Al tiempo que la muchacha le enreja la frente con los dedos, el hombre horizontal escucha estas palabras:
—Puede ser que algún día sea yo la más fuerte y entonces te arrepientas de todo lo que me hiciste sufrir...
Silvio no contesta. ¡Se encuentra tan bien así! Apoya los pies en un pasamanos. Al otro extremo del banco está sentada la jovencita, y él mantiene la cabeza en las rodillas de la muchacha que, entrelazando las manos sobre su mejilla, lo atrae con cierta severidad hacia su pecho, inclinando el rostro sobre él.
De su corazón se desprenden magnitudes de agradecimiento hacia la jovencita, que así, sencillamente, lo acoraza con su cuerpo y hace que se sienta achicado y profundamente mimoso. Sin embargo, paralelo a su amoroso rendimiento, un instinto le susurra despacio: “Ella tiene un secreto. Y ese secreto no te lo dirá nunca”.
Y durante una décima de segundo tiene el terrible deseo de gritarle:
—Vos sos una hipócrita enamorada. Mentís, mentís, siempre.
Retiene el deseo. ¿Qué le importa que sea una hipócrita y que mienta? ¿Acaso los hipócritas no pueden amar? Y ella lo quiere, él sabe que lo quiere. Esta convicción lo conmueve; en la garganta se le anudan las cuerdas vocales como para lanzar un grito maravilloso. Entreabre lentamente los párpados y distingue dos ojos enormes, un trozo de frente ligeramente amarillo, reticulado de infinitos poros, un mentón casi achatado. De aquel rostro se desprende una temperatura tan ardiente que el hombre levanta lentamente la mano y con la yema de los dedos acaricia la querida mejilla. Otra voz, subterránea, corre parejamente con su dulzura: “¿Y si no mintiera? ¿Y si no fuera una hipócrita?”
¿Y si no fuera una hipócrita?
Y exclama en voz alta:
—¡Mamita querida!...
La jovencita le revisa el alma con su grave mirada. Dice:
—¿Por qué no hablas? Vos tenés que hablar. ¿Por qué sos así?
El hombre horizontal dilata aun más los párpados. Quiere abarcar religiosamente el relieve de aquel rostro, que a diez dedos de distancia de su semblante le parece prodigiosamente ancho, tallado en sombras, a las que la grasitud epidérmica presta en los relieves una luminosidad trágica. Y la voz interior le dice en tanto: “Mintió una vez, mintió dos veces, mintió tres veces. Mentirá siempre. Ella te hablará de su amor, pero allá, en el fondo de sus ojos, está el secreto.”
Silvio siente que la congoja crece en su silencio con la fragilidad de una pompa de jabón.
Cierra los ojos otra vez. Tiene la sensación de que se convierte en un fantasma que una noche se acerca a la muchacha dormida, y le dice:
“Te regalé un hombre laminado por el tiempo, los deseos y los trabajos. ¿Te das cuenta? Un hombre triste y bestial, con cara perpendicular y boca cerrada en voluntad de esfuerzo. Y tú cubriste el alma de ese hombre de numerosas densidades de amargura, lo rompiste en todas las direcciones, y como suficiente caricia le diste el calor de tu pecho y la presión de tus diez dedos pensativos.”
La congoja crece en el hombre horizontal. Sabe que basta cualquier temblor inesperado para romper su minuto de angustia maravillosa, y la pena sube en él como el agua en un estanque. Entreabre los párpados. Y por los ojos, perpendicularmente, cae hasta la superficie de su alma el semblante de la jovencita, su mentón, la comisura de los labios, el abombado plano pálido de las mejillas ardorosas, y la luminosidad de sus pupilas fijas, inmóviles en él, tratando de localizar en el fondo de su expresión el motivo secreto de la conducta hostil.
Y la muchacha dice:
—Hay momentos en que pienso que es inútil decirte nada; otras veces pienso que tu remordimiento es tan sincero que todo debe serte perdonado... Pero, ¿por qué no hablás?
Silvio cierra los ojos al tiempo que un suspiro escapa de su pecho. Está suspendido entre cielo y tierra, en una maravillosa ausencia de realidad. Lo único existente en él es aquella frente que en ese momento tiene en el ceño la triple arruga como tres cuerdas en el mango de un violoncello, y su mirada severa que examina con detenimiento los pecados que él confesó.
Insiste la jovencita:
—Decí, ¿por qué no hablás?
Él sonríe levemente y cierra los ojos. Junto a la oreja derecha siente el calor del cuerpo adolescente, y su nuca también percibe, sobre el tejido, la temperatura de la epidermis. Y piensa: “A veces esta alma está repleta de hermosa dignidad. Sin embargo, mintió..., mintió tres veces.”
Rápidamente, se familiariza con la oscuridad de su adentro. Sus escrúpulos permanecen inciertos durante un segundo, y el desagrado de sí mismo le arruga la frente: “Frente a este amor estoy en una posición vil. ¿Por qué repito mis infidelidades estúpidas?”
La jovencita insiste:
—Tenés que hablar. ¿O es que la seguridad de que te quiero te da tranquilidad para atormentarme?
Él abre los párpados rápidamente. El inmenso rostro está casi junto al suyo, mientras que el entrecerrarse de los párpados de ella y el tumulto de la frente, le causan la impresión de que ella le compadece con resignación sin esperanza, moviendo la cabeza, como si quisiera decir con aquel pensativo vaivén: “Pobre criatura.”
Comprende que la jovencita lo pesa en una balanza de justicia. Y Silvio piensa: “Tiene el semblante de la mujer que se siente madre. Esa misma inmensidad de tristeza sin remedio...”
—¿En qué pensás?, ¿por qué no hablás?... Decime, ¿por qué no hablás?...
Él aprieta los labios. No quiere dejar escapar una palabra, mientras que ella, apartándole un mechón de cabello de la frente, dice:
—¿O es que no tendré que decirte nunca nada?... Sufrir en silencio.
“Estoy apoyado en ella, como un chico en su madre.” Y, mentalmente, la llama: “Mamita, mamita querida...”
La jovencita quedó mirando tristemente el espacio. Ve ubicados en la vida de él los cuerpos de distintas mujeres. Y se pregunta: “¿En cuál de ellas estará pensando ahora?” Entonces una fuerza malévola crispa su mano, y entreverando el cabello del hombre entre las encrespaduras de sus dedos, insiste:
—¿Por qué no hablás?, ¿en quién estás pensando, perverso?...
El hombre horizontal aprieta los labios. Su rostro se pone tan rígido que experimenta la tensión de la estiradura epidérmica en la garganta, mientras que en sus ojos se vuelca toda la franja de luz que deja libre la frente inclinada. Un estremecimiento ha convertido en círculos concéntricos la superficie de su vida. En sus pupilas, tersas como un espejo de agua, se refleja la imagen de la muchacha terca en el interrogatorio. Sin embargo, se expande en la densidad de su carne una fuerza ciega y ensordecedora. Desea morir en aquel minuto bajo la mirada de la jovencita. Sabe que en aquel instante podría sonreír aunque ella apoyara en su frente un frío caño de revólver. Pero otra voz subterránea filtra bajo la capa de goce esta verdad cenicienta: “Y algún día estarás junto a ella con la misma indiferencia con que ahora mirás a otras que te hicieron desear la vida y la muerte.”
Involuntariamente, arruga con prisa la frente. Ella lo examina con pena:
—¿Qué tenés?, ¿qué pensás?... ¿Por qué no hablás conmigo?...
Él mueve los arcos ciliares, y en su silencio envasa desprecio hacia la súbita compasión de la jovencita.
Estará siempre así en todo regazo de mujer. Siempre así. Solo a solas con sus sentimientos inhumanos, con su egoísmo y la vil dureza de su corazón frío y caliente.
Ella ha enderezado la espalda, y con la cabeza apartada, tiesa, los párpados inclinados hacia él, retorna a la pregunta:
—¿Por qué sos así? ¿No te das cuenta que nos alejamos?...
Silvio percibe planos sucesivos de desesperación abarcando su cuerpo horizontal. ¿Para qué hablar? ¿Para qué insistir? No sabrá nunca la verdad. La auténtica verdad nunca la dirá ella. Y sonríe con tanta piedad y desprecio por sí mismo, que ella, comprendiendo, dijo:
—¡No me creés... qué desgracia..., vos no me creés!...
El hombre horizontal tiene la sensación de palpar un inmenso bloque de acero pulido por extraordinaria fresadora. El frío del acero entra en su carne cúbica. La dignidad de la muchachita lo cubre con su densidad glacial y maravillosa, y lentamente se muerde el labio inferior, hasta que el sufrimiento se torna repulsivo.
—¡No me creés... qué desgracia..., vos no me creés!...
De un salto el hombre se incorpora. La hostilidad ha reventado en él. Inclina el cuerpo sobre la jovencita, la toma de los brazos, le sacude el busto, y transmitiendo la fuerza de su rencor a las palabras, exclama, por fin, desesperado:
—¡Mentiste una vez, mentiste dos veces, mentiste tres veces! ¡No te podré creer nunca, nunca, nunca!...
(El Hogar, 1º de mayo de 1931)