El Bastón de la Muerte

Roberto Arlt


Cuento



Si alguien me hubiera dicho que aquellas señoras y caballeros, plácidamente arrellanados en sus butacas, dentro de un cuarto de hora tratarían de matar al orador con el cabo de sus paraguas, no lo hubiese creído.

Tampoco lo imaginaba (así lo supongo) el orador, míster Getfried, socio honorario del club, y cuya conferencia se titulaba “Un curioso caso de transmisión del pensamiento en la isla de Sumatra”.

El club (yo lo he llamado inapropiadamente club) no era club, sino la Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Castelnau Levántate y Anda.

Todos los sábados un ciudadano diferente, por supuesto, y que tuviera algo que informamos respecto a la telepatía, rabdomancia, ciencias ocultas, magia o teosofía, ocupaba la cátedra de Levántate y Anda. De esta manera la población de Castelnau entró en conocimiento de numerosas particularidades del más allá.

El último orador es decir, el penúltimo, fue el capitán de equitación Soutri, quien a mi modesto juicio ha sido uno de los oradores que mejor nos ilustraron sobre las actividades psíquicas de la raza caballar comunicándonos sus experiencias personales con la yegua Batí, a la que era posible sugerirle órdenes hasta a cien metros de distancia. Una curiosa estadística de los experimentos permitía confeccionar un gráfico de la sensibilidad de la yegua. Esta evidencia, por otra parte, impresionó de tal manera al cochero Carlet, que desde entonces Carlet se abstuvo de castigar a la potranca que arrastraba su carruaje.

Claro está que todos esperábamos con sumo interés la conferencia de Getfried. Getfried había vivido algunos años en la Malasia; de la isla de Java había pasado a la de Sumatra por razones que jamás explicó, pero que atañían a los representantes de la justicia de su graciosa majestad, y desde entonces Getfried se acogió al bondadoso amparo de su nueva soberana, la reina Guillermina.

De allí que el título de su conferencia, “Un curioso caso de transmisión del pensamiento en la isla de Sumatra”, despertara evidente interés.

Se distribuyeron numerosas invitaciones, y desde el sábado por la mañana no existía un médium a quince leguas de los alrededores que no estuviera resuelto a escuchar la disertación del capitán Getfried. Efectivamente, Getfried era, o había sido, capitán. Pero ésta es otra historia. Getfried, por su parte, consciente de la trascendencia de su discurso, de los arcanos que nos iba a revelar, exigió terminantemente que le remuneráramos por su trabajo.

Después de algunas inicuas discusiones que, personalmente, yo me vi obligado a mantener con el tesorero de Levántate y Anda, que debido a una siniestra casualidad se llamaba Lázaro, le entregué a Getfried una bonita suma.

Muchos vecinos encontraron censurable que el capitán Getfried se hiciera pagar para alumbrarles en el conocimiento del más allá; pero, como dijo muy sesudamente el comandante Radaelli, los sabios también viven de pan. En consecuencia, Getfried se embolsó el calor de muchas bolsas de harina y varias medidas de levadura.

En una ciudad chica, semejantes pequeñeces influyen lamentablemente en el juicio que la población se forma sobre una persona, pero en el caso de Getfried existía la disculpa de que éste había vivido en la isla de Sumatra varios años, donde las costumbres son, evidentemente, distintas de las nuestras.

Y aunque la noche del sábado llovía, y el viento, un viento particularmente violento, lanzaba sus acuáticos cortinados contra las fachadas de las casas y se introducía por los resquicios de las ventanillas al interior de los carruajes y de los ómnibus, el salón de nuestra sociedad estaba de bote en bote de gente ansiosa de escuchar al capitán Getfried.

No podía quejarse él, no. Con luna llena y brisa poética en las calzadas no atrajera más gente. De manera que, cuando a las diez de la noche apareció en el escenario del salón, dijo con voz grave: “Juro por mi honor que voy a narrar toda la verdad de un hecho extraordinario del que fui personal testigo en la isla de Sumatra, en la zona de las selvas vírgenes de Palembang”, un estremecimiento horizontal onduló a través de las hiladas de butacas, y un quince por ciento de la población culta de Castelnau, sumergida en un silencio religioso, se dispuso a escuchar al capitán Getfried.

Afuera, la lluvia batía en los muros y en los tejados.

El teniente perdido y el palo del muerto

En la plazuela de tierra limitada por la selva virgen, varios nativos descalzos, con pantalones a cuadros blancos y rojos rodeaban a dos bataks, en cuyas jaulas de bambú se revolvían impacientes dos cuidados ejemplares de pájaros de riña. Hindúes, mahometanos, chinos y malasios rodeaban a los descendientes de los cazadores de cabezas, cuando el teniente Jeorgensen acertó a pasar por allí.

Abriéndose paso entre los hediondos nativos, que con cestas triangulares cargadas sobre la cabeza aguardaban sonriendo a que se diera fin a las condiciones de la pelea, el teniente Jeorgensen se encaminó hacia el comercio de Sorrensen. El comercio de Sorrensen era una cabaña sobre cuatro pilotes de madera dura, desde cuya baranda el holandés vigilaba las actividades de la alborotada chusma.

Sorrensen, indigno súbdito de la reina Guillermina, era un holandés tripudo. Un campanudo sombrero de rafia lo protegía del sol. En otros tiempos, el comerciante fue segundo secretario del hermano mayor del sultán de Medan. Hermano mayor era el título que los indígenas daban al interventor holandés enviado desde la metrópoli a cuidar los intereses de la corona. La única diferencia de rango que tenía con el sultán belfudo era no poder usar en público el quitasol dorado de los monarcas nativos. Sorrensen, subsecretario en otro tiempo de un holandés tan borrachín como él, había sido ignominiosamente expulsado del sultanato de Medan por estafas y robos reiterados, borracheras y abusos de confianza. Finalmente, reblandecido por el opio y el aguardiente, recaló con las pocas rupias que le quedaban, allí, en los bajos de Palembang, donde mercaba aguardientes y telas en una cabaña verde, enfática, sobre cuatro troncos de madera incorruptible.

Sorrensen, descalzo, se pasaba el día entero apoltronado en un sillón de bambú, con un abanico en la mano, deleitando la mirada en la elegante cima de los cocoteros donde mostraban sus habilidades los monos saltarines. En derredor de Sorrensen trajinaban tres negras zulúes, desnudas de cintura para arriba y con una redecilla verde encasquetada en la mota empinada. Estas mujeres sembraban el huerto a espaldas de la cabaña, traían agua y, cada nueve meses, le proporcionaban un súbdito de variado matiz a nuestra graciosa soberana, la reina Guillermina. Sorrensen no trabajaba: dirigía. De tanto en tanto fumaba su pipa, de manera que cuando vio aproximarse al teniente Jeorgensen, se dijo:

—Si me pide opio, le diré que no tengo. No quiero líos con el comandante.

Sin embargo, su amarillo y abotargado rostro no reveló ni por un momento el paso de este pensamiento por su cerebro. Con la mirada escudriñadora sobre el grupo de musulmanes que rodeaban a los dueños de los pájaros de riña, identificó bajo un turbante a un deudor.

—Te he visto, Afcha. Te he visto. Tienes dinero para perder en la riña y no para pagarme.

Afcha se aproximó, sonriendo, a Sorrensen, y le mostró las sonrosadas palmas de sus manos vacías de moneda.

En aquel mismo momento se acercó el teniente Jeorgensen al comerciante.

—Óyeme, Sorrensen, ¿no sabes nada del teniente Williams?

Afcha aprovechó la oportunidad para incorporarse al grupo indígena, mientras Sorrensen se miraba los dedos de sus pies descalzos. Respondió:

—Esta mañana el sargento Hoger me preguntó por el teniente Williams. ¿No apareció aún?

—No.

Sorrensen quedóse cavilando; luego propuso:

—Teniente Jeorgensen, yo conozco a un batak, llamado Pico de Pájaro. Pico de Pájaro puede traerte noticias del teniente Williams.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé porque Pico de Pájaro tiene el Bastón de la Muerte.

Jeorgensen, a pesar de ser nada más que un teniente, era demasiado sensato para discutir con un tendero que fuma opio. Miró la cara abotargada del comerciante y le dijo:

—Perfectamente; envíame a Pico de Pájaro con el Bastón de la Muerte.

Después de pronunciadas estas palabras, el teniente Jeorgensen se marchó hacia la carpa donde estaban sus compañeros, que trabajaban en el levantamiento topográfico de las estribaciones del Palembang. Esta conversación ocurrió el martes por la mañana. El miércoles por la noche se presentó en nuestro campamento el tendero Sorrensen en compañía de un mago batak. El nativo, vestido al modo europeo, con un holgado pantalón a cuadros escoceses y una blusa azul, cubierto con un sombrero de palma, traía en la mano el Bastón de la Muerte. Era Pico de Pájaro.

—Han de saber ustedes —nos dijo Sorrensen—, que el Bastón de la Muerte, según las supersticiones de los malasios, le confiere al que lo posee facultades mágicas y adivinatorias.

Todos observamos con curiosidad el Bastón de la Muerte. Labrado en madera oscura, mostraba en su superficie relieves de dragones, serpientes, figuras humanas, monstruos y bestias. Este palo, según el ritual, había sido cortado de un árbol donde estuvo amarrado un hombre, que después de ser asesinado, fue devorado por los indígenas que lo rodeaban y ajusticiaron. El padre de Pico de Pájaro había participado de este canibalesco festín, y no pertenece a este lugar describir de qué modo había llegado a su poder el susodicho bastón. Pero su hijo, al heredarlo, usufructuaba las facultades adivinatorias que, según ellos creían, le confería tal bastón.

Ahora bien: Pico de Pájaro había soñado que el teniente Williams estaba en lo alto del monte La Cabeza del Elefante, herido en una pierna. Desde el lugar donde nos encontrábamos era visible una parte gris de La Cabeza del Elefante, entre los cortinados de verdura y los troncos de árboles. Sin embargo, en el supuesto que el teniente Williams se encontrara perdido en la cima de La Cabeza del Elefante, lo que resultaba un misterio era saber lo que había ido a buscar allí.

Pico de Pájaro le explicó a Sorrensen, y Sorrensen a nosotros, que él, para soñar con el teniente Williams, se puso el Bastón de la Muerte debajo de la cabeza. No quedaba duda: el teniente Williams se encontraba allá arriba. Por otra parte, la descripción que hacía el indígena del oficial del sueño no dejaba dudas acerca de su identidad real.

Finalmente, Pico de Pájaro aseguró que el teniente Williams no estaba herido de muerte, sino que tenía una pierna rota.

Todos mirábamos asombrados a Pico de Pájaro y a su promotor, el obeso Sorrensen, hasta que el capitán Ulken dijo muy sagazmente:

—Lo más probable es que este bribón haya localizado el lugar donde se encuentra el teniente y quiera acrecentar su reputación de adivino, atribuyéndole al Bastón de la Muerte la facultad de su descubrimiento.

Lógicamente, no cabía otro razonamiento. Finalmente, después de discutir los detalles del viaje, resolvimos salir esa misma noche para La Cabeza del Elefante. íbamos tres oficiales, diez soldados y cuatro suboficiales. Sobre nuestras cabezas parpadeaban estrellas monumentales; dos horas después de nuestra salida, dejamos atrás las sepulturas antiguas, con pilares labrados bajo los doseles de verdura. Más arriba del monte, con escalinatas protegidas por vallas de bambúes, encontramos templos abandonados, florecidos de cabezas de demonios. En la oscuridad del bosque, el templo iluminado por la luna ofrecía un aspecto fantasmagórico, una especie de brujería labrada en plata, entre cuyos arabescos crujía el misterio de la fauna malásica.

A nuestra cabeza marchaba Pico de Pájaro con el Bastón de la Muerte bajo el brazo.

Poco antes del amanecer tuvimos que cruzar por el cementerio de los batachi karos, tribu que expone al a sol sus muertos para enterrar después sus huesos calados por las hormigas. Se veían algunos cadáveres recientes, con la cara desfigurada, pues sus deudos, según la costumbre de la tribu, les habían cortado los labios para embalsamarlos.

Pico de Pájaro, enfático, silencioso, marchaba delante de nosotros con su bastón labrado.

A las nueve de la mañana llegábamos a La Cabeza del Elefante.

El primer decepcionado fui yo. Esperaba encontrarme al teniente Williams, demacrado y con su pierna rota, bajo el primer cocotero con que tropezáramos, pero nuestras primeras investigaciones fueron estériles. No se veía allí el menor rastro de persona.

Al anochecer, Pico de Pájaro se internaba en un desfiladero seguido por tres sargentos malhumorados, siempre frente a sus ojos el Bastón de la Muerte. Tres días después no quedaba una sola legua de monte ni bosque en los alrededores de La Cabeza del Elefante que no hubiéramos explorado. Y el teniente Williams seguía sin aparecer. Y nosotros, con más ganas de apalear a Pico de Pájaro que de buscar a Williams.

Al amanecer del cuarto día de nuestra partida resolvimos regresar al bajo de Palembang.

Pico de Pájaro, mohíno y burlado, caminaba delante de nosotros. Sus facultades adivinatorias habían fallado, el Bastón de la Muerte no valía un plátano podrido, y cuando, desesperados, llegamos al almacén del maldito Sorrensen, éste salió a nuestro encuentro diciendo gravemente:

—El teniente Williams ha sido encontrado ahogado en la caleta del mar.

La transmisión del pensamiento no existe...

Una silbatina feroz interrumpió al orador. Era la población de Castelnau, indignada contra el capitán Getfried.

¡De manera que ellos, socios activos del club Levántate y Anda, se habían costeado en una noche de lluvia para oír a un conferenciante que negaba la transmisión del pensamiento! ¡Eso era intolerable!

Inútil fue que el capitán Getfried dijera:

—Más indignados estábamos nosotros contra Pico de Pájaro.

Y no le hicimos nada porque las mujeres se precipitaron sobre él con sus paraguas en alto.

Menos mal que intervino eficazmente el portero y Getfried pudo escapar por el corredor de incendios. Pero así y todo, creo que después de aquella experiencia habrá perdido la costumbre de ir a burlarse de aquellos que creen en las ciencias arcanas.


(Mundo Argentino, 19 de octubre de 1938)


Publicado el 31 de enero de 2024 por Edu Robsy.
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