Comenzaré por confesar que jamás sentí ninguna simpatía por el señor Almstrom, con quien una desdichada casualidad quiso que hiciera el cruce del Mar Rojo y parte del índico.
Almstrom era un gran entusiasta de lord Carnavon, el descubridor y profanador de la tumba de Tutankamón. En cierto modo, Almstrom (maldito sea el complicado nombre) había participado de la profanación del sepulcro del faraón, y ambos eran dos personas francamente desagradables.
Digo esto porque la gente que conoce los retratos de lord Carnavon ignora que dicho señor tenía un rostro espantosamente repulsivo, desfigurado por un lupus de extraordinarias dimensiones. Lord Carnavon gastó mucho dinero en médicos y tratamientos, hasta que, finalmente, un especialista le aconsejó que abandonara la húmeda Albión e hiciera una prueba con el seco clima de Egipto, ésta es la razón por la que el varias veces millonario lord Carnavon perdía el tiempo en Egipto. Finalmente, aburrido, se dedicó a excavar sepulcros.
Carnavon admiraba incondicionalmente a Maspero el egiptólogo. Maspero no sentía ningún entusiasmo por el millonario entremetido que iba y venía con su lupus a cuestas.
Carnavon le pidió un consejo a Maspero sobre el modo de hacer descubrimientos arqueológicos y Maspero, malhumorado le contestó:
—Cave primero hacia el Oeste, cuando se canse de cavar hacia el Oeste, cave hacia el Este.
Lord Carnavon se tragó la respuesta y no replicó, comprendiendo que Maspero se había burlado de él. Algún tiempo después Carnavon contrataba al arqueólogo Cárter; y Almstrom, que era un chismoso, se agregó a la compañía de investigadores en calidad de administrador. Se le podía ver con su casco de corcho discutir con todos los granujas de las inmediaciones de Luxor y levantar sus largos brazos hacia el cielo. Almstrom era extraordinariamente alto, flaco y, bajo su apariencia de estúpido, un hombre que en ninguna circunstancia descuidaba sus intereses.
Cuando, después de ímprobos trabajos, Cárter y Carnavon descubrieron la tumba de Tutankamón, Almstrom vivió días de inmortalidad.
Confidencialmente le decía a quien quería escucharle que él le había indicado con la punta de su bastón la definitiva dirección a los profanadores. Por supuesto que ni Almstrom ni Carnavon ni Cárter tomaron en serio la maldición faraónica labrada en el sepulcro contra los profanadores de tumbas.
No tomaron en serio la maldición; pero algún tiempo después una avispa negra, inmensa, aterciopelada, cuyo veneno puede matar a un niño, se posó sobre la mejilla de lord Carnavon. Precisamente sobre la mejilla atacada por e lupus. Allí, la avispa clavó su dardo. Lord Carnavon falleció infectado.
Mucha gente recordó la maldición faraónica. Howard Cárter se indignó, y desde Luxor envió un telegrama al Evening Standard, manifestando que aquella historia de la maldición era “una invención calumniosa”.
Me veo obligado a citar estas menudencias, porque el día que Almstrom recibió la noticia de que lord Carnavon estaba moribundo, se encontraba en su bungalow, sentado en una hamaca, fumando pacíficamente su pipa.
Frente a él, un hombrecillo de chilaba, barba blanca y turbante inmenso como la rueda de un molino, abría una cesta, diciendo:
—Mira, sahib, qué magnífico ejemplar de hongo.
Almstrom extendió el brazo y recogió el ejemplar. Realmente era atrayente. Se trataba de una campánula parecida a la amanita muscaria; pero en vez de ser roja como aquélla, estaba teñida de un intenso verdeazul con ligeras motas amarillas en la periferia. Un suave hedor de carne podrida se desprendía de aquella fruta tierna y repulsiva. Almstrom la aproximó a su nariz, la olió profundamente y luego la rechazó con viveza, diciéndole al egipcio:
—Debe ser venenoso.
—Tal creo yo también, sahib. Y muy venenoso.
—¿Dónde lo encontraste?
—Te diré. En el oasis vive un pariente mío que es marido de una hermana de mi mujer; pero ya la hermana de mi mujer ha muerto...
—Abrevia...
—Visitándole hoy en su cabaña del bosque, me dijo: “Mira qué hermoso hongo he encontrado bajo una palmera podrida. Llévatelo para la ciudad. Puede que algún extranjero, interesado por rarezas del país, se quede con él. Y por eso, haciendo caso del consejo del que fue marido de la hermana de mi mujer, te he traído el hongo.
En aquel momento un hombre entró precipitadamente en el jardín de Almstrom y le dijo:
—Lord Carnavon ha muerto, señor.
Almstrom se olvidó del hongo, del charlatán del gran turbante y, saltando a través del jardín, se dirigió rápidamente a la casa de lord Carnavon.
Algunos días después, a la hora de la siesta, Almstrom, por la ventana entreabierta, miraba el desierto de ceniza rosada.
“¿Se había cumplido en lord Carnavon la amenaza faraónica que pesaba sobre los profanadores de tumbas?”
Howard Cárter se reía de estas historias, pero Almstrom no se sentía tranquilo ni mucho menos.
—Él había participado de la aventura. Había olido un pote de crema encontrado en la tumba del faraón; un pote de cosmético fabricado por los perfumistas de aquellas edades remotas; él había esgrimido el puñal del rey de los reyes; tocado el ataúd del faraón con sacrilega mano; respirado aquella atmósfera de misterio. Era tan culpable como el muerto lord Carnavon, como el descreído Howard Cárter. Pero a diferencia de Cárter, Almstrom tenía miedo.
Fue súbitamente un miedo sin razón lógica posible, porque la tarde era hermosa y el desierto parecía el pétalo de una rosa extendido hasta el cielo celeste, y sus criados egipcios, satisfechos, preparaban un tonelillo de helado para refrescarse al crepúsculo.
Sintió miedo. Un miedo que no se justificaba. Y Almstrom no era tonto. Tomó muy en cuenta su miedo.
—Tengo miedo de morir —se dijo—. Esto significa que mis visceras me avisan secretamente de que me cuide. Lo mejor que puedo hacer es marcharme de aquí.
Pensó lo dicho con claridad, porque era un hombre de ideas sencillas y claras. Se puso de pie, luego cambió de idea y volvió a sentarse. Lo mejor que podía hacer era marcharse de Egipto. Él no creía en la maldición de los faraones sobre los violadores de sepulcros; era un hombre serio. Pero, en cambio, tomó muy en cuenta su miedo misterioso. Tenía miedo a algo, y no sabía en qué consistía. Miedo a algún hombre, en especial, o a ninguno. Jamás había dañado a nadie. Su vida estaba limpia de recuerdos vergonzosos... Salvo el caso de la criada de su madre, no tenía nada que reprocharse.
Pero tenía miedo. Un miedo concreto. Por ejemplo, el miedo que se le puede tener a un peligro en elaboración. ¿Qué género de peligro era aquél? El diablo lo sabría.
Se repitió nuevamente:
“¿Será una advertencia de mis visceras?... Un hombre que presumiese de sensato no haría caso de semejantes presentimientos; pero yo lo escucharé a mi miedo y me marcharé de aquí.”
Y así como lo pensó lo hizo.
Me encontré con Almstrom en el Green Star, que hacía el servicio marítimo entre los puertos del océano índico y los del mar Rojo.
Si al comienzo de mi narración dije que no sentí jamás ninguna simpatía por el señor Almstrom, débese a que... Bueno, el caso es que él estaba allí a bordo del Green Star, y no era cosa de andarle remoloneando mi amistad a un hombre que vivamente vino a mi encuentro y se alegró de aquella coincidencia...
Sí, abandonaba Egipto. Visitaría algunos puertos del sur de África, y luego se marcharía a California. ¡Basta de Oriente!...
Hablaba Almstrom y yo le escuchaba y no sé por qué se me ocurrió que aquel hombre estaba secretamente atemorizado. ¡Coincidencia curiosa! Evité cuidadosamente citarle la muerte de lord Carnavon y la sepultura de Tutankamón. Observé que él tampoco hizo ninguna mención de aquellos sucesos. Evidentemente, estaba secretamente atemorizado y su viaje era una fuga disimulada.
Habíamos ya perdido de vista la costa y el buque se deslizaba por el mar hacia el océano índico. Y, de pronto, tuve una sensación extraña. Me pareció que Almstrom olía a muerto. Fue una sensación transitoria, sutil como una ráfaga de perfume. Yo lo miré con cierto sobresalto, que él notó, porque preguntó:
—¿Tengo mala cara?
Le miré detenidamente:
—¡De ninguna manera!...
Eran justamente las cuatro de la tarde. Nos tendimos en nuestras hamacas. El buque seguía su rumbo y Almstrom, acostado en la lona, miraba la línea azul del horizonte, y la llanura de agua, redonda, finita, centelleaba, envasada por ese círculo cónico que formaba la porcelana azul del cielo en los lindes del horizonte bajo el sol.
Volví a mirarle de reojo. Almstrom encontró mi mirada y repuso:
—Desde que he salido de Egipto, tengo un sueño.
—Debe ser un efecto del mar...
—Es un sueño intempestivo, fatigante... ¿No tengo mal aspecto?
—Yo lo encuentro completamente normal.
Almstrom frunció el ceño e insistió:
—Si no tuviera eficientes pruebas de que mi organismo está en buen estado, me creería enfermo.
—Como siga pensando que está enfermo, va a terminar por adquirir las apariencias de cualquier enfermedad.
Después de estas palabras, Almstrom calló y yo me adormilé en la lona de mi hamaca. Cuando desperté, el sol se ponía en el horizonte. Algunas estrellas comenzaban a diferenciar su luz en lo alto del azul. Almstrom no estaba allí.
Cachazudamente comencé a rellenar mi pipa, cuando un camarero se me acercó:
—Dice el señor Almstrom si puede ir a su camarote.
Por el tono como me habló el criado, comprendí que Almstrom estaba enfermo. Supe que Almstrom estaba enfermo más que por las palabras del criado por la expresión de éste, que me comunicaba una certidumbre personal grave. Estas adivinaciones suelen ocurrir, aunque no son muy frecuentes, y nos impresionan por su justeza.
Crucé rápidamente el puente y llegué hasta el camarote de Almstrom. ¡Qué espectáculo! El profanador del sepulcro de Tutankamón estaba tendido en su litera, la boca ligeramente entreabierta, la camisa rasgada sobre el pecho, la frente bañada en sudor.
—¿Qué sucede?
Me hizo una señal de que cerrara la puerta. Corrí el pasador y entonces Almstrom, incorporándose, me dijo al tiempo que descubría su pecho y parte de su vientre:
—Mire.
No pude contener un escalofrío. En todas las partes blandas de su cuerpo se veían inmensos hongos de color verdeazul con ligeras motas amarillas en la periferia. Con mano cadavérica Almstrom tocó uno de ellos, y entonces entre los dedos se le quedó una mancha verdosoazulenca.
—Brotan de todo mi cuerpo —dijo.— Vea. —Y abrió la boca mostrándome la lengua. Una superficie verdosa y redonda mostraba la formación del hongo.
Me quedé mirándole atónito.
Almstrom continuó, mientras se friccionaba los miembros para deshacer los hongos que cristalizaban la superficie de su epidermis:
—Es un castigo. Vino un hombre. Un hombre de Egipto a ofrecerme este hongo el mismo día que se murió lord Carnavon. Un castigo de Tutankamón.
—Pero usted, Almstrom, ¿cree en esas niñerías?
—Vino el hombre. Yo tomé el hongo. Me llamó la atención su mal olor. ¿Usted no sabe que los hongos se reproducen por esporas? Escúcheme. He consultado la enciclopedia del barco. Hay un hongo llamado empusa muscae. Cuando una espora del empusa muscae se introduce en el cuerpo de la mosca, forma ramificaciones, los filamentos llenan todo el cuerpo y las germinaciones, en forma de hongos, salen por los tejidos más blandos del abdomen. La mosca, atacada por la inercia, deja de volar, duerme hasta que perece. Hay otro hongo, el amanita muscaria, que produce la locura, delirios. ¡Estoy perdido!...
—Pero...
—¡Estoy perdido! Ahora me explico el sueño que me ataca desde hace unos días: la inercia. El hongo del egipcio crece en ramificaciones dentro de mí; sus esporas se van reproduciendo en progresión geométrica. Dentro de algunos días, horas quizá, mi cuerpo estará totalmente cubierto de hongos... De hecho, mi economía orgánica está alterada. Yo ya no podré reaccionar. Me convertiré en un cadáver viviente... Pero escúcheme... Yo no quiero llegar a esto. Castigo o no, estoy perdido. Lo sé.
No supe qué responderle. Sabía yo también que los hongos se reproducían por progresión geométrica; así que dentro de algunas horas el cuerpo del violador de sepulturas herviría de muerte vegetal. Almstrom continuó:
—Me mataré esta noche. En cierto modo me alegro de no ser sepultado en tierra. Me arrojaré al mar. Usted me hará un postrer favor: la verá a mi madre...
—¡Almstrom!...
—No diga nada. Estoy perdido. Mi madre vive en San Francisco. Usted la verá y le explicará lo sucedido. ¡Ah!... Y dígale esto: hay en la cárcel de San Francisco una muchacha encarcelada bajo la acusación de haberle robado a mi madre. Quien le robó a mi madre no fue la muchacha: fui yo. Dígaselo a mi madre. Yo, por otra parte, le dejaré una declaración para el juez. Son tonterías que uno hace cuando se es un poco botarate.
Almstrom dijo todas estas cosas rápidamente; luego me hizo una señal y yo salí. Y sin rubor ninguno diré que salí satisfecho de terminar mi entrevista con ese hombre que debía ser un gran pecador.
Una luna de plata gemaba las olas. En el salón de baile del Green Star
las parejas bailaban, los camareros pasaban frente a los ventanillos
iluminados con bandejas cargadas de refrescos y yo, apoyado en la
pasarela, me puse a contemplar el mar. De pronto, Almstrom se detuvo a
mi lado.
—¿Quiere que bebamos un whisky? Luego me iré...
Le observé. Estaba sumamente pálido. Se mantenía en pie por un esfuerzo de voluntad. Después que nos hubimos sentado, dijo:
—Mi cuerpo parece ahora el tronco de un árbol cubierto de terciopelo verdoso. En cierto modo estoy contento de arrojarme al mar. Esto de disgregarse en las aguas y de permanecer siempre bajo la bendición del sol y las estrellas es consolador.
Levantó su mirada hacia un ramillete de estrellas que temblaban sus cristales sobre el tope del palo mayor.
Bebió el último trago de whisky. Hizo un esfuerzo para ponerse de pie y dijo:
—Vamos.
Le seguí.
Caminó lentamente hacia la popa del buque. Bajó una escalerilla. Sorteó unos pasadizos. Tropezó con una hamaca abandonada en la oscuridad y llegó al último puente de popa.
Un perrito blanco, atado a una cadena, le ladró.
Almstrom volvió la cabeza hacia el barco. En la oscuridad de la noche el buque parecía un barrio de ciudad moviéndose misteriosamente bajo la luna.
—He dejado un sobre con encargos para usted —dijo—, y también la declaración para el juez. Le estoy muy agradecido a sus bondades. Gestione la libertad de la criada.
Yo estaba tan emocionado, que no pude pronunciar una sola palabra.
Almstrom pasó una pierna por encima de la pasarela, volvió a saludarme con un movimiento de mano y luego se descolgó sobre el mar. El bulto de su cuerpo tocó las aguas, sumergiéndose sin vacilación en ellas.
La luna gemaba toda la extensión oceánica. Y en el sitio donde se hundió el violador de la tumba de Tutankamón no quedó nada más que un rizo de agua plateada.
(Mundo Argentino, 11 de mayo de 1938)