—Bueno —dijo el médico—, yo ya he terminado, y puedo añadir con orgullo que no sin éxito. Ya solo falta sacarle a usted de esta ciudad frÃa y perjudicial, y proporcionarle un par de meses de aire puro y paz de espÃritu. Lo último es cosa suya. En lo primero creo que puedo ayudarle. No imagina usted qué casualidad: precisamente el otro dÃa vino el cura del pueblo, y como ambos somos viejos amigos, aunque profesemos una fe diferente, me consultó respecto a cierto asunto que preocupaba a algunos de sus feligreses. Se trata de la familia…, aunque usted no conoce España y no deben de sonarle ni siquiera los nombres de nuestros grandes, baste con decir que en otro tiempo fueron personas muy distinguidas y que hoy están al borde de la miseria. No les queda nada, salvo una casa solariega y algunas leguas de terreno desértico y montañoso donde no podrÃa sobrevivir ni una cabra. Sin embargo, la casa es muy hermosa y antigua y está en lo alto de las montañas, por lo que resulta muy saludable. En cuanto mi amigo me contó el caso, me acordé de usted. Le expliqué que habÃa atendido a un oficial herido, herido por la buena causa, que necesitaba un cambio de aires, y le propuse que sus amigos lo recibiesen a usted como huésped. En el acto, el cura se puso muy serio, tal como yo me habÃa maliciado, y afirmó que esa posibilidad estaba descartada. «Pues por mà ya se pueden morir de hambre», respondÃ, «porque si hay algo que no soporto es el orgullo en los necesitados». El caso es que nos despedimos algo enfadados; no obstante, ayer, para mi sorpresa, el cura vino a verme y rectificó: las reticencias con que se habÃa encontrado, me explicó, habÃan sido menores de las que se temÃa, o, en otras palabras, aquella gente tan altiva habÃa preferido tragarse su orgullo. Asà que cerré el trato y, si usted acepta, dispone de una habitación reservada en la casa. El aire de las montañas le renovará la sangre y el silencio del que disfrutarÃ