Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Asà que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.
Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.
Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponÃa a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:
—Amigo mÃo, parece que le gustan los niños.
Pensando que era alguien que se burlaba de mà por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogà el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.
—SÃ, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.
—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que habÃa hablado y que, por fin, podÃa examinar detenidamente.
Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenÃa largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. TenÃa un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreÃdo en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.
—Le pido perdÃ