Tradiciones Peruanas III

Tercera serie

Ricardo Palma


Cuentos, Leyendas, Colección



Cháchara

Dios te guarde, lector, que asaz benévolo
acoges de mi pluma baladí
las tristes producciones, que algún émulo
dirá pueden arder en un candil.

Muy poco me ha picado la tarántula
que llaman los humanos vanidad.
Yo escribo... porque sí —razón potísima,
tras ella las demás están de más.

El hombre no ha de ser como los pájaros,
que vuelan sin dejar su huella en pos.
¿Quién sube si me espera fama póstuma?
De menos ¡vive Dios! nos hizo Dios.

Yo sé que no se engaña, ¡voto al chápiro!,
de botones adentro un escritor,
y sé que mis leyendas humildísimas
no pueden hacer sombra a ningún sol.

¡Y hay tantos soles en mi patria espléndida,
y tanto y tanto genio sin rival!...
Por eso yo, que peco de raquítico.
les dejé el paso franco y me hice atrás.

Y pues ninguno en la conseja histórica
quiso meter la literaria hoz,
yo me dije: —señores, sin escrúpulo
aquí si que no peco, aquí estoy yo.

Fue mi embeleso, desde que era párvulo,
más que en el hoy vivir en el ayer;
y en competencia con las ratas pérfidas,
a roer antiguallas me lancé.

¡Cuánto es mejor vivir, dijo un filósofo,
en los tiempos que fueron! —Gran vendad.
Lector, si no te aburres con mi plática
permíteme la murria desfogar.

Tantas, en el presente, crudelísimas,
amargas decepciones coseché
que, a escribirlas, el alma por la péñola
gota tras gota destilara hiel.

Pero, a fe, que importárale un carámbane
al egoísta mundo mi aflicción,
y yo no quiero dar el espectáculo
de poner en escena mi dolor.

Y ya en prosa, ya en verso, de mi gárrula
pluma, años hace, no se escapa un ¡ay!
y para enmascarar mi pobre espíritu
recurro de la broma al antifaz.

Dejémonos de obtusos y rectángulos...
¿Quién no lleva en el alma espinas mil?
Toda, toda existencia es un epigrama
cupo chiste mejor está en morir.

Y el mundo que es del oropel idólatra,
que no ve más allá de su nariz,
dice, atendiendo a mi festiva cháchara:
—¡Pues, señor, este prójimo es feliz!

Dice bien. Cuando luce en los periódicos
tanto dolor rimado, en puridad
que ganas dan de contestar al pánfilo:
—Péguese un tiro y déjenos en paz.

Y luego, ¿qué provecho, en buen análisis,
saca la sociedad de que a un malsín
lo engañe una pindonga semitísica,
dando a otro quídam el ansiado ?

¿A qué nos viene usted contando algórgoras
que a su almohada no más debe contar?
No estamos para lágrimas, y rásquese,
mi amigo, si le pica el alacrán.

¿Ni qué nos va ni viene en el intríngulis
de esos que dicen llenos de candor:
—Cruzo de la existencia por el báratro
más dolorido que el doliente Job?

¿No es tontuna quejarse porque un mísero
encuentre, en el amor y en la amistad,
escondido un almácigo de víboras?
Esas cosas son viejas como Adán.

Precisamente los que vierten lágrimas
en el papel, en mi concepto, son
contrabandistas del pesar, ridículos
histriones que remedan el dolor.

Basta. En buena hora sigan los románticos
lanzando de gemidos un tropel:
para mí, el mundo pícaro es poético,
poco en el hoy y mucho en el ayer.

En la que se halla lejos, un magnético
hechizo encuentra siempre el corazón;
pues dóranlo las luces de un crepúsculo
más bello que del alba el arrebol...

¡Oh! Dejadme vivir con las fantásticas
o reales memorias de otra edad,
y mamotretos compulsar solícito,
y mezclar la ficción con la verdad.

Y evocar a los muertos de sus túmulos,
y sacar sus trapillos a lucir,
y narrar sus historias, ya ridículas,
ya serias, ya con brillo o sin barniz.

Que en el siglo presente y los pretéritos
siempre irán en consorcio el bien y el mal,
y si en éstos de malo hubo muchísimo,
en el otro de bueno mucho no hay.

Esta serie tercera (y tal vez última,
por si no hallo más paño en qué cortar)
va tus manos, lector, sin grandes ínfulas:
no finco en ella presunción ni plan.

Ni aguardo que a mis nietos algún dómine
ha de enseñar el Christus abecé
en mis libros, y digan los muy títeres:
—¡Vaya, mucho nombre nuestro abuelo fue!

Mis libros piedrecillas son históricas
que llevo de la patria ante el altar.
He cumplido un deber. Saberlo bástame,
otros vendrán después: —mejor lo harán.


Ricardo Palma

La gruta de las maravillas

A pocas cuadras del caserío de Levitaca, en la provincia de Chumvibilcas, existe una gruta, verdadero prodigio de la naturaleza, que es constantemente visitada por hombres de ciencia y viajeros curiosos, que dejan su nombre grabado en las rocas de la entrada. Entre ellos figuran los de los generales Castilla, Vivanco, San Román y Pezet, es presidentes del Perú. Desgraciadamente no es posible pasar de las primeras galerías; pues quien se aventurase a adelantar un poco la planta, moriría asfixiado por los gases que se desprenden del interior.

Ahora refiramos la leyenda que cuenta el pueblo sobre la gruta de las maravillas.

Mayta-Capac, llamado el Melancólico, errarte inca del Cuzco, después de vencer a los rebeldes de Tiahuanaco y de dilatar su imperio hasta la laguna de Paria, dirigiose a la costa y realizó la conquista de los fértiles valles de Arequipa y Moquegua. Para el emprendedor monarca no había obstáculo que no fuese fácil de superar; y en prueba de ello, dicen los historiadores que, encontrándose en una de sus campañas detenido de improviso el ejército por una vasta ciénaga, empleó todos sus soldados en construir una calzada de piedra, de tres leguas de largo y seis vares de ancho, calzada de la cual aún se conservan vestigios. El inca creía desdoroso dar un rodeo para evitar el pantano.

Por los años 1180 de la era cristiana, Mayta-Capac emprendió la conquista del país de los chumpihuillcas, que eran gobernados por un joven y arrogante príncipe llamado Huacari. Éste, a la primera noticia de la invasión, se puso al frente de siete mil hombres y dirigiose a la margen del Apurimac, resuelto a impedir el paso del enemigo.

Mayta-Capac para quien, como hemos dicho, nada había imposible, hizo construir con toda presteza un gran puente de mimbres, del sistema de puentes colgantes, y pasó con treinta mil guerreros a la orilla opuesta. La invención del puente, el primero de su especie que se vio en América, dejó admirados a los vasallos de Huacari e infundió en sus ánimos tan supersticioso terror, que muchos, arrojando las armas, emprendieron una fuga vergonzosa.

Huacari reunió su consejo de capitanes, convenciose de la esterilidad de oponer resistencia a tan crecido número de enemigos, y después de dispersar las reducidas tropas que le quedaban, marchó, seguido de sus parientes y jefes principales, a encerrarse en su palacio. Allí, entregados al duelo y la desesperación, prefirieron morir de hambre antes que rendir vasallaje al conquistador.

Compadecidos los auquis o dioses tutelares de la inmensa desventura de príncipe tan joven como virtuoso, y para premiar su patriotismo y la lealtad de sus capitanes, los convirtieron en preciosas estalactitas y estalagmitas que se reproducen, día por día, bajo variadas, fantásticas y siempre bellísimas cristalizaciones. En uno de los pasadizos o galerías que hoy se visitan, sin temor a las mortíferas exhalaciones, vese el pabellón del príncipe Huacari y la figura de éste en actitud que los naturales interpretan de decir a sus amigos: «Antes la muerte que el oprobio de la servidumbre».

Tal es la leyenda de la gruta maravillosa.

La achirana del Inca

(A Teodorico Olachea)


En 1412 el inca Pachacutec, acompañado de su hijo el príncipe imperial Yupanqui y de su hermano Capac-Yupanqui, emprendió la conquista del valle de Ica, cuyos habitantes, si bien de índole pacífica, no carecían de esfuerzos y elementos para la guerra. Comprendiolo así el sagaz monarca, y antes de recurrir a las armas propuso a los iqueños que se sometiesen a su paternal gobierno. Aviniéronse éstos de buen grado, y el inca y sus cuarenta mil guerreros fueron cordial y espléndidamente recibidos por los naturales.

Visitando Pachacutec el feraz territorio que acababa de sujetar a su dominio, detúvose una semana en el pago llamado Tate. Propietaria del pago era una anciana a quien acompañaba una bellísima doncella, hija suya.

El conquistador de pueblos creyó también de fácil conquista el corazón de la joven; pero ella, que amaba a un galán de la comarca, tuvo la energía, que sólo el verdadero amor inspira, para resistir a los enamorados ruegos del prestigioso y omnipotente soberano.

Al fin, Pachacutec perdió toda esperanza de ser correspondido, y tomando entre sus manos las de la joven, la dijo, no sin ahogar antes un suspiro:

—Quédate en paz, paloma de este valle, y que nunca la niebla del dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma. Pídeme alguna merced que a ti y a los tuyos haga recordar siempre el amor que me inspiraste.

—Señor —le contestó la joven, poniéndose de rodillas y besando la orla del manto real—, grande eres y para ti no hay imposible. Venciérasme con tu nobleza, a no tener ya el alma esclava de otro dueño. Nada debo pedirte, que quien dones recibe obligada queda; pero si te satisface la gratitud de mi pueblo, ruégote que des agua a esta comarca. Siembra beneficios y tendrás cosecha de bendiciones. Reina, señor, sobre corazones agradecidos más que sobre hombres que, tímidos, se inclinan ante ti, deslumbrados por tu esplendor.

—Discreta ores, doncella de la negra crencha, y así me cautivas con tu palabra como con el fuego de tu mirada. ¡Adiós, ilusorio ensueño de mi vida! Espera diez días, y verás realizado lo que pides. ¡Adiós, y no te olvides de tu rey!

Y el caballeroso monarca, subiendo al anda de oro que llevaban en hombros los nobles del reino, continuó su viaje triunfal.

Durante diez días los cuarenta mil hombres del ejército se ocuparon en abrir el cauce que empieza en los terrenos del Molino y del Trapiche y termina en Tate, heredad o pago donde habitaba la hermosa joven de quien se apasionara Pachacutec.

El agua de la achirana del Inca suministra abundante riego a las haciendas que hoy se conocen con los nombres de Chabalina, Belén, San Jerónimo, Tacama, San liarán, Mercedes, Santa Bárbara, Chanchajaya, Santa Elena, Vista-alegre, Sáenz, Parcona, Tayamana, Pongo, Pueblo Nuevo, Sonumpe y, por fin, Tate.

Tal, según la tradición, es el origen de la achirana, voz que significa lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso.

Por beber en copa de oro

El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza del distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dio el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:

—Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

—¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los cálices de oro destinados para el santo sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobrexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.

Allí, sobre el altar mayor y en el sagrado cáliz, cometieron sacrílegas profanaciones.

Pero en medio de la danza y la algazara la voz del ministro del altísimo vibró tremenda, poderosa, irresistible, gritándoles:

—¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!

La sacrílega orgía se prolongó hasta media noche, y al fin, rendidos de cansancio, se entregaron al sueño los impíos.

Con el alba despertaron muchos sintiendo las angustias de una sed devoradora, y sus mujeres e hijos salieron a traer agua de los arroyos vecinos.

¡Poder de Dios! Los arroyos estaban secos.

Hoy (1880) es Tintay una pobre aldea de sombrío aspecto con trescientos cuarenta y cuatro vecinos, y sus alrededores son de escasa vegetación. El agua de sus arroyos es ligeramente salobre y malsana para los viajeros.

Entre las ruinas y perfectamente conservada encontrose en 1804 una efigie del Señor de la Exaltación, a cuya solemne fiesta concurren el 14 de septiembre los creyentes de diez leguas a la redonda.

Carta canta

Hasta mediados del siglo XVI vemos empleada por los más castizos prosadores o prosistas castellanos esta frase: rezan cartas, en la acepción de que tal o cual hecho es referido en epístolas. Pero de repente las cartas no se conformaron con rezar, sino que rompieron a cantar; y hoy mismo, para poner remate a una disputa, solemos echar mano al bolsillo y sacar una misiva diciendo: «Pues, señor, carta canta». Y leemos en público las verdades o mentiras que ella contiene, y el campo queda por nosotros. Lo que es la gente ultracriolla no hace rezar ni cantar a las cartas, y se limita a decir: papelito habla.

Leyendo anoche al jesuita Acosta, que, como ustedes saben, escribió largo y menudo sobre los sucesos de la conquista, tropecé con una historia, y díjeme: «Ya pareció aquello —o lo que es lo mismo, aunque no lo diga el padre Acosta—: cata el origen de la frasecilla en cuestión, para la cual voy a reclamar ante la Real Academia de la Lengua los honores de peruanismo».

Y esto dicho, basta de circunloquio y vamos a lo principal.

Creo haber contado antes de ahora, y por si lo dejé en el tintero aquí lo estampo, que cuando los conquistadores se apoderaron del Perú no eran en él conocidos el trigo, el arroz, la cebada, la caña de azúcar, lechuga, rábanos, coles, espárragos, ajos, cebollas, berenjenas, hierbabuena, garbanzos, lentejas, habas, mostaza, anís, alhucema, cominos, orégano, ajonjolí, ni otros productos de la tierra, que sería largo enumerar. En cuanto al frísol o fréjol lo teníamos en casa, así como otras variadas producciones y frutas por las que los españoles se chupaban los dedos de gusto.

Algunas de las nuevas semillas dieron en el Perú más abundante y mejor fruto que en España; y con gran seriedad y aplomo cuentan varios muy respetables cronistas e historiadores que en el valle de Azapa, jurisdicción de Arica, se produjo un rábano tan colosal, que no alcanzaba un hombre a rodearlo con los brazos, y que don García Hurtado de Mendoza, que por entonces no era aún virrey del Perú, sino gobernador de Chile, se quedó extático y con un palmo de boca abierta mirando tal maravilla. ¡Digo, si el rabanito sería pigricia!

Era don Antonio Solar por los años de 1558 uno de los vecinos más acomodados de esta ciudad de los reyes. Aunque no estuvo entre los compañeros de Pizarro en Cajamarca, llegó a tiempo para que en la repartición de la conquista le tocase una buena partija. Consistió ella en un espacioso lote para fabricar su casa en Lima, en doscientas fanegadas de feraz terreno en los valles de Supe y Barranca, y en cincuenta mitayos o indios para su servicio.

Para nuestros abuelos tenía valor de aforismo o de artículo constitucional este refranejo:


«Casa en la que vivas, viña de la que bebas y tierras cuantas veas y puedas».


Don Antonio formó en Barranca una valiosa hacienda, y para dar impulso al trabajo mandó traer de España dos yuntas de bueyes, acto a que en aquellos tiempos daban los agricultores la misma importancia que en nuestros días a las maquinarias por vapor que hacen venir de Londres o de Nueva York.


«Iban los indios (dice un cronista) a verlos arar, asombrados de una cosa para ellos tan monstruosa, y decían que los españoles, de haraganes, por no trabajar, empleaban aquellos grandes animales».


Fue don Antonio Solar aquel rico encomendero a quien quiso hacer ahorcar el virrey Blasco Núñez de Vela, atribuyéndole ser autor de un pasquín, en que aludiéndose a la misión reformadora que su excelencia traía, se escribió sobre la pared del tambo de Barranca: Al que me echare de mi casa y hacienda, yo lo echaré del mundo.

Y pues he empleado la voz encomendero, no estará fuera de lugar que consigne el origen de ella. En los títulos o documentos en que a cada conquistador se asignaban terrenos, poníase la siguiente cláusula:


«Ítem, se os encomiendan (aquí el número) indios para que los doctrinéis en las cosas de nuestra santa fe».


Junto con las yuntas llegáronle semillas o plantas de melón, nísperos, granadas, cidras, limones, manzanas, albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras, nueces y otras frutas de Castilla no conocidas por los naturales del país, que tal hartazgo se darían con ellas, cuando a no pocos les ocasionaron la muerte. Más de un siglo después, bajo el gobierno del virrey duque de la Palata, se publicó un bando que los curas leían a sus feligreses después de la misa dominical, prohibiendo a los indios comer pepinos, fruta llamada por sus fatales efectos mataserrano.

Llegó la época en que el melonar de Barranca diese su primera cosecha, y aquí empieza nuestro cuento.

El mayordomo escogió diez de los melones mejores, acondicionolos en un par de cajones, y los puso en hombros de dos indios mitayos, dándoles una carta para el patrón.

Habían avanzado los conductores algunas leguas, y sentáronse a descansar junto a una tapia. Como era natural, el perfume de la fruta despertó la curiosidad en los mitayos, y se entabló en sus ánimos ruda batalla entre el apetito y el temor.

—¿Sabes, hermano —dijo al fin uno de ellos en su dialecto indígena—, que he dado con la manera de que podamos comer sin que se descubra el caso? Escondamos la carta detrás de la tapia, que no viéndonos ella comer no podrá denunciarnos.

La sencilla ignorancia de los indios atribuía a la escritura un prestigio diabólico y maravilloso. Creían, no que las letras eran signos convencionales, sino espíritus, que no sólo funcionaban como mensajeros, sino también como atalayas o espías.

La opinión debió parecer acertada al otro mitayo; pues sin decir palabra, puso la carta tras de la tapia, colocando una piedra encima, y hecha esta operación se echaron a devorar, que no a comer, la incitante y agradable fruta.

Cerca ya de Lima, el segundo mitayo se dio una palmada en la frente, diciendo:

—Hermano, vamos errados. Conviene que igualemos las cargas; porque si tú llevas cuatro y yo cinco, nacerá alguna sospecha en el amo.

—Bien discurrido —contestó el otro mitayo.

Y nuevamente escondieron la carta tras otra tapia, para dar cuenta de un segundo melón, esa fruta deliciosa que, como dice el refrán, en ayunas es oro, al mediodía plata y por la noche mata; que, en verdad, no la hay más indigesta y provocadora de cólicos cuando se tiene el poncho lleno.

Llegados a casa de don Antonio pusieron en sus manos la carta, en la cual le anunciaba el mayordomo el envío de diez melones.

Don Antonio, que había contraído compromiso con el arzobispo y otros personajes de obsequiarles los primeros melones de su cosecha, se dirigió muy contento a examinar la carga.

—¡Cómo se entiende, ladronzuelos!... —exclamó bufando de cólera—. El mayordomo me manda diez melones y aquí faltan dos —y don Antonio volvía a consultar la carta.

—Ocho no más, taitai —contestaron temblando los mitayos.

—La carta dice que diez y ustedes se han comido dos por el camino... ¡Ea! Que les den una docena de palos a estos pícaros.

Y los pobres indios, después de bien zurrados, se sentaron mohínos en un rincón del patio, diciendo uno de ellos:

—¿Lo ves, hermano? ¡Carta canta!

Alcanzó a oírlo don Antonio y les gritó:

—Sí, bribonazos, y cuidado con otra, que ya saben ustedes que carta canta.

Y don Antonio refirió el caso a sus tertulios, y la frase se generalizó y pasó el mar.

Una excomunión famosa

I

Tiempos de fanatismo religioso fueron sin duda aquellos en que, por su majestad don Felipe II, gobernaba estos reinos del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y montero mayor del rey. Y no lo digo por la abundancia de fundaciones, ni por la suntuosidad de las fiestas, ni porque los ricos dejasen sus fortunas a los conventos, empobreciendo con ello a sus legítimos herederos, ni porque, como lo pensaban los conquistadores, todo crimen e inmundicia que hubiera sobre la conciencia se lavaba dejando en el trance de morir un buen legado para misas, sino porque la Iglesia había dado en la flor de tomar cartas en todo y para todo, y por un quítame allá esas pajas le endilgaba al prójimo una excomunión mayor que lo volvía tarumba.

Sin embargo de que era frecuente el espectáculo de enlutar templos y apagar candelas, nuestros antepasados se impresionaban cada vez más con el tremendo aparato de las excomuniones. En algunas de mis leyendas tradicionales he tenido oportunidad de hablar más despacio sobre muchas de las que se fulminaron contra ladrones sacrílegos y contra alcaldes y gente de justicia que, para apoderarse de un delincuente, osaron violar la santidad del asilo en las iglesias. Pero todas ellas son chirinola y cháchara celeste, parangonadas con una de las que el primer arzobispo de Lima don fray Jerónimo de Loayza lanzó en 1561. Verdad es que su señoría ilustrísima no anduvo nunca parco en esto de entredichos, censuras y demás actos terroríficos, como lo prueba el hecho de que antes de que la Inquisición viniera a establecerse por estos trigales, el señor Loayza celebró tres autos de fe. Otra prueba de mi aseveración es que amenazó con ladrillazo de Roma (nombre que daba el pueblo español a las excomuniones) al mismo sursum corda, es decir, a todo un virrey del Perú. He aquí el lance:

Cuéntase que cuando el virrey don Francisco de Toledo vino de España, trajo como capellán de su casa y su persona a un clérigo un tanto ensimismado, disputador y atrabiliario, al cual el arzobispo creyó oportuno encarcelar, seguir juicio y sentenciar a que regresase a la metrópoli. El virrey puso el grito en el cielo y dijo, en un arrebato de cólera: «que si su capellán iba desterrado, no haría el viaje solo, sino acompañado del fraile arzobispo». Súpolo éste, que faltar no podía oficioso que con el chisme fuese, y diz que su excelencia amainó, tan luego como tuvo aviso de que el arzobispo había tenido reunión de teólogos y que, como resultado de ella, traía el ceño fruncido y se estaban cosiendo en secreto bayetas negras. El cleriguillo, abandonado por su padrino el virrey, marchó a España bajo partida de registro.

Pero la excomunión que ha puesto por hoy la péñola en mis manos es excomunión mayúscula y, por ende, merece capítulo aparte.

II

El decenio de 1550 a 1560 pudo dar en el Perú nombre a un siglo que llamaríamos sin empacho el siglo de las gallinas, del pan, del vino, del aceite y de los pericotes. Nos explicaremos.

Sábese, por tradición, que los indios bautizaron a las gallinas con el nombre de hualpa, sincopando el de su último inca Atahualpa. El padre Blas Valera (cuzqueño) dice que cuando cantaban los gallos, los indios creían que lloraban por la muerte del inca, por lo cual llamaron al gallo hualpa. El mismo cronista refiere que durante muchos años no se pudo lograr que las gallinas españolas empollasen en el Cuzco, lo que se conseguía en los valles templados. En cuanto a los pavos, fueron traídos de Méjico.

Garcilaso, Zárate, Gomara y muchos historiadores y cronistas dicen que fue por entonces cuando doña María de Escobar, esposa del conquistador Diego de Chávez, trajo de España medio almud de trigo que repartió a razón de veinte o treinta granos entre varios vecinos. De las primeras cosechas se enviaron algunas fanegas a Chile y otros pueblos de la América.

Casi con la del trigo coincidió la introducción de los pericotes o ratones en un navío que por el estrecho de Magallanes vino al Callao. Los indios dieron a esta plaga de dañinos inmigrantes el nombre de hucuchas, que significa salidos del mar. Afortunadamente el español Montenegro había traído gatos en 1537, y es fama que don Diego de Almagro le compró uno en seiscientos pesos. Los naturales, no alcanzando a pronunciar bien el mizmiz de los castellanos, los llamaron michitus.

Y aquí, por vía de ilustración, apuntaremos que en los primeros veinte años de la conquista el precio mínimo de un caballo era de cuatro mil pesos, trescientos el de una vaca, quinientos pesos el de un burro, doscientos el de un cerdo, ciento el de una cabra o de una oveja y por un perro se daban sumas caprichosas. En la víspera de la batalla de Chuquinga ofreció un rico capitán a un soldado diez mil pesos por su caballo, propuesta que el dueño rechazó con indignación, diciendo: «Aunque no poseo un maravedí, estimo a mi compañero más que los tesoros de Potosí».

Habiendo gran escasez de vino, a punto tal que en 1555 se vendía la arroba en quinientos pesos, Francisco Carabantes trajo de las Canarias los primeros sarmientos de uva negra que se plantaron en el Perú. En el pago de Tacaraca, en Ica (escribía Córdova y Urrutia en 1840) existe hay mismo una viña de uva negra, que se asegura ser una de las plantadas por Carabantes, la cual da hasta ahora muy buena cosecha. ¡Injusticias humanas! Los borrachos bendicen siempre al padre Noé, que plantó las viñas, y no tienen una palabra de gratitud para Carabantes, que fue el Noé de nuestra patria.

Obtenido pan y vino, hacía falta el aceite. Probablemente lo pensó así don Antonio de Ribera, y al embarcarse en Sevilla en 1559 cuidó de meter a bordo cien estacas de olivos.

Don Antonio de Ribera fue en Lima persona de mucho viso, como que tenía escudo de armas en el que había pintados dos lobos con dos lobeznos en campo de oro. Casado con la viuda de Francisco Martín de Alcántara, hermano materno del marqués Pizarro y que murió a su lado defendiéndolo, trájole ésta una pingüe dote. Tomó gran participación en las guerras civiles de los conquistadores, y después de la rebeldía de Girón, marchó a España en 1557 con el nombramiento de procurador del Perú.

Ribera fue dueño de la espaciosa huerta que conocemos en Lima con el nombre de Huerta perdida. Poseía una fortuna de trescientos mil duros, adquirida haciendo vender por sus mitayos higos, melones, naranjas, pepinos, duraznos y demás frutas desconocidas hasta entonces en el Perú. La primera granada que se produjo en Lima fue paseada en procesión en el anda en que iba el Santísimo Sacramento, y dicen que era de fenomenal tamaño.

Desgraciadamente para Ribera, la navegación, llena de peligros y contratiempos, duró nueve meses, y a pesar de sus precauciones, se encontró al pisar tierra con que sólo tres de las estacas podían aprovecharse, pues las demás no servían sino para avivar una hoguera.

Diose a cultivarlas con grande ahínco, cuidándolas más que a sus talegas de duros; y eso que su reputación de avaro era piramidal. Y para que ni un instante escapasen a su vigilancia, plantó las tres estacas en un jardinillo bien morado y resguardado por dos negros colosales y una jauría de perros bravos.

Pero fíese usted en murallas como las de Pekín, en gigantes como Polifemo y en canes como el Cervero, y estará más fresco que una horchata de chufas. Las dichosas estacas tenían más enamorados que muchacha bonita, y ya se sabe que para hombres que se apasionan del bien ajeno, sea hija de Eva o cosa que valga la pena, no hay obstáculo exento de atropello.

Una mañana levantose don Antonio con el alba. No había podido cerrar los párpados en toda la santa noche. Tenía la corazonada, el presentimiento de una gran desgracia.

Después de santiguarse, y en chanclas y envuelto en el capote, se dirigió al jardinillo; y el corazón le dio tan gran vuelco que casi se le escapa por la boca junto con el taco redondo que lanzó.

—¡Canario! ¡Me han robado!

Y cayó al suelo presa de un accidente.

En efecto, había desaparecido una de las tres estacas.

Aquel día Ribera derrengó a palos a media jauría de perros y el látigo anduvo bobo entre los pobres esclavos, que a su merced se le había subido la cólera al campanario.

Cansado de castigos y de pesquisas y viendo que sus afanes no daban fruto, se acercó al arzobispo, que era muy su amigo, y lo informó de su gran desventura, al lado de la cual los trabajos de Job eran cancán y zanguaraña.

Pues no es cuento, lectores míos, sino muy auténtico lo que sucedió, y así se lo dirá a ustedes el primer cronista que hojeen.

Aquel día las campanas clamorearon como nunca; y por fin, después de otras imponentes ceremonias de rito, el ilustrísimo señor arzobispo fulminó excomunión mayor contra el ladrón de la estaca.

Pero ni por esas.

El ladrón sería algún descreído o esprit fort, de esos que pululan en este siglo del gas y del vapor, pensará el lector.

Pues se lleva un chasco de marca.

En aquellos tiempos una excomunión pesaba muchas toneladas en la conciencia.

III

Tres años transcurrieron y la estaca no parecía.

Verdad es que ni pizca de falta le hacía a Ribera, quien tuvo la fortuna de ver multiplicados los dos olivos que le dejara el ladrón y disponía ya de estacas para vender y regalar. Presumo que los famosos olivares de Camaná, tierra clásica por sus aceitunas y por otras cosas que prudentemente me callo, pues no quiero andar al rodapelo con los camanejos, tuvieron por fundador un retoño de la Huerta pedida.

Un día presentose al arzobispo, con cartas de recomendación, un caballero recién llegado en un navío que con procedencia de Valparaíso había dado fondo en el Callao; y bajo secreto de confesión le reveló que él era el ladrón de la celebérrima estaca, la cual había llevado con gran cautela a su hacienda de Chile, y que, no embargante la excomunión, la estaca se había aclimatado y convertídose en un famoso olivar.

Como la cosa pasó bajo secreto de confesión, no me creo autorizado para poner en letras de imprenta el nombre del pecador, tronco de una muy respetable y acaudalada familia de la república vecina.

Todo lo que puedo decirte, lector, es que el comején de la excomunión traía en constante angustia a nuestro hombre. El arzobispo convino en levantársela, pero imponiéndole la penitencia de restituir la estaca con el mismo misterio con que se la había llevado.

¿Cómo se las compuso el excomulgado? No sabré decir más sino que una mañana al visitar don Antonio su jardinillo se encontró con la viajera, y al pie de ella un talego de a mil duros con un billete sin firma, en que se le pedía cristianamente un perdón que él acordó, con tanta mejor voluntad cuanto que le caían de las nubes muy relucientes monedas.

El hospital de Santa Ana, cuya fábrica emprendía entonces el arzobispo de Loayza, recibió también una limosna de dos mil pesos, sin que nadie, a excepción del ilustrísimo, supiera el nombre del caritativo.

Lo positivo es que quien ganó con creces en el negocio fue don Antonio de Ribera.

En Sevilla la estaca le había costado media peseta.

IV

A la muerte del comendador don Antonio de Ribera, del hábito de Santiago, su viuda, doña Inés Muñoz, fundó en 1573 el monasterio de la Concepción, tomando en él el velo de monja y donándole su inmensa fortuna.

Aceituna, una

Acabo de referir que uno de los tres primeros olivos que se plantaron en el Perú fue reivindicado por un prójimo chileno, sobre el cual recayó por el hurto nada menos que excomunión mayor, recurso terrorífico merced al cual años más tarde restituyó la robada estaca, que a orillas del Mapocho u otro río fuera la fundadora de un olivar famoso.

Cuando yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no envolvía malicia o significación, sino que era hija del diccionario de la rima o de algún quídam que anduvo a caza de ecos y consonancias. Pero ahí verán ustedes que la erré de medio a medio, y que así aquella frase como esta otra: aceituna, oro es una, la segunda plata y la tercera mata, son frases que tienen historia y razón de ser.

Siempre se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia o que es simpático: Éste tiene la suerte de las aceitunas, frase de conceptuosa profundidad, pues las aceitunas tienen la virtud de no gustar ni disgustar a medias, sino por entero. Llegar a las aceitunas era también otra locución con la que nuestros abuelos expresaban que había uno presentádose a los postres en un convite o presenciado sólo el final de una fiesta. Aceituna zapatera llamaban a la oleosa que ha perdido color y buen sabor y que por falta de jugo empieza a encogerse. Así decían por la mujer hermosa a quien los años o los achaques empiezan a desmejorar: «Estás, hija, hecha una aceituna zapatera». Probablemente los cofrades de San Crispín no podían consumir sino aceitunas de desecho.

Cuentan varios cronistas, y citaré entre ellos al padre Acosta, que es el que más a la memoria me viene, que a los principios, en los grandes banquetes y por mucho regalo y magnificencia, se obsequiaba a cada comensal con una aceituna. El dueño del convite, como para disculpar una mezquindad que en el fondo era positivo lujo, pues la producción era escasa y carísima, solía decir a sus convidados: caballeros, aceituna, una. Y así nació la frase.

Ya en 1565, y en la huerta de don Antonio de Ribera, se vendían cuatro aceitunas por un real. Este precio permitía a un anfitrión ser rumboso, y desde ese año eran tres las aceitunas asignadas para cada cubierto.

Sea que opinasen que la buena crianza exige no consumir toda la ración del plato, o que el dueño de la casa dijera, agradeciendo el elogio que hicieran de las oleosas: Aceituna, oro es una, dos son plata y la tercera mata, ello es que la conclusión de la coplilla daba en qué cavilar a muchos cristianos que, después de masticar la primera y segunda aceituna, no se atrevían con la última, que eso habría equivalido a suicidarse a sabiendas. «Si la tercera mata, dejémosla estar en el platillo y que la coma su abuela».

Andando los tiempos vinieron los de ño Cerezo, el aceitunero del Puente, un vejestorio que a los setenta años de edad dio pie para que le sacasen esta ingeniosa y epigramática redondilla:


«Dicen por ahí que Cerezo
tiene encinta a su mujer.
Digo que no puede ser,
porque no puede ser eso».


Como iba diciendo, en los tiempos de Cerezo era la aceituna inseparable compañera de la copa de aguardiente; y todo buen peruano hacía ascos a la cerveza, que para amarguras bastábanle las propias. De ahí la frase que se usaba en los días de San Martín y Bolívar para tomar las once (hoy se dice lunch, en gringo): «Señores, vamos a remojar una aceitunita».

Y ¿por qué —preguntará alguno— llamaban los antiguos las once al acto de echar después del mediodía un remiendo al estómago? ¿Por qué?



Once las letras son del aguardiente.
Ya lo sabe el curioso impertinente.


Gracias a Dios que hoy nadie nos ofrece ración tasada y que hogaño nos atracamos de aceitunas sin que nos asusten frases. ¡Lo que va de tiempo a tiempo!

Hoy también se dice: aceituna, una; mas si es buena, una docena.

Oficiosidad no agradecida

Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía sus ribetes de mozón, que había en Lima un clérigo extremadamente avaro, que usaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía años pedían a grito herido inmediato reemplazo. «En arca de avariento, el diablo está de asiento», como reza el refrán.

Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia, llamolo un día y le dijo:

—Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barrita de plata.

El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar:

—Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición.

—Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo, irá por ella esta tarde.

Despidiose el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señor Loayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjía magistral cuando menos.

Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando un envoltorio bajo el brazo, y le dijo:

—De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.

El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un manteo de paño de Segovia, un par de zapatos con hebilla dorada, un alzacuello de crin y un sombrero de piel de vicuña.

El padre Godoy brincó de gusto, vistiose las flamantes prendas, y encaminose al palacio arzobispal a dar las gracias a quien con tanta liberalidad lo aviaba, pues presumía que aquello era un agasajo o angulema del prelado agradecido al préstamo.

—Nada tiene que agradecerme, padre Godoy —le dijo el arzobispo—. Véase con mi mayordomo para que le devuelva lo que haya sobrado de la barrita; pues como usted no cuidaba de su traje, sin duda porque no tenía tiempo para pensar en esa frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con su propio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.

Retirose mohíno el padre, fuese donde Ribera, ajustó con él cuentas, y halló que el chamalote y el paño importaban un dineral, pues el mayordomo había pagado sin regatear.

Al otro día, y después de echar cuentas y cuentas para convencerse de que en el traje habrían podido economizarse dos o tres duros, volvió Godoy donde el arzobispo y le dijo:

—Vengo a pedir a su ilustrísima una gracia.

—Hable, padre, y será servido a pedir de boca.

—Pues bien, ilustrísimo señor. Ruégole que no vuelva a tomarse el trabajo de vestirme.

La endemoniada

Que Ursulita tenía el diablo en el cuerpo, era poco menos que punto de fe para su ilustrísima don fray Jerónimo de Loayza, primer arzobispo de Lima.

La tal muchacha vestía hábito de beata tercera, y unas veces alardeaba exaltado misticismo, y otras se volvía más desvergonzada que un carretero.

Un cirujano romancista dijo que la enfermedad de la damisela se curaba con marido; pero el confesor, que de fijo debía saber más que el galeno, sostuvo que los malos habían constituido su cuartel general en el cuerpo de aquélla, y por ende corría prisa enviarlos con la música a otra parte.

Para lograr este fin, sacaron una mañana a Ursulita de su casa, y seguida de una turba de muchachos y curiosos la condujeron sacristanes y monacillos a la catedral. Un canónigo, hombre entendido en esto de ponerle al demonio la ceniza en la frente, ensartó muchos latines y gastó una alcuza de aceite y media pipa de agua bendita, haciendo un exorcismo en toda regla. ¡Pero ni por esas! Ya se ve, la chica era casa habitada por una legión de espíritus malignos, más reacios para cambiar de domicilio que un ministro para renunciar la cartera. Cierto amigo mío diría que Úrsula era un manojito de nervios.

Mientras más conjuraba el canónigo, más contorsiones hacía la mocita, echando por esa boca sapos y sabandijas.

Cansose, al fin, el exorcista y se declaró vencido. Entonces su ilustrísima se decidió a luchar a brazo partido con el rey de los infiernos, y mandó que llevasen a Ursulita a la capilla del hospital de Santa Ana, recientemente fundado. Su ilustrísima quiso ver si Carrampempe era sujeto de habérselas con él.

El señor Loayza perdió su tiempo y, desalentado, arrojó el hisopo.

Cuenta el cronista Meléndez en su Tesoro de Indias que el demonio habría quedado victorioso si el dominico fray Gil González no se hubiera metido en el ajo. Estos dominicos son gente para atajarle el resuello a cualquiera; y Satanás, para el padre González, era, como si dijéramos, un mocoso a quien se hace entrar en vereda con un palmetazo y tres azoticos.

Visitando su paternidad, que era un fraile todavía mozo y gallardo, al arzobispo, éste contole la desazón que traía en el alma porque Cachano, no sólo se había burlado del canónigo, sino hecho irrisión del báculo y mitra pastorales.

Sonriose el dominico y dijo:

—Mándemela su señoría por unas horitas a mi convento, y poco he de poder o he de sacarle el quilo al diablo.

Aceptó el arzobispo la propuesta, y Ursulita fue encerrada, a pan y agua, en una celda en la que sólo entraba el fraile exorcista.

Dice Meléndez que el padre Gil la amenazó con sacarle el diablo a azotes; que el maligno tembló ante la deshonra de la azotaina, y que cuando ya lo tuvo más dócil que la cera, trasladaron a la endemoniada a la capilla de San Jerónimo, donde ésta confesó que no había tal diablo de por medio, sino que todo había sido fingimiento para mantener no sé qué relaciones pecaminosas con un prójimo.

Yo no sé ni mi paisano Meléndez, que es tan minucioso para otras cosas, lo explica, cómo le sacaría el padre Gil a la Ursulita el demonio del cuerpo; pero concluye el ya citado y muy respetable cronista con una noticia que me deja bizco y boquiabierto.

A los nueve meses de exorcizada por fray Gil, dio a luz la Ursulita...

—¿Un libro?

—No, señor..., ¡un diablito!

Puesto en el burro... aguantar los azotes

El padre Calancha y otros cronistas dan como acaecido en Potosí por los años de 1550 un suceso idéntico al que voy a referir; pero entre los cuzqueños hay tradición popular de que la ciudad del Sol sirvió de teatro al acontecimiento. Sea de ello lo que fuere, es peccata minuta lo del lugar de la acción, y bástame que el hecho sea auténtico para que me lance sin escrúpulo a llenar con él algunas cuartillas de papel.

I

Fue Mancio Sierra de Leguízamo, natural de Pinto, a inmediaciones de Madrid, un guapo soldado con todos los vicios y virtudes de su época, pero con un admirable fondo de rectitud.

Cuando Pizarro se dirigió a Cajamarca para apoderarse traidoramente de la persona de Atahualpa, quedó Leguízamo en Piura entre los pocos hombres de la guarnición. Por eso no figura su nombre en la repartición que el 17 de junio de 1533 se hizo del rescate del inca.

Al apoderarse los españoles del Cuzco y saquear el templo sagrado, cúpole a Leguízamo ser dueño del famoso sol de oro; pero tal era el desenfreno de esa soldadesca, que aquella misma noche jugó y perdió a un golpe de dados la valiosísima alhaja. Desde entonces quedó como refrán esta frase que se aplica a los incorregibles: Es capaz de jugar el sol por salir.

Sin embargo, siempre que el cabildo del Cuzco le honraba con una vara de regidor, olvidaba su pasión por el juego. En punto a moralidad, Mancio Sierra podía entonces ser citado como ejemplo; pero cuando dejaba de ser autoridad, volvía a manosear la baraja y a dar rienda suelta a su antiguo vicio.

Leguízamo evitó comprometerse en las contiendas civiles, y a esta conducta mañosa y prescindente debió acaso ser el único de los conquistadores que no tuvo fin trágico. Como él mismo lo dice en su testamento, fechado en el Cuzco el 13 de septiembre de 1559, con él moría el último de los compañeros de Pizarro. En ese curioso documento, que corre en la Crónica agustina y del que Prescott publica un trozo, Leguízamo enaltece el gobierno patriarcal de los incas y las virtudes del pueblo peruano, dejando muy malparada la moralidad de los conquistadores.

Leguízamo murió de médicos (o de enfermedad, que da lo mismo) y tan devotamente como cumplía a un cristiano rancio; pues la Parca cargó con él cuando contaba ochenta eneros, largos de talle.

Mancio Sierra de Leguízamo, según aparece del primer libro del cabildo o ayuntamiento del Cuzco, fue uno de los cuarenta vecinos que en 4 de agosto de 1534 hicieron a la corona un donativo de treinta mil pesos en oro y trescientos mil marcos de plata. Consignamos esta circunstancia para que el lector se forme idea de la riqueza y posición a que había alcanzado en breve el hombre que un año antes jugaba el sol por salir.

En la distribución de terrenos o solares, consta asimismo de una acta que existe en el citado libro del cabildo que a Leguízamo le asignaron uno de los mejores lotes.

Personaje de tanto fuste tuvo por querida nada menos que a una ñusta o princesa de la familia del inca Huáscar; y de estas relaciones naciole, entra otros, un hijo, cristianado con el nombre de Gabriel, al cual mancebo estaba reservado ser, como su padre, el creador de otro refrán.

II

Había en el Cuzco por los años de 1591 una gentil muchacha, llamada Mencía, por cuyos pedazos bebían los vientos, no sólo los mancebos ligeros de cascos, sino hasta los hombres de seso y suposición. Natural era que el joven don Gabriel de Leguízamo fuera una de las moscas que revolotearan tras la miel, y tuvo la buena o mala estrella de que, para con él, Mencigüela no fuese de piedra de cantería.

Pero era el caso que don Cosme García de Santolalla, caballero de Calatrava y a la sazón teniente gobernador del Cuzco, era el amante titular de la muchacha, gastándose con ella el oro y el moro para satisfacer sus caprichos y fantasías.

Con razón dice el romance:


«El amor es una cosa
(Dios nos libre y Dios nos guarde)
que hace perder los sentidos
al que los tiene cabales».


No faltó oficioso que tomara a empeño quitar a don Cosme la venda que le impedía ver, y no fue poca la rabia que le acometió al convencerse de que tenía adjunto o coadjutor en sus escandalosos amores.

Paseaba una tarde el señor de Santolalla, seguido de alguaciles, por la plaza del Cuzco, cuando don Gabriel, al doblar una esquina, se dio con su señoría sin haber manera de esquivar el importuno encuentro. Sonriose burlonamente el joven y, haciéndose el distraído, pasó calle adelante sin siquiera llevar la mano al ala del chambergo. A don Cosme se le subió la mostaza a las narices, y gritó;

—¡Párese ahí el insolente, y dese preso!

Y a la vez los corchetes, gente brava cuando no hay peligro que correr se echaron sobre el indefenso joven diciéndole:

—¡Date, chirrichote, date!

Don Gabriel alborotó y protestó hasta la pared del frente; pero sabida cosa es que; antaño como hogaño, protestar es perder el tiempo y malgastar saliva, y que el que tiene en sus manos un cacho de poder, hará mangas y capirotes de los que no nacimos para ser gobierno, sino para ser gobernados.

No hubo santo que lo valiese, y el mancebo fue a la cárcel.

¿Les parece a ustedes que su delito era poca garambaina?

«¡Cómo! ¿Así no más se pasa un mozalbete por la calle, muy cuellierguido y sin quitarse el sombrero ante la autoridad? ¡Qué! ¿No hay clases, ni privilegios, ni fueros y todos somos unos?». Tal era el raciocinio que para su capa hacía el de Santolalla.

Aquel desacato clamaba por ejemplar castigo. Dejarlo impune habría sido democratizarse antes de tiempo.

Los poderosos de esa época eran muy expeditivos para sus fallos. A la mañana siguiente sabíase en todo el Cuzco que al mediodía iba a salir don Gabriel, caballero en un burro y con las espaldas desnudas, para recibir por mano del verdugo una docena de azotes, en el mismo sitio de la plaza donde la víspera había tenido la desdicha de tropezar con su rival y la desvergüenza de no saludarlo.

Los amigos del difunto Mancio Sierra se interesaron por el hijo, y llegó la hora fatal y nada alcanzaban los empeños, porque don Cosme seguía erre que erre en llevar adelante el feroz y cobarde castigo.

Don Gabriel estaba ya en la calle, montado en un burro semitísico y acompañado de verdugo, pregonero y ministriles, cuando llegó un escribano con orden superior aplazando la azotaina para el siguiente día. Era cuanto los amigos habían podido obtener del irritado gobernador.

El joven Leguízamo, al informarse de lo que pasaba, dijo con calma:

—Ya me han sacado a la vergüenza, y lo que falta no vale la pena de volver a empezar. El mal trago pasarlo pronto. Puesto en el burro... aguantar los azotes. ¡Arre, pollino!

Y espoleando al animal con los talones, llegó al sitio donde el verdugo debía dar cumplimiento a la sentencia.

III

Tal es el origen del refrán que algunos cambian con este otro: Puesto en el borrico, igual da ciento que ciento y pico.

Tres meses después, pasando al mediodía don Cosme García de Santolalla por el sitio donde fue azotado don Gabriel, éste, que se hallaba en acecho tras de una puerta, lo acometió de improviso, dándolo muerte a puñaladas.

Los vecinos del Cuzco auxiliaron al joven para que fugase a Lima, donde encontró en la ilustre doña Teresa de Castro, esposa del virrey marqués de Cañete, la más decidida protección. Merced a ella y a sus influencias en la corte, vino una real cédula de Felipe II, dando a don Gabriel por bueno y honrado y declarando, aindamáis, que en su derecho estuvo, como hidalgo y bien nacido, al dar muerte a su ofensor.

Esquive vivir en Quive

A poco más de quince leguas de Lima, vense las ruinas de una población que en otro tiempo debió ser habitada por tres o cuatro mil almas, a juzgar por los vestigios que de ella quedan.

Hoy no puede ni llamarse aldehuela, pues en ella sólo viven dos familias de indios al cuidado de un tambo o ventorrillo y de la posta para el servicio de los viajeros que se dirigen al Cerro de Pasco.

Amigo, esquive vivir en Quive era un refrancillo popularizado, hasta principios de este siglo, entre los habitantes de la rica provincia de Canta. Y como todo refrán tiene su porqué, ahí va, lector, lo que he podido sacar en claro sobre el que sirve de título a esta tradicioncita:

Por los años de 1597 habitaba en Quive don Gaspar Flores, natural de Puerto Rico y ex alabardero de la guardia del virrey, administrador de una boyante mina del distrito de Araguay, mina que producía metales de plata cuyo beneficio dejaba al dueño doscientos marcos por cajón. Acompañaban al administrador su esposa doña María Oliva y una niña de once años, hija de ambos, llamada Isabel, predestinada por Dios para orgullo y ornamento de la América, que la venera en los altares bajo el nombre de Santa Rosa de Lima.

Como sus vecinos de Huarochirí, los canteños fueron rebeldes para someterse al yugo de la dominación española, dando no poco que hacer a don Francisco Pizarro; y como aquéllos, se mostraron también harto reacios para aceptar la nueva religión.

En 1597 emprendió Santo Toribio la segunda visita de la diócesis, y detúvose una mañana en Quive para administrar a los fieles el sacramento de la confirmación. El párroco, que era un fraile de la Merced, habló al digno prelado de la ninguna devoción de sus feligreses, de lo mucho que trabajaba para apartarlos de la idolatría y de que, a pesar de sus exhortaciones, ruegos y amenazas, escaso fruto obtenía. Afligiose el arzobispo de escuchar informes tales y encaminose a la capilla del pueblo, donde sólo encontró dos niños y una niña que, llevados por sus padres, recibieron la confirmación.

La niña se llamaba Isabel Flores.

Con ánimo abatido salió Santo Toribio de la capilla, convencido de que la idolatría había echado raíces muy hondas en Quive, cuando entre más de tres mil almas, sólo había encontrado tres familias de sentimientos cristianos.

Los muchachos, aleccionados sin duda por sus padres, esperaban al santo arzobispo en la calle, y lo siguieron hasta la casa donde se había hospedado, gritándole en quechua y en son de burla:

—¡Narigudo! ¡Narigudo! ¡Narigudo!

Dice la tradición que su ilustrísima no levantó la mano para bendecir a la chusma, sino que, llenándosele los ojos de lágrimas, murmuró:

—¡Desgraciados! ¡No pasaréis de tres!...

Temblores, derrumbes en las minas, pérdida de cosechas, copiosas lluvias, incendios, caída de rayos, enfermedades y todo linaje de desventuras contribuyeron a que, antes de tres años, quedase el pueblo deshabitado, trasladándose a los caseríos y aldeas inmediatas los vecinos que tras tantas calamidades quedaron con resuello.

Desde entonces nunca han excedido de tres las familias que han habitado Quive; agregando el cronista de quien tomamos los principales datos de esta tradición:


«Es tanta la fe que tienen los indígenas en la profecía de Santo Toribio, que por ningún interés se establecería en el pueblo una cuarta familia, pues dicen estar seguros de que morirían en breve de mala muerte».


En el censo oficial de 1876 ya no figura el nombre de Quive ni como humilde aldehuela.

¡La profecía de Santo Toribio está cumplida!

En cuanto a la casa en que vivió Santa Rosa de Lima, y que de vez en cuando es visitada por algún viajero curioso, la religiosidad de los canteños poco o nada cuida de su conservación.

El cáliz de Santo Toribio

Por los años de 183... el señor don Gregorio Cartagena, presbítero de mucha ilustración y campanillas, como que alcanzó a ser hasta consejero de Estado, llegó una tarde a un pueblecito de la provincia de Huamalíes, cuyo cura, después de agasajarlo en regla, le dijo:

—Como ve usted, mi iglesia es pobrísima y mi curato de los más desdichados en diezmos y primicias; pero así estoy contento y lleno los deberes evangélicos de mi ministerio con cierta complacencia íntima, pues no hay en todo el Perú sacerdote que celebre el santo sacrificio con más prendas de santidad que yo.

Por mucho que hizo el huésped no pudo arrancar del cura palabras que aclarasen el sentido enigmático de su última frase. Despidiéronse, y el señor Cartagena pasó una noche de insomnio, dando y cavando en qué podrían tener de especial las misas de aquel buen párroco.

Al día siguiente el señor Cartagena antes de continuar su viaje quiso celebrar misa. Díjolo al cura, y éste puso gesto avinagrado. Manifestó que no tenía más que un ornamento que de puro viejo era hilachas; pero insistió Cartagena, y el otro tuvo que ceder.

En efecto, revistiose don Gregorio con una alba de género de algodón, amarillenta y llena de zurcidos, y una casulla de damasco en iguales condiciones de ancianidad.

En el momento de elevar el cáliz, que nada tenía de artístico ni de valioso, pues la copa era de una delgada lámina de plata y la base de cobre dorado, fijose el celebrante en que ésta tenía en la parte inferior que descansaba sobre el mantel la siguiente inscripción:


SOY
DEL DOCTOR DON
TORIBIO ALFONSO DE MOGROVEJO.
GRANADA.
AÑO DE 1572.


El enigma estaba descifrado.

Sabido es que Santo Toribio recibió órdenes sagradas muy pocos años antes de ser nombrado arzobispo de Lima. Quizá aquel cáliz le sirvió para celebrar su primera misa.

Impúsose entonces el señor Cartagena de que cuando el santo arzobispo hizo la visita de la diócesis, encontró la iglesita de ese pueblo tan desprovista de útiles, que obsequió al cura alba, casulla y cáliz.

Esta prenda no debía permanecer en un obscuro lugarejo de la sierra, y el señor Cartagena ofreció por ella al cura quinientos pesos. El digno párroco resistió enérgicamente a la tentación.

Mas, corriendo los años, llegó uno de abundantes lluvias, y el techo de la iglesia vino al suelo. El pobre cura emprendió viaje a Lima, buscó al señor Cartagena y entre lágrimas y sollozos le pidió la suma que antes había ofrecido por el cáliz, pues necesitaba de esa limosna para impedir que la iglesia de su pueblo acabase de derrumbarse. El señor Cartagena aceptó con júbilo la propuesta, bajo la condición de hacer por sí todos los gastos que la refacción del santuario demandase, proveyéndolo de otro cáliz y de ornamentos nuevos.

Poco más de tres mil pesos le costó el cáliz de Santo Toribio.

Tal es la historia del cáliz que actualmente es propiedad del ilustrísimo arzobispo de Berito y obispo de Huánuco.

Una aventura del virrey-poeta

I

El bando de los vicuñas, llamado así por el sombrero que usaban sus afiliados, llevaba la peor parte en la guerra civil de Potosí. Los vascongados dominaban por el momento, porque el corregidor de la imperial villa don Rafael Ortiz de Sotomayor les era completamente adicto.

Los vascongados se habían adueñado de Potosí, pues ejercían los principales cargos públicos. De los veinticuatro regidores del Cabildo, la mitad eran vascongados, y aun los dos alcaldes ordinarios pertenecían a esa nacionalidad, no embargante expresa prohibición de una real pragmática. Los criollos, castellanos y andaluces formaron alianza para destruir o equilibrar por lo menos el predominio de aquéllos, y tal fue el origen de la lucha que durante muchos años ensangrentara esta región y a la que el siempre victorioso general de los vicuñas don Francisco Castillo puso término en 1624, casando a su hija doña Eugenia con don Pedro de Oyanume, uno de los principales vascongados.

En 1617 el virrey príncipe de Esquilache escribió a Ortiz de Sotomayor una larga carta sobre puntos de gobierno, en la cual, sobre poco más o menos, se leía lo siguiente:


«E catad, mi buen don Rafael, que los bandos potosinos trascienden a rebeldía que es un pasmo, y venida es la hora del rigor extremo y de dar remate a ellos; que toda blandura resultaría en deservicio de su majestad, en agravio de Dios Nuestro Señor y en menosprecio de estos reinos. Así nada tengo que encomendar a la discreción de vuesa merced que, como hombre de guerra, valeroso y mañero, pondrá el cauterio allí donde aparezca la llaga; que con estas cosas de Potosí anda suelto el diablo y cundir puede el escándalo como aceite en pañizuelo. Contésteme vuesa merced que ha puesto buen término a las turbulencias y no de otra guisa; que ya es tiempo de que esas parcialidades hayan fin antes que, cobrando aliento, sean en estas Indias otro tanto que los comuneros en Castilla».


Los vicuñas se habían juramentado a no permitir que sus hijas o hermanas casasen con vascongados; y uno de éstos, a cuya noticia llegó el formal compromiso del bando enemigo, dijo en plena plaza de Potosí:


«Pues de buen grado no quieren ser nuestras las vicuñitas, hombres somos para conquistarlas con la punta de la espada»

.


Esta baladronada exaltó más los odios, y hubo batalla diaria en las calles de Potosí.

No era Ortiz de Sotomayor hombre para conciliar los ánimos. Partidario de los vascongados, creyó que la carta del virrey lo autorizaba para cometer una barrabasada; y una noche hizo apresar secreta y traidoramente a don Alfonso Yáñez y a ocho o diez de los principales vicuñas, mandándoles dar muerte y poner sus cabezas en el rollo.

Cuando al amanecer se encontraron los vicuñas con este horrible espectáculo, la emprendieron a cuchilladas con las gentes del corregidor, quien tuvo que tomar asilo en una iglesia. Mas recelando la justa venganza de sus enemigos, montó a caballo y vínose a Lima, propalando antes que no había hecho sino cumplir al pie de la letra instrucciones del virrey, lo que como hemos visto no era verdad, pues su excelencia no lo autorizaba en su carta para decapitar a nadie sin sentencia previa.

Tras de Ortiz de Sotomayor viniéronse a Lima muchos de los vicuñas.

II

Celebrábase en Lima el Jueves Santo del año de 1618 con toda la solemnidad propia de aquel ascético siglo. Su excelencia don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, con una lujosa comitiva, salió de palacio a visitar siete de las principales iglesias de la ciudad.

Cuando se retiraba de Santo Domingo, después de rezar la primera estación tan devotamente cual cumplía a un deudo de San Francisco de Borja, duque de Gandía, encontrose con una bellísima dama seguida de una esclava que llevaba la indispensable alfombrilla. La dama clavó en el virrey una de esas miradas que despiden magnéticos efluvios, y don Francisco, sonriendo ligeramente, la miró también con fijeza, llevándose la mano al corazón, como para decir a la joven que el dardo había llegado a su destino.


«A la mar, por ser honda,
se van los ríos,
y detrás de tus ojos
se van los míos».

Era su excelencia muy gran galanteador, y mucho se hablaba en Lima de sus buenas fortunas amorosas. A una arrogantísima figura y a un aire marcial y desenvuelto, unía el vigor del hombre en la plenitud de la vida, pues el de Esquilache apenas frisaba en los treinta y cinco años. Con una imaginación ardiente, donairoso en la expresión, valiente hasta la temeridad y generoso hasta rayar en el derroche, era don Francisco de Borja y Aragón el tipo más cabal de aquellos caballerosos hidalgos que se hacían matar por su rey y por su dama.

Hay cariños históricos, y en cuanto a mí confieso que me lo inspira y muy entusiasta el virrey-poeta, doblemente noble por sus heredados pergaminos de familia y por los que él borroneara con su elegante pluma de prosador y de hijo mimado de las musas. Cierto es que acordó en su gobierno demasiada influencia a los jesuitas; pero hay que tener en cuenta que el descendiente de un general de la Compañía, canonizado por Roma, mal podía estar exento de preocupaciones de raza. Si en ello pecaba, la culpa era de su siglo, y no se puede exigir de los hombres que sean superiores a la época en que les cupo en suerte vivir.

En las demás iglesias el virrey encontró siempre al paso a la dama y se repitió cautelosamente el mismo cambio de sonrisas y miradas.


«Por Dios, si no me quieres
que no me mires;
ya que no me rescates,
no me cautives».


En la última estación, cuando un paje iba a colocar sobre el escabel un cojinillo de terciopelo carmesí con flecadura de oro, el de Esquilache, inclinándose hacia él, le dijo rápidamente:

—Jeromillo, tras de aquella pilastra hay caza mayor. Sigue la pista. Parece que Jeromillo era diestro en cacerías tales, y que en él se juntaban olfato de perdiguero y ligereza de halcón; pues cuando su excelencia, de regreso a palacio, despidió la comitiva, ya lo esperaba el paje en su camarín.

—Y bien, Mercurio, ¿quién es ella? —le dijo el virrey que, como todos los poetas de su siglo, era harto aficionado a la mitología.

—Este papel, que trasciende a sahumerio, se lo dirá a vuecencia —contestó el paje, sacando del bolsillo una carta.

—¡Por Santiago de Compostela! ¿Billetico tenemos? ¡Ah, galopín! Vales más de lo que pesas y tengo de inmortalizarte en unas octavas reales que dejen atrás a mi poema de Nápoles.

Y acercándose a una lamparilla, leyó:


«Siendo el galán cortesano
y de un santo descendiente,
que haya ayunado es corriente
como cumple a un buen cristiano.
Pues besar quiere mi mano,
según su fina expresión,
le acuerdo tal pretensión,
si es que a más no se propasa,
y honrada estará mi casa
si viene a hacer colación».


La misteriosa dama sabía bien que iba a habérselas con un poeta, y para más impresionarlo recurrió al lenguaje de Apolo.

—¡Hola, hola! —murmuró don Francisco— Marisabidilla es la niña; como quien dice, Minerva encarnada en Venus. Jeromillo, estamos de aventura. Mi capa, y dame las señas del Olimpo de esa diosa.

Media hora después el virrey, recatándose en el embozo, se dirigía a casa de la dama.

III

Doña Leonor de Vasconcelos, bellísima española y viuda de Alonso Yáñez, el decapitado por el corregidor de Potosí, había venido a Lima resuelta a vengar a su marido, y ella era la que tan mañosamente y poniendo en juego la artillería de Cupido atraía a su casa al virrey del Perú. Para doña Leonor era el príncipe de Esquilache el verdadero matador de su esposo.

Habitaba la viuda de Alonso Yáñez una casa con fondo al río en la calle de Polvos Azules, circunstancia que, unida a frecuente ruido de pasos varoniles en el patio e interior de la casa, despertó cierta alarma en el espíritu del aventurero galán.

Llevaba ya don Francisco media hora de ceremoniosa plática con la dama, cuando ésta le reveló su nombre y condición, procurando traer la conferencia al campo de las explicaciones sobre los sucesos del Potosí; pero el astuto príncipe esquivaba el tema, lanzándose por los vericuetos de la palabrería amorosa.

Un hombre tan avisado como el de Esquilache no necesitaba de más para comprender que se le había tendido una celada y que estaba en una casa que probablemente era por esa noche el cuartel general de los vicuñas, de cuya animosidad contra su persona tenía ya algunos barruntos.

Llegó el momento de dirigirse al comedor para tomar la colación prometida. Consistía ella en ese agradable revoltijo de frutas que los limeños llamamos ante, en tres o cuatro conservas preparadas por las monjas y en el clásico pan de dulce. Al sentarse a la mesa cogió el virrey una garrafa de cristal de Venecia que contenta un delicioso Málaga, y dijo:

—Siento, doña Leonor, no honrar tan excelente Málaga, porque tengo hecho voto de no beber otro vino que un soberbio pajarete, producto de mis viñas en España.

—Por mí no se prive el señor virrey de satisfacer su gusto. Fácil es enviar uno de mis criados donde el mayordomo de vuecencia.

—Adivina vuesa merced, mi gentil amiga, el propósito que tengo.

Y volviéndose a un criado le dijo:

—Mira, tunante llégate a palacio, pregunta por mi paje Jeromillo, dale esta llavecita y dile que me traiga las dos botellas de pajarete que encontrará en la alacena de mi dormitorio. No olvides el recado y guárdate esa onza para pan de dulce.

El criado salió, prosiguiendo el de Esquilache con aire festivo:

—Tan exquisito es mi vino, que tengo que encerrarlo en mi propio cuarto; pues el bellaco de mi secretario Estúñiga tiene, en lo de catar, propensión de mosquito, e inclinación a escribano en no dejar botella de la que no se empeñe en dar fe. Y ello ha de acabar en que me amosque un día y le rebane las orejas para escarmiento de borrachos.

El virrey fiaba su salvación a la vivacidad de Jeromillo y no desmayaba en locuacidad y galantería.


«Para librarse de lazos, antes cabeza que brazos», o dice el refrán.


Cuando Jeromillo, que no era ningún necio de encapillar, recibió el recado, no necesitó de más apuntes para sacar en limpio que el príncipe de Esquilache corría grave peligro. La alacena del dormitorio no encerraba más que dos pistoletes con incrustaciones de oro, verdadera alhaja regia que Felipe III había regalado a don Francisco el día en que éste se despidiera del monarca para venir a América.

El paje hizo arrestar al criado de doña Leonor, y por algunas palabras que se le escaparon al fámulo en medio de la sorpresa, acabó Jeromillo de persuadirse que era urgente volar en socorro de su excelencia.

Por fortuna, la casa de la aventura sólo distaba una cuadra del palacio, y pocos minutos después el capitán de la escolta con un piquete de alabarderos sorprendía a seis de los vicuñas, conjurados para matar al virrey o para arrancarle por la fuerza alguna concesión en daño de los vascongados.

Don Francisco, con su burlona sonrisa, dijo a la dama:

—Señora mía, las mallas de vuestra red eran de seda y no extrañéis que el león las haya roto. ¡Lástima es que no hayamos hecho hasta el fin vos el papel de Judith y yo el de Holofernes!

Y volviéndose al capitán de la escolta, añadió:

—Don Jaime, dejad en libertad a esos hombres, y ¡cuenta con que se divulgue el lance y ande mi nombre en lenguas! Y vos, señora mía, no me toméis por un felón y honrad más al príncipe de Esquilache, que os jura por los cuarteles de su escudo que si ordenó reprimir con las armas de la ley los escándalos de Potosí, no autorizó a nadie para cortar cabezas que no estaban sentenciadas.

IV

Un mes después doña Leonor y los vicuñas volvían a tomar el camino de Potosí; pero la misma noche en que abandonaron Lima, una ronda encontró en una calleja el cuerpo de Ortiz de Sotomayor con un puñal clavado en el pecho.

Los azulejos de San Francisco

Tradición en que se prueba que ni estando bajo la horca ha de perderse la esperanza

I

Sepan cuantos presentes estén, que la muy justificada y Real Audiencia de esta ciudad de los reyes del Perú ha condenado a sufrir muerte ignominiosa en la horca a Alonso Godínez, natural de Guadalajara en España, por haber asesinado a Marta Villoslada, sin temor a la justicia divina ni humana. ¡Quien tal hizo que tal pague! Sirva a todos los presentes de lección para que no lleguen a verse en semejante trance. ¡Paso a la justicia!

Tal era el pregón que a las once de la mañana del día 13 de noviembre de 1619 escuchaba la muchedumbre en la plaza Mayor de Lima. Frente a la bocacalle del callejón de Petateros levantábase la horca destinada para el suplicio del reo.

Oigamos lo que se charlaba en un grupo de ociosos y noticieros, reunidos en el tendejón de un pasamanero.

—¡Por la cruz de mis calzones, que guapo mozo se pierde —decía un mozalbete andaluz bien encarado— por culpa de una mala pécora, casquivana y rabicortona. ¿Si creerá este virrey que despabilar a un prójimo es como componer jácaras y coplas de ciego?

—Déjese de murmuraciones, Gil Menchaca, que la justicia es justicia y sabe lo que se pesca; y no por dar suelta a la sin pelos, tenga usarced el aperreado fin de don Martín de Robles, que no fue ningún rapabolsillos, sino todo un hidalgo de gotera, y que finó feamente por burlas que dijo del virrey marqués de Cañete —contestó el pasamanero, que era un catalán cerrado.

—Pues yo, señor Montufar, no dejo que se me cocinen en el buche las palabras, y largo el arcabuzazo y venga lo que viniere; y digo y repito que no es justo penar de muerte los pecados de amor.

—Buen cachidiablo será el tal condenado... De fijo que ha de ser peor que un cólico miserere.

—¡Quedo, señor Montufar! Alonso Godínez es honrado y bravo a carta cabal.

—Y con toda su honradez y bravura, eche usarced por arriba o eche por abajo —insistió el catalán—, una pícara hembra lo trae camino de la horca.

—¡Reniego de las mujeres y de los petardos que dan! La mejorcita corta un pelo en el aire. ¡Mal haya el bruto que se pirra por ellas! Yo lo digo, y firma el rey.

—No hable el señor Gil Menchaca contra las faldas, que mal con ellas y peor sin ellas, ni chato ni narigón; y vuesa merced con toda su farándula es el primero en relamerse cuando tropieza con un palmito como el tufo —dijo terciando en el diálogo una graciosa tapada, más mirada y remirada que estampa de devocionario.

El andaluz guiñó el ojo, diciendo:

—¡Viva la sal de Lima! ¡Adiós, manojito de claveles! ¡Folgad, gallinas, que aquí está el gallo!


«A tus labios rosados,
niña graciosa,
van a buscar almíbar
las mariposas».


Y se preparaba a echar tras la tapada, cuando el oleaje del populacho y un ronco son de tambores y cornetas dieron a conocer la aproximación de la fúnebre escolta.

Un hermano de la cofradía de la Caridad se detuvo frente al grupo, pronunciando estas fatídicas palabras con un sonsonete gangoso y particular.

—¡Hagan bien para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar!

—Tome, hermano —gritó Gil Menchaca echando dos columnarias en el platillo de las ánimas, generosidad que imitaron los del grupo—. ¡Pues como yo pudiera se había de salvar mi paisano! Sobre que no merece morir en la plaza, como un perro de casta cruzada, sino cristianamente en un convento de frailes.

—Y en convento morirá —murmuró una voz.

Todos se volvieron sorprendidos, y vieron que el que así había hablado era nada menos que el guardián de San Francisco, que, abriéndose paso entre la multitud, se dirigía a la horca, a cuyo pie se encontraba ya el reo.

Era éste un hombre de treinta años, en la plenitud del vigor físico. Su aspecto, a la vez que valor, revelaba resignación.

El crimen que lo llevaba al suplicio era haber dado muerte a su manceba en castigo de una de esas picardihuelas que, desde que el mundo es mundo, comete el sexo débil; por supuesto, arrastrado por su misma debilidad.

Llegado el guardián al sitio donde se elevaba el fatal palo y cuando el verdugo terminaba de arreglar los bártulos del oficio, sacó un pliego de la manga y lo entregó al capitán de la escolta. Luego, tomando del brazo al condenado, atravesó con él por entre la muchedumbre, que los siguió palmoteando hasta la portería del convento de San Francisco.

Alonso Godínez había sido indultado por su excelencia don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache.

II

Echemos un parrafillo histórico.

La iglesia y convento de San Francisco de Lima son obras verdaderamente monumentales.


«En el mismo año de la fundación de Lima —dice un cronista— llegaron los franciscanos, y Pizarro les concedió un terreno bastante reducido, en el cual principiaron al edificar. Pidieron luego aumento de terreno, y el virrey marqués de Cañete les acordó todo el que pudieran cercar en una noche. Bajo la fe de esta promesa colocaron estacas, tendieron cuerdas, y al amanecer eran los franciscanos dueños de una extensión de cuatrocientas varas castellanas de frente, obstruyendo una calle pública. El cabildo reclamó por el abuso; pero el virrey hizo tasar todo el terreno y pagó el importe de su propio peculio».


Mientras se terminaba la fábrica del templo, cuya consagración solemne se hizo en 1673, la comunidad franciscana levantó una capilla provisional en el sitio que hoy ocupa la de Nuestra Señora del Milagro. Esos frailes no usaban manteles ni colchón, y sus casullas para celebrar misa, eran de paño o de tafetán.

No cuadra al carácter ligero de las Tradiciones entrar en detalles sobre todas las bellezas artísticas de esta fundación. La fachada y torres, el arco toral, la bóveda subterránea, los relieves de la media naranja y naves laterales, las capillas, el estanque donde se bañaba don Francisco Solano, el jardín, las diez y seis fuentes, la enfermería, todo, en fin, llama la atención del viajero. El mismo cronista dice, hablando del primer claustro:


«Cuanto escribiéramos sobre el imponderable mérito de sus techos sería insuficiente para encomiar la mano que los talló: cada ángulo es de diferente labor, y el conjunto del molduraje y de sus ensambladuras tan magníficamente trabajadas, no sólo manifiestan la habilidad de los operarios, sino que también dan una idea de la opulencia de aquella época».


Pero hijos legítimos de España, no sabemos conservar, sino destruir. Hoy los famosos techos del claustro son pasto de la polilla. ¡Nuestra incuria es fatal! Los lienzos, obra de notables pintores del viejo mundo y en los que el convento poseía un tesoro, han desaparecido. Parece que sólo queda en Lima el cuadro de la comunión de San Jerónimo, original del Dominiquino, y que es uno de los que forman la rica galería de pinturas del señor Ortiz de Zeballos.

Entretanto, lectores míos, ¿cuánto piensan ustedes que cuesta a los frailes la madera empleada en ese techo espléndido? Un pocillo de chocolate... Y no se rían ustedes, que la tradición es auténtica.

Diz que existía en Lima un acaudalado comerciante español, llamado Juan Jiménez Menacho, con el cual ajustaron los padres un contrato para que los proveyese de madura para la fábrica. Corrieron días, meses y años sin que, por mucho que el acreedor cobrase, pudiesen pagarle con otra cosa que con palabras de buena crianza, moneda que no sabemos haya nunca tenido curso en plaza.

Llegó así el año de 1638. Jiménez Menacho, convaleciente por entonces de una grave enfermedad, fue invitado por el guardián para asistir a la fiesta del Patriarca. Terminada ésta, fue cuestión de pasar al refectorio, donde estaba preparado un monacal refrigerio, al que hizo honores nada menos que su excelencia don Padre de Toledo y Leyva, marqués de Mancera y decimoquinto virrey de estos reinos por su majestad don Felipe IV.

Jiménez Menacho, cuyo estómago se hallaba delicado, no pudo aceptar más que una taza de chocolate. Vino el momento de abandonar la mesa, y el comerciante, a quien los frailes habían colmado de atenciones y agasajos, dijo inclinándose hacia el guardián:

—Nunca bebí mejor soconusco, y ya sabe su reverencia que soy conocedor.

—Que se torne en salud para el alma y para el cuerpo, hermano.

—Que ha de aprovechar al alma no lo dudo, porque es chocolate bendito y con goce de indulgencia. En lo que atañe al cuerpo, créame su paternidad que me siento refocilado, y justo es que pague esta satisfacción con una limosna en bien de la orden seráfica.

Y colocó junto al pocillo el legajo de documentos. Todos llevaban su firma al pie de la cancelación.

Pocos años después moría tan benévolo como generoso acreedor, que obsequió también al convento las baldosas de la portería. En ella se lee aún esta inscripción:


JIMÉNEZ MENACHO DIO DE LIMOSNA ESTOS AZULEJOS.
VUESTRAS REVERENCIAS LO ENCOMIENDEN A DIOS.
AÑO DE 1643.


En conclusión, la monumental fábrica de San Francisco se hizo toda con limosnas de los fieles.

Y téngase en consideración que se gastaron en ella dos millones doscientos cincuenta mil pesos. ¡Gastar es!


«En este convento —dice el cronista— se halla el cuerpo de San Francisco Solano, aunque sus religiosos ignoran el sitio donde está y sólo conservan el ataúd y la calavera, que exponen al público por el mes de julio en el novenario del santo. También enseñan los frailes una gran cruz de madera y de la cual no hay devoto que no se lleve una astilla. La suegra de un amigo carga como reliquia dos astillitas; pero ni por esas se le dulcifica el carácter a la condenada vieja».

III

Volvamos a Alonso Godínez.

La cacica doña Catalina Huanca hizo venir de España y como obsequio para el convento, algunos millares de azulejos o ladrillos vidriados, formándose de la unión de varios de ellos imágenes de santos. Pero doña Catalina olvidó lo principal, que era mandar traer un inteligente para colocarlos.

Años hacía, pues, que los azulejos estaban arrinconados, sin que se encontrase en Lima obrero capaz de arreglarlos en los pilares correspondientes.

En la mañana en que debía ser ahorcado Alonso Godínez fue a confesarlo el guardián de San Francisco, y de la plática entre ambos resultó que el reo era hombre entendido en obras de alfarería. No echó el guardián en saco roto tan importante descubrimiento; y sin pérdida de tiempo fue a palacio, y obtuvo del virrey y de los oidores que se perdonase la vida del delincuente, bajo condición de que vestiría el hábito de lego y no pondría nunca los pies fuera de las puertas del convento.

¡A iglesia me llamo!

(Al doctor don Juan Antonio Ribeyro)

I

En una casa de los arrabales de la ciudad de Guamanga hallábanse congregados en cierta noche del año de gracia de 1575 y en torno a una mesa hasta doce aventureros españoles, ocupados en el nada seráfico entretenimiento de hacer correr los dados sobre el verde tapete. Eran los jugadores mineros de ejercicio, y sabido es que no hay gente más dada a la fea pasión del juego que la que emplea su tiempo y trabajo en arrancar tesoros de las entrañas de la tierra.

La noche era de las más frías de aquel invierno, llovía si Dios tenía qué, relampagueaba como en deshecha tormenta y el fragor del trueno hacía de rato en rato estremecer el edificio. Parecía imposible que alma viviente se arriesgase a cruzar las calles con tan barrabasado tiempo.

De pronto sonaron golpes a la puerta de la casa y los jugadores dieron reposo a los dados, mirándose los unos a los otros con aire de sorpresa.

—¡Por San Millán el de la cogulla! —gritó uno—. Si quien toca es ánima en pena, vaya a pedir sufragios a otra parte. ¡Noramala para el importuno! ¡Arre allá, buscona o bergante! Seguid vuestro camino y dejad en paz a la gente honrada.

—Por tal busco vuestra compañía, Mendo Jiménez, y abrid y excusad palabras, que traigo caladas la capa y el chambergo —contestó el de afuera.

—Acabáramos, seor alférez —repuso Jiménez abriendo la puerta—. Entre vuesa merced y sea bien venido, magüer barrunto que nada bueno nos ha de traer quien viene a completar el número trece.

Quédense las agorerías para otro menos mañero y descreído que vos, Mendo Jiménez. A la paz de Dios, caballeros —dijo el nuevo personaje, arrojando el chapeo y el embozo sobre una silla próxima al brasero y tomando puesto entre los jugadores.

Era el alférez mozo de treinta años y que a pesar de lo imberbe de su rostro había sabido imponer respeto a los desalmados aventureros qua por entonces pululaban en el Perú. Vestía aquella noche con cierto elegante desaliño. Sombrero con pluma y cintillo azul, golilla de encaje de Flandes, jubón carmesí, calzas de igual color con remates de azabache, y cinturón de terciopelo, del que pendía una hoja con gavilán dorado. Contaba poco menos de un mes de vecindad en Guamanga, y ya había tenido un desafío. Referíase de él que, soldado en los tercios de Chile, había desertado de la guarnición y pasado al Tucumán, Potosí y Cuzco, de cuyos lugares lo obligara también a salir lo pendenciero de su carácter. Oriundo de San Sebastián de Guipúzcoa, tenía el genio duro como el hierro de las montañas vascongadas y tan endiablados los puños como el alma. Fama es que los diestros matones y espadachines de su tiempo no alcanzaban a parar una estocada que él había inventado y a la que llamaba, aludiendo a su siniestro éxito, el golpe sin misericordia.

Después de contemplar por algunos momentos la agitación con que sus compañeros de vicio seguían el giro de los dados, arrojó sobre la mesa una bien provista bolsa de cuero, diciendo:

—Roñoso juego hacen vuesas mercedes y más parecen judíos tacaños que hijosdalgo y mineros. Ahí está mi bolsa para el que se arriesgue a ganármela a punto menor.

—Rumboso viene don Antonio —contestó Mendo Jiménez— y ¡por los cuernos del diablo! que tengo de aceptar el reto.

—¡A ello, y tiro! —repuso el alférez haciendo rodar los dados—. ¡Ases! Ni Cristo, con ser quien fue, podría echarme punto menor. He ganado.

—¡Mala higa para vos! Esperad, seor alférez, que tal puede ser la suerte que os iguale.

—Idos con esa esperanza al físico de Orgaz que cataba el pulso en el hombro.

—Nada aventuro con tirar los dados a topatolondro, que de corsario a corsario no se arriesgan sino los barriles.

—Tire, pues, vuesa merced, que en salvo está el que repica.

Y Mendo Jiménez agitó el cubilete y soltó los dados. Todos se quedaron maravillados. Mendo Jiménez resultaba ganancioso.

Un dado había caído sobre el otro, cubriéndolo perfectamente, dejando ver en su superficie un solo as.

El alférez protestó contra el fallo unánime de los jugadores; a la protesta siguieron los votos; a ellos lo de llamarse fulleros y mal nacidos; y agotados los denuestos, desenvainó don Antonio la espada y despabiló con ella al candil que estaba pendiente del techo. En completa tiniebla se armó entonces el más infernal zipizape. Cintarazo va, puñalada viene, al grito de «¡Dios me asista!» uno de los jugadores cayó redondo, y los demás se echaron en tropel a la calle.

El matador huía a buen paso; pero al doblar una esquina dio con la ronda, y el alcalde lo detuvo con la sacramental y obligada frase:

—Por el rey, ¡dése preso!

—No en mis días, seor corchete, mientras me ampare el esfuerzo de mi brazo.

Y aquel furioso arremetió sobre los alguaciles, y acaso habría dado al diablo cuenta de muchos de ellos, si uno más listo y avisado que sus compinches no hubiese echado la zancadilla al alférez, quien vino cuan largo era a medir con su cuerpo el santo suelo.

Cayeron sobre él los de la ronda, y atado codo con codo lo condujeron a la cárcel.

No era esta la primera pendencia de nuestro alférez por cuestión de juego. Una tuvo en que milagrosamente salvó el pescuezo. Jugando en un pueblo del Cuzco con un portugués que paraba largo, puso éste una mano de a onza de oro cada pinta. Don Antonio echó diez y seis suertes seguidas, y el perdidoso, dándose una palmada en la frente, exclamó:

—¡Válgame la encarnación del diablo! ¡Envido!

—¿Qué envida?

—Envido un cuerno —dijo el portugués golpeando el tapete con una moneda de oro.

—Quiero y reviro el otro que le queda —contestó el alférez.

La respuesta del portugués, que era casado, fue sacar a lucir la tizona. Don Antonio no era manco, y a poco batallar dejó sin vida a su adversario. Llegó la justicia y condujo al matador a la cárcel. Siguiose causa y se le sentenció a muerte. Habíale ya el verdugo puesto el boletín, que es el cordel delgado con que ahorcan, cuando llegó un posta trayendo el indulto acordado por la Audiencia del Cuzco.

II

El juicio fue ejecutivo y ocasionó poco gasto de papel. A los tres meses, día por día, llegó la hora en que el pueblo se rebullese alrededor de una empinada horca en la plaza de Guamanga.

Todas las pasadas fechorías de don Antonio se habían aglomerado en el proceso. El alférez nada negaba y a toda acusación contestaba: «Amén, y si me han de desencuadernar el pescuezo por una, que me lo tuerzan por diez lo mismo da, ni gano ni pierdo».

Para él la cuestión número era parvidad de materia.

El sacerdote había entrado en la capilla y confesado al reo; pero al darle la comunión, éste le arrebató la Hostia y partió a correr gritando:

—¡A iglesia me llamo! ¡A iglesia me llamo!

¿Quién podía atreverse a detener al que llevaba entre sus manos, enseñándola a la muchedumbre, la divina Forma? «Si el alférez había cometido un sacrilegio, pensaba el religioso pueblo, ¿no lo sería también hacer armas sobre quien traía consigo el pan eucarístico?».

Ese hombre era, pues, sagrado. Se llamaba a iglesia.

Como era de práctica en los dominios del rey de España, cuando se iba a ajusticiar un delincuente todos los templos permanecían abiertos y las campanas tañían rogativas.

Don Antonio, seguido del pueblo, tomó asilo en el templo de Santa Clara, y arrodillándose ante el altar mayor depositó en él la divina Forma.

La justicia humana no alcanzaba entonces a los que se acogían al sagrado del templo. El alférez estaba salvo.

Noticioso el obispo don fray Agustín de Carvajal, agustino, de lo que acontecía, se dirigió a Santa Clara, resuelto a llenar el precepto que los cánones imponían para con reos de sacrilegio tal como el de don Antonio. La pena canónica era raparle la mano y pasarla por el fuego.

Cierto es que hacía muy pocos años que la Inquisición se había establecido en Lima, y que ella podía reclamar al criminal. La extradición, que no era lícita a los tribunales civiles, era una prerrogativa del tribunal de la fe. Pero los inquisidores estaban por entonces harto ocupados con la organización del Santo Oficio en estos reinos, y mal podían pensar en luchas de jurisdicción con el obispo de Guamanga.

Don Antonio pidió a su ilustrísima que le oyese en confesión. Larga fue ésta; pero al fin, con general asombro, se vio al obispo tomar de la mano al criminal, llevarlo a la portería del monasterio, y luego, tras breve y secreta plática con la abadesa, hacerlo entrar al convento, cerrando las puertas tras él.

Esto equivalía a guardar el lobo en el redil de las ovejas.

El escándalo tomaba de día en día mayores creces en el católico pueblo; y los fieles llegaron a murmurar acerca de la sanidad del cerebro de su pastor. Mas el buen obispo sonreía devotamente cuando sus familiares hacían llegar a sus oídos las hablillas del pueblo.

Y así transcurrieron dos meses hasta que llegó de Lima un enviado del virrey con pliegos reservados para el obispo. Éste tuvo una entrevista con el alférez; y al día siguiente, con buena escolta, partió don Antonio para la capital del virreinato.

En Lima se le detuvo por tres semanas preso entre las monjas bernardas de la Trinidad, y en el primer galeón que zarpó para España marchó el camorrista alférez bajo partida de registro.

III

Entonces se hizo notorio que el alférez don Antonio de Erauzo era una mujer, a la que sus padres dieron el nombre de Catalina Erauzo y la historia llama la monja alférez. Doña Catalina había tomado el hábito de novicia, y estando para profesar huyó del convento, vino a América, sentó plaza de soldado, se batió bizarramente en Arauco, alcanzó a alférez con título real y en los disturbios de Potosí se hizo reconocer por capitán en uno de los bandos.

Como no ha sido nuestro propósito historiar la vida de la monja-alférez, sino narrar una de sus originalísimas y poco conocidas aventuras, remitimos al lector que anhele conocer por completo los misterios de su existencia a los varios libros que sobre ella corren impresos. Bástenos consignar que doña Catalina de Erauzo regresó de España; que cansada de aventuras ejerció el oficio de arriero en Veracruz, y que murió, en un pueblo de Méjico, de más de setenta años de edad; que no abandonó el vestido de hombre y que no pecó nunca contra la castidad, bien que fingiéndose varón engatusó con carantoñas y chicoleos a más de tres doncellas, dándoles palabra de casamiento y poniendo tierra de por medio o llamándose Andana en el lance de cumplir lo prometido.

El caballero de la Virgen

I

Toda era júbilos Lima en el mes de septiembre del año de 1617.

El galeón de España había traído, en cartas y gacetas, pomposas descripciones de las solemnes fiestas celebradas en las grandes ciudades de la metrópoli en honor de la Inmaculada Concepción de María. Apenas leídas cartas, una lechigada de niños, pertenecientes a una familia rica que habitaba en la calle de las Mantas, paseó en procesión por el patio de la casa una pequeña imagen de la Virgen. Agolpáronse a la puerta los curiosos, y el devoto pasatiempo de los niños fue tema de la conversación social, y despertó el entusiasmo para hacer en Lima fiestas que en boato superasen a las de España.

El virrey príncipe de Esquilache, ambos cabildos y las comunidades religiosas se pusieron de acuerdo, siendo los padres de la Compañía de Jesús los que más empeño tomaron para que los proyectos se convirtiesen en realidad. Todos los gremios, y principalmente el de mercaderes del callejón, que así se denominaban los comerciantes que tenían sus tiendas en la encrucijada de Petateros, decidieron echar la casa por la ventana para que la cosa se hiciese en grande y con esplendidez nunca vista.

Los caballeros de las cuatro órdenes militares españolas que existieron en el Perú por aquel siglo, gastaron el oro y el moro. Eran estas órdenes las siguientes:

La de Santiago, fundada en 848 por el rey don Ramiro, en memoria de la batalla de Clavijo. La encomienda de esta orden es una espada roja en forma de cruz, que imita la guarnición o empuñadura de los aceros usados en esa época.

La de Calatrava, instituida en 1158 por el rey don Sancho III. La insignia era cruz de gules cantonada.

La de Alcántara, fundada en 1176 por don Fernando II. La cruz de los caballeros era idéntica a la de los de Calatrava, diferenciándose en el color, que es verde.

La de Montesa, fundada en 1317 por don Jaime II de Aragón. La encomienda era una cruz llana de gules.

El jesuita limeño Menacho, de universal renombre; su famoso compañero el padre Alonso Mesía, muerto en olor de santidad; el agustino Calancha que, como cronista, es hoy mismo consultado con avidez; el canónigo don Carlos Marcelo Corni, que fue el primer peruano que ciñó mitra; Villarroel que, andando los tiempos, debía también ser obispo y autor de excelentes libros, y otros sacerdotes de mérito no menor fueron los predicadores designados para las fiestas.

Quince días de procesiones, calles encintadas, árboles de fuego, mojigangas, toros, sainetes e incesante repique de campanas: quince días de aristocráticos saraos, y en los que las limeñas lucieron millones en trajes y pedrerías: quince días en los que se iluminó la ciudad con barriles de alquitrán, iluminación que, para la época, valía tanto como la del moderno gas: quince días en que el fervor religioso rayó en locura, y... pero ¿a qué meterme en descripciones? Quien pormenores quiera, échese a leer un libro publicado en Lima en 1618 por la imprenta de Francisco del Canto, que lleva por título: Relación de las fiestas que a la Inmaculada Concepción de la Virgen Nuestra Señora se hicieron en esta ciudad de los reyes del Perú, etc. Su autor es nada menos que el ilustre don Antonio Rodríguez de León Pinelo, catedrático de derecho cesáreo y pontificio y una de las más altas reputaciones literarias del siglo XVII.

Entre las muchas comparsas que en esos días recorrieron las calles de la ciudad, fue la más notable una compuesta de quince niñas, todas menores de diez años e hijas de padres nobles y acaudalados. Iban vestidas de ángeles, con tuniquilla de raso azul y sobre ella otra de velillo de plata, ostentando coronitas de oro sembradas de perlas, rubíes, zafiros, diamantes, esmeraldas y topacios. Cada angelito llevaba encima un tesoro.

Cuando el príncipe-virrey se asomó al balcón de palacio para ver pasar la infantil comparsa, la más linda de las chiquillas, la futura marquesita de Villarrubia de Langres, que, representando a San Miguel, era el capitán de aquel coro de ángeles y serafines, se dirigió a su excelencia y le dijo:


«Soy correo celestial,
y por noticia os traía
que es concebida María
sin pecado original».


Pero tan solemnes como lujosas fiestas, en las que Lima hizo gala de la religiosidad de sus sentimientos, tuvieron también su escena profanamente grotesca, si bien en armonía con el espíritu atrasado de esos tiempos.

Referir esta escena es el propósito de mi tradición.

II

Había en Lima un hombrecillo del codo a la mano, casi un enano, llamado don Juan Manrique y que, sin comprobarlo con su árbol genealógico, se decía descendiente de uno de los siete infantes de Lara. Heredero de un caudal decente, sacó del cofre algunas monedas e ideó gastarlas de forma que la atención pública se fijase en su menguada figura.

Congregado estaba Lima en la plaza Mayor a obra de las doce del día, cuando a todo correr presentose don Juan Manrique sobre un gentil caballo overo, con caparazón morado y blanco, recamado de oro, estribos de plata y pretal de cascabeles finos. El jinete vestía reluciente armadura de acero, gola, manoplas, casco borgoñón, con gran penacho de plumas y airones, y embrazaba adarga y lanzón, ciñendo alfanje de Toledo y puñal de misericordia con punta buida. Cruzábale el pecho una banda blanca donde, con letras de oro, leíase esta divisa: El caballero de la Virgen.

Por la pequeñez de su talla, era el campeón un Sancho parodiando a don Quijote. El pueblo, en medio de su sorpresa, más que en el jinete se fijó en el brioso corcel y en el lujo del atavío, y hubo un atronador palmoteo.

Llegado el de Manrique de Lara frente a palacio, detuvo con mucho garbo el caballo, alzose la visera y dio el siguiente pregón:


¡Santiago y Castilla!... ¡Santiago y Galicia!... ¡Santiago y León!... Aquí estoy yo, don Juan Manrique de Lara, «el caballero de la Virgen», que reto, llamo y emplazo a mortal batalla a todos los que negasen que la Virgen María fue concebida sin pecado original. Y así lo mantendré y haré confesar, a golpe de espada y a bote de lanza y a mojicón cerrado y a bofetada abierta, si necesario fuese, para lo cual aguardaré en vigilia en este palenque, sin yantar ni beber, hasta que Febo esconda su rubia caballera. El judío que sea osado, que venga, y me encontrará firme mantenedor de la empresa. ¡Santiago y Castilla!... ¡Santiago y Galicia!... ¡Santiago y León!...


Dijo, y arrojó sobre la arena de la plaza un guantelete de hierro.

El pueblo, que no esperaba esta pepitoria de los romancescos caballeros andantes, vitoreó con entusiasmo. Ni que el campeón hubiera sido otro Pentapolín, el del arremangado brazo.

Al decir de la Inquisición, Lima era entonces un hervidero de portugueses judaizantes, y barrúntase que contra ellos se dirigía el reto del campeón de la Virgen. Pero los descreídos portugueses maldito el caso que hicieron del pregón y se estuvieron sin rebullirse, como ratas en un agujero acechado por un micifuz.

Don Juan Manrique permaneció ojo avizor sobre las cuatro esquinas de la plaza, esperando que asomase algún malandrín infiel a quien acometer lanza en ristre. Pero sonaron las seis de la tarde, y ni Durandarte valeroso, ni desaforado gigante Fierabrás, ni endriago embreado, ni encantador follón se presentaron a recoger el guante.

El dogma de la Inmaculada Concepción quedaba triunfante en Lima, y mohínos los pícaros portugueses que sotto voce lo combatían.

Don Juan Manrique se volvió a su casa acompañado de los vítores populares.

Desde ese día quedó bautizado con el mote de El caballero de la Virgen.

Al hombre por la palabra

Estando a lo que dice un abultado manuscrito que con el título de Dudas legales existe en la Biblioteca de Lima, era doña Ana de Aguilar, allá por los buenos tiempos del virrey príncipe de Esquilache, una viuda bien laminada, con unos ojos que, por lo matadores, merecían ir a presidio, y que cargaba con mucha frescura la edad de Cristo nuestro bien.

Ganosa vivía doña Ana de cambiar tocas y cenojil de luto por las galas de novia, y reemplazar el recuerdo del difunto con una realidad de carne y hueso. Pero era el caso que, aunque muchos mirlos la cantaban a la oreja, ninguno dejaba vislumbrar propósito de ir con el canticio al cura de la parroquia. Con enamorados tales, que la creían susceptible de liviandad, mostrábase doña Ana un tanto arisca y zahareña, que ella hacía ascos a amorcillos de contrabando y aspiraba a varón con el cual, sin mengua para la honra, pudiera vivir tan unida como las dos hojas de un pliego de papel sellado.

Era el día del cumpleaños de la viuda, y con tal motivo deudos, amigas y galantes fueron a felicitarla. Demás está decir que hubo gaudeamus y mantel largo.

Parece que el vinillo calentó de cascos a don Cristóbal Núñez Romero, que era uno de los que codiciaban los favores de la dama, porque parándose delante de un cuadro que representaba a la Verónica, exclamó en tono que lo oyeron todos los convidados:

—Juro y rejuro que otra no será mi mujer sino doña Ana de Aguilar.

El compilador de las Dudas legales se hace aquí el de la manga ancha, y no cuenta que a doña Ana se le convirtió tan en substancia el juramento pronunciado ante la Verónica, como si él hubiera sido las palabras del ritual por ante el cura. Agregan maldicientes lenguaraces que don Cristóbal Núñez Romero tomó quieta y pacífica posesión de la hasta entonces inexpugnable fortaleza;


que es amor una araña
que, con cautela,
en un rincón del alma
forma su tela.


Corrió un mes, y el galán pensaba hasta en los niños del limbo, pero no en abocarse con la gente de la curia, hasta que doña Ana, atropellando por todo recato, le exigió el cumplimiento de lo ofrecido.

—Y en mis trece estoy —contestó impávido el mancebo—, que así Dios no me ayude si a mi juramento falto.

Pero volaban los meses, el entusiasmo del amante era álcali volátil, y barruntando la viuda que así pensaba don Cristóbal en matrimonio como en ahorcarse, fue ante el Provisor con la querella y entabló pleito en toda regla. Veinte testigos, libres de tacha, declararon sin discrepar sílaba que el caballero había dicho delante de la imagen de la Verónica: «Juro y rejuro que otra no será mi mujer sino doña Ana de Aguilar».

—Exacto de toda exactitud, señor Provisor —contestaba el sujeto—. Ésas fueron mis palabras, y de ellas no me retracto. Y pues hablamos castellano, y no argelino ni yunga, convendrá vuesa merced en que mi juramento sólo me obliga a casarme con doña Ana, y no con otra, el día en que me ocurra pensar en casorio; pero como hasta ahora me va a pedir de boca con la soltería, no es llegado el lance de que me atrape esa señora. Que tenga paciencia y espere a que me tiente el diablo por ser marido, que para entonces juro y rejuro que es ella y no otra quien buen derecho tiene para apechugar con este prójimo.

El Provisor dijo que él no era Academia de la Lengua (institución que por entonces aún no existía) para fallar sobre propiedad de locuciones; que a su ministerio sólo incumbía la cuestión de moralidad, y bajo pena de excomunión mayor lo sentenció a casarse con la viuda y fundar un romeral de chicos.

El don Cristóbal era tantas muelas y entabló recurso de fuerza. Sí, señores, como ustedes lo oyen, recurso de fuerza.

El pleito hizo más ruido en Lima que un temblor.

Al cabo la Real Audiencia falló... en favor de la lengua de Cervantes y en contra de doña Ana y del Provisor.

¡Ya se ve! Como que el virrey era poeta, y purista por añadidura.

Y doña Ana siguió vistiendo tocas de viuda; y don Cristóbal Núñez Romero, que era de la misma levadura de los mocitos que se jactan de ser filósofos prematuros u hombres desencantados de la carne y sus peligros, no faltó a su juramento, porque no se casó con otra. Murió de una indigestión de soltería.

Traslado a Judas

Cuento disparatado de la tía Catita

Que no hay causa tan mala que no deje resquicio para defensa, es lo que quedan probar las viejas con la frase: «Traslado a Judas». Ahora oigan ustedes el cuentecito: fíjense en lo substancioso de él y no paren mientes en pormenores; que en punto a anacronismos, es la narradora anacronismo con faldas.

Mucho orden en las filas, que la tía Catita tiene la palabra. Atención y mano al botón. Ande la rueda y coz con ella.

Han de saber ustedes, angelitos de Dios, que uno de los doce apóstoles era colorado como el ají y rubio como la candela. Mellado de un diente, bizco de mirada, narigudo como ave de rapiña y alicaído de orejas, era su merced feo hasta para feo.

En la parroquia donde lo cristianaron púsole el cura Judas por nombre, correspondiéndole el apellido de Iscariote, que, si no estoy mal informada, hijo debió ser de algún bachiche pulpero.

Travieso salió el nene, y a los ocho años era el primer mataperros de su barrio. A esa edad ya tenía hecha su reputación como ladrón de gallinas.

Aburrido con él su padre, que no era mal hombre, le echó una repasata y lo metió por castigo en un barco de guerra, como quien dice: «anda, mula, piérdete».

El capitán del barco era un gringo borrachín, que le tomó cariño al pilluelo y lo hizo su pajecico de cámara.

Llegaron al cabo de años a un puerto; y una noche en que el capitán después de beberse setenta y siete grogs se quedó dormido debajo de la mesa, su engreído Juditas lo desvalijó de treinta onzas de oro que tenía al cinto, y se desertó embarcado en el Chinchorro, que es un botecito como una cáscara de nuez, y... ¡la del humo!

Cuando pisó la playa se dijo: «pies, ¿para qué os quiero?» y anda, anda, anda, no paró hasta Europa.

Anduvo Judas la Ceca y la Meca y la Tortoleca, visitando cortes y haciendo pedir pita a las treinta onzas del gringo. En París de Francia casi le echa guante la policía, porque el capitán había hecho parte telegráfico pidiendo una cosa que dicen que se llama extradición, y que debe ser alguna trampa para cazar pajaritos. Judas olió a tiempo el ajo, tomó pasaje de segunda en el ferrocarril, y ¡abur!, hasta Galilea. Pero ¿adónde irá el buey que no are?, o lo que es lo mismo, el que es ruin en su villa, ruin será en Sevilla.

Allí, haciéndose el santito y el que no ha roto un plato, se presentó al Señor, y muy compungido le rogó que lo admitiese entre sus discípulos. Bien sabía el pícaro que a buena sombra se arrimaba para verse libre de persecuciones de la policía y requisitorias del juez; que los apóstoles eran como los diputados en lo de gozar de inmunidad.

Poquito a poco fue el hipocritonazo ganándole la voluntad al Señor, y tanto que lo nombró limosnero del apostolado. A peores manos no podía haber ido a parar el caudal de los pobres.

Era por entonces no sé si prefecto, intendente o gobernador de Jerusalén un caballero medio bobo, llamado don Poncio Pilatos el catalán, sujeto a quien manejaban como un zarandillo un tal Anás y un tal Caifás, que eran dos bribones que se perdían de vista. Éstos, envidiosos de las virtudes y popularidad del Señor, a quien no eran dignos de descalzar la sandalia, iban y venían con chismes y más chismes donde Pilatos; y le contaban esto y lo otro y lo de más allá, y que el Nazareno había dado proclama revolucionaria incitando al pueblo para echar abajo al gobierno. Pero Pilatos, que para hacer una alcaldada tenía escrúpulos de marigargajo, les contestó: «Compadritos, la ley me ata las manos para tocar ni un pelo de la túnica del ciudadano Jesús. Mucha andrómina es el latinajo aquel del habeas corpus. Consigan ustedes del Sanedrín (que así llamaban los judíos al Congreso) que declare la patria en peligro y eche al huesero las garantías individuales, y entonces dense una vueltecita por acá y hablaremos».

Anás y Caifás no dejaron eje por mover, y armados ya de las extraordinarias, le hurgaron con ellas la nariz al gobernante, quien estornudó ipso facto un mandamiento de prisión. Líbrenos Dios de estornudos tales per omnia saeculorum. Amén, que con amén se sube al Edén.

A fin de que los corchetes no diesen golpe en vago, resolvieron aquellos dos canallas ponerse al habla con Judas, en quien por la pinta adivinaron que debía ser otro que tal. Al principio se manifestó el rubio medio ofendido y les dijo: «¿Por quién me han tomado ustedes, caballeros?». Pero cuando vio relucir treinta monedas, que le trajeron a la memoria reminiscencias de las treinta onzas del gringo, y a las que había dado finiquito, se dejó de melindres y exclamó: «Esto es ya otra cosa, señores míos. Tratándome con buenos modos, yo soy hombre que atiendo a razones. Soy de ustedes y manos a la obra».

La verdad es que Judas, como limosnero, había metido cinco y sacado seis, y estaba con el alma en un hilo temblando de qué, al hacer el ajuste de cuentas, quedase en transparencia el gatuperio.

El pérfido Judas no tuvo, pues, empacho para vender y sacrificar a su Divino Maestro.

Al día siguiente y muy con el alba, Judas, que era extranjero en Jerusalén y desconocido para el vecindario, se fue a la plaza del mercado y se anduvo de grupo en grupo ganoso de averiguar el cómo el pueblo comentaba los sucesos de la víspera.

—Ese Judas es un pícaro que no tiene coteja —gritaba uno que en sus mocedades fue escribano de hipotecas.

—Dicen que desde chico era ya un peine —añadía un tarambana.

—Se conoce. ¡Y luego, cometer tal felonía por tan poco dinero! ¡Puf, qué asco! —argüía un jugador de gallos con coracha.

—Hasta en eso ha sido ruin —comentaba una moza de trajecito a media pierna—. Balandrán de desdichado, nunca saldrá de empeñado.

—¡Si lo conociera yo, de la paliza que le arrimaba en los lomos lo dejaba para el hospital de tísicos! —decía con aire de matón un jefe de club que en todo bochinche se colocaba en sitio donde no llegasen piedras—. Pero por las aleluyas lo veremos hasta quemado.

Y de corrillo en corrillo iba Judas oyéndose poner como trapo sucio. Al cabo se le subió la pimienta a la nariz de pico de loro, y parándose sobre la mesa de un carnicero, gritó:

—¡Pido la palabra!

—La tiene el extranjero —contestó uno que por la prosa que gastaba sería lo menos vocal de junta consultiva.

Y el pueblo se volvió todo oídos para escuchar la arenga.

—¿Vuesas mercedes conocen a Judas?

—¡No! ¡No! ¡No!

—¿Han oído sus descargos?

—¡No! ¡No! ¡No!

—Y entonces, pedazos de cangrejo, ¿cómo fallan sin oírlo? ¿No saben vuesas mercedes que las apariencias suelen ser engañosas?

—¡Por Abraham, que tiene razón el extranjero! —exclamó uno que dicen que era regidor del municipio.

—¡Que se corra traslado a Judas!

—Pues yo soy Judas.

Estupefacción general. Pasado un momento gritaron diez mil bocas:

—¡Traslado a Judas! ¡Traslado a Judas! ¡Sí, sí! ¡Que se defienda! ¡Que se defienda!

Restablecida la calma, tosió Judas para limpiarse los arrabales de la garganta, y dijo:

—Contesto al traslado. Sepan vuesas mercedes que en mi conducta nada hay de vituperable, pues todo no es más que una burleta que les he hecho a esos mastuerzos de Anás y Caifás. Ellos están muy sí señor y muy en ello de que no se les escapa Jesús de Nazareth. ¡Toma tripita! ¡Flojo chasco se llevan, por mi abuela! A todos consta que tantos y tan portentosos milagros ha realizado el Maestro, que naturalmente debéis confiar en que hoy mismo practicará uno tan sencillo y de pipiripao como el salir libre y sano del poder de sus enemigos, destruyendo así sus malos propósitos y dejándolos con un palmo de narices, gracias a mí que lo he puesto en condición de ostentar su poder celeste. Entonces sí que Anás y Caifás se tirarán de los pelos al ver la sutileza con que les he birlado sus monedas en castigo de su inquina y mala voluntad para con el Salvador. ¿Qué me decís ahora, almas de cántaro?

—Hombre, que no eres tan pícaro como te juzgábamos, sin dejar por eso de ser un grandísimo bellaco —contestó un hombre de muchas canas y de regular meollo que era redactor en jefe de uno de los periódicos más populares de Jerusalén.

Y la turba, después de oír la opinión del Júpiter de la prensa, prorrumpió en un: «¡Bravo! ¡Bravo! ¡Viva Judas!».

Y se disolvieron los grupos, sin que la gendarmería hubiese tenido para qué tomar cartas en esa manifestación plebiscitaria, y cada prójimo entró en casita diciendo para sus adentros:

—En verdad, en verdad que no se debe juzgar de ligero. Traslado a Judas.

No hay mal que por bien no venga

La casa de huérfanos de Lima fue fundada en 1597 por Luis Ojeda el Pecador, bajo la advocación de Nuestra Señora de Atocha. Lo que movió al caritativo varón a ocuparse de los expósitos fue el haber encontrado en el atrio de la Merced el cuerpo de una criatura casi devorado por los perros. Asociáronse al fundador los escribanos de la ciudad, tal vez impulsados por el aguijón de la conciencia y en descargo de algunas falsificaciones de testamentos y otros pecadillos del oficio.

Cuenta el padre Cobos que un día salió Luis el Pecador por las calles de Lima con dos niños en los brazos, diciendo: «Ayúdenme, hermanos, a criar estos angelitos y otros que tengo en casa». Ni el virrey, ni la aristocracia, ni los mercaderes y demás gente rica atendieron al postulante, sino el gremio de escribanos y relatores, que sabía a ochenta individuos, poco más o menos. Constituida ya la hermandad, dijo Luis el Pecador: «Pues tanta dicha miran mis ojos, ya puedes, Dios mío, recogerte a tu siervo».

Y lo particular es que murió a los tres días y en olor de santidad.

En los primeros tiempos, bastaba con golpear la puerta para que asomase la superiora del establecimiento, y sin hacer pregunta indiscreta recibía la encomienda de manos de la tapada o embozado conductor.

Años más tarde, algunos curiosos, principalmente los colegiales de San Carlos, dieron en esconderse a inmediaciones de la casa y seguir la pista a las portadoras de contrabando. Algunos misterios domésticos llegaron así a traslucirse, andando en lenguas la honra de casadas y doncellas. Lima se volvió un hervidero de chismes, y hubo muchachas encerradas en el convento, después de motilonas, y aun recibieron palizas muchos aficionados a cazar en vedado.

Discurriose entonces que la mejor manera de conservar el misterio era establecer un torno en la calle, junto a la puerta de la casa.

Un pobre zapatero que vivía en la calle de los Gallos estaba casado con una hembra tan fecunda que cada año lo obsequiaba, si no con mellizos, por lo menos con un vástago.

Aconteció que por entonces hubo epidemia de depositar muchachos en el torno, y rara era la noche en que de ocho a nueve no colocaran en él siquiera un par de mamones. Alarmose la superiora con esta invasión, tanto más, cuanto que le dijeron que un mismo individuo, embozado en una capa, era el conductor de los huéspedes. Propúsose la buena señora descubrir el intríngulis, si lo había, y apostó cuatro jayanes para que se apoderasen del encapado.

Quiso la suerte que esa noche se decidiera el zapatero a llevar su recién nacido a la santa casa, pues carecía de recursos para mantener un hijo más. A tiempo que los jayanes le caían encima, una enlutada colocaba otro niño en el torno.

Introducido el pobrete en la casa, le dijo la superiora:

—Es mucha pechuga que todas las noches traiga usted a pares los muchachos. ¿Qué se ha figurado usted? Ya puede cargar con los que ha traído hoy, antes que lo haga poner preso para que la Inquisición averigüe si tiene usted pacto con el diablo o fábrica de hacer muchachos. ¿Habrase visto la lisura del hombre?

Al oír lo de la Inquisición, contestó temblando el zapatero:

—Pero, señora, uno no más es mío, quédese usted con el otro.

—¡Largo de aquí, so arrastrado, y llévese su par de diablitos!

El zapatero no tuvo más que regresar a su casa con dos bultos bajo la capa y contó el percance a su mujer. Ésta, que había quedado llorando a lágrima viva porque la miseria la obligaba a desprenderse del hijo de sus entrañas, le dijo a su marido:

—Dios, que lo ha dispuesto así, te dará fuerzas para buscar dos panes más. En vez de diez hijos tendremos una docena que mantener.

Y después de besar al suyo con el santo cariño de las madres, empezó a acariciar y desnudar al intruso.

—¡Jesús! ¡Y cómo pesa el angelito!

Y de veras que el chico pesaba, pues estaba ceñido con un cinturón diestramente arreglado y que contenía cien onzas de oro. Además traía un papel con las siguientes palabras: «Está bautizado y se llama Carlitos. Ese dinero es para que su lactancia no grave a la casa. Sus padres esperan en Dios poder reclamarlo algún día».

Cuando menos lo esperaba salió de pobre el zapatero, pues con las monedas del infante habilitó la tienda y fue prosperando que era una bendición. Su mujer crio al niño con mucho mimo, y al cumplir éste seis años fue recogido por sus verdaderos padres, quienes, por motivos que no son del caso, no habían podido legitimar antes sus relaciones.

Después de Dios, Quirós

I

Donde se prueba con la autoridad de la historia, que un rico de hoy es pobre de solemnidad al lado de nuestro protagonista


Por los años de 1640 llegó a la villa imperial de Potosí el maestre de campo don Antonio López Quirós, castellano a las derechas, católico rancio, bravo, generoso y entendido. La fortuna tomó a capricho ampararlo en todas sus empresas; y minas como las de Cotamito, Amoladera y Candelaria, abandonadas por sus primitivos dueños como pobrísimas de metales, se declararon en boya apenas pasaron a ser propiedad del maestre. En Oruro, Aullagas y Puno adquirió también minas que en riqueza y abundancia de metales podían competir con las de Potosí.

Tres mil llamas al cuidado de un centenar de indios tenía constantemente ocupados en transportar desde Arica hasta Potosí los azogues de Almadén y Huancavelica. No osando nadie hacerle competencia, puede decirse que, sin necesidad de real privilegio, nuestro castellano tenía monopolizado artículo tan precioso para beneficio de los metales.

En sus minas, haciendas e ingenios empleaba sesenta mayordomos o administradores, con sueldo de cien pesos a la semana, y daba ocupación y buen salario a poco más de cuatro mil indios.

Para dar una idea de la (que si uniformemente no la testificaran muchos historiadores, tendríamos por fabulosa) fortuna de Quirós, nos bastar referir que en 1668, a poco de llegado a Lima el virrey conde de Lemos, propúsose nuestro minero hacerle una visita, y salió de Potosí trayendo valiosísimos obsequios para su excelencia.

El conde de Lemos, a pesar de su beatitud y de ayudar la misa y de tocar el órgano en la iglesia de los Desamparados, era gran amigo del fausto y se trataba a cuerpo de rey. Pensaba mucho en el esplendor de las procesiones y fiestas religiosas y en la salvación de su alma; pero esto no embarazaba para que se ocupase también de las comodidades y regalo del cuerpo.

Conversando un día con Quirós el mayordomo del virrey, dijo éste que su señor era todo lo que había que ser de ostentoso y manirroto.

—Supóngase vuesa merced —decía el fámulo— si el señor conde será rumboso, cuando me da quinientos pesos semanales para los gastos caseros.

—¡Gran puñado de moscas! —exclamó el maestre—. Quinientos pasos gasto yo a la semana en velas de sebo para mis ingenios y haciendas. Y no hay que creerlo chilindrina, lectores míos. Así era la verdad.

Para poner punto al relato de las riquezas de Quirós, transcribiremos estas líneas, escritas por un su contemporáneo: «Gastó en la infructuosa conquista del gran Paititi más de dos millones de plata; y a este modo tuvo otros desagües con su gran riqueza, la cual era en tanta suma que ignoraba el número de millones que tenía. Desocupando en cierta ocasión un cuarto, hallaron los criados en un rincón una partida de dos mil marcos en piñas que no supo cuándo las había presto allí. Los quintos que dio a su majestad pasaron de quince millones, que es cosa que espanta, y esto se sabe por los libros reales, por donde se puede considerar qué suma de millones tendría de caudal».

Francamente, lectores, ¿no se les hace a ustedes la boca agua?

Convengamos en que su merced no era ningún pobre de hacha, nombre que se daba en Lima a los infelices que, por pequeña pitanza, concurrían cirio en mano al entierro de personas principales y que hacían coro al gimotear de las plañidoras o lloronas.

II

Que trata de un milagro que le colgaron al apóstol Santiago, patrón del Potosí

Residía en la imperial villa un honradísimo mestizo, cuya fortuna toda consistía en veinte mulas, con las que se ocupaba en transportar metales y mercaderías. Como se sabe, en el frigidísimo Potosí escasea el pasto para las bestias, y nuestro hombre acostumbraba enviar por la tarde sus veinte mulas a Cantumarca, pueblecito próximo, donde la tierra produce un gramalote que sirve de alimento a los rumiantes.

Una mañana levantose el arriero con el alba y fue a Cantumarca en busca de sus animales; pero no encontró ni huellas. Echose a tomar lenguas y sacó en limpio la desconsoladora certidumbre de que su hacienda había pasado a otro dueño.

Afligidísimo regresó el arruinado arriero a Potosí, y pasando por la iglesia de San Lorenzo, sintió en su espíritu la necesidad de buscar consuelo en la oración. Tan cierto es que los hombres; aun los más descreídos, nos acordamos de Dios y elevamos a él preces fervorosas cuando una desventura grande o pequeña nos hace probar su acíbar.

El mestizo, después de rezar y pedir al apóstol Santiago que hiciese en su obsequio un milagrito de esos que el santo a quien tantos atribuían hacía entonces por debajo de la pierna, levantose y se dispuso a salir del templo. Al pasar junto al cepillo de las ánimas metió mano al bolsillo y sacó un peso macuquino, único caudal que le quedaba; pero al ir a depositar su ofrenda ocurriole más piadoso pensamiento.

—¡No! Mejor será que mi última blanca se la dé de limosna al primer pobre que encuentre en las gradas de San Lorenzo. Perdonen las ánimas benditas, que sus mercedes no necesitan pan.

Las gradas de San Lorenzo en Potosí, como las gradas de la catedral de Lima, desde Pizarro hasta el pasado siglo eran el sitio donde de preferencia afluían los mendigos, los galanes y demás gente desocupada. Las gradas eran el mentidero público y la sastrería donde se cortaban sayos, se zurcían voluntades y se deshilvanaban honras.

Aquella mañana el sol tenía pereza para dorar los tejados de la villa, y entre si salgo o no salgo andábase remolón y rebujado entre nubes. Las gradas de San Lorenzo estaban desiertas, y sólo se paseaba en ellas un viejecito enclenque, envuelto en una capa, vieja como él, pero sin manchas ni remiendos, y cubierta la cabeza con el tradicional sombrero de vicuña.

Nuestro arriero pensó: «¡Cuánta será la gazuza de ese pobre cuando, con el frío que hace, ha madrugado en busca de una alma caritativa!».

Y acercándose al viejecito le puso en la mano el macuquino, diciéndole:

—Tome, hermano, y remédiese, y en sus oraciones pídale al santo patrón que me haga un milagro.

—Dios se lo pague, hermano —contestó sonriéndose el mendigo—, y cuente que si el milagro es hacedero se lo hará Santiago, y con creces, en premio de su caridad y de su fe.

—Dios lo oiga, hermano —murmuró el arriero, y atravesando la plaza siguió calle adelante.

Tres días pasaron, y notorio era ya en Potosí que unos pícaros ladrones habían dejado mano sobre mano a un infeliz arriero. En cuanto a éste, cansado de pesquisas y de entenderse con el corregidor y el alcalde y los alguaciles, comenzaba a desesperar de que Santiago se tomase la molestia de hacer por él un milagro cuando en la mañana del cuarto día se le acercó un mestizo y le dijo:

—Véngase conmigo, compadre, que su merced don Antonio López Quirós lo necesita.

El arriero no conocía al maestre de campo más que por la fama de su caudal y por sus buenas acciones y larguezas; así es que, sorprendido del llamamiento, dijo:

—¿Y qué querrá conmigo ese señor? Si es asunto de transportar metales, excusado es que lo vea.

—Véngase conmigo, compadre, y déjese de imaginaciones, que lo que fuere ya se lo dirá don Antonio. Despabílese, amigo, que al raposo durmiente no le amanece la gallina en el vientre.

Llegado el arriero a casa de Quirós, encontró en la sala al mendigo de las gradas de San Lorenzo, quien lo abrazó afectuosamente y le dijo:

—Hermano, tanto he pedido a Santiago apóstol, que ha hecho el milagro, y con usura. Vuélvase a su casa y hallará en el corral, no veinte, sino cuarenta mulas del Tucumán. ¡Ea! A trabajar... y constancia, que Dios ayuda a los buenos.

Y esquivándose a las manifestaciones de gratitud del arriero, dio un portazo y se encerró en su cuarto.

Aquel viejecito era Quirós.

«Vestía habitualmente en Potosí —dice un cronista— calzón y zamarra de bayeta, capa de paño burdo y toscos zapatos, no diferenciádose su traje del de los pebres y trabajadores».

III

¡Dios te la depare buena!


Asegura Bartolomé Martínez Vela en sus Anales, que el maestre de campo López Quirós pretendió merecer de su majestad el título de conde de Incahuasi, y que su pretensión fue cortésmente desechada por el rey. Paréceme que si entre ceja y ceja se le hubiera metido al archimillonario obtener, no digo un simple pergamino de conde, sino un bajalato de tres colas, de fijo que se habría salido con el empeño. ¡Bonito era Carlos II para hacer ascos a la plata! Bajo su reinado se vendieron en América por veinte mil duretes más de sesenta títulos de condes y marqueses. Precisamente en solo el Perú creó los condados de Monterrico, Valleumbroso, Zelada de la Fuente, Otero y Villablanca, y los marquesados de Villafuerte, Castillejo, Corpa, Concha, Vega del Ren, Cartago, Montemar, Sierrabella, Lurigancho, Villahermosa, Moscoso y Sotoflorido. Quede, pues, sentado que si nuestro minero no llegó a calzarse un título de Castilla fue porque no le dio su regalada gana de pensar en candideces.

A propósito del apellido Quirós, recordamos haber leído en un genealogista que el primero que lo llevó fue un soldado griego llamado Constantino, el cual en una batalla contra los moros, allá por los años de 846, viendo en peligro de caer del caballo al rey don Ramiro voló en su socorro, gritando ¡is Kirós! ¡is Kirós! (¡tente firme!, ¡no te rindas!), y ayudando al rey a levantarse diole sus armas y caballo. El monarca quiso que en memoria de la hazaña tomase el apellido de Quirós, dándole por divisa escudo de plata y dos llaves de azur en aspas, anguladas de cuatro rosas y cuatro flores de lis, un cordón en orla, y en una bordura este mote: Después de Dios, la casa de Quirós. El solar de la familia se fundó en el castillo de Alba, en Asturias, después del matrimonio de Constantino con una hija de Bernardo del Carpio. Cuando la conquista de Granada, hubo un Quirós tan principal y valeroso que los Reyes Católicos lo llamaban el rey chiquito de Asturias.

Refiéranse de Quirós, el de Potosí, excentricidades que hacen el más cumplido elogio de su carácter y persona. Apuntaremos algunas:

Cuando le denunciaban robos de gruesas sumas que le hacían sus mayordomos, don Antonio se conformaba con destituir al ladrón y daba su plaza al denunciante, diciendo: «No menear el arroz aunque se pegue. Veamos si éste ha obrado por envidia o por lealtad».

En una ocasión le avisaron que uno de sus administradores había ocultado piñas de plata por valor de seis mil pesos. Reconvenido por Quirós, contestó el infiel dependiente que había robado por dar dote a una hija casadera.

—La franqueza y el propósito te salvan, que quien no cae no se levanta —le dijo el patrón—. Llévate los seis mil, y que tu hija se confortase con esa dote, que no todas las muchachas bonitas nacen hijas de emperadores o de Antonio López Quirós.

Y en verdad que las dos hijas de nuestro personaje, al casarse con dos caballeros del hábito de Santiago, llevaron una dote que abriría el apetito al mismo autócrata de todas las Rusias.

Presentose un joven, sobrino de un título de Castilla, pidiéndole protección. Quirós le dijo que la ociosidad era mala senda, y que lo habilitaría con cinco mil pesos para que trabajase en el comercio. El hidalgüelo sin blanca se dio por agraviado, y contestó que él no envilecería sus pergaminos viviendo como un hortera plebeyo tras de un mostrador. Nuestro minero le volvió la espalda, murmurando: «Si tan caballero, ¿por qué tan pobre? Y si tan pobre, ¿por qué tan caballero?».

En su manera de practicar la caridad había también mucho de original.

Durante los días de semana santa acostumbraba Quirós sentarse por dos horas en el salón de su casa, rodeado de sacos de plata y teniendo en la mano una copa de metal, la cual metía en uno de los sacos, y la cantidad que en ella cupiera la daba de limosna a cada pobre vergonzante que se le acercaba en esos días. Supongo que aquella casa estaría más concurrida que el jubileo magno.

Con personas de otro carácter que iban donde él a solicitar un donativo, empleaba un curioso expediente. En un cuarto tenía multitud de cajones clavados en la pared. Las dimensiones de ellos eran iguales, y en cada uno podía encerrarse holgadamente un talego de a mil. Quirós ponía en algunos toda esta suma, y en los demás la iba proporcionalmente disminuyendo hasta llegar a un poso. Todos los cajones estaban numerados; y cuando don Antonio tenía que habérselas con uno de los llamados hoy pobres de levita y que entonces se llamarían pobres de capa larga, conducíalo al cuarto, diciéndole:

—Escoja vuesa merced un número, y... ¡qué Dios se lo depare bueno!

IV

Entre col y col...


Entre los manuscritos de la Biblioteca de Lima existe un libro, de autor anónimo, que creemos escrito en 1790. Titúlase Viaje al globo de la luna, y uno de sus capítulos está consagrado al hablar extensamente de las riquezas de Potosí y el Titicaca. Dice que desprendido en 1681 un crestón del Illimani, se sacó de él tanto oro, que se vendía como el trigo o el maíz, y que en tiempo del virrey marqués de Castelfuerte se compró por su orden una pepita que pesaba cuarenta y cuatro libras.

Hablando de las minas de plata, cuenta el mismo autor anónimo que un minero de San Antonio de Esquilache, asiento de Chucuito, al retirarse del trabajo arrendó su mina por mil cuarenta pesos diarios; que en la mina de Huacullani la libra de metal sólo tenía cuatro onzas de tierra, siendo plata lo restante, y que allí se encontró la célebre mesa de plata maciza al cuyo alrededor podían comer cien hombres holgadamente.

Leemos en ese libro que un soldado, no creyendo bien premiados sus servicios por el presidente La Gasca, se dirigió a Carangas, donde, en un arranque de cólera, dio un puntapié sobre un crestoncillo, descubriendo una veta tan rica que hizo en breve poderosos a cuantos la trabajaron. Esa fue la conocida con el nombre de Mina de los Pobres.

Refiere el autor que una mina, llamada la Hedionda, producía cerca de dos mil marcos por cajón; pero que no puede explotarse por ser mortíferas sus emanaciones.

Larguísimo extracto podríamos hacer de las curiosas noticias que contiene este interesante manuscrito. Para satisfacer al lector bastará que hagamos un sumario de las materias de que trata cada capítulo de la obra.

En el capítulo I se ocupa el autor de discutir sobre la posibilidad de la navegación aérea, y por incidencia consagra tres páginas a Santiago de Cárdenas el Volador, limeño que en la época del virrey Amat escribió un libro describiendo un aparato para viajar por los aires.

El capítulo II contiene una importantísima disertación sobre la coca, su cultivo y propiedades, y un estudio, también muy notable, sobre la despoblación de España y población de las Indias.

Los capítulos III y IV están consagrados a noticias sobre los sistemas para beneficiar metales, datos sobre las minas de azogue de Huancavelica, descripción del lago Titicaca, opinión sobre su desagüe, posibilidad de una inundación espantosa y pormenores sobre las minas de Puno y Potosí.

Los dos últimos capítulos son de importancia puramente científica o literaria. Expone el autor sus teorías sobre las mareas, desviaciones de la aguja, vientos, etc., y diserta largamente sobre el teatro y la poesía dramática.

Como se ve por este sumario, el manuscrito del autor anónimo, que fue un español que residió muchos años en el Perú, merece ser leído y consultado.

Discúlpesenos estos párrafos que poca concomitancia tienen con la tradición, y concluyamos con López Quirós.

V

Donde concluimos copiando un párrafo de un historiador


«Fue este caballero muy humilde, su conversación muy decente, extrema su religiosidad y devoción, su conciencia muy ajustada. Lo que encargaba más a sus administradores era que a los indios les satisficiesen con puntualidad su trabajo, y que en ninguna forma especulasen con ellos; porque de no tratarlos bien y medrar avariciosamente con su sudor, podría Dios castigarle quitándole lo que en tanta profusión le había dado. Finalmente, llegó a tener tanta edad (ciento nueve años) que era necesario sustentarlo con leche de los pechos de las mujeres, dándole de mamar. Pasó de esta vida al descanso de la eterna por el mes de abril del año 1699. Fue muy llorado de los pobres que, atentos a su ejemplar caridad y virtudes, decían: Después de Dios, Quirós, estribillo que nunca morirá en Potosí, porque mejor que en láminas y bronces está grabado en los corazones».

Los apóstoles y la Magdalena

El cronista Martínez Vela, en sus Anales de la villa imperial del Potosí, habla extensamente sobre el asunto que hoy me sirve de tema para esta tradicioncilla. Citada la autoridad histórica, a fin de que nadie murmure contra lo auténtico del hecho, toso, escupo, mato la salivilla y digo:

I

Allá por los años del Señor de 1657 era grande la zozobra que reinaba entre los noventa mil habitantes de la villa, y en puridad de verdad que la alarma tenía razón de ser. Era el caso que a todos traía con el credo en la boca la aparición de doce ladrones capitaneados por una mujer. Un zumbón los llamó los doce apóstoles y la Magdalena, y el mote se popularizó y los mismos bandidos lo aceptaron con orgullo. Verdad es que más tarde aumentó el número, cosa que no sucedió con el apostolado de Cristo.

Los apóstoles practicaban el comunismo, no sólo en la población, sino en los caminos, y con tan buena suerte y astucia que burlaron siempre los lazos que les tendiera el corregidor don Francisco Sarmiento. Lo único que supo éste de cierto fue que todos los de la banda eran aventureros españoles. Pero de repente los muy bribones no se conformaron con desvalijar al prójimo, sino que se pusieron a disposición de todo el que quería satisfacer una venganza pagando a buen precio un puñal asesino. Ítem, cuando penetraban en casa donde había muchachas, cometían en la honestidad de ellas desaguisados de gran calibre; y a propósito de esto, cuenta el candoroso cronista, con puntos y comas, un milagro que yo referiré con rapidez y como quien toca un carbón hecho ascua.

Fueron una noche los apóstoles a una casa habitada por una señora y sus dos hijas, mocitas preciosas como dos carbunclos. A los ladrones se les despertó el apetito ante la belleza de las niñas, y las pusieron en tan grave aprieto que madre y muchachas llamaron en su socorro a las que viven en el purgatorio, que en lances tales tengo para mí son preferibles a los gendarmes, guardias civiles y demás bichos de la policía moderna. Y quién te dice, lector, que las ánimas benditas no fueron sordas al reclamo, como sucede hogaño con el piteo de los celadores, y en un cerrar y abrir de ojos se coló un regimiento de ellas por las rendijas de la puerta; con lo cual se apoderó tal espanto de esos tunos, que tomaron el tole, dejando un talego con dos mil pesos de a ocho, que sirvió de gran alivio a las tres mujeres. No dice el cronista si dieron su parte de botín en misas a las tan solícitas ánimas del otro mundo; pero yo presumo que las pagarían con ingratitud, visto que las pobrecitas no han vuelto a meterse en casa ajena y que dejan que cada cual salga de compromisos como pueda, sin tomarse ya ellas el trabajo de hacer siquiera un milagrito de pipiripao.

II

Pues, señor, iba una noche corriendo aventuras por la calle de Copacabana el bachiller Simón Tórtolo, cleriguillo enamoradizo y socarrón, cuando de pronto se halló rodeado de una turba de encapados.

—¿Quién vive? —preguntó el clérigo deshonrando su apellido, es decir, sin atortolarse.

Los doce apóstoles —contestó uno.

—Que sea enhorabuena, señores míos. ¿Y qué desean vuesas mercedes?

—Poca cosa, y que con los maravedises del bolsillo entregue la sotana y el manteo.

—Pues por tan parva materia no tendremos querella —repuso con sorna el bachiller.

Y quitándose sotana y manteo, prendas que en aquel día había estrenado, las dobló, formó con ellas un pequeño lío, y al terminar dijo:

—Gran fortuna es para mí haber encontrado en mi peregrinación sobre la tierra a doce tan cumplidos y privilegiados varones como vuesas mercedes. ¿Conque vuesas mercedes son los apóstoles?

—Ya se lo hemos dicho —contestó con aspereza uno de ellos, que por lo cascarrabias y llevar la voz de mando debía ser San Pedro—; y despache, que corre prisa.

Mas Simón Tórtolo, colocándose el lío bajo el brazo, partió a correr gritando:

—¡Apóstoles, sigan a Cristo!

Los ladrones lo intentaron; pero el clérigo, a quien no embarazaba la sotana, corría como un gamo y se les escapó fácilmente.

—¡Paciencia! —se dijeron los cacos—, que quien ancla a tomar pegas coge unas blancas y otras negras. No se ha muerto Dios de viejo y mañana será otro día; que manos duchas, pescan truchas, y el que hoy nos hizo burla sufrirá más tarde la escarapulla.

III

Poco después desaparecía de la villa una señora principal. Buscáronla sus deudos con gran empeño, y transcurridos algunos días fue hallado el cadáver en el Arenal con la cabeza separada del tronco. Este crimen produjo tan honda conmoción que el vecindario reunió en una hora cincuenta mil pesos y se fijaron carteles ofreciendo esa suma por recompensa al que entregase a los asesinos.

Como el de Cristo, tuvo también su Judas este apostolado; que no hay mejor remiendo que el del mismo patio y nadie conoce a la olla como el cucharón, salvo que aquí la traición no se pagara con treinta dineros roñosos, sino con un bocado muy suculento. Gracias a este recurso, todos los de la banda fueron atados al rollo, y tras de pública azotaina, suspendidos en la horca. Sólo la Magdalena escapó de caer en manos de la justicia. Suponemos cristianamente que, andando los tiempos, tan gran pecadora llegaría a ser otra Magdalena arrepentida.

Cada uno manda en su casa

I

No sé precisamente en que año del pasado siglo vino de España a esta ciudad de los reyes un mercenario, fraile de macho peso y gran cogote, con el título de Visitador general de la Orden. Lo de la fecha importa un pepino; pues no porque me halle en conflicto para apuntarla con exactitud, deja de ser auténtico mi relato. Y casi me alegro de ignorarla.

Traía el padre Visitador pliegos del rey y rescriptos pontificios que le acordaban un sinnúmero de atribuciones y preeminencias. Los hijos de Nolasco lo recibieron con grandes festejos, loas y mantel largo, novillos en la plazuela, catimbaos y papahuevos, y qué sé yo qué otras boberías.

El ilustrísimo arzobispo, más que por agasajo al huésped, por desentrañar hasta qué punto se extendía su comisión, fue a visitarlo con gran ceremonia y lo comprometió a que tres veces por semana habían de almorzar juntos en el palacio arzobispal.

Para encarecer la importancia del fraile, nos bastará apuntar que tenía el tratamiento de excelencia, según lo testificaban papeles y pergaminos.

No me atrevo a asegurarlo, pero mis razones tengo para sospechar que su excelencia el Visitador no pudo ser otro que fray José González de Aguilar Flores de Navarra, teólogo del rey, señor de las baronías de Algar y Escala en Valencia y (¡ahí es rana!) grande de España de primera clase.

La primera mañana en que debían almorzar en cordial compaña el ilustrísimo y el excelentísimo, vino el coche de aquél a la puerta de la Merced poco antes de las ocho, y el Visitador se arrellanó en los mullidos cojines.

Llegado al salón del diocesano y después del cambio de saludos y demás borondangas de etiqueta social, dijo el Visitador:

—Por no hacer esperar a su ilustrísima heme venido sin celebrar el santo sacrificio.

—Pues tiempo hay para que su excelencia cumpla en mi catedral la obligación.

Y un familiar acompañó al mercenario, y por el patio de los Naranjos penetraron en la sacristía; revistiose, y ayudado por un monacillo dijo misa en el altar mayor.

Cuando a las nueve se congregaron los canónigos en el coro y supieron lo que acababa de ocurrir, quisieron agarrar con las manos los cuernos de la luna. «¡Cómo! —gritaban furiosos—. ¡Tener un fraile el atrevimiento de decir misa en nuestro altar mayor!».

Aquello, para el orgullo de los canónigos, era una cosa que clamaba al cielo y no podía quedar así como así.

Después de almorzar suculentamente chicharrones, tamales y pastelillos, sanguito de ñajú y otros apetitosos guisos de la cocina criolla, se despidió el comensal y entraron los indignados canónigos con la queja, y con sus aspavientos y recriminaciones le pusieron al bonachón arzobispo la cabeza como una olla de grillos.

A su ilustrísima un color se le iba y otro se le venía; pues en puridad de verdad, la culpa en gran parte era suya, porque no se le ocurrió franquear al celebrante su oratorio particular. Los de la querella sacaron a relucir cánones y breves y reales cédulas y demás garambainas, y se acordó, tras larga controversia, que si al Visitador se le antojaba volver a decir misa en la catedral, lo hiciese en altar portátil.

La cuestión se hizo pública y llegó, como era natural, abultada con notas, apéndices y comentarios, a oídos de su excelencia, quien por el momento adoptó el partido de no volver a pisar el palacio arzobispal, mientras le llegaba ocasión propicia para sacarse el clavo.

II

Y pasaron algunas semanas, y cuando ya nadie se acordaba de lo sucedido, amaneció un domingo, y el Visitador se levantó muy risueño, diciendo que entre ceja y ceja se le había metido hacer en el acto una reforma en su iglesia.

Y convocando secretamente una docena de carpinteros, mandó que cercasen de tablas el altar de Nuestra Señora de la Antigua, que se halla situado cerca de la puerta, independizándolo de la nave central y del resto del templo.

Los dominicos disputan a los mercenarios la antigüedad de residencia en Lima; pero es punto históricamente comprobado que la primera misa que se dijo en nuestra capital fue celebrada por el religioso de la Merced fray Antonio Bravo; que en 1535 era ya el padre Miguel Drenes provincial o comendador de la orden, y que cuando en 1541 fue asesinado el conquistador Pizarro, los mercenarios, a quienes se tildaba de almagristas, tenían ya casi concluida la fábrica del convento e iglesia, invirtiendo en ambas la suma de setecientos mil pesos. Sigamos con la tradición.

Los frailes murmuraban sotto voce que a su excelencia se le había barajado el seso; pero el respeto les impedía hacer la más ligera observación al mando del superior.

Al día siguiente estuvo terminado el cerco y con su respectiva puertecita. Los obreros habían trabajado toda la noche.

Era ese el primero de los tres días de rogativas que preceden a la Sesta de la Ascensión del Señor, y según rito, el arzobispo y su coro de canónigos iban por turno a las iglesias grandes. Aquel lunes la ceremonia correspondía a la Merced.

El comendador con todos sus conventuales salió a la puerta del templo a recibir solemnemente la visita; pero su excelencia se quedó tras la cancela.

La comitiva iba a dirigirse por la nave central en dirección al altar mayor, cuando el Visitador le atajó el paso diciéndole:

—¡Alto ahí, que no es ese el camino!

Y volviéndose hacia el arzobispo añadió:

—Ilustrísimo señor: ¡Pues los canónigos no hallan bien que un fraile celebre en su altar mayor, yo he resuelto que ellos no puedan oficiar sino en la puerta de mi iglesia!

—Pero, señor excelentísimo... —balbuceó el arzobispo.

—Nada, ilustrísimo señor. Cada uno manda en su casa.

—Y Dios en la de todos, hermano —murmuró un maestro de capilla.

Y no hubo tu tía. El arzobispo y los canónigos dieron media vuelta y se dirigieron a hacer las rogativas en otro templo, que si no estamos mal informados fue el de la Concepción.

Parece que los canónigos conservan desde entonces tirria tradicional a los mercenarios, y que no quieren perdonarles la arrogancia del Visitador. Buena prueba es que no han vuelto a celebrar las rogativas en la Merced.

El alma de fray Venancio

Allá por la primera mitad del anterior siglo no se hablaba en Lima sino del alma de un padre mercenario que vino del otro mundo, no sé si en coche, navío o pedibus andando, con el expreso destino de dar un susto de los gordos a un comerciante de esta tierra. Aquello fue tan popular como la procesión de ánimas de San Agustín, el encapuchado de San Francisco, la monja sin cabeza, el coche de Zavala, el alma de Gasparito, la mano peluda de no sé qué calle, el perro negro de la plazuela de San Pedro, la viudita del cementerio de la Concepción, los duendes de Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban las abuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la cama.

De buena gana querría dar hoy a mis lectores algo en que no danzasen espíritus del otro barrio, aunque tuviera que echar mano de la historia de los hijos de Noé, que fueron cinco y se llamaron Bran, Bren, Brin, Bron, Brun, como dicen las viejas. Pero es el caso que una niña muy guapa y muy devota a la vez me ha pedido que ponga en letras de molde esta conseja, y ya ven ustedes que no hay forma de esquivar el compromiso.


¡Ay, que se quema! ¡Ay, que se abrasa
el ánima que está en pena!


era el estribillo con que el sacristán de la parroquia de San Marcelo pedía limosna para las benditas ánimas del purgatorio, a lo cual contestaba siempre algún chusco completando la redondilla:


que se queme enhorabuena,
que yo me voy a mi casa.

I

El padre Venancio y el padre Antolín se querían tan entrañablemente como dos hermanos, se entiende como dos hermanos que saben quererse y no andan al morro por centavo más o menos de la herencia.

En el mismo día habían entrado en el convento, juntos pasaron el noviciado y el mismo obispo les confirió las sagradas órdenes.

Eran, digámoslo así, Damón y Pithias tonsurados, Orestes y Pílades con cerquillo.

No pasaron ciertamente por frailes de gran ciencia, ni lucieron sermones gerundianos, ni alcanzaron sindicato, procuración o pingüe capellanía, y ni siquiera dieron que hablar a la murmuración con un escándalo callejero o una querella capitular.

Jamás asistieron a lidia de toros, ni después de las ocho de la noche se les encontró barriendo con los hábitos las aceras de la ciudad. ¡Vamos! ¡Cuando yo digo que sus reverencias eran unos benditos!

Eran dos frailes de poco meollo, de ninguna enjundia, modestos y de austeras costumbres; como quien dice, dos frailes de misa y olla y pare usted de contar.

Pero ni en la santidad del claustro hay espíritu tranquilo, y aunque no mundana, sino muy ascética, fray Venancio tenía una preocupación constante.

Los dominicos, agustinos franciscanos y hasta los juandedianos y barbones o belethmitas ostentaban con orgullo en su primer claustro las principales escenas de la vida de sus santos patrones, pintados en lienzos que, a decir verdad, no seducen por el mérito artístico de los pinceles.

¡Qué vergüenza! Los mercenarios no adornaban su claustro con la vida de San Pedro Nolasco.

Al pensar así, había en el ánima de nuestro buen religioso su puntita de envidia.

Y esto era lo que le escarabajeaba a fray Venancio y lo que hizo voto de realizar en pro del decoro de su comunidad.

El padre Antolín, para quien el padre Venancio no tenía secretos, creyó irrealizable el propósito; pues los lienzos no los pintan ángeles, sino hombres que, como el abad, de lo que cantan yantan. Según el cálculo de ambos frailes, eran precisos diez mil duros por lo menos para la obra.

El padre Venancio no se descorazonó, y contestó a su compañero que con fe y constancia se allanan imposibles y se verifican milagros. Y entre ellos no se volvió a hablar más del asunto.

Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vez que de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosna de misas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas de oro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en la tienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación de probidad y que por ello era el banquero o depositario de los caudales de muchos prójimos.

Y el depósito se realizaba sin que mediase una tira de papel; pues la honorabilidad del mercader, hombre que diariamente cumplía con el precepto, que comulgaba en las grandes festividades y que era mayordomo de una archicofradía, se habría ofendido si alguno le hubiese exigido recibo u otro comprobante. ¡Qué tiempos tan patriarcales! Haga usted hoy lo propio y verá dónde le llega el agua.

Sumaban ya seis mil pesos los entregados por fray Venancio, cuando una noche se sintió éste acometido de un violento cólico miserere, enfermedad muy frecuente en esos siglos, y al acudir fray Antolín encontró a su alter ego con las quijadas trabadas y en la agonía. No pudo, pues, mediar entre ellos la menor confidencia y fray Venancio fue al hoyo.

El honrado comerciante, viendo que pasaban meses y meses sin que nadie le reclamase el depósito, llegó a encariñarse por él y a mirarlo como cosa propia. Pero a San Pedro Nolasco no hubo de parecerle bien quedarse sin lucir su gallardía en cuadros al óleo.

II

Y pasaron años de la muerte de fray Venancio.

Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín, y despertó sobresaltado sintiendo una mano fría que se posaba en su frente.

Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de Cautivos esparcía en la celda débiles y misteriosos reflejos.

A la cabecera de la cama y en una silla de vaqueta estaba sentado fray Venancio.

—No te alarmes —dijo el aparecido—, Dios me ha dado licencia para venir a encomendarte un asunto. Ve mañana al mediodía al portal de Botoneros y pídele a don Marcos Guruceta seis mil pesos que le di a guardar y que están destinados para poner en el primer claustro la vida de nuestro santo patrón.

Y dicho esto, la visión desapareció.

El padre Antolín se quedó como es de presumirse. Cosa muy seria es ésta de oír hablar a un difunto.

Por la mañana se acercó nuestro asustado religioso al comendador de la orden y le refirió, sueño o realidad, lo que le había pasado.

—Nada se pierde, hermano —contestó el superior—, con que vea a Guruceta.

En efecto, mediodía era por filo cuando fray Antolín llegaba al mostrador del comerciante y le hacía el reclamo consabido. Don Marcos se subió al cerezo, y díjole que era un fraile loco o trapalón.

Retirose mohíno el comisionado; pero al llegar a la portería de su convento, saliole al encuentro un fraile en el cual reconoció a fray Venancio.

—Y bien, hermano, ¿cómo te ha ido?

—Malísimamente, hermano —contestó el interpelado—. Guruceta me ha tratado de visionario y embaucador:

—¿Sí? Pues vuelve donde él y dile que si no se allana a pagarte voy yo mismo dentro de cinco minutos por mi plata.

Fray Antolín regresó al portal, y al verlo don Marcos entrar por la puerta de la tienda, le dijo:

—¿Vuelve usted a fastidiarme?

—Nada de eso, señor Guruceta. Vengo a decirle que dentro de pocos instantes estará aquí fray Venancio en persona a entenderse con usted. Yo me he adelantado a esperarlo.

Al oír estas palabras y ante el aplomo con que fueron dichas, experimentó Guruceta una conmoción entraña, y decididamente temió tener que habérselas con una alma de la otra vida.

—Que no se moleste en venir fray Venancio —dijo tartamudeando—. Es posible que, con tanto asunto como tengo en esta cabeza, haya olvidado que me dio dinero. Sea de ello lo que fuere, pues el propósito es cristiano y yo muy devoto de San Pedro Nolasco, mande su paternidad un criado por las seis talegas.

La religiosidad de los limeños suplió con limosnas y donativos la suma que faltaba para el pago de pintores; y un año después, en la festividad del patrón, se estrenaban los lienzos que conocemos.

Tal es la tradición que en su infancia oyó contar el que esto escribe a fray León Fajardo, respetabilísimo sacerdote y comendador de la Merced.

El cigarrero de Huacho

(Cuento tradicional sobre unos amores que tuvo el diablo)


A poco más de veinticinco leguas de Lima hay un pueblo delicioso por lo benigno de su temperamento, por la fertilidad de su campiña, por lo sabroso de su fruta y, más que todo, por la sencillez patriarcal de sus habitantes; si bien es cierto que esta última cualidad empieza a desaparecer, para dar posada a los resabios y dobleces que son obligado cortejo de la civilización.

Modesta villa de pescadores y labriegos, Huacho se encuentra situada en la ribera del mar y a una legua de Huaura, lugar famoso de los anales de nuestra guerra de independencia por el asilo que durante largos meses prestó al general San Martín y la reducida hueste de patriotas con que mantuvo en constante alarma al poderoso ejército realista.

Sin embargo de su proximidad a la capital de la república, los huachanos creen en el diablo y en las brujas; y notorio es que Huacho es el único punto del mundo donde se conoce al maligno con el nombre de don Dionisio el cigarrero.

Añeja costumbre es en nuestros pueblos hacer por Pascua de Resurrección un auto de fe con la efigie del apóstol que vendió a su Divino Maestro por la miseria de treinta dineros. Pero los huachanos no condenan al pobre Judas a la chamusquina; antes bien lo compadecen y perdonan, pensando piadosamente cuán grandes serían los atrenzos de su merced cuando por tan roñosa suma cometió tan feo delito. ¡Quizá la situación de Judas era idéntica a la que hogaño aflige a los pensionistas del Estado!

La víctima que sacrifican los huachanos es la imagen del desventurado don Dionisio.

El huachano no concibe que sea honrado ni buen creyente el prójimo que tuvo la mala suerte de recibir con la sal del bautismo el nombre de Dionisio; y es fama que habiendo pasado por el pueblo en 1780 don Dionisio de Ascasibar, visitador por su majestad de las reales cajas del virreinato, se arremolinaron los habitantes y resolvieron ejecutar con tan caracterizada persona una de pópulo bárbaro. Por fortuna su señoría tuvo oportuno aviso del zipizape que iba a armarse, y anocheció y no amaneció en poblado. Y luego dirán que es bellaquería de poeta aquello que dijo Espronceda de que


«[...] el nombre es el hombre
y su primer fatalidad su nombre».


Yo de mío he sido siempre dado a andar de zoca en colodra con los refranes y consejas populares. Tanto oí nombrar al Cigarrero de Huacho en las diversas ocasiones que he vivido en amor y compaña con las honradas gentes de Luariama y la Cruz Blanca, que a la postre me invadió la comezón de conocer la historia del supradicho don Dionisio, y hela aquí tal cual de mis afanes rebuscadores aparece.

I

Cúponos en fortuna o en desgracia nacer en este siglo de carbón de piedra, tan dado al romanticismo de Víctor Hugo como poco amante del que se estilaba en los días de don Pedro Calderón de la Barca. Y a fe que si ahora cuando se escribe una relación de amores, precisamente han de entrar en ella puñal y veneno, en los benditos tiempos de la capa y espada, tiempos de babador y bombilla para la humanidad, todo era serenatas y tal cual zurra a los alguaciles de la ronda. No embargante, si alguna vez relucía la fina hoja de Toledo era en caballeresca lid, y los desafíos se realizaban en apartado campo hasta teñirse en sangre el hierro.

Parece que el romanticismo de nuestros abuelos no había descubierto que las más guapas armas para un combate son dos botellas de lo tinto, y el mejor palenque una buena mesa provista de un suculento almuerzo con trufas, ancas de ranas y pechuguillas de gorrión. Dios, el rey y la dama constituían el código de la honra. ¡Qué atraso y qué tontuna de gente! Hoy armamos un lance con el lucero del alba sobre la propiedad de una pirueta del cancán, y aunque la sangre no llega al río, convengamos en que esto es saber apreciar la negra honrilla, y que lo de nuestros abuelos era burbujas y chiribitas.

Por entonces estaba aún en el limbo y no se conocía en este cacho de mundo el respetable gremio que hoy se llama de las madres jóvenes, asociación compuesta de muy talluditas jamonas, constituidas en confidentes de las coqueterías y picardihuelas de sus hijas, y que por cuenta propia saben también dar un cuarto de escándalo al pregonero.

Antiguamente, es decir, antes de la independencia, una madre era lo que había que ser. ¿Sacaba una hija los pies del plato? Tijera con ella y pelo abajo, que los hombres no gustan de motilonas. ¿Se quedaba dormida en el interminable rosario? Sin disputa, la niña debía tener la cabeza llena de pensamientos mundanos, y para hacerla entrar en vereda la encerraban en el cuarto obscuro hasta que, obtenida licencia del provisor, iba a un monasterio, donde la enseñaban a hacer pastillas de briscado, niños de cera, mazapán, confitados y tortitas. Además, por justos o verenjustos, el palo de la escoba andaba bobo, y había cada pellizco o mojicón, que no un cardenal, sino un conclave de cardenales formaba en los delicados cuerpos de las muchachas. Una madre no tenía más rey ni roque que su soberana voluntad. ¡Aquella si ora autocracia, y no la del azar de Rusia! En Dios y en mi ánima, bellas lectoras, que hay por qué felicitaros de no haber alcanzado la época del faldellín. Ahora, bajo el imperio de la crinolina y otros postizos, cuando la hija habla tú por tú a los que la dieron el ser, una madre tiene que hilar muy delgado, y a nadie se asusta con antiguallas. ¡Bonito genio gastamos en el siglo XIX, para que os vengan con rapaduras, encierros y coscorrones!

II

Era, a mediados del pasado siglo, la noche de la verbena de San Juan. Como costumbre española, se había introducido entre nosotros la de que toda niña de más de quince abriles encendiese aquella noche un cirio ante la imagen del precursor de Cristo. Al sonar las doce, las muchachas asomábanse presurosas a los balcones y ventanas, y eran agradablemente sorprendidas por los galanes que, al son de una bandurria o vihuela, cantaban amorosas endechas y quejumbrosos yaravíes. Ellas creían que el cantor había caído como llovido del cielo, y harto cristianas eran para darle calabazas.

Hacía dos meses que doña Angustias Ambulodegui de Iturriberrigorrigoicoerrotaberricoechea, viuda de un vizcaíno empleado en el real Estanco, se había establecido en Huacho en compañía de su hija Eduvigis, muchacha capaz de sacar de sus casillas al mismísimo San Jerónimo, y de hacerle arrojar a un pozo la piedra y la disciplina con que se atormentaba en el desierto.

No osaré jurar que aquella noche había encendido Eduvigis una candelilla a San Juan para que la favoreciese con un quebradero de cabeza; pero sí que la chica se encontraba aún despierta y vestida a media noche, y que se asomó al ventanillo apenas oyó los acordes de una guitarra, manejada con mucho rumbo y salero. De seguro que el de la serenata no cantaría coplas como la que oímos a un galancete de villorrio:


«Cuando doblen las campanas
no preguntes quién murió;
porque, ausente de tu vista,
¿quién ha de ser sino Pepe González?».


sino tan salerosas e intencionadas como esta:


«El amor que te tengo
lo he confesado,
y el confesor me ha dicho
que no es pecado;
que es natural
quererse ellos y ellas
por caridad».


Seguidilla va y seguidilla viene, el cantor llevaba trazas de esperar a que despuntase el alba para poner punto a las ponderaciones y extremos de su amor; pero vino a aguar la fiesta el ruido estridente de un bofetón y una voz catarrienta que decía:

—¿Te gustan villancicos, descocada? Pues sábete que rondador que te requiera de amores ha de entrar por la puerta sin escandalizar el barrio. ¡Charquito de agua, no serás brazo de mar!

Y semejante a las brujas de Macbeth, asomó por el ventanillo un escuerzo en enaguas, con un rostro adornado por un par de colmillos de jabalí que servían de muletas a las quijadas, como dijo Quevedo.

—¡Arre allá, señor de los ringorrangos, dominguillo de higueral, y vaya vuesa merced a trabucar el juicio a mozas casquilucias y de menos trastienda que mi hija!

No sabemos si el susto que le inspiró tan infernal aparición o una ráfaga de viento arrancó al galán el embozo, y a la escasa luz que salía por el ventanillo reconocieron la asendereada Eduvigis y la furiosa viuda de Iturriberrigorrigoicoerrotaberricoechea al personaje de quien hablaremos en capítulo aparte.

III

Por la misma época en que doña Angustias y su hija se establecían en Huacho, llegó al lugar un mancebo de veinticinco años, buen mozo, de aire truhán y picaresco y que probó ser hombre de escasos haberes, pues arrendó un miserable tenducho en el que estableció una humildísima cigarrería. La curiosidad de los vecinos no dejaba en reposo al forastero, quien, dicho sea de paso, no gustaba de poca ni mucha conversación con los huachanos. Un mozo tan nada amigo de amigos tenía que ser la comidilla de la murmuración.

Una tarde llegaron dos viejas a la tienda, y después de comprar cigarros se propusieron meter letra con el forastero, y entre otras preguntas, más o menos impertinentes, hubo las que consigna este diálogo.

—¿Y desde dónde ha venido usarced?

—Desde el Purgatorio.

La interpelante dio un salto, imaginándose que era ánima en pena quien en realidad había residido en un frigidísimo mineral de Cajamarca llamado Purgatorio. Repuesta de su espanto la curiosa vieja, aventuró otra pregunta.

—¿Y qué piensa usarced hacer en Huacho?

—Cigarros y diabluras.

Nueva sorpresa para las viejas.

—¿Y qué edad tiene?

—¡La del demonio! —contestó fastidiado don Dionisio.

Aquí las viejas se santiguaron y salieron a escape de la tienda. Las contestaciones del cigarrero corrieron de boca en boca con notas y comentarios, llevando a todos los ánimos la convicción de que el forastero era por lo menos hereje y que el mejor día tendría Huacho la visita de algún comisario de la Santa. Contribuyó también a que el vecindario lo mirase como huésped peligroso la circunstancia de que no le besaba la mano al padre cura ni asistía a la misa dominical, pecadillos que en aquel siglo bastaban para que un prójimo tuviese que habérselas con los torniceros de la Inquisición.

IV

Alguien dijo que la mujer es espíritu de contradicción. El bofetón, bien sonado y mejor recibido, bastó para que la chica tomara a capricho corresponder al cigarrero, y entendido se está que si no se repitió la serenata fue porque los billeticos y las citas misteriosas por la puerta falsa menudeaban que era una maravilla.

Una noche encontrose doña Angustias con que la paloma había volado del nido, y aquí fue el tirarse de las greñas y dar desaforados gritos.

—¡Hija descastada! Permita Dios que cargue con ella el patudo.

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Alabemos que alzan! —decían escandalizadas las vecinas—. No eche, señora, maldiciones; que al fin la muchacha ha salido de sus entrañas.

—¡Sí! ¡Sí! —insistía la inflexible vieja—. ¡Que la alcancen mis palabras! ¡Que se la lleve el demonio!

Y no hubo acabado de proferir esta frase cuando sintiose una detonación. La cigarrería de don Dionisio era presa de las llamas, y es fama que la atmósfera trascendía a azufre. Para los huachanos fue donde entonces artículo de fe que el diablo, y no un galán de carne y hueso, era el que había cargado con la muchacha desobediente y casquivana.

V

Aunque nadie volvió a tener en Haucho noticia de Eduvigis ni de su amante, yo te diré, lector, en confianza, que el incendio fue un suceso casual; que no hubo tal azufre ni cuerno quemado sino en la sencilla preocupación del pueblo; que don Dionisio no tenía de diablo más que lo que tiene todo mozo calavera que se encalabrina por un regular coramvobis; y que, huyendo de las iras de doña Angustias, se dirigieron las amorosas tórtolas a Trujillo, donde una tía del galán les brindó generoso amparo.

Guárdame, lector, secreto sobre lo que acabo de confiarte; pues no quiero tomas ni dacas, dimes ni diretes con mis amigos de Huacho. ¿Qué me va ni qué me viene en este fregado para meterme a contradecir la popular creencia? Yo no he de ser como el cura de Trebujena, a quien mataron penas, no propias, sino ajenas. Lo dicho: don Dionisio fue el mismo Satanás con garras, rabo y cornamenta.

Si los huachanos creen a pie juntillas que el diablo les vendió cigarros, no he de ser yo el guapo que me exponga a una paliza por ponerlo en duda. ¡Sobre que un mi amigo de esa villa guarda como reliquia un par de puros elaborados por don Dionisio!...

Capricho de limeña

Yo no sé, lector, si conoces una de mis leyendas tradicionales titulada Pepe Bandos, en la cual procuré pintar el carácter, enérgico hasta rayar en arbitrario, del virrey don José de Armendáriz, marqués de Castelfuerte. Hoy, como complemento de aquélla, se me antoja referirte uno de los arranques de su excelencia, arranque que me dejé olvidado en el tintero.

I

Don Álvaro de Santiponce, maestro de todas las artes y aprendiz de cosa ninguna, era por los años de 1731 un joven hidalgo andaluz, avecindado en Lima, buen mozo y gran trapisondista. Frecuentador de garitos y rondador de ventanas, tenía el genio tan vivo que, a la menor contradicción, echaba mano por el estoque y armaba una de mil diablos. De sus medios de fortuna podía decirse aquello de presunción y pobreza todo en una pieza, y aplicarle, sin temor de incurrir en calumnia, la redondilla:

«Del hidalgo montañés
don Pascual Pérez Quiñones,
eran las camisas nones
y no llegaban a tres».


Con motivo de la reciente ejecución de Antequera, la ciudad estaba amagada de turbulencias, y el virrey había hecho publicar bando para que después de las diez de la noche no anduviesen los vecinos por las calles; y a fin de que su ordenanza no fuese letra muerta, multiplicó las rondas, y aun él mismo salía a veces al frente de una a recorrer la ciudad.

Nuestro andaluz no era hombre de sacrificar un galanteo a la obediencia del bando, y una noche pillolo la ronda departiendo de amor al pie de una reja.

—¡Hola, hola, caballerito, dese usted preso! —le dijo el jefe de la ronda.

—¡Un demonio! —contestó Santiponce, y desenvainando el fierro empezó a repartir estocadas, hiriendo a un alguacil y logrando abrirse paso.

Corría el hidalgo, tras él los ministriles, hasta que, dos o tres calles adelante, viendo abierta la puerta de una casa, colose en ella, y sin aflojar el paso penetró en el salón.

Hallábase la familia de gran tertulia, celebrando el cumpleaños de uno de sus miembros, cuando nuestro hidalgo vino con su presencia a aguar la fiesta.

La señora de la casa era una aristocrática limeña, llamada doña Margarita de ***, muy pagada de lo azul de su sangre, como descendiente de uno de los caballeros de espuela dorada ennoblecidos por la reina doña Juana la Loca por haber acompañado a Pizarro en la conquista. La engreída limeña era esposa de uno de los más ricos hacendados del país que, si bien no era de acuartelada nobleza, tenía en alta estima los pergaminos de su mujer.

Impúsola el hidalgo de la cuita en que se hallaba, pidiéndola mil perdones por haber turbado el sarao, y la señora lo condujo al interior de la casa.

Entraba en las quijotescas costumbres de la época y como rezago del feudalismo el no negar asilo ni al mayor criminal, y los aristócratas tenían a orgullo comprometer la negra honrilla defendiendo hasta la pared del frente la inmunidad del domicilio. Había en Lima casas que se llamaban de cadena y en las cuales, según una real cédula, no podía penetrar la justicia sin previo permiso del dueño, y aun esto en casos determinados y después de llenarse ciertas tramitaciones. Nuestra historia colonial está llena de querellas sobre asilo, entre los poderes civil y eclesiástico y aun entre los gobiernos y los particulares. Hoy, a Dios gracias, hemos dado de mano a esas antiguallas, y al pie del altar mayor se le echa la zarpa encima al prójimo que se descantilla; y aunque en la Constitución reza escrito no sé qué artículo o paparrucha sobre inviolabilidad del hogar doméstico, nuestros gobernantes hacen tanto caso de la prohibición legal como de los mostachos del gigante Culiculiambro. Yaquí, pues la ocasión es calva, voy a aprovechar la oportunidad para referir el origen de un refrancito republicano.

Cierto presidente de cuyo nombre me acuerdo, pero no se me antoja apuntarlo, veía un conspirador en todos los que no éramos partidarios de su política, y daba gran trajín a la autoridad de policía, encargándola de echar guante y hundir en un calabozo a los oposicionistas.

Media noche era por filo cuando un agente de la prefectura con un cardumen de ministriles, escalando paredes, se sopló de rondón en una casa donde recelábase que estuviera escondido un demagogo de cuenta. Asustose la familia, que estaba ya en brazos do Morfeo, ante tan repentina irrupción de vándalos, y el dueño de casa, hombre incapaz de meterse en barullos de política, pidió al seide que le enseñara la orden escrita, y firmada por autoridad competente, que lo facultara para allanar su domicilio.

—¡Qué orden ni qué niño muerto! —contestó el agente—. Aquí no hay más Dios que Mahoma, y yo que soy su profeta.

—Pues sin orden no le permito a usted que atropelle mi casa.

—¡Qué chocheces! No parece usted peruano. ¡Ea, muchachos, a registrar la casa!

—Las garantías individuales amparadas por la Constitución...

El esbirro no dejó continuar su discurso al leguleyo ciudadano, porque lo interrumpió exclamando:

¿Constitución, y a estas horas? Que lo amarren al señor.

Y no hubo tu tía, y desde esa noche nació el refrancito con que el buen sentido popular expresa lo inútil que es protestar contra las arbitrariedades, a que tan inclinados son los que tienen un cachito de poder.

La casa de doña Margarita era conocida por casa de cadena, y así lo comprobaban los gruesos eslabones de la que se extendía a la entrada del zaguán. Había en la casa un sótano o escondite, cuya entrada era un secreto para todo el mundo, menos para la señora y una de sus criadas de confianza, y bien podía echarse abajo el edificio sin que se descubriese el misterioso rincón.

El jefe de la ronda dio su espada en la puerta de la calle a un alguacil; y así desarmado llegó al salón, y con muy corteses palabras reclamó la persona del delincuente.

Doña Margarita se subió de tono; contestó al representante de la autoridad que ella no era de la raza de Judas para entregar a quien se había puesto bajo la salvaguardia de su nobleza, y que así se lo dijese a Pepe Bandos, que en cuanto a ella se le daba una higa de sus rabietas.

Y como cuando la mujer da rienda a la sin hueso, echa y echa palabras y no se agotan éstas como si brotaran de un manantial, trató al pobre guardián del orden de corchete y esbirro vil, y a su excelencia de perro y excomulgado, aludiendo a la carga de caballería dada contra los frailes de San Francisco el día de la ejecución de Antequera.

Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. El de la ronda soportó impasible la andanada, retirose mohíno y, después de rodear la calle de alguaciles, encaminose a palacio, hizo despertar al virrey, y lo informó, de canto a canto y sin omitir letra, de lo que acontecía, y de cómo la noble señora había puesto de oro y azul, dejándolo para agarrado con tenacillas, el respeto debido al que en estos reinos del Perú aspiraba a ser mirado como la persona misma de su majestad don Felipe V.

II

Conocido el carácter del de Castelfuerte, es de suponer que se le subió la mostaza a las narices. En el primer momento estuvo tentado de saltar por sobre la cadena y los privilegios, aprehender a la insolente limeña, y con sus pergaminos nobiliarios encerrarla en la cochera, que así se llamaba un cuarto de la cárcel de corte destinado para arresto de mujeres de vida airada.

Pero, calmándose un tanto, reflexionó que haría mal en extremarse con una hija de Eva, y que su proceder sería estimado como indigno de un caballero. «Aindamáis, pensó, la mujer esgrime la lengua, arma ofensiva y defensiva que la dio naturaleza; pero cuando la mujer tiene editor responsable, lo más llano es irse derecho a éste y entenderse de hombre a hombre».

Y, pensado y hecho, llamó a un oficial y enviolo a las volandas donde el marido de doña Margarita, que se encontraba en la hacienda a pocas leguas de Lima, con una carta en la que, después de informarle de los sucesos, concluía diciéndole:

«Tiempo es, señor mío, de saber quién lleva en su casa los gregüescos. Si es vuesa merced, me lo probará poniendo en manos de la justicia, antes de doce horas, al que se ha amparado de faldas; y si es la irrespetuosa compañera que le dio la Iglesia, dígamelo en paridad para ajustar mi conducta a su respuesta.

»Dé Dios nuestro Señor a vuesa merced la entereza de fundar buen gobierno en su casa, que bien lo ha menester, y no me quiera mal por el deseo.— El marqués de Castelfuerte».

A la burlona y amenazadora carta del virrey, contestó el marido muy lacónicamente:

«Duéleme, señor marqués, el desagrado de que me habla; y en él interviniera, si la carta de vuecencia no encerrara más de agravio a mi honra y persona que de amor a los fueros de la justicia. Haga vuecencia lo que su buen consejo y prudencia le dicten, que en ello no habré enojo; advirtiendo que el marido que ama y respeta a su compañera de tálamo y madre de sus hijos, deja a ésta por entero el gobierno del hogar, en el resguardo de que no ha de desdecir de lo que debe a su fama y nombre.

»Guarde Dios los días de vuecencia, para bien de estos pueblos y major servicio de su majestad.— Carlos de ***».

Como se ve, las dos epístolas eran dos cantáridas, chispeantes de ironía.

Al recibir Armendáriz la contestación de don Carlos lo mandó traer preso a Lima.

—¡Y bien, señor mío! —le dijo el virrey—. Conmigo no hay chancharras mancharras. Doce horas de piano le acordé para que entregase al reo. ¿En qué quedamos? ¿Han de ser mangas o tijeretas?

—Será lo que plazca a vuecencia, que aunque me acordara un siglo no haría yo fuerza a mi mujer para que entregue al que sufre persecuciones por la justicia.

—¡Que no!... —exclamó furioso el marqués—. Pues esta misma noche va usted con títeres y petacas desterrado a Valdivia; que ¡por mi santo patrón el de las azucenas! no ha de decirse de mí que un maridillo linajudo me puso la ceniza en la frente. ¡Bonito hogar es el de vuesa merced, en donde canta la gallina y no cacarea el gallo!

Pero como en palacio las paredes se vuelven oídos, súpose en el acto por todo Lima que en la fragata María de los Ángeles, lista para zarpar esa noche del Callao, iba a ser embarcado el opulento don Carlos. Doña Margarita cogió el manto y, acompañada de dueña, rodrigón y paje, salió a poner la ciudad en movimiento. El arzobispo y varios canónigos, oidores, cabildantes y caballeros titulados fueron a palacio para pretender que el marqués cejase en lo relativo al destierro; pero su excelencia, después de dar órdenes al capitán de su escolta, se había encerando a dormir, previniendo al mayordomo que, aunque ardiese Troya, nadie osara despertarlo.

Cuando al otro día asistió el virrey al acuerdo de la Real Audiencia, ya la María de los Ángeles había desaparecido del horizonte. Uno dedos oidores se atrevió a insinuarse, y el marqués le contestó:

—Que doña Margarita entregue al delincuente, y volverá de Valdivia su marido.

Pero doña Margarita era de un temple de alma como ya no se usa. Amaba mucho a su esposo; mas creía envilecerlo y envilecerse accediendo a la exigencia del marqués.

En punto a tenacidad, dama y virrey iban de potencia a potencia.

III

Y pasaron años.

Y doña Margarita enviaba por resmas cartas y memoriales a la corte de Madrid, y se gastaba un dineral en misas, cirios y lámparas, para que los santos hiciesen el milagro de que Felipe V le echase una filípica a su representante.

Y en estas y las otras, don Carlos murió en el destierro.

Y Armendáriz regresó a España en 1730, donde fue agraciado con el toisón de oro.

Bajo el gobierno de su sucesor, el marqués de Villagarcía, salió don Álvaro de Santiponce a respirar el aire libre; y para quitar a la justicia la tentación de ocuparse de su persona, se embarcó sin perder minuto para una de las posesiones portuguesas.

El marqués de Castelfuerte se disculpaba de este abuso de autoridad, diciendo: «Cometilo para que los maridos aprendan a no permitir a sus mujeres desacatos contra la justicia y los que la administran; pero dudo que aproveche el ejemplo; pues por más que se diga en contrario, los hijos de Adán seremos siempre unos bragazas, y ellas llevarán la voz de mando y harán de nosotros cera y pábilo».

La trenza de sus cabellos

Al poeta español don Tomás Rodríguez Rubí, autor de un drama que lleva el mismo título de esta tradición

I

De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamasen Mariquita la pelona


Allá por los años de 1731 paseábase muy risueña por estas calles de Lima Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lo presente, lectora mía. Paréceme estarla viendo, no porque yo la hubiese conocido ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, este servidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabato hizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo y andar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mistura. Marujilla era de esas limeñas que tienen más gracia andando que un obispo confirmando, y por las que dijo un poeta:


«Parece en Lima más clara
la luz, que cuando hizo Dios
el sol que al mundo alumbrara,
puso amoroso en la cara
de cada limeña, dos».


En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando, Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo de tul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitar difuntos y la cabeza cubierta de jazmines. Los rayos de la luna prestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y los hombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso, la echaban una andanada de requiebros, a los que ella por no quedarse con nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizo proverbiales la gracia y la agudeza de la limeña.

Mariquita era de las que dicen: «Yo no soy la salve para suspirar y gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se gaste la pizarra!».

En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en las noches de luna. Era ese el punto de cita para todos. Ambas aceras estaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con el airecito del río, hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa, embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines que poblaban sus cabelleras.

La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que con medio real de plata salían de compromisos y aun sacaban alma del purgatorio.

Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios muchachos, y al pregón de ¡el jazminero! salían las jóvenes a la ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano sobre las que había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares, flores de chirimoya y otras no menos perfumadas. La limeña de entonces buscaba sus adornos en la naturaleza y no en el arte.

La antigua limeña no usaba elixires odontálgicos ni polvos para los dientes; y sin embargo, era notable la regularidad y limpieza de éstos. Ignorábase aún que en la caverna de una muela se puede esconder una California de oro, y que con el marfil se fabricarían mandíbulas que nada tendrían que envidiar a las que Dios nos regalara. ¿Saben ustedes a quién debía la limeña la blancura de sus dientes? Al raicero. Como el jazminero, era éste otro industrioso ambulante que vendía ciertas raíces blandas y jugosas, que las jóvenes se entretenían en morder restregándolas sobre los dientes.

Parece broma; pero la industria decae. Ya no hay jazmineros ni raiceros, y es lástima; que a haberlos les caería encima una contribución municipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta los perros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar. Y, con venia de ustedes, también se han eclipsado el pajuelero o vendedor de mechas azufradas, el puchero o vendedor de puntas de cigarros, el anticuchero y otros industriosos.

Digresiones a un lado, y volvamos a Mariquita.

La limeña de marras no conoció peluquero ni castañas, sino uno que otro ricito volado en los días de repicar gordo, ni fierros calientes ni papillotas, ni usó jamás aceitillo, bálsamos, glicerina ni pomadas para el pelo. El agua de Dios y san se acabó, y las cabelleras eran de lo bueno lo mejor.

Pero hoy dicen las niñas que el agua pudre la raíz del pelo, y no estoy de humor para armar gresca con ellas sosteniendo la contraria. También los borrachos dicen que prefieren el licor, porque el agua cría ranas y sabandijas.

Mariquita tenía su diablo en su mata de cabellos. Su orgullo era lucir dos lujosas trenzas que, como dijo Zorrilla pintando la hermosura de Eva,


«la medían en pie la talla entera».


Una de esas noches de luna iba Mariquita por el Puente lanzando una mirada a éste, esgrimiendo una sonrisa a aquél, endilgando una pulla al de más allá, cuando de improviso un hombre la tomó por la cintura, sacó una afilada navaja y ¡zis! ¡zas! en menos de un periquete la rebanó una trenza.

Gritos y confusión. A Mariquita le acometió la pataleta, la gente echó a correr, hubo cierre de puertas y a palacio llegó la noticia de que unos corsarios se habían venido a la chita callando por la boca del río y tomado la ciudad por sorpresa.

En conclusión, la chica quedó mocha, y para no dar campo a que la llamasen Mariquita la pelona, se llamó a buen vivir, entró en un beaterio y no se volvió a hablar de ella.

II

De cómo la trenza de sus cabellos fue causa de que el Perú tuviera una gloria artística


El sujeto que por berrinche había trasquilado a Mariquita era un joven de veintiséis años, hijo de un español y de una india. Llamábase Baltasar Gavilán. Su padre lo había dejado algunos cuartejos; pero el muchacho, encalabrinado con la susodicha hembra, se olió a gastar hasta que vio el fondo de la bolsa, que ciertamente no podía ser perdurable como las cinco monedas de Juan Espera-en-Dios, alias el Judío Errante.

Era padrino de Baltasar el guardián de San Francisco, fraile de muchas campanillas y circunstancias, quien, aunque profesaba al ahijado gran cariño, echó un sermón de tres horas al informarse del motivo que traía en cuitas al mancebo. El alcalde del crimen reclamó en los primeros días la persona del delincuente; pero fuese que Mariquita meditara que, aunque ahorcaran a su enemigo, no por eso había de recobrar la perdida trenza, o lo más probable, que el influjo de su reverencia alcanzase a torcer las narices a la justicia, lo cierto es que la autoridad no hizo hincapié en el artículo de extradición.

Baltasar, para distraerse en su forzada vida monástica, empezó por labrar un trozo de madera y hacer de él los bustos de la Virgen, el niño Jesús, los tres Reyes Magos y, en fin, todos los accesorios del misterio de Belén. Aunque las figuras eran de pequeñas dimensiones, el conjunto quedó lucidísimo y los visitantes del guardián propalaban que aquello era una maravilla artística. Alentado con los elogios, Gavilán se consagró a hacer imágenes de tamaño natural, no sólo en madera, sino en piedra de Huamanga, algunas de las cuales existen en diversas iglesias de Lima.

La obra más aplaudida de nuestro artista fue una Dolorosa, que no sabemos si se conserva aún en San Francisco. El virrey marqués de Villagarcía, noticioso del mérito del escultor, quiso personalmente convencerse, y una mañana se presentó en la celda convertida en taller. Su excelencia, declarando que los palaciegos se habían quedado cortos en el elogio, departió familiarmente son el artista; y éste, animado por la amabilidad del virrey, le dijo que ya le aburría la clausura, que harto purgada estaba su falta en tres años de vida conventual y que anhelaba ancho campo y libertad. El marqués se rascó la punta de la oreja, y le contestó que la sociedad necesitaba un desagravio, y que pues en el Puente había dado el escándalo, era preciso que en el Puente se ostentase una obra cuyo mérito hiciese olvidar la falta del hombre para admirar el genio del artista. Y con esto, su excelencia giró sobre los talones y tomó el camino de la puerta.

Cinco meses después, en 1738, celebrábase en Lima con solemne pompa y espléndidos festejos la colocación sobre el arco del Puente de la estatua ecuestre de Felipe V.

En la descripción que de estas fiestas hemos leído, son grandes los encomios que se tributan al artista. Desgraciadamente para su gloria, no le sobrevivió su obra; pues en el famoso terremoto de 1746, al derrumbarse una parte del arco, vino al suelo la estatua.

Y aquí queremos consignar una coincidencia curiosa. Casi a la vez que caía de su pedestal el busto del monarca, recibiose en Lima la noticia de la muerte de Felipe V a consecuencia de una apoplejía fulminante, que es como quien dice un terremoto en el organismo.

III

De cómo una escultura dio la muerte al escultor


Los padres agustinianos sanaban, hasta poco después de 1824, la célebre procesión de Jueves Santo, que concluía, pasada la media noche, con no poco barullo, alharaca de viejas y escapatoria de muchachas. Más de veinte eran las andas que componían la procesión, y en la primera de ellas iba una perfecta imagen de la muerte con su guadaña y demás menesteres, obra soberbia del artista Baltasar Gavilán.

El día en que Gavilán dio la última mano al esqueleto fueron a su taller los religiosos y muchos personajes del país, mereciendo entusiasta y unánime aprobación el buen desempeño del trabajo. El artista alcanzaba un nuevo triunfo.

Baltasar, desde los tiempos en que vivió asilado en San Francisco, se había entregado con pasión al culto de Baco, y es fama que labró sus mejores efigies en completo estado de embriaguez.

Hace poco leí un magnífico artículo sobre Edgardo Poe y Alfredo de Musset, titulado El alcoholismo en literatura. Baltasar puede dar tema para otro escrito que titularíamos El alcoholismo en las Bellas Artes.

El alcohol retemplaba el espíritu y el cuerpo de nuestro artista; era su ninfa Egeria, por decirlo así. Idea y fuerza, sentimiento y verdad, todo lo hallaba Baltasar en el fondo de una copa.

Para celebrar el buen término de la obra que le encomendaron los agustinos, fuese Baltasar con sus amigos a la casa de bochas y se tomó una turca soberana. Agarrándose de las paredes, pudo a las diez de la noche volver a su taller, cogió pedernal, eslabón y pajuela, y encendiendo una vela de sebo se arrojó vestido sobre la cama.

A media noche despertó. La mortecina luz despedía un extraño reflejo sobre el esqueleto colocado a los pies del lecho. La guadaña de la Parca parecía levantada sobre Baltasar.

Espantado y bajo la influencia embrutecedora del alcohol, desconoció la obra de sus manos. Dio horribles gritos, y acudiendo los vecinos comprendieron por la incoherencia de sus palabras la alucinación de que era víctima.

El gran escultor peruano murió loco el mismo día en que terminó el esqueleto, de cuyo mérito artístico hablan aún con mucho aprecio las personas que en los primeros años de la independencia asistieron a la procesión de Jueves Santo.

Un reo de inquisición

Don Manuel Mavila era en 1751 el farmacéutico más acreditado de Lima. Su botica hallábase situada en la calle de Palacio, y por lo mismo que vendía jaropes y drogas por doble precio del que cobraban sus cofrades, la candidez limeña no se hacía remolona para darle preferencia y el boticario alcanzaba gran cosecha de duros.

No hay oficio menos expuesto a mermas ni de más seguras ganancias que el de los que se consagran a despachar recetas, constituyéndose en alguaciles de la muerta y auxiliares de los galenos. Todos los Bancos de emisión y descuento corren peligro de presentarse en quiebra; pero no hay tradición de que haya quebrado un boticario, aquí ni en Jerusalén.

Mavila era un andaluz simpático y decidor, y en el año en que lo presentamos frisaba apenas en la edad de Cristo. Córdova y Urrutia dice en sus Tres épocas que era además famoso médico, noticia que no encuentro comprobada en los papeles viejos que a la vista tengo.

A nuestro boticario lo tenía flechado en regla una limeñita de rechupete y azúcar cande. Habíala pedido a sus padres, aceptado ellos el envite y señaládose el próximo domingo de Cuasimodo para que el cura los atase en la tierra como en el cielo. La cosa parecía no admitir ya vuelta de hoja. Pero ahí verán ustedes y sabrán lo que es canela, y cómo en la boca del horno se quema la torta mejor amasada.

Un vejete con más lacras que conciencia de escribano, hermano de no sé cuántas cofradías y familiar del Santo Oficio de la Inquisición, echaba también la baba por la muchacha, y al verse derrotado no quiso abandonar el campo sin quemar el último cartucho.

El andaluz gozaba fama de poco o nada devoto, pues rara vez se le veía en la iglesia y no desperdiciaba ocasión de hablar pestes contra frailes y beatas.

Una tarde hallábase en la puerta de la botica, cubierta la cabeza con una gorra de nutria, en el momento en que todas las campanas de la ciudad daban el toque de oraciones. Los transeúntes se detuvieron, se quitaron los sombreros, se persignaron y rezaron la salutación de estilo. Fuese distracción de Mavila o falta de respeto por las prácticas religiosas, ello es que se quedó con la gorra encasquetada.

A la sazón pasaba su rival, el vejete, quien se puso a gritar como un poseído:

—¡Hereje! ¡Quítate la gorra y persígnate!

El andaluz le contestó con mucha sorna:

—Diga, compadre, ¿me lo manda o me lo ruega?

—Te lo mando, pícaro hereje, con el derecho que la Iglesia da a todo fiel cristiano.

—Pues sepa usted, tío Choncholí, que no me da la gana de obedecer.

La disputa con el familiar de la Santa subió de punto y empezó a agruparse gente.

—¡Que se quite la gorra!

—¡Que se persigne!

—¡Muera el hereje!

Y de los gritos pasaron a vías de hecho, lanzando piedras sobre los frascos y amenazando hacer una barrumbada con botica y boticario.

Acudió la guardia de palacio al sitio del bochinche, y tras ella, ¡Dios nos libre y nos defienda!, la calesita verde de la Inquisición.

El desventurado Mavila fue a parar con su humanidad en una mazmorra del Santo Oficio.

Corrieron seis meses, y después de haber apurado más torturas que las que en el purgatorio amagan al pecador, lo pusieron un día en la calle, no sin que hubiera hecho primero abjuración de levi ante sus señorías los inquisidores contra la herética pravedad y comprometídose a confesar y comulgar en todas las solemnes festividades de la Iglesia.

En sus meses de encierro había el infeliz envejecido como si sobre él hubiera pasado medio siglo. Su cabello, antes negro como el ala del cuervo, sc tornó blanco como el algodón, y hondas arrugas surcaban su rostro, poco ha fresco y juvenil. Ítem, se encontró arruinado, porque nadie compraba ni un emplasto en la botica del hereje.

Lo único que consoló a Mavila al librarse de las garras de un tribunal que difícilmente soltaba su presa, fue la noticia de que el vejete le había birlado la novia.

Por una misa

En uno de los códices del Archivo Nacional aparece constancia de que, cuando la expulsión de la Compañía de Jesús, existía pendiente entre ésta y los padres paulinos un grave y curioso litigio.

De la lectura de ese códice he sacado una moraleja inmoralísima, y es que por muy convencido que uno esté de que no le asiste justicia, debe pleitear y pleitear, y embromar y ganar tiempo, para ver qué es lo que Dios hace en favor nuestro.

Fue el caso que un acaudalado español dejó por cláusula testamentaria una valiosa hacienda a los padres paulinos, sin más obligación para éstos que celebrar una misa, a la una del día, en sufragio de su alma; mas si por casualidad, descuido o malicia dejasen de cumplir una sola vez con el compromiso, pasaría la hacienda a ser propiedad de la archicofradía de Nuestra Señora de la O, bajo el patronato de los hijos de Loyola.

Con cebo tal vivían los jesuitas espiando constantemente a sus antagonistas. Tres de aquéllos concurrían diariamente a la misa de una; y los paulinos, por la conveniencia que les traía el puntual cumplimiento de la obligación, andaban siempre al pespunte. La misa de una en su iglesia era cosa más segura que la salida del sol.

Aconteció que entre el superior o general de los paulinos y el fraile designado por riguroso turno semanal para celebrar la consabida misa, hubo una noche la de Dios es Cristo por no sé qué quisquilla fútil; que se apercibieron de ella los jesuitas, y azuzaron al reverendo para que se vengase del general haciéndole una que le llegase al tuetanillo del alma. Y el fraile, que era un calvatrueno y de poco meollo, se dejó seducir, fijándose más en el berrinche que iba a ocasionar a su superior que en el perjuicio a los intereses del convento.

Aquella mañana fueron de visita a la hora del desayuno tres jesuitas; y el general, llenando fórmulas de estricta cortesía, no tuvo inconveniente para invitarlos a almorzar. Pasaron al refectorio, y allí encontraron ocupando sus asientos a todos los frailes, excepto el destinado para celebrar la misa de una. Apuraban ya la jícara de chocolate cuando se presentó el ausente, y poniéndose de rodillas delante del superior dijo:

—Perdone su reverencia, y nombre, por hoy, padre que me reemplace. Atacome un vahído en la calle, auxiliáronme en una casa, vino el físico, declaró que era debilidad mi dolencia, me prescribió que almorzase...

—¡Pero su paternidad no lo obedecería!... —interrumpió el general guiñándole un ojo, como para llamarle la atención sobre los tres comensales.

—Desgraciadamente, reverendo padre, la dueña de la casa se apareció como enviada por el diablo, con unas magras tan delicadas, y unos pastelillos que parecían hechos por manos de ángel, y unos chicharroncitos tan suculentos, y unas oleosas verdinegras de Moquegua, y un tamalito serrano, y un sevichito de pescado chilcano con naranja agria, y una tortillita de camarones con rabanito y cebolla, y...

—Acabe, padre, acabe.

—Sucumbí a la tentación, y almorcé como un canónigo en casa ajena.

Después de tan terminante confesión, la comunidad entera prorrumpió en imprecaciones contra el goloso, y los jesuitas se despidieron a la francesa, sin que nadie reparase en su ausencia, que harto atortolados estaban los frailes para atender a importunos.

—Todo no se ha perdido —dijo al fin el general, después de larga cavilación—. Espere, padre, que voy a solicitar de su ilustrísima licencia para que, atendiendo a lo especial de las circunstancias, le permita celebrar. Casos se han visto, y fresco está todavía el del señor Barroeta.

Pero precisamente lo del arzobispo Barroeta y el escándalo y turbulencias que produjo determinaron a su ilustrísima para negar al general de los paulinos lo que solicitaba. Aquel día no hubo misa de una, y fue este el tema de conversación en todo Lima.

Una semana más tarde los jesuitas reclamaban la posesión de la hacienda y los paulinos opusieron no sé qué triquiñuelas. El arzobispo y la Real Audiencia declararon que la cláusula testamentaria no admitía interpretación y que era clara como la luz. Los paulinos se encastillaron en que la frase por casualidad, descuido o malicia no comprendía intriga o cohecho, y apelaron ante el rey y su Consejo. Con esto no se propusieron más que enredar la pita y ganar tiempo; pero eso bastó y sobró para que ganaran un pleito perdido, que ganarlo fue el encontrarse de la noche a la mañana con que ya no había parte contraria que agitase el litigio.

Mientras el proceso iba navegando para España, dictó Carlos III la real cédula que partió por el eje a los jesuitas.

De asta y rejón

Supongo, lector, que tienes edad para haber conversado con contemporáneos del virrey Pezuela, y que hablándote de una hija de Eva esforzada y varonil, les habrás oído esta frase: Es mujer de asta y rejón.

¿Que sí has oído la frase? Pues entonces allá va el origen de ella, tal cual me ha sido referido por un descendiente de la protagonista.

I

En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760 la señora doña Feliciana Chávez de Mesía.

Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino en aumentar su caudal. Dueña de una hacienda en los valles próximos a la ciudad y de la panadería del Serrano, tenía en el patio de su casa dos vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar, aceite y otros artículos de general consumo.

¡Qué tiempos aquellos! En materia de trabajo nuestras abuelas eran la romana del diablo, y cuando un hombre se casaba encontraba en la conjunta, no sólo la costilla complementaria de su individuo, sino un socio mercantil que le ahorraba el gasto de dependientes.

El marido de doña Feliciana hacía tres años que había ido a Ica a establecer una sucursal de la casa de Lima, quedándose la señora al frente de múltiples operaciones comerciales; y como si Dios se complaciera en echar su bendición sobre la trabajadora limeña, en cuanto negocio ponía mano encontraba una ganancia loca.

Pero no todo es tortas y pan pintado en este valle de lágrimas, y cuando más confiada estaba doña Feliciana en que su marido no pensaba sino en ganar peluconas, recibió de Ica una carta anónima en que la informaban, con puntos y comas, de cómo el señor Mesía tenía su chichisbeo, y cómo gastaba el oro y el moro con la sujeta, y que la susodicha no valía un carámbano ni llegaba a la suela del zapato de doña Feliciana, que aunque jamona, se conservaba bastante apetecible y no era digna de que el perillán de su marido la hiciese ascos. Dijo la gallina de cierto cuento: «Poner huevo y no comer trigo, esa no va conmigo».

El anónimo levantó roncha en el espíritu de la señora y se dio a pensar en la infidelidad del señor Mesía; y tanto zumbó en su alma el tábano de los celos, que decidió remontar el vuelo, caerle al cuello al perjuro y sorprenderlo en el gatuperio. Pero era el caso que para ir en esos tiempos a Ica se gastaba muchos días y se corría mil peligros; y como las bodegas no podían quedar cerradas o a merced de un dependiente, resolviose a venderlas, concisión que encargó a un español apellidado Vilches, que era su compadre y hombre para ella de toda confianza.

En esos tiempos las transacciones eran muy expeditivas, como que no se estilaban muchas fórmulas, y antes de cuarenta y ocho horas vio doña Feliciana entrar por las puertas de su casa algunas talegas de a mil. La señora regaló a Vilches una de ellas en recompensa de su actividad, y desembarazada de estorbos alistó su viaje para tres días después.

II

Aquella noche doña Feliciana echó sus cuentas y resolvió que, apenas amaneciese Dios, debía depositar su dinero y alhajas en casa de un comerciante de proverbial honradez. Pero sus celosas cavilaciones por un lado, y por otro sus cálculos rentísticos, la quitaron el sueño, y en ello tuvo no poca ventura.

Serían las dos de la madrugada, hora de gatos y ladrones, cuando sintió un ligero y cauteloso ruido de pasos en el traspatio. Aguzó el oído, y se convenció de que en una puerta que comunicaba a su dormitorio estaban aplicando lo que, no en tecnicismo de botica, sino en el de los hijos de Caco, se llamaba entonces una ventosa. Consistía este expediente en abrir por medio del fuego un boquete en la madera.

Doña Feliciana saltó con presteza del lecho, y de una esquina del cuarto tomó una asta o varilla de palo a cuyo extremo adaptó un puntiagudo rejoncillo de hierro. Era esta el arma con que acostumbraban salir al campo todos los hacendados.

Así prevenida, nuestra heroína se colocó en acecho tras de la puerta. Apenas la ventosa hubo dejado expedito un gran agujero, asomó por él una cabeza doña Feliciana, sin dar el quién vive, le clavó el rejoncillo en la nuca.

El ladrón exhaló un grito de muerte y sus compañeros pusieron pies en pared. Entonces la señora dio voces, alborotose el vecindario, acudió la ronda, y con universal sorpresa hallaron moribundo al honrado Vilches, quien cantó de plano y denunció a sus compañeros de empresa.

III

Todos se hicieron lenguas del arrojo de doña Feliciana, y en Lima no se hablaba de otra cosa. A haber habido periódicos, la habrían consagrado un estrepitoso bombo en la crónica local.

La fama de su hazaña la había precedido a Ica, adonde llegó una mañana, armada de asta y rejón, y abocándose a su marido le dijo:

—A Lima, señor mío, y a su casa, si no quiere usted que haga en su personita otro tanto de lo que hice en la de Vilches y lo deje tal que no sirva ni para simiente de rábanos.

El señor Mesía tembló como azogado, mandó ensillar la mula y sin chistar ni mistar obedeció el precepto.

Desde entonces ella llevó en la casa los pantalones, y él fue el más fiel de los maridos de que hacen mención las historias sagradas y profanas, como que sabía que le iba la pelleja en el primer tropezón en que lo pillase madama.

Mucho cuento es tener por compañera una mujer de asta y rejón.

El latín de una limeña

(A José Rosendo Gutiérrez)


Sabido es que en el sistema de educación antigua entraba por mucho el hacer perder a los muchachos tres o cuatro amos en el estadio de la lengua de Cicerón y Virgilio, y a la postre se quedaban sin saber a derechas el latín ni el castellano.

Preguntábale un chico al autor de sus días:

—Papá, ¿qué cosa es latín?

—Una cosa que se aprende en tres años y se olvida en tres semanas.

Heinecio con su Metafísica en latín, Justiniano con su Instituta en latín e Hipócrates con sus Aforismos en latín, tengo para mí que debían dejar poco jugo en la inteligencia de los escolares. Y no lo digo porque piense, ¡Dios me libre de tal barbaridad!, que en los tiempos que fueron no hubo entre nosotros hombres eminentes en letras y ciencias, sino porque me escarabajea el imaginarme una actuación universitaria en la cual se leía durante sesenta minutos una tesis doctoral, muy aplaudida siempre, por lo mismo que el concurso de damas y personajes no conocía a Nebrija ni por el forro, y que los mismos catedráticos de Scoto y Digesto Viejo se quedaban a veces tan a obscuras como el último motilón.

Así no era extraño que los estudiantes saliesen de las aulas con poca substancia en el meollo, pero may cargados de ergotismo y muy pedantes de lengua.

En medicina, los galenos a fuerza de latinajos, más que de recetas, enviaban al prójimo a pudrir tierra.

Los enfermos preferían morirse en castellano; y de esta preferencia en el gusto nació el gran prestigio de los remedios caseros y de los charlatanes que los propinaban. Entre los medicamentos de aquella inocentona edad, ninguno me hace más gracia, por lo barato y expeditivo, que la virtud atribuida a las oraciones de la doctrina cristiana. Así, al atacado de un tabardillo le recetaban una salve, que, en el candoroso sentir de nuestros abuelos, era cosa más fresca y desirritante que una horchata de pepitas de melón. En cambio el credo se reputaba como remedio cálido y era mejor sudorífico que el agua de borrajas y el gloriado. Y dejo en el tintero que los evangelios, aplicados sobre el estómago, eran una excelente cataplasma; y nada digo de los panecillos benditos de San Nicolás, ni de las jaculatorias contra el mal de siete días, ni de los globulillos de cristal que vendían ciertos frailes para preservar a los muchachos de encanijamiento o de que los chupasen brujas.

En los estrados de los tribunales la gente de toga y garnacha zurcía los alegatos mitad en latín y mitad en castellano; con lo cual, amén del batiborrillo, la justicia, que de suyo es ciega, sufría como si le batieran las cataratas.

Tan a la orden del día anduvo la lengua del Lacio, que no sólo había latín de sacristía, sino latín de cocina; y buena prueba de ello es lo que se cuenta de un papa que, fastidiado de la polenta y de los macarroni, aventurose un día a comer cierto plato de estas tierras de América, y tan sabroso hubo de parecerle a Su Santidad, que perdió la chabeta, y olvidándose del toscano, exclamó en latín: Beati indiani qui manducant pepiami.

Reprendiendo cierto obispo a un clérigo que andaba armado de estoque, disculpose éste alegando que lo usaba para defenderse de los perros.

—Pues para eso, replicó su ilustrísima, no necesitas de estoque, que con rezar el Evangelio de San Juan libre estarás de mordeduras.

—Está bien, señor obispo; pero, ¿y si los perros no entienden latín, cómo salvo del peligro?

En literatura el gongorismo estaba de moda y los escritores se disputaban a cuál rayaría más alto en la extravagancia. Ahí están para no dejarme de mentiroso las obras de dos ilustres poetas limeños: el jesuita Rodrigo Valdez y el enciclopédico Peralta, muy apreciables desde otro punto de vista. Y nada digo del Lunarejo, sabio cuzqueño que, entre otros libros, publicó uno titulado Apologético de Góngora.

Por los tiempos del virrey conde de Superunda tuvimos una poetisa, hija de este vergel limano, llamada doña María Manuela Carrillo de Andrade y Sotomayor, dama de muchas campanillas, la cual no sólo martirizó a las musas castellanas, sino a las latinas. Y digo que las martirizó y sacó a vergüenza pública, porque (y perdóneseme la falta de galantería) los versos que de mi paisana he leído son de lo malo lo mejor. La de Andrade y Sotomayor borroneó por resmas papel de Cataluña y hasta escribió loas y comedias que se representaron en nuestro coliseo.

Y me dejo en el tintero hablar, entro otras limeñas que tuvieron relaciones íntimas con las traviesas ninfas que en el Parnaso moran, de doña Violante de Cisneros; de doña Rosalía Astudillo y Herrera; de Sor Rosa Corbalán, monja de la Concepción; de doña Josefa Bravo de Lagunas, abadesa de Santa Clara; de la capuchina Sor María Juana; de la monja catalina Sor Juana de Herrera y Mendoza; de doña Manuela Orrantía, y de doña María Juana Calderón y Vadillo, hija del marqués de Casa Calderón y esposa de don Gaspar Ceballos, caballero de Santiago y también aficionado a las letras. Doña María Juana, que murió en 1809, a los ochenta y tres años de edad, tuvo por maestro de literatura al obispo del Cuzco Gorrochátegui, y era muy hábil traductora del latín, francés e italiano.

Muchas de esas damas no sólo conocían el latín, sino hasta el griego; y húbolas, como doña Isabel de Orbea, la denunciada ante la Inquisición por filósofa, y la monja trinitaria doña Clara Fuentes, que podían dar triunfo y baza a todos los teólogos, juristas y canonistas de la cristiandad.

He traído a cuento esto de doña María Manuela Carrillo de Andrade y Sotomayor y demás compañeras mártires para hacer constar que hasta las mujeres dieron en la flor de latinizar, y que muchas traducían al dedillo las Metamorfosis y el Ars amandi, de Ovidio, con lo que está dicho que hubo hasta latín de alcoba.

Ahora, con venia de ustedes, voy a sacar a luz un cuentecito que oí muchas veces cuando era muchacho... ¡y ya ha llovido de entonces para acá! Pues, señor, había en Lima, por los tiempos de Amat, una chica llamada Mariquita Castellanos, muchacha de muchas entradas y salidas, de la cual tuve ocasión de hablar largo en mi primer libro de Tradiciones. Como que ella fue la autora del dicho que se transformó en refrán: «¡Bonita soy yo, la Castellanos!».

Parece que Mariquita pasó sus primeros años en el convento de Santa Clara hasta que la llegó la edad del chivateo (que así llamaban nuestros antepasados a la pubertad) y abandonó rejas y se echó a retozar por esta nobilísima ciudad de los reyes. La mocita era linda como un ramilletico de flores, y más que esto aguda de ingenio, como lo prueba la fama que tuvieron en Lima sus chistosas ocurrencias.

Había a la sazón un poetastro, gran latinista, cuyo nombre no hace al cuento, a quien la Castellanos trata como un zarandillo prendido al faldellín. Habíala el galán ofrecido llevarla de regalo una saya de raso cuyo importe era de tres ojos de buey, vulgo onzas de oro. Pero estrella es de los poetas abundar en consonantes y no en dinero, y corrían días y días y la prometida prenda allí se estaba, corriendo peligro de criar moho, en el escaparate del tendero.

Mariquita se picó con la burla y resolvió poner término a ella despidiendo al informal cortejo, tan largo en el prometer como corto en el cumplir. Llegó a visitarla el galán, y como por entonces no se habían inventado los nervios y el spleen, que son dos achaques muy socorridos para hacer o decir una grosería, la ninfa lo recibió con aire de displicencia, esquivando la conversación y aventurando uno que otro monosílabo. El poeta perdió los estribos y la lengua se le enlatinó, diciendo a la joven:


—Háblame, niña, con pausa.
¿Estás triste? ¿Quare causa?


Y Mariquita, recordando el latín que había oído al capellán de las clarisas, le contestó rápidamente:


—Tristis est anima mea,
hasta que la saya vea.


El amartelado poeta, viendo que la muchacha ponía el dedo en la llaga, tuvo que formular esta excusa que, en situaciones tales, basta para cortar el nudo gordiano.


—¿Et quare conturbas me,
si sabes que no hay con qué?


A lo que la picaruela demoledora de corazones, mostrándole el camino de la puerta, le dijo:


—Entonces, fagite in allia,
que otro gato dará algalia.


Y arroz crudo para el diablo rabudo, y arroz de munición para el diablo rabón, y arroz de Calcuta para el diablo hijo de... perra, y colorín colorado que aquí el cuento se ha acabado.

Los argumentos del corregidor

I

Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para proveerlas.

—¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey y disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador general, un culebrón de los finos.

El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Ítem, adivinó, sin ser brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende, susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoría echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujuleos, se nos vino al bulto y decretó impuestos y estancos y tarifas y qué sé yo cuántas garruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a chuchos.

Pero tanto estiró la cuerda que, a la postre, vino el estallido, y reventó y se armó la tremenda. El Visitador era testarudo, no cejó un ápice y siguió ajustándonos las clavijas como a guitarra ajena. Y hubo una tal de zambomba y degollina, horca y jicarazo, que... ¡vamos! debemos tomar por especial cariño y bendición de Dios no haber comido pan en aquel desbarajustado siglo. Por fin de fines, los pícaros impuestos subsistieron y, entre gruñido y refunfuño, hubo de pagarlos todo aquel que, teniendo ley a su pescuezo, no ambicionara ponerlo en relaciones íntimas con el verdugo.

A la vez que así nos sacaba roñosos maravedises para su majestad, echose su señoría a pesquisar a todos los empleados que tenían manejo de fondos públicos: tal revoltijo y gatuperio hallaría en el examen de algunas cuentas, que plantó en chirona a encopetados personajes responsables de éstas. Es fama que, oyendo los descargos que le daba un empleado, dijo aburrido el señor de Areche:

—¿Sabe usted, señor alcabalero, que no entiendo sus cuentas?

—No es extraño, señor Visitador. Yo tampoco las entiendo, y eso que las cuentas son mías.

¡Vaya si las malditas andarían enredadas!

Entre los presos hallábase cierto corregidor de quien decíase que había sido más voraz que sanguijuela para sacar el quilo a los pueblos cuyo gobierno le estaba encomendado. La causa, entre probanzas, testigos, careos, apelaciones y demás batiborrillo de la chusma forense, llevaba trazas de dar tela para pleito durante tres generaciones por lo menos. Nuestro hombre resolvió cortar por el atajo y, abocándose con el carcelero, le pidió resueltamente que lo dejase salir por un par de horas, empeñándole palabra de regresar a la prisión antes de que expirase el término fijado. El carcelero reflexionó que la palabra de honor no es cosa para empeñada, pues sobre tal prenda no desata un usurero los cordones de la bolsa, y dijo rotundamente que nones. Mas deslumbrado por el brillo de algunas peluconas, que al descuido y con cuidado lo puso entre las manos el preso, acabó por ablandarse y correr cerrojos y abrir rejas.

II

Eran las siete de la noche. Hallábase el señor Visitador en el salón de su casa echando una mano de tresillo con unos amigos, y acababan de hacerle puesta real en solo de oros con mates, estuches, falla y rey enano, cuando entró su mayordomo y, llamándolo aparte, le dijo:

—Un caballero quiere hablar en el instante con su señoría.

—¡Algún importuno! Que vuelva mañana. ¿No te ha dicho su nombre?

—No, señor; pero me ha regalado dos onzas de oro porque pasara recado, y como no era decente que esperase respuesta en el zaguán, lo he hecho entrar en el cuarto de estudio.

—¡Y dices que te ha dado dos onzas de alboroque! Pues ha de ser algo de importancia lo que trae a ese sujeto.

Y volviéndose a sus tertulios, les dijo:

—Con permiso, caballeros, no tardaré en volver y que don Narciso juegue por mí. ¡Es vida muy aperreada la que llevo, y no se la doy a mi mayor enemigo!

Y don José Antonio se dirigió al estudio, que estaba situado en el patio de la casa. Esperábalo allí un embozado que, al presentarse Areche, se descubrió y dijo cortésmente:

—Buenas y santas noches.

—Así se las dé Dios. ¡Hola, hola, señor mío! ¿Cómo ha salido de la cárcel sin mi licencia?

—No hizo falta, señor Visitador. He dado mi palabra, y sabré cumplirla, de regresar en breve a la prisión.

—Supongo a lo que usted viene..., a hablarme, sin duda, de su causa.

—Precisamente, señor Visitador.

—Pues tiempo perdido, amigo mío. Lo veo a usted en mal caballo, y con dolor de mi corazón tendré que ser severo; que el rey no me ha enviado para que ande con blanduras y contemplaciones. En su causa hay documentos atroces, y testigos libres de tacha cuyas declaraciones bastan y sobran para enviar a la horca diez prójimos de su calibre. Yo soy muy recto, y tratándose de administrar justicia no me caso ni con la madre que me parió.

—Pues, señor Visitador, contra todo lo que dice su señoría que hay de grave en mi proceso, poseo yo mil argumentos irrefutables; sí, señor, mil argumentos. Y lo mejor es que seamos amigos y nos dejemos de pleitos, que no sirven sino para traer desazones, criar mala sangre y hacer caldo gordo a escribas y fariseos.

—¿Y por qué, si tiene tanta confianza en que han de sacarlo airoso, no ha hecho uso de sus argumentos? Ya quisiera conocer uno para refutárselo.

—Si el señor Visitador me ofrece no airarse y guardarme el secreto, direle en puridad cuáles son mis argumentos.

—Hable usted claro y como Cristo nos enseña. Presénteme uno solo de sus argumentos y guarde los novecientos noventa y nueve restantes, que ni tiempo hay sobrado ni ocasión es esta para hacerme cargo de ellos.

Entonces el corregidor metió mano al bolsillo y entre el pulgar y el índice sacó una onza de oro.

—¿Ve su señoría este argumento?

—¡Eso es una pelucona, señor corregidor!

—Pues mil argumentos de su especie tengo listos para que se corte el proceso. Y buenas noches, señor Visitador, que las horas vuelan y la palabra es palabra.

Y paso entre paso, el corregidor siguió camino de la cárcel.

En cuanto al señor de Areche, refieren que volvió cojitabundo a ocupar su puesto en la mesa de tresillo; que en toda la santa noche no hizo jugada en regla, y que, por primera vez en su vida, cometió dos renuncios, prueba clara de la preocupación de su ánimo.

III

¡Qué demonche! Yo no soy maldiciente, pero en la historia hay hechos que lo sacan a uno de quicio.

Y la prueba de que don José Antonio de Areche no jugó muy limpio, que digamos, en el desempeño de la comisión que el rey le confiara, está en que, a pesar de los pesares, su majestad se vio forzado a destituirlo, llamándolo a España, confiscándole la hacienda y sentenciándolo a vivir desterrado de la villa y corte de Madrid.

Al siguiente día de la entrevista con el Visitador, fue puesto en libertad el preso y se sobreseyó en la causa.

¡Y tenga usted fe en la incorruptibilidad de la justicia!

Digo, ¿si fumarían en pipa los argumentos del corregidor?

Un escudo de armas

El excelentísimo señor don Gaspar de Avilés y Fierro, virrey del Perú, no obstante ser hijo de marqués (y de marqués que escribió una obra en dos tomos, impresa en Madrid en 1780, sobre heráldica o ciencia del blasón), daba poquísima importancia a las distinciones y pergaminos que halagan la vanidad de los mortales. Su excelencia no pensaba más que en cumplir como leal vasallo para con su rey y señor natural, y en ponerse bien con Dios y con sus santos para alcanzar la gloria eterna.

En esta cristiana disposición de espíritu se encontraba cubierto de años, achaques y cicatrices; atando a principios de este siglo recibió la noticia de que, muerto su hermano mayor sin sucesión, recaía en él el marquesado, haciéndole su majestad la merced de exonerarlo del pago de lanzas y medias anatas.

Entre los infinitos títulos de Castilla que en el Perú asistieron, tal vez no llegan a seis los que acordó gratuitamente la corona y como tributo al mérito o recompensa de eminentes servicios. Cuando el real tesoro (y esto era un día sí y otro también) se hallaba limpio de metálico, explotaba el rey la candidez peruviana y, como quien cotiza hoy bonos de la deuda pública, se echaban al mercado pergaminos nobiliarios, que hallaban colocación en la plaza de Lima por treinta o cuarenta mil duretes. En aquellos tiempos la aspiración suprema de los hombres era adquirir fortuna para poder comprar título y sostener el lujo que éste exigía. Siempre se encontraba a mano un rey de armas que, por duro más duro menos, pintase un árbol genealógico muy frondoso y bonito, con entroncamientos reales y haciendo descender a cualquier petate nada menos que por línea recta del mismísimo Salomón y una de sus concubinas, o del tálamo matrimonial de la reina Sabá con el Cid Campeador. Así leemos en una comedia:


«Nosotros venimos de una
doña Aldonza Coronel
que, allá en el siglo catorce,
era la moza del rey».


Para un heraldista, ni la honestidad de la casta Susana está libre de calumnia y atropello; pues si un paleto se empeña (y paga) lo harán por a + b descender de madama y uno de los libidinosos vejetes. Así, decía, y con razón, cierto ricacho noble de cuño falsificado: «Si buen abolengo tengo, buenos dineros me cuesta».

Según la minuciosa relación del cronista Córdova, bajo el reinado de Felipe IV se compraron en el Perú ocho títulos, veintiuno bajo el de Carlos II, quince bajo el de Fernando VI, pasan de veinte los que vendió Carlos III, y la cuenta se pierde en los reinados de Carlos IV y Fernando VII.

En los días del emperador invicto, de Felipe II y Felipe III, sólo se crearon cinco títulos en el Perú, y nótese que, entre los conquistadores, únicamente Francisco Pizarro alcanzó el de marqués (sin marquesado, como decía su hermano Gonzalo) que, francamente, bien ganado se lo tuvo.

En Méjico fue también el comercio de pergaminos mina de cortar a cincel.

Según mis apuntes, en Santiago de Chile no se compraron más títulos que los de conde de Quinta-alegre, marqués de la Pica, conde de la Conquista, marqués de Poveda, conde de Villa-Palma, marqués de Montepío, marqués de Camada-hermosa y otros dos que no recuerdo.

Sólo los bonaerenses tuvieron el buen sentido de no gastar plata en boberías; pues si hay constancia de que en esos pueblos se vendiera, y mucho, la Bula de la Santa Cruzada, no la hay de que tuvieran demanda los títulos nobiliarios. En Buenos Aires nadie quiso título ni regalado. Ahí los hombres estaban conformes con descender de Adán por línea recta y de Noé por línea corva. En Buenos Aires, todos y todas son canalla legítima, y ni para remedio se encuentra, como entre nosotros, quien tenga en las venas añil en lugar de almagre.

En el Perú y en Méjico era, pues, noble todo el que pagar podía su nobleza en buena moneda; y pongo punto, no sea que me tiente el diablo y me eche a remover el avispero.

Para Avilés fue una verdadera sorpresa encontrarse de la noche a la mañana convertido en marqués, cosa que él no había soñado en pretender.

Probablemente olvidáronse en España de enviarle junto con el título un dibujo de escudo de armas; y mientras le llegaba éste, mandó Avilés pintar un cuadrito que colocó en su dormitorio y que enseñaba a sus amigos de confianza, diciéndoles que si el rey se lo permitiera no tendría otro escudo de armas.

Cruz roja encima de una espada en campo azul, y debajo un hombre (Adán después del pecado) removiendo la tierra con un azadón. En la parte inferior leíase el siguiente mote en oro sobre fondo de plata:


DE ESTE DESTRIPATERRONES
VENIMOS LOS INFANZONES.


¿Era esto orgullo? ¿Era humildad? Tanto puede haber de lo uno como de lo otro.

Un camarón

Entre los diversos papeles que forman el legajo o códice 456 del Archivo Nacional, hay un pliego que contiene la copia de un recurso presentado al muy noble Cabildo de Lima el 30 de junio de 1802, apelando de una sentencia pronunciada por el regidor juez de espectáculos. Tan original es el asunto que nos da tela para hilvanar esta tradicioncita.

Era la tarde de San Pedro Apóstol, y gran concurso de jugadores ocupaba el coliseo de gallos, situado entonces en la plazuela de Santa Catalina y en la vecindad del cuartel de artillería, cuya construcción se principiaba.

No hay público más abigarrado que el que concurre a la cancha. El gallero es un tipo digno de especial estudio, y acaso un día lo exhiba nuestra pluma.

Afortunadamente la afición empieza a decaer, y ya no se codean en el circo generales y magistrados con zapateros y rufianes, como sucedía hasta los años 1860. Por entonces hubo un gallero bautizado, por lo ridículo y grotesco de su estampa, con el apodo de Chauchilla, el cual dejó a su muerte un legado de cien mil duros en favor de los pobres y de los hospitales da Lima.

Tratábase de una pelea de siete jugadas a navaja, y el gallo destinado para defender la cuarta parte por uno de los partidos era un malatobo, bien laminado y de excelente registro, famoso en los anales del circo por haber pisado la cancha cinco veces en lo corrido del año, y salido siempre incólume después de despachar a sus rivales. Ese gallo era el Cid de los de la familia de cresta y espolones.

El dueño del malatobo no consintió nunca que otro individuo sino él en persona amarrase la navaja a su gallo, cosa propia de un verdadero aficionado y tolerada por el reglamento del coliseo.

Aquella tarde el malatobo iba a habérselas con un ajiseco claro, machetón, de pata culebreadora, vencedor en cuatro lidias. Era un adversario digno del Cid.

Careados los gallos, ambos se remontaron a la altura de una vara sin supeditarse en el vuelo: tomaron tierra, y el ajiseco se le prendió a la mecha al malatobo: éste zafó con malicia arrastrando el ala izquierda, y mientras el ajiseco culebreaba en vago, su contrario le clavó la navaja hasta el su único hijo.

La batalla duró veintidós segundos, y nadie habría osado poner en duda el triunfo del malatobo si un muchacho no hubiera gritado: «¡Camarón! ¡Camarón! ¡Camarón!».

En el tecnicismo gallístico camarón significa trampa.

Era el caso que, enredado en las plumas del cuello y roto por los esfuerzos de la lucha, arrastraba el malatobo un delgado cordoncito al cual estaba atada una crucecita de Guamantanga.

Anualmente había por aquellos tiempos una concurrida romería religiosa al pueblecito de Guamantanga, distante quince leguas de Lima, donde se tributa culto a una efigie del Señor, tenida, en concepto del devoto pueblo, por muy milagrosa. Los romeros regresaban de su peregrinación trayendo unas crucecitas de media pulgada, primorosamente labradas, de la madera de un árbol cerca del cual está situada la capilla. Las crucecitas, que son de un color amarillo subido, eran bendecidas por el cura el día de la fiesta y, a guisa de reliquias, obsequiadas a los fieles que contribuían con limosnas para el divino culto.

Todo limeño que emprendía la peregrinación regresaba a la ciudad con un cargamento de cruces para la parentela y las amiguitas. No había, pues, buena moza que, colgada al cuello y pendiente de un cordoncito de oro, no luciese su crucecita de Guamantanga. Esta costumbre es la que nos pinta el gran poeta cómico Manuel Segura, poniendo en boca de un galancete estos versos:


«¡Por Cristo que nos dio luz,
qué cuello tan soberano!
Deja que bese la cruz,
que yo también soy cristiano».


La gritería que se alzó en el circo fue atroz. Algunos de los partidarios del difunto se vinieron, garrote levantado, sobre el dueño del malatobo quien, cargando con su gallo, corrió a refugiarse al lado del regidor, juez de la lidia.

Los partidarios del ajiseco sostuvieron que el malatabo no había jugado limpio; pues no debía la victoria a su ñeque o pujanza, sino al amuleto o reliquia que lo hacía invencible.

El regidor convino en que adornar un gallo con crucecita de Guamantanga equivalía a recurrir a malas artes, y que había algo de hechicería, conjuro e irreverencia. Por ende declaró tablas la pelea y, envió a la cárcel al dueño del gallo.

Si el Cabildo confirmó o revocó el fallo de su regidor, ni lo dice el manuscrito ni hemos tenido espacio ni voluntad para averiguarlo.

Santiago «Volador»

Difícilmente se encontrará limeño que, en su infancia por lo menos, no haya concurrido a funciones de títeres. Fue una española, doña Leonor de Goromar, la primera que en 1693 solicitó y obtuvo licencia del virrey conde de la Monclova para establecer un espectáculo que ha sido y será la delicia infantil, y que ha inmortalizado los nombres de ño Panchón, ño Manuelito y ño Valdivieso, el más eximio titiritero de nuestros días.

Futre los muñecos de títeres, los que de más popularidad disfrutan son ño Silverio, ña Gerundia González, Chocolatito, Mochuelo, Piticalzón, Perote y Santiago Volador. Los primeros son tipos caprichosos; pero lo que es el último fue individuo tan de carne y hueso como los que hoy comemos pan. Y no fue tampoco un quídam, sino un hombre de ingenio, y la prueba está en que escribió un originalísimo libro que inédito se encuentra en la Biblioteca Nacional y del que poseo una copia.

Este manuscrito, en el que la tinta con el transcurso de los años ha tomado color entre blanco y rubio, debió haber pasado por muchas aduanas y corrido recios temporales antes de llegar a ser numerado en la sección de manuscritos; pues no sólo carece de sus últimas páginas, sino lo que es verdaderamente de sentir, que algún travieso le arrancó varias de las láminas dibujadas a la pluma, y que según colijo por la lectura del texto, debieron ser quince.

Titúlase la obra Nuevo sistema de navegación por los aires, por Santiago de Cárdenas, natural de Lima en el Perú.

Por el estilo se ve que en materia de letras era el autor hombre muy a la pata la llana, circunstancia que él confiesa con ingenuidad. Hijo de padres pobrísimos, aprendió a leer no muy de corrido, y a escribir signos, que así son letras como garabatos para apurar la paciencia de un paleógrafo.

En 1736 contaba Santiago de Cárdenas diez años de edad, y embarcose en calidad de grumete o pilotín en un navío mercante que hacía la carrera ente el Callao y Valparaíso.

El vuelo de una ave, que él llama tijereta, despertó en Santiago la idea de que el hombre podía también enseñorearse del espacio, ayudado por un aparato que reuniese las condiciones que en su libro designa. Precisamente muchas de las más admirables invenciones y descubrimientos humanos débense a causas triviales, si no a la casualidad. La oscilación de una lámpara trajo a Galileo la idea del péndulo; la caída de una manzana sugirió a Newton su teoría de la atracción; la vibración de la voz en el fondo de un sombrero de copa, inspiró a Edison el fonógrafo; sin los estremecimientos de una rana moribunda, Galvani no habría apreciado el poder de la electricidad, inventando el telégrafo; y por fin, sin una hoja de papel arrojada casualmente en la chimenea y ascendente aquella por el humo y el calórico, no habría Montgolfier inventado en 1783 el globo aerostático. ¿Por qué, pues, Santiago en el vuelo del pájaro tijereta no había de encontrar la causa primaria de una maravilla que inmortalizase su nombre?

Diez años pasó navegando, y su preocupación constante era estudiar el vuelo de las aves. Al fin, y por consecuencia del cataclismo de 1746, en que se fue a pique la nave en que él servía, tuvo que establecerse en Lima, donde se ocupó en oficios mecánicos, en lo que según él mismo cuenta era muy hábil; pues llegó a hacer de una pieza guantes, bonetes de clérigo y escarpines de vicuña, con la circunstancia de que el paño más fino no alcanza a la delicadeza de mis obras, que en varias artes entro y salgo con la misma destreza que si las hubiera aprendido por reglas; pero desgraciadamente las medras las he gastado sin medrar.

Siempre que Santiago lograba ver juntos algunos reales, desaparecía de Lima e iba a vivir en los cerros de Amancaes, San Jerónimo o San Cristóbal, que están a pocas millas de la ciudad. Allí se ocupaba en contemplar el vuelo de los pájaros, cazarlos y estudiar su organismo. Sobre este particular hay en su libro muy curiosas observaciones.

Después de doce años de andar subiendo y bajando cerros y de perseguir a los cóndores y a todo bicho volátil, sin exclusión ni de las moscas, creyó Santiago haber alcanzado al término de sus fatigas, y gritó ¡Eureka!

En noviembre de 1761 presentó un memorial al excelentísimo señor virrey don Manuel de Amat y Juniet, en el que decía que por medio de un aparato o máquina que había inventado, pero para cuya construcción le faltaban recursos pecuniarios, era el volar cosa más fácil que sorberse un huevo fresco y de menos peligro que el persignarse. Otrosí, impetraba del virrey una audiencia para explayarle su teoría.

Probable es que su excelencia se prestara a oírlo, y que se quedara después de las explicaciones tan a obscuras como antes. Lo que sí aparece del libro, es que Amat puso la solicitud en conocimiento de la Real Audiencia, según lo comprueba este decreto:

Lima y noviembre 6 de 1761.— Remítase al doctor don Cosme Bueno, catedrático de Prima de Matemáticas, para que oyendo al suplicante le suministre el auxilio correspondiente.— Tres firmas y una rúbrica.

Mientras don Cosme Bueno, el hombre de más ciencia que por entonces poseía el Perú, formulaba su informe, era este asunto el tema obligado de las tertulias, y en la mañana del 22 de noviembre un ocioso o mal intencionado esparció la voz de que a las cuatro de la tarde iba Cárdenas a volar, por vía de ensayo, desde el cerro de San Cristóbal a la plaza Mayor.

Oigamos al mismo Santiago relatar las consecuencias del embuste:


«En el genio del país, tan novelero y ciego de ver cosas prodigiosas, no quedó noble ni plebeyo que no se aproximase al cerro u ocupase los balcones, azoteas de las casas y torres de las iglesias. Cuando se desengañaron de que no había ofrecido a nadie volar, en semejante oportunidad desencadenó Dios su ira y el pueblo me rodeó en el atrio de la catedral diciéndome: "o vuelas o te matamos a pedradas". Advertido de lo que ocurría, el señor virrey mandó una escolta de tropa que me defendiese, y rodeado de ella fui conducido a palacio, libertándome así de los agravios de la muchedumbre».


Desde este día nuestro hombre se hizo de moda. Todos olvidaron que se llamaba Santiago de Cárdenas para decirle Santiago Volador, apodo que el infeliz soportaba resignado, pues de incomodarse habría habido compromiso para sus costillas.

Hasta el Santo Oficio de la Inquisición tuvo que tomar cartas en protección de Santiago, prohibiendo por un edicto que se cantase la Pava, cancioncilla indecente de la plebe, en la cual Cárdenas servía de pretexto para herir la honra del prójimo.

Excuso copiar las cuatro estrofas de la Pava que hasta mí han llegado, porque contienen palabras y conceptos extremadamente obscenos. Para muestra basta un botón.


«Cuando voló una marquesa
un fraile también voló,
pues recibieron lecciones
de Santiago Volador.
¡Miren qué pava para el marqués!
¡Miren qué pava para los tres!».


Al fin, don Cosme Bueno expidió su informe con el título Disertación sobre el arte de volar. Dividiolo en dos partes. En la primera apoya la posibilidad de volar; pero en la segunda destruye ésta con serios argumentos. La disertación del doctor Bueno corre impresa, y honra la erudición y talento del informante.

Sin embargo de serle desfavorable el informe, Santiago de Cárdenas no se dio por vencido: «Dejé pasar un año —dice— y presenté mi segundo memorial. Las novedades de la guerra con el inglés y las nuevas que de Buenos Aires llegaban me parecieron oportunidad para ver realizado mi proyecto».

Algunos comerciantes, acaso por burlarse del volador, le ofrecieron la suma necesaria para que construyese el aparato, siempre que el gobierno lo autorizase para volar. Santiago se comprometía a servir de correo entre Lima y Buenos Aires, y aun si era preciso iría hasta Madrid, viaje que él calculaba hacer en tres jornadas, en este orden: «un día para volar, de Lima a Portobelo, otro día de Portobelo a la Habana, y el tercero de la Habana a Madrid». Añade: «todavía es mucho tiempo, pues si alcanzo a volar como el cóndor (ochenta leguas por hora) me bastará menos de un día para ir a Europa».

«Este memorial —dice Cárdenas— no causó en Lima la admiración y alboroto del primero, y confieso que, con la sagacidad de que me dotó el cielo, había ya conseguido partidarios para mi proyecto». Aquí es del caso decir con el refrán: un loco hace ciento.

En cuanto al virrey Amat, con fecha 6 de febrero de 1763 puso a la solicitud el siguiente decreto: No ha lugar.

Otro menos perseverante que Santiago habría abandonado el proyecto; pero mi paisano, que aspiraba a ser émulo de Colón en la constancia, se puso entonces a escribir un libro con el propósito de remitirlo al rey con un memorial, cuyo tenor copia en el proemio de su abultado manuscrito.

Parece también que el duque de San Carlos se había constituido protector del Ícaro limeño, y ofrecídole solemnemente hacer llegar el libro a manos del monarca; pero en 1766, cuando Cárdenas terminó de escribir, el duque se había ausentado del Perú.

Pocos meses después, el espíritu de Santiago Cárdenas emprendía el vuelo al mundo donde cuerdos y locos son medidos por un rasero.

El autor de un curioso manuscrito titulado Viaje al globo de la luna, libro que existe en la Biblioteca de Lima y que dobló escribirse por los años de 1790, dice, hablando de Santiago de Cárdenas: «Este buen hombre, que era en efecto de fina habilidad para trabajos mecánicos, estaba a punto de perder el seso con su teoría de volar, y hablaba desde luego aun mejor que lo hiciera. Él se había hecho retratar a la puerta de su tienda, en la calle pública, vestido de plumas y con alas extendidas en acción de volar, ilustrando su pintura con dísticos latinos y castellanos, alusivos a su ingenio y al arte de volar, que blasonaba poseer. Recuerdo esta inscripción: ingenio posem superas volitare per arces me nisi paupertas in vida deprimeret. Acechaba con el mayor estudio el vuelo de las aves, discurría sobre la gravedad y leyes de sus movimientos, en muchos casos con acertado criterio. Una tarde se alborotó el vulgo de la ciudad por el rumor vago que corrió de que el tal hombre se arrojaba volar por lo más encumbrado del cerro de San Cristóbal. Y sucedió que el tal Volador (que ignorante del rumor salía descuidado de su casa) hubo menester refugiarse en el sagrado de una iglesia para libertarse de una feroz tropa de muchachos que lo seguían con gran algazara. Cierto chusco mantuvo en expectación al pueblo diseminado por las faldas del monte y riberas del Rímac; porque trepando al cerro en una mula que cubría con su capa y extendidos sus vuelos con ambos brazos, daba a la curiosidad popular una adelantada idea de un volapié, como lo hacen los grandes pájaros para desprenderse del suelo. Así gritaba la chusma: «¡Ya vuela! ¡Ya vuela! ¡Ya vuela!».

También Mendiburu en su Diccionario Histórico consagra un artículo a don José Hurtado y Villafuerte, hacendado en Arequipa, quien por los años de 1510 domesticó un cóndor, el cual se remontó hasta la cumbre del más alto cerro de Uchumayo, llevando encima un muchacho, y descendió después con su jinete. Hurtado y Villafuerte, en una carta que publicó por entonces en la Minerva Peruana, periódico de Lima, cree en la posibilidad de viajar sirviendo de cabalgadura un cóndor, y calcula que siete horas bastarían para ir de Arequipa a Cádiz.

La obra de Cárdenas es incuestionablemente ingeniosa, y contiene observaciones que sorprenden, por ser fruto espontáneo de una inteligencia sin cultivo. Pocos términos científicos emplea; pero el hombre se hace entender.

Después de desarrollar largamente su teoría, se encarga de responder a treinta objeciones; y tiene el candor de tomar por lo serio y dar respuesta a muchas que le fueron hechas con reconocida intención de burla.

Yo no atinaré a dar una opinión sobre si la navegación aérea es paradoja que sólo tiene cabida en cerebros que están fuera de su caja, o si es hacedero que el hombre domine el espacio cruzado por las aves. Pero lo que sí creo con toda sinceridad, es que Santiago de Cárdenas no fue un charlatán embaucador, sino un hombre convencido y de grandísimo ingenio.

Si Santiago de Cárdenas fue un loco, preciso es convenir en que su locura ha sido contagiosa. Hoy mismo, más de un siglo después de su muerte, existe en Lima quien desde hace veinte años persigue la idea de entrar en competencia con las águilas. Don Pedro Ruiz es de aquellos seres que tienen la fe de que habló Cristo y que hace mover los montes.

Una observación: don Pedro Ruiz no ha podido conocer el manuscrito de que me he ocupado, y ¡particular coincidencia!, su punto de partida y las condiciones de su aparato son, en buen análisis, los mismos que imaginó el infeliz protegido del duque de San Carlos.

Concluyamos. Santiago de Cárdenas aspiró a inmortalizarse, realizando acaso el más portentoso de los descubrimientos, y ¡miseria humana!, su nombre vive sólo en los fastos titiritescos de Lima.

Hasta después de muerto lo persigue la rechifla popular.

El destino tiene ironías atroces.

Sabio como Chavarría

(A Juan de los Heros)

I

Que trata de cómo una de las Pantojas me hizo tomar el rábano por las hojas


¡Cómo! ¡Qué cosa! ¿No conoció usted a las Pantojas? ¡Chimbambolo! ¡Pues hombre, si las Pantojas han sido en Lima más conocidas que los agujeros de los oídos!

Las Pantojas que yo alcancé eran tres hermanas como las tres Marías, las tres Gracias y las tres hijas de Elena, salvo que aquí marra la segunda parte del refrán, porque las tres eran buenas como una bendición.

En cuanto a belleza no eran de ¡Jesús! ni de ¡Caramba!; lo que, en buen romance, quiere decir que ni asustaban como el coco, ni embelesaban como Venus. Las Pantojas eran unas cotorritas enclenques, siempre emperejiladitas, limpias como el agua de Dios, hacendosas como las hormigas, trabajadoras como una colmena, llanas como camino real o sin encrucijada, y cristianas rancias y cuidadosas de la salud del alma.

Hasta hace quince o veinte años tenían un tenducho de baratijas y juguetes en la calle de Valladolid, y el más caro de sus artículos de comercio se pagaba en un real, y la venta cundía y las Pantojas pelechaban. Ellas tuvieron por parroquianos a los que eran niños cuando entró la Patria, y a los convalecientes del sarampión y la alfombrilla cuando Castilla y Echenique gobernaban el país por el sistema antiguo (teóricamente); y ¡qué diablos!, parece que con la teoría no le iba del todo mal a la patria.

Las Pantojas no quisieron alcanzar los días de progreso, en que las muñequitas de trapo serían reemplazadas por poupées de marfil, y en que el lujo para vestir una de éstas haría subir su valor a un centenar de duros. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Cuánto atraso y miseria! Hoy papás, mamás y padrinos derrochan por pascua de diciembre un dineral en juguetes para los nenes, que así duran en sus manos como mendrugo en boca de hambriento. La vanidad ha penetrado hasta en los pasatiempos de la infancia.

Había el que esto escribe salido de la edad del babador y el mameluco y entrado en la del cuartillo de barragán y la mataperrada, cuando una tarde, caminito de la escuela, ocurriole llegar a la tienda de las Pantojas y gastar la peseta dominguera en un trompo, un balero y un piporro.

Sobre cuartillo más, cuartillo menos, disputamos hasta tente bonete, y entablé con ellas una de interpeladuras o interpelaciones, yo que en los días de mi vida he vuelto a tener entrañas para interpelar ni a un ministro en el Congreso; porque eso de andar con preguntas y respuestas, como en el catecismo del padre Astete, maldito si me hace pizca de gracia. Tal sería lo contundente de mi argumentación, que doña Martinita Pantoja, declarando terminado el debate, me dio un suave tironcito de orejas, me regaló un par de nueces y otro de cocos, y me dijo:

—¡Anda con Dios, angelito! Tú sabes tanto como Chavarría.

Contentísimo salí con el piropo. De fijo que Chavarría sería un prójimo superior a Séneca y demás sabios de la cristiandad y judería de que hacen mención las historias.

Mi dómine se llamaba don Pascual Guerrero (algunos de mis lectores guardarán reminiscencia de su chicote encintado) y, cascabeleándome la curiosidad, fuime a él y contele lo que una de las Pantojas me había dicho: «que yo era tan sabio como Chavarría».

—¡Ah! ¡El gran Chavarría! ¡Hombre, si tú hubieras conocido al gran Chavarría! ¡Famoso Chavarría!

Y el hombre de la palmeta con sus exclamaciones y aspavientos me dio menos luz que un fósforo de cerilla, influyendo así para que el diablillo de la presunción se entrase, como Pedro por su casa, en el alma de un trastuelo del codo a la mano. Ello es que di en la flor de mirar por encima del hombro a los demás escolares que, según mis barruntos, no podían ser sino animalitos de orejas largas y puntiagudas, comparados conmigo, que sabía tanto como Chavarría.

¡Ah! Si don Pascual Guerrero me hubiera dicho entonces lo que después he sabido sobre Chavarría, habrían tenido las Pantojas (que de eterna gloria gocen) sarna que rascar con el por aquellos días futuro ciudadano. ¡Qué inquina, tirria o mala voluntad la que les habría tomado a las pobrecitas! ¡Pues no faltaba más que tratarme de igual a igual con Chavarría!

II

De cómo a fines del siglo pasado todo era en Lima Chavarría por activa y Chavarría por pasiva


El segando día de Navidad del año de gracia 1790, grandes y chicos, encopetados y plebeyos, no hablaban en Lima sino del mismo asunto. Desde el virrey bailío hasta el más desarrapado pelafustán, era idéntico el tema de conversación entre los cincuenta mil y pico de habitantes que, según el censo, vivían de murallas adentro en la capital del virreinato.

No habría producido más grande sensación la llegada del cajón de España, nombre que daba el pueblo a la valija de correspondencia de la metrópoli, y que era recibida de seis en seis meses con general repique de campanas, siempre que nuestro amo el rey continuaba sin novedad mayor en su importante salud, o que la reina nuestra señora había salido con bien del último embuchado, regalando a sus súbditos de allende y de aquende con un nuevo lagartijo.

Bueno será que, dejando marañas y parlerías, entremos en el café de Francisquín y alquilemos orejas para ponernos al corriente de la novedad del día. Y nota, lector, que singularizo el café, porque..., pero esto merece que eche a lucir mi erudición. A ver si hay guapo que me contradiga sobre la autenticidad de los datos que voy a sacar a plaza.

Desde Pizarro hasta 1771, toda persona con apariencias de decente, que aspiraba a tomar un refresco fuera del domicilio, sólo podía hacerlo en los establecimientos destinados para el juego de pelota y bochas. Estos sitios fueron poco a poco democratizándose, y la gente de copete dejó de concurrir a ellos, hasta que en 1773, y favorecido por el rumboso virrey Amat, un italiano o francés, llamado Francisquín, estableció en la calle de la Merced un café (el primero que tuvimos en Lima) que podía hacer competencia al mejorcito de Madrid. Cuatro años después, un español, don Francisco Serio, fundó el famoso café de Bodegones que hasta hace poco disfrutó de gran nombradía. Y aquí pongo punto, pues me parece que he dicho algo y que me he lucido en este ramo de historia cafetuna.

Entremos, pues, en el café de Francisquín y oigamos lo que se charlaba en una mesa donde saboreaban jícaras del sabroso chocolate de Yungas, con canela y vainilla, un reverendo de la orden de predicadores, un depositario de la fe pública, un estudiante de prima de leyes, que así cursaba leyes como aleluyas, y un empleado del real estanco de salitres, digo, de tabacos. ¡Vaya un lapsus plumae condenado! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Escupe, Guadalupe, escupe! ¡Bonitos están los tiempos para andarse con equivoquillos!

—Pues, señor —decía el notario—, el tal Chavarría es el demonio. ¡Y lo que sabe el maldito!

—Pues si sabe tanto como de él cuentan, no puede ser sino en virtud de malas artes —añadía el estanquero—. ¿No cree su paternidad que sea caso de Inquisición?

—Puede... —contestó con gravedad el dominico, echándose al gollete el último sorbo del canjilón.

—Yo me pirro por conocer a Chavarría; pero no lo haré sin consultarlo con mi confesor.

—Y acertará, hermano —añadió el reverendo—. La salvación es antes que Chavarría. Consulte, que así librará de caer en algún lazo que le tienda el maligno.

—¡Qué lazo ni qué garambaina! —terció el estudiante—. Los talentos de Chavarría son notorios desde los tiempos de Plinio; y a la paz de Dios, caballeros, que son ya las siete dadas y me espera Chavarría.

III

Donde a la postre salimos con una pata de gallo


—Pero hasta aquí —dirá el lector— no sabemos quién es Chavarría. Vamos, presénteme usted a Chavarría.

—Pues con venia de usted. Chavarría es... Chavarría.

—¡Buen achaquito, compadre Cantarranas! Quedo enterado.

—¡Vaya! Si no sé cómo decirlo. En fin, Chavarría es..., que lo diga por mí el Diario de Lima, en su número correspondiente al 25 de diciembre de 1790 y en los sucesivos. ¡Cataplún! Trátase de un perro pericotero que se exhibió en el teatro de esta ciudad de los reyes.

«Chavarría salió vestido de mujer, bailando el fandango, el villano y la mariangola», dice un bombo.

«Chavarría salió con capa colorada, bien empelucado y con sombrero de picos, bailando el don Mateo», cuenta un suelto.

«Chavarría hizo el papel de muerto, y resucitó oyendo pronunciar el nombre de nuestro muy amado rey y señor don Carlos IV», prosigue el humbug periodístico.

«Chavarría salió de capa y con espada en mano y tuvo un desafío con un inglés, al cual estiró sin más ni menos». ¡Cáscaras con Chavarría!

«Chavarría cantó el mambrú a dúo con un niño». ¡Demonche!

«Chavarría, con los ojos vendados, sacó el peso doble e hizo pruebas con un pañuelo y con las cuarenta cartas de un naipe». ¡Maravilloso!

«Chavarría hizo ejercicio militar con fusil y bayoneta calada, y estando de centinela quiso sorprenderlo un inglés. Chavarría le arrimó un balazo y lo envió a pudrir tierra».

Y basta con lo apuntado, que la lista de habilidades es larga y el bombo del Diario de Lima estrepitoso.

Lástima y grande es que por aquel año no hubiera existido en Lima otro periódico, que de fijo no se habría quedado corto en poner por las nubes las gracias de Chavarría. Quede sentado que el Bombo gacetillero no es invención de nuestro siglo.

Lo cierto es que nuestros abuelos se quedaban con tamaña boca abierta y creyendo en lo portentoso con las bufonadas de Chavarría. ¡Ya se ve! Ellos no podían soñar que en el siglo XIX tendría las mismas y mayores habilidades cualquier mastín de casta cruzada, y que hasta los ratones y las pulgas serían susceptibles de recibir una educación artística. ¡Qué sencillez tan patriarcal la de nuestros progenitores!

La prueba de lo mucho que con Chavarría se impresionaron, es el refrán que se les caía de la boca cuando querían ponderar la travesura o ingenio de un muchacho: ¡Sabe más que Chavarría! ¡Sabio como Chavarría!

Hoy son pocos los que dicen estas palabras. El refrán esta sentenciado a morir junto con el último octogenario.

IV

Donde concluye el autor formulando una cuestión que otros se encargarán de resolver


Y ahora diganme ustedes en conciencia, ¿no les parece que las Pantojas me hicieron un insulto mayúsculo comparando mi talento con el de un perro y que me sobra justicia para entablar contra ellas querella de agravio?

La niña del antojo

Generalizada creencia era entre nuestros abuelos que a las mujeres encintas debía complacerse aun en sus más extravagantes caprichos. Oponerse a ellos equivalía a malograr obra hecha. Y los discípulos de Galeno eran los que más contribuían a vigorizar esa opinión, si hemos de dar crédito a muchas tesis o disertaciones médicas, que impresas en Lima, en diversos años, se encuentran reunidas en el tomo XXIX de Papeles varios de la Biblioteca Nacional.

Las mujeres de suyo son curiosas, y bastaba que les estuviese vedado entrar en claustros para que todas se desviviesen por pasear conventos. No había, pues, en el siglo pasado limeña que no los hubiese recorrido desde la celda del prior o abadesa hasta la cocina.

Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado interesante, las hermanitas amigas y hasta las criadas se echaban a arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor mañana se aparecían diez o doce tapadas en la portería de San Francisco, por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego portero:

—¡Ave María purísima!

—Sin pecado concebida. ¿Qué se ofrece, hermanitas?

—Que vaya usted donde el reverendo padre guardián y le diga que esta niña, como a la vista está, se encuentra abultadita, que se le ha antojado pasear el convento y que nosotras venimos acompañándola por si le sucede un trabajo.

—¡Pero tantas!... —murmuraba el lego entre dientes.

—Todas somos de la familia: esta buena moza es su tía carnal; estas dos son sus hermanas, que en la cara se les conoce; estas tres gordinfloncitas son sus primas por parte de madre; yo y esta borradita sus sobrinas, aunque no lo parezcamos; la de más allá, esa negra chicharrona, es la mama que la crió; ésta es su...

—Basta, basta con la parentela, que es larguita —interrumpía el lego sonriendo.

Aquí la niña del antojo lanzaba un suspirito, y las que la acompañaban decían en coro:

—¡Jesús, hijita! ¿Sientes algo? Vaya usted prontito, hermano, a sacar la licencia. ¡No se embrome y tengamos aquí un trabajo! ¡Virgen de la Candelaria! ¡Corra usted, hombre, corra usted!

Y el portero se encaminaba paso entre paso a la celda del guardián; y cinco minutos después regresaba con la superior licencia, que su paternidad no tenía entrañas de ogro para contrariar deseo de embarazada.

—Puede pasar la niña del antojo con toda la sacra familia.

Y otro lego asumía las funciones de guía o cicerone.

Por supuesto que en muchas ocasiones la barriga era de pega, es decir, rollo de trapos; pero ni guardián ni portero podían meterse a averiguarlo. Para ellos vientre abovedado era pasaporte en regla.

Y de los conventos de frailes pasaban a los monasterios de monjas; y de cada visita regresaba a casa la niña del antojo provista de ramos de flores, cerezas y albaricoques, escapularios y pastillas. Las camaradas participaban también del pan bendito.

Y la romería en Lima duraba un mes por lo menos.

Un arzobispo, para poner algún coto al abuso y sin atreverse a romper abiertamente con la costumbre, dispuso que las antojadizas limeñas recabasen la licencia, no de la autoridad conventual, sino de la curia; pero como había que gastar en una hoja de papel sellado y firmar solicitud y volver al siguiente día por el decreto, empezaron a disminuir los antojos.

Su sucesor, el señor La Reguera, cortó de raíz el mal, contestando un no rotundo a la primera prójima que le fue con el empeño.

—¿Y si malparo, ilustrísimo señor? —insistió la postulante.

—De eso no entiendo yo, hijita, que no soy comadrón, sino arzobispo.

Y lo positivo es que no hay tradición de que limeña alguna haya abortado por no pasear claustros.

Entre los manuscritos que en la Real Academia de la Historia, en Madrid, forman la colección de Matalinares, archivo de curiosos documentos relativos a la América, hay un (cuaderno 3.º del tomo LXXVII) códice que no es sino el extracto de un proceso a que en el Perú dio motivo la niña del antojo.

Guardián de la Recoleta de Cajamarca era por los años de 1806 fray Fernando Jesús de Arce, quien, contrariando la arzobispal y disciplinaria disposición, dio en permitir el paseíto por su claustro a las cristianas que lo solicitaban alegando el delicado achaque. La autoridad civil tuvo o no tuvo sus razones para pretender hacerlo entrar en vereda, y se armó proceso, y gordo.

El padre comisario general apoyó al padre Arce, presentando, entre otros argumentos, el siguiente que a su juicio era capital y decisivo: «La conservación del teto es de derecho natural y el precepto de la clausura es de derecho positivo, y por consideración al último no sería caritativo exponer una mujer al aborto».

El padre Arce decía que para él era caso de conciencia consentir en el capricho femenino; pues una vez que se negó a conceder tal licencia aconteciole que, a los tres días, se le presentó la niña del antojo llevando el feto en un frasco y culpándolo de su desventura. Añadía el padre Arce que por él no había de ir otra almita al limbo y que no se sentía con hígados para hacer un feo a antojos de mujer encinta.

El vicario foráneo se vio de los hombres más apurados para dar su fallo, y solicitó el dictamen de Matalinares, que era a la sazón fiscal de la Audiencia de Lima. Matalinares sostuvo que no por el peligro del feto, sino por corruptelas y consideraciones de conveniencia o por privilegios apostólicos para determinadas personas de distinción, se había tolerado la entrada de mujeres en clausura de regulares, y que eso de los antojos era grilla y preocupación. En resumen: terminaba opinando que se previniese al padre comisario general ordenase al guardián de la Recoleta que por ningún pretexto consintiese en lo sucesivo visitas de faldas, bajo las penas designadas por la Bula de Benedicto XV, expedida en 3 de enero de 1742.

El vicario, apoyándose en tan autorizado dictamen, falló contra el guardián; pero éste no se dio por derrotado y apeló ante el obispo, quien confirmó la resolución.

Fray Fernando Jesús de Arce era testarudo, y dijo en el primer momento que no acataba el mandato mientras no viniese del mismo Papa; pero su amigo, el comisario general, consiguió apaciguarlo, diciéndole:

—Padre reverendo, más vale maña que fuerza. Pues la cuestión ante todo es de amor propio, éste quedará a salvo acatando y no cumpliendo.

El padre Arce quedó un minuto pensativo; y luego, pegándose una palmada en la frente, como quien ha dado en el quid de intrincado asunto, exclamó:

—¡Cabalito! ¡Eso es!

Y en el acto hizo formal renuncia de la guardianía para que otro y no él cargase con el mochuelo de enviar almitas al limbo.

La llorona del Viernes Santo

Cuadro tradicional de costumbres antiguas

Existía en Lima hasta hace cincuenta años una asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana. En España dábanlas el nombre de plañidoras; pero en estos reinos del Perú se las bautizó con el de doloridas o lloronas.

Que el gobierno colonial hizo lo posible por desterrarlas, me lo prueba un bando o reglamento de duelos que el virrey don Teodoro de Croix mandó promulgar en Lima con fecha 31 de agosto de 1786, y que he tenido oportunidad de leer en el tomo XXXVIII de Papeles varios de la Biblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 del bando:


«El uso de las lloronas o plañideras, tan opuesto a las máximas de nuestra religión como contrario a las leyes, queda perpetuamente proscrito y abolido, imponiéndose a las contraventoras la pena de un mes de servicio en un hospital, casa de misericordia o panadería».


Parece que este bando fue, como tantos otros, letra muerta.

No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con qué pagar un decente funeral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejo centón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefe y dos para cada subalterna. Y cuando los dolientes echándola de rumbosos añadían algunos realejos sobre el precio de tarifa, entonces las doloridas estaban también obligadas a hacer algo de extraordinario, y este algo era acompañar el llanto con patatuses, convulsiones epilépticas y repelones. Ellas, en unión de los llamados pobres de hacha que concurrían con un cirio en la mano, esperaban a la puerta del templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta a su aflicción de contrabando.

Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia. Habíalas tan adiestradas que no parece sino que llevaban dentro del cuerpo un almacén de lágrimas; tanto eran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los ojos los dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habían conocido ellas al difunto como al moro Muza, y mentían que era un contento exaltando entre ayes y congojas las cualidades del muerto.

—¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo! —y el que iba en el cajón había sido usurero nada menos.

¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso! —y el infeliz había liado los bártulos por consecuencia del mal de espanto que le ocasionaron los duendes y las penas.

—¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano! —y el difunto había sido, por sus picardías y por lo encallecida que traía la conciencia, digno de morir en alto puesto, es decir, en la horca.

Y por este tono eran las jeremiadas.

No concluía aquí la misión de las lloronas. Quedaba aún el rabo por desollar; esto es, la ceremonia de recibir el duelo en casa del difunto durante treinta noches. Enlutábanse con cortinajes negros la sala y cuadra, alumbrándolas con un fanal o guardabrisa cubierta por un tul que escasamente dejaba adivinar la luz, o bien encendían una palomilla de aceite que despedía algo como amago de claridad, pero que realmente no servía sino para hacer más terrífica la lobreguez. Desde las siete de la noche los amigos del finado entraban silenciosos en la sala y tomaban asiento sin proferir palabra. Un duelo era en buen romance una congregación de mudos.

La cuadra era el cuartel general de las faldas y de las pulgas. Las amigas incitaban a los varones en no mover sus labios, lo cual, bien mirado, debía ser ruda penitencia para las hijas de Eva. Sólo a las lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato un ¡ay Jesús! o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otro mundo.

Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un travieso, por ejemplo, largaba media docena de ratoncillos en la cuadra, y entonces se armaba una de gritos, carreras, chillidos y pataletas.

Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba la recepción: aquí eran los apuros entre las mujeres. Ninguna quería ser la primera en levantarse. Llamábase este acto romper el chivato.

A la postre se decidía alguna a dar esta muestra de coraje, y acercándose a la no siempre inconsolable viuda, le decía:

—¡Cómo ha de ser! Hágase la voluntad de Dios. Confórmate, hija mía, que él está entre santos y descansando de este mundo ingrato. No te dés a la pena, que eso es ofender a quien todo lo puede.

Y todas iban despidiéndose con idéntica retahíla.

Cuando la familia regresaba de dar el pésame, por supuesto que ponían sobre el tapete a la viuda y a la concurrencia, y cortaban las muchachas, con la tijera que Dios les dio, unos sayos primorosos. Lo que es la abuela o alguna tía, a quienes el romadizo había impedido ir a cumplir con la viuda, preguntaban:

—¿Y quién rompió el chivato?

—Doña Estatira, la mujer del escribano.

—Ella había de ser, ¡la muy sin vergüenza! ¡Ya se ve..., una mujer que tiene coraje para llamarse Estatira!...

Por más que cavilo no acierto a darme cuenta del porqué de esta murmuración. ¡Caramba! Supongo que una visita no ha de ser eterna, y que alguien ha de dar ejemplo en lo de tomar el camino de la puerta, y que no hay ofensa a Dios ni al prójimo en llamarse Estatira.

En cada noche recibía la llorona una peseta columnaria y un bollo de chocolate. Y no se olvide que la ganga duraba un mes cabal.

Sólo en el fallecimiento de los niños no tenían las lloronas misión que desempeñar. ¡Ya se ve! ¡Angelitos al cielo!

Pero entre todas las plañidoras había una que era la categoría, el non plus ultra del género, y que sólo se dignaba asistir a entierro de virrey, de obispos o personajes muy encumbrados. Distinguíase con el título de la llorona del Viernes Santo. El pueblo la llamaba con otro nombre que, por no ruborizar a nuestras lectoras, dejamos en el fondo del tintero.

Así se decía: «El entierro de don Fulano ha estado de lo bueno lo mejor. ¡Con decirte, niña, que hasta la llorona del Viernes Santo estuvo en la puerta de la iglesia!».

Para mí sólo hay una profanación superior a ésta, y es la que anualmente se realiza en las grandes ciudades con el paseo o romería que en noviembre se emprende al cementerio. La vanidad de los vivos y no el dolor de los deudos es quien ese día adorna las tumbas con flores, cintas y coronas emblemáticas. «¿Qué se diría de nosotros? —dicen los cariñosos parientes—. Es preciso que los demás vean que gastamos lujo». Y encontré vanidad hasta en la muerte, dice el más sabio de los libros.

Las losas sepulcrales son objeto de escarnio y difamación en esa romería.

—¡Hombre! —dice un mozalbete a otro chisgarabís de su estofa, pasando revista a las lápidas—. Mira quién está aquí... La Carmencita... ¿No te acuerdas, chico?... La que fue querida de mi primo el banquero, y le costó un ojo de la cara... Muchacha muy caritativa... y bonita, eso sí, sólo que se pintaba las cejas y fruncía la boca para esconder un diente mellado. —¡Preciosa corona le han puesto a don Melquiades! Mejor se la puso su mujer en vida. —¡Buen mausoleo tiene don Junípero! ¡Podía ser mejor, que para eso robó bastante cuando fue ministro de Hacienda! ¡Valiente pillo! —Fíjate en el epitafio que le han puesto a don Milón, que no fue sino un borrico con herrajes de oro y albarda de plata. ¡Llamar pozo de ciencia y de sabiduría a ese grandísimo cangrejo! —¡Gran zorra fue doña Remedios! La conocí mucho, mucho. ¡Como que casi tuve un lance con el Juan Lanas de su marido! —No sabía yo que se había ya muerto el marqués del Algarrobo. ¡Bien viejo ha ido al hoyo! ¡Como que era contemporáneo de los espolines de Pizarro! —¡Pucha! Aquí está un patriota abnegado, de esos que dan el ala para comerse la pechuga y que saben sacar provecho de toda calamidad pública.

Y basta para muestra de irreverente murmuración. A estos maldicientes les viene a pelo la copla popular:


«El zapato traigo roto,
¿con qué lo remendaré?;
con picos de malas lenguas
que propalan lo que no es».


El verdadero dolor huye del bullicio. Ir de paseo al cementerio el día de finados por ver y hacerse ver, por aquello de «¿adónde vas, Vicente?, adonde va toda la gente», como se va a la plaza de toros; por novelería y por matar tiempo, es cometer el más repugnante y estúpido de los sacrilegios.

Dejo en paz a los difuntos y vuelvo a las lloronas.

Los padres mercenarios, en competencia con lo que la víspera hacían los agustinianos, sacaban el Viernes Santo en procesión unas andas con el sepulcro de Cristo, y tras ella, y rodeada de multitud de beatas, iba una mujer desgreñada, dando alaridos, echando maldiciones a Judas, a Caifás, a Pilatos y a todos los sayones; y lo gracioso es que, sin que se escandalizase alma viviente, lanzaba a los judíos apóstrofes tan subidos de punto como el llamarlos hijo de la mala palabra.

De la capilla de la Vera Cruz salía también a las once de la noche la famosa procesión de la Minerva, que, como se sabe, era costeada por los nobles descendientes de los compañeros de Pizarro, quien fue el fundador de la aristocrática hermandad y obtuvo que el Papa enviara para la iglesia un trozo del verdadero lignum crucis, reliquia que aún conservan los dominicos.

Pero en esta procesión todo era severidad, a la vez que lujo y grandeza. La aristocracia no dio cabida nunca a las lloronas, dejando ese adorno para la popular procesión de los mercenarios.

El arzobispo don Bartolomé María de las Heras no había gozado de esas mojigangas; y el primer año, que fue el de 1807, en que asistió a la procesión hizo, a media calle, detener las andas, ordenando que se retirase aquella mujer escandalosa que, sin respeto a la santidad del día, osaba pronunciar palabrotas inmundas.

¿Creerán ustedes que el pueblo se arremolinó para impedirlo? Pues así como suena. ¡No faltaba más que deslucir la procesión eliminando de ella a la llorona!

El sagaz arzobispo se sonrió y, acatando la voluntad del pueblo, mandó que siguiese su curso la procesión; pero en el año siguiente prohibió con toda entereza a los mercenarios semejante profanación.

En cuanto a las plañidoras de entierros, ellas pelecharon por algunos años más.

Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima oficio productivo era el de las lloronas. Pero vino la Patria con todo su cortejo de impiedades, y desde entonces da grima morirse; pues lleva uno al mudar de barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla.

A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe..., con las necrologías de los periódicos.

¡A nadar, peces!

Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de los padres juandedianos.

En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.

Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes. Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados en un rincón de su celda cinco mil pesos en onzas de oro.

Era tertulio del convento un mozalbete de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, que eran los donpreciso en las jaranas de medio pelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la guitarra.

Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y diose tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que realmente tenía algunos maravedises en lugar seguro.

—Pues ya son míos —dijo letra sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente de chispa, arranque y traquido.

Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.

El bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante de una botija de aguardiente cubierta de cintas y flores. El aspirante la rompía de una pedrada, que lanzaba desde tres varas de distancia, y el mérito estribaba en que no excediese de un litro la cantidad de licor que caía al suelo; en seguida el padrino servía a todos los asistentes, mancebos y damiselos; y antes de apurar la primera copa, pronunciaba un speach, aplicando al candidato el apodo con que desde ese instante quedaba inscrito en la cofradía de los legítimos chuchumecos. Concluida esta ceremonia, empezaba una crápula de esas de hacer temblar el mundo y sus alrededores.

Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:

—Yo soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera, sino por el mismo Pablo Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra y cajón.

Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo o jerigonza que hablan los afiliados; pero ello es comprometedor y peliagudo, y será mejor que lo dejemos para otro rato, que no se ganó Zamora en una hora.

Una tarde en que con motivo de no sé qué fiesta hubo mantel largo en el refectorio de los juandedianos, se agarraron a trago va y trago viene el lego y el chuchumeco, y cuando aquél estaba ya medio chispo, hubo de parecerle a éste propicia la oportunidad para aventurar el golpe de gracia.

—Si su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene ociosos y criando moho, permita Dios que el piscolabis que he bebido se me vuelva en el buche rejalgar o agua de estanque con sapos y sabandijas, si antes de un año no se los he triplicado.

El demonio de la codicia dio un mordisco en el corazón del lego.

—Mire su paternidad —prosiguió el niño—. Yo he sido mancebo de la botica de don Silverio, y tengo la farmacopea en la punta de la uña. Con dos mil pesos ponemos una botica que le eche la pata encima a la del Gato.

—¡Con tan poco, hombre! —balbuceó el juandediano.

—Y hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta hacer las cosas en grande y sin miseria. Un almirez, un morterito de piedra, una retorta, un alambique, un tarro de sanguijuelas, unas cuantas onzas de goma, linaza, achicoria y raíz de altea, unos frascos vistosos, vacíos los más y pocos con drogas, y pare usted de contar... Es cuanto necesitamos. Créame su paternidad. Con cuatro simples, en un verbo le pongo yo la primera botica de Lima.

Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codicia del hospitalario y halagando su vanidad con llamarlo a roso y belloso su paternidad.

Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja. A propósito de adulaciones, no recuerdo en qué cronicón he leído que uno de los virreyes del Perú fue hambre que se pagaba infinito de que lo creyesen omnipotente. Discurríase una noche en la tertulia palaciega sobre el Apocalipsis y el juicio final; y el virrey, volviéndose a un garnacha, mozo limeño y decididor, que hasta ese momento no había despegado los labios para hablar en la cuestión, le dijo: «Y usted, sesgos doctor, ¿cuándo cree que se acabará el mundo?». «Es claro —contestó el interpelado—, cuando vuecelencia mande que se acabe». Agrega el cronista que el virrey tomó por lisonja fina la picante y epigramática respuesta. ¡Si viviría el hombre convencido de su omnipotencia!

A la postre, el buen lego mordió en el anzuelo y empezó por desenterrar cien peluconas.

Y la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con aguas de colores y una garrafa con pececitos del río. En los escaparates se ostentaban también algunos elegantes frascos de drogas; pero con el pretexto de que hoy se necesitaba tal bálsamo y mañana cual menjurje, llegó el boticario a arrancarle a su socio todas las muelas que tenía bajo tierra.

Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que una culebra, le hacía cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra le dijo:

—Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más pronto mejor.

—Convenido —contestó impávido Catuteo—: mañana mismo nos ocuparemos de eso.

Y aquella tarde vendió a otros del oficio por la mitad de precio cuanto había en los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidad de escoba.

Cuando al día siguiente fue Carapulcra en busca del compañero para dar principio al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y por única existencia la garrafa de los peces.

Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó a la acequia diciendo:

—¡A nadar, peces!

Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase.

Y luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las manos, se dejó caer sobre un sillón de vaqueta, murmurando:

—¡Ah, pícaro! Con cuatro simples me dijo que se ponía una botica... ¡Embustero! Él la puso con sólo un simple... ¡y ese fui yo!

Un capítulo de frailes

Reñidísima fue en 1793 la elección de Provincial entre los agustinos de Lima. El partido criollo salió cola; y fray Diego de Peña, sacerdote español, obtuvo el triunfo. Los padres fray Juan Fernández y fray Carlos Chávarri, bien pertrechados de documentos, se embarcaron, entre gallos y media noche, resueltos a alcanzar de su majestad o del Padre Santo la nulidad de la elección. El primero tomó la ruta de Cartagena y la Habana, y el segundo la de Panamá. Viste llevaba, además, el propósito de conseguir la revocatoria de una sentencia sobre él recaída como falso calumniante, por haber dicho que el anterior Provincial, fray Manuel Terón, era contrabandista de tabacos.

El Provincial de Lima, al darse cuenta de la escapatoria de sus dos subalternos, no se quedó con los brazos cruzados, y previa reunión y acuerdo del Definitorio, comisionó al padre Terón para que, con el carácter de Procurador, lo defendiese ante el monarca, hiciese arrestar a los frailes prófugos y obtuviese que quedaran perpetuamente privados de voz activa y pasiva los padres Arteaga, Calderón y los tres hermanos Suero, frailes díscolos, escandalosos y tumultuarios, a juicio del partido vencedor.

Sin embargo de que, por la guerra entre España y Francia, estaban los mares poblados de corsarios, el padre Terón llegó a Europa sin el menor contratiempo. No tuvieron igual dicha los emisarios del bando criollo. El padre Chávarri murió de fiebres en Panamá o Cartagena, y el otro cayó en poder de los franceses.

Encontrándose el procurador Terón sin opositores, obtuvo fácilmente del rey cuanto solicitaba el Provincial padre Peña; y Roma le acordó, no sólo la ratificación de todo lo conseguido del poder temporal, sino el título de Asistente o Visitador, con facultades para meter en vereda a sus bochincheros hermanos del Perú, título que fue también reconocido por el Consejo de Indias.

El 30 de junio de 1796, en circunstancia de hallarse el Provincial padre Peña de paseo en el Cuzco, las campanas de San Agustín se echaron a vuelo festejando el regreso del padre Procurador. El padre Zumarán que, por la ausencia del superior, ejercía el cargo de Vicario, no vio de buen ojo las facultades de que venía investido Terón. Consultó sobre ello al real Acuerdo, y éste le contestó: «Quien manda, sabe lo que manda, y cartuchera al cañón».

Estalló la bomba. Los agustinos se dividieron en bandos. Uno por el padre Zumarán, candidato de los criollos para el venidero capítulo; y otro por el padre Terón, quien, dicho sea de paso, exhibía a su hermano fray Ramón para futuro Provincial.

Así los ánimos, llegó del Cuzco el padre Peña, y su llegada fue echar leña que avivara más la hoguera. Pidió a Terón que le presentase credenciales y éste cumplió en el acto. Peña no encontró muy en regla algunos documentos, declaró que el Asistente se había extralimitado en el ejercicio de sus funciones y que, por ende, merecía ser juzgado. Encomendó el seguimiento de la causa al padre Francisco Leuro, fraile de muchas campanillas; y éste que, de antiguo, no era buen camarada con Terón, le ajustó las clavijas en un examen de cuentas por administración de bienes en la época en que fray Manuel fue Provincial.

San Agustín era una olla de grillos. El padre Aristizábal, el padre Vega y el padre Castellanos estaban de punta con el Provincial y con el padre Salas sobre validez de unas patentes; y los padres Acosta, Figueroa, Urquina y Loyola se mascaban y no se tragaban.

Pesado sería enumerar todas las quisquillas e intrigas de que prolijamente se ocupa tan curioso manuscrito que a la vista tenemos. Titúlase éste: Relación que hace un imparcial de los sucesos acaecidos en la provincia de los agustinos del Perú, antes y después de la celebración del Capítulo provincial de este año de 1797. Haremos, pues, gracia al lector de fastidiosos detalles.

Era el padre Leuro quien más en candela ponía las cosas, y Dios sabe hasta dónde habrían ido los escándalos, si el sagaz virrey O'Higgins no se hubiera apresurado a cortar por lo sano, disponiendo que, pues estaba próximo el día del Capítulo, fuese el nuevo Definitorio el llamado a fallar en todos los puntos contenciosos. Aviniéronse los dos partidos; el criollo porque, contando con veintitrés votos de barreta, consideraba su triunfo segurísimo; y el partido español porque, aunque sólo disponía de veintitrés votos, inamovibles como roca; sus motivos tendría para no dar la victoria por un maravedí menos. Ítem, el virrey amenazaba con mandar a España, bajo partida de registro, a todo fraile tumultuario, fuese peninsular o criollo.

La ciudad estaba conmovida. La anarquía reinaba en las familias, pues no había ni hombre ni varón que no se encontrase afiliado en alguno de los bandos. Las influencias para conquistar un voto iban y venían estérilmente, porque cada fraile, de los cuarenta y cinco electores, permanecía inconquistable.

A las cuatro de la tarde del 30 de julio de 1797, una compañía de granaderos y un piquete de dragones rodearon el convento. A las cinco, la comunidad se dirigió a la portería para recibir al señor don Tomás Calderón, oidor de la Real Audiencia, comisionado por el virrey para presidir el Capítulo.

Comenzó la gran batalla. De lo que pasó, a puerta cerrada, en la Sala Capitular, nada nos dice el bien informado y minucioso autor de la Relación. Sólo refiere que, entre otros documentos, se dio lectura a una patente del Consejo de Indias, por la que se dispensaba al padre Ramón Terón del requisito de edad para ser elegido en cualquier cargo.

Por entonces, según el censo oficial formado en 1791, había en Lima mil ciento ocho frailes y quinientas setenta monjas. ¡Cifra es!

Todo Lima, nobles y plebeyos, matronas y damiselas, gente de medio pelo y de pelo entero, se agrupaba en las calles vecinas al convento. Los limeños de entonces se interesaban en la elección de un prelado o abadesa más que ahora en la de presidente de la República. Y si exagero, que no valga.

En política tenemos hoy neutrales o indiferentes. En Capítulo de convento no había neutralidad ni indiferentismo posibles. Hasta las monjas confeccionaban pastillas y mixturas y mechas de sahumerio para obsequiar al vencedor, cuando éste resultaba ángel de su coro. En elección de presidente, a las monjas ni les va ni les viene: monjas se quedan, y ni con sus oraciones ayudan a un candidato republicano.

A las nueve de la noche, las campanas de San Agustín repicaron estrepitosamente y la atmósfera se iluminó con cohetes voladores y de lagrimilla. El Capítulo había concluido.

—¿Quién habrá vencido? —preguntaba en la calle, trémulo de zozobra, un caballero español.

—¡Miren qué pregunta! —contestaba un barberillo desvergonzado—. ¿Quién ha de haber ganado sino nosotros, los criollos, que contamos con veintitrés de barreta?

—Atente a barretas y al barreteros, pedazo de cándido, y estarás fresco como lechuga —murmuraba una beata, no de mal cariz, de esas que regalan pañuelo con notitas al padre confesor. El de esta perla sin oriente era un gallego agustino.

Al cabo, un novicio se asomó por una ventana de la esquina de Calonge dando este vítor:


«¡Ya se acabó la elección!
La concordia vino, al fin,
¡Que viva San Agustín!
¡Vítor el padre Terón!».


No es más veloz el telégrafo de nuestros días para transmitir (cuando la transmite) una noticia, que lo fue el vítor del novicio.

—¡Imposible! —decían en la calle los partidarios del padre Zumarán, que eran la mayoría del pueblo.

Pues sí, señor, así como suena Cristo tuvo en su apostolado un Judas, y también lo tuvieron los criollos.

¡El padre fray Ramón Terón había sacado veintitrés votos!...

Pero lo que parecía imposible era que el Judas hubiese sido precisamente el fraile más comprometido en la causa de los criollos y el que mayor guerra había hecho al Procurador. La voz pública, no sabemos con qué fundamento, acusaba al padre Leuro. La mala llaga sana, pero la mala fama mata. Ahí verán ustedes.

«Esta especie —dice el cronista a quien extracto— se propagó en la misma noche por todo Lima, excitando la indignación y el desprecio contra el religioso. No se oía por calles y plazas sino que se había vendido por cantidad de miles, y en los mismos vítores se oía que el voto del padre Leuro había dado el triunfo. Pero el padre Leuro ocurrió al palacio del virrey, todo arrebatado y pidiendo que se castigase calumnia de tanta gravedad; y con la razón casi perdida, pues hasta sus copartidarios del convento lo calificaban de traidor, fue a asilarse en los claustros de San Francisco. De allí dirigió una carta muy conceptuosa al Provincial electo, en la que le decía que nunca había sido persona de su aprobación para el provincialato. ¿Qué ser diabólico había urdido y propalado la calumnia infame? Éste es un problema que, si Dios no hace un milagro, se quedará en problema por los siglos de los siglos».

El nuevo Provincial, fray Ramón Terón, no disfrutó por mucho tiempo de su victoria. El 4 de agosto, a los quince días de su elección, murió atacado repentinamente de cólera negra, que así escribe el cronista, sin que atine yo ni me atreva a descifrar cuál es el nombre que hoy da la ciencia a ese mal. Reemplazole en el cargo su hermano fray Manuel.

Tres meses después se adquirieron pruebas irrefutables de que el padre Leuro no había sido el Judas, sino otro religioso (cuyo nombre, por caridad cristiana, calla el cronista) de la intimidad del padre Zumarán, y en quien éste confiaba tanto como en sí mismo.

Lo que sí nunca pudo descubrirse fue quién hubiera sido el malvado que dio vida a la calumnia.

Ya era tarde para que el padre Leuro gozase de la dicha de saber que su nombre y fama estaban limpios de mancha.

El honrado agustino se había vuelto loco.

Conversión de un libertino

Un faldellín he de hacerme
de bayeta de temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia, Señor!

(Copla popular en 1746)


En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.

I

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja.

Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta.

Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo con la boca y sin auxilio de las manos un cacharro de aguardiente. A la vez y llevando el compás con palmadas cantaban los circunstantes:

«Levantámelo, María;
levantámelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.

¡Que se quema el sango!
¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!».


Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina más asquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizar hasta un budinga. Con decir que la jarana era de las llamadas de cascabel gordo ahorro gasto de tinta.

La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en los extremos: fantásticamente espiritual o desvergonzadamente sensual: habla al alma o a los sentidos. Todo depende de la almea.

Refieren que un arzobispo vio de una manera casual bailar la mozamala, y volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:

—¿Cómo se llama este bailecito?

—La zamacueca, ilustrísimo señor.

—Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne.

II

Acababan de picar a bordo del navío de guerra San Fermín (construido en 1731 en el astillero de Guayaquil, con gasto do ochenta mil pesos) las diez y media de la noche, cuando un ruido espantoso, acompañado de un atroz sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas. Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la población, volvió aquella gentuza a meterse en el chiribitil y a continuar el fandango.

Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que habla dejado su caballo a la puerta del lupanar, salió para sacar cigarros de la bolsa del pellón, y de una manera inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. El espectáculo que éste ofrecía era tan aterrador, que Andueza se puso de un brinco sobre la silla, y aplicando espuela al caballo, partió al escape, no sin gritar a sus compañeros de orgía:

—¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el sango!

En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas para lanzarse con mayor brío sobre su adversario, se había retirado dos millas de la playa, y una ola gigantesca y espumosa avanzaba sobre la población.

De los siete mil habitantes del Callao, según las relaciones del marqués de Obando, del jesuita Lozano y del ilustrado Llanos Zapata, no alcanzó al número de doscientos el de los que salvaron de perecer arrastrados por las olas.

El terremoto, habido a las diez y media de la noche, ocasionó en Lima no menores estragos; pues de setenta mil habitantes quedaron cuatro mil sepultados entre las ruinas de los edificios. «En tres minutos —dice uno de los escritores citados— quedó en escombros la obra de doscientos once años, contados desde la fundación de la ciudad».

Aunque los templos no ofrecían seguro asilo, y algunos, como al de San Sebastián, estaban en el suelo, abriéronse las puertas de las principales iglesias, cuyas comunidades elevaban preces al Altísimo, en unión del aterrorizado pueblo, que buscaba refugio en la casa del Señor.

Entretanto, ignorábase en Lima el atroz cataclismo del Callao, cuando después de las once, un jinete, penetrando a escape por un lienzo derrumbado de la muralla, cruzó el Rastro de San Jacinto y la calle de San Juan de Dios, y viendo abierta la iglesia de la Merced, lanzose en ella y llegó a caballo hasta cerca del altar mayor, con no poco espanto del afligido pueblo y de los mercenarios, que no atinaban a hallar disculpa para semejante profanación.

Detenido por los fieles el fogoso animal, dejose caer el alebronado jinete, y poniéndose de rodillas delante del comendador, gritó:

—¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar se sale!

Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad eléctrica, y la gente echó a correr en dirección al San Cristóbal y demás cerros vecinos.

No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita.

El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva situación, y el monarca le hizo justicia premiándolo con el título de conde de Superunda.

III

Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida y vistió el hábito de lego de la Merced, en cuyo convento murió en olor de santidad.



Más malo que Calleja

En Méjico es popularísima esta frase: ¡Sépase quién es Calleja!

En la guerra de la Independencia, hubo en el ejército realista un general, don Félix María Calleja, al cual dieron un día aviso de que los guachinangos o patriotas habían fusilado con poca o mucha ceremonia, que para el caso da lo mismo, cuatro o cinco docenas de prisioneros.

El general español montó a caballo y se puso a la cabeza de sus tropas diciendo: «Ahora van a saber esos pipiolos quién es Calleja!».


«Veremos de los dos cuál es más bruto.
Si Roldán eres tú, soy Ferraguto».


Y sorprendiendo a los insurgentes, cogió algunos centenares de ellos, los enterró vivos en una pampa, dejándoles en descubierto la cabeza, y mandó que un regimiento de caballería evolucionase al galope. Cuando ya no quedó bajo los cascos de los caballos cráneo por destrozar, aquel bárbaro se dio en el pecho una palmada de satisfacción, exclamando: «¡Sépase quién es Calleja!». Y en seguida, para quedar más fresco, se bebió un canjilón de horchata con nieve.

A los hombres de la generación que empezó con el siglo, les oíamos frecuentemente decir, para ponderar la perversidad de alguno: ¡Es más malo que Calleja! Y por mucho tiempo me tuve creído que el Atila de Méjico era el Calleja del estribillo limeño; mas cuando, por malos de mis pecados, me eché a desempolvar vejeces, descubrí que en mi tierra hubo también un Calleja que, como el de allá, fue un Calleja de encargo y del décimo no codiciar. Presumo que hay apellidos de mala cepa, y que para tratar con quienes los llevan hay que persignarse, como hacen las monjitas cuando mientan al Patudo.

Y esto sentado, vamos al canto llano; que para preludio, basta.

I

Que trata de unos soldados que según autores contemporáneos tenían bajo rabo como el diablo


El 24 de abril de 1814 y en momentos en que se conspiraba en Lima largo y menudo contra la dominación española, nos llegó de Cádiz en el navío Asia el batallón Talavera, compuesto de ochocientos angelitos escogidos entre lo más granado de los presidios de Ceuta, Melilla, la Carraca y otras academias de igual lustre. Eran los susodichos mocetones fuertes como toros, con chirlos, remiendos y costurones en la cara, y capaces, por lo feo de la estampa, de paralizarle el resuello al más pintado.

Así como los soldados del Real de Lima llamaban la atención por el morrión de pelo de oso y por el bigotazo postizo que lucían en las paradas militares, así el día de la entrada de los talaverinos, la gente se iba tras ellos, no porque cautivase a nadie la marcialidad o aspecto de los soldados, sino porque fue el primer batallón que trajo cornetas. Hasta entonces en las bandas de los cuerpos de infantería española no habían los limeños conocido más que pífanos y parches o tambores.

Años más tarde los numantinos fueron también motivo de novelería popular.

Los soldados del batallón Numancia usaban gorra con visera de plata, y muchos de sus instrumentos de música, principalmente los tambores, eran del mismo precioso metal.

A poco de su llegada a Lima eran los talaveras, como generalmente se les llamaba, la pesadilla universal. Ellos no se paraban en barras para limpiarle el bolsillo al prójimo, robarse una muchacha del pueblo, o plantarle con toda limpieza una puñalada al lucero de la mañana. Para los talaveras nada había de respetable y sagrado; y no parece sino que su majestad don Fernando el Deseado nos los mandó en lugar de la viruela, tifus u otra plaga, dándoles carta blanca para que nos tratasen como a moro sin señor.

El ilustre poeta don Andrés Bello hace la fotografía del talaverino en esta magistral octava:


«Devoto campeón de un rey devoto,
vedle del templo hacer taberna obscena,
de la blasfemia, el desalmado voto
y su habitual interjección resuena,
de roba y pilla, y todo freno roto,
con los sagrados vasos bebe y cena,
y ni a la madre de su Dios perdona
arrancando a sus sienes la corona».


Dice un autorizado historiador, que fue un talaverino quien encontrando en la calle a la aristocrática viuda de un general, señora de exquisita belleza, se cuadró militarmente ante ella y la dirigió esta galantería de cuartel:

—¡Abur, brigadiera! ¡Que no te comiera un lobo y te vomitara en mi tarima!

La señora se quejó de la insolencia del soldado a Maroto, que era el coronel del cuerpo; pero Maroto, a quien estaba reservada la triste celebridad del abrazo de Vergara, contestó a la noble dama:

—No sea gazmoña, señora; que el requiebro es de lo lindo, y prueba que mis muchachos son decidores a su manera y no bañan con almizcleras palabras: agradezca la intención y perdone la rudeza.

El pueblo tomó profunda tirria a los talaverinos, les armó celadas y frecuentemente se hallaba el cadáver de alguno en la Barranca y otras calles extremas de la ciudad.

Entonces Maroto ordenó que no saliesen del cuartel sino por grupos de a cinco y armados de bayoneta.

La vida de esos bandidos en Lima era vagar mirando desvergonzadamente a los criollos y escupiendo palabrotas capaces de escandalizar a un pilancón. Por las tardes se dirigían a las alamedas y arrabales, y jugaban a las cascaritas, juego de presidio con el que desplumaban a los bobos, cría que en todos los tiempos ha sido numerosa. Consistía este juego en hacer evolucionar tres cáscaras de nuez, y al apunte tocaba adivinar bajo cuál de ellas se encontraba una pelotilla de migaja de pan. Aquello era lo que un jugador de cubiletes llamaría levantar la moscada. Por supuesto, que de aquí surgían pendencias diarias, a las que los talaveras daban remate abriendo ojales en el cuerpo de los limeños, y retirándose muy orgullosos al cuartel a celebrar las hazañas, apurando enormes cacharros de anisete.

Afortunadamente para el Perú, los talaveras permanecieron poco tiempo entre nosotros y marcharon a Chile, donde Osorio, que salió de Lima para relevar al brigadier Gainza, les toleró mayores excesos y crímenes que los que por acá cometieran. En Santiago se habla aún con horror tradicional de los malditos talaveras y del capitán San Bruno que mandaba una de las compañías.

Verdad es que los patriotas de Chile supieron dar buena cuenta de ellos, matándolos sin misericordia en las batallas, y aun en las calles de la capital, que tenían aterrorizada.

Tanto en el pueblo de Lima cuanto en el santiagués estaba arraigada la creencia de que los talaveras tenían el apéndice aquel con que pintan al diablo; y así los patriotas, para convencerse de que era pura fábula lo del rabo, principiaban por cortarles el pescuezo, siempre que para ello se les presentaba ocasión propicia.

Con los talaveras no había disciplina posible. Eran fieras que los caudillos españoles lanzaban en los campos de batalla, y a las que después de la victoria no cuidaban de encadenar, dejándolas sueltas para que saciasen sus feroces instintos en las inermes poblaciones sojuzgadas.

II

El héroe del refrán


Don Martín Calleja era en 1815 capitán de la quinta compañía del batallón Talavera, y fama disfrutaba de ser más guapo que el que se casó con viuda y vieja y pobre y fea y con hijos.

Era el don Martín hombre de treinta y cinco años, de pequeña estatura, cargado de espaldas y de vulgarísimo rostro, escondido entre un par de pobladas patillas, como el tigre en la espesura de un bosque. El sobrescrito no podía ser más antipático, y hablando del sujeto decía el poeta limeño Larriva:


«Martín, vende patillas
o compra cuerpo;
si te falta persona
te sobran pelos».


Iba un domingo el capitán Calleja hecho un gerifalte por la calle de la Sacristía de Santa Ana, que es calle ancha como conciencia de diputado ministerial. Vestía casaquilla azul ajustada, sombrero de puntas y pantalón blanco, y para la prosopopeya con que andaba veníale la acera estrecha.

Al doblar la esquina, un pobre negro, caballero en un burro, no acertó a desviar oportunamente al animal; y el talaverino parar esquivar el atropello dio un salto fuera de la vereda, pero con tan mala suerte, que metió el pie en un charco, y el lodo le puso el pantalón en condiciones de inmediato reemplazo.

Apenas se vio Calleja tan mal ataviado, se acordó de que por algo era capitán de talaveras, y desenvainando la espada, se fue sobre el burro y lo atravesó. En seguida acometió al infeliz jinete, que se puso de rodillas, juntando las manos en suplicatoria actitud y exclamando:

—¡Mi amo, por María Santísima, no me mate su merced!

Pero el capitán de la quinta no entendía de plegarias, y echando por esa boca sapos y culebras, clavó el arma en el pecho del indefenso negro. Los transeúntes que presenciaron esta crueldad sin nombre, se indignaron hasta el punto de acometer a pedradas al asesino. A la sazón venía por la calle de San Bartolomé un grupo de talaveras que, viendo a su capitán en atrenzos, desenvainaron las bayonetas y se lanzaron sobre el paisanaje, hiriendo a roso y belloso.

La sociedad limeña, que hartos motivos tenía para aborrecer a los talaveras, acabó de exaltarse con este suceso, y personas respetables fueron donde el virrey con la querella. Su excelencia ofreció que el pueblo sería desagraviado, y que un consejo de guerra hería justicia en el matador y sus camaradas. Pero Maroto tomó cartas en el negocio, y el fiscal opinó que la vida de un esclavo no valía un pepinillo ni merecía tanta alharaca, y que a lo más que podía obligarse a don Martín era a pagar al amo del negro cuatrocientos pesos por el muerto y veinte por el burro.

Abascal, viendo el giro que tomaba el proceso, y para quitarse de engorros y compromisos, resolvió desprenderse de un batallón que tan general odiosidad se había conquistado, y entre gallos y media noche embarcó a esos pichoncitos sin hiel y se los mandó de regalo a los insurgentes de Chile, que harta sarna tuvieron que rascar con ellos.

No sabemos el fin de Calleja; pero es seguro que en Rancagua u otro campo sacaría de curiosidad a los chilenos, que harían de su cadáver el competente examen para ver si el capitán de la quinta era o no de la familia de los orangutanes por aquello de la cola.

Lo único que de él quedó en Lima fue la memoria de su crimen, en el refrán que ya ha caído en desuso: Más malo que Calleja.

El Rey del Monte

I

Que, entre otras cosas, trata de cómo la reina de los terranovas perdió honra, cetro y vida


Con el cristianismo, que es fraternidad, nos vino desde la civilizada Europa y como una negación de la doctrina religiosa, la trata de esclavos. Los crueles expedientes de que se valían los traficantes en carne humana para completar en las costas de África el cargamento de sus buques, y la manera bárbara como después eran tratados los infelices negros, no son asuntos para artículos del carácter ligero de mis tradiciones.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que al primer renuncio se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.

Muchos amos cometían la atrocidad de carimbar o poner marca sobre la piel de los negros, como se practica actualmente con el ganado vacuno o caballar, hasta que vino de España real cédula prohibiendo la carimba.

En el siglo anterior empezó a ser menos ruda la existencia de los esclavos. Los africanos, que por aquel tiempo se vendían en el Perú a precio más o menos igual que hoy se paga por la contrata de un colono asiático, merecieron de sus amos la gracia de que, después de cristianados, pudieran según sus respectivas nacionalidades o tribus, asociarse en cofradías. Aun creamos que vino de España una real cédula sobre el particular.

Andando los años y con sus ahorrillos y gajes llegaban ranchos esclavos a pagar su carta de libertad; y entonces se consagraban al ejercicio de alguna industria, no siendo pocos los que lograron adquirir una decente fortuna. Precisamente la calle que se llama de Otárola debió su nombre a un acaudalado chala o mozambique, del cual, pues viene a cuento, tengo de referir una ocurrencia.

Colocose en cierta ocasión en la puerta de un templo una mesa con la indispensable bandeja para que los fieles obiasen limosnas. Llegó su excelencia el virrey y echó un par de peluconas, y los oidores y damas y cabildantes y gente de alto coturno hicieron resonar la metálica bandeja con una onza o un escudo por lo menos. Tal era la costumbre o la moda.

De repente presentose taita Otárola, seguido de dos negros, cada uno de los que traía a cuestas un talego de a mil duros, y sacando del bolsillo medio real de plata lo echó en la bandeja, diciendo:

—Ésta es la limosna.

Luego mandó avanzar a los negros, y colocando sobre la mesa los dos talegos añadió:

—Ésta es la fantasía.

Ahora comenten ustedes a sus anchas la cosa, que no deja de tener entripado.

Como era consiguiente, muchas de las asociaciones de negros llegaron a poner su tesorería en situación holgada. Los angolas, caravelís, mozambiques, congos, chalas y terranovas compraron solares en las calles extremas de la ciudad y edificaron las casas llamadas de cofradías. En festividades determinadas, y con venia de sus amos, se reunían allí para celebrar jolgorios y comilonas a la usanza de sus países nativos.

Estando todos bautizados, eligieron por patrona de las cofradías a la Virgen del Rosario, y era de ver el boato que desplegaban para la fiesta. Cada tribu tenía su reina, que era siempre una negra libre y rica. En la procesión solemne salía ésta con traje de raso blanco, cubierto de finísimas blondas valencianas, banda bordada de piedras preciosas, cinturón y cetro de oro, arracadas y gargantilla de perlas. Todas echaban, como se dice, la casa por la ventana y llevaban un caudal encima. Cada reina iba acompañada de sus damas de honor, que por lo regular eran esclavas jóvenes, mimadas de sus aristocráticas señoras, y a quienes éstas por vanidad engalanaban ese día con sus joyas más valiosas. Seguía a la corte el populacho de la tribu, con cirio en mano las mujeres y los hombres tocando instrumentos africanos.

Aunque con menos lujo, concurrían también las cofradías a las fiestas de San Benito y Nuestra Señora de la Luz en el templo de San Francisco y a las procesiones de Corpus y Cuasimodo. En estas últimas eran africanos los que formaban las cuadrillas de diablos danzantes que acompañaban a la tarasca, papahuevos y gigantones.

La reina de los terranovas en 1799 era una negra de más de cincuenta inviernos, conocida con el nombre de mama Salomé, la que habiendo comprado su libertad puso una mazamorrería; y el hecho es que cundiendo la venta del artículo adquirió un fortunón tal que sus compatriotas, cuando vacó el trono, la aclamaron nemine discrepante por reina y señora.

Probablemente los limeños del siglo anterior se engolosinarían con la mazamorra, cuando los provincianos les aplicaban a guisa de injuria el epíteto de mazamorreros. ¡Ahí nos las den todas! Tanta deshonra hay en ello como en mascar pan o chacchar coca.

A Dios gracias, hoy estamos archicivilizados, y no hay miedo de que nos endilguen aquel mote que nos ruborizaba hasta el blanco de los ojos. A la inofensiva mazamorra la tenemos relegada al olvido, y como dijo mi inolvidable amigo el festivo y popular poeta Manuel Segura:


Yo conozco cierta dama
que con este siglo irá,
que dice que a su mamá
no la llamó nunca mama,
y otra de aspecto cetrino
que, por mostrar gusto inglés,
dice: yo no sé lo que es
mazamorra de cochino».


Lo que hoy triunfa es la cerveza de Bass, marca T, y el bitter de los hermanos Broggi. ¡Viva mi Pepa!


Impulso de blandir la cachiporra
nunca a nadie inspiró la mazamorra,
que ella no daba bríos
para andarse buscando desafíos,
ni faltar al respeto cortesano
a la mujer, al monje o al anciano.
Mientras hoy, con un vaso de cerveza
a cuestas o una copa vergonzante
de bitter de Torino, hasta al gigante
Goliath le rebanamos la cabeza,
hablamos de tú a Cristo y un piropo
le echa a una dama el último galope.
¡La diferencia es nada!
¿Ganamos o perdemos, camarada?


Basta de digresión, y adelante con los faroles.

Años llevaba ya nuestra macuita en pacífica posesión de un trono tan real como el de la ruina Pintiquiniestra. Pero ¡mire usted lo que es la envidia!

Como nadie alcanzaba a hacer competencia a la acreditada mazamorrería de mama Salomé, otra del gremio levantó la especie de que la terranova era bruja, y que para hacer apetitoso su manjar meneaba la olla, ¡qué asco!, con una canilla de muerto, y canilla de judío, por añadidura.

¿Bruja dijiste? ¡A la Inquisición con ella! Y la pobre negra, convicta y confesa (con auxilio de la polea) de malas artes, fue sacada a la vergüenza pública con pregonero delante y zurrador detrás, medio desnuda y montada en un burro flaco.

Y diz que lo que es frío o calor bien pudo tener; pero lo que es vergüenza, ni el canto de una uña, pues en la piel no se le notó la menor señal de sonrojo.

Entendido está que la Inquisición se echó sobre el último maravedí de la mazamorrera y que los terranovas la negaron obediencia y la destituyeron. Barrunto que entre ellos sería caso de vacancia la acusación de brujería. No conozco el artículo constitucional de los terranovas; pero me gusta, y ya lo quisiera ver incrustado en el código político de mi tierra, en que tachas peores no fueron nunca pretexto para tamaño desaire.

Mama Salomé, reina de mojiganga o de mentirijillas, no se parecía a los soberanos de verdad, que cuando sus vasallos los echan del trono poco menos que a puntapiés, se van orondos a comer el pan del extranjero y engordan que es una maravilla, y hablan a tontas y a locas de que Dios consiente, pero no para siempre, y que como hay viñas, han de volver a empuñar el pandero.

Mama Salomé no intentó siquiera una revolucioncilla de mala muerte, se echó a dar y cavar en la ingratitud y felonía de los suyos; y a tal grado se le melancolizó el ánimo, que sin más ni menos se la llevó Pateta.

II

De cómo la muerte de una reina influyó en la vida de un rey

Mama Salomé dejaba un hijo libre como ella y mocetón de quince años, el cual se juró a sí mismo, para cuando tuviese edad, vengar en la sociedad el ultraje hecho a su madre encorozándola por bruja y a la vez castigar a los terranovas por la rebeldía contra su reina.

Cuentan que un día, sin que hubiese llegado el galeón de Cádiz trayendo noticia de la muerte del rey o de un príncipe de la sangre, ni fallecido en Lima magnate alguno, civil o eclesiástico, las campanas de la catedral principiaron a doblar solemnemente, siguiendo su ejemplo las de las infinitas torres que tiene la ciudad. Las gentes se echaban a las calles preguntando quién era el muerto, y la autoridad misma no sabía qué responder.

Interrogarlos los campaneros, contestaban, y con razón, que ellos no tenían para qué meterse en averiguaciones, estándoles prevenido que repitiesen en todo y por todo el toque de la matriz. Llamado ante el arzobispo el campanero de la catedral, dijo:

—Ilustrísimo señor, los mandamientos rezan «honrar padre y madre». La que me envió al mundo murió en el hospital esta mañana, y yo, que no tengo más prebenda que la torre, honro a mi madre haciendo gemir a las campanas.

Mutatis mutandis, puede decirse que el hijo de Salomé pensaba como el campanero de marras, proponiéndose honrar con crímenes la memoria de su madre.

Gozaba Lima de aparente tranquilidad, pues ya se empezaba a sentir en la atmósfera olor a chamusquina revolucionaria, cuando de pronto cundió grave alarma, y a fe que había sobrado motivo para ella. Tratábase nada menos que de la aparición de una fuerte cuadrilla de bandoleros, que no contentos con cometer en despoblado mil y un estropicios, penetraban de noche en la ciudad, realizaban robos y se retiraban tan frescos como quien no quiebra un plato ni cosa que lo valga. En diversas ocasiones salieron las partidas de campo con orden de exterminarlos; pero los bandidos se batían tan en regla, que sus perseguidores se veían forzados a volver grupas, regresando maltrechos y con algunas bajas a la ciudad.

Rara era la incursión de los bandoleros a la capital en que no se llevasen cautivo algún terranova, que pocos días después devolvían bien azotado y con la cabeza al rape. Con las mejores terranovas hacían también lo mismo y algo más. Una noche hallábase la reina de regodeo en la casa de la cofradía, cuando de improviso se presentaron los de la cuadrilla, azotaron a su majestad y cometieron con ella desaguisados tales que volando, volando y en pocos días la llevaron al panteón. El trono quedó vacante, no habiendo quien lo codiciase por miedo a las consecuencias; lo que ocasionó el desprestigio de la tribu y dio preponderancia a las otras cofradías, partidarias entusiastas del Rey del Monte, título con que era conocido el negro hijo de mama Salomé, capitán de la falange maldita.

Contribuían a dar cierta popularidad al Rey del Monte las mentiras y verdades que sobre él se contaban. Sólo los ricos eran víctimas de sus robos, y su parte de botín la repartía entre los pobres: no había jinete que lo superase, y en cuanto a su valor y hazañas, referíanse de él tantas historias que a la postre el pueblo empezó a mirarlo como a personaje de leyenda.

Tan grande fue el terror que el famoso bandido llegó a inspirar, que los más poderosos hacendados, para verse libres de un ataque, se hicieron sus feudatarios, pagándole cada mes una contribución en dinero y víveres para sostenimiento de la banda.

En vano mandó el virrey colocar en los caminos postes con carteles ofreciendo cuatro mil pesos por la cabeza del Rey del Monte. Y pasaban meses y corrían años, y convencida la autoridad de que empleando la fuerza no podría atrapar al muy pícaro, que siempre se escabullía de la celada mejor dispuesta, resolvió recurrir a la traición.

Nada más traicionero que el amor. Una Dalila de azabache se comprometió a entregar maniatados al nuevo Sansón y a sus principales filisteos.

Pasando por alto detalles desnudos de interés, diremos que una noche, hallándose el Rey del Monte entre la espesura de un bosque, acompañado de su coima y de cuatro o seis de los sacos, Dalila cuidó de embriagarlos, y a una hora concertada de antemano penetraron en el bosque los soldados.

El Rey del Monte despertó al ruido, se lanzó sobre su trabuco, apuntó y el arma no dio fuego. Entonces, adivinando instintivamente que la mujer lo había traicionado, tomó el trabuco por el cañón y lo dejó caer pesadamente sobre la infeliz, que se desplomó con el cráneo destrozado.

III

Mañuco el parlampán


Si hubo hombre en Lima con reputación de bonus vir o de pobre diablo, ese fue sin disputa el negro Mañuco.

Llamábanlo el Parlampán porque en las corridas de toros se presentaba vestido de monigote en la mojiganga o cuadrilla de parlampanes, y desempeñábase con tanto gracejo que se había conquistado no poca populachería.

Una tarde se exhibió en el redondel llevando dentro del cuerpo más aguardiente del acostumbrado, cogiolo el toro, y en camilla lleváronle al hospital.

Vino el cirujano, reconoció la herida, meneó la cabeza murmurando malorum, y tras el cirujano se acercó a la covacha el capellán y oyó en confesión a Mañuco.

Vivió aún el infeliz cuarenta y ocho horas, y mientras tuvo alientos no cesaba de gritar:

—Señores, llévense de mi consejo: tranca y cerrojo..., nada de cerraduras..., la mejor no vale un pucho..., para toda chapa hay llave..., tranca y cerrojo y echarse a dormir a pierna suelta...

Tanto repetía el consejo, que el ecónomo del hospital de San Andrés pensó que aquello no era hijo del delirio, sino grito de la conciencia, y fuese al alcalde del barrio con el cuento. Éste hurgó lo suficiente para sacar en claro que Mañuco el Parlampán había sido pájaro de cuenca, y tan diestro en el manejo de la ganzúa que con él no había chapa segura, siquiera tuviese cien pestillos. Ítem, descubrió la autoridad que el honrado Mañuco era el brazo derecho del Rey del Monte para los robos domésticos.

Ya lo saben ustedes, lectores míos: tranca y cerrojo.

Concluyamos ahora con su majestad el Rey.

IV

Donde se ve que para todo Aquiles hay un Homero


Inmenso era el gentío que ocupaba la plaza Mayor de Lima en la mañana del 13 de octubre de 1815.

Todos querían conocer a un bandido que robaba por amor al arte, repartiendo entre los pobres aquello de que despojaba a los ricos.

El Rey del Monte y tres de sus compañeros estaban condenados a muerte de horca.

La ene de palo se alzaba fatídica en el sitio de costumbre, frente al callejón de Petateros.

El virrey Abascal, que había recibido varios avisos de que grupos del pueblo se preparaban a armar un motín para libertar al sentenciado, rodeó la plaza con tropas reales y milicias cívicas.

La excitación no pasó de oleadas y refunfuños, y el verdugo Pancho Sales llenó tranquilamente sus funciones.

Al día siguiente se vendía al precio de un real de plata un chabacano romance en que se relataban con exageración gongorina las proezas del ahorcado. Del mérito del romance encomiástico bastará a dar una idea este fragmento:


«Más que Rey, Cid de los montes
fue por su arrojo tremendo,
por fortunado en la lidia,
por generoso y mañero;
Roldán de tez africana,
desafiador de mil riesgos,
no le rindieron bravuras,
sino ardides le rindieron».


Por supuesto, que el poeta agotó la edición y pescó buenos cuartos.

Dónde y cómo el diablo perdió el poncho

Cuento disparatado


«Y sépase usted, querido, que perdí la chabeta y anduve en mula chúcara y con estribos largos por una muchacha nacida en la tierra donde al diablo le quitaron el poncho».

Así terminaba la narración de una de las aventuras de su mocedad mi amigo don Adeodato de la Mentirola, anciano que militó al lado del coronel realista Sanjuanena y que hoy mismo prefiere a todas las repúblicas teóricas y prácticas, habidas y por haber, el paternal gobierno de Fernando VII. Quitándole esta debilidad o manta, es mi amigo don Adeodato una alhaja de gran precio. Nadie mejor informado que en los trapicheos de Bolívar con las limeñas, ni nadie como él sabe al dedillo la antigua crónica escandalosa de esta ciudad de los reyes. Cuenta las cosas con cierta llaneza de lenguaje que pasma; y yo, que me pirro por averiguar la vida y milagros, no de los que viven, sino de los que están pudriendo tierra y criando malvas con el cogote, ando pegado a él como botón a la camisa, y le doy cuerda, y el señor de la Mentirola afloja lengua.

—¿Y dónde y cómo fue que el diablo perdió el poncho? —le interrogué.

—¡Cómo! ¿Y usted que hace décimas y que la echa de cronista o de historietista y que escribe en los papeles públicos y que ha sido diputado a Congreso ignora lo que en mi tiempo sabían hasta los chicos de la amiga? Así son las reputaciones literarias desde que entró la Patria. ¡Hojarasca y soplillo! ¡Oropel, puro oropel!

—¡Qué quiere usted, don Adeodato! Confieso mi ignorancia y ruégole que me ilustre; que enseñar al que no sabe, precepto es de la doctrina cristiana.

Parece que el contemporáneo de Pezuela y Laserna se sintió halagado con mi humildad; porque tras encender un cigarrillo se arrellanó cómodamente en el sillón y soltó la sin hueso con el relato que va en seguida. Por supuesto que, como ustedes saben, ni Cristo ni sus discípulos soñaron en trasmontar los Andes (aunque doctísimos historiadores afirman que el apóstol Tomás o Tomé predicó el Evangelio en América), ni en esos tiempos se conocían el telégrafo, el vapor y la imprenta. Pero háganse ustedes los de la vista miope con estos y otros anacronismos, y ahí va ad pedem litterae la conseja.

I

Pues, señor, cuando Nuestro Señor Jesucristo peregrinaba por el mundo, caballero en mansísima borrica, dando vista a los ciegos y devolviendo a los tullidos el uso y abuso de sus miembros, llegó a una región donde la arena formaba horizonte. De trecho en trecho alzábase enhiesta y gárrula una palmera, bajo cuya sombra solían detenerse el Divino Maestro y sus discípulos escogidos, los que, como quien no quiere la cosa, llenaban de dátiles las alforjas.

Aquel arsenal parecía ser eterno; algo así como Dios, sin principio ni fin. Caía la tarde y los viajeros tenían ya entre pecho y espalda el temor de dormir sirviéndoles de toldo la bóveda estrellada, cuando con el último rayo de sol dibujose en lontananza la silueta de un campanario.

El Señor se puso la mano sobre los ojos, formando visera para mejor concentrar la visual, y dijo:

—Allí hay población. Pedro, tú que entiendes de náutica y geografía, ¿me sabrás decir qué ciudad es esa?

San Pedro se relamió con el piropo y contestó:

—Maestro, esa ciudad es Ica.

—¡Pues pica, hombre, pica!

Y todos los apóstoles hincaron con un huesecito el anca de los rucios y a galope pollinesco se encaminó la comitiva al poblado.

Cerca ya de la ciudad se apearon todos para hacer una mano de toilette. Se perfumaron las barbas con bálsamo de Judea, se ajustaron las sandalias, dieron un brochazo a la túnica y al manto, y siguieron la marcha, no sin provenir antes el buen Jesús a su apóstol favorito:

—Cuidado, Pedro, con tener malas pulgas y cortar orejas. Tus genialidades nos ponen siempre en compromisos.

El apóstol se sonrojó hasta el blanco de los ojos; y nadie habría dicho, al ver su aire bonachón y compungido, que había sido un cortacaras.

Los iqueños recibieron en palmas, como se dice, a los ilustres huéspedes; y aunque a ellos les corriera prisa continuar su viaje, tan buenas trazas se dieron los habitantes para detenerlos y fueron tales los agasajos y festejos, que se pasaron ocho días como un suspiro.

Los vinos de Elías, Boza y Falconí anduvieron a boca qué quieres. En aquellos ocho días fue Ica un remedo de la gloria. Los médicos no pelechaban, ni los boticarios vendían drogas: no hubo siquiera un dolor de muelas o un sarampioncito vergonzante.

A los escribanos les crio moho la pluma, por no tener ni un mal testimonio de que dar fe. No ocurrió la menor pelotera en los matrimonios y, lo que es verdaderamente milagroso, se les endulzó la ponzoña a las serpientes de cascabel que un naturalista llama suegras y cuñadas.

Bien se conocía que en la ciudad moraba el Sumo Bien. En Ica se respiraba paz y alegría y dicha.

La amabilidad, gracia y belleza de las iqueñas inspiraron a San Juan un soneto con estrambote, que se publicó a la vez en el Comercio Nacional y Patria. Los iqueños, entre copa y copa, comprometieron al apóstol poeta para que escribiese el Apocalipsis,


«pindárico poema, inmortal obra,
donde falta razón; mas genio sobra»,


como dijo un poeta amigo mío.

En estas y las otras, terminaba el octavo día, cuando el Señor recibió un parte telegráfico en que lo llamaban con urgencia a Jerusalén, para impedir que la Samaritana le arrancase el moño a la Magdalena; y recelando que el cariño popular pusiera obstáculos al viaje, llamó al jefe de los apóstoles, se encerró con él y le dijo:

—Pedro, componte como puedas; pero es preciso que con el alba tomemos el tole, sin que nos sienta alma viviente. Circunstancias hay en que tiene uno que despedirse a la francesa.

San Pedro redactó el artículo del caso en la orden general, lo puso en conocimiento de sus subalternos, y los huéspedes anochecieron y no amanecieron bajo techo.

La Municipalidad tenía dispuesto un albazo para aquella madrugada; pero se quedó con los crespos hechos. Los viajeros habían atravesado ya la laguna de Huacachina y perdídose en el horizonte.

Desde entonces, las aguas de Huacachina adquirieron la virtud de curar todas las dolencias, exceptuando las mordeduras de los monos bravos. Cuando habían ya puesto algunas millas de por medio, el Señor volvió el rostro a la ciudad y dijo:

—¿Conque dices, Pedro, que esta tierra se llama Ica?

—Sí, Señor, Ica.

—Pues, hombre, ¡qué tierra tan rica!

Y alzando la mano derecha, la bendijo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

II

Como los corresponsales de los periódicos hubieran escrito a Lima, describiendo larga, menuda y pomposamente los jolgorios y comilonas, recibió el Diablo, por el primer vapor de la mala de Europa, la noticia y pormenores transmitidos por todos nuestros órganos de publicidad.

Diz que Cachano se mordió de envidia el hocico, ¡pícaro trompudo!, y que exclamó:

—¡Caracoles! ¡Pues yo no he de ser menos que ÉL! No faltaba más... A mí nadie me echa la pata encima.

Y convocando incontinenti a doce de sus cortesanos, los disfrazó con las caras de los apóstoles. Porque eso sí, Cucufo sabe más que un cómico y que una coqueta en esto de adobar el rostro y, remedar fisonomías.

Pero como los corresponsales hubieran olvidado describir el traje de Cristo y el de sus discípulos, se imaginó el Maldito que, para salir del atrenzo, bastaríale consultar las estampas de cualquier álbum de viajes. Y sin más ni menos, él y sus camaradas se calzaron botas granaderas y echáronse sobre los hombros capa de cuatro puntas, es decir, poncho.

Los iqueños, al divisar la comitiva, creyeron que era el Señor que regresaba con sus escogidos, y salieron a recibirlo, resueltos a echar esta vez la casa por la ventana, para que no tuviese el Hombre-Dios motivo de aburrimiento y se decidiese a sentar para siempre sus reales en la ciudad.

Los iqueños eran hasta entonces felices, muy felices, archifelices. No se ocupaban de política, pagaban sin chistar la contribución, y les importaba un pepino que gobernase el preste Juan o el moro Muza. No había entre ellos chismes ni quisquillas de barrio a barrio y de casa a casa. No pensaban sino en cultivar los viñedos y hacerse todo el bien posible los unos a los otros. Rebosaban, en fin, tanta ventura y bienandanza, que daban dentera a las comarcas vecinas.

Pero Carrampempe, que no puede mirar la dicha ajena sin que le castañeteen de rabia las mandíbulas, se propuso desde el primer instante meter la cola y llevarlo todo al barrisco.

Llegó el Cornudo a tiempo que se celebraba en Ica el matrimonio de un mozo como un carnero con una moza como una oveja. La pareja era como mandada hacer de encargo, por la igualdad de condición y de caracteres de los novios, y prometía vivir siempre en paz y en gracia de Dios.

—Ni llamado con campanilla podría haber venido yo en mejor oportunidad —pensó el Demonio—. ¡Por vida de Santa Tecla, abogada de los pianos roncos!

Pero desgraciadamente para él, los novios habían confesado y comulgado aquella mañana; por ende, no tenían vigor sobre ellos las asechanzas y tentaciones del Patudo.

A las primeras copas bebidas en obsequio de la dichosa pareja, todas las cabezas se trastornaron, no con aquella alegría del espíritu, noble, expansiva y sin malicia, que reinó en los banquetes que honrara el Señor con su presencia, sino con el delirio sensual e inmundo de la materia. Un mozalbete, especie de don Juan Tenorio en agraz, principió a dirigir palabras subversivas a la novia; y una jamona, jubilada en el servicio, lanzó al novio miradas de codicia. La vieja aquella era petróleo purito, y buscaba en el joven una chispa de fosfórica correspondencia para producir un incendio que no bastasen a apagar la bomba Garibaldi ni todas las compañías de bomberos. No paró aquí la cosa.

Los abogados y escribanos se concertaron para embrollar pleitos; los médicos y boticarios celebraron acuerdo para subir el precio del aqua fontis; las suegras se propusieron sacarles los ojos a los yernos; las mujeres se tornaron pedigüeñas y antojadizas de joyas y trajes de terciopelo; los hombres serios hablaron de club y de bochinche; y para decirlo de una vez, hasta los municipales vociferaron sobre la necesidad de imponer al prójimo contribución de diez centavos por cada estornudo.

Aquello era la anarquía con todos sus horrores. Bien se ve que el Rabudo andaba metido en la danza.

Y corrían las horas, y ya no se bebía por copas, sino por botellas, y los que antaño se arreglaban pacíficas monas, se arrimaron esa noche una mona tan brava... tan brava... que rayaba en hidrofóbica.

La pobre novia que, como hemos dicho, estaba en gracia de Dios, se afligía e iba de un lado para otro, rogando a todos que pusiesen paz entre dos guapos que, armados de sendas estacas, se estaban suavizando el cordobán a garrotazos.

El diablo se les ha metido en el cuerpo: no puede ser por menos —pensaba para sí la infeliz, que no iba descaminada en la presunción, y acercándose al Uñas largas lo tomó del poncho, diciéndole:

—Pero, señor, vea usted que se matan...

—¿Y a mí qué me cuentas? —contestó con gran flema el Tiñoso—. Yo no soy de esta parroquia... ¡Que se maten enhorabuena! Mejor para el cura y para mí, que le serviré de sacristán.

La muchacha, que no podía por cierto calcular todo el alcance de una frase vulgar, le contestó:

—¡Jesús! ¡Y qué malas entrañas había su merced tenido! La cruz le hago.

Y unió la acción a la palabra.

No bien vio el Maligno los dedos de la chica formando las aspas de una cruz, cuando quiso escaparse como perro a quien ponen maza; pero, teniéndolo ella sujeto del poncho, no le quedó al Tunante más recurso que sacar la cabeza por la abertura, dejando la capa de cuatro puntas en manos de la doncella.

El Patón y sus acólitos se evaporaron, pero es fama que desde entonces viene, de vez en cuando, Su Majestad Infernal a la ciudad de Ica en busca de su poncho. Cuando tal sucede, hay larga francachela entre los monos bravos y...


Pin-pin,
San Agustín,
Que aquí el cuento tiene fin.

Johán de la Coba

Antaño e ogaño


La tradición que va a leerse tiene más padres que el mamón aquel de que habla el romance de Quevedo. Hémosla escrito teniendo a la vista, entre otros documentos, las Memorias de los virreyes, donde se habla de la bancarrota del banquero padre Juan de la Cueva, y una graciosa y bien comprobada biografía que Acisclo Villarán publicó en La Broma.

Según Acisclo que, por razón de empleo, hace y deshace del archivo de la municipalidad de Lima, don Juan de la Cueva y Campuzano, consiliario perpetuo de la Inquisición y guarda mayor de montes y plantíos de la ciudad de los reyes, desempeñaba en 1834, entre otros mercantiles, el cargo de tesorero de la riquísima archicofradía de la Virgen de la O; y añade el chistoso biógrafo que un día anocheció y no amaneció en Lima, fugándose más redondo que la O de que era tesorero. Doscientos mil duros mal contados se evaporaron con su señoría, que no paró hasta Lisboa.

Siguiose causa criminal al ausente y, mientras ella se sentenciaba, dispuso el Cabildo que un muñeco o figurón de trapo, con joroba doble, antiparras de cáscara de chirimoya y un plátano por nariz, montado sobre un jumento enclenque, se exhibiera, representando al de la Cueva en las procesiones de Corpus y Cuasimodo, paseo de alcaldes, volatines del Tajamar de los Alguaciles, maromas de Matienzo y demás farsas públicas y recreos populares; permitiéndose a los concurrentes hacer mofa e irrisión de su nombre, dirigirle injurias y hasta llamarlo hijo de... cabra. Los muchachos formaban el cortejo del muñeco, cantando unas coplas que empiezan así:


«Juan de la Coba,
coscoroba,
niño bonito
con platanito...».


y que concluyen con no pocas palabras sucias y obscenas.

Esta mojiganga duró hasta los primeros años del gobierno de Abascal.

No nos ha sido posible examinar el proceso de la quiebra de don Juan de la Cueva, proceso que existe en la escribanía del tribunal del Consulado de Comercio. Pero en el Archivo Nacional, códice 20.407, hemos encontrado un documento por el que consta que el número de acreedores que en minuciosa lista figuran fue de doscientos cuarenta, y que la quiebra fue declarada por los jueces en 16 de mayo de 1635. Juan de la Cueva poseía en Lima bienes suficientes para responder, y vino de España una real cédula disponiendo que no se rematasen las propiedades del fallido, sino que con el producto de ellas se fuesen pagando las acreencias. El concurso ha durado casi dos siglos y medio, pues fue sólo en 1880 cuando quedó satisfecho el último acreedor.

Una de las avenidas que conducen a la plaza de Bolívar es conocida hoy mismo por el pueblo con el nombre de calle de Juan de la Coba, y en ella existe la casa que habitó el banquero.

Hagamos punto, que para introito explicatorio basta con lo dicho. Ahora ahí va la tradición que, por diferenciar, se nos antoja escribir en fabla o castellano del siglo XIII.

I

Corónicas añejas e tradiciones gravedosas que a lueñes eras soben, fablan con scriptura de verdat e sin falagüero afeite, que en aquesta villa dicha estonce real e tres vegadas corobnada cibdat de los reyes del Pirú, omes e acostumbranzas, e ansí por igual, regidores e justicias, más se lembraron de haber corazones e sanos fechos que non los omes que ogaño vida gozan.

Los nuesos fidalgos mal endotrinados el su blasón afincan en tuerto facer al amigo e deudo, e desapropiar teneres del próximo; e item mais, con los sus peculios en mazmorra escura les asepoltar, por arte de leixes mercadas a cohecho; ca justicia e premáticas sanctimoniosas, ogaño se mercan ansí de ordinario. ¡Válenos Mari Pura!

Entre omes de preptéritas eras el bueno sentir e bien operar tenidos se eran como cuartel e blasón de virtude, e como afincaban la onor en el sustentamiento de los sus contractos; do, en vez de las scripturas por mano de cartulario fechas, el mero dicho de boca a bastanza era facto a portar fe, e muy más alcanzaba valía que los de agora sellos e timbres en pergaminos e papiros.

Ogaño, aquestas fórmulas de sellados folios e rúbricas, non allegan fines otros que estirar litigianzas e buscarlas lo ambiguo e caras diversas, non sólo en el decir de la frasi, mas en el intento que cada un ome le intenta trobar para en la ruibna del un ome, el medro afincar el ome otro.

Catad como estonce al malo, en justicia asaz justa, ordenanza esta daba de enforcarle o descabezarle so el vil garrote.

E catad como ogaño ansí non se face; mas sí contrariamente jactancia se face de aviesos manejos e de fechorías asaz insibdiosas.

Antaño, a la culpa seguía el castigo. Ogaño, al ardido cuando en harto furta, el premio le surge, e halagos, saludos e cortesanías le piomban encima.

¿En qué diferencian las señas e signos de civilisanza? ¿A dó hanse fugado nosciones benignas de sana morale?

El Johán de la Coba, el su jozgamiento e la su sentencia, como linfa clara, muy más claro fablan que civilisanza cual hoy la prendemos, que es, non cabe dúbita, estrangulamiento de morale e aniquileza de justicia.

E a guisa de exemplo e de caso propio a facer parangón, la estoria veraz del Johán de la Coba afinca oportuna en aquestos párrafos. E descimos a las gentes de agora que, munidas de seso e de sano cripterio, fagan el cotego entre aquesos sieclos de pura morale e los nuesos días de vicio que triunpha e de crimen que ríe de leixes e de reyes.

¡Válgame don Jesucristo, Fijo de la Gloriosa! Amén.

II

E disce e comienza. El dicho Johán de la Coba fidalgo fue de condisción asaz desprendida e de diestra asaz longánima e abierta, que las sus tenencias e haberes de hierarquía e prosapia menguada parte eran a la fin de pábulo dar a los sus arranques obstentosos e de fantasía.

Ca non había en la su fabla el vocablo non; mas el a cuantos a las sus larguezas acogiéranse.

E ansí andando, por vía de largueza sin tasa, non de luengo plazo pudiéranle durar. A la postre, ovo de le caer la hora de las mermas, do el magnánimo infanzón topádose oviera con la vado enjuta del arroyo de las sus dádivas; ca sabido se está que, en noria que non le surge agua e agua se le saca, de secarse ha presto.

Era el de su ofiscio o cargo en el don Johán de la Coba, recabdador e deposcitario de las rentas e cabdales de la cofradía dicha que se era de la O, Mari Sancta Madre del Redemptor.

Falencia imprevista a las arcas de la cofradía vínose sin la esperar, e fallido resta el sin ventura tesaurero.

Las arcas sin dinero se trova el don Johán; e cuentas e cargos habrá de rendir; e mancan jostitos patacos cient mil. Questión de graveza e magna cuantía aquesa fue estonce; ca, en eras ansí de puro cripterio mesmísima cosa, idéntico efeto facían en las pesas de la morale, en punto a delinqüenza, un maravedí que un cuento de reales.

III

Hábedes de saber, oh discretos cormanos leyentes de esta leyenda signada en amigos estoriales, que non antes como agora, los ribaldos e tunos e trohanes prendían dineros e cosas ajenas, e quietos e soscegados vueltas daban por placas e calles de la villa, sin que funcionario algunt les posiere estorbo a los sus triunphos.

Timorosos de Dios, pavor habían de juesces e del que fablar podieran las gentes otras. E delinqüenza mínima, al par que máxima por ende, trovaban condenación: e non, como agora, impunes restaban.

En cuitas acerbas vídose el don Johán; ca en la su condisción de fallido, haber non podía un otro remedio que el de reponer o el de sofrir resultanzas del su escalabro. E suscediendo estonce como agora mesmo acontesce, que cuando un dadivoso ome cae menesteroso, non le acorre ningunt, y muy menos que otros aquesos que de larguezas del congojado disfroptaron, ansí el malhadado don Johán non vía de salvamento otra poterna que la de se encomendar a la fuga. E fuga asaz precipitosa imprendió a do todos ovieron de inorarlo.

E descubierto el caso e publisciado lo acaescido, e verificadas con prolijeza suma deligentes pesquisas como ánima que los espíritus cargado la oviesen, ansí desaparecido de la haz de la tierra el don Johán, tornado en duende o trasgo, o como endriago o visión, non pudo ser habido e sí pudo ser proscesado, e jozgado, e fallado, e aindamáis pudo ser enjosticiado en imagen, como reo que non está en la persona e sí lo está en la delinqüenza.

IV

E rematado que fue el jozgamiento e no teniendo la justicia aferrado en las sus manos al fautor, do fuerza era que por desagravianza a la humanas vindicta, oviese de quedar cumplida la sentencia.

Catad estonce como del fugado criminoso el artificio da suprencia al ome dañero, e forjan remedo complido del cuerpo e del rostro del que en carne non puede restar enjosticiado. E rematado que está el estantigua o monigote en lienzo repleto de salvado e paja, al símile del títere que facen los bodegoneros del Judas Ischariote, para le quemar en vísperas pascuales, ansí mesmo, a tal usanza al moñeco del don Johán de la Coba le prenden e le cabalgan de horcajadas cabe el lomo de un rucio, e tornando el su rostro del ome de trapo a la trasera parte del rucio, en camino va delinqüente efigiado.

Enfarinescido el rostro, e a guisa de apéndice, afíncame al dorso bultosa giba, e ya non se evade del garrote vil.

Rapaces gritones en turba sin fin, cortego luenguísimo le facen al reo hechizo, e folgan, e triscan, fablando en voz rescia:


«El Johán de la Coba
con magna joroba».

V

Que sepades conviene, oh letores, ca en tal ocasión la justicia de estonce, afanosa por non le dejar al crimen el su triunpho e salvamento, propósito facía de afincar el baldón e la infamia cabe el nom del ome que delinquió, e tal cuantía de ludibrio allegaba potente a los fijos de los fijos e fijas del reo, seyendo aquesa la razón por qué el nome infamado del reo fugoso padrón de inominia fincaba perpetuo.

E tened intendido que aquesos sesudos juzgadores de antaño en mente ovieron, vigilosos del moral común, que non befas ficiera el crimen de la honra e de la justicia.

En aquesta guisa, a pregón de eraldos e corchetes, el fecho relatan a son de batientes atambores e chilladoras trompas que de chirisuya han nome. E manda e ordena el Consejo que el nome infamado del reo resuene con risas e burlas, en los volantines e títeres. Aindamáis, que el remedo del cuerpo del reo, con la filosomía rubra como el tizón, con trisca e denuestos parezca en las farsas e demás intremeses que forjan histriones, payasos e matachines.

Ansí cual narrada en aquestos folios aguisada queda la estoria del Johán de la Coba; ansí es la verdat que tal sucedió, seyendo viso-rey el perínclito conde de Chinchón.

E finado he, yo el coronista, en gracia del Padre e del Fijo e del Parácleto.

Tras la tragedia el sainete

I

Pues, señor, allá por los años de 1814 había en Lima un maestro de escuela llamado don Bonifacio, vizcaíno que si hubiese alcanzado estos tiempos, habría podido servir de durmiente en una línea férrea. ¡Tanto era duro de carácter!

El supradicho don Bonifacio esgrimía la despótica palmeta en una escuela de la feligresía de San Sebastián, situada en la casa no sabemos por qué motivo llamada de la Campaña, y era tenido generalmente por el Nerón de los dómines. «Más cardenales hace el chicote que el Papa», solía decir don Bonifacio. Gastaba látigo especial para cada día de la semana, lo que constituía un verdadero lujo, y todos habían sido bautizados con diverso nombre. El del lunes llamábase Terremoto, el del martes Sacasuertes, el del miércoles San Pascual Bailón, el del jueves Cascaduro, el del viernes Biscochuelo, el del sábado San Martín. Desde la víspera del cumpleaños del magíster, los muchachos le pedían las seis disciplinas y la palmeta; y en la mañana del santo, tras de quemar algunos paquetes de cohetecitos de la China y de tirar por alto cocos y nueces, le devolvían los cotidianos instrumentos de suplicio, adornados con cintas y cascabeles. El dómine concedía asueto, y los chicos se desparramaban como bandada de pájaros por las murallas y huertas de la ciudad, armando más de una pelotera.

En esos tiempos era, como quien dice, artículo constitucional (por supuesto, mejor cumplido que los que hogaño trae, en clarísimo tipo de imprenta, nuestra carta política) aquel aforismo de la letra con sangre entra. También el refrán «ceño y enseño, al mal niño lo hacen bueno» era habitual en boca de su merced.

Pedía el maestro la lección de Astete o de Ripalda, y ¡ay del arrapiezo que equivocaba sílaba al repetirla de coro! Don Bonifacio le aplicaba un palmetazo, diciéndole: «¡Ah bausán! Ya va un punto». Con el escozor del castigo y con la reprimenda, acabábase de turbar el futuro ciudadano y trabucábasele por completo la aprendida lección. Proseguía, no obstante, gimoteando y limpiándose la moquita con el dorso de la mano. El dómine le corregía la segunda falta, gritando: «¡Ah cocodrilo! Te has comido una ese del plural. Van dos puntos». Segundo palmetazo. A la tercera equivocación se llenaba la medida de la benevolencia magistral. Don Bonifacio echaba chispas por sus ojillos, y de sus labios brotaba esta lacónica y significativa frase: «¡Al rincón!».

El rincón era lo que la capilla para un reo condenado a muerte. Cuando ya tenía un competente número de arrinconados, cogía don Bonifacio el zurriago correspondiente al día, y ¡zis! ¡zas! cada muchacho recibía seis bien sonados chicotazos. Sin perjuicio de la azotaina, al que durante tres días no sabía al dedillo la lección lo plantaba en el patio de la casa a la vergüenza pública, adornándole la cabeza con una coroza o cucurucho de cartón donde estaban escritas con letras gordas como celemines estas palabras: «¡Por borrico!».

En ciertas escuelas protegidas por la nobleza de Lima, los condesitos y marquesitos gozaban de un privilegio curioso. Todos concurrían acompañados de un negrito de su misma edad, hermano de leche del amito, el cual era el editor responsable de las culpas de su aristocrático dueño. ¿No sabía el niño la lección? Pues el negrito aguantaba la azotaina, y santas pascuas. En otras escuelas, el maestro acostumbraba los sábados dar a los alumnos, en premio de su buena conducta o aplicación, unas cedulillas impresas, conocidas con el nombre de parco-tibi, y que eran ni más ni menos que vales al portador para libertarlo de seis azotes. Así, cuando un muchacho delinquía y el dómine le condenaba al rincón, con decir: «señor maestro, tengo parco-tibi» alcanzaba absolución plenaria. Por nada de este mundo perecedero habría dejado un dómine de respetar el parco-tibi. Proceder de otra manera habría sido depreciar el papel del Estado.

Estos vales al portador se cotizaban como cualquier papel de bolsa, tenían alza y baja. Cuando el maestro había hecho larga emisión de ellos, los chicos beneficiados vendían a los no favorecidos un parco-tibi por medio real de plata, y a fin de semana llegaba una cedulilla a valer un real. El precio tenía que estar en armonía con la demanda y escasez del papel circulante en plaza.

Sigamos con los rigores de don Bonifacio.

Entendido se está que la más leve travesura, como el colocar palomita de azufre sobre el zapato, o hilachas y colgandijos en la espalda de la chupa o mameluco, era penada poniendo al travieso de rodillas, con los brazos en cruz, durante las horas de escuela, y arrimándole un palmetazo de padre y muy señor mío, siempre que el cansancio obligaba al paciente a bajar las aspas.

De vez en cuando acontecía el milagro, en esos tiempos en que los había a mantas, de que todos los muchachos daban una tarde buena lección, evitando además proporcionar todo pretexto para el vapuleo. ¿Creen ustedes que por eso dejaba de funcionar el rebenque? ¡Ni con mucho! Precisamente ese era el día de repartir más cáscara de novillo.

Cuando reinaba la mayor compostura entre los escolares y se felicitaban en sus adentros de poder salir ese día con las posaderas sin verdugones; cuando el silencio era tan profundo que el volar de una mosca se hubiera tomado por el ruido de una tempestad, saltaba don Bonifacio con esta pregunta:

—¿Quién se ha... reído?

—No he sido yo, señor maestro —se apresuraban a contestar temblosos los alumnos.

—Pues alguno ha sido. ¿No quieren confesar? ¡Hágase la voluntad da Dios! Tendremos juicio.

Y don Bonifacio cerraba puertas y ventanas de la sala, y a obscuras empezaba a dar, hasta quedar rendido de fatiga, látigo sin misericordia. Los muchachos se escondían bajo las mesas, se echaban encima los tinteros, volcaban sillas y bancos y gritaban como energúmenos. Para imaginada, que no para escrita, es la escena a que el dómine llamaba juicio, parodia de la confusión y zalagarda que se nos reserva en el valle de Josafat para el día postrero de la bellaca humanidad. Para don Bonifacio tenían autoridad de evangelio las palabras del refrán: al niño y al mulo al... digo, adonde suene mucho y dañe poco.

Recuerdo que mi dómine tenía dos látigos, bautizado el uno con el nombre de Orbegoso y el otro con el de Salaverry, y que los muchachos solíamos decirle: «Señor maestro, pégueme usted con Orbegoso y no me pegue con Salaverry».

¡Dios tenga a su merced en gloria! Pero todavía en los tiempos de la otra República, es decir de la teórica, y a pesar de la ley que prohíbe en las escuelas el uso y abuso del jarabe de cuero, alcanzamos en Lima un profesor de latinidad (gran compositor de hexámetros y pentámetros que echaba a lucir en los certámenes universitarios), el cual podía dar baza y triunfo en lo de manejar azote y palmeta al mismísimo don Bonifacio, protagonista del verídico sucedido que voy a relatar.

II

Por si no ha caído por tu cuenta, campechano lector, mi primer libro de Tradiciones, te diré someramente que en él hay una titulada ¡Predestinación!, cuyo argumento es la muerte a puñaladas que el actor Rafael Cebada dio a su querida la actriz María Moreno. El criminal sufrió garrote vil en la plaza Mayor de Lima el día 28 de enero de 1815, ayudándolo a bien morir un sacerdote de la Recolección de los descalzos, llamado el padre Espejo, el cual en su mocedad había sido también cómico e íntimo amigo de Cebada. Esta es en síntesis mi pobrecita tradición histórica, comprobada con documentos y con el testimonio de personas que intervinieron en el proceso o presenciaron la ejecución.

Era costumbre de la época que asistiesen los dómines con sus escolares, siempre que se realizaba alguno de esos sangrientos episodios en que el verdugo Grano de Oro o su sucesor Pancho Sales estaba llamado a funcionar. El espectáculo era gratis, y nuestros antepasados creían conveniente y moralizador familiarizar con él a la infancia. Aquí vendrían de perilla cuatro floreos bien parladitos contra la pena de muerte; pero retráeme del propósito el recuerdo de que en nuestros días Víctor Hugo y otros ingenios han escrito sobre el particular cosas muy cucas, y que sus catilinarias han sido sermón perdido, pues la sociedad continúa levantando cadalsos en nombre de la justicia y del derecho.

Don Bonifacio con más de ochenta muchachos, algunos de los cuales son hoy generales, senadores y magistrados de la República, fue de los primeros en colocarse desde las diez de la mañana bajo los arcos del Portal de Botoneros, próximos al patíbulo. Cuando a la una del día aparecieron el verdugo Pancho Sales, negro de gigantesca estatura; la víctima arrogante, mocetón de treinta años, y el auxiliador padre Espejo, empezó don Bonifacio a arengar a sus discípulos, a guisa de los grandes capitanes en el campo de batalla.

—¡Muchachos! Mírense en ese espejo —les gritaba.

Y los obedientes chicos, imaginándose que el dómine se refería al padre Espejo, se volvían ojos para contemplar al seráfico sacerdote, diciéndose: «¿Qué tendrá de nuevo su reverencia para que nos lo recomiende el maestro?».

—¡Muchachos! —continuaba el preceptor—. Vean adónde nos conducen las muchachas bonitas con sus caras pecadoras.

Y a tiempo que Cebada exhalaba el último aliento y que se daba por terminada la fiesta, recordó que el látigo no se había desayunado aquella mañana, y terciándose la capa añadió:

—Y para que no olviden la lección y les quede bien impresa... ¡juicio!

Y sacando a lucir el San Martín de cinco ramales empezó la azotaina. Los muchachos se escondieron entre la muchedumbre, y don Bonifacio, entusiasmado en la faena, no ya sólo hizo crujir el látigo sobre los escolares, sino sobre hombres y mujeres del pueblo.

La turba echó a correr sin darse cuenta de lo que pasaba. Unos tunantes gritaron: «¡toro! ¡toro!», y hubo cierrapuertas general. Un oficioso llegó jadeando a palacio y dio al virrey Abascal aviso de que los insurgentes de Chile estaban en la plaza pidiendo a gritos la cabeza de su excelencia.

Aquella fue una confusión que ni la de Babilonia.

Por fin, salió una compañía del Fijo, que estaba de guardia en el Principal, con bala en boca y ánimo resuelto de hacer trizas a los facciosos insurgentes; pero no encontró más que un hombre descargando furiosos chicotazos sobre los leones de bronce que adornan la soberbia pila de la plaza.

Don Bonifacio fue conducido a San Andrés, que a la sazón servía de hospital de locos, con gran contentamiento de los muchachos, para quienes la locura del dómine no era de reciente sino de antigua data.


Publicado el 2 de enero de 2021 por Edu Robsy.
Leído 132 veces.