Cuando el gong puso fin a mi combate con Kid Leary, en el Sweet Dreams, la sala de boxeo de Singapur, yo estaba agotado pero contento. Los siete primeros asaltos habÃan estado igualados, pero en los tres últimos habÃa llevado al Kid por el ring de un lado a otro, batiéndole como si fuera yeso. Sin embargo, no conseguà dejarle K.O., como habÃa hecho en Shangai unos meses antes, cuando le tumbé en el duodécimo asalto. El combate de Singapur estaba previsto a diez asaltos; uno más y le habrÃa noqueado.
De todos modos, fui tan superior a él que supe que habÃa justificado los pronósticos de los expertos que en las apuestas me daban ganador tres a uno. La multitud aplaudÃa frenéticamente, el juez se acercaba, y yo me adelanté levantando el puño derecho... cuando, para mi enorme estupor, ¡me apartó con un gesto brutal y levantó el brazo del Kid, atontado y sangrante!
Durante un instante reinó el más profundo silencio, un silencio que sólo fue roto por un grito aterrador que llegó desde la primera fila de asientos del ring. El árbitro, Jed Whithers, soltó a Leary, que se derrumbó sobre la lona del cuadrilátero; luego, Whithers se deslizó entre las cuerdas y se fue a la carrera como un conejo. Los espectadores se pusieron en pie aullando. Recuperándome de la sorpresa, dejé escapar una sarta de juramentos y salté del ring para lanzarme en pos de Whithers. Los espectadores gritaban sanguinarios, rompÃan los asientos, arrancaban las cuerdas del cuadrilátero y reclamaban la presencia de Whithers para colgarle de una viga. Pero habÃa desaparecido y la multitud estaba enloquecida.
Sorprendido, me abrà paso hasta el vestuario. Cuando llegué, me senté sobre una mesa e intenté recuperarme de la impresión. Bill O'Brien y el resto de mi equipo estaba allÃ, con espuma en los labios, porque habÃan apostado todo su dinero por mÃ. Intenté llegar al vestuario de Leary y seguir golpeándole, pero cambiÃ