Aguafuertes Vascas

Roberto Arlt


Crónica, artículo



I

De Santander a Bilbao. Luciérnagas móviles en un fondonegro. Se ha perdido una maleta

El Mundo, 18 de noviembre de 1935


Un cuarto de hora antes de que salga el tren me apresuro a ocupar mi asiento en el coche de tercera, y no me arrepiento de ello, pues en pocos minutos, los coches quedan prácticamente atestados de pasajeros.Antes de subir he averiguado de qué lado ilumina el sol; me siento junto a la ventanilla de sombra y de modo que el viento golpee en la cara del que se sienta frente a mí. Debido al calor, no se permite cerrar las ventanillas. Mi precaución no es pueril, pues estas locomotoras lanzan torbellinos de chispas y hollín. Observo que, cuando arranca el tren, casi todos los pasajeros se hacen la señal de la cruz; más tarde en Bilbao, donde observé la misma costumbre, varias señoras me manifestaron que antes de partir de viaje se confesaban.

Frente a mi asiento se ubica un cura gordo y sudoroso. A un costado llevo un viajante; más allá dos proletarios meriendan, repartiendo fraternalmente el pan, las sardinas, el vino y las manzanas. De pronto, entra al coche otro viajante y le dice al que está sentado:

–¿Sabes que se ha perdido una maleta?

–¿Has perdido la maleta?

–Sí, no aparece.

Durante una hora, en el coche no se conversa de nada más que de la maleta extraviada. Termino de puro aburrido por inmiscuirme en la conversación y, como ésta languidece, para darles cuerda a los viajantes expongo mis dudas jurídicas sobre si la empresa pagará o no la dichosa maleta. Pero, para distraernos, en otro compartimento una señora que conversa en voz muy alta con otras dos exclama:

–Lo que es yo, el día que me casé estaba lo más tranquila. Por la mañana me bañé...

Intrigado, me levanto de mi asiento para observar a esta señora. Es una dama ligeramente bizca; a su lado viene el marido, un muchachón callado por todo lo de parlanchina que tiene su consorte. Es curioso, pero he observado que las mujeres habladoras escogen maridos silenciosos.

Al rato, la señora informa:

–Yo soy cinco años mayor que mi marido; aunque no lo parezca, tengo treinta y seis.

Las otras dos damas se deshacen en aspavientos, diciéndole a la señora bizca que no aparenta esa edad; ella lo confirma, agregando:

–El cura que nos casó no quería creerlo; por otra parte, nosotros no aparentamos la edad que tenemos. Mi abuelo murió cuando tenía cerca de cien años. En nuestra casa todos somos de vivir mucho. Yo examino compadecido al marido de esa alhaja. Finalmente los viajantes dejan de discutir sobre la maleta y comienzan a darme la lata. Hablamos de España; ellos deben ser unos comilones tremendos, porque su primera pregunta es:

–Y ¿qué tal? ¿Se come mejor en España o en América?

–Hombre –respondo–, en España se come espantosamente mal.

Los viajantes me miran espantados y luego replican:

–¿Usted ha comido alguna vez en Bilbao?

–No.

Respiran, como quitándose un peso de encima, afirmando uno, después, categóricamente:

–Pues cuando coma en Bilbao, se volverá loco.

Conclusión que no puede menos de sumergirme en divagaciones melancólicas. ¿Qué será de mí si enloquezco en Bilbao? ¿Me retirará el diario del manicomio en el que me internen?

El tren corre entre cordones de montañitas. Una luna redonda como un gong palidece en las cumbres negruzcas; la vía sigue su derrotero entre altas alamedas; mis vecinos vuelven al tema de la maleta; la señora, cuya voz tiene más volumen que el ruido de un tren eléctrico, explica las particularidades de los tres párvulos que ha echado al mundo. El cura se baja en una estación intermedia y yo me aburro como una ostra. Estoy molido, pues viajo desde las ocho de la mañana y ya son las ocho de la noche. El tren marcha a oscuras grandes trayectos; la luz se prende y se apaga misteriosamente. Me informo, de paso, cuánto tarda el tren en ir de Bilbao a Barcelona; me contestan que sale a las seis y media de la mañana y que llega a las once de la noche. Me escalofrío.

En la oscuridad dejamos atrás las primeras fábricas de cemento armado iluminadas en el fondo de los valles. Se distinguen las estructuras de las maquinarias y muchachas de pie junto a ellas; de pronto, una llamarada azulenca cruza los aires; con tonos de oro se ilumina la torre de hierro negro. La humareda que nimba la lengua de llama azul revienta en lienzos de luz solar, que al soslayo revela la silueta de las montañas; estamos frente a los altos hornos y fundiciones de acero. Corremos ahora a lo largo de un estrecho río encajonado entre muros de piedra, con grúas y fantásticos armazones de betún en el aire. De Bilbao no se distingue sino infinitas luciérnagas móviles en el fondo de un océano negro; el aire está cargado de olor a gas y polvillo de carbón; la ribera de piedra está lindada de cubos horadados de ventanas; se ven interiores iluminados. De pronto, una curva, un túnel y lentamente el tren desemboca en una plataforma magníficamente iluminada. Estamos en Bilbao, segunda ciudad de la España industrial, la flor de hierro de las provincias vascongadas.

II

La opulencia de Bilbao. Señores feudales de los altos hornos. Dos ciudades

El Mundo, 19 de noviembre de 1935


Si don Diego Lope de Haro, fundador de «la invicta Villa de Bilbao» el 15 de junio de 1300, pudiera escapar a las piedras de su sepultura y, con paso de espectro, acercarse en la noche al espectáculo de la ciudad, es muy probable que no reconociera el antiguo puerto, donde ya en el siglo XV se balanceaban cien navíos de alto bordo. Los arcos de los puentes se han multiplicado, el río es una calle de agua de sesenta metros de anchura corriendo entre fachadas de casas, cuyos vecinos alargando el brazo pueden tocar los mástiles de estas naves, de las cuales algunas tienen veinticinco pies de calado. Letreros de gas luminosos, fragmentados por los penachos de los parques, y las luces reflejándose en el fondo del largo cajón de agua y granito, y los tranvías cruzando los puentes, y la masa de edificios respaldados por la montaña en el fondo de una neblina rojiza, hediendo a carbón quemado, dan razón de un antiguo alegato del Concejo de la villa: «Bilbao se fundó sobre el hierro».

Ninguna ciudad española a orillas del Cantábrico puede jactarse de haber la grandeza de esta villa, que en el siglo XV levantaba una Casa de Contratación en Brujas y firmaba contratos en pie de igualdad con el señorío de la muy poderosa Liga Hanseática. La ciudada posenta una ávida democracia de comerciantes que trafican con Flandes, la Rochela, Inglaterra, y cuyas fundiciones en el arrabal de Ascao son célebres en Europa.

Como ayer, hoy Bilbao es la sede de los señores feudales de los altos hornos, de los barones de la industria y las finanzas. Vigo, Oviedo, La Coruña y Gijón pasan a la categoría de parroquias, comparadas con la brutal grandeza y señorío de la capital de las provincias vascas.

Encajonada por montañas, erizadas de altos hornos, fábricas y palacios, el río Nervión delimita las posiciones sociales de la ciudad. A la derecha, se extiende la ciudad antigua; a la izquierda, la ciudad moderna.


Su opulencia


La ciudad de la izquierda es magnífica, soberbia y solitaria. Contemplándola se comprende cuán intenso debe ser el orgullo de sus señores cruzándola en un automóvil de ocho cilindros en una noche de invierno. Estos pórticos de mármol negro son la entrada de palacios, cuyos departamentos iluminados se abren en centenares de ventanas sobre parques escrupulosamente rapados. Aquí viven los dueños de los altos hornos, los directores de compañías mineras, los técnicos de las usinas que fabrican barcos de guerra y funden locomotoras. Veinte bancos adornan la flamante y solitaria ciudad, veinte bancos fortificados de verjales suntuosos: el Anglo South American, la banca López y Quesada, el Banco de Urquijo, el de Bilbao, el de Hernández y Mendicharaga, el de Smith Horn y trece bancos más. En las fachadas, sus pizarras marcan las cotizaciones de las fábricas de explosivos, de las factorías del acero, de las empresas de navegación. Se encuentra aquí la nómina completa de los valores de la Bolsa de Nueva York, París, Londres, Berlín, Buenos Aires, Madrid, la cotización de las acciones del Credit Lionnays, de la Liberty Loan, de la Royal Dutch, de la Canadian Pacific, de la Nord Lumiere...

Criados de chaleco amarillo baldean los zócalos de mármol negro veteado de venas grises; porteros de levitas azules, galoneadas y gorras con sunchos de oro, custodian las porterías encristaladas. El sol baña la ciudad, de anchas veredas solitarias; las calles trazadas diagonalmente rematan en medallones de plazas. Niñeras de cuello almidonado custodian cochecitos de infantes; institutrices inglesas con capita de perro a la espalda vigilan párvulos vascos que hablan en inglés.

Opulencia. Don Diego Lope de Haro, dueño de cinco vacas, no soñó con estas herejías. De tanto en tanto, un bar discreto con camareros de saco blanco y charreteras de oro. Escuchan vuestro pedido con el mismo aire de misterio que si recibieran la noticia de una conspiración.(Se conspira). El sol centellea en los cristales de los palacios modernos de torrecillas poligonales techadas de pizarra y tejas de cobre; los jardines ingleses se extienden enverjados; las balaustradas dejan ver el cielo a través de hileras de arcos.

Hay casas de siete pisos con pérgolas y canchas de tenis en la terraza; las bocacalles están cerradas por un horizonte inmediato de felpudos verdes que trepan las montañuelas; escasean los comercios; y, de pronto, una gigantesca vidriera ocupada por un laqueado Austin minúsculo, o el corte transversal de un cojinete de bolas, para ejes de locomotoras, con un ramo de orquídeas a un costado.

Opulencia. Severidad. Polizontes de boina escarlata, con garrota de caucho y pistola automática. Nada más. Una peletería suntuosa, una librería de novelas francesas; luego fachadas de cementos teñidos, con pasamanos niquelados, estatuas de mármol en los medallones de las plazas, ventanales de hierro, cristales biselados donde el sol centellea en el fondo cremoso de los cortinados; automóviles con chauffeury lacayo a la vera. En el fondo de los cojines, va arrellanado un mastuerzo jorobado o una dama de prodigiosa cabellera dorada.

Veredas anchurosas (¡tan escasas en Europa!); focos suspendidos del pico de un gerifalte, ascensores... ¿Son acaso más discretas o más aristocráticas y severas nuestras calles de Charcas, Guido, Arenales o Alvear, que estas denominadas Larreategui Hurtado de Amezaga, Echeva-rrieta o Lersundi?

III

La pobreza de Bilbao. Angostas callejuelas casi desprovistas de luz. Un negocio de 1783

El Mundo, 20 de noviembre de 1935


A la derecha del puente Deusto, frente al Arenal, que ya no es arenal, sino poblado de edificación compacta, a lo largo del encajonado río color mostaza, se extiende la ciudad antigua de callejuelas, por donde entra escasamente, dos horas al día, un sol oblicuo, cuando está próximo al cenit. Nada más siniestro que estos pasadizos empinados, comunicados por escaleras de transatlánticos, sede del pequeño comercio, de las tiendas de ultramarinos, de los tallercitos de hojalatería, de las casonas de siete pisos sin ascensor, sembradas de ratas y pulgas. Algunas ostentan blasones, leones rampantes, torres, escudos de familias nobiliarias de Álava o Guipúzcoa.

Cuando se suben las escaleras de estas torres de Babel, los peldaños crujen, las tablas de los rellanos se arquean bajo los pies, los pisos, con los pasillos sumergidos en las tinieblas, dejan apenas adivinar las puertas con anillas de bronce y cuerdita para tirar del pasador. Las callejuelas aquí son tan estrechas que en algunas es imposible estirar los brazos sin tocar los muros. A todas horas se tropieza en ellas con ciegos que tocan el acordeón. La gente arroja la limosna de cobre desde las alturas, se ven rebotar los discos en las piedras. Nada más brutal y agudo que la melodía de estos acordeones que serruchan estridentemente los sonidos como los acordeones de los mendicantes en las películas francesas. Música alegre que a veces acompaña el ciego cantando, mientras que su lazarillo vende a los transeúntes el papel con la letra. María de la O es la canción más popular de la temporada.

Las murallas sin molduras, lisas, pobladas de agujeros cuadrados acentúan al carácter sombrío de este casco de ciudad. Abundan las tabernas con vascos de boina que cantan a coro, y una muchacha arremangada y honesta que sirve vasos de vino. También menudean las cuevas de carboneros, más profundas que bocas de mina. Una débil lamparilla en el fondo les da apariencias de cuevas de novela. Los edificios de constante altura de seis o siete pisos se sostienen los unos a los otros durante manzanas y más manzanas, y las calles de estrechas vereditas están repletas de chiquillos que juegan estrepitosamente; perros con bozal de alambre husmean inútilmente en busca de merienda y hay críos que lloran abandonados. Las traperas que conducen su cestón de fibra de castaño, sujeto por correas a las espaldas, se detienen frente a las mujeres que, en los pórticos de sus casas, remiendan los fundillos de los pantalones de sus hombres a la lívida luz que cae de las alturas. Algunas amamantan a sus criaturas, sin recatarse del transeúnte. Las ventanas blanquean de ropas colgadas a secar; la riqueza del ajuar de cada vecino es pública y notoria, pues se distinguen en las sogas. En estos ventanales oscuros, con tiestos de geranios en un vértice, hay permanentemente asomadas redondas cabezas de viejas, rostros finos y a veces prodigiosamente hermosos, de muchachas que, con los brazos desnudos, conversan de balcón a balcón. Si se las mira, sonríen; si se les dirige un piropo, contestan: «Graciaspor la flor». La única ilusión de estas mujeres jóvenes que tienen las yemas de los dedos picados por el constante uso de la aguja, es el amor. Se aferran a una relación accidental con una tenacidad que espanta; el beso en ellas es más pronto que la palabra.

De cuando en cuando se encuentra una iglesia vieja, negruzca, de murallas torcidas y pórtico de arcos ojivales superpuestos. Santos de barbas largas, que se trenzan como cuernos sobre sus túnicas de piedra, extienden una mano o un libro; un cura con las manos cruzadas a la espalda y la cabeza descubierta se pasea bajo las arcadas, y los chicos juegan a la pelota en los muros.

A mediodía flota en estas calles un brutal olor a cebolla que hace llorar los ojos, pues el sol ilumina despiadadamente; la calle es simultáneamente por mitad blanca y negra; los recovecos de los pasillos que comunican con puentecitos de hierro flotan quiméricos a lo largo de los muros; bajando treinta escalones se pasa del exceso de luz al exceso de oscuridad. El tipo humano se repite aquí en la mujer de treinta años, violenta y parlanchina, en la muchacha de veinticinco años, con un crío en los brazos, que le lleva la ollita de comida a su hombre, en la moza de dieciocho años, sedienta de vivir. Los intestinos de este hormiguero descomunal me recuerdan los nidales de las termitas alejados fatalmente por siempre de la luz.

A la una de la tarde, el sol está en las balaustradas; a las dos, un crepúsculo sombrío entenebrece el fondo de las calles. Las empolvadas vidrieras de los prenderos de tan viejo cobran un aspecto terrible. Sucias y tenebrosas, parecen el terrible museo arqueológico de la Necesidad. Se descubren allí objetos de bronce cubiertos de verdín, electroimanes del siglo pasado, ropas manchadas, daguerrotipos de familia con el vidrio despegado, los tubos de plomo de los desagües bajan a lo largo de los muros, los gatos cruzan la acera perseguidos por perros con bozal de alambre y desde una alta ventana algunas ropas mojadas gotean sobre el transeúnte.

Tres ciegos en hilera, un acordeón, un violín y una guitarra se detienen en medio de la calzada; unas mujeres desgreñadas riñen en un portal oscuro; un lienzo de montaña negra se distingue al final de la calle; no se puede por menos que pensar en el terrible invierno de este norte de España donde llueve continuamente durante meses. Entonces, evocando los corrajes de vecinos de Sevilla, con sus anchurosos patios adoquinados en cuadro frente a las cuevas, se piensa que son alegres comparados con estos cuarteles embetunados donde se guarecen empleados, muchachas de tienda, pequeños comerciantes, maestros, que por toda plazuela tienen una fuente en cuyo prisma se puede leer: «Restaurada por Carlos III», y a un costado una botica en cuyo letrero de madera se consigna: «Fundado en 1783». Y es cierto.

IV

La ididema. Bueyes que arrastran más de tres mil kilos. Cantos de fiesta

El Mundo, 22 de noviembre de 1935


La ididema o constatación de la fuerza de arrastre de los bueyes, de una mole de piedra de un peso dado es una prueba que en el pasado del agro vasco debía ser un acto festivo mediante el cual se comprobaba la fortaleza del ganado nuevo, destinado al yugo. Actualmente es un azaroso concurso de competencias. Las apuestas de dinero constituyen el incentivo principalísimo para los aldeanos que acuden a presenciarlas. Muchos vienen de lejos y durante las semanas anteriores se habla del vecino de un caserío que entrena a su pareja de bueyes para hacerla intervenir en el concurso, alimentándola especialmente con habas.

Una feliz coincidencia me permite asistir a esta fiesta, en el frontón del pueblo de Santa María de Lezama, cuando voy camino a Guernica. Y dije casualidad porque la ididema o apostua está prohibida por las autoridades españolas, salvo que especialmente la autorice el gobernador.

A pesar de que el sol aprieta, llena el frontón una multitud de aldeanos con paraguas y blusa negra hasta la rodilla. En un rincón se ha levantado un tablado destinado a los jueces, viejos de mejillas rasuradas, pantalón gris claro, blusón negro y boina azul. Se conversa en vasco. Garrafas de sidra corren de mano en mano. Un grupo de campesinos rodea a un juez que mensura una pareja de bueyes para ubicarlos en su categoría, determinada por el diámetro del pecho y el largo del cuerpo. Los interesados en el concurso han ideado la trampa empírica para disminuir el diámetro del pecho del buey y hacerlo colocar en una categoría inferior a la que debe ocupar por sus dimensiones, de fajar estrechamente du-rante algunos días el pecho del buey por donde pasa la cuerda, de manera que la grasa se desvía y en algunospelajes aún se nota la huella del suncho tramposo.

Para que no se enfríen, los bueyes están cubiertos de gualdrapas. Algunos se manifiestan nerviosos, pues durante más de cinco semanas se les alimenta con habas, y esta mañana además han comido pasto remojado en aguardiente. Inscriptas, las parejas se retiran; sólo permanece en el interior del frontón la que intervendrá en la primera prueba.

Para la ejecución de la ididema los bueyes se dividen en tres categorías. Los de la primera, en un suelo de piedra pueden arrastrar un bloque de granito que pesa tres mil quinientos kilos. Munguía y Tolosa son los parajes que mejores bestias producen en esta categoría. En Guernica y Lujoán abundan bueyes que arrastran hasta tres mil kilos, y Amobieca y Durango se colocan en la última clasificación, con su ganado que no arrastra más de dos mil quinientos kilos.

La prueba es rudísima. El bloque de piedra cúbica lleva pasamanos de hierro, destinado al itzaiña. El itzaiña o guía es el alma de la prueba; de su eficiencia depende que los bueyes rindan el máximun de recorrido en el arra o sea en el camino de piedra por donde se arrastra el bloque. El itzaiña es un hombre forzudo. Días antes ha concurrido al lugar de la prueba, ha estudiado la pista, las desviaciones y declives del pavimento, la dirección de las hiladas de piedra. El itzaiña, cuando los bueyes arrastran el bloque de granito, se coge al pasamano trasero del bloque y empuja o le imprime direcciones más adecuadas al juego de fuerzas que desarrollan los bueyes. Como las apuestas de los aldeanos se hacen, no sólo por ida y vuelta, sino que al final de la prueba por palmos de avances de la mole, la importancia del timonero es definitiva. Secundan al itzaiña el guía que picanea a los bueyes con pica sin clavo, y el amo que lleva un cucharón para recoger el excremento de las bestias. Es lícito arrojar el estiércol bajo la piedra para facilitar su deslizamiento, pero si se arroja jabón o grasa, los detentores de la prueba son descalificados. Los mejores cuadros de estas pruebas se deben al pintor vasco Arteta.

Gana la prueba la pareja que en su categoría da más vueltas completas, una pista de veinticuatro metros. La prueba no puede durar más de media hora. Comienzan a las once de la mañana y terminan a la una. En ese intervalo, se come y se bebe como únicamente los vascos saben hacerlo en el mundo. A las tres de la tarde se continúa el concurso que termina a las siete de la noche. Los aldeanos estimulan con gritos a los bueyes, cruzan apuestas; el itzaiña se despulmona, rojo como un cangrejo, tras la mole de granito imprimiéndole direcciones; el amo de las bestias arroja puñados de estiércol de sus bueyes (y no de otros, porque está prohibido) bajo el granito; los animales picaneados, después de la cuarta y quinta vuelta, conceden al concurso un interés apasionante. Se puja por si avanzarán o no algunos palmos más. Ocho vueltas completas constituyen una manifestación de magnífica fortaleza; catorce arras son excepción que glorifica al amo de tal maravilloso ganado.

Las apuestas suben de valor a medida que pasa el tiempo. Hay campesinos que juegan quinientos duros a una pareja. Se grita, se bebe, se gesticula; los bueyes en el centro del arra hacen avanzar penosamente el bloquede granito que insensiblemente se mueve, mientras que el itzaiña, escupiéndose las manos, apretando el pecho contra el canto de la piedra, empuja enloquecido. Es lícito que también empujen el guía y el amo.

Cuando la prueba ha terminado, los bueyes están deshechos de fatiga. Se les desunce, los conducen al establo y, mojándoles el cuerpo con vino, los friccionan vigorosamente, los cubren con mantas, les dan a beber un cubo de vino y dejan que reposen.

Anochecido, la fiesta toca a su fin. Los perdidosos, sumados a los gananciosos, beben y cantan. Es el epílogo de toda reunión vasca. Cantos corales. Los aldeanos montan en sus carros, por los caminos lunados se escuchan sus voces, mientras que las sombras de las nubes avanzan por los valles de las montañas.

Ha sido un día emocionante.

V

La naturaleza profesional

El Mundo, 26 de noviembre de 1935


Voltaire definía a los vascos como «un pueblo que danza y salta en los picos de los Pirineos». Síntesis dinámica de fuerza y agilidad. ¿Pero cabe acaso hablar de los vascos, sin referirse simultáneamente a su fuerza y agilidad? Algunos historiadores imaginativos les suponen los primitivos pobladores de la Atlántida; yo, por mi parte, experimentaría una profunda decepción si me demostraran que no han morado en los tiempos de la piedra, la tierra donde Platón situaba su república ideal.

Soberbiamente hermosos, son posiblemente los más recios ejemplares de hombres que embellecen la carcomida Europa. La frente continuando la recta de la nariz, compone en ellos un perfil largo y helénico que casi resulta femenino en el tremendo cuerpo recio y hombruno. Habitar un tiempo entre esta gente de la montaña es darse un baño de vida honesta, higienizarse el alma de toda la basura que amontonó en el continente ese torvo trapero que se denomina civilización.

Tremendamente fuertes. Tan fuertes que la fiesta del pueblo vasco, un aro verde entre montes azules, más que asociación de regocijos, es competencia de pruebas de capacidad física.

Hasta los bailes donde participan ambos sexos, son violentos rounds de gimnasia sueca. La variedad de las danzas es enorme. El forastero no puede apreciarla. Juan Ignacio de Iztueta describe más de treinta variedades de pasos en sus Bailes memorables de Guipúzcoa.

En las fiestas regionales, los bailes son los intervalos que se conceden de reposo a los púgiles. Para presenciar una de esta calidad, marcho a San Sebastián. San Sebastián está a tres horas y media de tren eléctrico de Bilbao. Llevo una carta de presentación para el propietario del diario El Día. Cuento la anécdota por graciosa y no para poner en entredicho la servicialidad de los vascos, cuyas atenciones conmigo han sido extraordinarias.

En El Día me recibe el hermano del director. Resulta que el señor a quien voy dirigido está enfermo. Le digo a mi interlocutor que comprendo su situación, es decir, la del otro. Marchamos para el estadium; durante el camino, el hermano del director me dice que me presentará al cronista del periódico, «pues yo tengo que marcharme en seguida a despedir a mi mujer que se va a Irún por quince días; y como se va por quince días, usted comprenderá, quiero estar un rato acompañándola». Le digo que comprendo ampliamente sus sentimientos de marido cumplidor y honesto y, cuando me acuerdo, heme aquí en compañía del cronista deportivo.

El cronista, en cuanto su inmediato superior desaparece, mira desoladamente en rededor, vacila un instante, y luego se decide:

–Usted perdonará, pero estoy buscando a nuestro fotógrafo. Si usted no lo toma a mal, tengo que dejarle...

Me echo a reír:

–¡Cómo! ¿Usted también tiene que marcharse? Veo que los reporteros vascos se parecen mucho a los nuestros. ¿Acaso tiene que visitar a su novia? Si es así, no lo detengo.

El mozo se ruboriza, y termina explicándose:

–Le voy a explicar por qué no quiero que piense mal de mí. Nosotros, los periodistas, tenemos un sueldo muy bajo y nos vemos obligados a ayudarnos con otros trabajos. Mi fuerte es la música. Estoy ahora organizando una orquesta; me falta únicamente el bombardino, y me han hablado de uno con el cual es muy propable que me entienda.

Lo del bombardino, a pesar de que he hecho cuatro horas de viaje de tren (media de atraso) me obliga a reírme, hasta que se me saltan las lágrimas. Repongo:

–Vaya y busque su bombardino... Pero presénteme al fotógrafo.

Después de revisar todas las caras de la muchedumbre en el estadium damos con el fotógrafo, que está refugiado con otros cofrades de vagancia en una garita jugando a los dados. El hecho no me asombra. El gremio de los fotógrafos es el más indisciplinado que conozco. Constato una vez más que la gente de periódicos está cortada por la misma tijera en los más variados rincones del planeta. En Tetuán encontré a un chico universitario, aprendiz de periodista. El muchachito era una monada con su fez rojo y la chilaba gris. Me miraba con admiración profunda. A mediodía, cuando nos encontrábamos bajo el arco dentado que sirve de pórtico al barrio moro, después de tocarse la frente y los labios con la punta delos dedos, me decía:

–Ningún crimen hoy. ¿Qué se puede escribir con gente así?

¡Oh, naturaleza humana y profesional! Eres bellamente eterna como son eternos tus principios de curiosidad y sensacionalismo.

Por fin se marcha el que va a buscar el bombardino, y quedo en compañía del fotógrafo. Soy un intruso que ha venido a estropearle una tarde de timba. Corto su irresolución con estas palabras:

–Vea, compañero: a usted no lo necesito para nada. Me lleva a la cancha y luego se larga.

El hombre sonríe. Nos hemos entendido perfectamente en idioma profesional. De inmediato, después de hacerle una señal a sus camaradas de desplumamiento, me acompaña hasta las vallas, habla con los porteros, nos despedimos; avanzo por un campo verde, en el centro, un montón de troncos de haya para los hachadores y un grupo de gente. En medio de ellos, recio, sonriendo con su falsa sonrisa de orangután, Paulino Uzcudum, con quien he viajado junto de Buenos Aires a Cádiz. La bestia apocalíptica me da un recio apretón de manos, mientras que yo pienso:

–Realmente, el mundo es más pequeño que el pañuelo de una damisela.

VI

Otra vez las danzas. Las muchachasacompañan con los panderos. Fortalezas humanas

El Mundo, 1 de diciembre de 1935


Las danzas vascas pueden dividirse en dos grupos. Aquéllas en las que participa únicamente el hombre, y las otras en las cuales actúan ambos sexos.

Mientras que abajo, en la plaza frente al desembarcadero del puerto de Portugalete, bailan los españoles valses y tangos, aquí arriba, en el frontón, amplio casi también como una plaza, los vascos, por necesidad de diferenciarse de los españoles, necesidad de la que me ocuparé cuando trate del movimiento nacionalista separatista en las provincias vascongadas, ejecutan sus danzas antiguas con un entusiasmo un poco difícil de admitir en gente de costumbres modernas.

Las muchachas, con su continente de gitanas blancas, las trenzas doradas o renegridas sobre las espaldas, la saya roja, la basquiña blanca, acompañan con el pandero el son del tamboril. Sin embargo, si uno se aproxima descubre algo que le desconcierta. Las trenzas de estas muchachas, no de todas pero sí de muchas, son artificiales, formadas por un tejido de crin vegetal. El disfraz mengua, para el espectador, en cierto modo, la intensidad del sentimiento de diferenciación que les separa de los españoles. Se cree asistir a una fiesta de carnaval, pero como estas fiestas se cumplen todos los domingos, el disfraz deja de ser tal y se transforma en una costumbre cuya definición escapa al observador. El txistulari es auténtico. Su tamboril resuena sordo como en el fondo de la selva africana.

Ahora el txistu y el tamboril ejecutan un zortzico. Las muchachas acompañan con los panderos, danzan frente a los mozos separados los cuerpos, las manos en el aire tabletean con los dedos un chasquido seco. Las rodillas levantan los vuelos de las faldas escarlatas. Los pies calzados en rústicas medias de lana, trazan círculos en el aire. Los perfiles de labios sumidos y de narices prolongadas sin arco por la frente –esta belleza vasca de cabeza larga y fina, clavada en un cuerpo recto y enorme– alternan con sus movimientos un colorido incesante. La mirada no acostumbrada al espectáculo cree presenciar un cuadro impreciso en el fondo de una atmósfera de cristal.

Pero si las danzas de los palos y de las espadas son simétricas y novedosas, ésta, en cambio, resulta forzada; se tiene la sensación de que esa gente está cumpliendo con un deber del cual tienen conciencia que desentona dentro de la modernidad del pueblo.

Sin embargo, a medida que transcurre el tiempo, la multitud que llena el frontón se deja tomar por la emoción colectiva; la frialdad del baile se derrite; ahora, las muchachas y los mozos, tomados de las manos, corren trazando círculos; la cadena humana se cruza bajo el arco de otros brazos anudados por las manos, se distiende, un frenesí dionisíaco atruena el espacio de gritos salvajes de guerra, el redoble del tamboril se mezcla al silbo del txistu y, al batir de los panderos, parejas aisladas bailan haciendo chasquear los dedos. El tamboril redobla infatigable el ancestral llamado de la tierra y de la selva, las muchachas con mejillas encendidas ríen y gritan tomadas de las manos, envuelven a los que están de pie en sus círculos jadeantes; me recuerdan las fiestas griegas de mis lecturas mozas, la danza de las bacantes en el bosque, que aquí no es bosque sino frontón en una sombría anochecida. Una gran fuerza indominable escapa de esta cadena de jóvenes fortalezas humanas, estrechamente anudadas y girantes; la gente que aún no había participado en el aquelarre se deja captar por el vértigo, se inserta en la cadena que corre y salta, a veces alguien pierde el pie y los que corren involuntariamentele pisotean, el caído se levanta magullado y se eslabona otra vez en la cadena.

Los agujeros cuadrados del muro, que lindan el frontón, están poblados de cabezas grises con boina; el frontón, techado de nubes de plomo con las graderías desiertas, donde el viento voltea papeles de propaganda nacionalista desparramados durante un mitin habido horas antes, toma un aspecto funerario; se recuerda la fiesta de los siniestros cartones de Goya, los gritos de guerra hienden el aire cada vez más violento; el antepasado ancestral surge en todos ahora; señoritas elegantes que aun dudaban, se dejan arrebatar por el torbellino; nadie puede substraerse a la tremenda serpiente que se rompe y multiplica en la oscuridad. Los gritos estallan agudos, crispantes. Es un doloroso y frenético paroxismo colectivo que ríe y estalla en empujones violentos, en tirones tremendos, en esfuerzos musculares, en carcajadas, en abandonos definitivos a la fuerza circular que arrastra.

El tamboril bate sordamente como en el fondo de la selva. El silbo de la flauta de tres agujeros es un llamado de la tierra. El txistu vierte inagotable su voz de serpiente. Oscurece: es de noche. Escasos focos eléctricos se encienden en las calles de la ciudad de las fundiciones. La multitud oscura, tomada de las manos, grita y baja con su cadena la cuesta de las calles. A veces los focos cónicos de un automóvil iluminan transversalmente este mar de cabezas que ondulan de cuerpos que saltan y entrechocan; luego se hacen las tinieblas y el furor de los gritos es más agudo y atrayente.

En el hueco de las sombras bate el tamboril y silba el txistu como en el fondo de la selva ancestral. Y el diablo debe hacer muecas sobre esa multitud profundamente católica.

VII

Los vascos, atletas de Olimpiada griega. El levantador de pesas. Un rincón de la arcadia

El Mundo, 3 de diciembre de 1935


No termino de saludar a Uzcudum, cuando en el centro de la plaza llama mi atención un hombre de pantalón azul y brazos desnudos. El hombre gira rápidamente sobre un pie, su mano soporta horizontalmenteuna barreta de hierro; la barra escapa de su mano y va a clavarse allá a lo lejos, en el prado verde. Es un palankari.

A continuación, sube a un cuadro compuesto de tablas sueltas un chico coronado a lo rey, con un cuerpo de caballo escarlata suspendido de los hombros, acompañado de dos párvulos y una niñita. Pertenecen a la Vasconia francesa; visten falda punzó y bombachas doradas. Van a danzar bailes zouletinos. Un señor coloca un vaso de vino en la punta de una tabla floja, en el centro del piso,y los niños, al son del tamboril y de la flauta, comienzan a danzar en torno del vaso de vino, que oscila en el pavi-mento movedizo. Es un baile ágil, en punta de pies, acompañado de saltos cautelosos. El vaso de vino se tambalea pero no se derrama. La prueba da una idea de la agilidad y el control que estos bailarines infantiles deben usar en sus figuras para evitar que el vino ruede por las tablas. Los espectadores acompañan la danza de repetidos aplausos y finalmente, el rey montado a caballo da un mal paso y el vaso se vuelca. Ha terminado la prueba.

Mirando en redor observo una bola de piedra. Pesa 116 kilos. Aplausos. Un hombre de pantalón azul, en mangas de camiseta se dirige a la bola, se escupe en las manos, mira la pelota de granito, junta las rodillas, se sienta sobre las pantorrillas, sus brazos abarcan la curvatura de la bola, el rostro se le enrojece, la bola sube hasta las rodillas, se encaja en su estómago; el hombre se levanta despacio; los músculos del cuello parece que van a reventar la piel violácea; un esfuerzo más y la bola queda colocada sobre su hombro izquierdo. La tiene tres segundos en alto y luego la arroja al pasto. Le ofrecen limonada, bebe, transpira copiosamente, se deja caer otra vez sobre las pantorrillas, coge la bola y, repitiendo exactamente los movimientos anteriores, la coloca nuevamente, sobre su hombro. Y así, cinco veces. A un metro sesenta centímetros de altura. Si multiplicamos el peso de la bola, ciento dieciséis kilos por 1,60 metros y este producto por cinco y dividimos el total por la constante setenta y cinco, hayamos que este hombre, en el espacio de pocos minutos, ha desarrollado una fuerza equivalente a doce caballos. Hay levantadores de pesas que elevan a la altura de su hombro, y hasta tres veces, cubos de piedra de doscientos kilogramos. No son profesionales, sino aficionados.

Marchase el levantador de pesas y entran cuatro parejas acompañadas de aldeanos con pandero, acordeón y txistu. Los ancianos baten el pandero y cantan; vistos de espaldas me recuerdan las estampas gitanas que he dibujado en el Sacromonte. Desde la cancha se divisan los picos de los Pirineos, el prado verde y el canto aldeano. Los muchachos y las mozas bailan de frente, chasqueando los dedos, cruzando las piernas, levantando los pies. Los varones apoyan los talones en el piso; las mujeres giran tan rápidamente que la saya se acampana en torno a sus cuerpos. Ellas visten pollera azul, medias de lana y alpargatas. A los pocos minutos de danzar, algunas bailarinas jadean; no están lo suficientemente entrenadas para el cumplimiento de esta gimnasia violenta. El baile es simple, pero sus líneas son tan extraordinariamente puras, que recuerdan las danzas griegas, lapidadas en tablas de mármol. No es posible combinar con más escasos elementos un cuadro de belleza más plástica. Los bailes actuales son lascivos y torpes, comparados con estas danzas ágiles, simétricas, severas y graciosas. El espectador se asombra de encontrar aún sobre el planeta un trozo de belleza pura, donde el lujo es una ruda estameña, el instrumento musical una piel de bestia y los elementos estéticos e intrínsecos, ágiles movimientos de cuerpos honestos. Se piensa un instante que se ha entrado subrepticiamente a un rincón de la Arcadia. El alma absorbe ávidamente este rocío de belleza, se baña en una fuente de sabrosa inocencia. Vuélvase la mirada de todos los hombres de buena voluntad a esta raza de costumbres puras.

Por fin llegan los esperados, los aizkolaris, los hacheros. Altos, musculosos, membrudos. El hierro de las hachas es brillante como un espejo. La prueba consiste en cortar ocho troncos de madera de haya, de cincuenta y cuatro pulgadas de diámetro, en veinticuatro minutos como maximum. Los hombres se inclinan sobre los troncos, les mondan las cortezas con el soslayo del hacha. Dos hacheros comienzan la prueba, uno en un extremo y el otro en el opuesto. Descargan los hierros rápidamente, con golpes secos. Son máquinas humanas, rítmicas. De pie sobre el tronco, no levantan el torso inclinado, las astillas se desprenden gordas y pesadas, el corte es uniforme, de cuña ancha. Llegados a la médula del tronco, comienzan por su periferia opuesta. La multitud de pie en las tribunas les aplaude, un hachero termina el corte de su tronco tres golpes antes que el otro, y pasa al segundo. Ningún movimiento es inútil en él, ni excesivamente apresurado. El hacha es la continuidad de sus brazos terribles, de una máquina impecablemente estética y precisa. Uzcudum, juez de esta lidia, se pasea entre los aizkolaris que no le miran, entregados a su certera faena. Sus poderosos cuerpos tensos permanecen inclinados; las palancas de sus brazos se levantan y descargan acompasadamente. El público sigue la prueba emocionado. Ésta es su fiesta real y simbólica, la raza se mira orgullosa en estos espejos de pujanza, flor y semilla de antigüedades aquí redivivas.

Anochece, y los aplausos retumban en el crepúsculo, simétricos con los hachazos.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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