Emilio Kraisler falleció de un balazo que recibió en la cabeza, a causa de su excesivo amor a la ciencia de la psicología.
El crimen no sorprendió a ninguno de sus amigos. Kraisler, en vida, había anticipado siempre semejante final con estas palabras:
—Sí; alguien tendrá un día que matarme. ¡Y qué curioso! La muerte, que en otros tiempos me causaba tanto horror, ahora me deja indiferente.
De manera que su asesinato constituye, en cierto modo, una prueba a favor de los presentimientos y su confirmación.
A Kraisler parecía divertirle la perspectiva de semejante final. Incluso lo matizaba:
—Me gustaría que me matara Enriqueta. De pronto, aparecería ante mí envuelta en un tapado de pieles, abriría nerviosamente su cartera, yo me quedaría fumando tranquilamente. Posiblemente para escarnecerla le echara una bocanada de humo a la cara; ella, encogiendo el brazo, esgrimiría el revólver, y juro que no me movería una pulgada del sitio donde me encontrara.
A veces el tenor del diálogo sufría una ligera variante.
—Pudiera ser que en vez de Enriqueta fuese Ofelia la que me asesinara. En ese caso ella me tiraría por la espalda. Entra en su estilo y en su carácter. O si no, Julia. Pero Julia le tiene tanto horror a las armas de fuego que utilizaría cianuro. Es una devota de la bioquímica.
No se puede negar que Kraisler era un hombre razonable. Su único defecto consistía en estar enamorado alegremente de la psicología experimental.
Pero no era su único defecto. Su segundo defecto consistía en sonreír siempre. Una sonrisa dulce, infantil, con una chispa de malicia en el fondo de los ojos y cierta gula de faunito en las arrugas faciales que se le trazaba en torno a la boca.
Alguien dijo una vez que esa sonrisa suya, tan personal, era una defensa contra sus emociones rápidas, y Kraisler cortó secamente la conversación. Los psicólogos le resultaban odiosos.
Curiosidad de Kraisler
Volviendo a su primer defecto, diré que no he conocido ningún hombre que tuviera la audacia de efectuar ensayos, análisis y provocar reacciones en la superficie del alma femenina como Kraisler se atrevió a hacerlo.
Ni tampoco su falta de escrúpulos.
Afirmaba que las mujeres tienen mucha más imaginación que los hombres, y que con ellas se puede efectuar ese juego distraído y magnífico, cargado de emocionantes aventuras, como es el poker.
Sin dificultad ninguna, para ampliar la esfera de su ejemplo, comparaba el juego del amor al del ajedrez. Decía que ciertas mujeres “duras” eran semejantes a esas piezas del tablero que un maestro “debilita” a través de cuarenta jugadas originales.
Empíricamente conocía el alma de ciertas mujeres con una sagacidad que resultaba de brujería. Conocer, para él, significaba poderse acercar a iniciar un juego de determinado estilo sin temor a equivocarse. Cuando encontraba un alma humana interesante, un enigma que aclarar, una lucha que entablar, se aferraba a su investigación y a su combate con la obstinación de un monomaniaco. Buceaba entonces en la zona enigmática de una desconocida con la fruición de un cerdo en una esparraguera. Adquiría la elasticidad del podenco y, restregándose nerviosamente las manos, decía:
—Esperen..., esperen un poco todavía... luego les contaré.
Infatigable, perseguía a la desconocida con tenacidad asombrosa. Así como el jugador, engolfado en los azares de su pasión terrible, olvida su responsabilidad y juega en el tapete aquello que es suyo, y otras veces lo que no le pertenece, así él ponía al servicio de su curiosidad en funciones cualquier atrocidad. Perdía escrúpulos, piedad, amor. Se convertía en una maquinaria helada, con una sonrisa estereotipada en el rostro, y cierta mirada fija, absorbedora, que provocaba las confidencias más monstruosas sin pestañear ni dejar de sonreír como un “niño malicioso”. (Definición de una amiga de Kraisler.)
No se le ocultaba que no tenía ningún derecho a proceder así, de manera que su predicción de que moriría con la cabeza rota de un balazo, no dejaba de tener cierta verosimilitud.
Yo lo escuché en dos circunstancias hacer la misma afirmación, y las dos veces observé que después de sonreír con cierta expresión pensativa, que no era la “sonrisa de defensa”, se quedó mirando el espacio.
Posiblemente una zona invisible donde Kraisler se contemplaba caer, después de un estampido que abría un bochorno de fuego en la masa de su cráneo.
De manera que la historia que narraré a continuación no sé si puede o no entroncarse como una de las posibles causas de su asesinato en el proceso que se confecciona actualmente a los fines de establecer quién fue el causante de su muerte. Pero la creo interesante.
Una carta y un recuerdo
Kraisler entró en su cuarto, tiró el sombrero encima de una silla, y sin quitarse el saco se recostó en la cama. La lámpara eléctrica estaba casi perpendicular a su cabeza; cerró los ojos durante un instante, luego volvió a abrirlos despacio y extrajo una carta de su bolsillo. Era breve y la leyó por decimocuarta vez:
“Emilio: Me he casado. ¿Te acordás de la conversación que tuvimos una vez? Podés visitarme cuando quieras, a la tarde. Estoy sola. Julia.”
Kraisler leyó la carta otra vez, después otra, después otra. Luego la arrojó bajo la cama, apagó la luz y comenzó a evocar, cavilosamente.
Julia tenía una cuenta pendiente con él. No cabía duda.
El origen de la “cuenta pendiente” Kraisler lo localizaba muy bien ahora. Fue en una tarde de verano. Estaban uno frente a otro, separados por una mesa enmantelada en un bar encristalado. Zumbaban los ventiladores: Julia picoteaba un helado y Kraisler sorbía lentamente su café, mientras que con vocecita irónica insistía en el proyecto expresado hacía un momento:
—Sí, Julia, tenés que casarte..., pero no conmigo... Con otro cualquiera. Yo no pienso casarme con vos. Por otra parte, no te conozco. Sos una mujer enigmática y dueña de sí misma, pero no sé hasta qué punto. También sos calculadora... En fin...
Julia lo consideró un momento entre regocijada; luego la sensación de alegría se disolvió en ella. Quería y odiaba a Kraisler. No era aquella la primera humillación que le imponía él, sonriendo alegremente. Poco a poco, Julia se fue concentrando en sí misma, hasta que, gravemente, repuso:
—Y suponiendo que me case con otro, ¿seremos amigos nosotros?
Kraisler fijó los ojos en la muchacha. No había nada que investigar allí. Julia estaba encaprichada en destrozarle la vida, porque amaba más su odio que su amor. Pero ella insistió antes que Emilio tuviera tiempo de contestarle:
—¿Me proponés eso en serio?
—Absolutamente en serio.
—Eso quiere decir que me vas a abandonar.
Kraisler repuso casi cínicamente:
—Vos me abandonarás en el futuro si yo no te dejo en el presente. Por otra parte te aconsejo que te cases con un hombre inferior a vos. Algún viajante.
Julia insistió, terca, con un metálico brillo de rencor en los ojos:
—Es que yo te quiero a vos.
Kraisler sonrió jovial, bonachón.
—Mejor..., tanto mejor. Queriéndome a mí, serás absolutamente dueña de vos misma, para hacer la comedia de que estás enamorada de otro. Y vos sabés que en el amor, el que maneja el juego es aquella parte que quiere poco y nada. El perdedor es el que ama verdaderamente. Salvo que sea muy vivo, y para eso...
—Es que yo te quiero a vos, ¿me entendés?
—¡Dios mío, Julia! ¡Qué terca que sos! Yo no dudo de que me querés. Más aún, sé que me querrás siempre..., eternamente, como se dice en las novelas. —Y Kraisler, regocijándose en el tono con que pronunciaba estas palabras, prosiguió:— ¿Cómo podrías dejar de adorarme si me juraste amor eterno a la sombra de un árbol, mientras cantaban los pajaritos?...
—No te burles, Emilio.
—No me burlo, Julia. ¿Pero puede un hombre honorable, y reconocerás que yo soy un hombre honorable, dudar de los juramentos de amor eterno que se le han hecho bajo un árbol mientras cantaban los pajaritos? ¡Oh, no, no!
—Sos un cínico, Emilio...
—Me estás injuriando de palabra, Julia. Te comportás como una mujer cruel. Y agravás mi situación con ironías que me despedazan el corazón.
Julia, bruscamente, se puso de pie.
—No podemos seguir conversando. Adiós.
Kraisler quedó pensativo en la mesa de café. Tenía la intuición que aquélla no era su última entrevista con Julia. Ella, en el espacio de un mes, volvió tres veces más, y las tres veces Emilio fue categórico.
—Julia tenía que casarse con otro.
Era la única forma de librarse de aquella obstinada. Lo que se cuidaba mucho de confesarse a sí mismo, eran sus otras intenciones de investigación psicológica en ella.
Luego, todo terminó. Pasaban los meses, y alguna que otra vez Kraisler se acordaba de Julia, diciéndose entre curioso y nostálgico:
—¿Qué se habrá hecho de esa muchacha? No tenía mal corazón.
La afirmación de Kraisler no era cínica.
Emilio, siempre que pensaba en sus ex amigas experimentaba una emoción de agradecimiento. Y tal emoción se descargaba en esta enfática afirmación:
—No hay una sola mujer que haya tratado que no influyera sobre mí para mi bien.
Cierto es que la “influencia para su bien” no se le notaba mucho ni poco, pero él insistía:
—Todas fueron unas santas para conmigo.
Luego, reía alegremente y agregaba:
—Tengo que darle las gracias a Dios por la naturaleza ingenua que me concedió. Soy como un niño.
Y lo notable es que se lo creía, y que si alguien le hubiera discutido que “no era como un niño” se ofendería profundamente. El alma humana suele ofrecer estas antinomias curiosas.
Estrategia
Kraisler repitió en su memoria el contenido de la carta que había leído tantas veces en pocas horas.
“Me he casado. ¿Te acordás de la conversación que tuvimos una vez? Podes visitarme cuando quieras, a la tarde. Estoy sola. Julia.”
¿Así que Julia se había casado? Y lo invitaba a él, a visitarla. Después de las humillaciones que le proporcionó. Malo, malo. Con Julia no se jugaba.
Pero, ¿y si ella continuaba enamorada? ¿Con quién se había casado? Sería un idiota el marido. El eterno idiota. Allí había, en esa carta, algo que no estaba bien.
Kraisler estiró el brazo bajo la cama, rozó el suelo y tomó el sobre que había arrojado. Lo olió profundamente al tiempo que decía:
—Es curioso. Esta carta tiene olor a odio. Y a trampa. Y si hay trampa y odio, ¿con qué aparato se puede medir el odio y la astucia de una mujer? Si Julia no me ha olvidado, es indudable que no es para mi bien. La última vez que nos vimos, los ojos le chispeaban; no me mató porque matarme, para ella, era muy poco castigo, pero si hubiera podido hacerme pedazos lentamente lo hubiera hecho.
Ir solo a la casa es peligrosísimo. Mas, ¿si me equivoco? Ir con otro hombre es humillante. Ir con un revólver es ridículo. A una mujer casada no se la visita ni con revólver ni con un amigo. ¡Y Julia es astuta! Jugaría cuádruple contra sencillo que me ha preparado una lección que no podré olvidar en mi vida. Pero esa lección no la va a recibir Kraisler. No..., no, amiga Julia.
Lo real es que yo parta de una base lógica. Me he portado fieramente con Julia, y entonces no puedo ni debo esperar nada bueno de ella.
Se trata de establecer ahora por qué lado podría contrarrestar cualquier mala jugada de Julia. Llevando un amigo, no; llevando un revólver, tampoco. Sin embargo, la carta huele a trampa. La mala trampa que tiende a Don Juán una Elvira despechada. Con la diferencia que Julia es Julia... Si no se ha olvidado de mí en tantos años..., si tiene la audacia de invitarme a su casa... Yo debo visitarla prevenido. “Prevenido”, ¿cómo? Hay algo que en la carta no está bien. No puedo comprender en qué punto radica lo raro, la atmósfera de odio, la trampa, pero entre las dos líneas está asomada. Yo, por mi honor de jugador, no puedo dejar de ir. Pero tampoco correr un riesgo estúpido. Claro está que con un revólver se evita el peligro. Mas, ¡qué humillante es tener que defenderse con un revólver! La defensa, en este caso, debe consistir en un golpe de audacia..., de astucia..., y astuto y audaz sería, en tal coyuntura, presentarme en la casa de Julia... con mi novia, cualquier amiga mía puede hacer el papel de novia.
Eso es lo correcto. Lo admirablemente correcto. Ir a visitarla a Julia, pero en compañía de una mujer. Elisa se prestaría muy bien para acompañarme y hacer el papel de novia. Lidia también. Es la única manera de resolver el problema y escaparse bonitamente por la tangente. Más simple resultaría no visitarla..., pero yo no soy hombre de rehuir una jugada. Y Julia me despreciaría. Así..., así como suena. En cambio, yendo con “mi novia”, no puede reaccionar de ningún modo. Queda paralizada, obligada a mantenerse dentro de la línea. Su trampa, sea cual fuere, momentáneamente se anula. Y yo le demuestro que no me interesa absolutamente nada, y que tan nada me interesa, que no he tenido ningún inconveniente en visitarla, y con “mi novia”. La jugada es magnífica. Hay que terminar definitivamente con Julia. Esa mujer tiene que comprender que yo ya no existo para ella sobre el planeta. Su rencor, el diablo sabe adonde nos puede conducir. Pero es necesario que yo vaya. Que vaya indefectiblemente y le dé una lección. Y la que más se presta para tal jugarreta es Elisa.
Después de semejantes reflexiones, Kraisler se durmió vestido.
La jugada de Julia
Emilio no se equivocó cuando supuso que Julia le había preparado una celada. Pero ella también incurrió en un error al suponer que tomaría a Emilio desprevenido.
Al día siguiente, a las cinco de la tarde, Kraisler se presentaba en la casa de Julia. De su brazo iba Elisa. Kraisler le entregó su tarjeta a la criada, que los hizo pasar a la sala. Elisa sonreía imperceptiblemente. Encontraba divertida la comedia. Kraisler estaba un poco emocionado.
De pronto sonaron unos pasos en la habitación vecina, bruscamente la puerta se abrió, y en el dintel apareció Julia del brazo de su esposo.
Vertiginosamente, pensó Kraisler:
—No me equivoqué.
Y al tiempo que avanzaba hacia ellos, les presentó a Elisa diciendo:
—Mi novia.
Durante un instante los ojos de los esposos se clavaron en los de Emilio, y él comprendió que Julia le decía desde el fondo de su rencor y de su deseo.
—Demonio... sos el más fuerte y el más astuto... —lo cual no le impidió a Kraisler morir, más tarde, con la cabeza rota de un balazo. Pero ésta puede ser otra historia.
(El Hogar, 7 de julio de 1933)