1. En el que se presenta al almirante
En el tiempo que pasó en París, Dick Naseby hizo extrañas amistades, pues era de los que tienen oídos para oír y saben emplear los ojos tanto como la inteligencia. Tenía tantas ideas como Stuart Mill, pero su filosofía tenía que ver con los seres de carne y hueso y era tan experimental como su método. Era un cazador prototípico. Despreciaba las piezas menores y las personalidades insignificantes, ya fuese en la forma de duques o viajantes comerciales, y los dejaba pasar de largo como las algas junto al costado de un barco, pero, si veía un rostro enérgico o refinado, si oía una voz penetrante o llorosa, si reparaba en una mirada viva, un gesto apasionado o una sonrisa ambigua y significativa, su imaginación despertaba en el acto. «Érase una vez un hombre y una mujer», parecía decir, y se dedicaba a interpretarlo con el placer de un artista al consagrarse a su arte.
Y la verdad es que, bien pensado, aquel interés suyo no dejaba de ser artístico. El estudio personal de la naturaleza humana no tiene nada de científico. Toda comprensión es creación: la mujer a la que amo es, en parte, obra mía; y el gran amante, como el gran pintor, es aquel que sabe embellecer el objeto de su interés hasta convertirlo en algo más que humano, y tiene la astucia de basar su apoteosis en permitir que la mujer en cuestión siga siendo una mujer auténtica, dándole libertad para ser mezquina, o rencorosa, o para ambicionar los placeres vulgares, y, al mismo tiempo, continuar adorándola sin reparar en la incongruencia. Amar a alguien no es sino una forma heroica de comprenderlo. Cuando amamos, aprehendemos al otro por lo que hay de más noble en nosotros mismos, mediante un método noble o mediante la nobleza propia o ajena. Cuando nos limitamos a estudiar una excentricidad, el método de nuestro estudio no es más que una serie de concesiones. Empezar a entender es empezar a simpatizar, pues la