Nuevas Aguafuertes

Roberto Arlt


Crónica, Artículo


Canning y Rivera
El café
Hormiguero humano
Carnicerías
Comerciantes de Libertad, Cerrito y Talcahuano
Un simulacro de «ghetto»
Habilitaron un zaguancito
Y ahora
Y la calle es otra
Y los días de fiesta
¿Para qué sirve el progreso?
Calidad de progreso
Artículos de consumo
Hemos progresado
¿Para qué?
Comodidades para caballeros
Impresiones
Todos estos caballeros
El desierto
El que busca pensión
El hombre de la pensión
Cómo se busca pensión
Pensiones fantásticas
Si usted busca pensión
Recreo alemán
Elogio de lo cursi
Sigue lo deliciosamente cursi
Elogio agridulce del capuchino
¿Qué hacemos con el retrato?
Visión y gusto
Elogio final
Ropa para obreros
La elegancia barata
Misterios que no lo son
Hay gente
Existe la sociedad
Tal es nuestra sociedad
El vecino que se muere
Clasificación
Solcito de arrabal
De brazos cruzados
No des consejos, viejo…
Rosmarín busca la verdad
Rosmarín
Voluntad
Dos millones de pesos
¿Cómo engañar al electorado?
El cínico
El pan dulce del cesante
El diálogo patético
Silencio
Diálogo de muchas cosas
Acomodando a los correligionarios
El drama del cobrador
Te compadezco
La excusa
La sed del jugador
Siempre el mismo
Historias
¿Cree? ¿No cree?
Argentinos en Europa
El argentino en Roma
El argentino en París
Lo que no ven los «escribidores»
Se terminó la «lata» en el congreso
Analfabetismo parlamentario
De la necesidad de la lata parlamentaria
Silencio, silencio
El hombre que quiere que le levanten la vigilancia
Levantamiento de vigilancia
Oficios raros
El peligroso sentimentalismo
Divagaciones acerca del empleado
Un empleado singular
Los empleados de tienda
Santos de verdad
¿Para qué?
Ex realidad
No interesan…
La lectora que defiende el libro nacional
Las mentiras periodísticas
Qué es la crítica en nuestro país
Qué es lo que ocurre
Y nuestro público no lee
Por qué no se vende el libro argentino
Yo y los literatos
La prisa por publicar
El negocio de los editores
El demonio del insomnio
Con los ojos cerrados
Otros ruidos
Días de neblina

Canning y Rivera

Canning y Rivera, intersección sentimental de Villa Crespo, refugio de vagos y filósofos baratos; pasaje obligado de fabriqueras, gorreros judíos y carniceros turquescos; Canning y Rivera, camino de Palermo, esquina con historia de un suicidio (una muchacha hace un año se tiró de un tercer piso y quedó enganchada en los alambres que sostienen el toldo del café salvándose de la muerte), y un café que desde la mañana temprano se llena de desocupados con aficiones radiotelefónicas.

El café

Si usted tiene aficiones a la atorrancia; si a usted le gusta estarse ocho horas sentado y otras ocho horas recostado en un catre, si usted reconoce que la divina providencia lo ha designado para ser un soberbio «squenun» en la superficie del planeta, múdese a las inmediaciones de Canning y Rivera. Todas sus ambiciones serán colmadas… y el reino de los inocentes le será dado, por añadidura.

Y le digo que se mude en las proximidades de esas calles porque en ese paraje encontrará todo lo que el alma de un vago necesita para consolación y regocijo de su fiaca. Encontrará allí toda la variedad de especímenes que forman la escala turrones de la ciudad: levantadores de quinielas y redobloneros, anarquistas en embrión, si usted es aficionado a la sociología; tenorios y damas, música (de radio) y típica por la noche, y muchas mozas. El refugio es el café esquinero. Techo alto, tan alto que han podido instalar una baranda con plataforma a la sombra de las estanterías. Más que café, parece una iglesia; pero una iglesia donde se habla de fijas y se trata de temas «profanos o del siglo» como dicen los teólogos. El altoparlante suministra música nacional desde las diez de la mañana. Las ventanas abiertas a la calle invitan a dejarse estar. Las fabriqueras que pasan, incitan a mirar. Los desdichados pintorescos que transitan invitan a meditar. Y con tanta ocupación inútil, pero espiritual, no hay fiaca que al dar las doce del día no exclame:

—Pero ¡la gran siete! ¡Cómo se pasa la mañana!

Y es que en una esquina así se pasa, sin vuelta. En cuanto un ciudadano entra al café, se siente contagiado de la pereza colectiva. Los brazos le empiezan a pesar como si fueran de plomo y la mirada se le llena de neblina. El mozo que está acostumbrado a la clientela, es un plantígrado resignado. No protesta. Sirve el achicoria «express» con la misma sencillez de un mártir. Cinco de propina, y la mesa ocupada tres horas.

Hormiguero humano

Triunvirato y Canning, Rivera y Canning, verdaderos cruces de hormiguero en plena efervescencia. Desde la mañana los cafés se llenan de gente. Desde temprano, bajo los toldos una humanidad de jóvenes fiacas se despatarra en las sillas, y en mangas de camiseta goza del viento y del sol. ¿De qué viven? Para mí es un misterio. El caso es que nadie le mete la mula al mozo, todos tienen los consabidos veinte guitas y una infinita ansiedad de no hacer nada, absolutamente nada.

Pasan las fabriqueras, pantaloneras, chalequeras, alpargateras, gorreras, tejedoras, cosedoras. Son grupos de dos, de tres, de cinco muchachas.

Los zánganos la gozan; la gozan y miran, que otra cosa no hacen. Cuando más largan un piropo, alguna atrevida mira y exclama:

—¡Anda a trabajar, vago! Y el grupo se ríe a grandes carcajadas.

Desfile humano interminable. Babel de todas las razas. Pasan sefardíes con piezas de tela, judíos con cestos cargados de gorras, turcos cristianos con canastas de carne, checoslovacos de blusa (trabajan en las obras del subte), alemanes con baratijas de venta imposible; italianos amarillos de tierra, españoles con manchas de vino en el delantal despensero, y un zumbido incesante se filtra a través del aire, bajo el dorado cielo azul de la mañana.

Carnicerías

Y si no, camine; siga mi consejo. Las carnicerías no son carnicerías sino jaulones bestiales donde sujetos de color de cobre y «tegobis» como manubrios, maniobran entre nubes de moscas y comadres gordas como ballenas. Chicos mugrientos juegan a la «escondida» entre las reses colgadas de los ganchos. Mujeres flacas como estacas y amarillas como si las hubieran teñido con azafrán, sopesan repollos. Un hedor de grasa y de sebo escapa de estos antros. Uno no sabe si se encuentra en Marruecos, en Egipto o en Buenos Aires.

¿No les decía yo que era ése un barrio ideal para un vago? Por momentos uno puede hacerse la ilusión que está en el Magreh-el-Aksa. No se aburrirá nunca. De Triunvirato para Rivera tiene unas doce cuadras de maravillosa mugre. De estupendos tipos. De maravillosos harapos, de indescriptibles jetas, de inauditas observaciones.

Y como es lógico, uno termina por recalar en Rivera y Canning, en el café de la esquina, en el bar que tiene apariencia de catedral, y que es cátedra de fijeros. Cátedra con un órgano rante, el altoparlante que, de pronto, en el silencio que guardan los desocupados joviales, lanzan esta letra con música:


Sos bueno vos también, tenés mucho que hablar…

Cuando estás con José, hablás mal de Julián.


El mozo, que es un plantígrado resignado, rechupa el cigarrillo y alarga la oreja. Es una fija que se trata de un «dato»… ¡y cómo no iba ser, si está tan cerca de Palermo!

Comerciantes de Libertad, Cerrito y Talcahuano

Mordecai, Alphón, Israel, Leví, éstos son los nombres sonoros y bellos de todos los judíos que en Talcahuano, Cerrito y Libertad, toman el sol durante la mañana, esperando a la puerta de sus covachas la llegada de un necesitado de ropa barata o de un «reducidor» que les traerá mercadería.

Y la parte comprendida entre Cangallo y Lavalle, de estas tres calles, está casi exclusivamente ocupada por israelitas sastres o compraventeros.

Un simulacro de «ghetto»

Vinieron de Polonia, de Varsovia, de Serbia, de la Croacia, trayendo en los ojos endurecidos de angustia, la visión de los «pogroms». Vinieron estibados, peor que bestias en los transatlánticos, hablando su dolorosa jerga, tiranizados por todos los «goin», pateados por el Destino, dejando en la tierra de Sobieski o de Iván el Terrible, parientes que no los verían más. Vinieron a esta ciudad como quien va a la libertad. Sabían que allá en la Argentina no había «pogroms». Muchos vinieron con los padres, con la mujer pálida y los hijos despavoridos por el recuerdo indeleble de una matanza o un saqueo.

Y tras ellos vinieron otros, y después otros y después otros. Vinieron los parientes, los hermanos, las madres. Y se instalaron así en la calle Corrientes, en Lavalle, en Talcahuano, en Cerrito, en Libertad. Los que conocían el oficio de sastres o de peleteros, o de la compraventa.

Habilitaron un zaguancito

Cambiaron sus rublos o sus mizcales, y en un zaguancito se instalaron. Adentro en el conventillo, conventillo judío, en una pieza vivían la madre, la abuela, el abuelo, los siete hijos, el pariente, y ellos bajo el mostrador.

Después el viejo se fatigó de ser una carga para los hijos. Y salió a la calle cargado de cajas de fósforos. O con un cajón que instaló en la esquina. Y silenciosos aún se les ve con una gorra de visa de hule y un gabán milenario.

Por la mañana, cuando el sol entibia el lomo de los canes que se espulgan, ellos los primeros, los viejos, los que conocieron el sable del cosaco, y el «knut», los que conocieron el terror del funcionario ruso que los trataba a puntapiés, cansados, sonámbulos de recuerdos de malos recuerdos, con su cajoncito se instalan en la esquina y abriendo una silla de tijera se sientan a esperar al cliente con la paciencia del que espera al Mesías. Leen el diario judío, o dejan perder la mirada en un sueño lejano.

Y ahora

Y ahora es el espectáculo compuesto. Vidrieras tras vidrieras, portales tras portales, un colorido de entoldados, un carnaval de trajes colgados, de trajes de colores absurdos, de trajes color violeta y borra de vino y café con leche claro y si no son las otras vitrinas las cargadas como un bazar de Las Mil y una Noches de artefactos raros, alfanjes y teodolitos, revólveres de calibres extraordinarios y máquinas de escribir del tiempo de Ñauquin. Y en la puerta, gordo, imperturbable, rasurado, granujiento y rojo, un mercachifle hebraico. Otros usan barba, pero por lo general son viejos ya.

Todos aguardan en las puertas de sus comercios. Un muchacho judío limpia la vereda, y un «sefardí» da vuelta a un traje en la trastienda. Candelabros de siete brazos se distinguen a veces encima de las cómodas. Mil olores brotan de la covacha.

Los hijos, mugrientos y gordos pululan en el interior, o van a la escuela. Es aquello un hormiguero humano. Y el emigrado en la puerta, habla en «idisch» con un compinche, o un casamentero.

Y la calle es otra

Han transformado las tres calles. Les han dado una vida ficticia, una vida oriental. El que no ha viajado se imagina que así debe ser Gaza o Jerusalén. Entoldados, trajes que aguardan un comprador, viejas mercando pepinos en las puertas, chicos desgreñados que se insultan en una jerigonza infernal, viejos leyendo el Talmud o la Tora, mientras los piojos les hacen cabriolas en las barbas, «schemil» (hombre de poca suerte), arrastrando una bolsa y departiendo con un rabino grasiento acerca de las mercedes que hace Jehová, casamenteros recomendando a un dependiente hebraico la conveniencia de casarse con la hija de un peletero… todo un mundo maravillosamente exótico se mueve en este pseudo ghetto injertado en el corazón de la ciudad.

Porque aquí es el lugar del judío mediocre, del judío de poco capital. Los grandes judíos, los señorones que observan el «sábado», ésos están más lejos, en Cangallo, en Avenida de Mayo, en Corrientes…, en fin, no constituyen barrio, como ellos los pobretones que se han olvidado de la «Ley» y que venden y viven del «goin».

Y los días de fiesta

¿Quién no ha recorrido estas calles los días del «año judío»? Entonces no hay casi balcón en donde no flamee la bandera con el simbólico pentagrama de Salomón, cuyos triángulos invertidos, según un israelita escéptico significan que «arriba» es igual que «abajo» y que el judío pobre sufrirá en la otra vida como en ésta.

Y quizá sea cierto, porque la base del culto ya falla entre el israelita argentino. Observan el sábado, pero con ironía, sin esa religiosidad de sus mayores, que en el sagrado día no tocaban ni levantaban nada. Comen jamón como cualquier «goin». Y la raza se pierde, se pierde en las bocacalles que miran a todas las caras de la ciudad.

En tanto, pero no como antes, Cerrito, Talcahuano y Libertad, son el más puro y auténtico barrio judío que se haya aferrado a la ciudad. Y la nota de color que ponen en el gris ciudadano, es como un perpetuo carnaval.

¿Para qué sirve el progreso?

Me tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuanto papanata encuentro por ahí, en cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad, me contesta:

—Es que usted no se da cuenta de que progresamos. Y acto seguido me endilga un discurso sobre el Progreso y la Civilización, que hubiera estado muy bien en tiempos de Juan Jacobo Rousseau, pero que hoy no convence a nadie. Y si no, ustedes verán.

Calidad de progreso

La gente se deja embaucar con una serie de términos que en realidad no tienen valor alguno. Estos términos hacen la carrera, se convierten en monedas de uso popular y cualquier otario, ante un caso serio, se considera con derecho a aplicarlos a situaciones que no se resuelven con el uso de un vocablo.

Y es que llega un momento en que las palabras asumen el carácter de moda; no interpretan un sentir sino un estado colectivo, quiero decir, un estado de estupidez colectiva.

Veamos esta palabrita Progreso.

De veinte años a esta parte hemos progresado bestialmente. En todos los órdenes. Antes, para vivir, una familia no necesitaba de alto jornal. Una casita de tres o cuatro piezas se alquilaba en cuarenta pesos; una pieza en doce y quince pesos; pero la mayoría de los habitantes de esta bendita ciudad vivían en casas holgadas, con fondo, jardín y parra.

El progreso ha hecho que por esa misma pieza, que pagábamos quince pesos, paguemos hoy cuarenta o cincuenta pesos; que la casa sea sustituida por el departamento, y que el departamento sea un rincón oscuro, con una superficie inferior a la de un pañuelo y donde para decir una mala palabra sea necesario encender la luz eléctrica, porque si no, la palabra no se ve. Hemos progresado.

Antes, una mediana familia tenía quinta con árboles, donde los chicos pudieran embarrarse a gusto, criarse sanos a más no poder. Hoy para los nuevos chicos tenemos un patiecito húmedo y oscuro, donde las ventoleras tienen tantas direcciones que lo menos que se pesca una criatura en un descuido es una «bronca» neumonía. Hemos progresado.

Artículos de consumo

El pan era sabroso y el vino puro. Llegaba fin de año y el último bolichero le mandaba un canastón cargado de aguinaldos. El panadero ídem. Cierto es que no teníamos ómnibus que despachurraban criaturas por las calles, ni subterráneos, ni automóviles brillantes como espejos. El tren de vapor era un medio de traslación formidable, y el coche un lujo. Los días eran tranquilos. Flores era un barrio de quintas, Palermo ídem, Belgrano igual, Caballito también, Vélez Sársfield idénticamente. Quintas, cercos, bardales, madreselvas, glicinas, el aire de los crepúsculos estaba tan embalsamado de flores en el verano, que la ciudad parecía un pequeño injerto en la perfección de los campos subdivididos. No había prisa en el vivir. El fonógrafo era un mecanismo insuperable; la radio no se concebía, el teléfono era propiedad de pocos felices, y más que medio de progreso, un lujo. Ud. ciego y sordo podía cruzar tranquilamente las calles, pero la tela de un traje era irrompible, los botines se hacían de cuero y no de cartón, el aceite de oliva no era de lino sino de olivas y el único que se gastaba, los carniceros no sabían dónde tirar el bofe y el hígado; la neurastenia era un mal desconocido, la tuberculosis, (hablar de la tuberculosis en aquellos tiempos daba más temor que hoy nombrar la lepra a la que nos hemos acostumbrado) y ciertas enfermedades, que no se pueden nombrar, deshonraban a una familia como el hecho de tener un hijo ladrón o asesino.

Hemos progresado

Hoy no. Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto a demostrárselo. Hemos progresado. Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos, después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie, nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis meses renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro, y a esto ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! ¡Digan ustedes si no es cosa de poner una guillotina en cada esquina!

¿Para qué?

Puede usted decirme, querido señor, ¿para qué sirve este maldito progreso? Sea sincero. ¿Para qué le sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos? ¿Para qué le sirve a la sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de quinientos caballos más moral, una locomotora eléctrica más perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me entiende? Los antiguos creían que la ciencia podía hacer feliz al hombre. ¡Qué curioso! Nosotros tenemos, con la ciencia en nuestras manos, que admitir lo siguiente: lo que hace feliz al hombre es la ignorancia. El resto, es música celestial…

Comodidades para caballeros

¿Por qué todos estos hoteles, a los que únicamente concurren ladrones y desdichados, tendrán en la puerta un letrero que reza: «comodidades para caballeros»? ¿Por qué, si no hay uno solo de los que se dejan caer extenuados en la cama que fue de todos, que sea un caballero?

Impresiones

Este ropero con luna, esta cama de dos plazas… ¡Cuántos se miraron en este ropero, cuántas cabezas se apoyaron en esa almohada!… Pieza la más triste de todas las piezas de la tierra; pieza de «tres pesos, con comodidades para caballero». Hay olor a limpieza; pero a limpieza equívoca. El vidrio está empañado; la funda de la almohada está recientemente planchada, y sin embargo usted apoya allí la cabeza con una repugnancia extraña. Hay un momento que le parece que las sábanas se le pegan al cuerpo para contagiarle una enfermedad terrible. De pronto, en la oscuridad de la pieza, todos los objetos recobran una ostensible personalidad agresiva; el silencio se vuelve sonoro. Aunque usted quiera taparse los oídos, percibe todos los ruidos que infestan la casa; el paso soñoliento del camarero en los corredores polvorientos; los cuatro pasos de dos personas; un paso leve y un paso pesado. ¡Qué ruidos, no se escuchan en el interior de esos infiernos con tabiques de madera, con alfombras desgastadas, con relojes de pared que dan la media hora a cada cuarto de hora!

El «caballero» no puede dormir de entrada en ésas, catorgas. El caballero que llega de la calle, quizá molido en la búsqueda de dinero, palma sus tres pesos al camarero. Éste que es un intuitivo, le pregunta «¿a qué hora quiere que lo despierte?». Luego se escurre como un fantasma y lo deja a usted solo en medio del cuarto, en el corazón del caserón. Allí, impunemente, se puede asesinar a alguien o suicidarse sin temor de molestar a nadie. Aun cuando cien despiertos escuchen el ruido del balazo, nadie se preocupará del asunto. El que más, o el que menos, está acostumbrado a la idea de cometer un crimen o de quitarse la vida. Y allí, la, vida y la muerte son tan poca cosa que nadie irá a molestarse por esa zoncera.

Todos estos caballeros

Todos estos «caballeros» llegan con paso sutil, con caminar oblicuo, con el sombrero sobre la frente. Ni uno solo de estos «caballeros» cree en la honradez ni tampoco uno solo de estos «caballeros» tiene las medias limpias. Todos dan nombre falso y se desvisten con precaución. No hay uno que haga ruido en su cuarto. Se diría que quieren confundirse con la noche, con la oscuridad o con el silencio. Apenas si el elástico de la cama cruje cuando se dejan caer en ella. A veces, el tabique de madera es tan delgado que se oyen los suspiros del «caballero» que no puede dormir. Y el ruido de las botas que arrima a un costado. O el del fósforo al encenderse. Y la expulsión furiosa de una bocanada cíe humo. En estos caserones, insisto, tan extraordinaria es la acústica que hasta el paso de los fantasmas se puede escuchar. Lo único que nunca se «oye» es el estampido de un revólver y el grito de la mujer que recibe un balazo en la cabeza o el desgraciado que ensucia los muros con su masa encefálica. Ahora se explica que el patrón de este infierno haya puesto en su letrero: «Comodidades para caballeros y familias…».

A veces se oye que pasa una «familia» por los corredores. La voz del hombre sorda y apagada, la voz de la mujer indiferente y cruda. ¿Irán a suicidarse, o cuál de ellos piensa asesinar al otro?

El desierto

Y de pronto usted tiene la sensación de que se encuentra en medio del desierto. Un desierto de papel pintado, de tabiques de madera, corredores, y ex hombres. De cada rincón de tinieblas brota un fantasma. Es una sombra blancuzca e informe. Hasta a veces llega usted a levantar la cabeza sorprendido. Hay alguien que camina en su cuarto. Usted enciende la luz y no hay nadie. Sólo la soledad encajonada; la soledad que se le presenta con una catadura tan malévola, que usted contiene el deseo de lanzar un grito o un insulto espantoso, vaya a saber contra qué enemigo invisible.

¡Ah! Y es que usted, aunque no quiera reconocerlo, se siente fuera o expulsado de la sociedad de los hombres. Allí, en el «desierto», todos son enemigos. Cada hombre adivina en el otro una fiera y una historia sucia, turbia o negra. En estos corredores saludar a un desconocido es quizá más grave que insultarlo.

A cada cuarto de hora el reloj hace sonar la media hora. Quizás el reloj está bien y en cambio usted está mal. El tiempo vuela; un cansancio inhumano pesa sobre todas las cabezas apoyadas en las almohadas. Repentinamente un ronquido comienza a raspar el silencio; un mueble cruje, un paso más precavido que todos los pasos anteriores, se desliza en el alfombrado. Bajo la almohada usted aprieta el cabo de un revólver; luego nada. El silencio que es más atroz que todos los ruidos de la civilización sumados, y el ronquido pesado, penoso de una fiera que duerme. Luego un grito de mujer, un grito rápido cortado por una mano que amordaza una boca. Inmediatamente un golpe de tos, y más tarde el silencio: un silencio de casa desalquilada, vigilado por una mano que se apoya en la culata del revólver.

El que busca pensión

El hombre que busca pensión, es un tipo sui generis, y que vive exclusivamente para eso, para cambiar de pensión como el aficionado a la radio existe exclusiva y únicamente para ensayar distintos tipos de circuitos y aparatos.

El hombre de la pensión

Hay individuos que se han pasado las tres cuartas partes de su vida en la pensión y la última cuarta parte en un hospital donde «finaron» de las terribles indigestiones que se pescaron en sus deambulaciones pensioneriles.

Después de este prototipo clásico, está el otro, el que busca pensión accidentalmente y que corre más aventuras que las que pudieran haberle acontecido a Hernán Cortés en la conquista de México.

Cómo se busca pensión

Hay dos modos de buscar pensión. El primero es dejarse recomendar por un amigo a la casa donde éste estuvo habitando un tiempo en excelentes condiciones de alimentabilidad según él, y cuando uno se deja guiar por este procedimiento, sufre desengaños espantosos, porque la pensionera o no es la misma, o harta de dar pensión ha relegado las funciones domésticas en manos de una criada semicocinera y semisalvaje que hace las cosas como Dios le da a entender y aún peor.

El otro procedimiento consiste en tomar un diario dedicado a la fructífera labor del aviso y leerse los quinientos cincuenta que ofrecen pensión.

El trabajo es arduo pero divertido.

Toda la escala social, mediante abreviaturas y expresivas síntesis va pasando su necesidad de ganancia y sus pretensiones ante los ojos del observador.

Ya es la familia que recomienda al visitante no decirle tina palabra al portero que levanta la guardia en la garita que deja el hueco del ascensor, ya es otra gente que no da la dirección de su casa sino la del teléfono, temerosa de que las amistades se enteren de la menestralesca labor, otras, en cambio, piden un caballero, y ese término de caballero resuena irónicamente, en tanto que varias ponen «familia distinguida daría pensión a uno o varios caballeros» y la distinción se va al diablo con el conventillo que se presupone debe ser tal casa con tantos caballeros.

El que busca se queda caviloso con tanto aristócrata que se desvive por albergar a un pobre diablo del modo más económico. Y después se dice que no hay almas caritativas en este país.

Pensiones fantásticas

Hay pensiones fantásticas. Sobre todo en la ciudad de Córdoba, donde la aristocracia venida a menos se dedica a la tarea de enflaquecer estudiantes de La Rioja y Catamarca. Yo me acuerdo de una de ellas que estaba situada en la calle «Ancha», cerca de la «Plaza del Caballo». Era sencillamente fantástica. Por cincuenta pesos mensuales cinco estudiantes disfrutábamos una pieza pequeña, donde en épocas de la cosecha la maldita pensionera, que descendía de un general y era sobrina de un obispo, metía tres braceros más y un terrateniente barbudo. Digo que era fantástica.

Allí se apagaba la luz arrancando la instalación eléctrica. Cierto es que la dueña era nieta de un general, pero cuando en la mesa los platos no gustaban se tiraban con plato y todo al patio. Era fantástica, digo. Los bifes muy duros se clavaban con un tenedor en el empapelado del comedor. La cocinera era una negra que se bañaba los años bisiestos. Eso sí, en la sala había un piano, uno de esos pianos aristocráticos, amarillo, pulguiento, afónico y asmático, un piano absurdo, un piano metafísico. Este piano colocado en la sala reunía por la noche una selecta concurrencia de estudiantes y de niñas. A pesar de que la casa era distinguida, de pronto el baile era interrumpido por tal entrevero de cachetadas que no se sabía si reírse o empezar a barrer el sitio con una ametralladora. Desde entonces le tengo cariño a Córdoba y a sus familias distinguidas que dan pensión.

En otra pensión de la calle Rivadavia, recuerdo que en un ropero encontré un traje olvidado. Allí se comía por cuotas porque la dueña estaba enferma, y como estaba enferma nadie cocinaba y a la hora de almorzar los pensionistas andaban a cachetes de famélicos.

En otra pensión, la de Rafaela, sólo vivían bandoleros. La Rafaela tenía un cocinero andaluz más chulo que un ocho, y ella, en su misma cara, un barbijo maestro. De allí se mudaban los pensionistas en las noches de tormenta y pasadas las doce horas. El comedor era el propio patio de Monipodio y algunos junto al plato de sopa tenían un revólver. La Rafaela, sin ser distinguida, decía que «era de buena familia», cosa que no era posible poner en duda observando el tremendo barbijo que de un lunar del mentón le llegaba hasta la sien.

En otra pensión, recuerdo que la dueña en vez de servirnos la sopa nos servía manuales bíblicos e historias de conversiones.

Si usted busca pensión

Sin jactancia, si me propusiera podría escribir un libro sobre pensiones. Pero hasta entonces le diré, si usted busca pensión:

Desconfíe de esas pensiones donde las dueñas son jóvenes y relamidas. Desconfíe de la pensión donde haya tañido de guitarras y caras de mulatos, desconfíe del pensionero alemán que es ingeniero y que le dice que en su casa usted y su esposa se van a encontrar muy cómodos porque él le da pensión a un doctor y a un abogado, a un farmacéutico y a un profesor. Desconfíe de ese señor de ojos descoloridos que le habla de que él es ingeniero y que por lo tanto tiene la casa de pensión por gusto y no para comerciar. Desconfíe de su doctor y de su médico. Cuando menos, los aludidos son L. C. y él, el ingeniero, falsificador de moneda y tratante de proyectos revolucionarios.

Desconfíe de la señora que le habla de la clientela aristocrática que tuvo. Ésa, señor, no pasó jamás de ex pensionistas de San Miguel. Desconfíe y no le irá mal, porque si no tendrá que almorzar con una ametralladora junto al plato.

Recreo alemán

No me refiero a esos tipos de bares alemanes para invierno, con sus interiores calafateados de cornamentas de ciervos y grotescas escenas de paisajes tiroleses: un tío con el pelo color de zanahoria, las rodillas desnudas y medias verdes, cortejando a una verdulera de mercado tudesco con sombrero que parece un canastillo y nariz en forma de trompeta. No; no me refiero a este bar alemán donde sólo concurren choferes españoles y literatos que van a decirse mutuamente que son genios ignorados y predestinados. ¡No, no! Ahora me refiero a otro bar, que merece el título de recreo y que florece con inusitada exuberancia en Belgrano; bares de cocados con lucecitas entre las ramas de los cipreses y orquesta germánica, que hace chirriar en los violines los valses vieneses de Strauss.

Elogio de lo cursi

Si usted quiere comer mal, vaya a uno de estos bares. Pero si quiere pasar un rato de cursilería deliciosa, de amigable espera, de dulce estar, de simpática concurrencia, entre a cualquier bar alemán de Belgrano; y le prevengo que pasará una hora deliciosa. Se sentirá cómodo y reconciliado con la vida. ¿Por qué? Porque el bar alemán es la síntesis de lo cursi; el bar alemán es la vulgaridad elevada a la categoría de artístico. Y si no, vea:

Desde afuera, en cuanto se detiene el auto, lo recibe un gigante con librea verde y pelo color de remolacha. Y en vez de penetrar a un salón, usted entra a un jardín. A un jardín cuidadosamente afeitado y civilizado, con canteritos de juguete y cipreses bajo cuyas ramas se encuentran mesas rigurosamente pintadas de blanco, como si terminaran de desinfectarlas en un autoclave.

Hay quioscos pequeños, empenachados de madreselva. Usted levanta los ojos, y los árboles están cargados de frutos incandescentes: lámparas amarillas, rojas, azules, verdes. Usted se sienta y un mozo alemán, auténticamente alemán, que no lo han falsificado todavía, se acerca a usted y con más respeto que si se tratara de atenderlo al Kaiser, o a un «feld-mariscal», le ofrece la lista. De más está decir que para alcanzarle la lista el hombre hace un esfuerzo muscular tan extraordinario que de pronto piensa usted que si la «carta» hubiera sido de hierro, se habría quebrado.

Aquí no termina la cosa. No han pasado cinco minutos y, de pronto un caballero que tiene perfil de perro bulldog y cortesanías de gran chambelán, le hace un saludo distinguidísimo. Uno de esos saludos con que, en la mesa donde se firmó el tratado de Versalles, debían inclinarse los delegados después de firmar con la lapicera de oro el enchalecamiento en corsé de hierro de Alemania. A todo esto, usted ha pedido hace siete minutos el morfe. Minga de mozo y minga de alfalfa. Y usted se dice: ¿Quién será este caballero que me ha saludado tan cortésmente? Y nuevamente recuerda usted, si no el tratado de Versalles, la corte de Austria con sus diplomáticos que gozaban la fama de ser los más astutos y desvergonzados del mundo. Al fin se da cuenta que el autor del saludo tan magnífico, tan severo, y tan «kulto», es el «trompa» del figón; el patrón que engorda el ganado de sus monedas relojeando la clientela que mueve la cabeza cadenciosamente al compás de un trozo de «La viuda alegre».

Sigue lo deliciosamente cursi

Usted piensa en las garufas vienesas de antes de la guerra. El mozo instala un chop en su mesa. Vuelve a pasar el «trompa», y con una mirada que le envidiaría el mariscal Hindenburg al revistar las tropas que partían para los lagos Masurianos, inspecciona su chop y repite el saludo como diciendo: «¡Que se le convierta en buena sangre mi cerveza, caballero!».

Reaparece el mozo; reaparición que le recuerda la resurrección de Rocambole. ¿No se había muerto el servo? Parece que no. Trae una servilleta y los escarbadientes. Una familia alemana; el padre, un señor gordo, la madre, una señora que puede cascarlo a Cámpolo y las hijas unas biondas altísimas, siguen tarareando el vals de «La viuda alegre». El jovie escabia una jarra de cerveza y las menores, altas como un eucalipto, trincan también su medio «troli». Estamos en los dominios de Kant, el autor de La crítica de la razón pura. El mozo ha tornado a eclipsarse como obedeciendo a una misteriosa ley cometaria o planetaria. Usted está tentado de pedir una tabla astronómica para indagar en qué otro momento preciso de la noche reaparecerá en el cenit de su «ragú» el mozo aludido. La señora que puede cascarlo a Cámpolo la ha emprendido ahora con media docena de sandwiches. Ahora me explico la frase del gran Federico Nietzsche: «Cuando vayas a la casa de tu mujer, no te olvides del látigo». Claro, ¡vaya usted a levantarle la mano a esa giganta si se atreve! Sólo con un látigo largo, que pueda darle a usted una ventaja de espacio para poder rajar puede animarse a discutir con esa señora que tiene los puños grandes como una granada de mano. En otra mesa un cadete del Colegio Militar.

Es hijo de alemanes, se le ve en la pinta y en el fervor con que lleva el uniforme. Yo siento la tentación de acercármele y decirle, en voz muy baja: Joven, lea «Sin novedad en el frente». Joven, lea «El fuego». Joven, lea «Guerra». La señora que puede cascarlo a Cámpolo, ha mirado respetuosamente al subteniente futuro, y el joven pide otro medio litro. ¿Para qué es hijo de alemanes? El honor de la gran raza se impone. Hay que escabiar. El mismo «trompa» que le infundiría respeto al «Tigre», si el «Tigre» viviera para verlo, sonríe al pasar frente al cadete. El cadete siente en su pecho la invisible carga de una cruz de hierro.

Yo me acuerdo de Goethe, de Novalis, de Schelling, de Wagner y de Hebbel, pero ¡oh prodigio!, en el preciso momento en que me dispongo a entonar un elogio interior en honor de la raza alemana, aparea el croata con una bandeja. Se va al diablo mi lirismo, y el servo, con más precauciones que si me ofreciera un trocito de la cruz de Cristo, descarga un platito con rebanadas de pan negro, y otro platito con unas rosquillas de manteca. Y yo estoy tentado de gritar:

—Pero ¿el morfe? ¡El morfe! ¿Cuándo viene? ¿Se come aquí, o no se come? Yo quiero comer, estoy harto de literatura.

Elogio agridulce del capuchino

Minga de café. Abstención completa. ¿Y qué le queda a usted? Reducirse al capuchino, al innoble y seductor capuchino, que es una mezcla, por partes iguales, de leche y café, servida en una tacita de café. La tacita, para que usted se haga la ilusión de que se manda a bodega una ración de achicoria, y para engañar la visión, como los cocainómanos que cuando no tienen con qué doparse, toman por la nariz ácido bórico o magnesia calcinada. El caso es hacerse la ilusión…

¿Qué hacemos con el retrato?

¿Qué hacemos con la tacita, si el café está en la express? ¿Qué hacemos? Aguantarse, mirar con envidia a los que piden un «café negro y bien cargado». ¡Adiós dulces tiempos del «café bien cargado»! Del café que llegaba humeando y cubierto de espumita marrón, para poner en los nervios una chispa azul de magia; adiós dulces tiempos. Abstención completa de «feca». ¿Y qué le queda para hacer? Así como el morfinómano, cuando no tiene droga se pincha con la «pravaz» para delirar un minuto en espera del éxtasis blanco, así, el bebedor de café, recurre al engañoso capuchino para hacerse la ilusión de que todavía ingiere el negro y excitante veneno; veneno moroso, que le va rompiendo lentamente los nervios, sin que usted se aperciba.

Y lo único que tiene el capuchino es la tacita. Esa tacita que es el retrato nada más. Esa tacita que usted toma con trémula mano pensando que contiene café; tacita que durante un minuto, dos, tres minutos, deja usted encima del mármol de la mesa y la mira halagado, porque es la tacita que contenía café; el café que ya usted no probará más, ¡vaya a saber por cuánto tiempo!

¿Qué le queda por hacer? Pedir un capuchino. También lo llaman «cortado». El mozo lo mide al socaire de una mirada burlona y grita, casi irónico:

—¡Un cortado para uno!

Y llega el cortado, y usted lo relojea broncoso. Eso es café con leche, café con leche para los que no han almorzado y a la una de la tarde piden un capuchino para engañar el hambre.

Visión y gusto

Y usted saborea el capuchino, buscando en el leve amargor del brebaje, ese otro recio amargor del café, que le distendía los nervios y le aceleraba el ritmo de las arterias; pero inútilmente. La leche, dulcificadora y neutra, anula la achicoria, y como único resto del antiguo placer, le queda el consuelo de alimentarse a base de un poquito de azúcar y un resto de lactosa. Mas ¿qué le quedaría para hacer si no contara con el capuchino fiel, con el último grado de la cafeína inofensiva; con el refugio del condenado por la maldita sabiduría de los médicos, que lo toman a usted, le encajan un artefacto en el brazo desnudo, lo inflan como una pelota de goma, y luego, doctoralmente, le dicen, a medida que se mueve la manecilla de un reloj?

—Exceso de presión arterial. Suprima el café; suprima el tabaco. Acuéstese con las gallinas, levántese con el sol. Haga gimnasia. No fume. No beba. No se excite, no se apasione, no lea, no escriba, no respire. ¿Ah, sí? ¿Respirar está permitido? Dígame: ¿Qué le queda a la víctima de uno de estos sierrahuesos? Refugiarse en el capuchino. Ofrecerle su vagancia y su aburrimiento y su gimnasia, sus flexiones y sus trotes higiénicos al cortado, al capuchino.

—Un cortado.

Y viene el cortado, y usted experimenta la emoción de los antiguos tiempos, cuando se bebía diez o quince cafés por día; viene el capuchino en la tacita seductora, y usted lo mira conturbado. Allí está… ¡pero no con el café! Y sin embargo, esa tacita es para café. Pero a usted le está prohibido. En cuanto cometa el terrible pecado de pedir un café tendrá nuevamente la sangre al galope, los nervios en pleno estado de bolcheviquismo, y el fantasma del insomnio, el terrible insomnio que lo mantiene despierto hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, lo sobrecoge; y entonces tímidamente toma la tacita del capuchino y lo paladea lentísimamente, rebuscando en la leche cortada el sabor acre del café; pero es inútil. Eso es café con leche… eso no es cocaína, sino ácido bórico; eso no es morfina, sino el pinchazo de la aguja; eso no es una bomba, sino sencillamente un artefacto pirotécnico para hacerse la ilusión.

Elogio final

Y usted termina por resignarse, por mirar con cara de perro a los que indolentemente y alegremente piden un café «en taza de té»… que es un café doble. Y todo su atrevimiento se reduce al capuchino, toda su audacia se limita al camouflage de tomar un poco de café con leche en una tacita destinada para el más sutil y rompedor de los venenos, para el tóxico que, a lo largo de los nervios, le va dejando un escalofrío que tiene una gota de luna y otra de delirium tremens. Usted renuncia al veneno fácil y barato, para estancarse en el achocolatado, inocuo y estéril capuchino, que es el consuelo de los que no almorzaron a mediodía y de los otros, de los que tienen enfermedades inconfesables.

Por eso, injustamente, si usted tiene los nervios bailando, el mozo que lo ignora lo sobra de una mirada irónica.

Ropa para obreros

Me encantan estas roperías-cavernas que se titulan «El Hermano del Obrero», y que lucen en el frente un cartelón con un crosta embutido en un «overall» azul y una gorra como torta y que sonríe con sonrisa de madera a un muñeco sin sexo que le alcanza un sobretodo «en 19 pesos». ¿Y por qué diecinueve y no veinte?

Tras de estos mostradores, vegetan turcos cristianos y españoles absurdos, eruditos de la mishiadura, técnicos de la pobretería, maestros en eso de venderle un traje de medida en 29 pesos. Siempre el nueve al final.

La elegancia barata

Hay que pararse a comprender el misterio de estas ropas, que permanecen tiesas, meses y meses, en un maniquí y que se destiñen suavemente en el lapso de una estación, manoseadas todas las tardes por innúmeros patos que aspiran a la elegancia económica. Porque si se piensa un poco, resulta incomprensible que le puedan hacer a uno un traje de medida por veintinueve pesos. De confección, un traje de ese precio tiene que ser lisa y llanamente una porquería, ¿entonces?…

En la puerta de estas cavernas hay siempre un sujeto que cose el forro en la solapa de un saco de medida. Más allá, el muestrario. Telas vinosas, rojizas: la gama de colores antisolares que en una semana se han pegado a la ropa interior del damnificado; trajes baratos, de aquellos que con el terror del tenente se convierten en bolsas recalcitrantes en cuanto se los ha puesto; trajes que están construidos expresamente para enfundar a un maniquí y no otra cosa, pues si el maniquí llega a moverse, el traje se convierte en un bandoneón.

El tejido tiene mallas de arpillera. El damnificado teme las consecuencias. En cuanto dejó la seña del traje, el tendero lo convence de que la tela es inarrugable, y en cuanto el hombre se instaló dentro del traje, ya observa que las mangas se encogen; estira el brazo y es inútil. La primera arruga aparece en la mitad de la manga, el borde de ésta comienza a abollarse inicuamente y por más precauciones que tomó al sentarse, la rodillera marca su zepelín incipiente, y el tipo, desesperado, con una ropa que se hace tuerca y unos botines recién lustrados, mira temeroso al cielo que le convertirá el traje ¡vaya a saber en qué cosa!

¿Y los sobretodos? Basta verlos para espantarse. Sobretodos de 19 pesos ¡y de medida! Con bolsillos militares, con sobresolapas militares, con tal cargamento de indumentos guerreros, que el fulano parece un civil disfrazado de suboficial. Eso el primer día. Al segundo, el sobretodo sobre la parte posterior marca un bulto de tela sublevada y rebelde; los bolsillos (y aquí hace falta Einstein para explicarlo) se corren hasta las rodillas; las solapas, que cerraban sobre el chaleco, ahora dejan un escote torcido. Y aunque el trajeado se prenda los treinta botones interiores, destinados a mantener la ropa en un equilibrio posible, es inútil. Salvo forzar el gabán de botones y vigas de sustentación.

Misterios que no lo son

Hoy al pasar frente al «salón» de lustrar, que es un zaguán alquilado por un tío barba, vi, entre latas de pomada, discos de cera y cordones para calzado, diversos folletines que debe hacer más o menos veinte años que fueron impresos. Había allí un manual de cartas amorosas, varios libretos teatrales y un librajo que me hizo sonreír con su título, llamado «Los misterios de la alta sociedad».

Hay gente

La pobre gente cree en lo que ha dado en llamarse «la alta sociedad». Posiblemente la alta sociedad no exista sino en la imaginación de los pobres diablos y las infelices muchachas. Incluso sonríe uno cuando piensa que hay gente que sin tener donde caerse muerta lee y sigue asiduamente los viajes de los «miembros de la alta sociedad». Resulta al final de cuentas que tanto los diarios como las revistas, tienen esa sección, no sólo para satisfacer la curiosidad de gente que casi siempre se desprecia entre sí, como los susodichos «miembros», sino también para entretener y satisfacer la curiosidad de lectores más pobres que rapavelas y lectoras necias y confiadas, aunque día a día la atención de estas chifladas se desvía hacia el cine abandonando la galería social por el encantador hociquito de algún espléndido garañón de Hollywood. Con todo, algunas que son lo suficiente estúpidas para dedicarse a ambos deportes, reparten su atención entre la Galería Social y Cinelandia.

Estos hombres y mujeres (la zoncera no tiene sexo) creen en los «misterios de la alta sociedad». Suponen que «allá» las cosas suceden de distinto modo que «aquí». Es notable; mas yo he conocido gente, casi toda de origen extranjero, que no vacilaba en afirmar que si se «pudiera escribir lo que pasaba entre esa gente, el pueblo se estremecería de horror». Como es natural, al escuchar tan tremendas burradas, me he reído a gritos, ya que indignarse era imposible…

Existe la sociedad

Yo creo que la sociedad o «nuestra sociedad» (la de ellos, no la mía) existe para los que creen en ella. Pasa con esto lo mismo que con aquellos sujetos que toman cocaína. En cuanto probaron ese alcaloide, dicen con el tono más lleno de suficiencia que puede conocerse:

—Hoy todo el mundo toma cocaína.

Y todo el mundo, como es natural, son ellos y otros cuatro gatos. Para el que no cree en «nuestra sociedad» (la de ellos), ésta no pasa de ser un conglomerado de personas que tienen o tuvieron dinero con una antigüedad no inferior a la de cien años de residencia en el país. Pongamos este ejemplo. Estamos en el año 1930. Yo soy un fulano, el fulano Roberto Arlt que escribe en un periódico. En el año 1950 ó 60, reviento y empiezo a tener talento. Si tengo algún hijo malandrino, desalmado e inteligente y que sabe robar a sus prójimos, este hijo en el año sesenta, explota mi nombre, mi prestigio, además explota su sagacidad, su desvergüenza, su falta de escrúpulos, se casa con alguna muchacha de plata y el año 1930, tenemos en la Argentina, unos Arlt aristócratas, pilletes y desvergonzados hasta decir basta, que donde vayan explotarán el nombre del abuelo que fue escritor… e incluso inaugurarán, si a más no viene, estatua del difunto, con un aire extraordinariamente compungido. Y estos Arlt malandrinos y sinvergüenzas, inventarán historias fantásticas, dirán que su abuelo era un aristócrata, o que el padre de su abuelo, harto de vivir en Europa entre algodón en rama, se vino a América a civilizar a sus naturales. Todas estas enormidades grotescas, constituyen en el presente una estupidez y en el futuro lo que se llama «abolengo». El «abolengo» es la necedad y la necesidad embotellada cien años en una garrafa que el tiempo va dorando con mentiras.

Tal es nuestra sociedad

De tal modo está constituida nuestra sociedad. Descendientes de tenderos, de almaceneros, y de gente que vino a ganarse el puchero a estas tierras, que hace treinta años costaban veinte centavos la vara cuadrada, mientras que hoy, hoy en el mismo lugar, cuestan quinientos pesos.

¿Cómo hacerle entender a un animal que entre descendientes de tenderos enriquecidos no pueden haber misterios de ninguna categoría? Porque un marido engañado, no constituye un misterio, por más buena voluntad que se ponga en el asunto. Ni una muchacha que se escapa de su casa entra en la categoría de los sucesos que pueden clasificarse como inexplicables o misteriosos, ya que por el contrario, negocios de tal índole son más claros y comprensibles que el agua.

Sin embargo, hay gente que en cuanto usted habla de «nuestra sociedad» menea la cabeza como diciendo: «¡menudos líos y secretos hay allí!».

Otros creen que las reuniones de gente de sociedad obedecen a consignas dadas por una logia misteriosa y truculenta de señores que van de frac y antifaz a reuniones bimensuales, y para otros, en cambio, la palabra sociedad es como un término brujo que encubre un mundo del cual nadie puede formarse una idea por lo espléndido que es.

Esta gente, defiende a capa y a espada las virtudes y misterios de la alta sociedad, la desacreditan entre dientes y en la intimidad, pero públicamente le rinden pleitesía. Son como esos sinvergüenzas que en la calle se burlan de los curas, pero el día que se casan pretenden que vaya nada menos que el arzobispo de Buenos Aires a bendecir su facinerosa situación.

El vecino que se muere

Claro está; en los barrios del centro, el vecino que se muere no interesa un ardite a nadie; pero en nuestro arrabal, en nuestros barrios, el vecino que se muere es un problema de compasión a plazo fijo y de comentarios innumerables. Además, depende de un factor importante este problema de compasión, y el factor es la enfermedad. Un tipo que muere porque lo atropelló un camión no inspira tanta piedad como otro acabado por un cáncer al estómago. (No sé por qué se me ocurre que yo me voy a morir de un cáncer al estómago).

Clasificación

De clasificar las enfermedades por el interés que inspiran, diría que la que más emociona a las gentes es la tuberculosis.

La tuberculosis es una enfermedad recreativa e instructiva. Depende de los aspectos que revista. (Me había olvidado de que mi director no cree en mis disquisiciones científicas. Suspendo las descripciones. Inicio diálogos).

Vecina primera (asomando a la puerta y saludando a la vecina segunda): Buen día, señora, ¿cómo sigue su vecino?

Vecina segunda (meneando la cabeza): Anoche tuvo un ataque… (Dejando la puerta cancel para ir a la de su vecina). ¡Nos llevamos un susto mi esposo y yo! Oímos tantos gritos que creíamos que se «había quedado».

Vecina primera: ¡También qué gente!… Esperaron a lo último para llamar al médico…

Vecina segunda: Yo lo veía y le decía a la «señora d’enfrente»: Pobre ese hombre no sé cómo hace para trabajar… Trabajó hasta lo último.

Vecina primera: ¡Qué comedido! ¡Qué fino!

Vecina segunda: Así es. A los buenos, Dios se los lleva; a los malos…

Vecina primera (pensando en el atorrante de su marido): Así es. Los malos tienen vida para cien años.

Vecina segunda (a quien su marido da razonables tundas): Es inútil. Este mundo…

Vecina tercera (que viene de la carnicería con un bagayo de carne, pan y verdura. La sigue un perro con cola y un chico que se mete los dedos en la nariz): Parece que nuestro vecino se muere nomás…

Vecina primera: ¡No diga, señora!…

Vecina tercera: Sí; me lo dijo la sirvienta del «dotor».

Vecina segunda: ¿No le decía yo, señora, que era serio? Si había que verlo. Pura piel y huesos.

Vecina primera: Eso no quiere decir nada. Yo conocí a un señor que estaba lo más gordo, daba gusto verlo: pues del día a la noche, se murió.

Vecina tercera: ¿Y no se acuerda de don Juan? Salió lo más bien a la mañana de su casa; va a cruzar una calle, y lo agarró el ómnibus…

Vecina segunda: Por eso yo siempre le digo a mis chicos que tengan cuidado para cruzar.

Vecina cuarta (incorporándose al grupo con una criatura de meses en los brazos): ¿No vieron? Hace un rato llegó el cura…

Vecina tercera: ¡No diga! Si yo estuve casi toda la mañana en la puerta.

Vecina primera: Debe haber sido cuando fue para la carnicería.

Vecina segunda: ¿Así que está el cura?…

Vecina cuarta: Sí; yo estaba preparando la mamadera para la nena cuando oí ruido de auto y me asomé para ver quién era; y era el cura que bajaba…

Vecina tercera: Entonces está en la extremaunción. ¡Pobre familia!

Vecina cuarta: No me diga… La mujer todo lo gastaba en lujos. Hay que ver. Ella tapado de seda y él, con los pantalones que perdían los flecos…

Vecina quinta (que se ha incorporado al grupo y que está zurciendo el fondo de un calzón): ¡Bien decía yo que esa mujer es la que lo ha arruinado a ese pobre hombre!…

Vecina segunda: ¿Y los chicos? ¿Qué harán esos pobres chicos?…

Vecina tercera: Yo tengo entendido que la suegra no quiere saber nada con su nuera.

Vecina quinta: ¡También!… Todo el día desnudos, en la calle…

Sale el cura. El auto que había quedado detenido en la otra cuadra, debido al barro de la calleja, pone en marcha el motor. El cura, con una valija de partera en la mano, valija donde lleva las cosas para dar la extremaunción, camina a paso rápido hacia la esquina, seguido de un perro que le huele la cola de la sotana.

Vecina quinta: ¿Y si fuéramos a la casa?…

Vecina tercera: Yo voy a ir dentro de un rato. Tengo encima del fuego un tarro de dulce…

Vecina segunda: Ahora es la mejor época, porque están baratos los duraznos…

Vecina tercera: ¿Y el entierro?

Vecina primera: Pero, si todavía no se ha muerto…

Vecina tercera: ¿Y si no se muere?… Bien puede suceder. Yo sé de personas que después de la extremaunción, se salvaron…

Vecina segunda: Es como milagro.

Vecina quinta: Y bien puede suceder… Mire, si pasa…

Vecina cuarta: No sé por qué me da en el corazón que no se va a morir.

Vecina tercera: Dios la oiga… Pero yo me voy. No sea que se me queme el dulce.

Solcito de arrabal

Antes de entrar en materia permítanme que les conteste a algunos lectores.

Benacasi: La timidez se combate eficazmente con numerosos baños tibios. En su defecto aprendiendo a pegar saltos mortales.

Oficinesca: A su vez las telefonistas deben echar pestes de ustedes las encargadas de los conmutadores particulares, de manera que se encuentran a la recíproca. Además, está mal eso de que ustedes obreras se «tiren a matar» por insignificancias así.

Villaclara: Bueno, si usted es el autor.

Jota - Erre - Eme: Dicho manifiesto futbolístico parece redactado por el Peludo o un imitador.

Vinchan: Opino que semejantes catástrofes amenizan la vida y enriquecen a los sobrevivientes. Yo iba a escribir una nota humorística, pero sabía que la censura no la dejaría pasar.

Baliña: No se haga mala sangre y largue, aunque quién le dice a usted que en la práctica no sea preferible una estúpida a una inteligente.

De brazos cruzados

El transeúnte del arrabal, particularmente aquel que callejea a la una de la tarde, puede, si pone un poco de buena voluntad, descubrir barrios, donde las «señoras» pasan horas en la puerta de calle, con la espalda protegida por una pañoleta, de brazos cruzados y rechupando un mate. Estas mujeres, a medida que van saliendo a estacionarse en la puerta, se saludan en estos términos:

—Buenas tardes, señora; ¿tomando el solcito?…

—Así es…

Dichas estas palabras se husmean como los perros; de arriba abajo. Luego entornan los ojos y miran hacia la bocacalle.

Son buenas mujeres, chismosas como ellas solas, de nariz investigadora y ojos tipo Rayos X. Tienen en el fondo de las pupilas una chispa de dureza, y en la comisura de los labios esa arruga que no sabemos por qué pinta malicia y tacañería en el semblante. Agregan a dichas virtudes la de un cerebro de las dimensiones del de un pájaro, lo que explica la repetición que sigue:

—Está lindo el solcito, ¿no?…

—Sí, está lindo…

Pronunciadas estas sacramentales palabras, se aprietan los brazos sobre el pecho, giran el cogote y miran hacia la bocacalle, como si de la bocacalle esperaran ver surgir un prodigio.

Los perros juegan en la vereda. Con la cola tiesa y las orejas encapotadas. El almacenero ha salido un momento a la esquina, y desde la ochava soleada, con su nariz de bestia socarrona, husmea el cielo. Siente nostalgia del verde, donde jugaría con sus hermanos a los burros y los caballos. Luego piensa que es preferible empacar pesos y saludando a una señora de sombrero, la única que para salir usa sombrero en el barrio, se sumerge en su caverna.

Las mujeres siguen paradas a las puertas de sus casas. Durante treinta inviernos han repasado cien mil veces la pequeña idea que sigue:

—No hay como el solcito en invierno, ¿eh?…

La que ha introducido tan fenomenal variación en el pensamiento dicho, se queda regustándolo como si hubiera descubierto la inmortalidad del cangrejo. A su vez, la que ha tenido la inmensa suerte de escuchar una exposición tan profunda acerca de los beneficios de la helioterapia, replica:

—Cierto, da gusto este solcito…

Los chicos trotan como pequeños perros por la vereda.

—Angelito —grita una vecina—, vení, Angelito, que te voy a romper el alma.

Como es natural, Angelito no va. Obedecer sería darle una oportunidad a su madre para que no pudiendo romperle el alma le dejara unos cardenales en el cuerpo. Y Angelito se queda parado, enfurruñado en la misma esquina, mientras que la madre vocifera desde setenta metros:

—Vas a ver cuando venga tu padre…

Angelito piensa que de allí a que «venga su padre» faltan cinco horas, y que en cinco horas pueden ocurrir numerosos fenómenos, incluso el de que su madre se olvide de contarle al «viejo» sus fechorías.

Las vecinas, que participan de los beneficios del solarium callejero, prosiguen:

—Sin embargo, ayer no había el solcito que hay hoy… ¿eh?

—Sí, tiene razón, señora, ayer no había el solcito que hay hoy. Era más frío…

Después de una semejante exposición astronómica, los sesos de gallina reposan en una meditación trascendental. Y las consecuencias de esta meditación son las siguientes tesis interplanetarias:

—De un día para otro el sol no es lo mismo.

—Sí, cambia mucho el sol…

—Yo, si no tomo un ratito de sol estoy mal… con los huesos fríos todo el día…

—Y yo estoy muy floja… Me fijé en ese detalle hace cinco años.

Los perros continúan haciendo de las suyas en medio de la calle. Las comadres fingen no ver nada, mientras que los chicos miran y se ríen ostensiblemente.

Una vecina dice:

—Ya van a ser las dos de la tarde…

—Dios mío, ¡cómo se pasa el tiempo!… Tengo que hacer una bombachas de franela, para la nena que está resfriada. Con este frío no anda bien la chica…

—Hay que tener cuidado con la gripe, señora…

—Dígamelo a mí…

No des consejos, viejo…

He pasado diez veces, a diez horas distintas, por un bodegón disfrazado de restaurante «estilo Munich», y siempre frente a una botella de cerveza renovada vi a un viejo curdela de esos que saben caminar como los marinos en tierra, guardando un equilibrio que hace el aspaviento de serenidad, camouflage de los desgraciados que guardan la línea y que adentro están más reventados que caballos. Y mirándolo, me dije:

—Te conozco viejo curdela. Pertenecés al grupo de los que le dan la lata filosófica al mozo bestia; sos de la compañía de los que se acodan en el mostrador y trata de demostrarle al «trompa» la inutilidad de acumular vento, observaciones que el patrón escucha sonriendo mientras que vos palmás el importe de su garrafa de lúpulo, y el mozo bestia te trata, in mente, de «loco lindo».

Te conozco viejo curdela.

Como todos los desdichados tenés una historia maravillosa. Como todos los infelices podés batir una Ilíada de infortunios y una Odisea de penas. Has corrido mundo, te has mamado en todos los bodegones, conocés el parlamento cosmopolita con el que se pide «un troli» en todas las bodegas del mundo, en todos los fondacos del universo, en todas las cantinas del planeta. Y a falta de compañero, le contás tu vida al mozo, que te sobra despreciadamente, y tu filosofía al «trompa», que de no necesitar de tus monedas te sacaría a patadas del bodegón.

Te conozco viejo curdela.

Quizá tenés una renta exigua, quizá te mantenés dibujando planos, dando clases de inglés a futuros dependientes de escritorio, en fin, pertenecés a la innúmera casta de los que tienen mil y un oficios para ganar estrictamente el importe del chopo el medio troli.

Y te das a la cerveza. Te das con la sabia lentitud que conocen los mamúas; lentitud que empieza en mirar cómo espumea en el vaso; lentitud en tomarlo para llevarlo a los labios, lentitud en escabiar, lentitud en vivir… en morir quiero decir…

Porque te morís día a día, con conocimiento de causa. Está de más que te muestren los gráficos con que se intenta atemorizar a los curdelas en los despachos de las comisarías: el hígado hecho un estropajo y el estómago un depósito de carbón. A vos se te importa un pepino la estadística, el gráfico y el hospital. Sabés perfectamente que reventarás un día y de ello te consolás mandándote a bodega más muerte mareadora.

Sin embargo te estimo, viejo curdela. Te estimo porqué tenés los ojos llenos de agua como esas perras que encontramos en los alrededores de los mercados los días de lluvia; te estimo porque un día tuviste el corazón grande como una casa y sobre ese corazón la imprudencia, la negligencia, la estupidez o la imprevisión, hicieron llover desastres sin cuento y penas sin nombre. Por eso te quiero y te miro largamente cuando paso frente al bodegón que con el camouflage del «estilo Munich» llama a todos los solitarios del mundo a beber el olvido y la muerte.

Yo sé el placer que encontrarás en el copetín que revienta en el estómago la dulzura de una fiebre de hospital, el vahído que de pronto en el cerebro dilata una superangustia consoladora; sé perfectamente que a la segunda botella se te importa una nada tu juventud estropeada y tu porvenir peor.

Te sumergís en el pasado y te reís del futuro. Eso es todo. Y le decís al mozo, que no manya de filosofías, y que te escucha porque le darás propina:

—La vida hay que gozarla. La vida es olvido. Pronto viene la muerte y viene lo mejor.

¿A quién le batís esas verdades? ¿A quién? ¡Dios mío! Te escucha el hombre, y el otro que en su perra vida supo de goces sino de laburos forzados y miserias broncosas, te sobra de abanico y maldice el oficio.

¿A quién le decís que la vida es olvido? ¿A él? ¿A ese crosta que no puede olvidarse ni cinco minutos al día que todos los yornos de su existencia tendrá que yugarla como un asno para parar la olla y vestir la progenie que nada en cuatro patas por el conventillo? Y le hablás de la muerte, a él, que cuando piensa en la muerte no puede menos de acordarse del boticario, del médico, del enterrador y de toda la recua de parásitos que le estrujan la bolsa a los que quedan. ¡Qué mala táctica tenés mi viejo curdela!

No le hablés de la muerte ni del olvido al «servo». Engrupilo. Decile que puede tener mañana un bodegón; que tenga esperanzas. Que instale una lechería. Aconsejale que envenene al prójimo y venda betún por crema de leche. Vas a ver qué contento se pone. Pero no se te de por trabajarlo de filósofo. ¿Qué manya ese crosta de filosofía? Lo que quiere es tener un presupuesto para herrar a la progenie y mantener a la dona. Eso es todo, y nada más, viejo curdela. La vida es así. ¿Qué le «vachaché»? La gente no quiere saber ni medio de meditaciones. Alfalfa y vento, nada más. Interés. Papel moneda. El resto se va al diablo.

¿Que vos también fracasaste en la vida y que querés aconsejarle al mozo? Dejate de macanas. Esta vida es tan sucia y estúpida que nadie quiere consejos. Dejá al trompa que amarroque y al servo que le desee una mala puñalada al patrón. Dejalos y tomá tranquilo tu séptima botella. El mundo marcha así, y no vas a ser vos quien lo reforme. Cuando estés harto de cerveza y el alma se te haya caído definitivamente a los pies, comprá una soga, engrasala para que resbale el nudo y del tirante más alto de tu bulín mistongo, colgate en un amanecer. Es el mejor camino que podés tomar, viejo curdela, alma cosmopolita y solitaria, profesor de inglés atorrante, y de dibujo imposible. Pensando en eso es porque te quiero. Pensando en eso es porque de vos escribo. Me parecés un hermano, y a veces… A veces maldito seas: me parecés mi retrato futuro.

Rosmarín busca la verdad

Heme nuevamente entre mis papeles de trabajo. Varias cartas. Las leo. Las agradezco. Contestaré una. Es la que me ha enviado la fábula del León y del Hombre. Usted quiere escribir. Y tiene dieciséis años. Lo que me envía está bastante bien. Sobre todo en lo que atañe al diálogo. Pero en esta sección no podría interesar. Tiene condiciones. La forma de desarrollarlas es escribir todos los días. Y leer. Leer mucho. Pensar más. Vivir. Tratar de escribir como se habla. Analizarse de continuo en todos los sentimientos. Y escribir todos los días. Se tenga ganas o no. Eso sirve para hacerse la herramienta de expresión que, cuando algún día necesite, sobre todo para decir algo (porque ahora no tiene nada que decir), podrá utilizar.

Rosmarín

Yo les hablé en mis aguafuertes silvestres de Rosmarín. Rosmarín tiene la cabeza redonda, el cabello negro y rizoso, los ojos de un duro matiz de acero azul; nacido en Inglaterra, es hijo de polacos, fue traído a los cinco años de edad a América y ha charlado muchas horas conmigo, recostado a la orilla del río, o en la cama, bajola carpa, encendiendo infatigablemente cigarrillos amarillos. Tiene diecinueve años y me dice, o mejor dicho, recuerdo que me decía:

—Hay que encontrar la verdad, el camino de la verdad. ¿Qué verdad se puede encontrar para vivir satisfecho? Vos comprendés que yo no puedo poner ilusiones en el amor. Soy feo para interesar a las mujeres. Otros, a determinada edad, pueden hacerse la ilusión de que podrán enamorar a una millonaria; pero yo sé que eso no ocurre ni en el cinematógrafo, y en cambio sé que hace cinco años que trabajo como un burro, que gano un sueldo reducido y que, frente a mí, no se abre ningún horizonte, ninguna posibilidad de dicha.

Diecinueve años. Bajo la carpa, Rosmarín tiene facha de revolucionario ruso. Yo le digo:

—Querido amigo: una de dos. O vos terminás millonario o en la silla eléctrica de SingSing.

Rosmarín arruga la frente; los ojos de acero se iluminan de vida interior y contesta:

—Tenés razón, todo puede suceder. Por eso estudio estenografía. Con el conocimiento que tengo del inglés, más la estenografía, puedo mantenerme y ganar el puchero en cualquier país.

Rosmarín piensa irse a Estados Unidos. Rosmarín tiene cinco mil pesos. Cinco mil pesos que ganó en la lotería. Sacude la ceniza del cigarrillo y agrega:

—Yo no puedo resignarme a vivir del modo absurdo como vive la gente de este país. La gente pobre, entendámonos. Yo no puedo resignarme a vivir sin una verdad definitiva. La verdad definitiva serviría para esto: Saber cuál es el fin de los sacrificios que uno realiza. Para qué sufre uno. Para qué se dobla horas y horas en el trabajo. Hay países donde se puede vivir de otro modo.

Estas conversaciones siempre en la carpa o a orillas del río. Diecinueve años. Rosmarín termina sus diálogos con estas palabras:

—Porque si no existe objeto de trabajar, si no hay una verdad, una posibilidad de dicha, lo mejor que puede hacer uno es pegarse un tiro. —Diecinueve años. Y yo he tenido la impresión de que éste es un hombrecito capaz de matarse con toda tranquilidad.

Voluntad

¡Cuántos muchachos hay en esta ciudad como Rosmarín! Colocados frente al problema de Rosmarín.

—Yo buscaré la felicidad —dice Rosmarín— hasta cansarme, y si no la encuentro, algo sucederá. Posiblemente lo que suceda es que me resigne a ser una bestia de carga, pero…

Yo no puedo menos que dejar de sonreír. Insisto:

—Querido amigo, has entrado en un terreno prohibido. El del pensamiento. Y estás embromado para toda la cosecha. No podrás dejar de pensar ya nunca más. El pensamiento es como un veneno sutil: en cuanto se gustó, no se le puede abandonar y cada vez va uno más adentro. Mi pronóstico, insisto, es: o te hacés millonario, pero con indiferencia, o…

—La silla eléctrica en Sing-Sing. Tenés razón, Roberto Arlt. Pero ¿y si la felicidad se encuentra en el camino a la silla eléctrica? —Bajo el ángulo de la tela tensa, la cabeza de Rosmarín, con sus ojos de acero agrio taladran el futuro. Enciende otro cigarrillo rubio. Sonríe, me mira y luego:

—¿No te gusta el póker, Arlt?

—Sí; me gusta todo juego, siempre que el naipe sea una figura de carne y hueso. El juego con cartoncitos me parece estúpido.

Rosmarín frunce el ceño, sacude la ceniza sobre el pasto o sobre la manta, y…

—Miró, Roberto Arlt… dentro de unos meses me iré a Norteamérica… Y de vos no me voy a olvidar nunca.

—Rosmarín: tené cuidado… y, si podés, hacete millonario, aunque sea vendiendo chorizos. Has tomado la vida demasiado en serio. La felicidad no existe ni existirá nunca para los que piensan. Rosmarín: hacete millonario.

Dos millones de pesos

Fondín. Decoración barata: estanterías de tercera mano, y algunos frascos de aguardientes y guindado. Mesas pintadas alguna vez y despintadas hace muchos años. El «trompa» que vigila dos «turros bananeros» abocados a un medio litro sanjuanino. En un rincón, los dos Curros que meditan melancólicamente en «todo tiempo pasado fue mejor», protestan de las ingratitudes del destino.

Reo I: Trabajá, después, sacrifícate. Pasate los mejores años de tu vida en Las Heras. Correte el clásico de Ushuaia. ¿Podés decirme para qué?

Reo II: ¡Dos millones de pesos! Y lo que viene a la cola.

Reo I: Dos millones. Mirá. Yo en medio de todo, soy un tipo decente. Aún no le he visto la jeta a un billete de cinco mil. ¿Te das cuenta? Sé que existen, que giran en los bancos, que hay gente que los utiliza; no niego. Pero aún no les he visto la jeta…

Reo I: Dos millones… Que los piantaron con cheques lavados. No lo niego. Pero ¿y nuestra carrera? Yo no me las tiro de filósofo. Soy canero viejo y basta. Pero pienso «Chamuyo, luego vivo». ¿Estamos? Anoche, no podía apoliyar. Dale que dale vueltas en la carrera. Me decía: ¿Para qué servimos nosotros, los de la vida? ¿Qué hacemos? ¡Nada! Somos inferiores. No me interrumpas. Somos inferiores. A cada momento nos encanan… pero los que roban, no somos nosotros. Yo no sé si esto será filosofía, pero sé que no son macanas. ¿Podés decirme? ¿Sos vos el que te alzaste con dos millones de pesos? No. ¿Fue Josecito? No. ¿Fue el Rengo? No. ¿Fue el Pibe Membriyo? No. ¿Fue Potito Manyianelo? Sin embargo, bien te corriste vos tus tres años en Las Heras, y yo no puedo decir que mis setenta entradas sean fayutas. Entonces, ¿en qué quedamos? En que ni vos ni yo le conocemos la jeta a cinco mil mangos. Sabemos que existen ¿pero vos los has visto? No. ¡Yo tampoco!…

Reo II: Dos miyones… y con cheque lavado…

Reo I: Me da bronca, me da. ¿Para qué nuestro oficio?

Pensá bien. Metete eso en los sesos. Primero aprendí a levantar potriyitos, zonceras de nada; después a forzar cerraduras; después a tomarle el pulso a las claves. Me conozco el descuido a la perfección. Con el cuento del tío, puedo hacerla yorar a una piedra. ¿Y le vi la jeta a cinco mil mangos alguna vez? No. Tengo setenta entradas, cuarenta «manyamientos», tres años de prisión, quince procesos, ciento veinte indagatorias, quince absoluciones… Ya ves. ¿Y todo esto para qué nos sirve? ¿Nos sirve para algo? No. ¿Pero sos vos el que robó los dos miyones? ¿Soy yo? No…

Reo II: Dos miyones… y con cheques de los Tribunales…

Reo I: No digo que sean los jueces los que se levantaron con los dos miyones. No.

Reo II: No me hables de los jueces.

Reo I: Ni tampoco de Santiago… no…

Reo II: Y la Migdal, ¿qué me decís de la Migdal?…

Reo I: Soy filósofo… Pero estoy triste. Nuestros tiempos han pasado. Convencete Sebastián. ¿Por qué se han pasado? No lo sé. Pero pasaron. Convencete. Han llegado tiempos nuevos. Los veo. Minga de individualismo. Antes, cada uno robaba por su cuenta, y listo el poyo. Me acuerdo, y vos también. Vinieron los socialistas y empezaron a dar la lata del cooperativismo, de la mutualidad, de la ayuda gremial… ¿y cuáles son las consecuencias? Nosotros los pobres crioyos, quedamos en la vía; y ellos, los cogotudos, los grandes reos, hacen sociedades, se reciben de dotores, pues en todo lío hay mezclados dotores. Y así estamos…

Reo II: ¡Dos miyones!

Reo I: Yo no digo que los jueces supieran. Ningún juez está obligado a saber nada. Por lo general, nunca saben ni a quién condenan. El que lo sabe es el secretario.

Reo II: Y dicen que andan mezclados abogados…

Reo I: ¡Dios te libre de abogados! Cuántas veces me dije, ¿por qué en vez de seguir la carrera de ladrón, no he seguido la de ave negra? ¿Por qué? ¿Para qué sirve mi técnica, si en las cajas de fierro se guardan programas de carreras y aspirinas? ¿Qué has robado vos? ¿Qué he robado yo? No es que me las quiera tirar de filósofo. Un viejo ladrón está más allá de los grupos. Más allá de las macanas. ¿Pero qué nos queda de hacer a nosotros? ¿A quién robar? Si ahora nos alzáramos con este medio litro de vino, nos mandan a Ushuaia. ¿Te das cuenta? Si le aplicas la furca a un zanagoria, te declaran delito con agravante y te dan tiempo indeterminado. ¿Qué hacer? ¿Morirnos de hambre? ¿Regenerarnos? ¿Hacernos católicos? Ahora corre la mula de hacerse católico. No hay turro que no la trabaje por ese lado. Pero los católicos no tienen plata. ¿Hacerse socio de la Migdal? Ésa es gente decente y ni para porteros nos recibirían en el nuevo club que van a organizar. ¿Ir a los Tribunales? Bien muertos nos largarían. Son tantos para robar que en cuanto mostráramos la jeta nos mandarían a los sótanos.

Reo I: ¿Qué hacer?

Reo II: Ése es el problema. ¿Qué hacer? Podemos competir con los pequeros, con los abogados que tienen auto, con los tratantes que trabajan con personería jurídica, con los picapleitos que lavan cheques, con los jueces que lo ignoran, con la policía que no nos quiere. Pero estamos atrasados. Somos de otra época, hermano. De otro siglo. ¿Qué querés con tu furca y tu cuento del tío si no sos persona decente? Con razón nos decían en el colegio: «Hay que ser honrado». ¡Y es claro, mi hijo! Únicamente así se puede robar. ¡Únicamente así se le puede ver la jeta a un billete de cinco mil…!

¿Cómo engañar al electorado?

Me dice un candidato a diputado:

—Hay que trabajar por la salvación del país. La patria está al margen de la bancarrota.

—Che, hace el favor, andá a engrupir a otro… a mí no me vengas con esa novela… Decí la verdad. ¿Cuántos negocios pensás hacer…?

—Qué negocios querés que se haga si no hay oposición. Se puede maniobrar, y bien, cuando hay partidos de oposición que guardan equilibrios con el partido oficial. Entonces sí vale la pena hacer negocios, mejor dicho hay posibilidades de acomodarse, pero de este modo… Te prevengo que hoy rinde más vender boletos en el hipódromo que ser diputado. De cualquier modo, ¿no se te ocurre nada con qué engrupir al público de electores?

—De qué modo engrupir…

—Sí, una de esas macanas que corren y se las creen todos… Con el petróleo, por ejemplo, no embromamos a nadie hoy. Con el oro, ¿qué sabe la gente de oro?, como no ser el oro del anillo de compromiso… La nafta interesa sólo a los chaufeurs… El azúcar… todas ésas son cosas pasadas de moda.

—Hay que buscar y encontrar algo que parezca verdad —me dice el malandrino que es candidato a diputado por un partido—. Hay que buscar y encontrar algo que los deje groguis a todos los giles que en este país creen en la democracia. Por ejemplo: ciertos políticos con el asunto de los empleos tienen acaparado el electorado de la República. Nosotros no podemos ofrecer empleos. No podemos comprar libretas con empleos. Y hoy los giles piden algo más que un plato de lentejas para votar. Decime vos, con qué lo «engrupís» a ese electorado. Ahí está el problema. Se pasaron los tiempos de la empanada criolla, de la bordalesa de vino, las partidas de taba y el asalto en el atrio de la iglesia. Hoy se puede asaltar, robar, matar, engañar, todo crimen político puede ser cometido en estos días de «iniquidad» como ingenuamente los llamás vos…

—Veo que lees mis notas…

—De vez en cuando… Todo crimen político puede ser cometido siempre que se tenga la astucia de rodearlo de legalidad y de chicana jurídica…

Como todos mis compinches. Más aún, te voy a contar una anécdota. Cierto diputado me decía una vez: «Si votando una guerra en la cual la Argentina se viera mezclada, yo ganara un millón de pesos, votaba esa guerra…».

Me he puesto serio. No sé qué decir. Mi gran hombre continúa:

—Hay que ser un imbécil o un loco para creer en la honradez y en la democracia. Aquí tenemos la desgracia de no contar con industria, porque si no, aparecían muchos problemas explotables. ¿Qué problema se inventa entonces? Hay que sacar una mentira desde un ángulo poco común, descubrir una panacea que los embauque a todos… Mirá si seremos desgraciados que ni el peligro de una próxima guerra tenemos… Con el bolcheviquismo no se va a ninguna parte, si no mañana mismo me hacía bolchevique. Con el fascismo… que querés, es para los morfones de tallarines… Aquí, lo que hace falta es una concepción política que tenga apariencias de democracia y que no lo sea, que responda a todos los deseos y a ninguno, que esté contra todos y con todos… Más claramente, un caballo que no sea caballo… uno de esos bodrios sabés… que ni Dios los entiende.

El cínico

—Sabés que ya te pasás de cínico…

Mi gran hombre da un puñetazo en la mesa; luego:

—¿Podés decirme vos qué tiene que ver la vergüenza, la decencia, la honestidad, el pudor, los buenos sentimientos con la política? ¿Querés explicarme y dejarte de decir macanas? Cuando entrás a una zapatería no es para hacerte un traje sino un par de botines, ¿no? Bueno, cuando vas a lo de un político no es a comprar decencia, ni honestidad, ni ninguna de esas pavadas… ¿Por qué me decís que soy un cínico?

Es como si le dijeras al sastre y en tono acusador: Usted es sastre. Claro que soy sastre, te contestará el otro. Claro que soy cínico, te contesto yo. Un cínico pero sin mercadería. Sin mercadería electoral. Cada uno de mis camaradas está en la misma desgraciada posición. No se encuentra ni por broma un filón explotable. El electorado está como un burro que no tiene sed, y vos sabés que no hay cosa más difícil que hacerle tomar agua a un burro que precisamente no tiene sed. ¿Qué hago? ¿Qué hacemos? Los redactores de carteles nos miran despavoridos. No tienen nada para redactar. Los matones están consternados. No hay quien los contrate ni por un plato de sopa, porque todos son matones hoy. Los oradores que antaño contratábamos por poco y nada están en baja, y están en baja porque no tienen nada que decir. Somos francos, vive Dios. Yo no pido gollerías. Pido robar, robar honradamente como cualquier hijo de vecino. ¿Es pecado eso? No. ¿Entonces? ¡Seamos amigos con el pueblo, qué diablo! Esquilmémoslo razonablemente. Yo no soy ese diputado que por un millón de pesos embarcaría a su patria en una guerra. No. Por quinientos mil pesos metería a nuestro planeta en las ollas del infierno. Lo que falta es el pretexto. Lo que falta es un electorado inteligente, que se de cuenta de nuestra capacidad, y aunque empapelemos la ciudad desde el zócalo hasta las cornisas, vamos muertos, y vamos muertos porque falta una gran mentira con que mover la masa ciudadana. El que la encuentre, créalo, el que encuentre la gran mentira, podrá llegar hasta ser Presidente de la República.

El pan dulce del cesante

Usted ha entrado con toda naturalidad a una confitería, y ha encargado su pan dulce, su turrón y su vino, con la serenidad de un hombre que cumple los ritos familiares que consagran las fiestas de fin de año. Usted ha entrado con toda naturalidad; pero ¿me permite? Le voy a reproducir un diálogo, el terrible diálogo del pan dulce que estalla hoy en muchas casas.

Protagonistas: un hombre y una mujer. Hombre flaco, mujer flaca. La mujer puede estar inclinada sobre una batea o secando platos en una cocina. El hombre podrá estar arrancándose los pelos de la barba con una «gillette» consuetudinaria, en mangas de camisa y con la mitad de la barba afeitada y la otra mitad con barba de cinco días, escondida en la espuma del jabón.

El diálogo patético

La mujer: ¿Sabés? Habría que comprar pan dulce. Nunca hemos pasado una Navidad sin pan dulce.

El hombre: Cierto. Ni el año que me rompí la pierna.

La mujer: Ni el otro año en que estuviste enfermo de apendicitis.

El hombre: Ni aquel año, ¿te acordás?, en que se murió el nene.

La mujer: Ni tampoco aquél en que vos perdiste el empleo.

El hombre: Sí; pero teníamos ahorros.

Silencio. La mujer coloca los platos en un estante. El hombre se enjabona la otra media cara, donde se ha coagulado la espuma del jabón amarillo. La mujer suspira; se mira los brazos un momento, luego:

La mujer: Habría que comprar pan dulce. Será muy triste para los nenes. Los chicos de todos los vecinos salen a la puerta con un pedazo en la mano. Y vos sabés cómo son los chicos; aunque no quieran, miran con ganas.

El hombre (pensativo): Cierto, miran con ganas.

La mujer: Y vos sabés cómo son los chicos…, sufren y no dicen nada…

El hombre: Es así…, pero, no hay plata…, no hay, m’hija. ¡Maldita navaja! No corta…

La mujer (patética, sentándose en la orilla de una silla): Esta miseria… (el hombre vuelve bruscamente la cabeza) no te lo digo porque vos tengás la culpa… no…

El hombre (dejando la maquinita de afeitar en el quicio de la ventana): No tengo un cobre, m’hija. Fui a pie al centro. Estoy fumando puchos viejos. Maldito gobierno.

La mujer: ¿Y Juan, no te puede prestar?

El hombre: Le he pedido mucho.

La mujer: ¿Y no hay nada que empeñar? (Como hablando sola): ¿Por qué será esta vida así? Habría que comprar aunque fuera medio kilo de pan dulce. ¿Sabes? El pan dulce… yo no sé… Vos ves el pan dulce, y la fiesta parece menos triste. ¿Me entendés?

El hombre: Sí, si, ya sé.

La mujer: Hasta las sirvientas, ¿quién?… hasta el más pobre hoy tiene pan dulce en la casa. Hoy, a mediodía, lo vi pasar a don Pedro con su paquete. Todos pasan con un paquete… (La mujer cansada y triste, cierra los ojos evocando paisajes idos. Apoya el mentón en la palma de la mano, el codo en la rodilla, y en la frente se ahonda una arruga).

El hombre: ¿Y cuánto cuesta el kilo?

La mujer: Dos cincuenta. Medio kilo seria… uno y veinticinco.

La mujer: Hay que comprarlo. Los chicos no pueden quedarse mirando cómo comen los otros, ¿sabés? (Una voluntad sorda endereza la espalda de la mujer al pensar en los hijos. Mira con energía al hombre, en ese momento es casi su enemiga. En cambio, el hombre se abolla más en su impotencia egoísta. Pero mira a la mujer y la siente grande; grande, a pesar de su fealdad, de sus brazos flacos, de su cara arrugada. La mujer, a su vez, piensa: «¡Y éste es el hombre, cuando el hombre y la mujer somos nosotras! El hombre es otra cosa sin nombre»).

El hombre: Sí, hay que comprar el pan dulce. Un peso y veinticinco. A ver…

La mujer (dulcificada): Tenés ese traje que está un poco arruinado.

El hombre (tratando de salvar el traje): También hay un triciclo del pibe, que ya no lo usa casi…

La mujer: No, el triciclo, no. Además, si vendés el traje…

El hombre: Cierto, se puede comprar, además, un poco de turrón. (Piensa: «Al fin y al cabo, también me compraré una caja de cigarrillos. No es mal negocio». Entusiasmado): Sí, hay que comprar el pan dulce. Váyase al diablo el traje. Los chicos…

La mujer: Te darán quince pesos por el traje…

El hombre (pensando en la caja de cigarrillos): Aunque me den diez, lo largo…

La mujer: No. Pedí doce cincuenta, lo último. Y te comprás un kilo.

El hombre (súbitamente avergonzado de su egoísmo): ¿Y vos?, ¿no querés nada?

La mujer (sonriendo con sonrisa cansada): No, m’hijo. No quiero nada. ¡Ah! Comprate cigarrillos.

Silencio

Luego los dos fantasmas se han quedado en silencio. Cada uno con los pensamientos por su lado. La mujer en su pasado; el hombre, en su futuro. La mujer, en lo que debe hacerse; el hombre, en lo que puede hacer para él. Una generosidad y un egoísmo, siempre clavados de frente, siempre forcejeando en lo oscuro de su conciencia.

Diálogo de muchas cosas

Juro que en muchas casas ha reventado hoy este diálogo de penuria y de angustia; que muchas mujeres flacas han pronunciado estas palabras que he escrito, y que muchos hombres han inclinado la cabeza con el alma arañada por esta miseria de un peso y veinticinco que cuesta medio kilo de pan dulce.

Acomodando a los correligionarios

Salón con dorados; cuadros en el cielo raso. El retrato de Yrigoyen a un costado, a otro costado una escribanía, en el centro una mesa donde pueden cenar o almorzar con toda comodidad veinte personas. Tras de la mesa un sillón, que parece la silla giratoria en que se sienta el papa, cuando lo nombran. Un secretario en un rincón, y por cualquier ángulo canapés monstruosos. Papeles, tinteros de cristal de roca y tras de los vidrios esmerilados, la silueta de un ordenanza (prontuario: tres indagaciones por homicidio).

Es hombre de «confianza» de su amigo el político. El hombre del prontuario entra:

—Dotor: (mi amigo no es doctor). Hay ayí un recomendado del señor…

—Que pase. (Mirándome a mí). ¡Vas a ver qué plato!…

Entra el recomendado. Un fulano cualquiera. Cara de hambre con cuentagotas. Botines lustrados expresamente para ver al político. Cuello lavado ex profeso para ver al político. Uñas limpiadas y pulidas expresamente para ver al político.

Político (leyendo, sin levantar la vista): Tanto gusto amigo. Aquí el correligionario y amigo me envía una carta que es una orden… sí señor (enojándose solo), una orden para que lo ayude… ¿dos o tres cátedras? (El recomendado cree que se va a desmayar de emoción).

Recomendado: Pero señor, si apenas sé leer y es… Político: Secretario: anote. Orden del señor X. ¿Urgente? Tres cátedras para el amigo (lo señala con la mano).

Recomendado: Gustavo González…

Político: Que sabe leer y escribir… Una orden, amigo. ¡Cómo no! Encantado. Porque esta recomendación es una orden, amigo, para mí. El correligionario X, ha prestado servicios impagables a la causa. Estamos obligados, moralmente obligados, a satisfacer sus pedidos.

El hombre del prontuario: Fulano de tal, de parte de…

Político: Anote bien, secretario…

Secretario: Anoto: de orden del señor…

Político: Perfectamente. Amigo González… Espere tranquilo los nombramientos. A sus órdenes. (Al hombre del prontuario): Acompáñelo al señor. Que pase Fulano de Tal.

Fulano de Tal (em>Referencias dactiloscópicas: ojos trasnochados; jeta perrera. Camina como pisando huevos): Buenas tardes, dotor. Sírvase.

Político (leyendo la carta sin levantar la vista): Tanto gusto, amigo. Aquí el correligionario y amigo, me envía una carta que es una orden… Sí señor (enojándose solo). Una orden para que lo ayude… ¿dos o tres cátedras? (El recomendado mueve la piel de la frente y las dos orejas, como si no comprendiera).

Fulano de Tal: ¿Yo? En la Municipalidad, como ordenanza…

Político (con gesto barredor, al secretario): Anote, orden del señor X. Urgente: tres cátedras para el amigo. (Lo señala con la mano).

Fulano de Tal: Pancho Leiva, su seguro servidor. Boedo 4344, su casa. (Todo de un tirón).

Político: Tres cátedras para Pancho Leiva su seguro servidor; que sabe leer y escribir.

Fulano de tal: Leer sé… escribir ¡minga!…

Político (con gesto barredor): No hace falta. Una orden amigo. ¡Cómo no! Encantado. Porque esta recomendación es una orden para mí, amigo. El correligionario X ha prestado servicios impagables a la causa. Estamos obligados moralmente, moralmente obligados a satisfacer sus pedidos…

El hombre del prontuario: El señor Mengano…

Político: Amigo, a sus órdenes, anotó bien secretario…

Secretario: Anoté de orden del señor…

Político: Perfectamente. Amigo Pancho González… quiero decir… Leiva. Espere tranquilo los nombramientos. A sus órdenes. (Al hombre del prontuario). Acompáñelo al señor.

Mengano (Referencias personales: Un ojo bizco. Nariz de remolacha. Pantalón negro, chaleco color café, saco color verde botella. El ojo que no está bizco lagrimea. Trae una carta en la mano. La entrega al político)

Político (leyendo sin levantar la vista): Tanto gusto, amigo. Aquí el correligionario y amigo me envía una carta que es una orden… Sí, señor (enojándose solo); una orden para que lo ayude… dos o tres cátedras… (El recomendado pone cara pavorosa, como si se dispusiera a asesinar a alguien por las dos o tres cátedras).

Mengano: Excelencia, con una sola cátedra este servidor…

Político (con gesto barredor al secretario): Anote: orden del señor X. Urgente; tres cátedras para el amigo (lo señala con la mano).

Mengano (casi llorando): Aníbal Pérez, su esclavo, excelencia…

Político: Que sabe leer y escribir. Una orden, amigo… ¡Cómo no! Encantado. Porque esta recomendación es una orden para mi. El correligionario X ha prestado servicios impagables a la causa. Estamos obligados, moralmente obligados a satisfacer sus pedidos…

El hombre del prontuario: Dotor, pregunta el señor Zutano…

Político: ¿Anotó bien, secretario?…

Secretario: Anoté de orden del señor…

Político: Perfectamente, amigo. Espere tranquilo los nombramientos. A sus órdenes… (Al hombre del prontuario) Que pase el señor Zutano.

Político (al hombre del prontuario, a la hora en que la secretaría del ministerio se cierra): Che José, echó creolina. Si esos atorrantes vuelven por aquí, que los reciba Ñ. (Al secretario): Pásele los nombres a Ñ. Anote: para que Ñ. los pase a B. (Mirando como quien despierta de un sueño en redor). Estoy mareado con tanta gente (transición). ¡Che secretario!

Secretario: ¿Doctor?

Político: Avísale al comisario de la… que esta noche me espere en la timba de Morón…

Secretario: La de la calle Rauch.

Político: La misma.

El drama del cobrador

Iba a poner estas palabras:

«Han llegado los dramáticos días para los cobradores»; pero, de pronto, pienso que el cobrador de cualquier cosa vive en perpetuo drama, y entonces me pregunto: ¿Con qué palabras puedo comenzar esta nota?

Porque… carnaval en puerta, elecciones en puerta… cesantías, después de las elecciones, en puerta…

Te compadezco

Te compadezco, cobrador destartalado. Te compadecemos todos. Te aborrecemos todos. Con tu pinta inconfundible, con tu cuello de celuloide, los únicos que quedan en el mercado privado, con tu corbata que fue y no es, con tu camisa zurcida por todos los bordes que se doblan, con tus botines que tienen el color del sapo, y ese traje roído por el sol, el viento, la lluvia, la tierra, y tu valija o cartera de procurador bajo el brazo… Te compadezco, cobrador destartalado.

Cobrar. Cobrar. Esta palabra resuena en nuestros oídos como la trompa del juicio final en el día postrero. Cobrar… ¡Cobrarías!…

Han llegado los días de experiencia amarga para los cobradores. Si bien es cierto que no hay ciudadano que sea reacio a palmar el vento ganado en legítima o ilegítima «yugada», si bien es cierto que todos son parcos en eso de aflojar los cordones invisibles que cierran las bolsas invisibles, si bien es cierto que no hay día en que todo cobrador no se sienta varias veces descuartizador, los tiempos de impiedad han crecido en estos días, y no hay hombre que se estime un poco que no le diga a la vieja, a la hermana o a la mujer:

—Che, si viene el cobrador decí que no estoy. Que no estaré tampoco. Que he desaparecido. Que han dado cuenta a la policía de mi desaparición. Qué creen que me han descuartizado.

Y llega el bendito. Llega y llega con cara de apóstol. El brulote de los recibos bajo el brazo. La sonrisa pascual, evangélica. Golpea y se pasa el pañuelo por el cogote. Esto es sintomático. Se pasa el pañuelo por el cogote para que el que abra la puerta tenga la sensación de que llega cansado de recorrer inenarrables leguas y así no tenga corazón endurecido para rechazarlo. Llega y llega sonriendo el apóstol. Llega y dice:

—El recibito.

No especifica de dónde es el «recibito». Cuando la puerta de calle queda entreabierta y los del interior lo pueden ver, el hombre sigue con el pañuelo laburándola de sudoroso. Se pasa el pañuelo por el cogote y bufa. Si sale un chico le sonríe al chico, aunque en su interior quisiera exterminarlo. El chico le da una patada en la canilla, la madre lo ve y el apóstol exclama:

—Estos angelitos…

Asoma la portadora del recibo, la que debía portar el vento y no el papel mojado.

El apóstol ensaya una mirada asesina. Bufa, auténticamente. Reprime diez malas palabras vertiginosas. El «angelito» se desarrima prudentemente del cobrador.

La excusa

—Dice mamá que si puede pasar el mes que viene que mi hermano salió para el campo…

El bendito rechina los dientes. Diez mil malas palabras fulgurantes le estallan entre los sesos y los huesos del cráneo. Tiene ganas de asesinar a alguien. Y sonríe como un bulldog…

—Pero si esta cuentita hace cinco meses que debía estar cancelada…

—Cierto, tiene razón, pero mi hermano… vino y se fue…

—Pero podía dejar la plata su hermano…

—«Muchacha» —gritan de adentro—, «cierra esa puerta que entra calor»…

—Bueno, véngase el mes que viene…

La puerta se cierra. El apóstol murmura injurias tremendas. Tiene ganas de tumbar la puerta a patadas. ¡Dónde está su comisión! Cuando piensa que ha caminado diez cuadras a contramano, nuevas y más retumbantes malas palabras le rechinan entre los dientes. Olfatea la puerta, pero como la puerta no es maquinita de hacer plata, el cristo se aleja, se aleja y mira para atrás. En la garganta se le atragantan quinientas nuevas malas palabras inesperadas.

Camina y su tristeza se hace inmensa. Nadie palma. Nadie quiere saber ni medio de pagar. Y él vive de la comisión. ¡No haber nadie para asesinarlo! En su pecho crece un odio espantoso. Carnaval en puerta, cesantías, la plaza está mal, las elecciones; hay vagos que en vez de trabajar se van a pegar carteles, y gratis… El hombre siente descomunales ganas de oscurecer el sol de una andanada.

Estampa derrotada de cobrador. Estampa fulera, vencido de la vida; escombro que por una irónica contradicción del destino tiene que dedicarse a recolectar «vento». Te compadecemos. Te aborrecemos. Tu figura nos espanta como la del ángel que tocará la trompeta del juicio en el día postrero. Te aparecés cuando menos esperamos a sobresaltarnos el bolsillo, a amargarnos el almuerzo, a estropearnos la cena; te aparecés con la amplia sonrisa del apóstol y un oscuro pañuelo grande como una sábana para demostrarnos todos los trabajos crueles que tiene que sobrellevar el que se dedica a hacerle «vomitar» el «argent» a sus prójimos. Y sólo nos consuela de largarte a la pileta, de no palmar, ni medio, sólo nos consuela del remordimiento que podríamos sentir, la andanada de injurias que nos echarás a las espaldas. Ese desahogo bien vale el no pagarte.

La sed del jugador

A las tres de la tarde había ganado treinta y ocho mil pesos; a las cuatro de la mañana, en el tercer viaje que hice a mi casa para buscar dinero, me quedaban quinientos.

Luego, el hombre chiquitín, envuelto en una bufanda y con el sombrero picado y manoseado inclina la cabeza sobre el pocillo, para continuar diciendo:

—Por eso siempre le digo a mi ahijado: tomá ejemplo de este jockey en desgracia. No jugués; si ganás plata, amarrocala; escapale a las mujeres, al copetín, al «escolazo». Le hablo así, porque es muchacho y me entiende. «Pero padrino, me dice él, algunos ganadores no le hacen mal a nadie. Y si son de fija…». Es inútil; el hombre tira al juego. A cualquier juego con tal de que haga temblar las manos y arder la frente…, no lo digo por mí, que, ven, soy serenito; pero es inútil…

Dije que el hombre era chiquitín. Además flaco y amarillo. Con los dedos en horqueta se rasca la barba y piensa… piensa en toda la plata que pasó por sus manos.

Siempre el mismo

Nos hemos quedado en silencio. Yo cavilando sobre toda la pasión que envasa este cuerpo menudo; pasión tan formidable que no obstante no pesar el hombre más de cincuenta kilos, haría derretir entre sus manos al caudal de un imperio y la fortuna de un sátrapa. Con los dedos en horqueta, se rasca la barba; rechupa la colilla de cigarro y, de pronto, lanza la preocupación que lo mantiene con los ojos fijos en la taza de café:

—¡Ah! ¡Si yo tuviera plata, ahora!

—¿Qué haría?

—Lo que hace don… (aquí viene un nombre campanudo). Este don, se perdió un millón a las carreras (es curiosa la psicología del jugador. Siempre habla de hombres que perdieron millones). Y un buen día se dijo: «¿Así que yo fui un otario? He tenido que perder toda mi plata para saber cómo hay que ganarla». ¿Y sabe cuántas casas se hizo en ocho años? Catorce casas. Con este procedimiento. Él va y le juega al caballo que no puede perder. Claro está que estos caballos dejan un miserable sport por boleto; pero en un montón de carreras; haga el cálculo: hace semanalmente trescientos, cuatrocientos, doscientos pesos. Calcule usted que a fin de mes suman varios patacones. ¡Tiene que verlo! ¡Y la suerte! Vez pasada, va y pide quinientos places. Él juega siempre place. Se equivocó él o se equivocó el boletero, el caso es que le dan ganadores. ¡Y el caballo entra ganador!…

—¡Ah! ¡Si tuviera plata!

Historias

No es el primer jugador con el que hablo. Y todos al rato de confesar amarguras, recaen fatalmente en la historia vieja y nueva: el jugador que tuvo suerte. El jugador que llegó a las puertas de la más absoluta miseria, y que con una moneda hizo saltar una banca. Fue a las ruletas y estremeció a los banqueros; entró a los hipódromos y se vio obligado a contratar a, un ganapán para que le llevara a su casa bolsas cargadas de dinero.

Historias donde un azar fabuloso se complace en llevar al jugador y a su familia, del día a la noche, del fondo de un cuchitril a un palacio encantado. Historias que le contaron otros jugadores. Casos referidos en esas noches en que dos desdichados se acodan en el mostrador de zinc de un bodegón, y entre caña y caña, desenvainan recuerdos y mentiras. Mentiras que no son mentiras, sino carbón de esperanza; fuego para alimentar la pasión cada vez más arraigada, más dura, más sedienta.

—¡Ah! ¡Si tuviera plata!

Las cuatro palabras están impregnadas de nostalgia; son secas como los labios que las pronuncian, y cuando resuenan, los ojos del jugador se adistancian; entran a un hipódromo, a una timba, a un casino. Los naipes, caballos o ruleta desplazan la tristeza de cualquier tugurio, aun del más siniestro. Y el jugador, durante un instante, siente que su vida está suspendida de las cuatro palabras:

¡Ganaría! Siente que ganaría. Esta convicción le brota desde adentro, siempre que sus bolsillos están vacíos. Si no es ahora, será mañana. Y para sostenerse en esa terrible lucha con lo invisible, recuerda historias; la novela del millonario que quedó pobre y que con una billete de un peso, reconstruyó su fortuna; la historia del muchacho que por primera vez fue al hipódromo a jugarse un depósito bancario, se equivoca de ventanilla, en vez de jugarle al siete, le juega al seis; el seis da un sport de ciento sesenta pesos por boleto. El muchacho había jugado mil boletos, son 180 000 pesos. ¡Cruz diablo! ¡Cuánta imaginación!

¿Cree? ¿No cree?

¿Cree? ¿No cree? ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Dinero o jugar? Estoy seguro que si a mi jugador viniera el diablo y le ofreciera una fortuna a cambio de no jugar, este hombre movería la cabeza dudaría, aceptaría el dinero, firmaría y al otro día perdería el alma al entrar a una timba, por haber faltado a lo estipulado.

Y es que el jugador… (Iba a hacer psicología barata, y es mejor que me callé la boca). Todo hombre necesita tener la vida retorcida por algo. Dostoiewsky decía que «en todo hombre hay un verdugo de sí mismo». Este verdugo es la mala sed que día tras día va modificando la naturaleza del hombre que cayó en una pasión y que siente que ésta lo ata más y más; de manera que en un instante dado deja de ser él, para convertirse en un mecanismo oscuro y retorcido, que a toda hora exclama o piensa:

—¡Ah! ¡Si tuviera dinero!

Argentinos en Europa

No recuerdo con exactitud si Rudyard Kipling o Mark Twain dicen que no hay inglés que haga un viaje a las colonias y no se crea obligado, a su regreso, a publicar un libro de memorias y aventuras con las cuales aburre a sus amistades y a su familia.

Con los argentinos que van al extranjero pasa algo más grave. Y es que en vez de escribir un libro que, con toda seguridad no leería nadie, publican sus impresiones de viaje en los periódicos abiertos a todas esas burradas internacionales. Y después se quejan de que les tomen el pelo en el extranjero, y les miren con curiosidad para descubrirles el taparrabo de plumas. Si lo menos que se merecerían es que los fusilaran por el delito de solemne tontería.

El argentino en Roma

Empecemos por el argentino en Roma.

Todo argentino de plata se cree con derecho a escribir un libro o una serie de artículos. Eso es sintomático. Después de los billetes de Banco quieren la gloria, y eso explica el libro de Noel y las correspondencias francamente estúpidas del señor Lagorio, poeta y vicecónsul en Italia, o las memorias sobre Palestina del señor Rohde, o las de Carrasquilla Mallarino tan malas como las de Rohde, las de Lagorio y las de Manuel Gálvez.

Bueno; el argentino que va a Roma, salvo que no sea inteligente, se dedica al oficio de admirador. Tan bien los deben conocer allá a estos bicharracos, que en cuanto los aborígenes caen por esas tierras, los reciben una brigada de «lazzaroni» y de cicerones, pronto a mostrarles al hombre del cocotero todas las maravillas arqueológicas que encierra esa tierra de tenores, mandolinistas y peluqueros.

Los salvajes quedan locos de admiración. Empiezan a escribir sobre el Foro Romano, sobre la arquitectura jónica y dórica; sobre los arquitrabes y otras mil macanas que sólo pueden interesar a un albañil o a un reblandecido. Y como su admiración es tanta que no pueden conservarla guardada, resuelven enviarla en forma de epístolas opiosas a los periódicos de este bendito país. Y aquí se publica todo porque todavía hay gente que cree en que son lindas las ruinas del Coliseo y evocadora la Vía Appia y otras pamplinas arqueológicas que uno se sabía de memoria a los dieciséis años, y se ha apresurado a olvidarlas a los veinte, por estúpidas e inútiles.

Pero los que viajan por Europa necesitan hacernos saber a nosotros los argentinos que quedamos aquí, la impresión maravillosa que les produjo los acueductos, y las ruinas, de las que sólo quedan unos escombros con los que se podría fabricar pedregullo sin que por ello nada perdiera el arte ni la humanidad. A ese modo de gansear lo llaman hacer poesía y qué sé yo cuántas otras incoherencias más. Y lo curioso es esto: todos esos sujetos que vienen con la novela de las ruinas de Italia, son unos farsantes que se quieren dar bombo de artistas y de haber estado en Italia y en las ruinas porque ello es muy elegante. Y después se quejan de que Pío Baroja los trate de salvajes y de tontos. Hablando en plata, no les queda otro calificativo.

El argentino en París

Así como el prototipo del mediocre literario va a buscar sus motivos a orillas del Tíber o en los escombros del Foro, el prototipo del vago hijo de estancieros va a París. La fama que estos perdularios nos han hecho por allá no es, por cierto, para descubrirla. La correspondencia de amigos y de gente completamente al margen del malevaje y del tango, nos revela que en París se nos desprecia francamente, considerándonos únicamente como gente útil al país por los platos y los vasos que rompen en los cabarets y la munificencia con que los pagan. A su vez los escritores argentinos que van a París, mejor dicho los periodistas, no ven en París, no sé si lo que les ordenan los directores de sus diarios, o lo que su miopía trascendental les deja atisbar.

Y lo único que ven en París son los cabarets, las mujeres elegantes, los bohemios, y los más audaces a los matones de los mercados que como conocen el estúpido gremio de rastacueros se confeccionan a propósito gorras de hule y cuchillos de lata.

Todas estas pamplinas son cuidadosamente recogidas por esa gente que nos las aderezan con salsa de mala literatura y nos las envían para que nosotros, los salvajes, nos admiremos de lo que existe en la Ciudad Luz. Y nosotros tenemos que admiramos, so pena de pasar por brutos o incultos. Tenemos que admirarnos de que los pilletes de allá, subvencionados por los dueños de cabarets, dancen la danza de los apaches; tenemos que admirarnos del Gato Negro y de la Caverna de los Inocentes, donde hijos de estancieros y de ministros se compadrean las finanzas del Estado en alegre rueda de inconscientes.

Y nosotros tenemos que admirarnos de que Bubu le de una puñalada a Mimí, o de que Ricardo el Negro, se despachurre a Niní Piel de Perro. Para eso somos argentinos. Y por tal motivo tenemos que tragarnos la correspondencia idiota de esa gente, que a todo lo extranjero lo ve con ojos de admiración indígena.

Charlando de esto con el amigo Marechal, éste me decía:

—¡Qué lástima que Roura no haya podido ir al extranjero, porque su captura nos ha privado de una correspondencia quizá más interesante que la de Gálvez y Lagorio!

Lo que no ven los «escribidores»

Lo que no ven los «escribidores» que nos aturden con chorros de correspondencia pseudo literaria, es que en los países que visitan hay una mayoría que vive y trabaja, que en todos los territorios recorridos hay industriales y fábricas que nosotros ni sospechamos, y con la inconsciencia de los botarates si van a Roma nos hablarán de cuadros y ruinas, y si van a París de tango, apaches y «entretenidas». El resto, los millones de gente que vive ejerciendo mil oficios diversos y pasando mil tragedias distintas, eso sí que no lo ven.

Y la verdad es ésta: que todo argentino que va al extranjero está viviendo en sus correspondencias en literatura mala y falsa, lo que es agregar el insulto a la injuria, como decía el loro que citaba el truhán de Samuel Weller.

Se terminó la «lata» en el congreso

El cruel e inexorable diputado socialista independiente González Iramain se opone a que la gente pueda divertirse en el Congreso. ¿Y de qué modo se opone el inexorable y cruel diputado González Iramain? Pues de un modo muy sencillo. Anteayer hizo moción para que se suprimieran los discursos en la exposición de las opiniones.

¿Se dan cuenta ahora de que nuestro señor González Iramain nos resulta más cruel que un tigre de Hircania? Con su endiablada proposición viene a tirar abajo la más bella obra de la democracia argentina: la lata, la interminable, la vacua, la divertida, la absurda lata que recrea, asombra e instruye…, y hasta hace dormir.

Analfabetismo parlamentario

¡Oh cruel González Iramain!… No, esto no se le puede perdonar.

¿Qué hacía uno antes, cuando estaba aburrido? Pues, concurrir al Congreso. El elemento recreativo del «salón de los pasos perdidos» eran los discursos. La literatura parlamentaria. La poética parlamentaria. La metáfora parlamentaria.

Cada señor diputado caía con su discursito escrito.

Por lo general el discurso no era suyo. Lo sé de buena fuente. Así, Roberto Mariani, escritor, estuvo mucho tiempo haciéndole discursos a un actual diputado de la Boca. «Me ganaba la vida» —decíame éste—. Y el otro ganaba popularidad.

Bueno, caían los diputados…, todos con su discursito en la faltriquera…, y para despistar escrito a máquina y en papel de seda. El mamotreto espantable regocijaba a la «barra». Había algunos de los concurrentes que acudían allí cuando sabían que hablaría un diputado de su predilección. Hay diputados con estilo. ¡Y qué estilol Por ejemplo, Oyhanarte es un admirable estilista. Cultiva la nueva sensibilidad en sus metáforas. Yo lo leo devotamente sin entenderlo. Se trata de un hombre tan superior que, precisamente, para que ustedes se den cuenta les contaré:

El día lunes, y 18, pensaba yo suicidarme, cuando comencé a leer el discurso de Oyhanarte. Al llegar a este párrafo: «el ojo de los grandes designios, con su pupila insomne, se clava obsedante…», me eché a reír y abandoné toda idea de mortandad. La literatura de floripondio me había salvado. Y el cruel e inexorable González Iramain quiere privarnos de este único placer que nos queda. Pero ¿se dan cuenta ustedes?

De la necesidad de la lata parlamentaria

¡Oh lacerados de nosotros, oh desdichados¡¿Cómo nos regocijaremos ahora? ¿Cómo alabaremos al creador en sus obras asnosas, en sus modelos graníticos? ¿De qué modo alegrarnos, si la felicidad consistía en el espectáculo que nos daban los diputados con su analfabetismo democrático, con su literatura a lo Vargas Vila (agarrate Catalina, quiero decir Catilina, orador romano) y sus metáforas oscuras, antidemocráticas? Ahora no hablarán. Oscuros y enormes permanecerán en silencio, mirándose la punta de los calcetines como ídolos bramánicos.

¿Se dan cuenta ustedes del daño irreparable que ha causado el diputado socialista González Iramain? ¿Abarcan ustedes la magnitud de él?

Antes, si usted quería buscar «cráneos con que pavimentar calles», no tenía nada más que dirigirse al Congreso, a una de esas retretas sección «oratoria».

Usted oía un discurso, y si tenía nociones de resistencia de materiales, podía establecer ipso facto:

—Con el cráneo de X se puede pavimentar una avenida de poco tráfico. Con el de X, se tiene un buen pedregullo para tráfico pesado.

Y estas reflexiones le aliviaban de angustias. Usted salía a la calle convencido de que el país estaba en buenas manos, pues es siempre una ventaja tener individuos que dicen tonterías. Los peligrosos son los silenciosos, los soturnos, esos que no hablan, pero los otros, los lateros, son pura literatura, y las cosas en literatura nunca acaban mal. Además, y esto es lo que no ha tenido en cuenta el señor González Iramain, el Congreso era un refugio de gente que padecía de insomnio. Iban allí a descabezar un sueño al amparo soporífero de los alaridos de los discursantes.

¿Y qué decir de los enfermos? Muchos que padecían de melancolía, de obsesiones suicidas, de frenesí hipocondríaco, concurrían a la «barra» y a la media hora de escuchar despropósitos e insensateces quedaban aliviados de sus malos humores. Hubo gentes que abandonaron pensamientos homicidas ante los chorros de miel que lanzaban los «garbanzos». Hubo hombres que se reconciliaron con sus enemigos ante un parrafito de esos que descubren cuán profunda e inconmensurable es la estupidez humana.

Silencio, silencio

Ahora, lacerados de nosotros, asistiremos a una Cámara muda, a unas sesiones espiritadas, medio luz y silencio, un silencio sepulcral y encajonados en sus butacas, siniestros y meditativos, mirándose la punta de los calcetines, los señores diputados, grave, inabordables, pavorosos.

No hablarán. Los genios no hablan nunca. Se entenderán por señas, por misteriosas señas, y la campanilla será agitada por el fantasma de Katie King o de Alem.

Silencio, silencia. Ésa será la consigna que regirá la vida mental del salón de los pasos perdidos, y ya será imposible discernir «con qué cráneos» se pueden pavimentar las calles, y será, en cambio, asunto de repetir esas hermosas palabras del gringo ilusionado mucho cuando miraba su lechuzón que le habían pasado por loro:

—Non parla, ma se fica mucho.

Así harán en el futuro nuestros diputados. No hablarán…, pero se fijarán mucho… en las grietas del cielo raso.

El hombre que quiere que le levanten la vigilancia

Gustavo González, cronista de policía, suele darme magníficos datos para escribir estos artículos. El conoce el gremio malandrinesco como si su tierna infancia se hubiera deslizado en él. Sabe de triquiñuelas más que un pesquisa veterano. Bueno; este Gustavo González me ha dicho hoy:

—¿Por qué no escribes sobre el hombre que pide que le levanten la vigilancia?

—¿Querrás decir del ladrón?

—Para mí es lo mismo. Los ladrones son gente honrada que no tienen nada más que ese defecto. Yo te voy a dar los datos. Escribite un artículo.

Y con los datos que el cauteloso Gustavo González me ha proporcionado, he pergeñado este artículo. Ya lo he dicho. Este tío conoce todas las triquiñuelas del oficio. Y, además, no es zonzo. Lo lamentable es que él no se dedique a escribir, pues lo haría muy bien. Pero Gustavo González se tira a muerto. Para él la mejor vida es la del Buda, aunque él no sabe quien fue ni lo que hizo el Buda Gotama.

Levantamiento de vigilancia

Hasta los ladrones se aburren de ser ladrones —me decía González—. Después que a un tío le han encajado veinte, treinta o cincuenta portaciones de armas, portaciones de armas que se aplican para sacarlos de la vía donde pueden hacer alguna barrabasada. Hay perdularios que se cansan de pasarse los diez meses del año bajo rejas, y sobre todo, si se casan, muchos resuelven dejar la «vida», hacerse gente honesta, y entonces se dirigen a Barneda pidiéndole que les levante la vigilancia.

Ahora bien; por levantamiento de vigilancia, se entiende la libertad de poder circular por las calles sin que a ese ladrón ningún agente de investigaciones que lo conozca, lo detenga.

Los trámites para el levantamiento de la vigilancia son sencillos: justificar qué medios de vida tiene el infrascrito, dónde trabaja, qué sueldo gana, etc., etc.

Oficios raros

Sin embargo, hay ladrones que quieren robar impunemente, y solicitan levantamiento de vigilancia, y para ello acusan los oficios más raros y divertidos, oficios que uno no supondría siquiera que existieran, y que son, por ejemplo, el de pelador de gallinas.

¿Qué es el pelador de gallinas?

Pues, el pelador de gallinas es el hombre que en un mercado trabaja para dos o tres puesteros vendedores de gallinas. Una vez que los «nápoli» le torcieron el cogote al ave, el pelador se encarga de desplumarla. Éste es el oficio que invocan muchos ladrones, oficio cómodo, sin dolores de cabeza, poco horario, largas siestas, carrito a disposición para alzar un hurto y amistades en el ambiente.

Otro de los oficios frecuentemente invocados por los vagos con «manyamiento» reiterado, es el de compradores de metales viejos. Para dedicarse a ese trabajo es bien sabido que lo más indispensable es un carrito donde transportar la mercadería que se compra, y la policía siente una enorme desconfianza por el L. C. que tiene estas tendencias al trabajo con medio de locomoción, pues su experiencia le dice que el ladrón con o sin vigilancia levantada, es más peligroso en carro o en camión que a pie, pues en un carro se pueden transportar cosas que no han sido compradas sino adquiridas mediante esos medios que el Código califica de hurtos o robos.

El peligroso sentimentalismo

Lo más curioso es que la policía detiene inmediatamente a un ladrón con vigilancia levantada, si lo encuentra en compañía de otro ladrón a quien también se le ha levantado la vigilancia.

La razón de este procedimiento, en apariencia absurdo, es lógica, sin embargo. Los ladrones son unos sentimentales aunque tengan la vigilancia levantada. Solos pueden resultar gente de provecho, pero en cuanto se reúnen dos, se enferma la perra.

Ante todo, comienzan por festejar el acontecimiento con unos copetines en cualquier boliche. Después de los primeros copetines, vienen los segundos, más tarde, los terceros, y al final, sólo el almacenero lleva la cuenta.

Después que los nenes ingurgitaron una razonable cantidad de caña paraguaya, comienzan, como es lógico, a evocar sus buenos tiempos del «escruche» y del «descuido», y esto les emociona tanto que vuelven a pedir caña, y en seguida comienzan como los héroes de la Ilíada y de los Nibelungos a jactarse de sus hazañas y a proceder por el pedagógico método de la comparación razonada.

Los métodos pedagógicos dan mucho resultado aplicados a los problemas escolares, pero en cuanto dos señores ladrones ensayan la crítica de sus respectivas hazañas, insisto, se enferma la perra.

Para evitar estas peligrosas recaídas, todo ladrón a quien se levanta la vigilancia está advertido: No puede transitar por las calles con un cofrade que se quiere regenerar como él.

—¿Y da resultado el levantamiento de vigilancia? —Pocas veces. El ladrón no se puede olvidar de esa alegría que suscita un trabajo bien hecho, y de allí que, aunque la vigilancia está levantada, le ataca esa nostalgia de la «fuera» que un día estalla en él arrastrándolo a un asalto con lesiones, atentado a la autoridad, etc., etc. y los correspondientes detalles en las noticias policiales.

Divagaciones acerca del empleado

Me interesa sobre todas las cosas el gremio de empleados y, sobre todo, en estos días de espantosa calor, porque un dulce recuerdo viene siempre a mi memoria, y es que nunca me han aguantado en una empresa comercial más de una semana.

No sé por qué pero, la constancia que yo ponía en encontrar empleo, esa misma constancia tenían luego los patrones en echarme a la calle.

De modo que conozco a medias la crueldad de los espantosos días de calor y la inefable delicia de estarse en un cuarto a oscuras, bebiendo agua con limón mientras el sol raja la tierra y las casas y todos los empleados de la ciudad piensan que mejor se estaría viviendo en el polo… o no trabajando.

Un empleado singular

Recuerdo que entre los empleados que conocí en una casa de cereales, había un truhán alto y flaco, que en las horas de más calor, a las tres de la tarde, mientras que todos sudaban sobre los libros de contabilidad, éste decía:

A estas horas, en las sierras de Córdoba, todo el mundo va a bañarse al río —o si no—: La conveniencia de estar empleado consiste en que cuando se deja de trabajar se aprende definitivamente que es preferible hacer cualquier cosa a trabajar doce horas.

Ése era un tío disolvente y poco deseable en una sociedad bien constituida. Faltaba frecuentemente, y cuando arreció el calor, de modo que ya no era posible sino trabajar envueltos en una sábana, como lo hacían los romanos en todas las épocas del año, un día el fulano a quien le mandaron a cobrar un cheque de cinco mil setecientos pesos, desapareció y no se supo más de él. Envió una carta a la gerencia diciendo que se iría con los cinco mil pesos para las islas de Sumatra donde compraría una hamaca malaya y tendría varias negras que con un plumero se encargarían de ahuyentar los mosquitos de su escuálida figura.

Los empleados de tienda

Pero fuera de toda duda, los únicos dignos de que se les recuerde como mártires auténticos de la cinta de hilera y de la puntilla valenciana, son los mancebos tenderos.

Para ser empleado de tienda hay que tener condiciones de santo laico. No hay vuelta. De otro modo no se explica que un joven bien parecido, robusto, de pelo rizado, de labios rojos y fisonómicamente bien parecido, desprecie estas condiciones donjuanescas y se dedique durante todos los días del año a desenfardar sedas ante los curiosos ojos de las señoritas que nada tienen que hacer.

Recuerdo que una vez entré a una tienda en compañía de una amiga. El mancebo tendero, bajó tal cantidad de fardos, que yo me avergoncé y le dije:

—Vea, amigo; no se moleste tanto. Con unas muestras está bien.

¿Saben ustedes lo que me contestó el hombre? Es para quedarse frío:

—Mire, señor… si no le enseñamos al cliente muchas, pero muchas telas, el patrón nos echa a la calle. De modo que mire y pida sin recelo no más. Me hace un gran favor.

Estuve tentado de ir a pedirle explicaciones al patrón.

Santos de verdad

A medida que uno examina las condiciones de vida que rodean los distintos gremios proletarios, se llega a esta conclusión:

El trabajador que más cómodamente vive, con menos horario, más independencia, mayor respeto de parte de los que le rodean y tranquilidad en lo que atañe a su futuro, es el obrero, ya sea mecánico, carpintero; es decir, el artesano en general.

Un obrero tiene del patrón un concepto social e industrial completamente serio. Si el patrón no le conconviene, lo larga y se busca otro; porque el patrón no es un patrón para él, sino el intermediario entre el capital y el jornal. Para un empleado el patrón es una figura más gigantesca y temible. El patrón del empleado es el dios de horca y cuchillo, que puede suprimirle el plato de lentejas en cualquier circunstancia. En ciertas casas el culto del patrón tiene las características de un rito sagrado. Se habla del patrón en voz baja; cuando el patrón entra a los escritorios, las máquinas de escribir rechinan, como rechinaba el grano bajo las muelas de piedra en los molinos de Amílcar Barca, cuando éste se dejó ver a sus esclavos. Algunos no le conocían.

Y es que para reemplazar a un empleado hay cientos y cientos más preparados que él; en cambio un oficial mecánico es tan oficial como otro, y en un mismo trabajo la producción será análoga.

De ahí que esta gente, que se pasa ocho o diez horas en una oficina donde se trabaja de verdad, me parezca que tienen condiciones de santos de verdad. Pensar que afuera hay campos, que hay montañas con «chalets» y jardines, que hay ríos donde es una gloria pegarse un baño, y cerrar los ojos ante todo eso por cuatro pesos al día, sobre llevar cuello duro y afeitarse todas las mañanas… aguantar todo eso…

Estoy seguro que San Francisco de Asís, que llamaba al pasto hermano pasto y al agua hermana agua, no hubiera resistido veinticuatro horas empleado en una tienda ni en una ferretería. Y ahora que recuerdo, el padre de San Francisco era tendero. Lo que el joven Francisquito debió haber visto en la tienda, yo no me lo imagino, pero eso sí lo sé: un día Francisco largó al diablo todas las vestiduras de ciudadano florentino, y se fue a vagabundear, pues la tienda no le convencía…

Y ahora se me ocurre, si fuera posible hacer la vida de un ermitaño en nuestros días… pero quede esto para la nota de mañana.

¿Para qué?

Me escribe un amigo del diario:

«Estoy extrañado de que no haya visitado en el Uruguay ni de señales de hacerlo allí, en el Brasil, a los intelectuales y escritores, ¿qué le pasa?».

Ex realidad

En realidad no me pasa nada; pero yo no he salido a recorrer estos países para conocer gente que de un modo u otro se empeñarán en demostrarme que sus colegas son unos burros y ellos unos genios.

¡Los intelectuales! Le voy a dar un ejemplo. En un diario de Buenos Aires, número atrasado, traspapelado en la redacción de un periódico de Río, leo un poema de una poetisa argentina, sobre Río de Janeiro. Lo leo y me dan tentaciones de escribirle a esta distinguida dama:

—Dígame, señora, ¿por qué en vez de escribir no se dedica a la conspicua labor de la calceta?

En Montevideo, conversaba con un señor chileno. Me contaba anécdotas. La anécdota atrapa a un intelectual de allí. A esta escritora, un pintor chileno le envió un magnífico cuadro, y ella, en una fiesta que se daba en su homenaje, recoge unas violetas y le dice a mi amigo:

—Oiga, Fulano; envíele estas flores a X…

O estaba trastornada o no se daba cuenta en su inmensa vanidad que no se envían unas violetas a un señor que la ha obsequiado de esa forma, a una distancia suficiente para permitir que cuando lleguen las flores estén harto marchitas.

Además que la vida de los intelectuales, ¿a quién interesan los escritores? Uno se sabe de memoria lo que le dirán: Elogios convencionales sobre Fulano y Mengano. Llega a tal extremo el convencionalismo periodístico que los voy a hacer reír con lo que sigue:

Al llegar a Río me entrevistaron redactores de distintos periódicos. En el diario A Noite se publicó un reportaje que me hicieron, y entre muchas cosas que dije, me hicieron decir cosas que nunca pensé. Allá va el ejemplo: Que mi director me invitó a «hacer una visita a patria do venerado Castro Alves».

Cuando yo leí que mi director me había invitado a realizar una visita a la patria del venerado Castro Alves, me quedé frío. Yo no sé quién es Castro Alves. Ignoro si merece ser venerado o no, pues, lo que conozco de él (no conozco absolutamente nada) no me permite establecerlo. Sin embargo, los habitantes de Río, al leer el reportaje, habrán dicho:

—He aquí que los argentinos conocen la fama y gloria de Castro Alves. He aquí a un periodista porteño que, conturbado por la grandeza de Castro Alves, lo llama emocionado «venerado Castro Alves». Y Castro Alves me es menos conocido que los cien mil García de la guía telefónica. Yo ignoro en absoluto qué es lo que hizo y lo que dejó de hacer Su Excelencia Castro Alves. Ni me interesa. Pero la frase quedaba bien, y el redactor la colocó. Y yo he quedado de perlas con los cariocas.

¿Se da cuenta, amigo, lo que se macanea periodísticamente?

Imagínese ahora usted las mulas que trataría de pasarme cualquier literato. Así como a mí me hicieron decir que Castro Alves era venerable, él, a su vez, diría que el «dotor» merece ser canonizado, o que Lugones es el humanista y psicólogo más profundo de los cuatro continentes…

No interesan…

No pasa mes, casi, sin que de Buenos Aires salgan tres escolares en aventuras periodísticas, y lo primero que hacen, en cuanto llegan a cualquier país, es entrevistar a escritores que a nadie interesan.

¿Por qué voy a ir yo a quitarles el trabajo a estos muchachos? No. ¿Por qué voy a ir a sustraerles mercadería a los cien periodistas sudamericanos que viajan por cuenta de sus diarios para saber qué piensa Mengano y Fulano de nuestro país? De memoria sé lo que ocurriría. Yo, de ir a verlos, tendré que decir que son unos genios y ellos, a su vez, dirán que tengo un talento brutal. Y el asunto queda así arreglado de conversación: «He entrevistado al genial novelista X». Ellos: «Nos ha visitado el despampanante periodista argentino»…

Todo esto son macanas.

Cada vez me convenzo más que la única forma de conocer un país, aunque sea un cachito, es conviviendo con sus habitantes; pero no como escritor, sino como si uno fuera tendero, empleado, o cualquier cosa. Vivir… vivir por completo al margen de la literatura y de los literatos.

Cuando al comienzo de esta nota me refería al poema de la dama argentina, es porque esa señora había visto de Río lo que ve cualquier malísimo literato. Una montañita y nada más. Un buen mozo parado en una esquina. ¿No es el colmo de los colmos esto? Y así son todos. Las consecuencias de dicha actitud es que el público lector no termina de enterarse del país ni de qué forma vive la gente mencionada en los artículos. Y tanto y tanto que el otro día, en otro diario nuestro, leía un reportaje hecho por un escritor argentino a un general, no sé si de Río Grande o de dónde. Hablaba de política, de internacionalismo y qué sé yo. Terminé de leer el chorizo y me dije:

¿Qué sesos tendrá el secretario de redacción de este diario que no ha mandado al canasto semejante catarata de palabrerío? ¿Qué diablos le importa al público porteño lo que opina un general de cualquier país, sobre el plan Young o sobre cualquier otra materia menos o más secante?

Lo que había ocurrido era lo siguiente: Así como a mí me hicieron decir que Castro Alves era venerable, porque con ello creían que me congraciaban con el público de Río (al público de Río le importa un pepino mi opinión sobre Castro Alves), al periodista argentino le hacen reportear a un generalito que los deja imperturbables a los doscientos mil lectores de cualquier rotativo nuestro.

Y con dicho procedimiento los pueblos no terminan de conocerse nunca.

Ahora se explica, lector mío, por qué no hablo ni entrevisto personalidades políticas ni literarias.

La lectora que defiende el libro nacional

Una señorita me ha escrito hoy una carta irónica en la que me remite mi nota sobre «Por qué no se vende el libro argentino», y una serie de notas recortadas de diversos periódicos que se refieren al éxito de la Exposición Nacional del Libro.

Yo no quisiera decirle a esta señorita que pienso mal de las poetisas y peor aun de los poetisos. No quisiera decírselo, pero como esto se sabe hasta en la provincia de Cundinamarca, que creo queda por el Ecuador o, algún país aborigen, más o menos parecido, se me ocurre que a la mencionada señorita no le parecerá mal que piense pestes de las escribidoras de versos.

Las mentiras periodísticas

Supongamos que muere un pillete con mucho dinero. Todos lo sabemos. Todos hemos leído que fue un bergante, un cínico que se apoderó de los bienes de las viudas y de los huérfanos, pero en cuanto el granuja quedó frío, el periodista escribe:

«Hoy falleció el conocido caballero X. X…».

El periodista, mientras escribe esas palabras, le dice al compañero:

—¿Te das cuenta cómo hay que macanear para ganarse las lentejas? Y el público es tan bruto que se lo traga todo. Maldito sea, ¿cuándo vendrá la revolución social?

Y a continuación escribe:

«Hizo gala de una probidad que se convirtió en proverbial, y de un savoir faire que deleitó a todos los que tuvieron la dicha de rodearle».

E inmediatamente agrega, dirigiéndose al compañero:

—Estas burradas debían hacérselas escribir a N. Pero el secretario me tiene bronca y me encaja todas las necrológicas a mí. ¡Mal rayo lo parta! ¿Cuánto vendrá la revolución?…

¿Se da cuenta usted, señorita, cómo se escriben los periódicos en los cinco continentes y los seis océanos que componen este planeta?

Qué es la crítica en nuestro país

Con la crítica literaria acontece —dije— lo mismo y aun algo peor. No hay crítica ni críticos.

Se organiza un match de boxeo, que todo entendido sabe que es un futuro y perfecto tongo, y los diarios le dan columnas y columnas al asunto, porque las columnas son avisos, aunque usted no lo sepa. Se prepara una pelea de luchadores que desde Europa vienen sabiendo ya quién va a ganar o perder, y están los diarios que le revientan los sesos a los vascos y a los alemanes y a los rusos; viene de Europa un perfecto patán, cuya única habilidad es dar patadas a una pelota, ¡y déle al bombo!… Sale un libro malo, sale un libro bueno y, fatalmente, el mal sujeto que hace crítica literaria en los periódicos de ésta cafrería, escribe:

«Primorosamente editado por el señor M., apareció el libro de Fulano de Tal, que revela una emoción profunda y un dominio del léxico castellano poco común».

El artículo tiene siete o doce centímetros de largo en los principales diarios de esta capital, y las frases del cronista, ¡que Dios confunda!, son siempre las mismas.

Qué es lo que ocurre

Lo que ocurre es que los directores de diarios son, en su mayoría, unos seres que sólo entienden de plata. Luego vienen los secretarios, que son mal intencionados y neurasténicos en su mayoría, y luego vienen los periodistas. ¡Aquí Cristo tirrita!

Los directores no quieren saber nada de brulotes. Absolutamente nada. Todo tiene que estar bien lubricado, el estilo a la vaselina y los conceptos bien aceitados.

¿Cómo se va a hacer crítica de esa manera? Todos los libros tienen que ser buenos, todos los autores forzosamente estar inspirados; cada destripaterrones ser un genio en embrión, y día tras día, semana tras semana, los linotipistas sienten que se van embruteciendo con escribir tanta gansada.

El público lee o no lee, pero si lee, ¿a qué diablo lo «engrupen» los encargados de sección? Usted compra un libro escrito bajo la inspiración de un articulista, y de pronto se agarra la cabeza. Entre autor, crítico y editor, le han metido una «mula» más grande que una casa. Y eso no una vez, sino otra y ciento.

Ahora bien; si el autor de un libro tonto se malicia el brulote, recopila recomendaciones. Hay algunos cuya indignidad llega a lo sublime. Y usted, en vez de encontrarse una mañana en el periódico con que al sujeto le han otorgado patente de burro, ¡asómbrese, señorita!, se lee un articulazo de esos que le hacen caer de espaldas, con citas, con exclamaciones admirativas, y toda la desvergüenza que el autor mediocre bebe a cubos en el periódico donde valió la recomendación de un accionista o de un amigo del director.

Y nuestro público no lee

Al público argentino se le da dos pepinos la literatura. Está harto de idioteces. Está harto de elogios de doce centímetros de longitud. ¡Está harto de todo!

Mientras el periodista, renegando del oficio, tiene que escribir, tiene que escribir que las novelas de Hugo

Wast con sus personajes de «mirada fatal» son geniales, tiene que escribir que nuestro público se descrisma ante las librerías para poder leer la astracanada de un camello, el periodista, única víctima del periódico que lo inutiliza en cinco años de escribir pavadas, tiene que redactar un suelto diciendo que el público porteño es afecto a la literatura nacional, y que la Exposición Nacional del Libro, con sus discurseadores eternos y sus editores deshonestos, constituye un éxito del cual debe enorgullecerse el país… Cuando lo único que le interesa al público porteño son los «burros», el «football» y otras cosas más entretenidas, pero que nada tienen que ver con la literatura.

Por qué no se vende el libro argentino

En la sección «Nos Parece Mal» del número correspondiente al 25 de octubre de la revista Criterio, puede leerse:

«Nos parece mal que Roberto Arlt, en sus aguafuertes de El Mundo, no pueda con el genio y se desayune con varios literatos cada mañana. La vez pasada nos hizo creer que las “correspondencias” desde Roma, de Manuel Gálvez, eran malísimas. Ahora bien, Gálvez no ha escrito nunca desde Roma».

Lo curioso es que yo tampoco he dicho que Gálvez escribiera desde Roma, al menos no lo he dicho en ningún artículo de El Mundo. Lo que no dije en El Mundo, y que lo voy a decir ahora, es que la admiración rimbombante de Gálvez hacia el Partenón y otros cachivaches griegos, aburrió a mucha gente. Y es que eso sonaba a falso y a bombo. Parecía decir lo siguiente: «¡Vean qué artista soy yo, que me lleno de emoción ante el Partenón!».

Yo y los literatos

El comentario de Criterio, aunque completamente injusto, no me molesta; pero sí me obliga a hacer estas reflexiones:

Yo no me desayuno con varios literatos todas las mañanas, porque en este país no hay literatos. A lo más se puede contar media docena de prosistas discretos y de poetas legibles, y el resto no vale nada.

De una parte están los viejos periodistas, que creo todavía leen a Campoamor, y de otra una turba de muchachos que macanean a gusto en las revistas literarias.

Ésta es la desagradable verdad.

Aquí no se piensa bien de nadie, pero se opina regularmente de todos.

No hay crítica, no hay espíritu nacional de literatura, no hay un fin social o artístico determinado, no hay nada.

Se escribe por escribir; unos para darse bombos mutuos: los ricos; otros para ganarse un premio municipal: los pobres.

La gente no tiene nada que decir, o si tiene algo, salvo esa media docena de prosistas, no lo sabe escribir. Se escribe por escribir, ésa es la verdad. Prima una inconsciencia tan enorme que yo recuerdo haberme asombrado de haber leído en Caras y Caretas un poema de Félix de Amador, magníficamente ilustrado, y pocas páginas más allá, en la sección bibliográfica, una crítica sobre el libro de Amador, de donde había sido sacado ese poema, que, por lo negativa, no debió causarle al señor Amador gracia alguna.

En todas partes ocurre lo mismo. Y todos se irritan si no los tratan de genios.

La prisa por publicar

Estos días, en vísperas de clausurarse la admisión de libros al concurso literario municipal, salió una carretada de volúmenes. Todos los años ocurre lo mismo. Recopilación de cuentos, recopilación de poemas, recopilación de cualquier cosa. Lo único que falta es que los cronistas policiales recopilen todas las historias de crímenes que han escrito durante un año y las publiquen en un volumen, que de juro, interesaría más al público que las lucubraciones de estos escritores que no son ni fríos ni calientes.

Estos libros tienen, término medio, 20 000 palabras, una hermosa carátula, letra grande y cuestan dos pesos. Los libros extranjeros tienen de 40 a 60 000 palabras y cuestan de sesenta a ochenta centavos. Y, además, están bien escritos.

Como se ve, la diferencia es notable, en lo que atañe al bolsillo del lector. Naturalmente que las obras de sesenta y ochenta centavos a que me refiero son libros maestros, es decir, de los mejores novelistas europeos.

Los libros que cuestan aquí dos pesos, y que se leen en un cuarto de hora, no interesan a nadie. No se ha secado la tinta con que han sido impresos cuando los autores os dicen, en todo de disculpa:

—Vea, lo publiqué apurado para presentarme al concurso, ¿sabe? Estoy recomendado por Z y X a los concejales Fulánez y Mengánez.

No hay autor que no haya publicado así su libro, libro apurado, ¡y así salen éstos! Luego, si les dan un premio, se enojan; si no los aplauden, se enojan, y se enojan porque no les dieron el primero. En fin, el que la paga es el público, que está harto de comprar por dos pesos ochenta páginas de puro margen y algunos renglones de letra grande con una magnífica carátula.

El negocio de los editores

Aquí los únicos que hacen su negocio son los editores. Todos están perfectamente acomodados con la Comisión de Bibliotecas, compuesta por un montón de señores que entienden de todo menos de literatura.

El editor suele imprimir quinientos ejemplares, que le cuestan ciento ochenta pesos y vende, por lo general, a la Comisión de Bibliotecas, 200 ejemplares a un peso y cincuenta centavos, lo que hacen 300 pesos, es decir que sobre el trabajo de impresión gana 120 pesos, y le queda una edición de 300 ejemplares que no le cuesta nada. Estos trescientos ejemplares los va colocando despacio, y como nada le cuestan, poco le interesa que se vendan o no, ya que la Comisión de Bibliotecas le ha salvado todos los gastos.

De ahí que se lancen al mercado esas magníficas colecciones de envases de papel que tienen una carátula admirable y letras de un centímetro de alto. ¡Parada, parada y parada! Nada más. Se engaña al público como en todo género de actividad nacional. Y, claro, el público ha hecho la cuenta, aunque de un modo inconsciente:

Entre pagar dos pesos por 15 000 palabras de un mal autor nacional y desembolsar sesenta centavos por 80 000 palabras de un gran escritor, esto es preferible. Como se ve, la diferencia no es poca. ¿Cómo se va a vender, entonces, eso que algunos llaman libros nacionales?

El demonio del insomnio

Llega el desdichado al amanecer a su cuartujo lleno de aire caliente. Descubre, pensativo, la almohada; mira de costado la pared con un muñeco que dejó dibujado otro pensionista o inquilino; se quita con gesto huraño los botines; tira el pantalón encima de una silla; prende un «faso» y contempla melancólicamente la roña de su yuguillo y se encama. Solito como un preste o como un santo. Broncoso de encontrarse solitario como un canónigo o como un santo. Rechupa su cigarrillo barato; escupe al techo, tira el pucho, y cierra los ojos; sus ojos de hombre cansado. Viene de cualquier trabajo nocturno. No es hombre, sino un cacho de carne cansada y entristecida. Quiere dormir, que es lo mismo que querer morir a plazo fijo. Dormir para olvidarse de la vida maldita, trabajo de todos los días, soledad de todos los días, desilusión de todos los días, puchero de todos los días… El tipo escupe al cielo raso, con la misma rabia que si se encontrara frente a las puertas del infierno. Junta las piernas, se acurruca como criatura, encoge la cabeza, esconde un brazo debajo de la almohada, ¡y minga de sueño!, el sueño no viene.

Con los ojos cerrados

El hombre se revuelve furioso en su catrera. Bufa contra la noche que durará una sola hora. Luego llegará el día y sabe que con el día no puede dormir, que su sueño se hace penoso como el coma de un moribundo. Y con la cabeza aprieta furiosamente la almohada, mientras cierra los párpados para dormir.

El fulano quiere dormir. Eso es todo. Hundirse en la oscuridad del sueño, disolverse en esa muerte a plazo fijo, que aplasta la jeta de todos los hombres en todas las almohadas que cubren los techos de la ciudad.

Luego se da vuelta. Estira los pies, levanta la sábana, tantea la perilla de la luz eléctrica, estornuda, se suena la nariz, y esta vez se dice: «Ahora me voy a dormir». Durante tres segundos se le amodorra el entendímiento; luego, un crujido del ropero, lo hace temblar en pueril alarma. ¿Por qué, en la oscuridad de la noche, siempre hay un mueble que cruje? Indáguelo usted. Son los roperos, siempre esos roperos malditos, de falsa caoba, con una falsa luna veneciana, con falsos dorados; roperos que han contenido ropas de hombres de todas las calañas. Un pedazo del alma de cada uno de esos desconocidos debe haberse quedado en el interior del ropero, y el desdichado que no puede dormir, lanza una mala palabra al espacio, carraspea, enciende un cigarrillo y resopla nuevamente bocanadas de humo al aire del cuchitril.

Está rabiosamente cansado. Quisiera dormir; dormir una eternidad en el fondo del mar, en una piecita de plomo, con ventanillas que le permitieran ver, cuando se despertara, de vez en cuando, el paso de los tiburones tuertos. Quisiera cualquier cosa con tal de poder dormir.

Resopla el pito de una locomotora; pasa un tranvía. El infeliz rumia su insomnio, y una raya azul se pinta en el vidrio de la banderola. Llega el día. El día que tiene tonalidades a esa hora de crepúsculo submarino. El hombre siente que su cuerpo se confunde en el cansancio con las sábanas; y, de pronto, el cacareo de un gallo lo hace respingar furiosamente. Otro gallo contesta a la distancia. El cigarrillo le deja en la lengua sabor de pimienta. El hombre estrella el tizón contra la pared. Una nube de chispitas de fuego salta sobre las sábanas, y el desgraciado, entre la disyuntiva de moverse o dejarse quemar vivo, opta por sacudir de las sábanas el fuego. Ahora es un cencerro el que resuena en la calle; después el trote ágil del caballo de un lechero. La raya de azul se va agrisando; la pieza se llena de una claridad sublunar, y el hombre, desesperado, maldice el día en que nació con un trabajo nocturno. Piensa en las riquezas que encierran las cajas de los bancos, y una modorra dulce se apodera de su conciencia, mientras se dice:

—Qué magnífico si uno se pudiera convertir en el hombre invisible. Robaría por todas partes sin ser descubierto. Entraría a las oficinas bancarias, levantaría un paquete, y el problema estaría resuelto.

Se tapa la cabeza con la almohada, estira un brazo para el este y otro para el oeste. En esa postura parece un crucificado horizontal.

Otros ruidos

Y, de pronto, es un mirlo —no un mirlo blanco que no existe— sino un mirlo negro, el que arroja su uí, uí, uí, al espacio.

El chirrido del pajarraco cubre de infinito desconsuelo al cadáver despierto. El hombre que quiere dormir no puede dormir. ¡Esto es horrible! Tan horrible, que su amargura se desata en un rezongo, lento, fúnebre, quejoso. Habla con la almohada, como si la almohada fuera al cabeza de una mujer. La aprieta con los brazos, estruja su mejilla contra la funda, y la conversa de pena, de interjecciones, de palabras explosivas. La almohada, como mujer indiferente, se deja apretar, insultar, acariciar. No responde. La raya de luz gris se va tornando aguosa. El hombre abre los ojos, y ahora una neblina lechosa se ha estancado en la cúbica capacidad del cuarto.

El desdichado siente antojos de gritar su desesperación de no poder dormir. De agarrarse a patadas con alguien; de golpearse la cabeza contra la pared. El mirlo negro, dentro de su cesta de mimbre, lanza el chirriante uí, uí, uí… Canta un gallo, cruje una puerta que se abre; choca el mango de una escoba en los mosaicos. Alguien arroja un tacho de agua, y el hombre infortunado, el hombre que no puede dormir, se refugia con infinito desconsuelo, con su frente sudorosa de nerviosidad, en el único hueco que entre la pared deja la almohada. La frialdad del muro, anticipo de la frialdad del sepulcro, siempre sin ruidos, lo consuela y amodorra. Ahora respira pesadamente. Con la llegada del día se duerme, con el coma de los moribundos, pero libre, al fin, del demonio del insomnio.

Días de neblina

Me encantan estos días neblinosos, estas calles lustrosas de humedad y el escalofrío que hace que los transeúntes se acurruquen en la forma de sus gabanes, mientras garúa lentamente y en las casas se encienden las luces.

Me encantan estos días. Cuando más desapacibles son, menos gente hay por la calle. Hay momentos en que uno cree que tiene una ciudad a su disposición. Camina y alguna que otra persona pasa apurada por el lado de uno. Luego, nada; gente calafateada en sus hogares, el hermoso egoísmo de la puerta cerrada y la estufa encendida. Goza uno esta pequeña canallería de la gente. Se siente de acuerdo con esa impiedad que condena a los que no tienen un cobre a que se congelen en cualquier atrio de iglesia. ¡Qué diablo! La sociedad está constituida así.

Pero me encantan estos días. Me encantan porque pertenecen a países que nunca he visto. A veces me pregunto si uno no hereda de sus padres el recuerdo climatérico. Yo desciendo de gente acostumbrada a barrer la nieve frente al umbral de su casa en invierno. De gente que dice: «Cayeron dos metros de nieve». ¿Se dan cuenta ustedes? Es algo maravilloso: dos metros de nieve. Una distancia blanca, gente que al respirar despide vapor por las narices y la boca, con las manos enfundades en guantes gruesos como botines de jugador de fútbol, y aunque no quiero confesarme, siento la nostalgia de dos metros de nieve, de esa vida de atorrantismo que lleva la gente sitiada por el invierno, metida en su casa, gozando el calor de la estufa y leyendo libros antiguos.

Por eso quiero estas calles encajonando neblina, frías, locas, solitarias. Con sus puertas cerradas y su gente sentada junto a una vitrola o un aparato de radio.

Paso y miro por el espacio que dejan los visillos corridos: luces encendidas, almas muy buenas y egoístas al mismo tiempo, dulcemente egoístas, que dicen: «¡Qué frío hace afuera!», y al mismo tiempo le dan dos vueltas de llave a la cerradura de la puerta de calle.

Me encantan estos días. Y estos paseos al azar. A las seis de la tarde no se encuentra nadie en la puerta de su casa, las calles adquieren a esa hora una soledad fantástica e implacable, uno podría morirse en medio de la calzada, que nadie se molestaría en averiguar lo que ocurre. Aun los mismos almacenes tienen sus puertas cerradas, y a través de los vidrios opacos se distingue a los bolicheros, de codos en el mostrador leyendo telegramas en el diario.

Esta realidad no me causa fastidio. Me parece lógica y perfecta; así es de perfecta y lógica el alma de la gente. Además, personalmente a uno nadie lo conoce. Se va por estas calles de veredas resbaladizas y enfangadas, con una amargura simpática y una resignación de mala muerte que le causa gracia hasta al mismo damnificado. Luego viene el placer de meterse en cualquier café, ver los ómnibus atracados de gente, atascados de empleados y de desdichados con nueve horas de horario, y el habitual gesto del mentón apoyado en la palma de la mano, mientras la muchacha de la vitrola coloca un nuevo disco, y tres desgraciados, metidos a filósofos, dicen gansadas como éstas:

—Hay que ver si es amor puro.

Bebe su café y luego salé nuevamente a la calle. En esta ciudad no hay adonde ir. Piensa en el cine, pero al cine no se va solo; piensa en algún amigo, y luego llega a la conclusión de que a los amigos es mejor tenerlos de lejos. Podría escribirle una carta a Fulana o Mengana, mas en cuanto pensó en Fulana y Mengana las manda al diablo «in mente». Y piensa: Fulana es una estúpida con sus frases de novela semanal; Mengana, con su nombre copiado de alguna mala película y sus amigas tan superidiotas como ella, constituyen el grupo más ridículo que ha conocido.

Afuera llovizna. Deja la propina para el mozo y sale. Se pierde en cualquier calle arbolada. Se levanta el cuello del sobretodo, le dirige una mala mirada a un ventanal iluminado y se pregunta:

—¿Vale, en realidad, la pena el trabajo de vivir? Uno, todos los días hace lo mismo, dice las mismas mentiras y las idénticas verdades; aburre a unos y distrae a otros, molesta a alguno y se hace odioso a varios, ¿vale la pena de vivir? ¿Para qué?

Usted piensa en esas casas calientes por dentro y frías y negras por fuera. Piensa que en esas casas se respeta todo lo convencionalmente respetable, piensa que a usted allí le tratarían con tantas atenciones como si fuera el Sha de Persia; luego una viaraza de pesimismo negro le acidula los pensamientos y se sumerge más y más en la neblina de las callejuelas.

Hasta llega a pensar: «podría uno meterse un balazo en los sesos». La humanidad no perdería gran cosa ni uno tampoco sufriría una pérdida irreparable. Y se pregunta por cienmilésima vez: «¿vale la pena de vivir así, o no vale la pena?».

La neblina se vuelve más espesa. Las campanas de los tranvías resuenan más alarmantes; los hombres van y vienen, y en realidad, morirse es casi como vivir. Con la diferencia, claro está, que cuando uno está muerto no debe aburrirse tanto.


Publicado el 4 de marzo de 2022 por Edu Robsy.
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