El Traje del Fantasma

Roberto Arlt


Novela corta



Inútil ha sido que tratara de explicar las razones por las cuales me encontraba completamente desnudo en la esquina de las calles Florida y Corrientes a las seis de la tarde, con el correspondiente espanto de jovencitas y señoras que a esa hora paseaban por allí. Mi familia, que se apresuró a visitarme en el manicomio donde me internaron, movió dolorosamente la cabeza al escuchar mi justificación, y los periodistas lanzaron a la calle las versiones más antojadizas de semejante aventura.

Si se agrega que frecuentaba mi habitación un marinero, nadie se extrañaría que las malas lenguas supusieron (entre los lógicos agregados de «¡oh, no puedo creerlo!») que yo era un pederasta, es decir, un hombre que se complacía en substituir en su cama a las mujeres por los hombres. Tanto circuló la mala historia, que algunos reporteros caritativos lanzaron desde las páginas de los periódicos amarillos donde se ganan las arvejas, esta declaración:


Gustavo Boer no fue nunca un invertido. Es un loco.
 

Y ¡cuerpo de Cristo!, yo no estoy loco y siempre me han gustado las mujeres. No he estado nunca loco. Declarar loco a un ciudadano porque sale desnudo a la calle es un disparate inaudito. Nuestros antepasados, hombres y mujeres, vagabundearon durante mucho tiempo desnudos, no sólo por las calles, que en esa época no existían, sino también por los bosques y los montes, y a ningún antropólogo se le ha ocurrido tildar a esa buena gente de desequilibrados ni nada por el estilo.

Claro está que lo normal tampoco consiste en que un hombre salga a la calle en cueros. De acuerdo. Pero sólo a mentecatos como los que florecen en este país se le puede ocurrir que un prójimo tiene las facultades mentales alteradas por presentarse ante sus semejantes sin ropas que cubran su natura. Con criterio semejante podríamos tildar de loco al escultor que talló en mármol al adolescente que bajo la forma de una estatua exhibe en la rosaleda de Palermo sus graciosas partes pudendas. A vía de comentario diré que he visto a numerosas doncellas tímidas mirar de reojo la estatua, curiosas de saber en qué se diferencia un adolescente de una jovencita, y por ello a nadie se le ha ocurrido poner el grito en el cielo.

Y en última instancia, ¿qué diremos de los nudistas, quienes parecen ser discípulos de los antiguos y socarrones adamitas?

Inútiles han sido explicaciones y razonamientos. Cuando mi madre me visitó en el manicomio se echó a llorar profusamente. Mi cuñado movía la cabeza pretendiendo expresar con ese movimiento: «Siempre he dicho yo que este pajarraco terminaría mal», y mi hermana lanzaba el consabido: «¡Oh, qué vergüenza para la familia!». Después vinieron mis amigos; a todos les bailaba la misma pregunta en la punta de la lengua:

—¿Es cierto que fornicaba con el marinero?

Me he aburrido de explicar ciento treinta veces el mismo asunto. A los que dudaban de mi virginidad masculina les he mostrado un certificado médico y al resto los he enviado al diablo, pero tanto rodó la bola de nieve que ya no es bola sino fabuloso témpano, desmesurado planeta. Para terminar de una vez por todas con esas habladurías me he visto obligado a escribir la memoria de los sucesos extraordinarios que siguen: con ello abrigo la esperanza de que la gente comprenda que si salí a la calle desnudo no fue porque creyera estar desnudo sino vestido. ¿Se dan cuenta? Pero hágale comprender usted la razón a un médico idiota y a un periodista irresponsable que a cada tres minutos de conversación reporteril consulta su reloj, pues tiene más prisa en ir a encontrarse con su querida que en escribir una buena nota.

Víctima, víctima de la incomprensión humana que me encierra como a una fiera en un establecimiento de enfermedades frenopáticas, tengo que defenderme por mi propia cuenta y prepararme a ser mártir de una causa perdida. No importa. Lo juro. Mi corazón es grande y les perdono a todos la injusticia espantosa con que me agravian al obligarme a tolerar un medicucho de aliento fétido y pies juanetudos que cada vez que se acerca a mí sonríe hipócritamente diciéndome a vía de consuelo:

—Estamos mucho mejor que al principio, ¿no m'hijo?

Mi corazón es grande. Perdono a todos aquéllos que creyeron por un momento que me gustaban más los hombres que las mujeres (entonces sí sería estar loco de veras) y también perdono a los otros que aún se obstinan en admitir que mi cerebro funciona como mi aparato de radio con una válvula electrónica coja o un condensador averiado. Magnánimamente lo perdono todo, porque yo soy así; e insisto: si salí a la calle desnudo fue por creerme vestido, y si creí que estaba vestido débese a que regresaba de un país donde nadie me había visto desnudo, sino bien trajeado, y más me valiera no haber regresado nunca, porque allí me llamaban El Capitán y yo tan de veras me había acostumbrado a creer que era capitán, que, sin haber navegado como no fuera en los canales del Tigre, me sabía de memoria las batallas navales que había perdido o ganado, y no existe vagabundo del País de las Tierras Verdes que no haya abierto la boca como un ballenato cuando contaba cómo había torpedeado la escuadra inglesa del Báltico y los prodigios realizados desde mi torre de combate cuando hundieron a cañonazos el «Breslau» y el «Dresden». Bueno, bueno..., no nos anticipemos a los hechos y vamos por riguroso orden de aventuras, pues si no, ciertamente, correré el riesgo de que la gente crea que he enloquecido y sea yo quien asesinó al marinero.

El Marinero Misterioso

En el prólogo relacionado con mis desventuras aludí al Marinero. Mi amistad con este perdulario fantasmagórico databa de un suceso casi absurdo. Nos encontramos un día yendo por la calle en dirección contraria. Él avanzó hacia mí manifestando con estas textuales palabras: «Experimento mucha alegría de encontrarlo nuevamente»).

Le respondí que yo no lo conocía de ninguna parte, y que, además, no tenía ninguna curiosidad por saber quién era. Indignado retrocedió en la acera preguntándome a voz en cuello:

—Y entonces, ¿por qué me ha hecho usted un corte de manga?

Repuse que yo era un hombre de educación exquisita y por tanto jamás le haría en la calle, y a un desconocido, un corte de manga. Entonces el Marinero, guiñando socarronamente un ojo, añadió que mis razones no le daban ni frío ni calor, que en la vida existían cosas más importantes y la «identificación de las almas magnánimas frente a un vaso de vino le parecía una necesidad formal».

Ello constituía una clara invitación a echarse al estómago un vaso de vino y tomándonos del brazo entramos a un bodegón mugriento. Un muchachón puso ante nuestras narices un botellón de vino tinto, creo que era Nebiolo seco. Bebimos esa botella y después otra. Terminadas las dos botellas salimos a la puerta del establecimiento vinatero y comenzamos a hacerle cortes de manga a cuanto transeúnte pasaba, y a ponernos las manos en cornetilla sobre la boca para hacer un ruido semejante al que producen los gases que expelen los intestinos.

Se indignó el dueño del hostal y a empujones nos apartó del umbral de su comercio, brutalidad que nosotros aceptamos, comprendiendo que la vida encierra «cosas más profundas». Trazando zigzags avanzamos por las calles y el Marinero durmió esa noche como un fardo de pasto (si un fardo de pasto puede dormir), tendido en el piso de mi cuarto.

Desde ese día nos hicimos amigos.

Y ahora que se presenta la oportunidad de presentarlo, diré que era un truhan grandote, con el cuerpo desde la cintura a la nuca echado hacia adelante. En cierto modo, con brazos perpendiculares al suelo como plomadas, parecía un cuadrumano al caminar. Le cruzaba la mejilla, desde la sien hasta un lunar del mentón, una tremenda cicatriz de cuchillada, en cuya señal lívida no crecía pelo de barba. Afirmaba que lo había marcado así un gigante de las Tierras Verdes, zona situada al otro lado de las Tierras del Espanto, pero el cronista supone con no escasa razón que semejante tatuaje le fue inferido en una riña de rufianes, pues sólo en las historias antiguas se encuentra mención de gigantes y ellas son inexactas, como todo el mundo sabe. Por otra parte, si era un gigante el que había reñido con él, ¿a qué utilizó cuchillo? Por su propia condición, un gigante para quitarse de adelante a un desvergonzado no necesita utilizar un cuchillo.

Salvo el detalle de la cuchillada y sus alocados ojos grises, nada revelaba en él costumbres que no merecieran adornar la figura de un caballero. Él, como si sospechara este detalle, en vez de refugiarse en una isla desierta, vivía casi constantemente en tierra, en el alto cuarto de una casa cuya construcción había sido interrumpida cuando los carpinteros colocaban los marcos de las puertas. Se subía al cuchitril mediante una escalera de soga, y el gran Cosme (pues así se llamaba) transcurría la mayor parte del día sentado a la sombra glacial de la muralla roja, gargajeando negro y trenzando y destrenzando una soga entre sus manos más duras que manoplas de cuero.

No podía negarse que en otros tiempos viajó. Sin embargo, no le agradaba mucho referirse a su pasado. Alguna vez supuse que había sido pensionista en uno de los presidios de Nueva Caledonia, pero como soy sumamente discreto jamás me permití preguntarle nada. Él, de interrogarlo, tampoco me hubiera contestado. Observé que, correspondiendo ampliamente a mi discreción, no me contaba absolutamente nada relacionado con su vida íntima. Pero, a cambio del silencio que guardaba respecto a la zona moral de su existencia, era generoso en otra dirección. Así, me enseñó los tatuajes que le adornaban el cuerpo, dibujos variados y extraordinarios. En el pecho, por ejemplo, tenía un elefante tendido de espaldas y atado por las cuatro patas a cuatro palmeras, mientras que en el vientre del paquidermo una pareja de monos bailaba un cancan acompañada por una orquesta de negros flautistas. En su brazo izquierdo, en cambio, se veía una mujer corriendo con cuatro pies, perseguida por un monstruo medio hombre y medio caballo. En el brazo derecho exhibía una marina, cierto trozo de oleaje verdiazul, en el que flotaba un salvavidas con un hombre que fumaba una pipa sentado en él.

Por las piernas le trepaba desde los tobillos hasta las ingles una doble enredadera azul, entre cuyos tallos acaracolados y hojas dentadas se abría paso el descomunal pico de dos marabús de Java, situados en sus muslos uno frente a otro, como dos bajorrelieves en una estela asiria.

A pesar de su piel decorativa, el hombre vivía castamente y amaba los pájaros de plumas rojas, verdes y amarillas.

Su orgullo estribaba, como dije antes, en reírse de los peces de colores y en afirmar que todos los capitanes que surcaban los mares eran irnos barbianes ignorantes de la geografía de las Tierras del Espanto. Estaban mareados polla Rosa de los Vientos, que no era una rosa sino un círculo flechado de puntas sin perfume.

Cuando se le preguntaba si había visitado la Tierra del Espanto respondía afirmativamente, agregando que el día que ambos tuviéramos voluntad, me conduciría hasta la Taberna de los Perros Ahogados. Allí se daba cita la canalla más conspicua de los tres grandes puertos del mundo.

Con sorprendente seriedad aseguraba que el Canal Perdido estaba bloqueado en su trayecto por malecones sucios y apestados. Entre altos yuyales se pudrían cajones de automóviles, cuyos dueños habían quebrado. En las solanas, descomunales vagabundos dormían con la panza al sol, o se divertían organizando carreras entre los piojos gordazos que se quitaban del sobaco, aunque los piojos preferidos para tales carreras eran los criados en el ombligo.

Varios vagones abandonados en los desvíos habían sido convertidos en tabernas, donde bailaban, al son de jazbandas furiosas, desteñidas «girls» que habían fracasado en Hollywood, y el Marinero afirmaba que el hombre de mar que bebía el maldito vino de la Tierra del Espanto terminaba casi siempre su carrera carbonizado en la silla eléctrica o desvertebrado de una puñalada trapera.

Más allá de la costa y de los desvíos se extendía un desierto cruel, totalmente vitrificado. En vez de seguir la ley de curvatura terrestre, se prolongaba liso y recto hasta el infinito.

Un fabricante de espejos —decía él—, con un buen juego de diamantes, podría cortar allí la suficiente cantidad de cristales como para ornamentar todos los bares de la tierra.

Tanto le entusiasmaba la idea que un día, encontrándose escaso de dinero, visitó a un vidriero pequeñín, domiciliado en su barrio, para proponerle el negocio; pero, sea que el otro estuviera aquel día de muy mal humor, sea que el haber nacido cojo y tuerto le ponía fuera de sí, el caso es que el vidrierito, escamado, casi hace encarcelar al Marinero bajo la acusación de tentativa de estafa. Era cosa de reír buenamente, porque nunca se imaginaba nadie que podía almacenarse tanta cólera como aquélla que tenía comprimida en su cuerpo chiquitín el vidriero cascarrabias.

A su vez, el Marinero se puso tan furibundo que pretendió querellar ante los tribunales al vidrierito por calumnias e injurias. Durante muchos días me divertí con los bufidos que le arrancaba la indignación.

Para apartarlo de la línea de su furor insistí muchas veces en preguntarle en qué paraje de la ciudad se encontraba la Taberna de los Perros Ahogados, pero el gran Cosme se abstenía de contestarme. Sólo una vez, entre dientes, me dio a entender que todos los insignes rufianes de cuya amistad se enorgullecía, eran esperpentos momificados por el salitre y el yodo de los vientos marinos. Entendí entonces que la susodicha vinería era la taberna de los marineros muertos.

Ateniéndome estrictamente a su relato, pues nunca visité la tal taberna, diré, que allí los diques rebalsaban de fango y agua podrida. Carcomidas por el óxido, las grúas enrojecían bajo un cielo de azul lejía. Una chata de hierro encallada en el légamo se había convertido en un vivero de ratas atroces. Por la noche, las más gordas, a la luz de la luna, bailaban como castores sobre dos patas, y el Marinero afirmaba que ni él, «ni siquiera él», se hubiera atrevido a poner un pie en tal lugar. Más allá se dilataba el desierto negro y ardiente como la sed... y de aquello era mejor no hablar por un montón de razones. Por otra parte, cualquier lector medianamente inteligente se dará cuenta que el relato del gran Cosme, en su segunda descripción de las inmediaciones de la Tierra de los Perros Ahogados, se contradice con la primera.

De lo dicho se desprende cuán extraordinario bergante era el Marinero y qué doloso en sus relatos, a los cuales no hubiera prestado nunca la menor atención si, contra toda razón de prudencia y sentido común, no me hubiera embarcado una noche con él en una de esas fementidas lanchas con que se hace la travesía de los canales del Tigre.

Ocurrió que, habiendo quebrado el vidrierito (a quien en otra oportunidad me referí) y sido enviados sus bártulos a un remate judicial, para festejar el acontecimiento el Marinero me invitó a beber. Soy culpable y lo reconozco, de no haberme comportado morigeradamente en aquella eventualidad, y, más rápido de lo que pudiera creerse, me embriagué a tal punto que cuando el Marinero me invitó a la Taberna de los Perros Ahogados asentí complacido. Esperaba burlarme de él haciéndole creer que admitía sus historias de imposible comprobación, y nuevamente para festejar el flamante acontecimiento volvimos a beber. Tanto vino tragué que de pronto, en el mismo despacho de bebidas comencé a vomitar como un búfalo atiborrado de agua.

No hice el menor caso a aquella advertencia a la cual un temperamento religioso pudiera llamar divina, y empecinado en que borracho o fresco visitaría igualmente la Taberna de mi curiosidad, me dispuse a seguir al Marinero, quien, y ahora comprobarán ustedes las mañas del pajarraco, hurtó, en un descuido del mozuelo del almacén, la filosa cuchilla de cortar fiambres ocultándola entre su camisa y el pecho.

Sacamos los boletos en la estación Retiro, y cuando llegamos al Tigre había anochecido por completo. Cruzamos algunas calles de tierra y pronto llegamos a una ensenada, siniestro pozo de agua, perdido entre cañaverales. Junto a un cobertizo destechado y solitario, yacía amarrado el «transatlántico».

En mi vida he visto catafalco más indecente y cochambroso que aquél.

Tratábase (mis conocimientos náuticos son reducidísimos) de un mugriento «sloop» de más o menos veinticinco pies de eslora, con un largo palo de mesana en su centro. Fijado a la proa, encontrábase un motorcito portátil, oxidado y cubierto de grasa negra. Tal era la incuria del Marinero, que para asegurar aún más el motor a su lugar le había agregado nudos de alambre. Servía la máquina para arrastrar fuera de los canales a la maltrecha embarcación, pues como dije antes, jamás vi «yacht» más descuajeringado que éste que tenía ahora a mi vista, con la cubierta destruida a punto tal, que estoy seguro que a una milla de distancia se podían contar los boaos del sollado y las tablas del casco.

De las cabinas (que en un tiempo las hubo) no quedaba ni rastro. Se caminaba pisando directamente en la sobrequilla, y cuando el gran Cosme izó los foques y el viento hinchó ligeramente la cangreja y la escandalosa, el «sloop» no parecía la embarcación de un marinero, sino la de un cargador de guano. Digo esto porque el velamen estaba tan sucio, que, dijérase lo había enmerdado algún enemigo del Marinero.

No queda duda, después de lo que he descrito, que con semejante cachivache no podía irse muy lejos, pero el estado de incoherencia en que me encontraba no me permitió rechazar rotundamente la aventura, y un cuarto de hora después de haber descendido en el Tigre estábamos en marcha hacia la famosa Taberna.

Navegamos entre murallas de sombras formadas por los boscajes de las islas (no había luna), y yo apretaba el cabo de mi pequeña pistola automática, en el bolsillo, no porque el gran Cosme me inspirara temor, sino para situarme dentro del estricto protocolo aventuresco, que le exige a los héroes de novela que esgriman el revólver en su bolsillo, mientras el compañero, con completa ignorancia de lo que ocurre, está ocupado, siempre y fatalmente, en algo, hasta que sobreviene lo inesperado.

Navegamos, el Marinero junto al motorcito resoplón como el de una motocicleta y yo junto al timón, cuando en un cuarto de segundo se desenvolvió totalmente el horrible suceso. El marinero púsose en la proa, de entre el pecho y la camisa extrajo con un brusco movimiento de brazo la cuchilla de cortar fiambre y levantándola a la altura de su mentón se cercenó la garganta.

Permaneció un instante de pie junto al motor; luego, con los brazos abiertos, cayó de espaldas al agua. Instintivamente, me lancé hacia él, golpeé la cabeza en el mástil y caí sobre el travesaño, no sé si desvanecido del golpe o de la conjunción de éste con los residuos de la embriaguez y la impresión que me produjo la explosión de aquel acontecimiento.

Al recobrar el conocimiento me asombré de encontrarme en postura horizontal y frente a las tinieblas. Instintivamente llevé la mano a la cabeza y la retiré húmeda y pegajosa. Comprendí que era mi sangre y ello me produjo tanto horror que volví a desmayarme.

Cuando desperté, intuitivamente comprendí que ya no estaba en el canal, y esta intuición despojada de razonamiento, lisa y fría, precipitó tal magnitud de desesperación a las compuertas de mis nervios que me sentí proyectado fuera del planeta, como si hubiera recibido la descarga de un cañón neumático. Anonadado me dejé caer en el fondo del «sloop» y apoyé la cabeza en el travesaño de madera, insensible al colchón de agua que bajo mi cuerpo zangoloteaba en el fondo de la embarcación.

Una temperatura tierna y repugnante brotaba de mis sentidos hacia las sienes. Simultáneamente comencé a sudar.

Aspiraba aire entre los labios entreabiertos por la relajación muscular. Subía y bajaba en una superficie elástica que abarcaba hasta la última pulgada de mi carne y entonces, súbitamente espantado traté de refugiarme en el fondo del «yacht», y aunque el agua que en la cala había me bañaba horizontalmente medio cuerpo, me dejé estar allí, con horror de mirar el espacio de afuera, y durante muchas horas permanecí así tendido como en el fondo de un ataúd húmedo, golpeando con los flancos las paredes de la embarcación, indiferente al castigo que sufría mi cuerpo. Adentro de él se desarticulaba una armazón más viscosa y blanda.

Luego volví a dormirme, o a perder totalmente la conciencia. Cuando desperté era bien entrado el día, aun cuando no podría precisar la hora. El sol caía oblicuamente sobre los maderos sucios del «sloop» hediondo a pescado. Hacia donde se miraba, la extensión verdosa tocaba la base circular de la cúpula del cielo. Mis ropas estaban enteramente mojadas. Me desnudé y las colgué al mástil, atándolas con un clavo por temor de que se me cayeran al agua o se las llevara el viento. El sol empezó a calentar mi piel, casi a curtirla, y recordando el efecto de las quemaduras solares me envolví en la vela de lona, que estaba recalentada.

Por momentos me acordaba del Marinero y su extraña conducta. No podía quedar duda de su suicidio. El motor y la madera guardaban rastros de sangre coagulada; pero aquel horrible suceso, debido a su vertiginoso desarrollo, me parecía distanciado de mi situación presente por un espacio de tiempo inmenso. Para mejor expresarme diré que no lograba conectarlo con la realidad que yo estaba viviendo. De mí no quedaba más que un instinto a la expectativa. No pensaba en nada, y más tarde he recordado frecuentemente esa etapa terrible. Yo me encontraba en aquellos momentos bajo la somnolencia de una ligera conmoción cerebral.

¿Qué se hicieron en aquellos momentos los conocimientos que adquirí en la escuela, las teorías respecto al mejor modo de vivir y filosofar? Me olvidé completamente de las bibliotecas para convertirme en un animal en exclusiva relación con el horizonte, la luz y la temperatura.

Miraba el confín en todas direcciones porque de allí podría venirme la salvación, y cuanto más escudriñaba el horizonte más importante me parecía, y hubiera dado toda la ciencia del mundo contenida en los libros si a cambio de esa ciencia me hubiera sido permitido adquirir la salvación de mi cuello.

De pronto recordé que tenía sed. Me incliné hacia el fondo de la maldita embarcación. En el fondo había aproximadamente cinco centímetros de agua. Sorbí de bruces aquel brebaje insípido, ligeramente amargo, y volví a sentarme en el travesaño apoyando la espalda en el mástil y espiando el horizonte.

Pero poco duró mi presencia de espíritu. Nuevamente sentí que desfallecía. Mi voluntad se desmoronaba; de mí no quedaba una célula viviente que no se desvaneciera en una particular desesperación.

El «sloop», siguiendo el vaivén del oleaje, me disolvía en el espacio, y sólo esperaba morir, porque había renunciado a la vida en la certeza de que ninguna salvación podía esperar. En punto alguno del espacio se distinguía una sola muestra de tráfico marítimo. Con los párpados entrecerrados, tendido junto al palo de mesana al cual terminé por atarme con el cinturón de cuero añadido al cabo que servía para atar la cangreja, miraba la distancia verdegrís repetida en cada pulgada por una ondulación repetida de espuma, y unas veces en lo alto de una de aquellas pequeñas olas, otras en lo bajo, me sentía una microscópica partícula del infinito. Nada podía contra él.

Perdí varias veces el conocimiento. Incluso ignoro cuántos días me encontré en situación semejante, porque a veces abría los ojos y el sol estaba bajo y resplandecía como un carro de oro atascado en una llanura vinosa y otras, en cambio, rojizo como un disco de cobre, entre nubarrones violetas, aparecía furtivo ante mis ojos que volvían a cerrarse.

La última vez que desperté sentí un dolor terrible en la cintura. Me examiné y descubrí horrorizado que la correa me había cortado profundamente la piel en su roce incesante. El agua, al mojarme, me producía la sensación de una quemadura. Tenía la lengua enormemente hinchada y rota. Me desaté para echar a caminar por el océano. Tal era mi propósito, pues estaba delirando de la sed y la fiebre, y en ese trance me parecía natural caminar encima de las olas. Había gritado demasiado tiempo llamando a una sirvienta para pedirle que me trajera agua, y como ésta no venía y yo escuchaba mis propios gritos, por lo que no me cabía duda de que no querían servirme, me incorporé penosamente al pie del mástil para desatar el nudo. Fue en ese instante que comprendí que era de noche. Experimenté una gran alegría. Si la sirvienta no me atendía debíase a la noche, y recuerdo con precisión que me reproché el haber sido injusto con la criada. La negrura del mar parecía un túnel vacío dispuesto a tragarme; íbame a lanzar a su fondo cuando descubrí una masa inmensa virando despaciosamente a proa del «sloop» y en su fondo amarillo se recortaron dos cañones de gran calibre y dos chimeneas oblicuas; entonces, un sobresalto de alegría espantosa, inaudita, me hizo gritar. La dirección del fuerte viento empujaba a todo paño a mi embarcación hacia la mole de acero que trazaba un mosaico negro en la superficie movediza y plateada del agua, y es indecible describir mis sufrimientos durante aquellos minutos, porque sin poder apreciar la velocidad del acorazado ni la del barquillejo que me llevaba, se me figuraba que la mole desaparecería antes de yo llegar a ella, mas como el «yacht» no seguía una trayectoria recta sino oblicua, recuerdo que cuando llegué al corredor de sombra que la nave trazaba sobre el agua de plata, recibió el envión de la estela que la desplazaba, y si no hubiera habido una escala de cuerda caída a un costado ignoro cómo me hubiera valido.

Cierto que mis energías eran escasas, pero la esperanza de poder beber mil litros de agua inflamó los músculos de mis brazos; la boca se me llenó de saliva mientras pensaba en los mil litros de agua y con los brazos tendidos aguardaba que la muralla de acero con la escalera pendiente pasara frente a mis manos. Cuando ésta pasó recuerdo que me tomé fuertemente de un travesaño de madera y como si no confiara en la energía de mis brazos mordí el travesaño. Así trepé hasta arriba, y cuando llegué me dejé caer en la fría coraza del puente, humedecida por el rocío nocturno. Ávidamente me puse a lamer la chapa de acero. Creía morir de felicidad, y no bebía tan sólo con la boca o los labios o la lengua, sino que abría las manos y las restregaba en el piso de acero elevado y húmedo, y hasta la piel de los brazos absorbía con tanta avidez la sensación de frescura como mi boca.

Esto me reanimó lo suficiente para ponerme de pie, y tambaleándome miré sobre mi cabeza dos cañones desnivelados proyectando desde su torre de combate desiguales conos de sombra en el puente.

Indudablemente aquél era un barco de guerra. En lo alto del palo trípode de la proa, un marinero de espaldas miraba con un catalejo hacia el lugar en que subía la luna. Tambaleándome, busqué la entrada al corredor de camarotes. Una mortecina lamparilla eléctrica iluminaba la entrada, y hacia allí me dirigí. Todas las puertas de los camarotes estaban cerradas y el piso cubierto de una alfombra de salitre, pero en el suelo, al fondo, se veía una raya amarilla de luz. Como estaba descalzo caminaba sin hacer mido y al llegar a la puerta del camarote me detuve, pues un oficial, de espaldas, con la cabeza inclinada, parecía estudiar algo en un inmenso plano que caía hasta sus rodillas desde una mesa.

—Permiso, oficial —murmuré—. Soy un náufrago.

El oficial debía ser algo sordo. Reparé que no me escuchaba, ocupado en el estudio de su carta marítima.

Y cuando iba a entrar sin permiso ocurrió algo sumamente singular. El oficial giró sobre sí mismo y al hacerlo descubrí horrorizado que bajo la visera de su gorra no había una cabeza humana sino una calavera de respingada nariz de hueso y dientes de plata. Las manos del esqueleto tomaron un compás... Retrocedí, espantado.

Buscando por dónde salir tropecé con un esqueleto vestido de marinero. Avanzaba por el pasillo. Pasó por mi lado sin mirarme, se cuadró frente a la puerta, llevó una mano a la altura de la sien y rigurosamente cuadrado habló en un idioma desconocido con el oficial de adentro. Mientras hablaba pude leer en la cinta de su gorra el nombre de «La galera galeota».

No me quedaba ya ninguna duda. Había caído en el acorazado fantasma. Seguí a lo largo del pasillo, una puerta estaba semientreabierta, ensayé la última prueba, y tuve que rendirme a la evidencia.

En el comedor de los oficiales siete esqueletos uniformados, con la graduación en las bocamangas de sus chaquetas negras, reían en tomo de una mesa cargada de porrones de alcohol, y juro que era sumamente curioso ver esos dedos de huesos amarillos cogiendo los vasos de licor y echándoselos al coleto mientras los maxilares rechinaban unas palabras endiabladas que deduje eran alemanas.

Y aunque la puerta crujió al abrirse y yo me detuve en el centro de ella, ninguno de ellos se dio por aludido. En aquel instante mi sed era tanta que no vacilé en acercarme a la mesa y tomar un botellón de agua, poniéndome a beber frente a ellos, pero ninguno de los bebedores, aparentemente, se enteró de mi acción. Después de vaciar el botellón tuve nuevamente mucha sed y cogí un botellón de cerveza; bebí hasta que semiembriagado caí sobre una silla, junto a un oficial que colijo sería teniente de navío. Fumaba una nauseabunda pipa, y quedé entre él y otro esqueleto cuya dentadura era de oro. Mas atención hubiera provocado en ellos una ráfaga de aíre que mi presencia.

Pero todos estos hechos distintos, el dolor que aún me causaba la piel rasgada en la cintura, la sed satisfecha, luego la cerveza, me produjeron un bienestar optimista. Resolví aceptar que, habitado el acorazado por esqueletos o seres humanos, el hecho carecía de importancia siempre que yo me encontrara a salvo. Saliendo del comedor pensé (¡qué curioso es el mecanismo cerebral!) que posiblemente estuviera delirando a consecuencia de los sufrimientos pasados. Nada tendría de improbable que me encontrara en un acorazado real, y a consecuencia de la fiebre... Luego mi pensamiento perdió ilación, abrí la primera puerta al alcance de mi mano, me tiré sobre una colchoneta e inmediatamente quedé dormido.

Cuando desperté tenía la boca pastosa y un dolor de cabeza extraordinario. Me dirigí por el corredor hacia el comedor de los oficiales; no había nadie. Abrí un trinchante, y descubrí un frasco de cerveza y un plato con manteca salada y pan negro.

Recién entonces al mirarme accidentalmente a un espejo, reparé que estaba completamente desnudo y ello se explicaba, pues en el momento de descubrir el acorazado fue tal mi extraordinaria alegría que no se me ocurrió ni remotamente vestirme con la ropa colgada para secar al sol. Me inspeccioné el cuerpo llagado. La cuerda con la cual me atara habíame abierto una herida en la cintura. Di en pensar que, por más fantasma que fuera: el acorazado, decorosamente no podía circular desnudo entre espectros; quién sabe qué podrían suponer de mí. Tales eran mis escrúpulos terrestres. Meditando ocupé el sillón cabecera de la mesa, y mientras untaba concienzudamente una rebanada de pan con manteca, me dije una vez más que sólo mi conducta irregular pudo arrastrarme a tales aventuras. No había excusa. Si yo hubiera sido un hombre respetable, un hombre que gastara calzoncillos de franela, en vez de encontrarme ahora solo y perdido a bordo de un barco fantasma, me encontraría en el seno de mi familia, posiblemente sentado a una mesa real, disfrutando de los bienes concedidos a los hombres honestos. Recordé los consejos que en la escuela me prodigara una santa y digna maestra, me acordé de los avisos que las compañías de seguros insertan en los tranvías. Avisos en los que aparece un progenitor en compañía de dos párvulos escrupulosamente peinados, sentados ante una mesa. Están acabando armoniosamente su merienda y de pronto los niños le señalan al padre, por la ventana, un truculento vagabundo que pide limosna porque no practicó la santa virtud del ahorro, e involuntariamente me golpeé el pecho con las manos. Mi desesperación no me impidió diezmar el pan y la manteca. ¿No era yo, en cierto modo, la representación de ese vagabundo? Todo ello me ocurría por haber dejado de tratar a personas respetables y alternar con un marinero borracho y loco. Ahora me encontraba a bordo de un acorazado fantasmagórico, entre oficiales esqueléticos, cuando a esta misma hora podía encontrarme en una mesa de café, tomando el vermut en compañía de dos respetables señores que me hablarían del estado de sus respectivas esposas o del engorde paulatino de sus primogénitos. A tales extremos conducía la mala conducta. Ese era el resultado de no tener principios morales ni religiosos. Tanto me afligió ello que repetidas veces insulté a Dios, pero como mis inauditas blasfemias no podían remediar mi situación y yo estaba más desnudo que Adán, determiné que la primera dificultad a salvar era la de proporcionarme ropa, y entonces, abandonando el diván de cuero, me dirigí a la camareta donde noches anteriores se encontraba el oficial espectral estudiando la carta náutica.

La puerta de la camareta estaba cerrada; llamé varias veces con el nudillo de los dedos, pero como nadie salía a contestarme me introduje en ella, comprobando que se encontraba desierta. La carta marina se hallaba en el mismo lugar que la vi la primera vez, pero bajo una cucheta, en un rincón, descubrí una maleta de cuero. La abrí y en su interior encontré un ramo de flores secas, dos camisas de lana y un uniforme con las insignias de capitán de corbeta, que me apresuré a enfundar. El uniforme me venía excesivamente holgado, mas se trataba de cubrir mi desnudez y no de presumir de elegante. Así trajeado salí descalzo a la cubierta. Aunque tenía la sensación del movimiento de la nave en el cuerpo, constaté con sorpresa que el acorazado no se movía. Permanecía quieto en medio de una noche azul, amarrado a la orilla de una tierra alta y amarilla.

No sé por qué motivos se me paralizó durante un instante el corazón al contemplar esa costa alta y gredosa, en la que proyectaba su funesta sombra el acorazado solitario, y nuevamente me acordé de los avisos de las compañías de seguros y de mi vida irregular, y experimenté un gran remordimiento, porque una cosa era gustar las aventuras y sentirse aventurero sentado en una cómoda poltrona, mientras el viento lanza la lluvia sobre los cristales de una habitación caliente, y otra la de participar como protagonista en una maraña de situaciones absurdas. Yo era un hombre de paz, y sólo un fabricante de ladrillos podía encontrarse a gusto en presencia de esa tierra amarilla, siniestra como la playa de un matadero. Nuevamente me golpeé el pecho con ambas manos, y luego, con los brazos cruzados, los dedos rígidos que sobresalían fuera del cuerpo y la cabeza caída sobre un hombro, quedé en la cubierta de la nave de guerra como un fantoche. La noche curvada y terrible sobre el océano que cabrilleaba en la distancia, parecía cerrar un círculo de vida; era indudable: yo me había perdido para siempre. Y todo debíase al hecho de no practicar las virtudes del ahorro y por burlarme de los hombres que respetaban las leyes.

Sin embargo, yo no era culpable. Constituía el tipo del pequeño burgués aburrido y un poco cínico a quien su mala pata embarca en sucesos irrisorios. De este modo fui adueñándome de la situación en lo referente a mi tranquilidad, y como no era posible pasarse la noche de brazos cruzados sobre el puente de comando, y además, como nadie me lo impedía, bajé a la tierra amarilla por una escalerilla de madera. Un silencio fantástico, casi sonoro, como presencia de una aparente detención de la vida, colmaba la soledad redonda.

Eché a caminar. Era mi único recurso. De la tripulación del acorazado no podía esperar nada, pues dada su naturaleza espectral no podían informarse de mi existencia. Además, ya me encontraba en tesitura de aceptar lo absurdo. Esto no era tan divertido como en las novelas de aventuras, donde los acontecimientos se presentan a gusto y paladar de los protagonistas. Ahora deseaba apartarme de la nave siniestra, sentarme en cualquier rincón de la costa amarilla, mirar el océano y decirme a mí mismo con el mejor de los talantes:

«Bueno, aquí estoy porque he venido».

No se me ocultaba que mi familia se afligiría, que la desaparición del marinero truhan provocaría un tole-tole mayúsculo; tan seguro como que dos más dos son cuatro que mi jefe de oficina clamaría una vez más contra mis costumbres disolutas, pero yo no era culpable de todo lo que ocurría. Al propio Dios padre, puesto en mi situación, no le hubiera quedado otro recurso que cruzarse de brazos y decirse que el mundo se pasara sin él.

La aventura no tenía lógica. Eso ni se discute. Carecía de esa elegancia manufacturada para los sucesos novelescos, pero ni yo podía echarme a cuestas el barco de guerra ni trabar una descomunal pelea con los oficiales del mismo, ni descubrir una mina de oro. En el peor de los casos, mi posición se asemejaba, aunque no se quiera admitirlo, a la que puede ofrecérsele a un buen hombre que toma un tren, pierde el boleto, lo desembarcan en una estación vacía diciéndole de paso:

—Que te las arregles con buena suerte porque la empresa no admite el traslado gratuito de vagabundos.

¿Qué hace un hombre a quien le ocurre tan estúpido percance?

Pues, si no es un papanatas, rascarse tres minutos seguidos la punta de la nariz y otro la punta de una oreja, levantar un plano mental del edificio de la estación, tratar de congraciarse con el primer perro que pasa, y luego echar a caminar dulcemente por el pueblo desconocido para enterarse de cómo marcha el engranaje del mundo por allí.

Y eso es lo que hice.

Comencé a marchar alejándome del acorazado por un camino perpendicular a él. Corno dije, iba descalzo.

La tierra sumamente liviana tendía un almohadillado de polvo bajo la planta de mis pies. A no mucho andar distinguí a un prójimo que caminaba con el mismo paso tranquilo que el mío. A lo parecía tener mayor apuro ni nada que se le pareciera. Le chisté repetidas veces hasta que se dio por notificado: cuando volvió la cabeza le hice señales con el brazo. Siguió caminando unos pasos y volvió nuevamente la cabeza; al fin optó por detenerse y cuando llegué a él descubrí que era un negro de cabeza redonda y motuda. Llevaba colgado del cuello, de la forma más pintoresca, un par de guantes. Él, a su vez, al descubrirme uniformado, me saludó cuadrándose al tiempo que decía:

—A la orden, mi capitán.

Lo honesto en esa circunstancia era confesarle el accidente encerrado bajo la apariencia de mi uniforme, pero una ráfaga de vanidad me impulsó a consentir el trato, y, dándome cierto tono, le pregunté hacia dónde iba y qué le ocurría.

Se puso a mi lado para explicarme sus desventuras. Había echado a andar por el mundo porque la comisión de boxeo de su país lo descalificó por unas sucias peleas, de las cuales él no era en absoluto culpable, sino el «otro y su 'manager'».

Dándomelas de entendido le contesté que no se afligiera, yo podía recomendarlo cuando llegáramos al próximo poblado. Posiblemente allí tendría peleas a granel para efectuar, pues no me cabía duda de que «mis marineros habían llegado».

Me preguntó él a su vez qué género de desgracias me lanzaron al camino y le narré que la nave a mi cargo acababa de sostener un recio combate con dos «dreadnoughts». Al fin, desmantelada por tres torpedos, se hundió en el océano, desde cuyo «nido de cornejas» continué haciendo fuego sobre mis enemigos con una ametralladora, hasta que no me quedó otro recurso que huir hacia tierra.

Sosteníamos este diálogo no de manera forzada, sino lenta, y el boxeador, al tiempo que yo hablaba, movía la cabeza, preguntando ingenuidades.

Después le pedí noticias de todas las peleas sucias y limpias que riñera en su vida, de sus éxitos y proyectos, pero, sumamente lerdo de ideas, se limitó a mostrar la media luna de sus dientes entre las negras bananas de sus labios.

Si de primera intención me alegré de encontrarme con el negro, diez minutos después de acompañarme con su persona estaba profundamente aburrido. El fulano, salvo las historias de cómo había perdido o ganado y de referencias sobre jurados que conocía y «managers» que no me interesaban, no tenía nada que decir ni mayores ganas tampoco. Caminaba como si estuviera haciendo «footing», con la soga de los guantes cruzada sobre la espalda y un puño de cuero en el pecho y otro sobre el riñón siguiendo el ritmo de sus pasos.

De tiempo en tiempo, el negro volvía la cabeza hacia mí. Examinaba mis galones dorados y sonreía admirativamente; luego levantaba los puños a la altura de los codos, cimbreaba el torso y hacía un medio «round» de sombra en el aire, caminando. Este ejercicio, supongo efectuado en mi obsequio y para que me formara una alta idea de su persona, resultaba divertido en los primeros mil metros recorridos, pero al comenzar el segundo kilómetro el negro se me hizo insoportable. Para sacármelo de encima, como se dice vulgarmente, deteniéndome un momento en la llanura amarillenta, le señalé una dirección y le dije que caminando hacia tal parte se encontraba la ciudad hacia donde marcharon mis marineros.

No sé si el negro estaba tan harto de mi compañía como yo de la suya, el caso es que me entendió y empezó a marchar en dirección contraria a la que seguí después.

Durante algunos instantes quedé mirando cómo se iba haciendo su figura cada vez más borrosa y pegada a las otras sombras de la noche; luego yo también eché a andar.

En casi todos los casos, caminar significa adentrarse en la cabeza de un globo de incoherencia, que sobreviene cuando a pesar de la fatiga se continúa moviendo las piernas. Tal me ocurrió en las primeras horas de marcha.

Sin embargo, no tardé en alegrarme, pues observé que la llanura amarilla cambiaba de color, tomando un matiz verde claro. Por singular correspondencia, el cielo, negro sobre la otra llanura, azuleaba aquí. Se distinguían las primeras estrellas, lo que me infundió extraordinarios ánimos, porque el espectáculo tenía una similitud terrestre. Nuevamente mi pasado y sus experiencias sombrías quedaron relegados a la zona del sueño, que puede o no haber ocurrido, porque ¿quién se preocupa de averiguar el grado de verosimilitud contenido en un suceso que se nos figura un sueño y que, además, deseamos que lo sea?

Pronto tuve la certeza de hallarme en otro mundo, aunque la llanura herbosa era continuación de la siniestra extensión de greda amarilla. Y era otro mundo, porque súbitamente desapareció la pesadez de mis miembros y ya no experimenté fatiga.

Avanzaba ágilmente por un prado verdoso. Claras estrellas fustigaban de luz remota las cóncavas distancias, de manera que aunque yo sabía que era de noche, el paraje aparecía envuelto en claridad celeste. Esta luz parecía justificar cualquier armonía que un instrumento hubiera vibrado, produciendo la sensación de que ondulaba a ras de tierra. Quizá entre hojas secas o nacimiento de hierbas.

Localizando aquel paraje con auxilio de una topografía terrestre, puedo decir que yo avanzaba hacia el norte. Al noroeste aparecía suspendida en el espacio la arquitectura fina y curvilínea de un palacio de galerías abiertas al oeste.

No caminaba apresuradamente como alguien erróneamente pudiera creer. Por el contrario, avanzaba despacio, con el cuerpo excesivamente tieso, retrasando el inevitable encuentro que «tenía» que sobrevenir. ¡Porque sabía que me encontraría con alguien!

Persistía en mí una sensación de dulzura, tal si hubiera sido reducido a las condiciones de una criatura que sabe que no puede recibir mal de nadie.

Hacía mucho tiempo no gustaba un placer físico total, semejante a éste. Desparramado por las hinchadas venas de mis brazos subía desde las rodillas hasta los ilíacos. No podía ser de otra calidad aquella sensación que nace de la ejecución de un sortilegio. Sí, en cierto modo, me encontraba en el estado psicológico de un hombre que mediante un hechizo ha neutralizado una enfermedad mortal aposentada en las capas más profundas de su alma.

Las Siete Jovencitas

Claro que mi alegría no era completa en lo que atañe a las virtudes intelectuales. Contenía elementos de inteligencia animal que posiblemente allí, en esa zona azul, no serían tolerados.

Simultáneamente me reconfortaba la presencia del palacete, con sus galerías abiertas y las especies de bosquecillos que formando manchas circulares permitían colocarse respecto al paisaje de manera decorativa sin desentonar con él.

Y aunque andaba, como dije, erguido, pero retrasando el momento de llegada, no avanzaba gran cosa. Esto, en vez de alarmarme, como me hubiera ocurrido en circunstancias terrenas, me alegraba.

Evidentemente, estaba satisfecho, y, además, asombrado de poder estarlo.

Hacía mucho tiempo que ignoraba un tan total estado de ingenua alegría, festividad espiritual y animal. Mis sentidos entraron en un estado de sensibilidad tan supernatural que involuntariamente escuchaba la música de la hierba. Bajo los pies desnudos la sentía deslizarse, rozando la tierra, con ondulación de aire espeso. A su vez, la música de los bosquecillos tenía notas graves, tañidos de cacharro de cobre, de manera que el sentimiento de religiosidad que naciera en mí o en cualquier otro visitante no podía ser excesivo, sino ligeramente serio y adecuado a la coloración nocturna que arreposaba todo.

De pronto resolví detenerme. No porque estuviera fatigado, sino porque maliciosamente pensé que más me convenía retrasarme. Sentándome en un banco de piedra di la espalda oblicuamente al palacete.

Un agradecimiento extraordinario brotaba de mí hacia el misterioso protector que me había encaminado hacia esa espesura mágica donde yo distinguía formas de arquitectura terrestre. Estas eran simples apariencias, ya que en el país de los espíritus no son necesarios los palacios. Si ellos existen son únicamente sombras destinadas a decorar la perspectiva y a dejar ligado al visitante reciente por un cordón de belleza a su patria planetaria.

¿Qué alma se había ocupado de mí desde tan prodigiosa altura?

Yo no necesitaba nada más que aquel respaldar de granito.

Me era suficiente la paz aplomando mi cuerpo en el banco de piedra, la quietud de la noche, la música que a ras de tierra ondulaba sin mezclarse nunca a los tonos bajos de los bosques de frente redondeado, y donde se sucedían y se superponían las notas de los árboles, con tal simetría que un oído mucho más aguzado que el mío hubiera podido discernir entre el sonido del abeto y el del ciprés o la retama.

Y mientras despierto dormitaba de esta manera, en el intervalo de uno de aquellos parpadeos que separan el ensueño del sueño físico, vi avanzar hacia mí, y con rápidos pasos, un pajecillo con calzas acuchilladas y jubón de gorguera.

Mucho antes de llegar se quitó graciosamente el bonete, y haciéndome una reverencia que lo dobló en medio arco, me dijo una vez erguido:

—Vengo, muy alto señor, en nombre de mis señoras, y mis señoras quieren verte y dícenme que te diga que entres con sosiego en el jardín divino, que nada malo te ha de acontecer, y sí que te harán feliz en la medida que tú mismo lo deseas.

Dijo esto de un tirón, como personaje de comedia antigua, que ni el estilo lo desmentía, trazó otra reverencia, se cubrió con su cintoso bonete y echó a correr. Y yo ya no lo vi más, pero me quedé inquieto, asaeteado por escrúpulos y recelos:

—¿Cómo me recibirían las almas que me esperaban? ¿Me reprocharían el suicidio del Marinero y el abandono del boxeador negro? A mis escrúpulos se mezclaba cierta envidia terrestre. Yo, en aquel instante, uno de los pocos de mi vida, aspiraba a ser perfecto como ellas y tenía conciencia de no serlo. Hubiera querido aparecer ante las jovencitas sin tener que arrepentirme de un solo gesto, de una sola falta de delicadeza. Sin embargo, ante las desconocidas, únicamente podía salvarme algo que no podía precisar con exactitud, a pesar de mi afán de análisis del delirio (porque no queda duda que estaba delirando). Sí, yo llevaba en mí alguna virtud inclasificable, que, a pesar de su potencia, me hacía sufrir. Algunas almas aguardaban mi llegada y me sentía indigno de ello, pero al mismo tiempo, merecedor de aquella prometida fiesta encantada. La verdad es que me resultaban un secreto los méritos por los que yo sería acogido tan afectuosamente.

No podía desprenderme de mi naturaleza terrestre. Me sentía hostil hacia alguien, allí; no hostil, le tenía envidia, envidiaba profundamente la belleza de esas almas dispuestas a acogerme amablemente, y me arrepentía de mi debilidad. Deseaba presentarme como hombre a quien toda fuerza le está sometida por ser el mejor.

De pronto siete almas se desprendieron de la escalinata. Sus voces cristalinas, entre el grave tono de los bosquecillos redondos y el ondular del viento espeso a ras del suelo, ponían en el aire murmullo de gorjeo. Oí que exclamaban:

—Ha llegado nuestro amigo; ha llegado nuestro amigo.

Avanzaban, destacándose en el fondo de azul de la noche redondeadas las floridas cabezas por las largas cabelleras. Las vestiduras, pegadas a sus rodillas por la presión del viento, trazaban en el aire siete campanas de colores suaves. Yo no podía apreciar el efecto de los matices ondulantes, arrebatado por el encanto de sus rostros, y en cada una de ellas reconocía una expresión de juventud y gravedad distinta. La generosidad con la que me acogían me entristecía. A pocos pasos del banco de piedra, se detuvieron.

Ahora, las siete hadas, de pie, en semicírculo, sonreían sin mirarse entre sí, como si las asombrara mi conducta tan poco efusiva. Mi situación era naturalmente violenta. Siete jovencitas inspeccionándome el semblante, y yo de pie ante ellas, inclinando la cabeza, o desviando la mirada hacia la que era la última a la izquierda, pero cada una me observaba con tan particular afecto que yo no hubiera experimentado ninguna dificultad en hablar confidencialmente con cualquiera de ellas, mas no se me ocurría qué decirles, viéndolas así reunidas, y continuaba callado.

Entonces las siete exclamaron nuevamente y con voces tan graduadas que parecían pertenecer a un coro:

—¿Este es nuestro amigo? ¡Y ha llegado...; ha llegado cuando menos lo esperábamos!

En aquel mismo instante experimenté tal cansancio que, retrocediendo, me dejé caer en el banco de piedra. Apoyé una mano en el respaldar de piedra y la frente en el antebrazo. Ellas me rodearon con pasos danzarines, y cuando levanté la cabeza las siete se agrupaban en tomo mío. Yo las miraba, y el silencio que guardaban me hacía mucho bien. De igual modo esa claridad azulada en la cual flotaban las cúpulas de los árboles destellando verdes de gema metálica.

Estaba seguro, además, que, de hablar, mi áspera y desagradable voz humana hubiera resonado allí como rayadura de acero en una placa de vidrio.

Decidido a no hablar me deleité en observar más de cerca aquellos rostros finos y los rizos que les caían en tomo de las gargantas y los puros ojos almendrados con largas pestañas que se entornaban pensativas, y yo no acertaba a preferir si detener mis ojos en la rubia, cuya túnica violácea rodeaba de un halo celestial su carne alabastrina, o si en la morena, cuya vestidura color rosa tomaba más luminosa su epidermis de plata. Y las siete, pasando su brazo sobre mi cuello, aguardaban en silencio mirándome fijamente, como si hubieran sido mis hermanas, y yo únicamente sentía un gran deseo de llorar y de llamarlas hermanas mías y no decir más nada y morir así para siempre.

Una de ellas se apartó de pronto del grupo y mirándome me hizo una gran inclinación, y como yo no soy un grosero me puse de pie y también la reverencié llevándome la mano al pecho. En seguida las siete se inclinaron y yo repetí la zalema, y entonces la quinta, que tenía los cabellos como muescas de azabache, volvió a inclinarse y extendiendo una mano me alcanzó un violín. Después que hubo hecho esto se reunió a las compañeras y las siete tomaron a arquear otra reverencia y yo les correspondí, con mi violín en la mano, estupefacto de hecho, porque no conocía música, e incluso ignoraba cómo se esgrime el arco y se coloca la caja en el hombro. Y ahora que recuerdo, creo que yo estaba muy bien con mi uniforme de capitán de corbeta.

Mas ellas me contemplaban con tanta insistencia, y yo bebía tan ávidamente la amabilidad brillante en el fondo de sus muy preciosos ojos, que comprendí que debía tocar. El sudor brotaba copiosamente de mi frente, pero debía tocar. Me resolví. Apoyé el arco en las cuerdas y el temblor de mi pulso se transmitió a las crines que amanearon un módulo largo.

Y simultáneamente las siete se llevaron las manos al pecho.

Me olvidé de mí mismo. Adivinaba mi papel.

Apoyé decididamente el instrumento en el hombro. Hice temblar el arco tres veces. Una magia desconocida guiaba mis dedos. Luego me detuve, completamente dueño de mí mismo. ¿Qué era lo que quería expresar para ellas, las siete jovencitas? Las miré sonriendo, por primera vez. Interpreté el sentido efusivo de las palabras con que me recibieron:

—Ha llegado nuestro amigo.

¡Claro que yo era amigo de ellas, y de sus almas, y de sus sueños! Ese sentimiento lo cantaría en el violín. Mi amistad perfecta, mi alegría flamante, una alborada de desinterés y cierta noche de melancolía plateada. Oprimí el mango entre mis dedos y me lancé decididamente.

Fue primero un trino suspendido, fragmentado en tres tiempos, como el de un pájaro que no se atreve a cantar a pesar de ser dueño de su voz, sin tener la certeza que hay otro pájaro en la espesura que contestará a su canto.

Después fue un gorjeo más alto, con tonos de oro caliente, y reincidí como si el llamado al otro pájaro solicita correspondencia; mas el silencio en la espesura era rico de densidad y comprendí que no debía esperar más.

Las siete jovencitas se habían apiñado junto a un árbol y con una mano en el oído esperaban ávidas y cautas, por lo que necesité recurrir al encanto del agua: el violín chasqueó un golpe de cascada en las breñas y el impulso agitado de las ondulaciones se transformó en una linfa larga y fina, cuyos meandros trazaba el arco con facilidad asombrosa.

Luego me desligué de los elementos naturales; cantaba a mi propia alma.

Era un trino largo, quizá una queja remota, pero disgustado por la reminiscencia la abandoné para recurrir a los sonidos cantarines, una serie arpegiada de trémolos de plata. Y así como la impaciencia de una garganta de cristal se atora en su propia riqueza, así, densos, superpuestos en polígonos como los que forman los haces de cabello trenzado surgieron tres sonidos únicos. Cual tres médulas, verde, roja y azul, se elevaban en la noche hasta cierta altura, para quebrantarse en un mirasol de gotas irisadas, vertiginoso temblequear del arco y arañar de los dedos.

De pronto, las siete jovencitas se cimbraron sobre sus cinturas, levantaron una rodilla, y siete pies en el aire iniciaron el compás de una danza, acompañada rítmicamente de ligeros movimientos de cabeza.

Me arrojé de lleno en un compás de oro y plata, solicitación de fuerzas contrarias que terminaban por coordinarse en una melodía que tenía la misma gracia que la inclinación de las siete cabezas sobre el hombro, en un abandono femenino.

Rápidamente subí de tono, convertí el módulo espeso en una sucesión de saetas, y tácitamente, tres de las jovencitas se apartaron hacia un costado, otras tres hacia otro extremo de la gran galería y una quedó en el centro, girando. Las notas arrancadas a mi violín subían como saetas, pizzicato que la solista aislada acompañaba con ágiles saltos en las puntas de sus pies.

Los sonidos llegando a cierta altura caían como gotas de agua, y los trípticos de danzarinas se elevaban sobre sus talones para luego inclinarse con el cuello extendido hacia adelante. Sus seis pies derechos zigzagueaban en el aire una concéntrica agitación de agua, y la solista, girando sobre sí misma como una peonza, intentaba lentos vuelos que sus dos brazos postraban como los de un ave que tiene las alas rotas.

Ya no tenía miedo.

Bruscamente interrumpí los staccati para iniciar un campanilleo brusco, horizontal. Ellas, semejantes a estelas faraónicas, el mentón paralelo al hombro izquierdo y los brazos en ángulo recto, avanzaban unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda. Confiado en mí mismo, inicié una melodía de sonidos curvados como las muescas de una elíptica, que una vez en el avance lateral las hacían girar con el pie entornado hacia la derecha y otra hacia la izquierda, pero tan rápidamente que las notas parecían alternativos golpes de martillo en un yunque de plata y otro de oro.

Quería superarme. Las inmovilicé con un silencio en la actitud total de la danza, posición que era de las siete, tiesas sobre sus pies tiesos, y vertiginosamente imaginé el canto de una alegría pura, el poema de la felicidad recuperada, canto que puede esperarse con los brazos elevados al firmamento y los pies castigando el suelo, y rápidamente desgrané tres sones graves de atención. Las siete me miraron, luego cambié de idea... Quería estar solo, cantar mi exclusiva alegría, regalársela a ellas, sin que ellas, con la fatiga de sus cuerpos ondulantes, de sus manos ritmadas, de sus ágiles piernas, me embriagaran de voluptuosidad, y, entonces, les hice con el arco entre el espacio de dos sonidos, una señal.

La noche tibia y azulada continuaba flotando sobre los bosquecillos redondeados. Hacia el oeste, el cielo adquiría un verdor de esmeralda purísimo. Escasas estrellas encendían sus antorchas de aluminio. Las siete hadas se dejaron caer al pie de un árbol. Tomándose las rodillas entre las manos las que apoyaban las espaldas en el árbol, y recostadas a sus pies las cuatro restantes. Éstas apoyaban una mejilla y la sien en la mano. Con el codo clavado en la hierba, se dispusieron a escucharme.

Resuelto a cantar la hambrienta sed de altura que había padecido, comencé con un gemido subterráneo. Zumbido de viento, que se trunca y escapa por las angulosas oscuridades de una mina de carbón.

El zumbido avanzaba vertiginosamente hacia su explosión, tomándose grave como si pasara por los tubos de un órgano ondulado. En un crescendo de tempestad, aparecía el debate del alma en su lucha despiadada con los monstruos del bosque de la vida, cada nota chillona parecía tajada por un bisturí; los dos acordes sangraban fragorosos. La estructura de aquella gran composición se arremolinaba como el viento bajo los puentes, estratificándose verticalmente en grandes árboles de sonidos, hasta que, al final, la superposición de tonos alcanzaba el tumulto de la tempestad.

Esa masa bronca de voces pareció de pronto ser cortada a ras por una filosísima navaja. Las notas quedaron niveladas. De la superficie oscura y triste se desprendió entre abovedamientos de silencio una vocecita cristalina.

Cobraba fluidez a medida que se acentuaba, se atornillaba sobre sí misma, como si proyectara en una tensión de resorte el próximo temblar de un címbalo de bronce, y entonces vacilé temeroso:

¿Llegaría esa nota a escalar el cielo?

Le imprimí mayor violencia al arco. Fue como si rasgara un catedralesco cubo de cristal. Me atreví e insistí. Los sonidos crujían ahora el resquebrajamiento de un inmenso paralelepípedo de cristal, cada vez más rápidamente, hasta que quedaron colocados en la clave más alta.

La primavera surgía de mi instrumento. Cada nota de vidrio, de hierro, de cobre o de plata, batía un orgasmo en flor, una abertura de ramajes morenos en lo azul de nácar del espacio, una curvatura de vergeles verdes.

Súbitamente se me llenaron los ojos de sueño, los tendones de los brazos de reumatismo. No podía sostener las manos.

Ellas, las siete hadas, se pusieron de pie y me miraron sonriendo. Sentía que caía; iban a tomarme entre sus brazos, cuando en cada uno de aquellos queridos rostros vi pintarse el espanto. Nunca olvidaré la lentitud con que volví el rostro y cómo espié con el rabillo del ojo: quien provocaba nuestro espanto era un orangután que se adelantaba dando saltos de sapo, revestido de una dalmática de seda negra enyesada.

Lo seguía una cáfila de estropeados pavorosos, cráneos como melones perpendiculares, ojos tuertos y narices en caballete, trompeta o romas. Algunos se apoyaban por el sobaco en muletas, arrastrando patas vendadas, y otros avanzaban dando saltos sobre sus muñones y la palma de las manos. Entre la tropilla se oía el ronquido bestial de un cerdo cabezudo y cegatón, atraillado por una vieja, que traía la cabeza envuelta en un pañuelo atado en forma de embudo. Un chico gordo en mangas de camiseta, mostraba su jeta lívida y leonina. De pronto, de entre esta terrorífica chusma, escapó el alarido amarillo de una trompeta, un cojo redobló los palillos en el parche de su tambor, y, cuando un viejo con una anteojera de charol sobre un ojo se desprendió del grupo tumefacto, una voz entre las jovencitas exclamó:

—Huyamos. Es el Rey Leproso.

Y yo, a pesar de mi uniforme de capitán de corbeta, eché a correr desesperadamente.

La Ciudad de las Orillas

Corrí durante mucho tiempo, unas veces caía por tierra, y así caído, continuaba arrastrándome, y cuando recuperaba fuerza para respirar, continuaba corriendo y durante mucho tiempo fue de noche en aquella carrera horrenda y sin rumbo. Si volvía la cabeza creía ver tras de mí al orangután, que se adelantaba con saltos de sapo, o escuchaba el ronquido bestial del cerdo cabezudo y cegatón, atraillado por la vieja leprosa.

Me había extraviado definitivamente. Cruzaba diabólicas zonas vegetales, que lanzaban desde la tierra sus tentáculos botánicos, y durante días interminables, preso de angustia mortal, me debatía entre atrapadoras lianas, cuyos brazos peludos como los de las arañas me retenían por la cintura, manteniéndome allí, entre lo desconocido de la tierra y lo negro del cielo, vertical y desesperado. Luego, los arcos se aflojaban y echaba a correr.

Una vez se me ocurrió que si galopaba tan obstinadamente era porque huía de mí mismo, y entonces, extenuado, me dejé caer en la llanura pastosa y gemí mi desesperación.

La tierra era allí una sucesión de montes y colinas, valles y quebradas, totalmente boscosos.

Penetraba en selvas formadas por árboles tiernos y jovencitos, y me internaba hacia el infierno verde por picadas profundas, abiertas por ignoradas gentes. Había instantes en que perdía tan totalmente el sentido de la orientación, que me parecía flotar en el centro de una esfera verde. Cuando me aburría de caminar, me sentaba sobre el tronco de algún árbol derribado por el rayo o la tempestad. El aire se enfilaba bruscamente y yo, haciendo un esfuerzo tremendo, levantaba la cabeza. Ciclópeas murallas vegetales dentaban con sus altos montes de verdura un cielo anaranjado o azulenco. Junto a esos árboles de nombres ignorados el hombre resultaba más pequeño que una hormiga al pie de un eucalipto.

A veces me detenía en mi marcha para dejar pasar por el camino escamados cables del grosor de un brazo o de un muslo. Estos monstruos parecían tener la piel espolvoreada de limaduras atornasoladas, oro, bermellones, violeta y negro de humo. Solían estar suspendidos de una rama o enroscados a un tronco, mostraban sus bocas triangulares, anfractuosas de dientes, como terribles serruchos.

Me desinteresaba del momento en que vivía, pero para saberlo no tenía más que levantar la cabeza: veía allá, en la costa de las alturas prodigiosas, declives teñidos de un amarillo triste, y entonces, estremecido de frío, castañeteando los dientes, continuaba caminando con la cara caída hacia el suelo.

Caminar se convirtió en mi segunda naturaleza. Lo hacía automáticamente, dormitando, sorprendido muchas veces de encontrarme en marcha, porque me suponía acostado, o muerto, o en la cima de un árbol. Y no, no estaba acostado, ni muerto, ni en la copa del árbol.

Una semana o más caminé sumergido en el agua hasta las corvas. Entré a un pantano cubierto de flores blancas. Estaba extraviado y posiblemente daba lo mismo que caminara en una dirección como en otra.

Cada vez que levantaba un pie y bajaba otro, el agua cloqueaba su acuático chec-chec, y las flores blancas extendían sus pétalos en tal extensión que me parecía caminar en una llanura de mariposas dormidas.

No sufría los efectos del hambre ni de la sed. Cuando me sentía extremadamente fatigado, subía a un árbol, y, acurrucado en la horqueta, dormía como un mono grande, entre los amenazadores silbidos de serpientes anilladas. Una lívida claridad de crepúsculo verdoso penetraba el espacio como la luz irreal de una decoración de teatro. Al despertar, emprendía la marcha, como un autómata. No quedaba en mí un solo residuo de desesperación que no hubiera derramado en gruesas lágrimas. Quería llegar. Era lo único que sabía... Adonde... No lo sé..., pero quería llegar.

Por fin una noche, cuando ya estaba dispuesto a dejarme ahogar en la tersa llanura de agua y flores blancas, choqué de frente con el marco de la misma, y no digo orilla, sino marco, porque aquella era una costa alta, empinada, pétrea y adusta, como el ceño de un mal hombre.

Desvanecido de fatiga, apoyé la frente en la piedra, y aquella muralla inmensa le devolvía su realidad al pantano que dejaba atrás, porque ahora el agua recobraba en contacto con la piedra un sonido al cual mis oídos no estaban acostumbrados, o quizá lo habían olvidado en la terrible marcha, y entonces, repentinamente, temeroso, comencé a escalar la costa.

Trepaba el roquedal, ayudándome con los pies, las rodillas, los codos y las manos y me desgarré la carne de los brazos, la curva del vientre y la seca piel de las rodillas, pero tanto era mi afán de escapar de la llanura, de las mariposas dormidas, que todo sacrificio me pareció el precio adecuado de esa fuga.

Cuando alcancé la planicie de la orilla, me dejé caer al suelo, y posiblemente permanecí en esa postura varios días, hasta que, repuesto de mis fatigas, desperté ante un crepúsculo.

Experimenté una sensación extraña. Me encontraba en una planicie confinada por un mar empinado hacia el cielo, y con tal ángulo que parecía una explanada sombría, empotrada en la más alta bóveda...; pero entre ella y esa tierra donde yo me encontraba mediaba el abismo de bosques que durante meses caminé en las tinieblas. Y recordando mis penurias, me dejé caer sobre la tierra y me puse a llorar amargamente. Luego me puse de pie y miré el panorama que quedaba a mi espalda.

Una cadena de montañas trancas, crestadas como serruchos perpendiculares, corría de este a oeste, y tan parejamente azules que no parecían de piedra, sino de neblina congelada en el aire.

Mirando en derredor, descubrí varios caminos trazados por la planta del hombre y todos en dirección a la cadenuela de montañitas; y, efectivamente, cinco días después de echar a andar por allí, sin percance digno de mención, llegué a la ciudad de las orillas, cuyo nombre no se puede decir, porque es un secreto, y cuento lo que vi en estilo enfático, porque es ésta una de las ciudades de las que únicamente se puede conversar con palabras escogidas y giros cuidadosos.

Estaba edificada a orillas del mar cenagoso, sobre roquedales perpendiculares a una llanura de fango que a veces cubría el mar. Y no era extraño oír contar a los pescadores, cuando la marea bajaba, que a veces quedaban sus bicheros engrampados en los eslabones y en las grietas de las murallas cubiertas de fango.

Según la tradición de los hombres de la orilla, estas murallas pertenecían al recinto interior de una ciudad que ellos, los hombres de la orilla, decían había sido sede del rey que fue.

Los hombres de la orilla se alimentaban de los peces muertos que la marea dejaba abandonados al retirarse de la llanura de fango y no tenían trato alguno con los hombres de la ciudad, que se untaban de aceite aromático, gastaban grandes barbas y movían con suficiencia sus enormes vientres de pescadores de oro.

Ellos se habían construido una ciudad grande, tumultuosa y apiñada, como conviene que sea una ciudad de hombres crueles, débiles de piernas y ágiles de manos para contar dineros. Los jardines bajaban en escalones, entre murallas de piedra y columnas de cobre. El centro estaba ocupado por ringlas de comercios de dinteles bajos y cavernas negras. Allí se guardaban los tesoros con que compraban la indulgencia para sus pecados y la alegría que solicitaban sus torneadas pantorrillas.

A pesar de esto, era una ciudad extraña porque solían encontrarse en ella espíritus cuyos cuerpos estaban encerrados en los manicomios de la tierra. Estos espíritus decían, cínicamente, que la utilidad de los manicomios consistía en guardar fuera de peligro el cuerpo de aquéllos cuya alma cumplía ciertas necesidades de viaje, de las que no convenía hablar con los que no entienden.

Mas, cuando un habitante de la ciudad cuyo nombre no se puede decir, se encontraba con un ciudadano de la tierra, procedía como si no viera ni escuchara nada del nombrado coloquio, de igual manera que procedemos nosotros cuando estamos en compañía respetable y contra nuestra voluntad tenemos que escuchar palabras inconvenientes.

Claro está que, a pesar de sus jardines en gradinata y de sus columnatas de cobre, no puede afirmarse que ésa fuera una ciudad alegre, ya que abundaba en callejuelas oscuras constituidas únicamente de edificios con fachadas de piedras de dos o tres pisos de altura. Las casas destinadas a operaciones comerciales tenían puertas bajas, de tableros excesivamente gruesos, y cuando se les preguntaba por qué habían constituido puertas tan sólidas, replicaban sonriendo irónicamente:

—Para defendemos de las invasiones de los leones.

Allí dentro se distinguían mostradores recios, pintados de rojo y de verde, y tras de cada mostrador un negro que tenía doblada la cabeza sobre un hombro. Estos negros, cuando discutían violentamente, hablaban en voz baja. Algunos tenían un ojo negro y otro celeste y fumaban una hierba fina como pelo de gato que hacía soñar en los bosques y aclaraba los secretos de los dioses menores.

Y había un género de mercaderes muy singulares, en cuyas tiendas se podían comprar sueños. Y los vendedores de sueños eran hombres taciturnos, de palabra medida y babuchas violetas a los que algunos llamaban dignatarios del infierno, y otros chambelanes del cielo, y que cuando marchaban por las calles se hacían preceder de cuatro esclavos con campanillas que llevaban cada uno la punta de un inmenso cofre, apoyada en el hombro. Y no efectuaban tal paseo ni camino para comerciar con sueños, sino que cuando uno de estos hombres se exhibía de tal manera era para ir a renovar su «stock» de mercadería a una zona a la cual sólo podían entrar muy escasos mortales.

Luego me enteré de un detalle singularísimo, que consistía en que dentro del cofre, amordazado para que no gritara y amarrado para que no se rebullera, los mercaderes llevaban un chico vivo, al que degollaban entre árboles singulares, y cuando la sangre del niño se vertía en la tierra fresca, su emanación atraía a los espíritus de los sueños que estos traficantes comercializaban.

Otro sector de la ciudad estaba construido como las nuestras, con jactancia y soberbia. Jamás profeta alguno había escupido en sus fachadas ni amenazado los techos de pizarra y tejas de oro con sus puños irritados. En esta zona de la ciudad no entraban jamás los hombres de la orilla, a quienes los de la ciudad llamaban los asesinos. Los asesinos vivían, como dije al comienzo, del desierto, y sus miembros podían únicamente casarse con las hijas de los hombres de las Tierras Verdes, que eran tierras altas y minadas por las cavernas. Cuando hablaban con los hombres de la ciudad tenían que hacerlo de rodillas, y esto ocurría porque los hombres de la ciudad tenían el dinero, y tanto es así, que cuando los hombres de la ciudad hablaban de su dinero, se reían, y el vientre, siguiendo los borborigmos de sus carcajadas, amedrentaba a los que se alimentaban de pescados podridos y hongos escarlatas.

Y entre los forasteros estaba ya consagrada la costumbre de no presentarles qué destino le daban a sus cargas de oro, pues era gente aquélla abundante en restricciones misteriosas, y así, otro de los secretos que mantenían en el más riguroso silencio, era la suerte de sus muertos, y ningún viajero se atrevía a preguntárselo, pues hacerles esta pregunta era inferirles una gravísima ofensa. Toleraban que se les hablara mal de la ciudad, e incluso lo saludaban amablemente a uno si los insultaba, pues la cortesía era allí rigurosamente observada, pero en modo alguno permitían que se les preguntara por el camino que seguían sus muertos, aunque yo le oí contar a un vagabundo de las orillas de piedra, que sus muertos los entregaban a un pájaro poderoso que se llamaba Roc, y que el dicho Roc se los llevaba hacia la región que no tiene nombre en el idioma de ellos. Sucesos de los que no puedo dar fe.

También había otra costumbre, y era que sonara una campana; cuando esa campana sonaba, las calles se llenaban de mujeres. Ellos decían que ésa era la hora en que paseaban sus mujeres, aunque yo no sé si es cierto o no, pues nunca vi a ninguna mujer en aquellas calles, aunque sí escuché en el aire como roces, y el mismo vagabundo de que hablé antes me comunicó confidencialmente que esas mujeres estaban envueltas en velos tan sutilmente tejidos que las tomaban invisibles. Es probable que así fuera, porque hay otros detalles sumamente curiosos, y que no vienen al caso, que eran como el atributo y la dignidad de aquellos ciudadanos amarillos y redondos, cuyos aceitosos ojos fulguraban de furor si se les injuriaba llamándolos «hijos de las Tierras Verdes».

En aquellos tiempos vivía yo en las afueras, cerca del barrio de los teñidores, en casa de un encantador de metales. Se denominaba encantadores de metales a los esclavos que conocían el secreto de hacer que un metal, al ser golpeado, emitiera el sonido de la voz de una mujer, o el silbido de una serpiente, o el canto de un pájaro. El encantador de metales trabajaba únicamente las noches en que el océano lloraba por las almas de los muertos que están disueltos en su salitre y en su yodo. Era un hombrecito tuerto y silencioso, enemigo de conversar acerca de las habilidades de su profesión. Yo vivía en la casa de este hombre en virtud de una amenaza terrible que le había hecho.

Como dije, estaba viviendo en la casa del encantador de metales, cuando los perros lloraron al lamer los charcos de agua, y si alguna duda me quedara de que aquel desastre fuera preparado por los dioses, descontentos de la ciudad, esa duda la disipará un singular suceso de que fui testigo en casa del encantador de los metales.

A medianoche me desperté escuchando que alguien tocaba muy suavemente el zócalo de la puerta de mi dormitorio. Volví a dormirme, mas poco tiempo después me volvieron a despertar ruidos sordos y choques amontonados y profundos. Me levanté y corrí en puntillas hasta la puerta para mirar por una hendidura del postigo, y lo que vi fue un león que se rascaba un flanco contra el tronco de la palmera que había en el jardín. Un terror tan maravilloso entró en mi corazón que, arrastrándome por el suelo, con el vientre pegado al piso, llegué hasta la cama. Y me desvanecí.

Al día siguiente, cuando le conté al encantador de metales lo que había sucedido, se echó a reír con una risa falsa y dijo que yo estaba equivocado.

Y todos los habitantes de la ciudad, cuyo nombre no se puede decir, me negaron terminantemente que fuera verdad el suceso a que hice referencia, incluso más de uno me dijo con descortesía, impropia en gente tan amable, que yo era un fabricante de embustes y de malas historias, y que no tenía derecho a abusar de la hospitalidad que se me daba, haciendo circular chismes inverosímiles. Y un pescador de oro, que tenía la barba negra recortada en forma de estrella con varias puntas sobre su pecho recio y que vestía una magnífica túnica escarlata, tejida en la baba de un pez rarísimo, y que da derecho a los que gastan esta túnica a burlarse de Dios, me expulsó de la puerta de su comercio, mientras me injuriaba atrozmente y pedía a sus protectores me castigaran con la lepra sonriente, que es una enfermedad que no se describe y que cubre todo el cuerpo de muescas que parecen labios sonrientes.

Fue entonces cuando, caminando hacia el corazón de la ciudad, vi a los perros que lloraban con amedrentamiento, después de haber sumergido los hocicos en los charcos de agua, como si quisieran advertir a los habitantes de la ciudad, cuyo nombre no se puede decir, de un peligro que nadie comprendía, y menos ellos, porque a ellos, que amaban el oro, las altas deidades les cerraron los ojos del entendimiento. Yo caminaba inmensamente triste. Pensaba que en la tierra se burlarían de mí cuando dijera que había descubierto una ciudad donde los hombres que pesan el oro gastan barbazas en forma de estrella y tienen derecho, si han adquirido una túnica de baba de pez, a burlarse de Dios.

Llegó mediodía, y cuando iba a entrar a la calle de los pescadores de Plata (que había la calle de los Pescadores de Plata y de los Pescadores de Oro y en esta calle, por ejemplo, no se podía cambiar monedas de plata) vi con asombro de espanto que de las junturas de las piedras que enlosaban la calle rezumaba agua, y vi también que los comerciantes y los pescadores de metales cerraban con premura sus comercios, y en pocos minutos las calles por donde yo caminaba quedaban desiertas y clausurados los negocios como en día de riguroso peligro, y cuando llegué a la calle del Azafrán, donde todas las fachadas pintadas de amarillo rojizo pregonaban la industria de sus pobladores, el agua ya me cubría los pies. Cuando llegué a la calle del Hierro tenía las rodillas sumergidas. En esa circunstancia tropecé y al caer tragué involuntariamente un buche de agua; me di cuenta entonces por qué los perros lloraban al lamer los charcos: el agua era excesivamente salada. Recordé la ciudad sumergida, de la que hablaban los habitantes de la orilla, y más pavor entró en mi corazón.

Y ocurrió algo que es increíble. El agua subía su línea azul por los rebordes de todas las murallas; es decir, que en un mismo nivel, en determinado lugar, cubría un césped, y en otra parte una hornacina.

Y, de pronto, aparecieron en sus chalupas los hombres de la orilla, a quienes los dueños del oro llamaban los asesinos. Los asesinos traían amarrados por cadenas de cuero a perros marinos, y los azuzaban al tiempo que gritaban frente a las puertas de los habitantes de la ciudad. Y el agua subía, mas ninguno de aquellos hombres que pesaban oro abandonaba su escondrijo, como si temiera la venganza de sus esclavos.

Durante tres días y tres noches el agua cubrió las techumbres de todas las casas; luego se retiró, y ahora la ciudad cuyo nombre no se puede decir está cubierta de fango y sus puertas tapiadas de musgo. A veces, cuando un techo se derrumba, se ve en el interior un cadáver abrazado a un arcón que, probablemente, contiene metales preciosos, pero los asesinos, indiferentes, se pasan el día en la orilla fangosa, tendidos al sol. Y cuando la marea crece, el agua en rizos de espuma les moja los pies; pero ellos no se molestan y dejan que los perros marinos les traigan entre los dientes los pescados que necesitan para alimentarse.

Finalmente, los hombres de las Tierras Verdes resolvieron regalarme un perro, que es el obsequio con que se agasaja al viajero a quien se desea perder de vista, y yo llamé a mi perro y le dije estas palabras:

—Hijo de las Tierras Verdes: acompañarás a tu amo por el mundo y le proveerás de alimentos porque tienes el hocico cauto y sigiloso como conviene a un buen perro buscador.

Pero mis palabras no le causaron el menor efecto, porque no sólo no se lanzó al mar a buscarme peces con que alimentarme, sino que, echándose melancólicamente en la tierra, comenzó a gemir suavemente como una mujer. Y entonces le cobré miedo a mi perro y eché otra vez a caminar solo.

¡Qué es lo que no he conocido en ese año de vagabundajes!

Fui amante de Gladira, la reina del país de las amazonas, donde todos los años nubes de jovencitas asaetean a los machos nuevos que salen de su caverna a aullar en los prados luneros.

Conocí Astapul, la tierra de los campesinos fuertes que mutilan a sus esclavos de brazos, lengua u ojos, según sean los menesteres de labradío o granja. Los campesinos de Astapul tienen perfil cartaginés y viajan montados en mulos gordazos.

Visité Pojola, la tierra de las diosas rubias y de los guerreros que dejan colgado un peine, cuando van a combatir. Si los dientes del peine destilan sangre, signo es de que el guerrero ha muerto. En Pojola las vírgenes beben toneles de cerveza y luchan a brazo partido con los herreros caminantes y los tiradores de bolos.

He visto enjuiciar un alma que a la luz del sol en el desierto se muestra en el cielo durante la noche, y he comprendido cómo muere «para toda la eternidad» el espíritu de un malvado.

Y un día, cuando harto de caminar por las tierras que están a la orilla de la nuestra, entré por un sendero bordeado de ligustros y descubrí mi casa y salí a la calle, la gente descubrió que yo estaba desnudo porque posiblemente no veía mi traje de capitán acusándome, además, de homicidio y pederastia.

Por eso he escrito estas líneas que son testimonio de mi honrada vida.


Publicado el 18 de abril de 2020 por Edu Robsy.
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