Clase de Box

Roberto Arlt


Cuento


El ring, a la sombra del murallón rojo, desprende su rectangular horizontal y blanca, enrejada por tres paralelas de soga.

Simoens el telegrafista, detenido a pocos pasos de la bolsa de arena, espera la llegada del profesor.

Es éste un momento odioso en su vida de fabricante de voluntad. Hace frío, el viento encrespona el humo que sale de las chimeneas, y los músculos se le enrigidecen.

Más allá de la bolsa, en un patio de asfalto, superficies humanas, vestidas como él con un pantalón blanco, que no le llega a las rodillas, camiseta sin mangas y alpargatas, juegan a la pelota. A veces la bola negra o blanca rebasa los lindes, y, sobre la punta de los pies, la superficie de un hombre roza el suelo en vertiginoso intento de detención.

El cielo, reteñido de azul agrio, pesa de tal manera sobre la perpendicular roja, que la muralla parece inclinarse algunos grados hacia la tierra, vista desde abajo.

Simoens quiere vencer la ansiedad que le pone una sensación de blandura en el estómago. No quiere pensar que dentro de algunos minutos le golpearán el rostro.

Incluso, afecta aspecto displicente, a fin de no llamar la atención de ningún gimnasta. Comienza a saltar sobre la punta de sus pies, como si “hiciera cuerda”. Así lo ha observado en los boxeadores profesionales cuando bajo el frío cielo de las noches deportivas esperan en sus ángulos el minuto próximo de calzar guante. Esto le impide “enfriarse”.

Acumula voluntad para vencer el miedo que le tiene al castigo. De tal modo está refugiado en su carne que no se puede sustraer a la presión que trasvasa cobardía en sus venas, en sus músculos y en su tiempo de pensamiento. Le estrecha los pulmones y le ensancha inopinadamente el corazón. Elevándose sobre la punta de los pies, aspira profundamente aire, luego, dejando apoyar los talones en el suelo, expira, bajando lentamente los brazos. Y continúa: “uno, dos, uno, dos”. Salto sobre pie derecho, salto sobre pie izquierdo. Es una manera de desviar nerviosidad en una dirección más positiva. Piensa en su cuerpo, y le dice:

“Tuviste que llegar hasta aquí, ¿eh? Llegaste hasta aquí, ¿eh?” Cuando se habla a sí mismo de esa forma experimenta un manifiesto placer maligno. Incluso, le parece que estuviera burlándose de otro. E insiste: “Tuviste que llegar, ¿eh?” El acto de voluntad desparrama en él sectores de placer espléndido. Es un canto de gloria sin sentido actual.

—¡Oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, la hermosa muchacha!

Estas palabras corresponden a su vida antigua. Entonces él arrastraba un cuerpo pesado, y no miraba nunca a las nubes. Y de sus ojos se aparta el ring físico, horizontal a la muralla roja.

Sin embargo, el corazón le late apresuradamente. Quisiera haber terminado sin que “le pegaran mucho”. El ring se acerca otra vez a sus ojos. Aún están flojas las cuerdas. Maldito profesor, aún no ha llegado. Las superficies blancas que con saltos elásticos se desprenden del suelo, le parecen infinitamente felices.

Con la frente arrugada, observa. En verdad, sería más agradable irse a bañar que trenzarse a puñetazos con el hombre de la cara aplastada.

Simoens se frota suavemente el brazo. Soslaya las movedizas manchas blancas sobre el asfalto negro, y sin saber por qué, se besa amorosamente el brazo, donde ahora crece un músculo que antes era invisible.

Suavísima tristeza pasa después de este acto por la parte alta de su carne. Allí es donde se refugian los sueños maravillosos, los sucesos no cumplidos y los recuerdos que desean revancha.

Paladea mentalmente la palabra definitiva:

“Te recordaré a través de todos los climas y de todos los tiempos, y gozaré la congoja de buscarte siempre con mi pensamiento. Y donde estés, también tú pensarás en mí.”

La bolsa de arena se bambolea. Un hombre desnudo descarga puñetazos tremendos en la lona. Simoens lo examina malhumorado, y piensa algo desagradable.

No puede explicarse semejante mal deseo. Luego se dice:

“Debe tirar bien.”

Un retorcijón de envidia alegre penetra en la parte alta de su carne. Se frota los músculos con las yemas de los dedos, y recomienza el salto suave sobre la punta de los pies. “Uno, dos, uno, dos.”

Nuevamente ha entrado su vida en la zona del miedo superfluo y pueril. Es inútil que se diga a sí mismo que nada grave puede ocurrirle. Lo sabe perfectamente. Ello no impide que su carne se rice con tibio sobrecogimiento que el corazón traduce en golpes especializados, semejantes al tic tic de una biela cuando trabaja sobre un cigüeñal ovalado.

El hombre que se entrenaba en la bolsa de arena resopla más fuertemente que una foca. Simoens lo mira de reojo. El otro se ha inclinado apoyando la palma de las manos en la atadura de sus alpargatas.

Se encienden lámparas incandescentes, reflectores enlozados iluminan el piso de asfalto, donde se mueven rápidamente las superficies semidesnudas de hombres.

En tanto, ni una sola libra de su carne se puede sustraer a la percusión que expanden los golpes del corazón en la masa temerosa, aunque cuando suba al ring todo desaparecerá. Entonces no habrá tiempo de acordarse. La fuerza.

Nuevamente el ring se aleja de sus ojos, y el canto sin sentido actual, que contienen sus entrañas irradia sectores de placer espléndido.

—¡Oh, oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, oh, la hermosa muchacha!

¿Por qué dice esas palabras? No lo sabe. Posiblemente, ellas expresen una vida victoriosa contenida en la raigambre de su voluntad endemoniada. Se embriaga piafando el ritmo de estas palabras:

—¡Oh, oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, oh, la hermosa muchacha!

Desde la carnuda convexidad que sus uñas acorazan hasta los sesos blancos encajonados en el cráneo, camina en él una alegría que necesita quemarse. Siente tentaciones de gritar: “Yo soy aceite de mí mismo.”

Así triunfa a instantes Simoens, el telegrafista.

Sin embargo, paralelas a su alegría, hay otras palabras. Marchan sin confundirse jamás. Son como submarinas corrientes de agua helada y tibia. Simoens tuerce el busto, esquivando el golpe de unas palabras. Y es que la voz, paralela a su alegría, ha exclamado con perversa dulzura femenina:

—Mírese a la cara. ¿No se ha visto en un espejo?

Quisiera aplastarla a puñetazos a la mujer remota, burlona en la luna plateada de un ropero rojinegro, en el fondo de una estancia gris.

—Y ella será joven todavía, cuando usted, desgastado, no le podrá interesar.

—Perro —rezonga sordamente Simoens.

El telegrafista “saca pecho”. Llena los pulmones de aire como si se dispusiera a sumergirse. El cielo ennegrece. Acaba de observar que las superficies blancas que juegan a la pelota descubren manos acorazadas de guantes negros. El otro hombre golpea la bolsa de arena, el saco se bambolea y el pugilista, avanzando el torso, recibe el golpe de péndulo en un ángulo del hombro o en la anchura del pecho. Los choques resuenan sordamente en la caja humana.

—Perra —rezonga sordamente Simoens.

La presión de la palabra “entonces” lo coloca en una diferente superficie de existencia. Es como si pudiendo agigantarse, desde un piso bajo horadara el plafón con la cabeza y la introdujera en otro plano superior. Allí están amontonados los fantasmas de su existencia. Y también el busto de la mujer que con un lápiz de manteca sangre se pintaba los labios, mostrando lascivos dientes brillantes. Volvió la cabeza, lo miró como si lo estuviera seleccionando de entre otros fantasmas para su placer personal, y dijo:

—Ella será joven todavía cuando usted, desgastado, no le podrá interesar.

El telegrafista mira torvamente en torno. Se contempla en una mala noche, dentro de un paralelogramo que proyecta hacia la altura un cielorraso taponado de sombras.

Acurrucado en la cabecera de la cama deshecha, estudia taciturnamente en un espejo ovalado su rostro estriado de arrugas, con la epidermis amarilleada por la nicotina, los ojos resumiendo para dentro un sufrimiento de años. Esa noche no tiene horario. Con la voluntad más tensa que un cable de acero, espera, anonadado, “una” salvación. Piensa vertiginosamente que cada hombre tiene su salvación, más que pensar, da zarpazos en el espacio, con velocidad de necesidad angustiosa. Fantasmas, luces, segmentos perpendiculares de orquestas bailan en sus ojos. A instantes piensa matarse, luego escapa por esa tangente, y buzoneando en el futuro, descubre a la “que será joven todavía cuando usted esté desgastado”, besándose con otro. Durante largos minutos se entrevera en aquel beso y sufre hasta tal perfección que sólo atina a jadear un treno:

—Uuu, uuu..., uuu.

Dando grandes saltos, su alma retrepa la noche. Es necesario que él sea fuerte y hermoso. Y perpetuamente joven. La oscuridad arrolla frente a sus ojos un cilindro de tinieblas. Tiene la sensación de que están arrollando una inmensa chapa de hierro ante sus ojos. El torno trajina fatigosamente. Su alma da grandes saltos dentro de su cuerpo, como si estuviera por volverse loco. Se tuerce, le duelen las articulaciones, luego cierra los ojos. Quisiera morir con la garganta suavemente serruchada.

Estos recuerdos despiertan en el telegrafista una alegría pueril.

“Aquellos eran otros tiempos”, se dice, y súbitamente, arrepentido de haberse alejado de un fantasma rojo, se detiene apiadado.

Un jugador, inclinado ante él, recoge la pelota. Simoens lo mira inexpresivamente. Sobre el ring, un muchacho ajusta las cuerdas con riendas suplementarias, que toman los dos catetos de un ángulo, reduciéndolo. La bolsa de arena va y viene “trabajada” por los golpes horizontales de los brazos, que van y vienen como las bielas de una locomotora. Simoens espía un instante la musculosa superficie del hombre, y rezonga para su adentro:

“Canalla, qué hermosa fuerza.” Y como si se encontrara bajo una cúpula resplandeciente que recogiera las grandes voces de un coro, el telegrafista aguza los oídos y deja que se enciendan sus ojos en el ritmo de:

—¡Oh, oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, oh, la hermosa muchacha!

Su semblante se ilumina de sonrisas.

La esperanza brilla tras de sus ojos como una altura de cielo con el sol tras de una cresta de nubes. Incluso, su carne le parece dorada por un mediodía marítimo. No pudiendo resistir el impulso, se prensa el bíceps, se tantea el oronoides. Contestando a una pregunta interna, se dice:

“Y ¿por qué no ser envidioso?” Recapacita, luego. “No, no, es estúpido.”

Arruga la frente en busca de la sensación que lo deje anclado en la sensación definitiva, y su atención se detiene en el rostro de la muchacha “que será joven todavía cuando usted esté desgastado”, y con la evocación de aquel semblante se entrecruza el hombre de la cara aplastada.

El profesor de box viste pantalón azul, camiseta gris. Golpeándole las piernas trae colgados por las cuerdas cuatro guantes de ocho onzas. Revisa con la mirada en redor, y exclama, sin dirigirse a nadie:

-Vamos, muchachos...

Una lámpara se ha encendido en la altura. El reflector enlozado proyecta un trapecio de luz en el ring. Simoens recoge los guantes que le alcanza el hombre de la cara aplastada. Hunde la mano. Los dedos se le enredan en la crin que se ha escapado del entreforro.

Extiende las manos calzadas por bultos negros al profesor. El hombre de la cara aplastada le ata los guantes, y Simoens se apoya en las cuerdas con las manos cruzadas atrás. Tiene el pudor de que le vean haciendo camouflage de boxeador.

Esto es muy lindo a los veinte años. A los treinta, el telegrafista comprende que es una necedad exhibirse. Además, está aprendiendo...

No tiene derecho a simular la actitud negligente que en el ángulo del ring aceptan los pugilistas veteranos medio minuto antes de cruzar guantes. Sin embargo, una negligencia flexible se incorpora a su organismo, y aunque sus brazos permanecen caídos, cierta elasticidad hambrienta de movimientos penetra en su organismo a medida que pasan los segundos.

Durante un instante se ha detenido su corazón al escuchar la orden del hombre de la cara aplastada:

—Vamos, listo.

Simoens se pone vertiginosamente en guardia. El codo del brazo derecho en el estómago, el guante sobre el mentón, la pierna izquierda adelantada, el brazo recogido. Descarga tres veces el puño sobre un chorizo pálido que simula ser nariz, pero el hombre de la cara aplastada lo mira tranquilamente, y apenas si roza su guante. El telegrafista se detiene indeciso.

—Siga.

Simoens martillea rápidamente con la izquierda sobre el guante del profesor, describiendo en la inútil persecución un semicírculo.

El hombre de la cara aplastada grita:

—Uno, uno, uno, siga, uno, uno, mueva esas piernas.

El brazo del profesor forma un gancho cuyo extremo le roza la nariz. Los ojos se le llenan de lágrimas. Tiene ganas de estornudar y, decepcionado, rebaja la guardia.

El oscuro mecanismo del instinto que hace maniobrar a su organismo, le advierte de la próxima orden de cambio de guardia y maneja con timidez el puño izquierdo. Sangra por la nariz. No se da cuenta.

—Siga. Uno, uno; atención, dos.

Vertiginosamente, Simoens recoge el brazo izquierdo, avanza la pierna derecha y descarga débilmente el puño derecho sobre el oído del profesor. El hombre de la cara aplastada ladea la cabeza y se produce un cuerpo a cuerpo. Aprovechando el clinch, el profesor hunde despacio los puños en su estómago. Se zafa de entre los brazos de Simoens; su guardia se abre, el telegrafista quiere entrar y: “Ti.”

Simoens se detiene asombrado de oír resonar semejante campanilla en el oído. Ha sido un golpe sobre la ceja.

—Vamos: uno, uno; muévase más.

El telegrafista, agachándose, esquiva una derecha, se tuerce, y la izquierda del hombre de la cara aplastada le roza la mejilla. Sobre el plano gris de la camiseta, el profesor zigzaguea su antebrazo. Simoens no sabe desde qué ángulo entrar un golpe. Su martilleo se anula en el vacío. A instantes le parece encontrarse flotando en la atmósfera luminosa de un huevo gigantesco. Fuera del perímetro donde se mueve su cabeza y la del hombre de la cara aplastada, nada existe.

Nuevamente, el puño del profesor le roza la nariz, y luego el flanco. Es un golpe sordo que lo encrespa de furor, deseo negro de romperlo al hombre de la cara aplastada. Bajo el reflector enlozado, Simoens se ríe. La vida piafa en sus ojos. Conserva los antebrazos doblados sobre el pecho, mientras que el busto, como un péndulo, oscila de izquierda a derecha. Está cansado, jadea.

—Vamos, hombre: uno, uno...

Simoens se agacha y experimenta una magnífica alegría al comprobar que el brazo del profesor golpea en el vacío. Una voz que ya no discierne de quién es le grita:

—Castigue, castigue ahora.

Simoens entra golpes cortos al estómago del otro. Sordo como un martillo, resuena: “Brec...”

Obedece la orden, y, distanciándose del hombre de la cara aplastada, se queda acechándolo con rapidísima oscilación de torso. Tiene la sensación de que se ha vuelto flexible como una cinta de acero. Pero se desangra en atención. A cada partícula de segundo que pasa se volatiliza más y más su voluntad. El profesor sonríe y avanza la cara aplastada, manteniendo los brazos bajos.

Simoens, indignado, se abalanza. Descarga derechas e izquierdas, derechas e izquierdas.

Alguien grita:

—¡Eh, eh! ¡Está golpeando bajo! ¡Ha perdido control!

Retrocede trastabillando. Como si hubiera nacido sin brazos, ahora no sabe con qué miembro castigar. Quisiera continuar golpeando, mas no encuentra sus brazos. No se le ocurre mirarse los flancos. Sólo sabe que en el vacío, frente a sus ojos, no aparece la mancha oscura de sus puños. No puede castigar, aunque lo quiera. Una voluntad subterránea lo mantiene todavía de pie, mas es como si no tuviera brazos. Como si se le hubieran perdido. No sabe qué hacer. Realmente, “aquello” que le pasa es un apuro semejante a los que se presentan durante el desenvolvimiento de una pesadilla. El hombre de la cara aplastada oscila ante él como un péndulo inmenso. No lo podrá derribar nunca..., sus brazos..., la luz...

Por fin entiende lo que el profesor le dice. Se corre a un ángulo y, con extrañeza, presenta los puños. Le desatan los guantes.

Ha hecho un round de dos minutos.

Desde lo más profundo de él asoma una chispa de alegría. Vacilante, se dirige al baño.


(El Hogar, 30 de enero de 1931)


Publicado el 19 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
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