucho.

I

Al caer de la tarde del día 24 de enero del año 1795 recorrían las calles de Lima algunos jóvenes, pertenecientes a familias aristocráticas, precedidos de un esclavo vestido de librea. El traje de los jóvenes era casaca de terciopelo negro con botones de oro, sombrero de puntas, calzón corto, medias de seda, de las llamadas de privilegio, atadas con cintas de Guamanga, y zapato de hebilla con piedras finas. Así lucíanse bien torneadas pantorrillas, que hoy harían la desesperación de ciertos personajes, que pasarán al panteón de la historia por lo famoso en ellos de esa prenda corporal. Cruzaba el pecho de los jóvenes, sobre camisa de pechuguilla encarrujada, una banda de riquísima cinta de aguas, donde, bordada en letras de oro, se leía la palabra Caridad.

El esclavo que acompañaba a cada socio de esa humanitaria cofradía iba con la cabeza descubierta, llevando en una mano una salvilla o fuente de plata, y en la otra una campanilla del mismo metal, que hacía sonar de rato en rato, pronunciando en clamoroso y pausado acento estas palabras: «¡Hagan bien para hacer bien por el alma de los que van a ajusticiar!».

Y las encopetadas damas, a quienes caía en gracia más el aspecto del galán postulante que el motivo de la demanda, echaban un reluciente escudo de oro en el azafate, o por lo menos un peso duro, y la gentuza, por no desairar al niño que era el pedigüeño, depositaba también la ofrenda de un real o de una columnaria.

La limosna que en oportunidad tal recogían los hermanos de Caridad se empleaba en alimentar opíparamente al reo durante las cuarenta y ocho horas de capilla, satisfacer sus antojos, hacerle un decente funeral y, si sobraba algún dinerillo, en misas y sufragios. Además, de esta limosna se entregaban a la víctima cuatro pesos, la que humildemente los pasaba a manos del verdugo como precio del cáñamo destinado a ponerle el pescuezo en condición de no usar otra corbata.

El cargo de verdugo en Lima estaba miserablemente rentado; pues sus emolumentos se reducían a diez pesos al mes, valor del arrendamiento de un cajón de Ribera, cuyo número evitamos designar por no traer desazones y escrúpulos a su actual locatario y que, si pelecha, diga la murmuración que en la heredad del verdugo se encontró un pedazo de cuerda de ahorcado, receta infalible para hacer fortuna.

Cinco eran los reos que en esa tarde se hallaban en capilla para ser ajusticiados al siguiente día. Cuatro de ellos eran zarcillos que la horca hacía tiempo reclamaba; pues tenían en la conciencia el fardo de algunas muertes, hechas con alevosía y en despoblado, amén de no pocos robos y otros crímenes de entidad. El quinto era un negro esclavo, mocetón de veinte años, zanquilargo y recio de lomos, fuerte como un roble y feo como el pecado mortal. Habiéndose insolentado un día con sus amos, éstos lo mandaron, por vía de corrección, al amasijo de la panadería de Santa Ana, cuyo mayordomo gozaba de neroniana reputación. Hacía trabajar a los infelices esclavos que por su cuenta caían, con grillete al pie, medio desnudos y descargándoles sobre las espaldas tan furibundos rebencazos que dejaban impresos en ellas anchos y sanguinolentos surcos.

Cuando el insubordinado negro recibió el primer agasajo en las posaderas, se volvió hacia el mayordomo y le dijo: «No dé usted tan fuerte, D. Merejo, y ¡cuenta conmigo, que mi genio no es de los muy aguantadores!». Pero D. Hermenegildo, que así se llamaba el mayordomo, y que era hombre acostumbrado a despreciar amenazas, le duplicó la ración de látigo; y, sea por tirria o por congraciarse con los amos del negro, no dejaba pasar día sin arrimarle una felpa. Ya porque amasaba de prisa, ya porque era remolón, ello es que ni frío ni caliente contentaba a D. Merejo.

Una noche llegó el esclavo a desesperarse, y en un abrir y cerrar de ojos, lanzándose sobre el mostrador donde lucía el cuchillo con que don Hermenegildo acostumbraba cortar hogazas, lo hundió hasta el mango en el pecho del mayordomo.

D. Hermenegildo era español y de muchos compadrazgos en Lima. Su muerte fue muy sentida y extremada la indignación pública contra el asesino. Pancho Sales, que tal era el nombre de éste, no encontró valedores, y fue condenado a morir en la horca en compañía de los cuatro bandidos.

A las siete de la noche la calle de la Pescadería estaba tan repleta de gente que, como se dice, no había donde echar un grano de trigo. Era la hora en que la comunidad de los padres dominicos, trayendo el estandarte de San Pedro Armengol, debía venir a la capilla de la cárcel de corte y cantar los credos a los sentenciados, quienes, según costumbre, tenían que oír el canto llano tendidos sobre unas bayetas negras. Para asistir a esa especie de funeral anticipado y contemplar de cerca a los desventurados reos, llovían los empeños a los oidores y cabildantes, y las más lindas muchachas eran las más afanosas por oír los fatídicos credos. Pero aquella noche se quedaron con los crespos hechos, y dadas las diez, tuvieron que retirarse de la capilla con el avinagrado gesto de quien va al teatro y se encuentra con que no hay función por enfermedad de la dama o del tenor.

Los dominicos no se presentaron en la cárcel, y no faltó quien murmurase por lo bajo que esto era burlarse del respetable público.

La verdad era que la ejecución se aplazaba porque acababa de morir Grano de Oro, importantísimo personaje cuyo fallecimiento bastaba para entorpecer la marcha de la justicia.

—Pero, señor, ¿quién es Grano de Oro? ¡Yo exijo que me presente usted a Grano de Oro! ¡Yo quiero conocer a Grano de Oro! ¡Que me traigan a Grano de Oro! — Calma, lectores míos, que un cronista no es saco de nueces para vaciarse de golpe, y como quien toma aliento, conviene abrir aquí un paréntesis para borronear un par de carillas sobre historia.

II

Bajo tristes auspicios entró en Lima el 25 de marzo de 1790 el excelentísimo Sr. bailío D. frey Francisco Gil de Taboada, Lemus y Villamarín, natural de Galicia, caballero gran cruz de la sagrada religión de San Juan, comendador del puente Orvigo, del Consejo de su majestad y teniente general de la real armada. El pueblo se hallaba dolorosamente impresionado porque en la noche del lunes 22 de marzo un horroroso incendio había destruido la iglesia parroquial de Santa Ana, cuya reedificación se terminó en los primeros años de este siglo.

Humeantes aún los escombros del templo, mal podían los ánimos estar bien dispuestos para agasajar al nuevo virrey, que acababa de servir igual cargo en Nueva Granada.

La administración del bailío Gil y Lemus, trigésimo quinto virrey, fue fecundísima en bienes para el Perú. El comercio prosperó infinito, pues en sus cinco años de mando la importación alcanzó a veintinueve millones y la exportación subió a treinta y dos millones.

El vecindario de Lima envió a España en diversos donativos voluntarios (?) crecidas sumas para hacer la guerra a los terroristas de la república francesa, y los galeones llevaron para el real tesoro más de cinco millones de pesos.

Gil y Lemus mandó practicar un escrupuloso censo de Lima, que dio por resultado contarse en el área que circundaban las murallas 52.627 habitantes distribuidos en 3.941 casas.

Pero la mejor página del gobierno de este virrey la forma el entusiasta apoyo que prestó a las letras. En 1.º de octubre de 1792 salía a luz bajo el título de Diario erudito la primera hoja de este carácter que hemos tenido, y poco tiempo después se fundaba el famoso Mercurio peruano. En 1793 D. Hipólito Unanue, costeando el Estado la impresión, daba a la estampa la Guía de forasteros, que continuó en los años siguientes, libros llenos de curiosos datos, muy apreciados hoy por los que nos consagramos al estudio de los tiempos coloniales. El poeta de las adivinanzas, D. Esteban de Terralla y Landa, colaboraba activamente en el Diario de Lima; y el padre Diego Cisneros (que dio su nombre a la calle llamada hoy del padre Jerónimo), ilustradísimo sacerdote español, desterrado de Madrid por lo avanzado de sus ideas políticas, daba a conocer en un pequeño círculo de amigos íntimos las obras de los enciclopedistas. El padre jeronimita sembraba la semilla que un cuarto de siglo más tarde dio por fruto la República. Los padres Narciso Girval y Barceló y Manuel Sobreviela, evangélicos misioneros, enviaron al Mercurio peruano notables descripciones y mapas importantes de las montañas. En nuestra época son, estos trabajos consultados con avidez, siempre que se pone en el tapete alguna cuestión de límites.

Llamado por Carlos IV, Gil y Lemus abandonó Lima el 2 de octubre de 1796, habiendo pocos meses antes entregado el mando a O'Higgins. Llegado a España, lo nombró el rey ministro de Estado, creemos que en el ramo de Marina, y murió en 1810, muy pesaroso por haber sido uno de los miembros de la regencia que contribuyó a que Napoleón dominase en la metrópoli.

III

Grano de Oro era un negrito casi enano, regordete y patizambo, gran bebedor e insigne guitarrista. Habiendo en cierta ocasión sorprendido a su coima en flagrante gatuperio, cortó por lo sano, plantando a la hembra y al rival tan limpias puñaladas que no tuvieron tiempo para decir ni Jesús, que es bueno. La justicia lo puso entre la espada y la pared, obligándolo a escoger entre la horca y el empleo de verdugo, vacante a la sazón. Grano de Oro, que tenía mucha ley a su pescuezo, aceptó el empleo. Pero el pícaro no lo desempeñaba en conciencia, sino perramente; pues desde que se le anunciaba que había racimo que colgar y que fuese alistando los chismes del oficio, se entregaba a una crápula tan estupenda que, llegado el momento de ejercer sus altas funciones, no había sujeto, es decir, verdugo. Los pobres reos sufrían con él un prolongado ahorcamiento, una agonía espantosa. Grano de Oro carecía de destreza para hacer un buen nudo escurridizo y nunca daba con garbo y oportunidad la pescozada. La Audiencia vivía descontenta con él, y si no procuraba reemplazarlo era porque el destino nada tenía de prebenda codiciable.

En la mañana del 23 de enero un alguacil avisó por superior encargo a Grano de Oro que el 25, a las once del día, tendría que apretar la nuez a cinco pájaros de cuenta. Nunca se las había visto más gordas en ocho años que contaba de verdugo, y lo extraordinario del caso lo comprometía a que fuese también extraordinaria la bebendurria. Y fuelo tanto que, como el buen artillero al pie del cañón, Grano de Oro cayó redondo y para más no levantarse al pie de una botija de guarapo.

La repentina muerte del verdugo trajo gran agitación entre los golillas. No había quien quisiese reemplazarlo, y los reos llevaban trazas de pudrirse en la cárcel. Por fin, sus señorías resolvieron, como último expediente, ver si alguno de los condenados consentía en ajusticiar a sus compañeros y salvar la vida aceptando como titular el aperreado cargo.

Por su parte, los cinco criminales, que tenían noticia de los atrenzos en que se hallaban los jueces, se juramentaron un día en misa, a tiempo que el sacerdote levantaba la sagrada Hostia, para rechazar la propuesta. «Así —pensaban— no encontrando la justicia sustituto para el difunto Grano de Oro y no pudiendo darse el gusto de verlos hacer zapatetas en el vacío, tendría que conmutarles la pena de muerte con la de presidio en Chagres o Valdivia. Lo que importa por el momento —se dijeron— es salvar el número uno; que en cuanto a la libertad, demos tiempo al tiempo y Dios proveerá».

Al cabo un alcalde del crimen, acompañado de escribanos y corchetes, llegó a la prisión e hizo la propuesta a cuatro de los condenados, que contestaron como aquel enemigo del matrimonio a quien junto al cadalso le prometieron perdón, con tal de que se casase con una muchacha, y dijo al verdugo: «¡Arre, hermano, que renguea!». El muy bellaco era de paladar delicado. Los sentenciados respondieron rotundamente: «La disyuntiva es tal, señor alcalde, que preferimos la ene de palo».

Desesperanzado el alcalde ante la negativa de los cuatro avezados criminales, más por llenar la fórmula que porque aguardase favorable acogida, dirigió la palabra al último de los reos, que era precisamente el iniciador de la idea de juramentarse en presencia de la Hostia consagrada. Pero hecha la pregunta, se le oyó con general sorpresa decir:

—Compañeros: cada uno de ustedes debe tres muertes por lo menos y debía estar ahorcado tres veces. Yo sólo una vez he tenido mala mano, y esa miseria es pecado venial que se perdona con agua bendita. Como ustedes ven, el partido no es igual, y por lo tanto, acepto la propuesta.

IV

Desde 1824 Pancho Sales quedó cesante; pues le fue retirada la pensión de diez pesos que recibía por el cajón de Ribera. Hasta su muerte, después de 1840, habitó una tienda con gran corral, inmediata a la conocida huerta de Presa en la parroquia de San Lázaro. Desde que los insurgentes, como llamó siempre a los patriotas, lo destituyeron de su elevado empleo, Pancho Sales ganaba la vida tejiendo cestos de caña y alquilando a las empresas de la plaza de Acho una jauría de perros bravos que hacían maravillas lidiando con los toros de Retes y Bujama. Todavía en la administración Salaverry, Pancho Sales, ya no como verdugo, sino por amor al arte, se prestaba a vendar los ojos a los que iban a ser fusilados.

Pancho Sales murió leal a la causa española, y asegurando que a la, larga el rey nuestro amo había de reivindicar sus derechos y ponerles las peras a cuarto a los ingratos rebeldes. El pobre verdugo resollaba por la herida y aun diz que anduvo tomando lenguas para ver si podía entablar ante los tribunales querella de despojo. En los últimos años de su vida se apoderó de él remordimiento por el perjurio que había cometido para entrar en carrera, tomó por confesor a un religioso descalzo, vistió de jerga, y espichó tan devotamente como cumple a un buen cristiano.

¡A la cárcel todo Cristo!

Crónica de la época del virrey inglés

I

Por los años de 1752 recorría las calles de Lima un buhonero o mercachifle, hombre de mediana talla, grueso, de manos y facciones toscas, pelo rubio, color casi alabastrino y que representaba muy poco más de veinte años. Era irlandés, hijo de pobres labradores y, según su biógrafo Lavalle, pasó los primeros años de su vida conduciendo haces de leña para la cocina del castillo de Dungán, residencia de la condesa de Bective, hasta que un su tío, padre jesuita de un convento de Cádiz, lo llamó a su lado, lo educó medianamente, y viéndolo decidido por el comercio más que por el santo hábito, lo envió a América con una pacotilla.

Ño Ambrosio el inglés, como llamaban las limeñas al mercachifle, convencido de que el comercio de cintas, agujas, blondas, dedales y otras chucherías no le producirían nunca para hacer caldo gordo, resolvió pasar a Chile, donde consiguió por la influencia de un médico irlandés muy relacionado en Santiago que con el carácter de ingeniero delineador lo empleasen en la construcción de albergues o casitas para abrigo de los correos que al través de la cordillera conducían la correspondencia entre Chile y Buenos Aires.

Ocupábase en llenar concienzudamente su compromiso, cuando acaeció una formidable invasión de los araucanos, y para rechazarla organizó el capitán general, entre otras fuerzas, una compañía de voluntarios extranjeros, cuyo mando se acordó a nuestro flamante ingeniero. La campaña le dio honra y provecho; y sucesivamente el rey le confirió los grados de capitán de dragones, teniente coronel, coronel y brigadier; y en 1785, al ascenderlo a mariscal de campo, lo invistió con el carácter de presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino de Chile.

Ni tenemos los suficientes datos, ni la forma ligera de nuestras tradiciones nos permite historiar los diez años del memorable gobierno de D. Ambrosio O'Higgins. La fortaleza del Barón en Valparaíso y multitud de obras públicas hacen su nombre imperecedero en Chile.

Habiendo reconquistado la ciudad de Osorno del poder de los araucanos, el monarca le nombró marqués de Osorno, lo ascendió a teniente general y lo trasladó al Perú como virrey, en reemplazo del bailío D. Francisco Gil y Lemus de Toledo y Villamarín, caballero profeso del orden de San Juan, comendador del Puente Orvigo y teniente general de la real armada.

En 5 de junio de 1796 se encargó O'Higgins del mando. Bajo su breve gobierno se empedraron las calles y concluyeron las torres de la catedral de Lima, se creó la sociedad de Beneficencia y se establecieron fábricas de tejidos. La portada, alameda y camino carretero del Callao fueron también obra de su administración.

En su época se incorporó al Perú la intendencia de Puno, que había estado sujeto al virreinato de Buenos Aires, y fue separado Chile de la jurisdicción del virreinato del Perú.

La alianza que por el tratado de San Ildefonso, después de la campaña del Rosellón, celebró con Francia el ministro D. Manuel Godoy, duque de Acudia y príncipe de la Paz, trajo como consecuencia la guerra entre España e Inglaterra. O'Higgins envió a la corona siete millones de pesos con los que el Perú contribuyó, más que a las necesidades de la guerra, al lujo de los cortesanos y a los placeres de Godoy y de su real manceba María Luisa.

Rápida, pero fructuosa en bienes, fue la administración de O'Higgins, a quien llamaban en Lima el virrey inglés. Falleció el 18 de marzo de 1800, y fue enterrado en las bóvedas de la iglesia de San Pedro.

II

Grande era la desmoralización de Lima cuando O'Higgins entró a ejercer el mando. Según el censo mandado formar por el virrey bailío Gil y Lemus, contaba la ciudad en el recinto de sus murallas 52.627 habitantes, y para tan reducida población excedía de mil el número de carruajes particulares que con ricos arneses y soberbios troncos se ostentaban en la alameda. Tal exceso de lujo basta a revelarnos que la Moralidad social no podía rayar muy alto.

Los robos, asesinatos y otros escándalos nocturnos se multiplicaban, y para remediarlos juzgó oportuno su excelencia promulgar bandos, previniendo que sería aposentado en la cárcel todo el que después de las diez de la noche fuese encontrado en la calle por las comisiones de ronda. Las compañías de encapados o agentes de policía, establecidas por el virrey Amat, recibieron aumento y mejora en el personal con el nombramiento de capitanes, que recayó en personas notables.

Pero los bandos se quedaban escritos en las esquinas y los desórdenes no disminuían. Precisamente los jóvenes de la nobleza colonial hacían gala de ser los primeros infractores. El pueblo tomaba ejemplo en ellos y viendo el virrey que no había forma de extirpar el mal, llamó un día a los cinco capitanes de las compañías de encapados.

—Tengo noticia, señores —les dijo—, que ustedes llevan a la cárcel sólo a los pobres diablos que no tienen padrino que los valga; pero que cuando se trata de uno de los marquesitos o condesitos que andan escandalizando el vecindario con escalamientos, serenatas, estocadas y jolgorios, vienen las contemporizaciones y se hacen ustedes de la vista gorda. Yo quiero que la justicia no tenga dos pesos y dos medidas, sino que sea igual para grandes y chicos. Ténganlo ustedes así por entendido, y después de las diez de la noche... ¡a la cárcel todo Cristo!

Antes de proseguir refiramos, pues viene a pelo, el origen del refrán popular a la cárcel todo Cristo. Cuentan que en un pueblecito de Andalucía se sacó una procesión de penitencia, en la que muchos devotos salieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada cruz de madera. Parece que uno de los parodiadores de Cristo empujó maliciosamente a otro compañero, que no tenía aguachirle en las venas y que olvidando la mansedumbre a que lo comprometía su papel, sacó a relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en el juego y anduvieron a mojicón cerrado y puñalada limpia, hasta que apareciéndose el alcalde dijo; «¡A la cárcel todo Cristo!».

Probablemente D. Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento cuando, al sermonear a los capitanes, terminó la reprimenda empleando las palabras del alcalde andaluz.

Aquella noche quiso su excelencia convencerse personalmente de la manera como se obedecían sus prescripciones. Después de las once y cuando estaba la ciudad en plena tiniebla, embozose el virrey en su capa y salió de palacio.

A poco de andar tropezó con una ronda; mas reconociéndolo el capitán lo dejó seguir tranquilamente, murmurando:

—¡Vamos, ya pareció aquello! También su excelencia anda de galanteo y por eso no quiere que los demás tengan un arreglillo y se diviertan. Está visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el testamento del moqueguano.

Esta frase pide a gritos explicación. Hubo en Moquegua un ricacho nombrado D. Cristóbal Cugate, a quien su mujer, que era de la piel del diablo, hizo pasar la pena negra. Estando el infeliz en las postrimerías, pensó que era imposible comiese pan en el mundo hombre de genio tan manso como el suyo, y que otro cualquiera, con la décima parte de lo que él había soportado, le habría aplicado diez palizas a su conjunta.

—Es preciso que haya quien me vengue —díjose el moribundo; y haciendo venir un escribano, dictó su testamento, dejando a aquella arpía por heredera de su fortuna, con la condición de que había de contraer segundas nupcias antes de cumplirse los seis meses de su muerte, y de no verificarlo así era su voluntad que pasase la herencia a un hospital.

«Mujer joven, no mal laminada, rica y autorizada para dar pronto reemplazo al difunto —decían los moqueguanos—, ¡qué gangas de testamento!». Y el dicho pasó a refrán.

Y el virrey encontró otras tres rondas, y los capitanes le dieron buenas noches, y le preguntaron si quería ser acompañado, y se derritieron en cortesías, y le dejaron libre el paso.

Sonaron las dos, y el virrey, cansado del ejercicio, se retiraba ya a dormir, cuando le dio en la cara la luz del farolillo de la quinta ronda, cuyo capitán era D. Juan Pedro Lostaunau.

—¡Alto! ¿Quién vive?

—Soy yo, D. Juan Pedro, el virrey.

—No conozco al virrey en la calle después de las diez de la noche. ¡Al centro el vagabundo!

—Pero, señor capitán...

—¡Nada! El bando es bando y ¡a la cárcel todo Cristo!

Al siguiente día quedaron destituidos de sus empleos los cuatro capitanes que por respeto no habían arrestado al virrey; y los que los reemplazaron fueron bastante enérgicos para no andarse en contemplaciones, poniendo, en breve, término a los desórdenes.

El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la cárcel de la Pescadería, como cualquier pelafustán, todo un D. Ambrosio O'Higgins, marqués de Osorno, barón de Bellenari, teniente general de los reales ejércitos y trigésimo sexto virrey del Perú por su majestad D. Carlos IV.

Nadie se muere hasta que Dios quiere

Crónica de la época del trigésimo séptimo virrey del Perú

I

Cuentan que un fraile con ribetes de tuno y de filósofo, administrando el sacramento del matrimonio, le dijo al varón:


«Ahí te entrego esa mujer;
trátala como a mula de alquiler,
mucho garrote y poco de comer».


Otro que tal debió ser el que casó en Lima al platero Román, sólo que cambió de frenos y dijo a la mujer:


«Ahí tienes ese marido;
trátalo como a buey al yugo uncido
y procura que se ahorque de aburrido».


Viven aún personas que conocieron y trataron al platero, a quien llamaremos Román; pues causa existe para no estampar en letras de molde su nombre verdadero. El presente sucedido es popularísimo en Lima y te lo referirá, lector, con puntos y comas, el primer octogenario con quien tropieces por esas calles.

La mujer de Román, si bien honradísima hembra en punto a fidelidad conyugal, tenía las peores cualidades apetecibles en una hija de Eva. Amiga del boato, manirrota, terca y regañona, atosigaba al pobrete del marido con exigencias de dinero; y aquello no era casa, ni hogar, ni Cristo que lo fundó, sino trasunto vivo del infierno. Ni se daba escobada, ni se zurcían las calcetas del pagano, ni se cuidaba del puchero, y todo, en fin, andaba a la bolina. Madama no pensaba sino en dijes y faralares, en bebendurrias y paseos.

A ese andar, la tienda y los haberes del marido se evaporaron en menos de lo que se persigna un cura loco, y con la pobreza estalló la guerra civil en esa república práctica que se llama matrimonio. Los cónyuges andaban siempre a pícame Pedro que picarte quiero. Por quítame allá esta paja se tiraban los cacharros a la cabeza, a riesgo de descalabrarse, y no quedaba silla con hueso sano. A bien librar salía siempre el bonachón del marido llevando en el rostro reminiscencias de las uñas de su conjunta persona.

Este matrimonio nos trae al magín un soneto que escribimos, allá por los alegres tiempos de nuestra mocedad, y que, pues la ocasión es tentadora para endilgarlo, ahí va como el caballo de copas:


Caséme por mi mal con una indina,
fresca como la pera bergamota;
trájome suegra y larga familiota
y por dote su cara peregrina.
A trote largo mi caudal camina
a sumergirse en una sirte ignota;
pronto he de hacer con ella bancarrota,
salvo que encuentre una boyante mina.
Un diablo pedigüeño anda conmigo;
es ¡dame! su perenne cantinela,
y así estoy en los huesos, caro amigo.
¿Qué me dices? ¿Mi afán te desconsuela?
—Dígote, D. Peruétano, que digo,
que aquélla no es mujer... es sanguijuela.


No recuerdo a quién oí decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez:

El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.

El segundo, no jurarle amor en vano.

El tercero, hacerle fiestas.

El cuarto, quererle más que a padre y madre.

El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.

El sexto, no traicionarlo,

El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.

El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos.

El noveno, no desear más prójimo que su marido.

El décimo, no codiciar el lujo ajeno.

Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria.

El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.

Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambras de moros y cristianos, gutibambas y muziferrenas, se dijo:

—Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras que las que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad en el otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había de perder su braveza y embobalicarse. Decididamente, hoy me ahorco.

Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro vayas de cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener ya otros en la vida.

II

—¿Y qué virrey gobernaba entonces?—. Paréceme oír esta pregunta, que es de estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan los oyentes.

Pues, lectores míos, gobernaba el Excmo. Sr. D. Gabriel de Avilés y Fierro, marqués de Avilés, teniente general de los reales ejércitos y que, después de haber servido la presidencia de Chile y el virreinato de Buenos Aires, vino en noviembre de 1801 a hacerse cargo del mando de esta bendita tierra.

Avilés había llegado al Perú en la época del virrey Amat; y cuando estalló en 1780 la famosa revolución de Tupac-Amaru fue mandado con tropas para sofocarla. Excesivo fue el rigor que empleó Avilés en esa campaña.

Durante su gobierno se erigió el obispado de Maynas y se incorporó Guayaquil al virreinato. Se estableció en Lima el hospital del Refugio para mujeres, a expensas de Avilés y de su esposa la limeña doña Mercedes Risco, y se principió la fábrica del fuerte de Santa Catalina para cuartel de artillería, bajo la dirección del entonces coronel y más tarde virrey D. Joaquín de la Pezuela.

Con grandes fiestas se celebró la llegada del fluido vacuno. Tuvo el Perú la visita del sabio Humboldt, y en Lima se experimentó una noche el alarmante fenómeno de haberse oído con claridad muchos truenos. En esa época se plantaron los árboles de la alameda de Acho.

Como España y Francia hacían causa común contra Inglaterra y acababa de realizarse el desastre de Trafalgar, dos bergantines ingleses atacaron en Arica a la fragata de guerra española Astrea, ocasionándola fuertes averías y forzándola a buscar abrigo en la bahía.

Tratando de dar cumplimiento a una real orden sobre desamortización de bienes eclesiásticos, tropezó Avilés con serias resistencias, que el prudente virrey calmó dando largas al asunto y enviando consultas y memoriales a la corona. No fue esta la primera vez en que el virrey apeló al expediente de dar tiempo al tiempo para libertarse de compromisos. En 1804 interesábase la ciudad por que el virrey dictase cierta providencia, mas él, creyendo que la cosa no era hacedera o que no entraba en sus atribuciones, decidió consultar al monarca. El pueblo, que lo ignoraba, se echó a murmurar sin embozo, y en la puerta de palacio apareció este pasquín:


«¡Avilés! Avilés!
¿Qué haces que por la ciudad no ves?».


El virrey no lo tomó a enojo, y mandó escribir debajo:


«Para dar gusto a antojos
he mandado hasta España por anteojos.»


Respuesta que tranquilizó los ánimos, pues vieron los vecinos que su empeño estaba sujeto a la decisión del rey.

Avilés consagraba gran parte de su tiempo a las prácticas religiosas. El pueblo lo pintaba con esta frase: «En la oración hábil es y en gobierno inhábil es».

En julio de 1806 entregó el mando a Abascal.

Anciano, enfermo y abatido de ánimo por la reciente muerte de su esposa, quiso Avilés regresar a España. La nave que lo conducía arribó a Valparaíso, y a los pocos días falleció en ese puerto el virrey devoto, como lo llamaban las picarescas limeñas.

III

Provisto de cuerda y sin cuidarse de escribir previamente esquelas de despedida, como es de moda desde la invención de los nervios y del romanticismo, se dirigió nuestro hombre al estanque de Santa Beatriz, lugar amenísimo entonces y rodeado de naranjos y otros árboles, que no parecía sino que estaban convidando al prójimo Para colgarse de ellos y dar al traste con el aburrimiento y pesadumbres.

Principió Román por pasar revista a los árboles, y a todos hallaba algún pero que ponerles. Éste no era bastante elevado; aquél no ofrecía consistencia para soportar por fruto el cuerpo de un tagarote como él; el otro era un poco frondoso, y el de más allá un tanto encorvado. Cuando uno se ahorca debe siquiera llevar el consuelo de haberlo hecho a su regalado gusto. Al fin encontró árbol con las condiciones que el caso requería y, encaramándose en él, ató la cuerda en una de las ramas más vigorosas.

En estos preparativos reflexionó que, para no ser interrumpido y quedarse a medio morir y tener tal vez que empezar de nuevo la faena, lo mejor era esperar a que el camino estuviese desierto. Indias pescadoras que venían de Chorrillos, hierbateros de Surco, yanaconas de Miraflores, cimarrones de San Juan y peones de las haciendas traficaban a esa hora a pequeña distancia del estanque. No había forma de que un hombre pudiera matarse en paz.

—«¡Pues sería andrómina que, a lo mejor de la función, me descolgase un transeúnte importuno! Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde con esperar un rato, que no llega tarde quien llega».

En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espeso ramaje del árbol, cuando vio llegar con tardo paso y mirando a todas partes con faz recelosa un hombrecillo envuelto en un capote lleno de remiendos.

Era éste un vejete español que vivía de la caridad pública, y a quien en Lima conocían con el apodo de Ovillitos. El apodo le venía de que en una época entraba de casa en casa vendiendo ovillos de hilo, hasta que un día resolvió cambiar de oficio sentando plaza de mendigo.

Ovillitos, después de dirigir miradas escudriñadoras a las tapias y al camino, se sentó bajo el árbol que cobijaba a Román, y sacando una tijera, descosió dos de los infinitos parches que esmaltaban su mugriento capote de barragán.

¿Cuál sería la sorpresa del encaramado Román al ver que de cada parche sacó Ovillitos una onza de oro y que luego las enterró al pie del árbol, después de haber permanecido gran espacio de tiempo contemplándolas amorosamente?

—¡Qué suicidio ni qué ocho cuartos! —exclamó Román, descendiendo listamente de su árbol apenas se alejó el mendigo—. Pues Dios me ha venido a ver, aprovechemos la ocasión y empuñémosla por el único pelo de la calva. ¡Árbol feliz el que tal abono tiene!

Y se puso a la obra, y desenterró poco más de doscientas peluconas de esas que bajo el Indice et Hispaniarum Rex lucían el busto de Carlos III o Carlos IV.

IV

Román volvió a habilitar la tienda, y su comercio de platería marchó viento en popa. Aleccionado por los días de penuria, puso coto a los derroches de su mujer, cuyo carácter, por milagro sin duda de la Divina Providencia, para quien no hay imposibles, mejoró notablemente.

Ovillitos enfermó de gravedad al descubrir que su tesoro se había convertido en pájaro y volado del encierro. El infeliz ignoraba que el dinero no es monje cartujo que gusta de estar guardado y criar moho, y que es un libertino que se desvive por andar al aire libre y de mano en mano. Mendigos ha habido en todos los tiempos que a su muerte han dejado un caudal decente.

Román murió, ya en los tiempos de la república, repartiéndose entre sus herederos una fortuna que se estimó en más de cien mil pesos.

Una de las cláusulas de su testamento, que hemos leído, señala durante veinticinco años la suma de treinta pesos al mes para misas en sufragio del alma de Ovillitos.

El virrey de la adivinanza

Crónica de la época del trigésimo octavo virrey del Perú

Preguntábamos hace poco tiempo a cierto anciano amigote nuestro sobre la edad que podría contar una respetable matrona de nuestro conocimiento; y el buen viejo, que gasta más agallas que un ballenato, nos dijo después de consultar su caja de polvillo:

—Yo le sacaré de curiosidad, señor cronista. Esa señora nació dos años antes de que se volviera a España el virrey de la adivinanza... Conque ajuste usted la cuenta.

La respuesta nada tenía de satisfactoria; porque así sabíamos quién fue el susodicho virrey, como la hora en que el goloso padre Adán dio el primer mordisco a la agridulce manzana del Edén.

—¿Y quién era ese señor adivino?

—¡Hombre! ¿No lo sabe usted? El virrey Abascal, ese virrey a quien debe Lima su cementerio y la mejor escuela de Medicina de América, y bajo cuyo gobierno se recibió la última partida de esclavos africanos, que fueron vendidos a seiscientos pesos cada uno.

Pero por más que interrogamos al setentón nada pudimos sacar en limpio, porque él estaba a obscuras en punto a la adivinanza. Echámonos a tomar lenguas, tarea que nos produjo el resultado que verá el lector, si tiene la paciencia de hacernos compañía hasta el fin de este relato.

I

¡Fortuna te dé dios!


Cuentan que el asturiano D. Fernando de Abascal era en sus verdes años un hidalgo segundón, sin más bienes que su gallarda figura y una rancia ejecutoria que probaba siete ascendencias de sangre azul, sin mezcla de moro ni judío. Viéndose un día sin blanca y aguijado por la necesidad, entró como dependiente de mostrador en una a la sazón famosa hostería de Madrid contigua a la Puerta del Sol, hasta que su buena estrella le deparó conocimiento con un bravo alférez del real ejército, apellidado Valleriestra, constante parroquiano de la casa, quien brindó a Fernandico una plaza en el regimiento de Mallorca. El mancebo asió la ocasión por el único pelo de la calva, y después de gruesas penurias y dos años de soldadesca, consiguió plantarse la jineta; y tras un gentil sablazo, recibido y devuelto en el campo de batalla de 1775, pasó sin más examen a oficial. A contar de aquí, empezó la fortuna a sonreír a don Fernando, tanto que en menos de un lustro ascendió a capitán como una loma.

Una tarde en que a inmediaciones de uno de los sitios reales disciplinaba su compañía, acertó a pasar la carroza en que iba de paseo su majestad, y por uno de esos caprichos frecuentes no sólo en los monarcas, sino en los gobernantes republicanos, hizo parar el carruaje para ver evolucionar a los soldados. En seguida mandó llamar al capitán, le preguntó su nombre, y sin más requilorio le ordenó regresar al cuartel y constituirse en arresto.

Dábase de calabazadas nuestro protagonista, inquiriendo en su magín la causa que podría haberlo hecho incurrir en el real desagrado; pero cuanto más se devanaba el caletre, más se perdía en extravagantes conjeturas. Sus camaradas huían de él como de un apestado; que cualidad de las almas mezquinas es abandonar al amigo en la hora de la desgracia, viniendo por ende a aumentar su zozobra el aislamiento a que se veía condenado.

Pero como no queremos hacer participar al lector de la misma angustia, diremos de una vez que todo ello era una amable chanza del monarca, quien vuelto a Madrid llamó a su secretario, y abocándose con él:

—¿Sabes —le interrogó— si está vacante el mando de algún regimiento?

—Vuestra majestad no ha nombrado aún el jefe que ha de mandar, en la campaña del Rosellón, el regimiento de las Órdenes militares.

—Pues extiende un nombramiento de coronel para el capitán D. José Fernando de Abascal, y confiérele ese mando.

Y su majestad salió dejando cariacontecido a su ministro.

Caprichos de esta naturaleza eran sobrado frecuentes en Carlos IV. Paseando una tarde en coche, se encontró detenido por el Viático que marchaba a casa de un moribundo. El rey hizo subir en su carroza al sacerdote, y cirio en mano acompañó al Sacramento hasta el lecho del enfermo. Era éste un abogado en agraz que, restablecido de su enfermedad, fue destinado por Carlos IV a la Audiencia del Cuzco, en donde el zumbón y epigramático pueblo lo bautizó con el apodo del oidor del Tabardillo. Sigamos con Abascal.

Veinticuatro horas después salía de su arresto, rodeado de las felicitaciones de los mismos que poco antes le huían cobardemente. Solicitó luego una entrevista con su majestad, en la que tras de darle las gracias por sus mercedes, se avanzó a significarle la curiosidad que lo aquejaba de saber lo que motivara su castigo.

El rey, sonriendo con aire paternal, le dijo:

—¡Ideas, coronel, ideas!

Terminada la campaña de Rosellón, en que halló gloriosamente tumba de soldado el comandante en jefe del ejército D. Luis de Carbajal y Vargas, conde de la Unión y natural de Lima, fue Abascal ascendido a brigadier y trasladado a América con el carácter de presidente de la Real Audiencia de Guadalajara.

Algunos años permaneció en México D. Fernando, sorprendiéndose cada día más del empeño que el rey se tomaba en el adelanto de su carrera. Claro es también que Abascal prestaba importantísimos servicios a la corona. Baste decir que al ser trasladado al Perú con el título de virrey, hizo su entrada en Lima, por retiro del Excmo. Sr. D. Gabriel de Avilés, a fines de julio de 1806, anunciándose como mariscal de campo, y que seis años después fue nombrado marqués de la Concordia, en memoria de un regimiento que fundó con este nombre para calmar la tempestad revolucionaria y del que, por más honrarlo, se declaró coronel.

Abascal fue, hagámosle justicia, esclarecido militar, hábil político y acertado administrador.

Murió en Madrid en 1821, a los setenta y siete años de edad, invistiendo la alta clase de capitán general.

Sus armas de familia eran: escudo en cruz; dos cuarteles en gules con castillo de plata, y dos en oro, con un lobo de sable pasante.

II

Gajes del oficio


Allá por los años de 1815, cuando la popularidad de virrey don José Fernando de Abascal comenzaba a convertirse en humo, cosa en que siempre viene a parar el incienso que se quema a los magnates, tocole a su excelencia asistir a la Catedral en compañía del Cabildo, Real Audiencia y miembros de la por entonces magnífica Universidad de San Marcos, para solemnizar una fiesta de tabla. Habíase encargado del sermón un reverendo de la orden de predicadores, varón muy entendido en súmulas, gran comentador de los santos padres y sobre cuyo lustroso cerviguillo descansaba el doctoral capelo.

Subió su paternidad al sagrado púlpito, ensartó unos cuantos latinajos, y después de media hora en que echó flores por el pico ostentando una erudición indigesta y gerundiana, descendió muy satisfecho entre los murmullos del auditorio.

Su excelencia, que tenía la pretensión de hombre entendido y apreciador del talento, no quiso desperdiciar la ocasión que tan a las manos se le presentaba, aunque para sus adentros el único mérito que halló al sermón fue el de la brevedad, en lo cual, según el sentir de muy competentes críticos de esa época, no andaba el señor marqués descaminado. Así es que cuando el predicador se hallaba más embelesado en la sacristía, recibiendo plácemes de sus allegados y aduladores, fue sorprendido por un ayuda de campo del virrey que en nombre de su excelencia le invitaba a comer en palacio. No se lo hizo por cierto repetir el convidado y contestó que, con sacrificios de su modestia, concurriría a la mesa del virrey.

Un banquete oficial no era en aquellos tiempos tan expansivo como en nuestros días de congresos constitucionales; sin embargo de que ya, por entonces, empezaba la república a sacar los pies del plato y se hablaba muy a las callandas de patria y de libertad. Pero, volviendo a los banquetes, antes de que se me vaya el santo al cielo por echar una mano de político palique, si bien no lucía en ellos la pulcra porcelana, se ostentaba en cambio la deslumbradora vajilla de plata; y si se desconocía la cocina francesa con todos sus encantos, el gusto gastronómico encontraba mucho de sólido y suculento, y váyase lo uno por lo otro.

Nuestro reverendo, que así hilvanaba un sermón como devoraba un pollo en alioli o una sopa teóloga con prosaicas tajadas de tocino, hizo cumplido honor a la mesa de su excelencia; y aun agregan que se puso un tanto chispo con sendos tragos de catalán y Valdepeñas, vinos que, sin bautizar, salían de las moriscas cubas que el marqués reservaba para los días de mantel largo, junto con el exquisito y alborotador aguardiente de Motocachi.

Terminada la comida, el virrey se asomó al balcón que mira a la calle de los Desamparados, y allí permaneció en sabrosa plática con su comensal hasta la hora del teatro, única distracción que se permitía su excelencia. El fraile, a quien el calorcillo del vino prestaba más locuacidad de la precisa, dio gusto a la lengua, desatándola en bellaquerías que su excelencia tomó por frutos de un ingenio esclarecido.

Ello es que en esa noche el padre obtuvo una pingüe capellanía, con la añadidura de una cruz de brillantes para adorno de su rosario.

III

Sucesos notables en la época de Abascal


A los cuatro meses de instalado en el gobierno don José Fernando de Abascal, y en el mismo día en que se celebraba la inauguración de la junta propagadora del fluido vacuno, llegó a Lima un propio con pliegues que comunicaban la noticia de la reconquista de Buenos Aires por Liniers. El propio, que se apellidaba Otayza, hizo el viaje de Buenos Aires a Lima en treinta y tres días, y quedó inutilizado para volver a montar a caballo. El virrey le asignó una pensión vitalicia de cincuenta pesos; que lo rápido de tal viaje raya, hoy mismo, en lo maravilloso y hacía al que lo efectuó digno de recompensa.

El 1.º de diciembre de 1806 se sintió en Lima un temblor que duró dos minutos y que hizo oscilar las torres de la ciudad. La braveza del mar en el Callao fue tanta, que las olas arrojaron por sobre la barraca del capitán del puerto una ancla que pesaba treinta quintales. Gastáronse ciento cincuenta mil pesos en reparar las murallas de la ciudad, y nueve mil en construir el arco o portada de Maravillas.

En 1808 se instaló el Colegio de abogados y se estrenó el cementerio general, en cuya fábrica se emplearon ciento diez mil pesos. Dos años después se inauguró solemnemente el colegio de San Fernando para los estudiantes de Medicina.

Entre los acontecimientos notables de los años 1812 y 1813 consignaremos el gran incendio de Guayaquil que destruyó media ciudad, un huracán que arrancó de raíz varios árboles de la alameda de Lima, terremotos en Ica y Piura y la abolición del Santo Oficio.

En octubre de 1807 se vio en Lima un cometa, y en noviembre de 1811 otro que durante seis meses permaneció visible sin necesidad de telescopio.

Los demás sucesos importantes —y no son pocos— de la época de Abascal se relacionan con la guerra de Independencia, y exigirían de nosotros un estudio ajeno a la índole de las Tradiciones.

IV

Que trata del ingenioso medio de que se valió un fraile para obligar al marqués a renunciar el gobierno


El virrey, que se encontraba hacía algún tiempo en lucha abierta con los miembros del Cabildo y el alto clero, se burlaba de los pasquines y anónimos que pululaban, no sólo en las calles, sino hasta en los corredores de palacio. La grita popular, que amenazaba tomar las serias proporciones de un motín, tampoco le inspiraba temores, porque su excelencia contaba con dos mil quinientos soldados para su resguardo, y con cuerdas nuevas de cáñamo para colgar racimos humanos en una horca.

Que Abascal era valiente hasta la temeridad lo comprueba, entre muchas acciones de su vida, la que vamos a apuntar. Hallábase, como buen español, durmiendo siesta en la tarde del 7 de noviembre de 1815 cuando le avisaron que en la plaza de Santa Catalina estaba formado el regimiento de Extremadura en plena rebeldía contra sus jefes, y que la desmoralización se había extendido ya a los cuarteles de húsares y dragones. El virrey montó precipitadamente a caballo, y sin esperar escolta penetró solo en los cuarteles de los sublevados, bastando su presencia y energía para restablecer el orden.

Realizada por entonces la Independencia de algunas repúblicas americanas, la idea de libertad hacía también su camino en el Perú. Abascal había sofocado la revolución en Tacna y en el Cuzco, y sus esfuerzos por el momento se consagraban a vencerla en el Alto Perú. Mientras él permaneciese al frente del poder juzgaban los patriotas de Lima que era casi imposible salir avante.

Felizmente, el premio otorgado por Abascal al molondro predicador vino a sugerir a otro religioso agustino, el padre Molero, hombre de ingenio y de positivo mérito, que sus motivos tendría para sentirse agraviado, la idea salvadora que sin notable escándalo fastidiase a su excelencia obligándole a irse con la música a otra parte. Para ejecutar su plan le fue necesario ganarse al criado en cuya lealtad abrigaba más confianza el virrey, y he aquí cómo se produjo el mayor efecto a que un sermoncillo de mala muerte diera causa.

Una mañana, al acercarse el marqués de la Concordia a su mesa de escribir, vio sobre ella tres saquitos, los que mandó arrojar a la calle después de examinar su contenido. Su excelencia se encolerizó, dio voces borrascosas, castigó criados, y aun es fama que se practicaron dos o tres arrestos. La broma probablemente no le había llegado a lo vivo hasta que se repitió a los quince días.

Entonces no alborotó el cotarro, sino que muy tranquilamente anunció a la Real Audiencia que no sentándole bien los aires de Lima y necesitando su salud de los cuidados de su hija única, la hermosa Ramona Abascal —que recientemente casada con el brigadier Pereira había partido para España—, se dignase apoyar la renuncia que iba a dirigir a la corte. En efecto, por el primer galeón que zarpó del Callao para Cádiz envió el consabido memorial, y el 7 de julio de 1816 entregó el mando a su favorito D. Joaquín de la Pezuela.

Claro, muy claro vio Abascal que la causa de la corona era perdida en el Perú, y como hombre cuerdo prefirió retirarse con todos sus laureles. Él escribió a uno de sus amigos de España estas proféticas palabras: «Harto he hecho por atajar el torrente, y no quiero, ante la historia y ante mi rey, cargar con la responsabilidad de que el Perú se pierda para España entre mis manos. Tal vez otro logre lo que yo no me siento con fuerzas para alcanzar».

La honradez política de Abascal y su lealtad al monarca superan a todo elogio. Una espléndida prueba de esto son las siguientes líneas, que transcribimos de su biógrafo D. José Antonio de Lavalle.

«España, invadida por las huestes de Napoleón, veía atónita los sucesos del Escorial, el viaje a Bayona y la prisión de Valencey, e indignada de tanta audacia, levantábase contra el usurpador. Pero con la prisión del rey se había perdido el centro de gravedad en la vasta monarquía de Fernando VII; y las provincias americanas, aunque tímidamente aún, comenzaban a manifestar sus deseos de separarse de una corona que moralmente no existía ya. Dicen que en Lima se le instó a Abascal para que colocase sobre sus sienes la corona de los Incas. Asegúrase que Carlos IV le ordenó que no obedeciese a su hijo; que José Bonaparte le brindó honores, y que Carlota, la princesa del Brasil, le dio sus plenos poderes. El noble anciano no se dejó deslumbrar por el brillo de una corona. Con las lágrimas en los ojos cerró los oídos a la voz del que ya no era su rey; despreció indignado los ofrecimientos del invasor de su patria, y llamó respetuosamente a su deber a la hermana de Fernando. La población de Lima esperaba con la mayor ansiedad el día destinado para jurar a Fernando VII; pues nadie ignoraba las encontradas intrigas que rodeaban a Abascal, la gratitud que éste tenía a Carlos IV y la amistad que lo unía a Godoy. El anhelo general en Lima era la independencia bajo el reinado de Abascal. Nobleza, clero, ejército y pueblo lo deseaban, y lo esperaban. Las tropas formadas en la Plaza, el pueblo apiñado en las calles, las corporaciones reunidas en palacio aguardaban una palabra. Abascal, en su gabinete, era vivamente instado por sus amigos. Hombre al fin, sus ojos se deslumbraron con el esplendor del trono, y dicen que vaciló un momento. Pero volviendo luego en sí, tomó su sombrero y salió con reposado continente al balcón de palacio, y todos le escucharon atónitos hacer la solemne proclamación de Fernando VII y prestar juramento al nuevo rey. Un grito inmenso de admiración y entusiasmo acogió sus palabras, y el rostro del anciano se dilató con el placer que causa la conciencia del deber cumplido; placer tanto más intenso cuanto más doloroso ha sido vencer, para alcanzarlo, la flaca naturaleza de la humanidad».

V

La curiosidad se pena


Ahora saquemos del limbo al lector.

El contenido de los saquitos que tan gran resultado produjeron era:


SAL-HABAS-CAL


Sin consultar brujas descifró su excelencia esta charada en acción. Sopla, vivo te lo doy, y si muerto me lo das, tú me lo pagarás.

He aquí por qué tomó el tole para España el Excmo. Sr. D. José Fernando de Abascal y por qué es llamado el virrey del Acertijo.

¡¡Buena laya de fraile!!

Crónica de la época del virrey marqués de Viluma


(A Aureliano Villarán)

I

Fray Pablo Negrón era andaluz y vestía el hábito mercedario. Enemigo de hacer vida conventual, residía constantemente en alguna hacienda de los valles inmediatos a Lima, en calidad de capellán del fundo.

Fray Pablo habría sido un fraile ejemplar, si el demonio no hubiera desarrollado en él una loca afición por el toreo. Destrísimo capeador, a pie y a caballo, pasaba su tiempo en los potreros sacando suertes a los toros, y conocía mejor que el latín de su breviario la genealogía, cualidades y vicios de ellos. Él sabía las mañas del burriciego y del corniveleto, y su lenguaje familiar no abundaba en citas teológicas, sino en tecnicismos tauromáquicos.

Hasta 1818 no se dio en este siglo corrida en la ciudad de los reyes y lugares de diez leguas a la redonda en cuyos preparativos no hubiera intervenido fray Pablo, ni hubo torero que no le debiese utilísimas lecciones y muy saludables consejos. El mismo Casimiro Cajapaico, aquel famoso capeador de a caballo por quien escribe el marqués de Valleumbroso que merecía le erigiesen estatua, solía decir: «Si no fuera quien soy, quisiera ser el padre Negrón».

Inútil era que el comendador de la Merced y aun el arzobispo Las Heras amonestasen al fraile para que rebajase algunos quilates a su afición tauromáquica. Su paternidad hacía ante ellos propósito de enmienda; pero lo mismo era ver un animal armado de puntas como leznas, que desvanecérsele el propósito. La afición era en él más poderosa que la conveniencia y el deber.

Grandes fiestas se preparaban en Lima por el mes de agosto de 1816 para celebrar la recepción del nuevo virrey del Perú D. Joaquín de la Pezuela, primer marqués de Viluma. En el programa entraban tres tardes de toros en la plaza Mayor; pues no se efectuaban en el circo de Acho las lidias que tenían por objeto festejar al monarca o a su representante.

Los listines que en esta ocasión se obsequiaron a los oidores, cabildantes y personas caracterizadas, no estaban impresos en raso blanco, como hasta entonces se había acostumbrado, sino en raso carmesí. Es verdad que en ellos, después de enaltecer, como era justo, las dotes administrativas y sociales del Sr. de la Pezuela, hablaba mucho el poeta de regar el suelo peruano con sangre de insurgentes.

Fray Pablo que, como hemos dicho, no era ningún lego confitado, anduvo de hacienda en hacienda, en unión de la cuadrilla de toreros, presenciando lo que se llama prueba del ganado y decidiendo sobre el mérito de cada bicho. Los hacendados, a competencia, querían exhibir lo más fino de la cría, y el fallo del mercedario era por ellos acatado sin observación,

La prueba general del ya escogido ganado se efectuó en la chacarilla del Estanco, donde había gran corral con burladeros. Entre los toros que allí se probaron hubo uno bautizado con el nombre de Relámpago y oriundo de los montes de Retes. El torero Lorenzo Pizí le sacó algunas suertes, y en el canto de una uña estuvo que el animal lo despanzurrara.

Pizí era un negro retinto, enjuto, de largas zancas y medianamente diestro en el oficio. Terminada la prueba, lo llamó aparte fray Pablo y le dijo:

—Mira, negro, cómo te manejas con el Relámpago y no comas confianza, que aunque es cierto que a los toros más que con el estoque se les mata con el corazón, bueno será que estés sobre aviso para que no te suceda un percance y vayas al infierno a contarle cuentos a la puerca de tu madre. Ese animal es tuerto del cuerno derecho, y por la asta sana se va recto al bulto. Es toro de sentido, de mucha cabeza y de más pies que un galgo. Con él no hay que descomponerse, sino aguardar a que entre en jurisdicción y humille, aunque el mejor modo y manera de trastearlo es a pasatoro, y luego una buena por todo lo alto y a la cruz. Pero es suerte poco lucida y no te la aconsejo. Conque abre el ojo, negrito; porque si te descuidas, te chinga el toro y ¡abur, melones!

—Su merced, padre, lo entiende, como que es facultativo, y ya verá a la hora de la función que no predicó en desierto —contestó el torero.

II

D. Joaquín de la Pezuela y Sánchez, teniente general de los reales ejércitos, caballero gran cruz de la orden de Isabel la Católica y primer marqués de Viluma, estaba al mando de las tropas que en el Alto-Perú combatían a los insurgentes, cuando, por haber insistido Abascal en renunciar el cargo de virrey, fue nombrado para sucederle, y tomó posesión del puesto el 17 de agosto de 1817. En sus oficios de renuncia habíalo Abascal recomendado al monarca como el más digno de reemplazarlo en las funciones de virrey.

Pezuela que, en la clase de general, había sido el organizador del cuerpo de artillería y quien dirigió la fábrica del cuartel de Santa Catalina, fue siempre el favorito de Abascal, que influyó para que obtuviera ascensos en su carrera. Parece, sin embargo, que al sentarse el marqués de Viluma bajo el solio de los virreyes, no correspondió con la gratitud que a su benefactor debía. Así lo deduzco de los siguientes párrafos que extracto de un escritor contemporáneo.

Pezuela, criatura de Abascal, que desde comandante de artillería lo fue elevando hasta hacerlo nombrar virrey, apenas se vio en palacio se ocupaba en censurar, con los bajos cortesanos que rodean al sol que nace, las medidas de su respetable antecesor, deshacía cuanto él había dispuesto, hostilizaba a sus adeptos, le desconocía ciertas prerrogativas de virrey cesante y, por fin, rodeaba de espías al anciano marqués de la Concordia, quien mientras terminaba sus arreglos de viaje a Europa, vivía en casa de un amigo en la calle de la Recoleta.

Tres días antes de partir, envió Abascal un recado a Pezuela pidiéndole órdenes. El virrey, correspondiendo a ese acto de social etiqueta, fue de tiros largos a casa de Abascal, que lo recibió en cama por hallarse enfermo. Al entrar el marqués de Viluma al dormitorio, lo hizo exclamando:

—¡Excelentísimo compañero!

—¿Quién es? —dijo Abascal sacando su blanca cabeza por entre las cortinas del lecho.

Turbado Pezuela por lo extraño de la pregunta, repuso:

—¡Cómo! ¿No me conoce vuecelencia? Soy Pezuela.

—¿Pezuela? —insistió el marqués de la Concordia—. ¿Ese a quien hice coronel de artillería? ¿Ese a quien hice general en jefe?

—Sí, sí —balbuceó el virrey.

—¡Ah! —exclamó Abascal incorporándose en la cama—. Si es ese misino, déme usted un abrazo.

Como veremos después, a su turno tuvo también Pezuela que habérselas con un ingrato. Lo midieron con la misma vara con que él midió a Abascal.

La casa que habitó Pezuela antes de ser virrey fue la llamada hoy de los Ramos, en la calle de San Antonio, vecina al monasterio de la Trinidad. En ella nació su hijo el ilustre literato D. Juan de la Pezuela, conde de Cheste y actual director de la Real Academia Española.

Bajo el gobierno del marqués de Viluma se implantaron cuatro máquinas a vapor, traídas de Inglaterra, para desaguar las minas del Cerro de Pasco; se recibió una real cédula aboliendo las abusivas mitas, y se experimentó en Lima una epidemia, a la que, por la suma debilidad en que quedaban los convalecientes, bautizó el pueblo con el nombre de Mangajo. El mangajo fue un catarral bilioso con síntomas parecidos a los de la fiebre amarilla. Quizá desde entonces viene el decir en Lima, por todo hombre desgarbado y sin vigor físico: «¡Vaya usted con Dios, mangajo!».

En cuanto a sucesos revolucionarios, los más notables de esa época fueron el suplicio en la plaza de Lima de los patriotas Alcázar, Gómez y Espejo; las excursiones de lord Cochrane y el apresamiento, en la rada del Callao, de la fragata, Esmeralda, cargada con dos millones de pesos; el desembarco de San Martín en Pisco, la defección del batallón de Numancia, la derrota del general español O'Reilly, que se suicidó un mes más tarde arrojándose al mar, y el curioso incidente de haberse recibido un día por el virrey, a las dos de la tarde, la noticia oficial del descalabro de los patriotas en Cancharayada, y una hora después, cuando entregados al regocijo estaban los realistas de la capital quemando cohetes y repicando campanas, fondeó en el Callao otro buque portador de documentos que anunciaban la victoria de Maypú, en que quedó aniquilado el dominio español en Chile. Entre la primera y segunda batalla mediaron diez y seis días.

En 1816 había llegado al Perú D. José de Laserna, con el carácter de mariscal de campo y enviado por el rey para mandar el ejército que maniobraba sobre Tupiza; mas a fines de 1819 vino de España su destitución, porque lo acusaron ante el monarca de ser masón o propagandista de doctrinas liberales y opuestas al absolutismo despótico que imperaba en la metrópoli. Pezuela se negó a enviarlo a Madrid, y escribió a Fernando VII abogando por Laserna y pidiendo se le dejase en el Perú, donde tenía el gobierno necesidad de sus servicios. En España esperaban a Laserna la cárcel y el destierro. Iniciadas en septiembre de 1820 las conferencias o armisticio de Miraflores entre los comisionados de San Martín y los de Pezuela, púsose Laserna a la cabeza del partido de oposición, y el 28 de enero de 1821 amotinose el ejército acantonado en Asnapuquio, intimando al marqués de Viluma que en el término de cuatro horas entregase el mando al teniente general Laserna, proclamado virrey por los motinistas. Pezuela, sin elementos para resistir y procediendo con patriotismo, puso el poder en manos de su ingrato amigo.

Los revolucionarios de Asnapuquio habían principiado por emplear la difamación como arma contra el virrey. Una mañana apareció este pasquín en el primer patio de palacio:


«Nació David para rey,
para sabio Salomón,
para soldado Laserna,
Pezuela para ladrón».


Dicen que la injuria llegó a lo vivo al marqués de Viluma, que ciertamente no era merecedor del calificativo. Pezuela manejó con pureza los caudales públicos.

En caso de muerte o imposibilidad física de Pezuela era al general Lamar a quien correspondía ejercer interinamente el cargo de virrey; pero aparte de que Lamar no era motinista ni ambicioso, por su condición de americano mirábanlo los militares españoles con desafecto. El honrado Lamar no se dio por entendido del desaire y siguió sirviendo con lealtad al rey hasta que, sin desdoro para su nombre y fama, pudo en 1823 cambiar de bandera.

Para el orden numérico y cronológico de la historia es Laserna el último virrey del Perú; pero para mí —será ello una extravagancia— la lista de los verdaderos virreyes termina en Pezuela. En Laserna veo un virrey de cuño falso; un virrey carnavalesco y de motín; un virrey sin fausto ni cortesanos, que no fue siquiera festejado con toros, comedias ni certamen universitario; un virrey que, estirando la cuerda, sólo alcanzó a habitar cinco meses en palacio, como huésped y con la maleta siempre lista para cambiar de posada; un virrey que vivió luego a salto de mata para caer como un pelele en Ayacucho; un virrey, en fin, prosaico, sin historia ni aventuras. Y virrey que no habla a la fantasía, virrey sin oropel y sin relumbrones, es una falsificación del tipo, como si dijéramos un santo sin altar y sin devotos.

III

Llegó el día de la corrida.

Su excelencia, acompañado de su esposa, la altiva doña Ángela Cevallos, Real Audiencia y gran comitiva de ayudantes y amigos, ocupaba la galería de palacio, y el Ilmo. Las Heras, con el cabildo eclesiástico, mostrábase en los balcones de la casa arzobispal.

En las barandas de los portales estaba lo más granado de la aristocracia limeña, así damas como caballeros, y el pueblo ocupaba andamios colocados bajo la arquería de los portales y gradas de la catedral.

Pasando por alto la descripción del toril, situado en la esquina de Judíos, el lujo de las enjalmas, adornos de la plaza, distribución de la cuadrilla y otras menudencias, que no es mi ánimo escribir un relato circunstanciado de la función, vengamos al quinto toro.

Era éste el famoso Relámpago, gateado, de Retes, enjalma carmesí bordada de plata, obsequio del gremio de pasamaneros.

Recibiolo Casimiro Cajapaico en un alazán tostado, raza del Norte (Andahuasi), y le sacó cuatro suertes revolviendo y dos a la carrera.

Entró Juanita Breña, en un zaino manchado, raza de Chile, y le dio tres suertes, sentando el caballo en la última para esperar nueva embestida. ¡Por la encarnación del diablo que se lució la china!

A ésta, como a Cajapaico, lo arrojaron de todas las barandas muchísimos pesos fuertes y aun monedas de oro.

Después que los chulos se desempeñaron bastante bien, mandó el ayuntamiento tocar banderillas. Cantoral le clavó con mucha limpieza y a volapié, a topacarnero o al quiebro, que de ello no estoy seguro, un par de rehiletes de fuego en el cerviguillo.

Tocaron a muerte, y armado de estoque y bandola se presentó Lorenzo Pizí, vestido de morado y plata. Encaminose a la galería del virrey, y después de brindarle el toro con la frase «por vuecencia, su ascendencia, descendencia y toda la noble concurrencia», tomó pie frente a las gradas y a seis varas del pilancón que por ese lado tenía la monumental fuente de la plaza.

Fray Pablo, que asistía a la lidia desde uno de los andamios del portal de Botoneros, se puso a gritar desaforadamente:

—¡Quítate de ahí, negro jovero, que no tienes vuelo! Acuérdate de la lección y no me vayas a dejar feo.

Pero Lorenzo Pizí no tuvo tiempo para atender observaciones y cambiar de sitio; porque el gateado, que era pegajoso y ligero de pies, se le vino al bulto, y después del primer pase de muleta, sin dar espacio al matador para franquear el pilancón y ponerse del lado del cuerno tuerto, revolvió con la rapidez de su nombre y en los pitones levantó ensartado el matachín.

Un grito espantoso, lanzado a la vez por quince mil bocas, resonó en la plaza, sobresaliendo la voz del mercedario.

—¡Zapateta! ¿No te lo dije, negro bruto? ¿No te lo dije? —y terciándose la capa brincó del andamio y a todo correr se dirigió al pilancón.

El toro dejó sobre la arena al moribundo Pizí para arrojarse sobre el intruso fraile, quien con mucho desparpajo se quitó la capa blanca y se puso a sacarle suertes a la navarra, a la verónica y a la criolla, hasta cansar al bicho, dando así tiempo para que los chulos retirasen al malaventurado torero.

Ante la gallardía con que fray Pablo burlaba a la fiera, el pueblo no pudo dejar de sentirse arrebatado de entusiasmo, y palmoteando lo lucido de las suertes, repetían todos:

—¡Buena laya de fraile!

Viven aún personas que asistieron a la corrida y que dicen no ha pisado el redondel capeador más eximio que fray Pablo Negrón.

Muerto el Relámpago a traición, por los desgarretadores y el puntillero Beque, pues ni Esteban Corujo, que era el primer espada, tuvo coraje para estoquearlo, llevaron a nuestro fraile preso al convento de la Merced.

Dicen que allí el comendador fray Mariano Durán reunió en la sala capitular a todos los padres graves, y que éstos, cirio en mano, trajeron a su escandaloso compañero, al que el Superior aplicó unos cuantos disciplinazos. Ítem, se le declaró suspenso de misa y demás funciones sacerdotales y se le prohibió salir del convento sin licencia de su prelado.

Fray Pablo se fastidiaba soberanamente del encierro en los claustros y su salud empezó a decaer. Alarmados los conventuales, consultaron médicos, y éstos resolvieron que sin pérdida de minuto saliese de Lima el enfermo.

Enviáronlo los buenos padres a tomar aires en la Magdalena, pueblecito distante dos millas de la ciudad, amonestándolo mucho para que no volviese a sacar suertes a los toros.

Sermón perdido. Fray Pablo recobró la salud, como por ensalmo, tan luego como pudo ir de visita a Orbea, Matalechuzas y demás haciendas del valle y echar la capa al primer bicho con astas. Al fin encontrose con la horma de su zapato en un furioso berrendo que le dio tal testarada contra una tapia, que le dejó para siempre desconcertado un brazo y, por consiguiente, inutilizado para el capeo.

Verdad es que, como a los músicos viejos, le quedó el compás y la afición, y su dictamen era consultado en toda cuestión intrincada de tauromaquia. El hombre era voto en la materia, y a haber vivido en tiempo de la república práctica, creada por el presidente D. Manuel Pardo —y cuyos democráticos frutos saborearán nuestros choznos—, habría figurado dignamente en una de las juntas consultivas que se inventaron; verbigracia, en la de instrucción pública o en la de demarcación territorial.

Con días y ollas venceremos

A principios de junio de 1821, y cuando acababan de iniciarse las famosas negociaciones o armisticio de Punchauca entre el virrey Laserna y el general San Martín, recibió el ejército patriota, acantonado en Huaura, el siguiente santo, seña y contraseña: Con días —y ollas— venceremos.

Para todos, exceptuando Monteagudo, Luzuriaga, Guido y García del Río, el santo y seña era una charada estúpida, una frase disparatada; y los que juzgaban a San Martín más cristiana y caritativamente se alzaban de hombros murmurando: «¡Extravagancias del general!».

Sin embargo, el santo y seña tenía malicia o entripado, y es la síntesis de un gran suceso histórico. Y de eso es de lo que me propongo hoy hablar, apoyando mi relato, más que en la tradición oral que he oído contar al amanuense de San Martín y a otros soldados de la patria vieja, en la autoridad de mi amigo el escritor bonaerense D. Mariano Pelliza, que a vuela pluma se ocupa del santo y seña en uno de sus interesantes libros.

I

San Martín, por juiciosas razones que la historia consigna y aplaude, no quería deber la ocupación de Lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la política. Sus impacientes tropas, ganosas de habérselas cuanto antes con los engreídos realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general; pero el héroe argentino tenía en mira, como acabamos de apuntarlo, pisar Lima sin consumo de pólvora y sin lo que para él importaba más, exponer la vida de sus soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.

En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusiasmo y actividad de éstos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón Numancia.

Pero con frecuencia los espías y las partidas de exploración o avanzadas lograban interceptar las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrariedad, reagravada con el fusilamiento que hacían los españoles de aquellos a quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un medio seguro y expedito de comunicación.

Preocupado con este pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y un ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones del puente, fijó su distraída mirada en un caserón viejo que en el patio tenía un horno para fundición de ladrillos y obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste lucrativo oficio; pues así la vajilla de uso diario como los utensilios de cocina eran de barro cocido y calcinado en el país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de plata, que ciertamente figuraban sólo en la mesa de gente acomodada.

San Martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los hombres de genio, y exclamó para sí: «¡Eureka! Ya está resuelta la X del problema».

El dueño de la casa era un indio entrado en años, de espíritu despierto y gran partidario de los insurgentes. Entendiose con él San Martín, y el alfarero se comprometió a fabricar una olla con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto no pudiera descubrir la trampa.

El indio hacía semanalmente un viajecito a Lima, conduciendo dos mulas cargadas de platos y ollas de barro, que aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre o cobre estañado. Entre estas últimas y sin diferenciarse ostensiblemente de las que componían el resto de la carga, iba la olla revolucionaria, llevando en su doble fondo importantísimas cartas en cifra. El conductor se dejaba registrar por cuanta partida de campo encontraba, respondía con naturalidad a los interrogatorios, se quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el nombre de Fernando VII, nuestro amo y señor, y lo dejaban seguir su viaje, no sin hacerle gritar antes «¡Viva el rey! ¡Muera la patria!». ¿Quién demonios iba a imaginarse que ese pobre indio viejo andaba tan seriamente metido en belenes de política?

Nuestro alfarero era, como cierto soldado, gran repentista o improvisador de coplas que, tomado prisionero por un coronel español, éste como por burla o para hacerlo renegar de su bandera le dijo:

—Mira, palangana, te regalo un peso si haces una cuarteta con el pie forzado que voy a darte:


Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación.


—No tengo el menor conveniente, señor coronel —contestó el prisionero—. Escuche usted:


Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación;
pero es con la condición
de que en mí no tenga mando...
y venga mi patacón.

II

Vivía el Sr. D. Francisco Javier de Luna Pizarro, sacerdote que ejerció desde entonces gran influencia en el país, en la casa fronteriza a la iglesia de la Concepción, y él fue el patriota designado por San Martín para entenderse con el ollero. Pasaba éste a las ocho de la mañana por la calle de la Concepción pregonando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, que, hasta hace pocos años, los vendedores de Lima podían dar tema para un libro por la especialidad de sus pregones. Algo más. Casas había en que para saber la hora no se consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes.

Lima ha ganado en civilización; pero se ha despoetizado, y día por día pierde todo lo que de original y típico hubo en sus costumbres.

Yo he alcanzado esos tiempos en los que parece que, en Lima, la ocupación de los vecinos hubiera sido tener en continuo ejercicio los molinos de masticación llamados dientes y muelas. Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo distribuían las horas en mi barrio, allá cuando yo andaba haciendo novillos por huertas y murallas y muy distante de escribir tradiciones y dragonear de poeta, que es otra forma de matar el tiempo o hacer novillos.

La lechera indicaba las seis de la mañana.

La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto.

El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, que gritaba ¡a la cuajadita!, designaban las ocho, ni minuto más ni minuto menos.

La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de canónigos.

La tamalera era anuncio de las diez.

A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado de rey, chancaquitas de cancha y de maní, y fréjoles colados.

A las doce aparecían el frutero de canasta llena y proveedor de empanaditas de picadillo.

La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero.

A las dos de la tarde la picaronera, el humitero y el de la rica causa de Trujillo atronaban con sus pregones.

A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque en palito clamoreaban con más puntualidad que la Mariangola de la Catedral.

A las cuatro gritaban la picantera y el de la piñita de nuez.

A las cinco chillaban el jazminero, el de las caramanducas y el vendedor de flores de trapo, que gritaba: ¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?

A las seis canturreaban el raicero y el galletero.

A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.

A las ocho el heladero y el barquillero.

Aún a las nueve de la noche, junto con el toque de cubrefuego, el animero o sacristán de la parroquia salía con capa colorada y farolito en mano pidiendo para las ánimas benditas del purgatorio o para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los niños rebeldes para acostarse.

Después de esa hora, era el sereno del barrio quien reemplazaba a los relojes ambulantes, cantando, entre piteo y piteo: «¡Ave María Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú, y sereno!». Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo estuviese nublado o lluvioso, la consigna era declararlo ¡sereno! Y de sesenta en sesenta minutos se repetía el canticio hasta el amanecer.

Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban a una hora fija.

¡Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por pura chamberinada un cronómetro; pero para saber con fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj más puntual que el pregón de los vendedores. Ése sí que no discrepaba pelo de segundo ni había para qué limpiarlo o enviarlo a la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura! Vamos; si cuando empiezo a hablar de antiguallas se me va el santo al cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado. Punto a la digresión, y sigamos con nuestro insurgente ollero.

Apenas terminaba su pregón en cada esquina, cuando salían a la puerta todos los vecinos que tenían necesidad de utensilios de cocina.

III

Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un negrito retinto, con toda la lisura criolla de los budingas y mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador, guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy mimado por éste. Jamás dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente volvía a presentarse en la puerta, utensilio en mano, gritando: «Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas... Ya puede usted cambiarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma para enseñarlo a no engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!».

El alfarero sonreía como quien desprecia injurias, y cambiaba la olla.

Y tanto se repitió la escena de compra y cambio de ollas y el agasajo de palabrotas, soportadas siempre con paciencia por el indio, que el barbero de la esquina, andaluz entrometido, llegó a decir una mañana:

—¡Córcholis! ¡Vaya con el cleriguito para cominero! Ni yo, que soy un pobre de hacha, hago tanta alharaca por un miserable real. ¡Recórcholis! Oye, macuito. Las ollas de barro y las mujeres que también son de barro, se toman sin lugar a devolución, y el que se lleva chasco ¡contracórcholis! se mama el dedo meñique, y ni chista ni mista y se aguanta el clavo, sin molestar con gritos y lamentaciones al vecindario.

—Y a usted, so godo de cuernos, cascabel sonajero, ¿quién le dio vela en este entierro? —contestó con su habitual insolencia el negrito Manzanares—. Vaya usted a desollar barbas y cascar liendres, y no se meta en lo que no le va ni le viene, so adefesio en misa de una, so chapetón embreado y de ciento en carga...

Al oírse apostrofar así, se le avinagró al andaluz la mostaza, y exclamó ceceando:

—¡María Zantícima! Hoy me pierdo... ¡Aguárdate, gallinazo de muladar!

Y echando mano al puñalito o limpiadientes, se fue sobre Perico Manzanares, que sin esperar la embestida se refugió en las habitaciones de su amo. ¡Quién sabe si la camorra entre el barbero y el mayordomo habría servido para despertar sospechas sobre las ollas; que de pequeñas causas han surgido grandes efectos! Pero, afortunadamente, ella coincidió con el último viaje que hizo el alfarero trayendo olla contrabandista: pues el escándalo pasó el 5 de julio, y al amanecer del siguiente día abandonaba el virrey Laserna la ciudad, de la cual tomaron posesión los patriotas en la noche del 9.

Cuando el indio, a principios de junio, llevó a San Martín la primera olla devuelta por el mayordomo del Sr. Luna Pizarro, hallábase el general en su gabinete dictando la orden del día. Suspendió la ocupación, y después de leer las cartas que venían en el doble fondo, se volvió a sus ministros García del Río y Monteagudo y les dijo sonriendo:

—Como lo pide el suplicante.

Luego se aproximó al amanuense y añadió:

—Escribe, Manolito, santo, seña y contraseña para hoy: Con días —y ollas— venceremos.

La victoria codiciada por San Martín era apoderarse de Lima sin quemar pólvora; y merced a las ollas que llevaban en el vientre ideas más formidables siempre que los cañones modernos, el éxito fue tan espléndido, que el 28 de julio se juraba en Lima la Independencia y se declaraba la autonomía del Perú. Junín y Ayacucho fueron el corolario.

Pan, queso y raspadura

I

El mes de diciembre de 1821 principiaba tomando el ejército español, mandado personalmente por el virrey La-Serna la ofensiva sobre el ejército patriota, a órdenes del bravo general Sucre, ese Bayardo de la América.

Ambos ejércitos marchaban paralelamente y casi a la vista, separados por el caudaloso río Pampas, y cambiándose de vez en cuando algunos tiros. El jefe español se proponía, ante todo, cortar la comunicación de los patriotas con Lima, a la vez que forzar a éstos a descender al llano abandonando las crestas de Matará.

Sucre, comprendiendo el propósito del enemigo, se apresuró a ganar el día 3 la quebrada de Corpahuaico; y habían avanzado camino en ella las divisiones de vanguardia y centro, cuando la retaguardia fue bruscamente atacada por las tropas de Valdez, el más inteligente y prestigioso de los generales españoles. Los patriotas perdieron en esa jornada todo el parque, uno de los cañones que formaban su artillería y cerca de trescientos hombres. El desastre habría sido trascendental si el batallón Vargas, mandado por el comandante Trinidad Morán, no hubiera desplegado heroica bizarría, dando con su resistencia tiempo para que el ejército acabase de pasar el peligroso desfiladero.

¡Triste burla de la suerte! Treinta años después, el 3 de diciembre de 1854, el general D. Trinidad Morán era fusilado en la plaza de Arequipa, en el mismo día aniversario de aquel en que salvó al ejército patriota y con él acaso la independencia de América.

El 8 las tropas realistas, ocupando las alturas de Pacaicasa y del Cundurcunca (cuello de cóndor), tenían cortada para los patriotas la comunicación con el valle de Jauja. Los independientes tomaban posiciones primero en Tambo-Cangallo, después en el pueblecito de Quinua, a cuatro leguas de Huamanga, y finalmente, a la falda del Cundurcunca, Retirarse sobre Ica o retroceder camino del Cuzco era, si no imposible, plan absurdo.

El ejército del virrey se componía de doce batallones de infantería, cinco cuerpos de caballería y catorce cañones. Su fuerza efectiva era de nueve mil trescientos hombres.

Los patriotas contaban sólo con diez batallones, cuatro regimientos de caballería y un cañón que, como recuerdo glorioso, se conservaba hasta 1881 en el museo del cuartel de artillería de Lima. Total, cinco mil ochocientos hombres.

Inmensa, como se ve, era la superioridad de los españoles; pero cada hora que corría sin combatir hacía más aflictiva la situación del reducido ejército patriota en el que, para mayor conflicto, sólo había carne para racionar a la tropa por uno o dos días más.

El general La-Mar se dirigió a una choza de pastores que servía de alojamiento a Sucre. Éste le tendió afectuosamente la mano y le dijo:

—¡Y bien, compañero! ¿Qué haría usted en mi condición?

—Dar mañana la batalla, y vencer o morir —contestó La-Mar.

—Pienso lo mismo, y me alegro de que no haya discrepancia en nuestra manera de apreciar la situación.

Y Sucre salió a la puerta de la choza, llamó a su ayudante y le dio orden de convocar inmediatamente para una junta de guerra a los principales jefes del ejército.

Una hora después, los generales Sucre, La-Mar, Córdova, Miller, Lara y Gamarra, que era el jefe de Estado Mayor, y los comandantes de cuerpo se encontraban congregados a la puerta de la choza, sentados sobre tambores e improvisados taburetes de campaña.

II

Una ligera noticia biográfica de los principales miembros de la junta de guerra paréceme que viene aquí como anillo en dedo.

Antonio José de Sucre nació en Cumaná en 1793, y desde la edad de diez y seis años se enroló en las filas patriotas. En 1813 mandaba ya un batallón. Desde la batalla de Pichincha empezó a figurar como general en jefe. Siendo, en 1828, presidente de Bolivia, envió su poder a un amigo para contraer matrimonio, en Quito, con la marquesa de Solanda, y ¡curiosa coincidencia! el mismo día, 18 de abril, en que se celebraba la ceremonia nupcial, era Sucre herido, en Chuquisaca, al sofocar un movimiento revolucionario. El gran mariscal de Ayacucho fue villanamente asesinado el 4 de junio de 1830, en la montaña de Berruecos.

D. José de La-Mar nació en Guayaquil en 1777, y fue llevado por uno de sus deudos a un colegio de Madrid. En 1794, entró en la carrera militar e hizo la campaña del Rosellón al lado del limeño conde de la Unión que mandaba en jefe el ejército español. En el sitio de Zaragoza era ya coronel y muy querido de Palafox. Defendiendo un fuerte cayó mortalmente herido, y su curación fu penosísima. En Valencia mandó después un cuerpo de cuatro mil hombres y, tomado prisionero, el mariscal Soult lo remitió al depósito de Dijón. En 1814, Fernando VII lo ascendió a general y lo envió al Perú con alto destino militar. En 1823 elevó su renuncia ante el virrey La-Serna, y aceptada por éste y desligado de todo compromiso con España, tomó servicio en favor de la causa americana. Presidente constitucional del Perú, en 1828, fue derrocado por la más injustificable revolución, y murió desterrado en San José de Costa Rica, en 1830.

El granadino José María Córdova nació en 1800, y en 1822 era general de brigada en premio de su bravura en Boyacá y otros combates. En el mismo campo de Ayacucho fue ascendido a general de división, y cuando acompañando a Bolívar en su paseo triunfal hasta Potosí, el vecindario del Cuzco obsequió al libertador una corona de oro y piedras preciosas, éste no la aceptó y la puso sobre la cabeza de Córdova. La guerra civil se enseñoreó de Colombia en 1829, y Córdova fue asesinado después de una derrota.

Agustín Gamarra nació en el Cuzco en 1785, y aunque sus padres pretendieron hacer de él un teólogo, abandonó el colegio y sentó plaza de cadete en el ejército español, alcanzando en él hasta comandante. Proclamada en 1821 la independencia, tomó servicio con los patriotas, que lo reputaban, después de Sucre y La-Mar, como el militar más competente en materia de organización, disciplina y estrategia. Entrado ya el Perú en el régimen constitucional, fue perenne perturbador del orden y vivió siendo siempre o presidente o conspirador. Tuvo gloriosa muerte en el campo de batalla de Ingavi, en 1840.

III

La junta de guerra decidió por unanimidad de votos dar la batalla en la mañana del siguiente día.

Terminada la sesión, Sucre llamó a su asistente y le dijo: «Sirve las once a estos caballeros».

Y volviéndose a sus compañeros de junta, añadió: «Conténtense ustedes con mis pobrezas, que para festines tiempo queda si Dios nos da mañana la victoria y una bala no nos corta el resuello».

Y el asistente puso sobre un tambor una botella de aguardiente, un trozo de queso, varios panes y una chancaca.

—¡Banquete de príncipes golosos! —exclamó Córdova.

—No moriremos de indigestión —dijo La-Mar, poniendo una rebanada de queso dentro de un pan y cortando con el cuchillo un trocito de chancaca.

A este tiempo el coronel O'Connor, primer ayudante de Estado Mayor, se acercó a Sucre, preguntándole:

—Mi general, ¿quiere usía dictarme el santo y seña que se ha de comunicar al ejército?

—¡Ahítate, glotón! Pan, queso y raspadura —continuó diciendo La-Mar y pasando a Miller la ración que acababa de arreglar.

—¡Pan, queso y raspadura! —repitió el gallardo inglés aceptando el agasajo—. ¡Very well! ¡Muchas gracias!

Sucre se volvió hacia Miller, y le dijo sonriendo:

—¿Qué ha dicho usted, general?

—¡Nothing! ¡Nada! ¡Nada! Pan, queso y raspadura...

—Coronel O'Connor, ahí tiene usted el santo, seña y contraseña precursores del triunfo.

Y sacando Sucre del bolsillo su librito de memorias, arrancó una página y escribió sobre ella con lápiz:


PAN, QUESO Y RASPADURA


Tal fue el santo, seña y contraseña del ejército patriota al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho.

IV

La batalla de Ayacucho tuvo, al iniciarse, todos los caracteres de un caballeresco torneo.

A las ocho de la mañana del 9 de diciembre el bizarro general Monet se aproximó con un ayudante al campo patriota, hizo llamar al no menos bizarro Córdova, y le dijo:

—General, en nuestro ejército como en el de ustedes hay jefes y oficiales ligados por vínculos de familia o de amistad íntima: ¿sería posible que, antes de rompernos la crisma, conversasen y se diesen un abrazo?

—Me parece, general, que no habrá inconveniente. Voy a consultarlo —contestó Córdova.

Y envió a su ayudante donde Sucre, quien en el acto acordó el permiso.

Treinta y siete peruanos entre jefes y oficiales, y veintiséis colombianos, desciñéndose la espada, pasaron a la línea neutral donde, igualmente sin armas, los esperaban ochenta y dos españoles.

Después de media hora de afectuosas expansiones regresaron a sus respectivos campamentos, donde los aguardaba el almuerzo.

Concluido éste, los españoles, jefes, oficiales y soldados, se vistieron de gran parada, en lo que los patriotas no podían imitarlos por no tener más ropa que la que llevaban puesta.

Sucre vestía levita azul cerrada con una hilera de botones dorados, sin banda, faja ni medallas, pantalón azul, charreteras de oro y sombrero apuntado con orla de pluma blanca. El traje de La-Mar se diferenciaba en que vestía casaca azul en lugar de levita. Córdova tenía el mismo uniforme de Sucre y, en vez de sombrero apuntado, un jipijapa de Guayaquil.

A las diez volvió a presentarse Monet, a cuyo encuentro adelantó Córdova.

—General —le dijo aquél—, vengo a participarle que vamos a principiar la batalla.

—Cuando ustedes gusten, general —contestó el valiente colombiano—. Esperaremos para contestarle a que ustedes rompan los fuegos.

Ambos generales se estrecharon la mano y volvieron grupas.

No pudo llevarse más adelante la galantería por ambas partes.

A los americanos nos tocaba hacerlos honores de la casa, no quemando los primeros cartuchos mientras los españoles no nos diesen el ejemplo.

En Ayacucho se repitió aquello de: A vous, messieurs les anglaises, que nous sommes chez nous.

V

A poco más de las diez de la mañana, la división Monet, compuesta de los batallones Burgos, Infante, Guías y Victoria, a la vez que la división Villalobos formada por los batallones Gerona, Imperial y Fernandinos, empezaron a descender de las alturas sobre la derecha y centro de los patriotas.

La división Valdez, organizada con los batallones Cantabria, Centro y Castro, había dado un largo rodeo y aparecía ya por la izquierda. La caballería, al mando de Ferraz, constaba de los húsares de Fernando VII, dragones de la Unión, granaderos de la Guardia y escuadrones de San Carlos y de alabarderos. Las catorce piezas de artillería estaban también convenientemente colocadas.

Los patriotas esperaban el ataque en línea de batalla. El ala derecha era mandada por Córdova y se componía de los batallones Bogotá, Voltíjeros, Caracas y Pichincha. La división del general Lara, con los batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba el centro. La-Mar, con los cuatro cuerpos peruanos, sostenía la izquierda. La caballería, a órdenes de Miller, se componía de los húsares de Junín y de Colombia y de los granaderos de Buenos Aires.

Cada batallón de la infantería española constaba de ochocientas plazas por lo menos, y entre los patriotas raro era el cuerpo que excedía de la mitad de esa cifra.

Sucre, en su brioso caballo de batalla, recorría la línea, y deteniéndose en el centro de ella, dijo con entonación de voz que alcanzó a repercutir en los extremos:

—¡Soldados! De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. ¡Que otro día de gloria corone vuestra admirable constancia!

Y espoleando su fogoso corcel, se dirigió hacia el ala que ocupaban los peruanos.

La-Mar, el adalid sin miedo y sin mancilla, alentó a sus tropas con una proclama culta, a la vez que entusiasta y breve, y que ni la historia ni la tradición han cuidado de conservar.

Los batallones contestaron con un estruendoso ¡viva el Perú!, y rompieron el fuego sobre la división Valdez que había tomado ya la iniciativa del combate. Era en esa ala donde la victoria debía disputarse más reñidamente.

Entretanto la división Monet avanzaba sobre la de Córdova, y el coronel Guas, que mandaba el antiguo batallón Numancia, cuyo nombre cambió Bolívar con el de Voltíjeros, dijo a sus soldados:

—¡Numantinos! Ya sabéis que para vosotros no hay cuartel. ¡Ea! A vencer o morir matando.

Sucre, que acudía con oportunidad allí donde su presencia era necesaria, le gritó a Córdova:

—General, tome usted la altura y está ganada la batalla.

El valiente Córdova, ese gallardo paladín de veinticuatro años, por toda respuesta se apeó del caballo y, alzando su sombrero de jipijapa en la punta de su espada, dio esta original voz de mando:

—¡División! ¡De frente! ¡Arma a discreción y paso de vencedores!

Y dando una irresistible carga a la bayoneta, sostenido por la caballería de Miller que acuchillaba sin piedad a los húsares de Fernando VII, sembró pronto el pánico en la división Monet.

Sospecho que también la historia tiene sus pudores de niña melindrosa. Ella no ha querido conservar la proclama del general Lara a la división del centro, proclama eminentemente cambrónica; pero la tradición no la ha olvidado, y yo, tradicionista de oficio, quiero consignarla. Si peco en ello, pecaré con Víctor Hugo; es decir, en buena compañía.

La malicia del lector adivinará los vocablos que debe sustituir a los que yo estampo en letra bastardilla. Téngase en cuenta que la división Lara se componía de llaneros y gente cruda a la que no era posible entusiasmar con palabritas de salón.

—¡Zambos del espantajo! —les gritó—. Al frente están los godos puchueleros. El que manda la batalla es Antonio José de Sucre que, como saben ustedes, no es ningún cangrejo. Conque así, apretarse los calzones y..... ¡a ellos!

Y no dijo más, y ni Mirabeau habría sido más elocuente.

Y tan furiosa fue la arremetida sobre la división Villalobos, en la cual venía el virrey, que el batallón Vargas no sólo alcanzó a derrotar el centro enemigo, sino que tuvo tiempo para acudir en auxilio de La-Mar, cuyos cuerpos empezaban a ceder terreno ante el bien disciplinado coraje de los soldados de Valdez.

Secundó a Vargas el regimiento húsares de Colombia, cuyo jefe, el coronel venezolano Laurencio Silva, cayó herido. Llevado al hospital y puesto un vendaje a la herida, preguntó al cirujano:

—Dígame, socio... ¿Cree usted que moriré de ésta?

—Lo que es morir me parece que no; pero tiene usted lo preciso para pasar algunos meses bien divertido.

—¡Ah! Pues si no muero de ésta, venga mi caballo, que todavía hay jarana para un cuarto de hora y quiero estar en ella hasta el conchito. Y con agilidad suma, sin escuchar las reflexiones de su amigo el cirujano, saltó sobre el caballo y volvió a meterse en lo recio del fuego.

¡Qué hombres, Cristo mío! ¡Qué hombres! Setenta minutos de batalla, casi toda cuerpo a cuerpo, empleando los patriotas el sable y la bayoneta más que el fusil, pues desde Corpaguaico, donde perdieron el parque, se hallaban escasos de pólvora (cincuenta y dos cartuchos por plaza), bastaron para consumar la independencia de América.

VI

A las doce del día el virrey La-Serna, ligeramente herido en la cabeza, se encontraba prisionero de los patriotas, y ¡lo que son las ironías del destino! en ese mismo día, a esa misma hora, en Madrid, el rey D. Fernando VII firmaba para La-Serna el título de conde de los Andes.

La rivalidad entro Canterac, favorito del virrey y jefe de Estado Mayor de los españoles, y Valdez, el más valiente, honrado y entendido de los generales realistas, influyó algo para la derrota. El plan de batalla fue acordado sólo entre La-Serna y Canterac, yal ponerlo en conocimiento de Valdez tres horas antes de iniciarse el combate, éste murmuró al oído del coronel del Cantabria, que era su íntimo amigo:

—¡Nos arreglaron los insurgentes! Ese plan de batalla han podido urdirlo dos frailes gilitos, pero no dos militares. Los enemigos nos habrán hecho flecos antes de que lleguemos a la falda del cerro, y aun superado este inconveniente, no nos dejarán formar línea ordenada de batalla. En fin, soldado soy y mi obligación es ir sin chistar al matadero y cumplir, como Dios me ayude, con mi rey y con mi patria.

—¿Qué hacer, mi general? —contestó el jefe del Cantabria estrechando la mano de su superior—. ¡Caro vamos a pagar las francesadas de Canterac!

Desbandada su división que, en justicia sea dicho, se batió admirablemente, Valdez descabalgó y, sentándose sobre una piedra, dijo con estoicismo:

—Esta comedia se la llevó el demonio. ¡Canario! De aquí no me muevo y aquí me matan.

Un grupo de sus soldados, de quienes era muy querido, lo tomó en peso y consiguió transportarlo algunas cuadras fuera del campo.

A la caída del sol, Canterac firmaba la capitulación de Ayacucho, y tres días más tarde dirigía a Simón Bolívar esta carta, que acaso medio siglo después trajo a la memoria Napoleón III al rendirse prisionero en Sedán:

«Excmo. Sr. libertador D. Simón Bolívar: Como amante de la gloria, aunque vencido, no puedo menos que felicitar a vuecelencia por haber terminado su empresa en el Perú con la jornada de Ayacucho. Con este motivo tiene el honor de ofrecerse a sus órdenes y saludarle, en nombre de los generales españoles, su afectísimo y obsecuente servidor que sus manos besa. —José de Canterac.— Guamanga a 12 de diciembre de 1824».

VII

A las dos de la tarde, fatigado por la sangrienta al par que gloriosa faena del día, llegó el general Miller a la puerta de la tienda de Sucre, donde sólo encontró al leal asistente.

—Pancho —le dijo el alegre inglés—, dame un traguito de algo que refresque y un bocado para comer.

El asistente le contestó:

—Mi general, dispense usía si no le ofrezco otra cosa que lo mismo de ayer: un sorbo de aguardiente, pan, queso y raspadura.

—Hombre, guárdate la raspadura y tráeme lo demás, que para raspadura basta con la que hemos dado a los godos.

El fraile y la monja del Callao

Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho.

Contaba diez y ocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír entre los aplausos de un público bonachón los destemplados gritos «¡el autor! ¡el autor!». A esa edad todo el monte antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas mal zurcidas y una docena de articulejos peor hilvanados había puesto una pica en Flandes y otra en Jerez. Maldito si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de polilla. Casi casi me habría atrevido a dar quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de bellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos, llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí. Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos los hombres a falta de razón.

Como la ignorancia es atrevida, echeme a escribir para el teatro; y así Dios me perdone si cada uno de mis engendres dramáticos no fue puñalada de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que por esos tiempos no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.

Titulábase uno de mis desatinos dramáticos Rodil, especie de alacrán de cuatro colas o actos, y ¡sandio de mí! fuí tan bruto que no sólo creí a mi hijo la octava maravilla, sino que ¡mal pecado! consentí en que un mi amigo, que no tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poner en letras de molde. ¡Qué tinta y qué papel tan mal empleados!

Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos ramplones, lirismo tonto, diálogo extravagante, argumento inverosímil, lances traídos a lazo, caracteres imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés, la historia arreglada a mi antojo y... vamos, aquello era un mamarracho digno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de protesta contra tal paternidad escribo esta tradición, en la que, por lo menos, sabré guardar respetos a los fueros de la historia y la sombra de Rodil no tendrá derecho para querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la mía cuando ambas se den un tropezón en el valle de Josafat.

«¡Basta de preámbulo y al hecho!», exclamó el presidente de un tribunal, interrumpiendo a un abogado que se andaba con perfiles y rodeos en un alegato sobre filiación o paternidad de un mamón. El letrado dijo entonces de corrido: «El hecho es un muchacho hecho: el que lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho».

I

Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la independencia de Sud-América. Sin embargo, y como una morisqueta de la Providencia, España dominó por trece meses más en una área de media legua cuadrada. La traición del sargento Moyano, en febrero de 1824, había entregado a los realistas una plaza fuerte y bien guarnecida y municionada. El pabellón de Castilla flameaba en el Callao, y preciso es confesar que la obstinación de Rodil en defender este último baluarte de la monarquía rayó en heroica temeridad. El historiador Torrente, que llama a Rodil el nuevo Leonidas, dice que hizo demasiado por su gloria de soldado, Stévenson y aun García Camba convienen en que Rodil fue cruel hasta la barbarie, y que no necesitó mantener una resistencia tan desesperada para dejar su reputación bien puesta y a salvo el honor de las armas españolas.

Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la península, ni de que en el país hubiese una reacción en favor del sistema colonial, viendo a sus compañeros desaparecer día a día, diezmados por el escorbuto y por las balas republicanas, no por eso desmayó un instante la indomable terquedad del castellano del Callao.

Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que lleva el primer puerto de la república, y entre otras versiones, la más generalizada es la de que viene por la abundancia que hay en su playa del pequeño guijarro llamado por los marinos zahorra o callao.

A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma proporciones legendarias. Más que hombre, parécenos ser fantástico que encarnaba una voluntad de bronce en un cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamás pudieron los suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al reposo, y en el momento más inesperado se aparecía como fantasma en los baluartes y en la caserna de sus soldados. Ni la implacable peste que arrebató a seis mil de los moradores del Callao lo acometió un instante; pues Rodil había empleado el preservativo de hacerse abrir fuentes en los brazos.

Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo. Alumno de la universidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba jurisprudencia, abandonó los claustros junto con otros colegiales, y en 1808 sentó plaza en el batallón de cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú con el grado de primer ayudante del regimiento del Infante. Ascendido poco después a comandante, se le encomendó la formación del batallón Arequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la solitaria islita del Alacrán, frente a Arica, donde pasó meses disciplinándolos, hasta que Osorio lo condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el cuerpo que había creado, a las batallas de Talca, Cancharayada y Maypú.

Regresó al Perú, tomando parte activa en la campaña contra los patriotas, y salió herido el 7 de julio de 1822 en el combate de Pucarán.

Al encargarse del gobierno político y militar del Callao en 1824 el brigadier D. José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumames, Medina del Campo, Tarifa, Pamplona y Cancharayada, cruces que atestiguaban las batallas en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores. Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar, al mando del general Salom, y por la escuadra patriota, que disponía de 171 cañones, fue verdaderamente titánica la resistencia. La historia consigna la para Rodil decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que el bravo jefe español, vestido de gran uniforme y con los honores de ordenanza, abandonó el castillo para embarcarse en la fragata de guerra inglesa Briton. El general La-Mar, que era, valiéndome de una feliz expresión del inca Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas, tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y la lealtad de Rodil, que desde el 1.º de marzo de 1824, en que reemplazó a Casariego en el mando del Callao, hasta enero de 1826 casi no pasó día sin combatir.

Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa actividad, una astucia sin límites y una energía incontestable para sofocar complots. En sólo un día fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldad que lo rodeó de terrorífico y aun supersticioso respeto. Uno de los fusilados en esa ocasión fue Frasquito, muchacho andaluz muy popular por sus chistes y agudezas y que era el amanuense de Rodil.

El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al apaciguar en Madrid un motín de cuartel) fue comisionado por el virrey conde de los Andes para celebrar el tratado de Ayacucho, y en él se estipuló la inmediata entrega de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficio en que Canterac le transcribía el artículo de la capitulación concerniente al Callao, exclamó furioso: «¡Canario! Que capitulen ellos que se dejaron derrotar, y no yo. ¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora y balas, no quiero dimes ni diretes con esos p... ícaros insurgentes».

II

Durante el sitio disparó sobre el campamento de Bellavista, ocupado por los patriotas, 79.553 balas de cañón, 451 bombas, 908 granadas, y 34.713 tiros de metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de siete Oficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y sesenta y dos soldados heridos. Los patriotas por su parte no anduvieron cortos en la respuesta, y lanzaron sobre las fortalezas 20.327 balas de cañón, 317 bombas e incalculable cantidad de metralla.

Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una guarnición de 2.800 soldados, y el día de la capitulación sólo tuvo 376 hombres en estado de manejar una arma. El resto había sucumbido al rigor de la peste y de las balas republicanas. En las calles del Callao, donde un año antes pasaban de 8.000 los asilados o partidarios del rey, apenas si llegaban a 700 almas las que presenciaron el desenlace del sitio. Según García Camba, fueron 6.000 las víctimas del escorbuto y 767 los que murieron combatiendo.

En los primeros meses del sitio Rodil expulsó de la plaza 2.389 personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir más expulsados, y viose el feroz espectáculo de infelices mujeres que no podían pasar al campamento de Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes se las rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dos fuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma humana. He aquí lo que que sobre este punto dice Rodil en el curioso manifiesto que publicó en España, sin alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno de todo sentimiento de humanidad.

«Yo que necesitaba aminorar la población para suspender consumos que no podían reponerse, mandé que los que no pudieran subsistir con sus provisiones o industria saliesen del Callao. Esta orden fue cumplida con prudencia, con pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros que emigraron fue animando a los que carecían de recursos para vivir en la población, y en cuatro meses me descargué de 2.389 bocas inútiles. Los enemigos, a la decimacuarta emigración de ellas entendieron que su conservación me sería nociva, y tentaron no admitirlas con esfuerzo inhumano. Yo las repelí decisivamente».

Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones que están en la conciencia de todos los espíritus generosos. Si indigna hasta la barbarie y ajena del carácter compasivo de los peruanos fue la conducta del sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la historia la conducta del gobernador de la plaza.

Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje desmayó cuando en los primeros días de enero de 1826 se vio abandonado por su íntimo amigo el comandante Ponce de León, que se pasó a las filas patriotas, y por el comandante Riera, gobernador del castillo de San Rafael, quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos poseían el secreto de las minas que debían hacer explosión cuando los patriotas emprendiesen un asalto formal. Ellos conocían en sus menores detalles todo el plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier. La traición de sus amigos y tenientes había venido a hacer imposible la defensa.

El 11 de enero se dio principio a los tratados que terminaron con la capitulación del 23 honrosa para el vencido y magnánima para el vencedor.

Las banderas de los regimientos Infante, D. Carlos y Arequipa, cuerpos muy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se las llevase a España. De las nueve banderas españolas tomadas en el Callao, dispuso el general La-Mar que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro se guardasen en la catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas peruanas.

¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el contenido de la pregunta.

III

Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especial distinción y fue el único de los que militaron en el Perú a quien no aplicaron el epíteto de ayacucho con que se bautizó en España a los amigos políticos de Espartero. Rodil figuró, y en altísima escala, en la guerra civil de cristinos y carlistas; y como no nos hemos propuesto escribir una biografía de este personaje, nos limitaremos a decir que obtuvo los cargos más importantes y honoríficos. Fue general en jefe del ejército que afianzó sobre las sienes de doña María de la Gloria la corona de Portugal. Tuvo después el mando del ejército que defendió los derechos de Isabel II al trono de España, aunque le asistió poca fortuna en las operaciones militares de esta lucha, que sólo terminó cuando Espartero eclipsó el prestigio de Rodil.

Fue virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán general de Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes, ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador de la Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de la orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica y Carlos III, y caballero con banda de las de San Fernando y San Hermenegildo. Entre él y Espartero existió siempre antagonismo político y aun personal, habiendo llegado a extremo tal, que en 1815, siendo ministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo de guerra y lo exoneró de sus empleos, honores, títulos y condecoraciones. Al primer cambio de tortilla, a la caída de Espartero, el nuevo ministro amnistió a Rodil, devolviéndole su clase de capitán general y demás preeminencias.

El marqués de Rodil no volvió desde entonces a tornar parte activa en la política española y murió en 1861.

Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta años de edad.

IV

Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de la esterilidad de esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar contra su jefe. El presidente marqués de Torre-Tagle y su vicepresidente D. Diego Aliaga, los condes de San Juan de Lurigancho, de Castellón y de Fuente— González, y otros personajes de la nobleza colonial, habían muerto víctimas del escorbuto y de la disentería que se desarrollan en toda plaza mal abastecida. Los oficiales y tropa estaban sometidos a ración de carne de caballo, y sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban a precios fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de Torre-Tagle, moribundo ya del escorbuto, consiguió tres limones ceutíes en cambio de otros tantos platillos de oro macizo, y llegó época en que se vendieron ratas como manjar delicioso.

Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas penetraban misteriosamente en el Callao alentando a los conspiradores. Hoy descubría Rodil una conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas ni proceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana tenía que repetir los castigos de la víspera. Encontrando muchas veces un traidor en aquel que más había alambicado antes su lealtad a la causa del rey, pasó Rodil por el martirio de desconfiar hasta del cuello de su camisa.

Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más activamente conspiraban. Los soldados del general Salom llegaban de noche hasta ponerse a tiro de fusil y gritaban:

—A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores, —palabras que eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes el hambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.

V

A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el germen de sedición, y vino día en que almas del otro mundo se metieron a revolucionarias. ¡No sabían las pobrecitas que D. Ramón Rodil era hombre para habérselas tiesas con el purgatorio entero!

Fue el caso que una mañana encontraron privados de sentido y echando espumarajos por la boca a dos centinelas de un bastión lienzo de muralla fronterizo a Bellavista. Eran los tales dos gallegos crudos, mozos de letras gordas y de poca sindéresis, tan brutos como valientes, capaces de derribar a un toro de una puñada en el testuz y de clavarle una bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la Pasión; pero los infelices eran hombres de su época, es decir, supersticiosos y fanáticos hasta dejarlo de sobra.

Vueltos en sí, declaró uno de ellos que a la hora en que Pedro negó al Maestro se lo apareció como vomitado por la tierra un franciscano con la capucha calada, y que con aquella. voz gangosa que diz que se estila en el otro barrio le preguntó: «¡Hermanito! ¿Pasó la monja?».

El otro soldado declaró, sobre poco más o menos, que a él se le había aparecido una mujer con hábito de monja clarisa y díchole: «¡Hermanito! ¿Pasó el fraile?».

Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con gente de la otra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el quién vive, porque la carne se les volvió de gallina, se les erizó el cabello, se les atravesó la palabra en el galillo y cayeron redondos como troncos.

D. Ramón Rodil para curarlos de espantos les mandó aplicar carrera de baquetas.

El castellano del Real Felipe, que no tragaba ruedas de molino ni se asustaba con duendes ni demonios coronados, diose a cavilar en los fantasmas, y entre ceja y ceja se le encajó la idea de que aquello trascendía de a legua a embuchado revolucionario. Y tal maña diose y a tales expedientes recurrió, que ocho días después sacó en claro que fraile y monja no eran sino conspiradores de carne y hueso que se valían del disfraz para acercarse a la muralla y entablar por medio de una cuerda cambio de cartas con los patriotas.

Era la del alba, cuando Rodil en persona ponía bajo sombra en la casamata del castillo una docena de sospechosos y a la vez mandaba fusilar al fraile y a la monja, dándoles el hábito por mortaja.

Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a peregrinar o correr aventuras por las murallas del hoy casi destruido Real Felipe, no por eso el pueblo, dado siempre a lo sobrenatural y maravilloso, deja de creer a pie juntillas que el fraile y la monja vinieron al Callao en tren directo y desde el país de las calaveras, por solo el placer de dar un susto mayúsculo al par de tagarotes que hacían centinela en el bastión del castillo.


Publicado el 21 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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