El Gran Guillermito

Roberto Arlt


Cuento



A pesar de que el dueño de casa lo encañonaba con el revólver, Guillermito, el ladrón, observaba intrigado, sin saber por qué, a la muchacha que se inclinaba sobre el teléfono.

Ella iba a tomar el auricular para pedir le conectaran con la comisaría, y en el preciso instante en que iba a pronunciar el número, el recuerdo se concretó vertiginosamente en la mente del ladrón, y exclamó:

—No llame. Yo soy el que robó el motor eléctrico.

“Fue como si hubiera caído un rayo al pie de los dos”, comentaba más tarde Guillermito.

La jovencita, abandonando el auricular, quedó rígida junto al teléfono; el dueño de casa echó al bolsillo su revólver y balbuceó:

—¿Es posible que sea usted?

“Otro aprovecharía la oportunidad para escapar —decía luego en su propio elogio Guillermito— pero yo me crucé de brazos e insistí:

“—Sí, soy yo el que robó el motor eléctrico. Y ahora, si quieren, llamen a la policía.”

Y el dueño de casa no llamó a la policía, sino a su mujer, y a grandes gritos:

—Justa, Justa, vení a ver al hombre que robó el motor eléctrico. Estaba forzando el escritorio.

La jovencita terminó por reconocerlo. Dirigiéndose a él, lo tomó de los brazos, lo miró fijamente, y dijo:

—Sí..., ahora lo reconozco. Es usted. ¡Ah, mal hombre, dos veces mal hombre! ¡Cuánto nos ha hecho pensar usted!

—Yo me llamo Gustavo Horner —dijo el dueño de casa.

—A mí me llaman Guillermito el Ladrón...

Los dos hombres se examinaban con curiosidad creciente, pero la jovencita sonreía con tanta amabilidad, que Guillermito tampoco pudo contener una sonrisa cuando ella, después de medirlo de pies a cabeza, exclamó:

—Deberían llamarlo Guillermo el Ladronazo, no Guillermito.

La puerta se abrió y apareció la señora Horner. En su prisa por acudir, se había envuelto de mala manera en una salida de baño, y su cara inmensa y amarilla, con el cabello gris revuelto sobre la frente, no trasuntaba placidez, sino energía. Miró al intruso, y exclamó:

—¿Por dónde ha entrado este hombre?...

—Es Guillermito el Ladrón, mamá.

—Aunque sea el Papa, tiene que haber entrado por alguna parte, hija.

—Es el que robó el motor eléctrico...

La señora Horner se cruzó de brazos en el centro de la habitación, y mirando sucesivamente a su esposo, a la joven y al ladrón, exclamó:

—Y con esa estampa se hace llamar Guillermito. Dios y la Virgen me valgan. Véanlo al tal Guillermito. Y los botines hechos pedazos. Pero m’hijo, ¿para qué se dedica a ladrón usted? ¿No le convendría más ser persona honrada? Usted parece un cesante.

A Guillermito no le agradaba que le dieran consejos. En otras circunstancias hubiera mandado al diablo a la señora; pero la mirada de la jovencita, fija en él, lo apaciguaba: algo como el perfume de un encanto doméstico, nuevo para él, penetraba en su conciencia; y la señora Horner, observándolo tan pálido, insinuó:

—¿No quiere un poco de agua de azahar? Usted debe sufrir del corazón. Todos los ladrones mueren cardíacos, se me ocurre.

El señor Horner se había sentado frente a su escritorio y, dirigiéndose a la joven, agregó:

—Sería bueno, Clara, que trajeras un poco de “ese” licor para todos..., y que Guillermito nos contara esa historia del motor...

Clara no se pudo contener. Mirándolo al ladrón exclamó:

—¿Se acuerda qué distinta era?

—¡Oh sí, más baja y flaca!... Ahora está bien...

Clara sonrió. Veía los ojos del ladrón fijos en ella, y esos ojos le decían:

“Me gustaría casarme con una muchacha así como usted.” Y ese pensamiento del hombre inmóvil junto a la ventana semiabierta sobre el negro fondo de la noche removía los escombros de su infancia...

La señora Horner insinuó:

—¿No quiere un poco de azahar? Usted me parece enfermo. Nena, ¿por qué no traés un termómetro? Éste debe ser un ladrón febril.

Guillermito se indignó.

—Señora, yo no soy febril ni nada por el estilo.

—Usted debe estar enfermo...

El señor Horner intervino:

—No le haga caso a mi esposa. Tiene la manía de encontrar enferma a toda la gente.

Clara sonreía, pero la señora Horner insistió:

—Fíjate qué color cadavérico tiene junto al cuello.

—Mamita, no se trata así a las visitas...

—¡Dios mío! No pretenderás que es visita un señor que entra a las doce de la noche a una casa de familia, por la ventana, y con una bolsa de herramientas...

—Sí..., pero él robó el motor eléctrico.

—Y por eso le ofrezco té de tilo, sino llamaba al vigilante...

Clara intervino decisiva:

—Usted, Guillermito, siéntese allí y cuéntenos todo.

—Con puntos y comas —agregó la señora—, porque nos hemos pasado la vida intrigados con usted...

Pero volviendo al tema de su obsesión insistió:

—¡Qué color cadavérico tiene usted, Guillermito! Usted no está bien de salud...

—¿Lo dejará contar o no? —intervino el señor Horner.

—Sí, cuente, Guillermito —reiteró Clara.

El robo del motor

Guillermito, por principio, no robaba jamás en la jurisdicción de su barrio. Vivía en la pieza de un conventillo, trajeaba como un empleado de escaso sueldo, y a los que querían escucharle les contaba que “su tío”, un rico provinciano, le giraba mensualmente una escasa pensión “hasta que encontrara trabajo”.

Lo evidente es que Guillermito no encontraba trabajo jamás, ni pensaba encontrarlo. Guillermito, por principio, no mantenía relaciones con los individuos de su profesión. “Para robar me basto solo”, pensaba, y aunque parezca mentira, el primer principio, sumado al segundo, le aseguraba una vida tranquila, sin aventuras mayores.

Su especialidad era el “descuido”. Alguien vio una vez a Guillermo pedaleando en una bicicleta, y no se le ocurrió que esa bicicleta la había hurtado en un momento de distracción que padeció el estúpido dependiente de una sastrería.

Guillermito conocía varios trucos, y elaboraba un tercer y gran principio que el cronista de esta historia no tiene por qué mantener reservado:

“Para robar se necesita capital.” De allí que la preocupación de Guillermito fuera procurarse una suma de dos mil o tres mil pesos.

Con esa cantidad podía emprenderse un negocio en gran escala.

Sin embargo el ahorro no era una virtud de Guillermito. Guillermito gastaba cuanto ganaba en las carreras; cierto que no jugaba por vicio, sino para ver si conseguía esa cantidad de dinero en un acierto. De esta manera transcurrían los meses y los años.

Si en todo hombre puede descubrirse una aspiración, la aspiración de Guillermito era robar un banco. Hacía mucho tiempo que estudiaba las condiciones en que podía efectuar un trabajo de esta magnitud, pero le faltaba capital.

De allí que, absorbido por la grandeza de sus pensamientos, dejaba pasar los días, y fue en ese período cuando actuó en el robo del motor, que tanta influencia debía tener más tarde en su vida.

En el robo del motor eléctrico, Guillermito contradijo su principio de no robar en el barrio, pero la tentación era demasiado seductora para resistirla. He aquí como ocurrió:

Aquel atardecer estaba Guillermito detenido en la esquina de su casa. Enfrente, en un potrero cercado, giraba una calesita. Guillermito pensaba, serían las seis de la tarde, en qué dirección encaminar sus pasos, cuando ocurrió el suceso extraño.

El hombre de la calesita, subido a un cajón, les alcanzaba a los chicos una especie de pera de madera de la cual ellos trataban de quitar la sortija. El ladrón observaba esto sin darle mayor importancia, cuando el hombre levantó los brazos hacia arriba, y luego se desplomó.

La calesita continuó girando, los chicos se lanzaban de ella y hacían un círculo en torno del caído. Guillermito cruzó corriendo la calzada, y ya no le quedaron dudas. El desconocido había muerto repentinamente, mientras que la tarantela del órgano continuaba haciendo pasar sus sonidos desmochados. Fue en ese instante cuando, buscando con los ojos el caballo, descubrió que la calesita no era de aquellas antiguas, accionadas por un penco vendado, sino que su dueño, posiblemente influenciado por las corrientes del progreso del siglo, había sustituido la tracción a sangre por un motor eléctrico, cuya llave se apresuró a levantar el ladrón. Guillermito, de una mirada, descubrió la mercadería susceptible de ser robada: el motor.

Reservó para sí mismo su alegría, y se incorporó al grupo de vecinos, al que ahora también se había agregado un vigilante. Poco después llegaba la Asistencia Pública y Guillermito comprendió que es más fácil establecer cuáles son las causas por las que ha dejado de existir un hombre que devolverle la vida.

El practicante, un joven engominado, revisó el cadáver y diagnosticó fallecimiento por la rotura de una angina.

Guillermito se solidarizó con todos los lugares que se creían obligados a exteriorizar los vecinos, y luego se fue alegremente a tomar el fresco a otra parte, porque no hay nada que reconcilie tanto con la vida como la muerte de un prójimo que ya no disfrutará las bellas cosas que nosotros continuaremos mirando.

Por la noche, Guillermito fue a una sesión de cine, donde aprendió que en la Tierra de los Sueños los buenos son recompensados y los malos castigados, y convenientemente edificado, salió a la calle resuelto a poner en práctica sus planes, que eran simples y claros: robar el motor eléctrico de la calesita.

A las dos de la madrugada, Guillermito estaba en pleno trabajo. Sin ninguna dificultad escaló el alambrado del potrero, levantó la lona de la calesita; llevaba un destornillador, una bolsa y una llave inglesa. En tres minutos destornilló los bulones del motor, lo embaló en la bolsa, y rápidamente cruzó la calle. Sentíase satisfecho porque había trabajado con éxito, y su rostro estaba humedecido. Aunque Guillermito no había leído los Evangelios, estaba seguro de haberse ganado el pan con el sudor de su frente, y esa noche durmió con el sueño tranquilo y largo de los justos.

Al día siguiente vendió el motor a un buen hombre cuya finalidad en la vida era ser dueño de un gran comercio de artefactos eléctricos y sanitarios. Pero aquella mañana, para desdicha de Guillermito, resultó pertenecer al día sábado, y los días sábados el ladrón no podía olvidarse que se corrían carreras en La Plata.

Tuvo una suerte extraordinaria en haber sacado boleto de ida y vuelta. De no proceder así, hubiera tenido que venir a pie desde La Plata a Buenos Aires.

Pensó entonces en la calesita, pero allí no quedaba nada digno para robar. Por los caballos de madera no existían interesados. Guillermito se refugió estoicamente en su cuarto y durmió desde la noche del sábado hasta la mañana del lunes.

El lunes a la mañana se levantó con la cabeza despejada y el entendimiento rápido y flexible para cualquier golpe de mano. Sentía en el cuerpo ese cosquilleo suave que tan perfectamente conocen los ladrones cuando se sienten a punto de lanzarse a la busca de “trabajo”.

Aparecen Clara y una encargada

No era con fines altruistas que la viuda Demetria alquilaba un conventillo, cuyas habitaciones realquilaba a treinta desdichados con mujer o sin ella. La viuda Demetria cuidaba sus intereses con una furbería de garduña. Era grandota, cariancha, dulzona y feroz. Su ostensible preocupación giraba con preferencia en torno a las purezas de las muchachas. A todas las chicas que se ponían a su alcance les recomendaba que fueran castas y virtuosas, y para que no tuvieran oportunidad de dejar de serlo, trataba de enzarzarlas en noviazgos fantásticos. Por lo que se entiende era una vieja casamentera y descarada.

Sin embargo estaba preocupada. La muerte repentina del dueño de la calesita le había dejado por herencia en el cuarto número 7 a una chiquilla de catorce años, Clarita.

La viuda masculló muchos proyectos en los días que sucedieron a la muerte del progresista dueño del aparato, que no hacía un mes vendiera el caballejo que hacía girar el tío-vivo, para substituirlo con un motor eléctrico. Pero pasaba algo curioso. El dueño de la calesita había leído en su juventud el “Diccionario Filosófico” de Voltaire, y su obsesión era el progreso. De haber podido poner en marcha la calesita con rayos ultravioletas se hubiera considerado el hombre más feliz del planeta.

La muerte tronchó su carrera científica. Quedaba allí una calesita con motor, y la viuda no olvidó. Más aún, con su sagacidad de casamentera intrigada, le dijo a Clarita, después que el calesitero hubo sido enterrado.

—Hijita, lo que podés hacer es ponerte al frente de la calesita de tu padre y atender el negocio, hasta que encuentres un hombre honrado que te conduzca al tálamo. (La viuda era aficionada a las palabras difíciles porque su esposo había sido tenedor de libros y la introdujo en la vida social —de los periódicos, por supuesto— de la que era un gran admirador.)

Clarita derramó lágrimas, pero la implacable viuda continuó:

—Si yo fuera millonaria te nombraría secretaria, y posiblemente te casarías con el agregado de una embajada, que son hombres todos elegantes y de caché—, pero así, hijita, yo no te puedo mantener... A fin de mes caduca el alquiler, de manera que es cien veces preferible que antes de trabajar de sirvienta y correr peligro tu virtud a manos de muchachones holgazanes, atiendas la calesita.

Esto explica que la mañana del lunes, la señora Demetria, en compañía de la huérfana, abriera la puerta de la calesita en el preciso momento en que Guillermito el Ladrón salía con la nariz enarbolada del pórtico del conventillo, como un podenco que husmea caza.

Guillermito se detuvo perplejo ante el espectáculo de una chica que salía llorando de la calesita, mientras que una señora gorda accionaba junto a ella levantando los brazos al cielo.

Guillermito se tenía por hombre bien educado, de modo que cruzó la calzada y, una vez frente a la viuda, exclamó:

—¿Qué le pasa, señora, le han faltado al respeto?

En otras circunstancias, la viuda, frente a un comedido, se derritiera en agasajos, pero ahora exclamó hirviendo de indignación:

—Lo que pasa es que un sinvergüenza se ha robado el motor.

Un inocente palidecería; Guillermito se llevó una mano a la frente, y exclamó:

—Con razón que la otra noche torearon tanto los perros. Y yo me decía: “Debe ser algún atrevido que anda haciendo picardías.” ¡Lo que son los presentimientos! Veo que no me he equivocado. Lo mejor que puede hacer, señora, es presentar su queja a la seccional. El comisario es muy atento.

La viuda prosiguió lastimeramente:

—Yo no diría nada si esta pobre chica fuera rica, pero ¡ay, Dios! ha muerto el padre y me queda de clavo a mí en la pieza, una pieza que ni fianza tiene, ni mes adelantado, señor, y para colmo le roban el medio de vida, el único medio científico.

Guillermito quedó sorprendido. Examinaba a Clara, y mientras la viuda charlaba, él se decía:

“Realmente no está bien lo que he hecho. ¡También esta gente! ¿Por qué le pone un motor eléctrico a su calesita?”

Por fin, la señora Demetria desapareció en compañía de la huérfana. Guillermito quedó preocupado. No le gustaba ser responsable de ciertas cosas.

El secretario de redacción

Aunque Peter ocupaba el cargo de secretario de un diario de la tarde, no dejaba jamás de dar su vuelta por el diario durante la noche. Sobre todo cuando trasnochaba. Este sistema tenía la virtud de impedir que los fotógrafos y redactores de guardia se fueran a dormir a sus casas.

Aquella noche llegó al amanecer al diario. Serían las tres y el telefonista de guardia aprovechó la llegada de Peter para dejar de dormir. Habían llamado dos veces por teléfono, pero él era un hombre de sistema y no atendía el teléfono a esas horas. La llegada del secretario lo espabiló, y el teléfono llamó por tercera vez. Esta vez el muchacho conectó la línea con el redactor de policía, pero como de policía no contestaban (¡y debían contestar!), y como por otra parte ya había tenido varias cuestiones con el redactor de la sección, le produjo suma complacencia desconectar la línea de policía y ligarla a la secretaría de redacción. De este modo se enteraría el secretario cómo cumplían la guardia ciertos redactores.

Peter atendió el teléfono, y escuchó:

—Señor, soy un vecino de este barrio. Hace unos días se robaron un motor de la calesita, y esta noche, hace media hora, la calesita se ha puesto en marcha sola. La música del órgano ha despertado a todo el barrio. Mande fotógrafo.

—Es decir, han puesto otra vez el motor en su sitio —preguntó Peter, chupando su cigarrillo.

—Así es, señor... Y la dueña de la calesita es una chica sin padre ni madre.

—¿Quiere darme la dirección, señor?

Peter anotó la dirección. Peter no era un hombre que había llegado al cargo de secretario de redacción por su linda cara. Instantáneamente comprendió lo que ocurría. El ladrón que había robado el motor se compadeció de la huérfana. De allí que restituyera lo robado.

Peter se levantó, buscó al redactor de guardia y no lo encontró. El fotógrafo dormía. Lo despertó. Como de costumbre, no tenía la máquina cargada de placas, y Peter tuvo que esperar. Luego bajaron, tomaron un auto y se dirigieron al barrio donde la calesita “caminaba sola”.

Final

Al llegar a esta parte del relato, la señora Horner interrumpió a Guillermito.

—¿Usted devolvió el motor?

—Sí, después que la viuda se marchó quedé preocupado. Estaba bien que fuera ladrón, pero no me hacía ninguna gracia robar a una chica. Esa misma tarde fui a verlo al comprador del motor y le pedí que me lo devolviera. Se negó. Entonces lo amenacé con denunciarlo a él como “reducidor” y a mí como ladrón. Me vio decidido, y no le quedó otro remedio que aceptar. Por la noche coloqué el motor, y en ese mismo momento se me ocurrió ponerlo en marcha, para provocar el gran escándalo. Luego avisé al diario. Yo sabía que estos barullos gustan a los diarios de la tarde. Y no me equivoqué: hasta los diarios de la mañana se ocuparon del asunto.

El señor Horner interrumpió en aquel instante:

—¿Y por qué quería usted que los diarios se ocuparan?

Guillermito hizo un gesto vago.

—No sé..., fue algo que se me ocurrió en ese momento. Me pareció que sería para bien de la señorita Clara...

—Y sí fue para bien —agregó la señora Horner—. ¿Te acordás, Carlos? —dijo dirigiéndose a su esposo.

—Nosotros leimos la noticia. Nos pareció mentira. Pero resolvimos ir para enterarnos.

—Fue mucha gente esa tarde —continuó Guillermito—. Todos querían ver la calesita. Yo estaba en la puerta de mi casa cuando ustedes llegaron en auto.

—¿Usted vio cuando le hablamos a Clarita?

—Sí, y vi también cuando la hacían subir al automóvil y se la llevaban.

—Como teníamos hijos, resolvimos adoptarla. Y nos ha salido una hija que es toda una señorita.

Clara sonreía escuchando a sus padres adoptivos. Y todo había sucedido por obra y gracia de ese ladrón que estaba allí, frente a ellos, sentado tranquilamente y fumando su cigarrillo. Lo miró largamente a Guillermito, y dijo:

—Si usted no hubiera provocado ese escándalo, vaya a saber lo que sería de mí. Por usted conocí a mis padres...

—El que estuvo bien fue el director del diario —objetó Guillermo—. Le publicaron retratos en todas las posiciones, en la puerta de la calesita, frente al motor, hasta el motor lo retrataron... A la fuerza tenía que encontrar unos padres.

De pronto el señor Horner se puso de pie. Miró al ladrón y le dijo:

—Bueno, yo creo que es hora que usted también deje de robar y piense en trabajar.

Clara sonrió.

—Sí; usted, Guillermito, tiene que trabajar. Basta de robar ahora, ¿eh?...

Guillermito nuevamente pensó:

“Con una muchacha así me gustaría casarme.”

Y entonces, sonriendo despacio, como acostumbraba él, dijo:

—¿Y dónde voy a trabajar? ¡Tengo que encontrar empleo!

Y mientras hablaba, la miraba a los ojos a Clara, y ella no desviaba la mirada de él, sino que lo penetraba en sus intenciones. Entonces la muchacha insistió:

—Tiene que prometernos que no volverá a robar...

El señor Horner, detenido frente a su escritorio, examinaba largamente a Guillermito, y terminó por decir:

—¿Se animaría a trabajar en el puerto?

—¿Cargando bolsas?

—No, amontonando la carga y descarga...

Guillermito se puso también de pie, miró la biblioteca cargada de libros; la señora Horner, que ahora no le encontraba ese color cadavérico del primer momento, dijo:

—¡Cómo no! Yo creo que serviría.

Clara sonrió. Acercándose a él, dijo:

—Usted me hizo un gran bien. Yo creo que puedo serle útil a usted como en otros tiempos lo fue usted para mí. Va a ver cómo trabajando su vida cambia. Usted es bueno, Guillermito.

—Es lo que me decía una vez de pasada un comisario cuando me interrogaba: “Usted es bueno, Guillermito”..., pero me mandó preso.

Entonces todos se miraron y se echaron a reír. Guillermito cerró los ojos y le pareció ver pasar ante sus ojos un panorama de felicidad y, vacilante, preguntó:

—¿Y cuándo puedo ir a trabajar al puerto?

El señor Horner se restregó las manos.

—Si le parece, mañana a la una.

La señora Horner se puso también de pie. Tenía que colocar su frase y no le falló:

—Mañana puede venir a cenar con nosotros, Guillermito. Usted está muy flaco. Tiene que comer buenos platos de ravioles y tallarines. De paso nos contará sus aventuras.

Y así es como Guillermito, el gran Guillermito, como se le llama en las agencias de navegación, se inició en la vida honesta. No es ninguna gracia decir que dos años después se casaba con Clara. Pero ésta es otra historia que queda para alguna otra vez.


(Mundo Argentino, 18 de enero de 1933)


Publicado el 22 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
Leído 7 veces.