Todos los Cuentos

Roberto Arlt


Cuentos, recopilación


Prólogo
Accidentado paseo a Moka
Acuérdate de Azerbaijan
Clase de box
Debajo del agua
Divertida aventura de míster Gibson
Ejercicio de artillería
El aprendiz de brujo
El bastón de la muerte
El teniente perdido y el palo del muerto
El cazador de orquídeas
El crimen casi perfecto
El embrujo de la gitana
El enigma de las tres cartas
El experimento del doctor Gene
Descubrimiento del doctor Gene
Comprobación del doctor Gene
El gato cocido
El gran Guillermito
El robo del motor
Aparecen Clara y una encargada
El secretario de redacción
Final
El hombre del turbante verde
El incendiario
El jorobadito
El joven Bernier esposo de una negra
De cómo Bernier se casó con la negra
El misterio de los tres sobretodos
El octavo viaje de Simbad el marino
El resorte secreto
El traje del fantasma
El Marinero Misterioso
Las Siete Jovencitas
La Ciudad de las Orillas
Escritor fracasado
Espionaje
Ester Primavera
Estoy cargada de muerte
Eugenio Delmonte y los 1300 novios
Extraordinaria historia de dos tuertos
Halid Majid el achicharrado
Historia de Nazra, Yamil y Farid
Historia del señor Jefries y Nassin el Egipcio
Hussein el Cojo y Axuxa la Hermosa
Jabulgot el Farsante
Buscando un rastro inexistente
El autor del crimen
Juicio del cadí prudente
La aventura de Baba en Dimisch Esh Sham
La cadena del ancla
La doble trampa mortal
La factoría de Farjalla Bill Alí
La hostilidad
La jugada
Curiosidad de Kraisler
Una carta y un recuerdo
Estrategia
La jugada de Julia
La luna roja
La muerte del sol
La ola de perfume verde
La palabra que entiende el elefante
La pista de los dientes de oro
La pluma de ganso
La taberna del Expoliador
Angustia de medianoche
La venganza de Tutankamón
La venganza del médico
La venganza del mono
Noche
Las fieras
Los bandidos de Uad-Djuari
Los cazadores de marfil
Los esbirros de Venecia
Los hombres fieras
Noche terrible
Es como un crimen
¿Y si me caso...?
Es como todas las mujeres
Ahora...
Odio desde la otra vida
Pequeños propietarios
Rahutia la bailarina
Regreso
¡S.O.S.! Longitud 145° 30’, Latitud 29° 15’
Un argentino entre gángsters
Un chiste morisco
Un error judicial
Una aventura en Granada
Una clase de gimnasia
Una historia de fieras
Una tarde de domingo
«Ven, mi ama Zobeida quiere hablarte»
Viaje terrible
Dedicatoria
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X

Prólogo

Todo buen lector haría bien en leer a Roberto Arlt. Y haría todavía mejor si se decidiera a hacer una lectura panorámica de sus cuentos cortos.

No me corresponde hacer una crítica literaria a su obra: hay personas mucho más cualificadas para ello que, además, han invertido mucho tiempo y energía en encontrar sus claves, sus influencias, su impacto.

A mí, como simple lector entusiasta de su obra, no me queda más que recomendarla. Su fino humor, su proverbial malicia, el desarrollo de situaciones y personajes o la crítica social hacen de cada uno de sus cuentos una pequeña joya literaria. Y, además, son terriblemente divertidos, amenos e inteligentes. No se puede pedir más.

Como editor, he disfrutado la caza de sus obras, su lectura sosegada, la lenta y laboriosa reconstrucción mental de su forma de ver y entender el mundo. Un placer que, desgraciadamente, ya ha concluido y que tiene como resultado este volumen: la colección más completa de sus cuentos y novelas cortas, que recoge un total de setenta y una obras.

No se han incluido en este volumen sus aguafuertes, que aunque probablemente sean su obra capital, donde se encuentra el Arlt más puro y lúcido, su formato breve y certero no es suficiente como para considerarlas ficción literaria, aunque sean sin duda literatura en mayúsculas y contengan también mucha ficción. En eso consiste el oficio de ser escritor.

Sirva por tanto esta colección como una reivindicación de Roberto Arlt, un escritor que todavía no ha llegado a la mayoría de lectores y que, sin duda, se merece una posición propia en la literatura en nuestro idioma y una reivindicación todavía más intensa por parte de la literatura argentina moderna, que probablemente le deba más a él que a Borges. Solo podemos especular dónde habría llegado de no haberse truncado su vida tan pronto, dejándonos con una promesa, pero abrazados a una certeza: su indiscutible calidad literaria.

Para no complicar la sistematización y evitar tanto arbitrariedades como justificaciones, el criterio seguido para presentar sus cuentos es un simple orden alfabético, permitiendo así que este volumen pueda actuar como un catálogo universal de sus relatos.

A los que ya le conocen, espero que esta colección les permita reencontrar relatos amigos y descubrir algunas joyas nuevas. A los que no, espero que disfruten tanto del encuentro como me sucedió a mí con su primera lectura.

Feliz lectura.


Eduardo Robsy Petrus
Madrid, 26 de febrero de 2024

Accidentado paseo a Moka

Cuando el "Caballo Verde" salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Poo empequeñecía a la distancia:

—¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!

Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó:

—Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía.

Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:

—Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano En el mismo paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.

El noble anciano movió la cabeza.

—¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven. No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas.

Súbitamente la inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos del "Caballo Verde", bajó a los puentes; los negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Poo, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del "Caballo Verde"; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble anciano que en su juventud había sido un conspicuo bandido dijo, mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:

—Esta tarde me acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la primavera del año 80.

—Mi choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre mi criado Alí me despertó con sus palabras rituales:

"—Que tu día sea bendecido…

"Alí era un chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de hambre en las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del Zoco. A cambio de esta pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos. Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.

"Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Poo.

"Ahora estaba frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la boca abierta por un bostezo:

"—Que tu día sea bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka.

"Hacia varios días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que mataban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de sus emanaciones de óxido de carbono. Los negros bupíes decían que el diablo vivía en el valle de Moka.

"En cierto modo, mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más. Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda costa a entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyecto de asaltar el próximo invierno un importante banco de Calcuta y de huir a través de la selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que conocer la selva, estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su misterio.

"Tal es la razón por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos tenían el rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completamente desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo de los genios malignos de la selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que encontráramos en el camino. Yo iba armado con una magnífica carabina revólver y puñal. Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligarlos a cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido, aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a quien pensaba convertir en un eficiente ayudante de bandido.

"Durante los primeros días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me extasió violentamente. Mis hombres unos con yataganes prehistóricos, otros con hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en verde la luz solar. Había momentos que parecíamos buzos en el fondo del mar, tan perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constantemente. Nuestra pequeña caravana era acompañada por los arrullos de las palomas silvestres, las voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti, los chillidos de los monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las ramas más altas.

"Alí, contra su costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente en cuanto sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bupíes, que tal es el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente agobiado.

"Atribuí su silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de caminar continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo nombre ignoraba, pero cuyo tronco áspero o lustroso, de hojas gruesas o transparentes soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados de estrellas escarlatas o de cálices blancos.

"De pronto Alí me hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:

"—Estos perros enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.

"Lo miré, sorprendido, a él y a los cargueros.

"Efectivamente, los bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí, porque hablaban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí. Quemaba de fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho.

"—Hagamos alto —dije—. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos quedaremos aquí hasta mañana.

"Alí habló con los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para recoger hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.

"Alí se dejó caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora. Lejos se escuchaban los voces de los cargueros bupíes. Alí, con la cabeza apoyada en el tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr, golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí en su brazo amarillento, vi una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos.

"Me retiré estremecido.

"No quedaba duda. Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño.

"Como si mi descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un silencio imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se escuchaban ya.

"Aturdido por la sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había encontrado con negros encadenados por el pescuezo a recios árboles para que no pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el fondo de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de negras y negros en distintas etapas de la enfermedad. Algunos durmiendo, con la piel pegada a los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían mantenerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza, pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, completamente inmóviles, pegados al suelo, con las piernas encogidas, parecían momificados en su extremísima demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos.

"¿Qué hacer?

"Si yo abandonaba a Ali en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes, los buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí estaba perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los bupíes no se escuchaba una sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya peligrosidad conocían.

"Tomé mi revólver, me acerqué a Ali y le encañoné cuidadosamente la cabeza. Sonó un estampido.. Alí no sufriría más.

"Ahora lo que yo tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos salido del islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día siguiente regresaría por el camino que habían abierto las hachas y yataganes de los bupíes.

"Dando un rodeo en torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indigenas habían abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho por la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también enfermo de la enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo la oscuridad del ramaje me quedé dormido.

"Un grito espantoso me despertó en la noche.

"Me puse de pie en la oscuridad. Estaba rodeado de ramas de árboles sobre las que se movían lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en su fondo la luz de la luna, invisibles desde el lugar donde yo vigilaba.

"Me estremecí en mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un reptil al deslizarse.

"Me tomé el pulso. El corazón marchaba perfectamente.

"El bosque permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba al hombre ni al salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos amarillos.

"Sin embargo, un grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el que había gritado?

"La noche debía estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua "Cautelosamente me senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas horas de la orilla del agua, y ya se presentaban dificultades insuperables.

"Otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó la atención un grupo de monos chillando en la copa de un árbol, señalándose los unos a los otros, como seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar.

"Desde la rama más alta, donde ya me había encaramado, solo se distinguía una especie de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar entre los bejucos de la cortina vegetal un camino hacia el claro misterioso. Trabajaba alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensaba que esa disposición para el trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño.

"Finalmente llegué a la plazoleta.

"Allí, en un claro, a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta, puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza cortada dejada expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se veía la mano derecha de la negra. Había sido cortada de un hachazo.

"El cuerpo de la negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.

"Comprendí.

"El castigo que los bupíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio o que abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra. Ofrecía un espectáculo extraño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo. Levanté un párpado de la cabeza. La negra estaba viva.

"Miré en derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el que la negra viva estaba enterrada. El sudor corría a grandes chorros por mi cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la frente. Se consumía de fiebre. Finalmente, evitando herirle el cuerpo, abrí el hoyo y conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura. Los negros que la mutilaron le habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de evitar la hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios.

"Yo no era un sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que a la bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos. Finalmente reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.

"Yo trabajaba alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos, caballos del diablo. Un día recuerdo que mate una araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilando sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía.

"Finalmente Bokapi me contó ei origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse ido a vivir con un mestizo.

"La cosa ocurrió así:

"Entonces cada tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual también participaban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada de bambú.

"El mestizo la amaba cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la noche ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente lo atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y después el hechicero del poblado más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola.

"La tribu en el bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos bupíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y con la cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrente de imprecaciones; después, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con la cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente danzaban en torno de ella sombras lujuriosas; de pronto las sombras se detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer.

"El tremendo grito que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada.

"Conocí entonces la naturaleza negra.

"Si Bokapi había amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la ponía en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de plátano, que sabía preparar, o solomillos de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando yo dormía, ella, de pie a mi lado, movía constantemente unas hojas de palma para renovar el aire en torno de mi rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los arenales.

"Finalmente abandonamos la selva.

"El camino que algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad asombrosa. Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la floresta entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales, ocurrió lo imprevisto.

"Bokapi y yo caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo, deteniéndome.

"A cinco metros de nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida ondulando de furor fuera de la escamosa boca.

"Me paralizó un frío mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo comprendió, se despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a la boa.

"¡Quién pudiera contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los dientes en el lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión. Y Bokapi ya no se movió.

"Entonces, a la vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura. La selva era terrible."

Acuérdate de Azerbaijan

Los dos mahometanos se detuvieron para dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su cabeza delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto.

Atrás, oscilante, avanzaba el cortejo de elefantes superando con sus budas dorados cargados en el lomo, la verde copa de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el prudente Mahomet, dijo, mirando a un gendarme tamil detenido frente a una dama de Colombo, cuyo cochecito de bambú arrastraba un criado descalzo.

—Que el Profeta confunda el entendimiento de estos infieles.

—Para ellos el eterno pavimento de brasas del infierno —murmuró Azerbaijan con disgusto, pues una multitud de túnicas amarillentas llenaba la calle de tierra.

Esta multitud mostraba la cabeza afeitada y casi todos se refrescaban moviendo grandes abanicos de redondez dentada. Azerbaijan con ojos de entendido, observaba los tipos humanos y descubría que en aquel rincón de Ceilán estaban representadas muchas de las razas del sur de la India.

Se veían brahmanes con turbantes chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles revestidos de pieles de serpiente y trompetas en forma de cuerno de elefante; chicos descalzos, de vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes budistas con la cabeza afeitada; parias cubiertos de polvo como lagartos y más desnudos que monos; jefes candianos, tripudos, con grandes fajas recamadas en oro y sombreros descomunales como fuentones de plata.

Se reconocían los pescadores de perlas por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal grandeza del pecho. Había también allí algunos ladrones chinos, moviendo los ojos como ratones, y varios estafadores ingleses, que con las manos en los bolsillos miraban irónicamente desfilar la procesión, sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos.

—Vámonos —dijo Azerbaijan.

Y Mahomet, encogiéndose de hombros, siguió a su cofrade.

— Tienes el dinero? —preguntó Mahomet.

Azerbaijan asintió, sonriendo. El dinero, en buenas rupias indostanas, estaba liado contra las carnes de su pecho. Azerbaijan y Mahomet habían vendido el fumadero de opio a un traficante chino. Azerbaijan y Mahomet eran nativos de Tánger, pero el azar de los negocios los había arrastrado hasta Colombo, donde, siguiendo el ejemplo de la comunidad musulmana, se dedicaron a combinar el ejercicio de la usura con la explotación de campos de arroz y fumaderos de opio.

Claro está que no podían jurar sobre el Corán que el dinero con que iniciaron sus negocios había sido honradamente adquirido. Hacía algunos años, los dos compinches, entre las nieves del Himalaya, aturdieron a palos a un espía prófugo de la policía inglesa. Inútil que, intentando defenderse, el fugitivo tomara por la chilaba a Mahomet, al adivinar sus ladrones propósitos. Más rápido, Azerbaijan le hundió, con un golpe de báculo, el casco de corcho hasta las orejas; y después de aligerarle de sus libras huyeron a monte traviesa. Y así vinieron a recalar a Ceilán.

Ahora Azerbaijan y Mahomet tomaron por un polvoriento camino torcido entre palmeras. A lo largo de cobertizos de bambú se veían hileras de viejas lavando azafrán; más allá, junto a un muro gris de piedras y de adobes, tres ancianos de turbante trabajaban frente a un telar. Una malaya hacía girar su rueda. Los hombres levantaron la vista cuando los dos mahometanos pasaron, y la mujer murmuró un conjuro para protegerse del mal de ojo.

Junto a la silla del Buda me espera un pescador de perlas —dijo, de pronto, Mahomet.

—¿Qué te quiere?

—Es forastero. Dice que tiene una perla..,

—Robada…

—Probablemente…

—Debíamos verla.

La silla del Buda, un tronco quemado por un rayo tan caprichosamente, que en carbón había quedado esculpida la figura del solitario como si estuviera sobre un copo, estaba en una curva que describía el camino entrando al bosque.

Ahora los dos socios caminaban a lo largo de una playa frente al océano centelleante, aplanado por la caliente pesadez del sol. Algunas velas escarlatas se doblaban sobre la llanura de agua; los peces voladores trazaban vertiginosas curvas; la ciudad había quedado atrás; entraron en el camino que conducía a los arrozales.

—¿Qué pedirá el ladrón por la perla?

Mahomet, cuya cara redonda y lustrosa reflejaba la paz, dijo, extendiendo el brazo:

—Allí está.

Azerbaijan volvió la cabeza. No podía distinguir bajo qué árbol del bosque oscuro se ocultaba el ladrón de la perla. De pronto, sintió un golpe tremendo bajo el corazón; vio a Mahomet enorme como una estatua, que esgrimía un cuchillo gigantesco, y comprendió que estaba muerto. Cayó cara al polvo. Como en sueños, muy lejos, sintió que Mahomet, con mano impaciente, le desgarraba la faja del pecho, y todo se hizo oscuridad en sus ojos cuando el mercader se apoderó del bulto de rupias indostanas.

Lentamente, una bandeja de sangre se fue formando en el polvo. Mahomet se alejó internándose por el camino que conducía hacia la silla del Buda Este hecho ocurrió a comienzos del año 1915.

A comienzos del año 1930, quince años después de la muerte de Azerbaijan, un joven aproximadamente de dieciocho años de edad, instaló su puesto de barberillo frente mismo al Bazar de los Sederos, que en Tánger es como la Bolsa de la seda. Durante los primeros tiempos, el joven rapaba y afeitaba junto a la fontana donde van todas las mujeres del bajo pueblo a buscar agua y a murmurar de sus amas.

El Bazar de los Sederos es un lugar importante, y la mejor forma de representarle es como un patio de resquebrajadas baldosas rojas, en torno de cuyas aristas los arcos festonean de arabescos unas recovas oscuras. Bajo estas recovas se abren profundos nichos, donde relucen rollos de las más floreadas telas que pueda codiciar la imaginación de una mujer negra.

La principal tienda del Bazar de los Sederos pertenecía al asesino Mahomet. Naturalmente, nadie sabía que Mahomet había asesinado, hacía quince años, a su socio Azerbaijan en los alrededores de Colombo. Además, éste fue el primer y último crimen que cometió Mahomet, porque desde aquel día el traficante cumplía escrupulosamente con todos los deberes del creyente. No faltaba a una sola oración en la mezquita, y nunca dejaba de llevar la mano a su bolso para beneficiar con una caridad al ciego, al huérfano o al enfermo. De este modo, la vida de Mahomet florecía como su misma barba, que, cuando se olvidaba de afeitarla, relucía negra como el azabache en torno de sus mejillas sonrosadas y pulidas. Para esparcimiento de sus sentidos, mantenía un harén con eunuco y varias esclavas.

De manera que, como dejo contado, fue frente a este bazar donde instaló su puesto de barberillo el joven extranjero que apareció en Tánger. Aunque musulmán, el barberillo no era nativo de África, sino de Ceilán; su pronunciación lo delataba, y Mahomet no pudo menos que estremecerse cuando supo que el barberillo venía del archipiélago; pero se tranquilizó cuando su criado le dijo que el menestral era nativo de Puloli, la punta opuesta de Colombo.

Durante algún tiempo el jovencito cingalés rapó barbas en medio de la calle; luego, mediante algunas monedas de plata, echó al conserje del Bazar de los Sederos, y un día se le vio instalar su sillón frente mismo a la tienda de Mahomet, y poner en hilera, sobre una mesita de cerezo, sus cortantes navajas. Los comerciantes encontraban cómodo, en la hora de la siesta, sentarse en el sillón y dejarse rapar por el hombre de la isla.

Cuando no tenía nada que hacer, canturreaba.

Siempre la misma canción: "El Rasd ad-Dill".

Aquel "si" bemol con que el barberillo arrancaba palabra "ja", inicial de la canción le crispaba los nervios al pulcro Mahomet. Y el menestral canturreaba:

Ja… si-hibu l hemmi di in-nel

hemma…

A veces el sedero se encontraba con la mirada del barberillo fija en él, y entonces experimentaba una especie de ansiedad extraña, un género de incomodidad, que le hacía mover la cabeza como si el cuello de su abotonado chaleco bordado en oro le ajustara demasiado en torno del pescuezo; pero Mahomet se vengaba de esta molestia no recurriendo jamás a los servicios del barberillo.

A pesar de esto, el hombre de la isla le saludaba respetuosamente, como si el sedero fuera su padre o el protector de su hermana y su madre. Mahomet, orondo, gordo, con las mejillas lustrosas, recibía el saludo del mozo de las navajas con ostensible tiesura y dignidad. Pero el joven como si esa actitud no fuera con él, arrancaba en el irritante "si" bemol:

Ja… si-hibu l hemmi li in-nel

hemma…

Al mismo tiempo de cantar la irritante cancioncilla, asentaba una de sus navajas en una negra lonja de cuero.

Insensiblemente, todos los comerciantes del patio se acostumbraron a utilizar los servicios del cingalés, menos Mahomet, que soñando una noche que se estaba haciendo afeitar por el barberillo de Puloli, se despertó sudoroso de terror.

Sin embargo, aquello era estúpido. Mahomet era un honesto comerciante. Nadie tenía que reprocharle nada, salvo, naturalmente, el asesinato de Azerbaijan, aunque no existía sobre la tierra una sola persona que en aquel momento se acordara del hombre muerto cerca de la silla del Buda.

Un gendarme se detuvo frente a Mahomet

—Mi cadí quiere hablar contigo.

—¿El cadí?

—Parece que un traficante, envidioso de tu prosperidad, te acusa de estar en tratos con contrabandistas de seda.

—Vete, que ya iré a ver a mi juez.

Quedó solo el comerciante frente a sus rollos de seda, e involuntariamente sus dedos, en horqueta, se tomaron la mejilla. Estaba barbudo, no podía presentarse así ante el cadí; una falta de respeto semejante no lo inclinaría al juez hacia la equidad ni a la benevolencia. Tampoco tenía tiempo de ir hacia la finca del Marshan.

Y, precisamente allí, de brazos cruzados frente a su sillón, estaba el mancebillo cingalés canturreando como de costumbre, en el irritante "si" bemol:

Ja… sa-hibu l hemmi li in-nel

hemma…

Hizo una seña al barberillo, y éste se acercó al opulento mercader:

—Trae tu sillón. Tendrás el alto honor de cortarme la barba.

Respetuoso, se inclinó el hombre de Ceilán. Luego, diligentemente, entró su sillón a la tienda del asesino de Azerbaijan. Mahomet se apoltronó, el barberillo le puso una toalla en torno del cuello que le caía sobre el pecho como un babero, y, después de humedecer la brocha, comenzó en enjabonar las mejillas del sedero. La brocha, cargada de espuma, iba y venía por el rostro del comerciante y se arremolinaba en torno de las extensiones de barba dura.

Mahomet, con la nuca apoyada en el respaldar de la silla, miraba por entre los párpados cerrados al barberillo, al tiempo que hilvanaba las razones que expondría ante el cadí.

El hombre de Ceilán se inclinó y tomó una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que comenzaba a repasar pulcramente sobre una lonja de cuero…

—A ver si te apuras —rezongó Mahomet.

El barberillo le dio a la navaja dos últimos toques sobre la palma de su mano se inclinó sobre Mahomet, suspendió la navaja sobre la garganta del sedero y le susurró con voz sumamente dulce:

—¿Te acuerdas de Azerbaijan?

Mahomet desencajó los ojos en el espanto de su situación sin atreverse a moverse.

—Está escrito que Alá pierde a los que quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas del noble Azerbaijan? Le dejaste por muerto junto a la silla del Buda, pero vivió el tiempo suficiente para hacerle jurar a mi madre que yo, su hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil encontrarte. Mi madre sabia que tú vendrías a Tánger a deslumbrar a los creyentes con tu fortuna robada.

Gruesas gotas de sudor crecían en la frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el fondo de la garganta, y no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo estaba allí trabajando en el Bazar de los Sederos hacía dos años con el exclusivo fin de tomarse venganza cortándole el pescuezo.

—Puedes rezar "la oración del miedo"— susurró el hombre de Ceilán—. Quizá el Misericordioso te la tenga en cuenta.

A pocos pasos del sedero sus camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una historia de mujeres negras. Y ellos no sospechaban que él estaba entre las manos de un hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría como a un cordero, profundamente; y ya sentía el filo de la navaja penetrar en su carne, y quería gritar y no podía. Grandes nubes rojas circulaban frente a sus ojos; el hombre de Ceilán le parecía un gigante inclinado sobre él entre bloques de montañas escarlatas. Dentro de su cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba, retorciéndole fibra por fibra; de su enemigo ahora solo distinguía la doble hilera brillante de los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero rozando su piel un dolor atroz como si fuera un dolor de muelas en el corazón, le paralizó la respiración. Y súbitamente, el corpachón encogido se relajó sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un costado.

El mancebo retrocedió. Un hilo de sangre escapaba de la boca del sedero. Y el mancebo comprendió que Mahomet se había muerto de miedo.

Clase de box

El ring, a la sombra del murallón rojo, desprende su rectangular horizontal y blanca, enrejada por tres paralelas de soga.

Simoens el telegrafista, detenido a pocos pasos de la bolsa de arena, espera la llegada del profesor.

Es éste un momento odioso en su vida de fabricante de voluntad. Hace frío, el viento encrespona el humo que sale de las chimeneas, y los músculos se le enrigidecen.

Más allá de la bolsa, en un patio de asfalto, superficies humanas, vestidas como él con un pantalón blanco, que no le llega a las rodillas, camiseta sin mangas y alpargatas, juegan a la pelota. A veces la bola negra o blanca rebasa los lindes, y, sobre la punta de los pies, la superficie de un hombre roza el suelo en vertiginoso intento de detención.

El cielo, reteñido de azul agrio, pesa de tal manera sobre la perpendicular roja, que la muralla parece inclinarse algunos grados hacia la tierra, vista desde abajo.

Simoens quiere vencer la ansiedad que le pone una sensación de blandura en el estómago. No quiere pensar que dentro de algunos minutos le golpearán el rostro.

Incluso, afecta aspecto displicente, a fin de no llamar la atención de ningún gimnasta. Comienza a saltar sobre la punta de sus pies, como si “hiciera cuerda”. Así lo ha observado en los boxeadores profesionales cuando bajo el frío cielo de las noches deportivas esperan en sus ángulos el minuto próximo de calzar guante. Esto le impide “enfriarse”.

Acumula voluntad para vencer el miedo que le tiene al castigo. De tal modo está refugiado en su carne que no se puede sustraer a la presión que trasvasa cobardía en sus venas, en sus músculos y en su tiempo de pensamiento. Le estrecha los pulmones y le ensancha inopinadamente el corazón. Elevándose sobre la punta de los pies, aspira profundamente aire, luego, dejando apoyar los talones en el suelo, expira, bajando lentamente los brazos. Y continúa: “uno, dos, uno, dos”. Salto sobre pie derecho, salto sobre pie izquierdo. Es una manera de desviar nerviosidad en una dirección más positiva. Piensa en su cuerpo, y le dice:

“Tuviste que llegar hasta aquí, ¿eh? Llegaste hasta aquí, ¿eh?” Cuando se habla a sí mismo de esa forma experimenta un manifiesto placer maligno. Incluso, le parece que estuviera burlándose de otro. E insiste: “Tuviste que llegar, ¿eh?” El acto de voluntad desparrama en él sectores de placer espléndido. Es un canto de gloria sin sentido actual.

—¡Oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, la hermosa muchacha!

Estas palabras corresponden a su vida antigua. Entonces él arrastraba un cuerpo pesado, y no miraba nunca a las nubes. Y de sus ojos se aparta el ring físico, horizontal a la muralla roja.

Sin embargo, el corazón le late apresuradamente. Quisiera haber terminado sin que “le pegaran mucho”. El ring se acerca otra vez a sus ojos. Aún están flojas las cuerdas. Maldito profesor, aún no ha llegado. Las superficies blancas que con saltos elásticos se desprenden del suelo, le parecen infinitamente felices.

Con la frente arrugada, observa. En verdad, sería más agradable irse a bañar que trenzarse a puñetazos con el hombre de la cara aplastada.

Simoens se frota suavemente el brazo. Soslaya las movedizas manchas blancas sobre el asfalto negro, y sin saber por qué, se besa amorosamente el brazo, donde ahora crece un músculo que antes era invisible.

Suavísima tristeza pasa después de este acto por la parte alta de su carne. Allí es donde se refugian los sueños maravillosos, los sucesos no cumplidos y los recuerdos que desean revancha.

Paladea mentalmente la palabra definitiva:

“Te recordaré a través de todos los climas y de todos los tiempos, y gozaré la congoja de buscarte siempre con mi pensamiento. Y donde estés, también tú pensarás en mí.”

La bolsa de arena se bambolea. Un hombre desnudo descarga puñetazos tremendos en la lona. Simoens lo examina malhumorado, y piensa algo desagradable.

No puede explicarse semejante mal deseo. Luego se dice:

“Debe tirar bien.”

Un retorcijón de envidia alegre penetra en la parte alta de su carne. Se frota los músculos con las yemas de los dedos, y recomienza el salto suave sobre la punta de los pies. “Uno, dos, uno, dos.”

Nuevamente ha entrado su vida en la zona del miedo superfluo y pueril. Es inútil que se diga a sí mismo que nada grave puede ocurrirle. Lo sabe perfectamente. Ello no impide que su carne se rice con tibio sobrecogimiento que el corazón traduce en golpes especializados, semejantes al tic tic de una biela cuando trabaja sobre un cigüeñal ovalado.

El hombre que se entrenaba en la bolsa de arena resopla más fuertemente que una foca. Simoens lo mira de reojo. El otro se ha inclinado apoyando la palma de las manos en la atadura de sus alpargatas.

Se encienden lámparas incandescentes, reflectores enlozados iluminan el piso de asfalto, donde se mueven rápidamente las superficies semidesnudas de hombres.

En tanto, ni una sola libra de su carne se puede sustraer a la percusión que expanden los golpes del corazón en la masa temerosa, aunque cuando suba al ring todo desaparecerá. Entonces no habrá tiempo de acordarse. La fuerza.

Nuevamente el ring se aleja de sus ojos, y el canto sin sentido actual, que contienen sus entrañas irradia sectores de placer espléndido.

—¡Oh, oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, oh, la hermosa muchacha!

¿Por qué dice esas palabras? No lo sabe. Posiblemente, ellas expresen una vida victoriosa contenida en la raigambre de su voluntad endemoniada. Se embriaga piafando el ritmo de estas palabras:

—¡Oh, oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, oh, la hermosa muchacha!

Desde la carnuda convexidad que sus uñas acorazan hasta los sesos blancos encajonados en el cráneo, camina en él una alegría que necesita quemarse. Siente tentaciones de gritar: “Yo soy aceite de mí mismo.”

Así triunfa a instantes Simoens, el telegrafista.

Sin embargo, paralelas a su alegría, hay otras palabras. Marchan sin confundirse jamás. Son como submarinas corrientes de agua helada y tibia. Simoens tuerce el busto, esquivando el golpe de unas palabras. Y es que la voz, paralela a su alegría, ha exclamado con perversa dulzura femenina:

—Mírese a la cara. ¿No se ha visto en un espejo?

Quisiera aplastarla a puñetazos a la mujer remota, burlona en la luna plateada de un ropero rojinegro, en el fondo de una estancia gris.

—Y ella será joven todavía, cuando usted, desgastado, no le podrá interesar.

—Perro —rezonga sordamente Simoens.

El telegrafista “saca pecho”. Llena los pulmones de aire como si se dispusiera a sumergirse. El cielo ennegrece. Acaba de observar que las superficies blancas que juegan a la pelota descubren manos acorazadas de guantes negros. El otro hombre golpea la bolsa de arena, el saco se bambolea y el pugilista, avanzando el torso, recibe el golpe de péndulo en un ángulo del hombro o en la anchura del pecho. Los choques resuenan sordamente en la caja humana.

—Perra —rezonga sordamente Simoens.

La presión de la palabra “entonces” lo coloca en una diferente superficie de existencia. Es como si pudiendo agigantarse, desde un piso bajo horadara el plafón con la cabeza y la introdujera en otro plano superior. Allí están amontonados los fantasmas de su existencia. Y también el busto de la mujer que con un lápiz de manteca sangre se pintaba los labios, mostrando lascivos dientes brillantes. Volvió la cabeza, lo miró como si lo estuviera seleccionando de entre otros fantasmas para su placer personal, y dijo:

—Ella será joven todavía cuando usted, desgastado, no le podrá interesar.

El telegrafista mira torvamente en torno. Se contempla en una mala noche, dentro de un paralelogramo que proyecta hacia la altura un cielorraso taponado de sombras.

Acurrucado en la cabecera de la cama deshecha, estudia taciturnamente en un espejo ovalado su rostro estriado de arrugas, con la epidermis amarilleada por la nicotina, los ojos resumiendo para dentro un sufrimiento de años. Esa noche no tiene horario. Con la voluntad más tensa que un cable de acero, espera, anonadado, “una” salvación. Piensa vertiginosamente que cada hombre tiene su salvación, más que pensar, da zarpazos en el espacio, con velocidad de necesidad angustiosa. Fantasmas, luces, segmentos perpendiculares de orquestas bailan en sus ojos. A instantes piensa matarse, luego escapa por esa tangente, y buzoneando en el futuro, descubre a la “que será joven todavía cuando usted esté desgastado”, besándose con otro. Durante largos minutos se entrevera en aquel beso y sufre hasta tal perfección que sólo atina a jadear un treno:

—Uuu, uuu..., uuu.

Dando grandes saltos, su alma retrepa la noche. Es necesario que él sea fuerte y hermoso. Y perpetuamente joven. La oscuridad arrolla frente a sus ojos un cilindro de tinieblas. Tiene la sensación de que están arrollando una inmensa chapa de hierro ante sus ojos. El torno trajina fatigosamente. Su alma da grandes saltos dentro de su cuerpo, como si estuviera por volverse loco. Se tuerce, le duelen las articulaciones, luego cierra los ojos. Quisiera morir con la garganta suavemente serruchada.

Estos recuerdos despiertan en el telegrafista una alegría pueril.

“Aquellos eran otros tiempos”, se dice, y súbitamente, arrepentido de haberse alejado de un fantasma rojo, se detiene apiadado.

Un jugador, inclinado ante él, recoge la pelota. Simoens lo mira inexpresivamente. Sobre el ring, un muchacho ajusta las cuerdas con riendas suplementarias, que toman los dos catetos de un ángulo, reduciéndolo. La bolsa de arena va y viene “trabajada” por los golpes horizontales de los brazos, que van y vienen como las bielas de una locomotora. Simoens espía un instante la musculosa superficie del hombre, y rezonga para su adentro:

“Canalla, qué hermosa fuerza.” Y como si se encontrara bajo una cúpula resplandeciente que recogiera las grandes voces de un coro, el telegrafista aguza los oídos y deja que se enciendan sus ojos en el ritmo de:

—¡Oh, oh, la hermosa muchacha! ¡Oh, oh, la hermosa muchacha!

Su semblante se ilumina de sonrisas.

La esperanza brilla tras de sus ojos como una altura de cielo con el sol tras de una cresta de nubes. Incluso, su carne le parece dorada por un mediodía marítimo. No pudiendo resistir el impulso, se prensa el bíceps, se tantea el oronoides. Contestando a una pregunta interna, se dice:

“Y ¿por qué no ser envidioso?” Recapacita, luego. “No, no, es estúpido.”

Arruga la frente en busca de la sensación que lo deje anclado en la sensación definitiva, y su atención se detiene en el rostro de la muchacha “que será joven todavía cuando usted esté desgastado”, y con la evocación de aquel semblante se entrecruza el hombre de la cara aplastada.

El profesor de box viste pantalón azul, camiseta gris. Golpeándole las piernas trae colgados por las cuerdas cuatro guantes de ocho onzas. Revisa con la mirada en redor, y exclama, sin dirigirse a nadie:

-Vamos, muchachos...

Una lámpara se ha encendido en la altura. El reflector enlozado proyecta un trapecio de luz en el ring. Simoens recoge los guantes que le alcanza el hombre de la cara aplastada. Hunde la mano. Los dedos se le enredan en la crin que se ha escapado del entreforro.

Extiende las manos calzadas por bultos negros al profesor. El hombre de la cara aplastada le ata los guantes, y Simoens se apoya en las cuerdas con las manos cruzadas atrás. Tiene el pudor de que le vean haciendo camouflage de boxeador.

Esto es muy lindo a los veinte años. A los treinta, el telegrafista comprende que es una necedad exhibirse. Además, está aprendiendo...

No tiene derecho a simular la actitud negligente que en el ángulo del ring aceptan los pugilistas veteranos medio minuto antes de cruzar guantes. Sin embargo, una negligencia flexible se incorpora a su organismo, y aunque sus brazos permanecen caídos, cierta elasticidad hambrienta de movimientos penetra en su organismo a medida que pasan los segundos.

Durante un instante se ha detenido su corazón al escuchar la orden del hombre de la cara aplastada:

—Vamos, listo.

Simoens se pone vertiginosamente en guardia. El codo del brazo derecho en el estómago, el guante sobre el mentón, la pierna izquierda adelantada, el brazo recogido. Descarga tres veces el puño sobre un chorizo pálido que simula ser nariz, pero el hombre de la cara aplastada lo mira tranquilamente, y apenas si roza su guante. El telegrafista se detiene indeciso.

—Siga.

Simoens martillea rápidamente con la izquierda sobre el guante del profesor, describiendo en la inútil persecución un semicírculo.

El hombre de la cara aplastada grita:

—Uno, uno, uno, siga, uno, uno, mueva esas piernas.

El brazo del profesor forma un gancho cuyo extremo le roza la nariz. Los ojos se le llenan de lágrimas. Tiene ganas de estornudar y, decepcionado, rebaja la guardia.

El oscuro mecanismo del instinto que hace maniobrar a su organismo, le advierte de la próxima orden de cambio de guardia y maneja con timidez el puño izquierdo. Sangra por la nariz. No se da cuenta.

—Siga. Uno, uno; atención, dos.

Vertiginosamente, Simoens recoge el brazo izquierdo, avanza la pierna derecha y descarga débilmente el puño derecho sobre el oído del profesor. El hombre de la cara aplastada ladea la cabeza y se produce un cuerpo a cuerpo. Aprovechando el clinch, el profesor hunde despacio los puños en su estómago. Se zafa de entre los brazos de Simoens; su guardia se abre, el telegrafista quiere entrar y: “Ti.”

Simoens se detiene asombrado de oír resonar semejante campanilla en el oído. Ha sido un golpe sobre la ceja.

—Vamos: uno, uno; muévase más.

El telegrafista, agachándose, esquiva una derecha, se tuerce, y la izquierda del hombre de la cara aplastada le roza la mejilla. Sobre el plano gris de la camiseta, el profesor zigzaguea su antebrazo. Simoens no sabe desde qué ángulo entrar un golpe. Su martilleo se anula en el vacío. A instantes le parece encontrarse flotando en la atmósfera luminosa de un huevo gigantesco. Fuera del perímetro donde se mueve su cabeza y la del hombre de la cara aplastada, nada existe.

Nuevamente, el puño del profesor le roza la nariz, y luego el flanco. Es un golpe sordo que lo encrespa de furor, deseo negro de romperlo al hombre de la cara aplastada. Bajo el reflector enlozado, Simoens se ríe. La vida piafa en sus ojos. Conserva los antebrazos doblados sobre el pecho, mientras que el busto, como un péndulo, oscila de izquierda a derecha. Está cansado, jadea.

—Vamos, hombre: uno, uno...

Simoens se agacha y experimenta una magnífica alegría al comprobar que el brazo del profesor golpea en el vacío. Una voz que ya no discierne de quién es le grita:

—Castigue, castigue ahora.

Simoens entra golpes cortos al estómago del otro. Sordo como un martillo, resuena: “Brec...”

Obedece la orden, y, distanciándose del hombre de la cara aplastada, se queda acechándolo con rapidísima oscilación de torso. Tiene la sensación de que se ha vuelto flexible como una cinta de acero. Pero se desangra en atención. A cada partícula de segundo que pasa se volatiliza más y más su voluntad. El profesor sonríe y avanza la cara aplastada, manteniendo los brazos bajos.

Simoens, indignado, se abalanza. Descarga derechas e izquierdas, derechas e izquierdas.

Alguien grita:

—¡Eh, eh! ¡Está golpeando bajo! ¡Ha perdido control!

Retrocede trastabillando. Como si hubiera nacido sin brazos, ahora no sabe con qué miembro castigar. Quisiera continuar golpeando, mas no encuentra sus brazos. No se le ocurre mirarse los flancos. Sólo sabe que en el vacío, frente a sus ojos, no aparece la mancha oscura de sus puños. No puede castigar, aunque lo quiera. Una voluntad subterránea lo mantiene todavía de pie, mas es como si no tuviera brazos. Como si se le hubieran perdido. No sabe qué hacer. Realmente, “aquello” que le pasa es un apuro semejante a los que se presentan durante el desenvolvimiento de una pesadilla. El hombre de la cara aplastada oscila ante él como un péndulo inmenso. No lo podrá derribar nunca..., sus brazos..., la luz...

Por fin entiende lo que el profesor le dice. Se corre a un ángulo y, con extrañeza, presenta los puños. Le desatan los guantes.

Ha hecho un round de dos minutos.

Desde lo más profundo de él asoma una chispa de alegría. Vacilante, se dirige al baño.


(El Hogar, 30 de enero de 1931)

Debajo del agua

Mi padre deseaba que yo siguiera el oficio de carpintero, y durante un tiempo estuve tentado de conformarme con esta sugerencia, pues la visión de un pequeño taller oloroso a virutas, con tablas arrinconadas y un tarro de cola calentándose al bañomaría, ocupaba mi vista con su prestigiosa frescura de viñeta escolar, porque en la escuela, precisamente, yo había estudiado en un libro donde se veía a un carpintero semejante, contento de ganarse laboriosamente el pan con el sudor de su frente; pero luego comprendí que mi temperamento inquieto no se avenía con ese oficio, y me negué a iniciar el aprendizaje, y mi bondadoso padre, que jamás me violentó en ninguna dirección de mi capricho, me respondió:

—Está bien, Jim; está bien. ¿Y qué es lo que querrías ser?

—Quiero trabajar debajo del agua —respondí.

—Es decir, ¿quieres ser buzo?

—Sí.

—Perfectamente, hijo: serás buzo. —Y dicho esto salió para el café, donde trabajaba descansadamente de camarero, y yo me quedé nuevamente inclinado sobre una descabalada revista, que no sé cómo llegó a mis manos, donde en planchas de papel satinado se desplegaban las maravillosas irisaciones de la fauna submarina: peces de metálicas escamas verdes y pupilas de rubí; peces voladores como recortadas palomas de terciopelo violeta; peces globulosos, escarlatas, como la flor del geranio; peces monstruosos, semejantes a troncos de árbol color de tabaco, cuyas dentadas bocas entreabiertas parecían reír. En un fondo celeste se veía a un buzo, inmóvil en un jardín submarino formado por estrellas lilas y nudosos tallos huecos que se anaranjaban como bajo el resplandor de un incendio. Oscuros y sonámbulos cangrejos extendiendo las inseguras antenas, avanzaban en pedregosos fondos de coral y amatista.

Mi madre se enjugó una lágrima cuando conoció mi determinación, y pocas horas después todos los habitantes de la pequeña ciudad donde vivíamos supieron que yo iba a estudiar para buzo.

Y digo “estudiar” para buzo porque para poder seguir ese oficio tuve que ingresar en el Instituto de Tecnología de Cambridge, donde aprendí la que es mi profesión: buzo. Profesión complicada y grave.

No describiré aquí las etapas de mi aprendizaje ni la cuidadosa serie de conocimientos que hoy se exigen del hombre que ha de trabajar bajo las aguas del mar; pero diré que después de tres años de incesante y progresiva práctica, estaba en condiciones de descender hasta setenta metros de profundidad, y de luchar ventajosamente con el más feroz de los monstruos submarinos. A este propósito diré que durante unas vacaciones gané mucho dinero exhibiéndome en un circo, en el interior de una vitrina llena de agua, bajo cuya superficie yo luchaba con un enorme pulpo que había pescado en la costa sur de California. El pulpo, con sus tentáculos pesados de ventosas, se precipitaba sobre mí, me envolvía entre sus viscosos látigos, que durante un momento tenían el color de la naranja; luego, insensiblemente, pasaban al verde, y finalmente yo vencía al monstruo, entre la emocionada admiración de los mirones. Este pulpo fue una fuente de recursos para nosotros, y él creo que jamás se vio tan excelentemente alimentado como entonces, porque eran numerosos los curiosos que traían animales domésticos vivos para arrojárselos al pulpo y asistir a la dramática escena en que el monstruo los envolvía en sus tentáculos y comenzaba a absorberlos vivos.

Finalmente, me aburrí de hacer el buzo de acuario. Mandé al diablo a mi empresario, y le aconsejé que con el pulpo preparara una buena sopa para toda la compañía; pero este hombre inescrupuloso, sin perder un minuto de tiempo, fue a un almacén de artículos navales, compró una escafandra, que vaya a saber cuánto tiempo hacía que estaba allí arrinconada como muestra, y después de seducir con el cebo de la ganancia a un pobre muchacho que limpiaba las jaulas de los leones, lo convenció de que se introdujera en la vitrina y luchara con el pulpo. Pero sucedió que este bárbaro, ignorante de todo aquello que se relaciona con nuestra profesión, no revisó la escafandra, y vistiéndose de buzo, se metió en la piscina. El pulpo, como de costumbre, se abalanzó sobre su enemigo, y aquí se produjo el drama. Un cristal que estaba flojo en la escafandra se desprendió de la montura de bronce, el agua se precipitó al interior del traje, y el peón de los leones murió simultáneamente ahogado y estrangulado por un tentáculo del pulpo.

Las consecuencias de esta desdichada y absurda aventura determinaron la comparencia del empresario del circo ante los tribunales de justicia. El pulpo, en cambio, terminó su existencia en la cocina del hotel local.

Cuando terminé con mis deposiciones de testigo, me enrolé en una compañía que se dedicaba a buscar tesoros de buques naufragados. Una tarde, encontrándome en el puerto de Losfarther, de regreso de una expedición, mientras me adecentaba en el cuarto del hotel, el mucamo me entregó una tarjeta, en la que se podía leer: “Jeny Darner”.

Intrigado, porque yo no conocía ninguna mujer de ese nombre, bajé hasta el hall, y, Dios mío, me encontré con la más preciosa criatura que los ojos de un buzo hayan podido ver. Se descubría a la legua que esta muchacha alta había hecho deportes; pero lo impresionante en ella era la carita ligeramente triangular, enmarcada por labrados rizos de oro que cubría un bonete de terciopelo azul. Sus ojos también eran, aunque diferentemente, azules, australes, tormentosos. Vestía un amarillento traje de sarga, porque recuerdo que estábamos a comienzos del otoño, y cuando ella me estrechó la mano, yo me quedé contemplándola francamente anonadado. Ella me dijo:

—¿Quiere que salgamos? Tengo que hablar con usted.

Salimos. Yo estaba intrigado. De pronto recordé que trabajaba en una compañía buscadora de tesoros sumergidos, y me dije: “¡Ojo, Jim, con lo que hablas!”, y finalmente, cuando llegamos a la avenida de las Palmeras, nos metimos bajo un toldo que tenía la forma de un paraguas sobre una mesita enmantelada, y Jeny Darner abrió la boca por fin:

—Soy escritora —y como posiblemente suponía que yo era un ignorante, aclaró:— Novelista. Escribo historias para los periódicos...

Yo asentí moviendo la cabeza, mientras que me repetía: “¡Ojo, Jim, con lo que hablas! No te olvides que la lengua corta la cabeza.” Ella prosiguió:

—La casa editorial para la cual trabajo me ha pedido que le escriba una novela cuyos principales protagonistas sean buzos.

Yo respondí:

—Es una bonita idea, porque la vida del buzo está llena de incidentes y relatos de aventuras de otros buzos, que pueden interesar a mucha gente.

Jeny Darner bebió su cóctel y prosiguió:

—Sin embargo, esta proposición de mis editores encierra muchas dificultades para mí. Como yo no he vivido jamás en el mar y menos he trabajado de buzo...

—Desea usted que yo la asesore...

Jeny Darner sonrió amablemente.

—De ninguna manera. Lo que yo quiero es hacer el aprendizaje de buzo.

Me quedé contemplándola con ojos desencajados.

—Pero, ¿usted sabe lo que se propone, señorita?

Jeny Darner me miró con gravedad. Repentinamente una sombra de voluntad difumó obstinación en su rostro y éste adquirió una expresión dura, pero tratando de dulcificar el tono, me respondió:

—¿Tendré que buscar otro buzo?

Si yo no hubiera sido un imbécil, en aquel mismísimo momento debí haberle respondido: “Sí, señorita; búsquese otro”, pero no le respondí de esta manera, porque estaba embobado por su bonete de terciopelo azul, por sus rizos, que parecían tallados en oro virgen, y por sus ojos, semejantes a dos almendras y duras piedras preciosas.

—Perfectamente, señorita. Tendrá que comprarse todos los implementos de buzo, pagar al hombre que maneje la bomba de aire...

—¿Cuánto le parece que durará mi aprendizaje?

—Veamos. Lo que quiere hacer usted es un paseo debajo del agua, vestida de buzo, o...

Jeny Darner repuso:

—No. Quiero aprender medianamente el oficio. Después de mí, nadie podrá escribir una novela semejante.

—Entonces demorará dos o tres meses en estar al tanto.

—¿Cuánto me costará todo?

Yo me ruboricé y le dije:

—Alquiler de una embarcación, ayudante y mi trabajo: dos mil dólares. ¿Le parece excesivo?

—No. Yo había calculado gastar tres mil dólares.

Una semana después, para no excitar la curiosidad local, yo aguardaba a Jeny Darner no lejos de la costa, en un lanchón perteneciente al viejo Terry. El hijo de Terry era el encargado de darle aire a la bomba. Jeny Darner llegaba a bordo en una pequeña lancha de su propiedad. ¡Qué días maravillosos!

Jeny Darner, como todas las mujeres, estaba habituada a ir muy ligera de ropa, aun en invierno, y la primera vez que vino a bordo para vestir el traje de buzo tuve que enviarla nuevamente a tierra a comprarse gruesas camisetas de lana, porque debajo del agua hace un frío intenso, aunque en la superficie la temperatura sea excesivamente caliente. Comencé por enseñarle a vestir el traje, a cuidar escrupulosamente el detalle de acolcharse los hombros para que el peso de la escafandra, bajo la presión del agua, no la agobiara. Así, despaciosamente, le fui enseñando a bajar a grandes profundidades; le enseñé a caminar por los arenales submarinos, a aprovechar la dirección de las corrientes de agua; le enseñé a luchar con el pulpo y a matarlo volviéndole la cabeza al revés como un guante, lo cual es muy fácil.

Como lejos de la costa, debajo del agua, se distinguían ciertas fantasmales siluetas, la hice acercarse a ellas. Eran buques náufragos, cascos que en su lecho de arena se mecían lentamente bajo la acción de las corrientes. Le enseñé a trepar por ellos valiéndose de la diferencia de densidad que existe entre nuestro cuerpo y la profundidad, y, finalmente, le enseñé a abrirse camino en un casco haciendo en él una abertura con un soplete. Una vez, en un barco tumbado boca abajo, por decirlo así, es decir, con la cubierta aplastada sobre la arena, descubrimos en un camarote un esqueleto. Algunos cangrejos merodeaban por allí cuando nosotros penetramos en el camarote. La ondulación del agua puso en movimiento el esqueleto, cuyos huesos se derramaron en torno de nuestros pies.

A medida que aumentaban los conocimientos de Jeny, crecía mi amor por ella. En menos de tres meses le enseñé todas las particularidades del oficio, hasta el arte de suministrar los primeros auxilios al buzo que ha sido traído demasiado rápidamente a la superficie por la presencia de algún peligro inminente.

Una tarde Jeny Darner me llamó por teléfono. Nos encontramos en el bar de la avenida de las Palmeras.

—He querido despedirme de usted —dijo al verme—. Dentro de una hora salgo en el Saturnia para Marsella.

La cara se me quedó sin sangre, la copa en la mano, la boca entreabierta.

Prosiguió:

—Le estoy agradecida por todas sus atenciones y bondades. Usted ha sido un maestro paciente para mí y nunca lo olvidaré.

Yo estaba por echarme a llorar como un chiquillo.

Continuó:

—Nunca creí que bajo la chaqueta de cuero de un... —iba a decir rudo, pero no lo dijo— enérgico hombre de mar se escondiera un corazón tan sensible y noble.

Luego me apretó la mano entre sus manos y me dijo:

—¡Hasta pronto, Jim, hasta pronto! —Y salió corriendo.

Yo me quedé durante algunos minutos alelado frente a la mesa del bar. Algunas lágrimas se deslizaban por mis mejillas, y repentinamente quise proporcionarle una satisfacción a Jeny, y a pesar de que la mar estaba muy picada, fui a lo de Terry y le dije que saliéramos a la barra a despedir a Jeny, que partía en el Saturnia.

Una hora después el Saturnia llegaba a la barra.

—¡Mírala, allí está!

Busqué con la vista. Apoyada en la pasarela, tomando melancólicamente las manos de un hombre que nos daba las espaldas, estaba Jeny Darner. El hombre le hablaba persuasivamente a Jeny, que con los ojos clavados en las aguas no reparaba en nuestro saludo. Y nunca me imaginé que Jeny pudiera tener un rostro tan triste mirando las aguas del mar. Entonces, sintiendo que el corazón dentro del pecho se me rajaba, le dije a Terry:

—Volvamos, viejo, volvamos. ¡Todo esto es muy triste!

La falta de Jeny me sumergió en la desesperación. La recordaba a toda hora. Como un sonámbulo visité los paisajes submarinos donde la había amado, el jardín de algas, los cascos meciéndose entre las tinieblas de la profundidad acuática, los sonrosados y violáceos campos de coral, en los que flotaban espectrales los pulpos cubiertos de limaduras fosforescentes.

Un día fui contratado por una compañía de seguros para investigar el hundimiento de un buque en el canal de San Macario. El Esturión III había salido en perfecto estado del puerto de Losfharder. El canal de San Macario estaba a una hora de allí. Se suponía que el naufragio era anormal porque la noche anterior la policía marítima se había visto obligada a disparar su ametralladora contra una lancha que en las tinieblas evolucionaba sospechosamente sobre el paraje del naufragio. El buque desaparecido llevaba un cargamento de barras de oro y varios pasajeros de primera clase, que no tuvieron tiempo de salvarse, tan repentino fue el hundimiento del Esturión III.

El Esturión se encontraba a catorce metros de profundidad debajo de la línea del agua. Yo lo encontré calzado sobre un banco de arena; se balanceaba suavemente, mecido por las corrientes submarinas. Enormes cangrejos y rápidos peces se movían en torno del casco, que encerraba un pesado cargamento de tasajo. Mi primera investigación tenía que ser efectuada en el compartimiento de máquinas y calderas. Moviéndome pesadamente, me encaminé entre las masas de agua hacia el compartimiento de máquinas, cuando en el pasillo descubrí un tubo de goma y un cabo, propios del que usan los buzos. Con la lámpara encendida me metí en el compartimiento de máquinas. Tendidos sobre un montecillo de carbón descubrí tres cadáveres verdosos, inmensos. El movimiento que yo imprimía a las aguas los hizo flotar inertes dentro de su cárcel de acero. Cosa curiosa: los más mínimos movimientos que yo efectuaba en esa atmósfera líquida determinaban ondulaciones que los cadáveres hinchados reproducían con su volumen esponjoso. Pero lo más sorprendente consistía en esto; un buzo muerto mantenía sus brazos enganchados a los peldaños de hierro de la escalerilla de escape. ¿Qué hacía aquel buzo allí? ¿Qué buscaba?

Amarrándolo a un cabo, hice señas de que lo subieran, y cambiando de idea, resolví subir yo también a la superficie, porque me había olvidado el pico largo para la combustión del soplete.

Cuando yo llegué, media hora después, a la superficie, mi hallazgo había provocado un extraordinario revuelo. Se esperaba al jefe de investigaciones criminales para presenciar el examen del cadáver, y finalmente, cuando llegó, procedimos a despojar al muerto de su escafandra.

Entonces yo lancé un grito. ¡El buzo era Jeny Darner!

—¿La conoce usted? —me preguntó el jefe de investigaciones.

—Sí —respondí.

—¡Pues ésta es Betty, la ladrona!

Entonces yo sentí que el suelo giraba bajo mis pies.


(Mundo Argentino, sin fecha)

Divertida aventura de míster Gibson

Míster Gibson había sido proveedor del colegio San Francisco Javier, en Calcuta; pero ahora no lo era. Antes de haber sido proveedor del colegio San Francisco Javier (legumbres y verduras), míster Gibson había desempeñado innumerables oficios y corrido numerosísimas aventuras. Pero, indudablemente, la más conmovedora e inofensiva de sus aventuras fue la de estarse al pie de su verdulería recitando mentalmente un poema de Kipling, mientras un cartero indígena, aproximándose, le entregaba una carta. Gibson (tenía entonces cuarenta años) abrió la carta y, mediante este simple acto, se enteró que su honorable tío acababa de reventar. En consecuencia, entraba en posesión de una razonable suma de libras esterlinas.

Otro hombre que no hubiera sido míster Gibson hubiese echado a correr por las calles de Calcuta, pero míster Gibson no echó a correr. Llamó a un cooli que arrastraba un maltrecho cochecillo de mimbre y bambú y cuya única vestimenta era un andrajo atado en torno de los riñones, y le dijo:

—Llévame al colegio San Javier.

Una vez en el colegio San Javier míster Gibson, en vez de llamar respetuosamente a la cancela, como acostumbraba, pasó frente a las narices del bedel asombrado, se metió en un corredor oscuro, abrió una anchurosa puerta y, deteniéndose ante el administrador del educativo establecimiento (un hombre con la cara larga como un jamón y la nariz afilada como una navaja), le dijo:

—Tengo el gusto de notificar que os escupo en la cara. —Y, efectivamente, míster Gibson así lo hizo en la cara del asombradísimo señor, y se marchó tranquilamente, como si nada hubiera sucedido. Después de esto, es lógico admitir que míster Gibson no podía continuar siendo el proveedor (legumbres y verduras) del colegio San Javier, de Calcuta. Y no continuó. Se retiró a vivir de rentas a Titagarh. Titagarh es un pueblo de verano que duerme su sabrosa siesta en la línea de ferrocarril que va de Calcuta a Darjceling. Casi todos los funcionarios decentes que medran en Calcuta tienen su finca en Titagarh.

Los dieciocho kilómetros que separan Calcuta de Titagarh son cubiertos en media hora por un convoy crujiente, sucio y rechinante, que recorre las vías lanzando numerosos silbatos. Desde las ventanillas del tren se ve, por momentos, correr las aguas del río Hooghly, a cuyas orillas, precisamente, míster Gibson tenía sus propiedades. Tres propiedades separadas entre sí por un kilómetro de distancia. Una de ellas alquilada a Herr Steiner, un alemán farmacéutico de Calcuta, que aspiraba a enloquecer a la gente de Titagarh con sus teorías rosacruces. La segunda casa la ocupaba míster Nebo, un mestizo comprador de serpientes vivas y que proveía a los diversos jardines zoológicos del mundo. Míster Nebo, por razón de su comercio, estaba casi siempre ausente, aunque era puntualísimo pagador. Míster Steiner, el rosacruz, no era tan puntualísimo pagador, pero, en cambio, le ofrecía a míster Gibson unas interpretaciones fabulosas del Fausto, de Goethe, que, según él, tenían un sentido oculto y alquímico. Gibson se divertía y bebía whisky. A veces, míster Gibson se encontraba por la calle con el administrador del colegio San Javier, de Calcuta, pero el administrador, poniendo una cara muy digna, hacía como si no lo viese, y Gibson se sentía feliz. Fue justamente un viernes, a las dos de la tarde. Entró al consultorio del doctor Beson y le dijo:

—Vengo a que me examine de la vista, porque acabo de ver moverse los muros de mi casa.

Beson era un hombre tranquilo y reposado, con un pie suplementario de corcho, debido a que tenía una pierna veinte centímetros más corta que otra. De esta renguera le había nacido un espíritu sistemático y escrupuloso. Preguntó:

—Su casa ¿está construida de madera, ladrillo o piedra?

—Piedra, Beson.

—Entonces convendrá que le examine la vista.

Media hora después, Gibson salía del consultorio de Beson con unas rupias menos en el bolsillo, una receta y este consejo:

—Deje de beber, porque si no, pronto verá el Hooghly correr al revés.

Gibson, que ya había tenido tiempo de sobreponerse, se fue directamente al club. En un sillón de esterilla, allí en la misma vereda, mirando plácidamente a un cebú que arrastraba un primitivo carro con eje de madera, estaba François, un plantador de caucho. Jimmy, el camarero, se detuvo frente a Gibson, y Gibson, arrojando la receta hecha una pelota hasta los morros del cebú, ordenó:

—Trae un whisky.

Mientras el camarero corría adentro, Gibson le dijo muy serio al plantador:

—Esta mañana, cuando pasaba un bote frente a la finca que tengo alquilada a míster Nebo, he visto moverse las paredes de mi casa como si fueran a caerse.

François se incorporó. Pero como Beson, el doctor François estaba también impregnado de un espíritu metódico, e interrogó:

—Tu finca ¿es de madera, ladrillo o piedra?

Gibson se irritó:

—¡Has estado treinta veces en mi casa y aún me preguntas si es de piedra, madera o ladrillo! ¡Vete al diablo!

François se echó a reír; luego dijo:

—¿Hablas en serio?

—He visto moverse todo el muro de piedra; ondular de arriba abajo.

François examinó a Gibson con aire jovial. Luego, agradeciendo que el otro viniera a distraerlo, extremó su curiosidad:

—¿Cómo se movía la pared de tu casa: horizontal o transversalmente?

—Una vez se movió transversalmente y otra horizontalmente.

—¿Y la balconada de hierro?

—La balconada seguía los mismos movimientos del muro.

En aquel momento un vigilante musulmán, con la cabeza envuelta en un turbante, se acercó y pegó al muro de madera un cartel. Los hombres leyeron:


«Se entregarán cinco mil rupias al que descubra o facilite datos para detener a los ladrones de elefantes.»


François leyó el letrero y dijo:

—Anoche han robado al elefante amaestrado del circo de Calcuta. El dueño del elefante ha intentado quitarse la vida por la desesperación.

—Y no es cosa fácil robar un elefante —rezongó Gibson.

—¡Es el cuarto elefante que roban en tres meses!

Los dos hombres quedaron silenciosos. Era evidente que el ladrón o los ladrones trababan amistad con los elefantes durante las horas de su descanso. Burlando la vigilancia de los guardianes.

No era trabajo difícil conquistar la simpatía de un elefante. Bastaba regalarle leche condensada, chocolate, azúcar. La conquista se terminaba con fruta de tamarindo. Progresivamente el animal deponía su desconfianza y acababa por entregarse mansamente al ladrón.

—El ladrón debe venir de afuera —rezongó Gibson.

—Pero, ¿dónde ocultan a los elefantes? —saltó François—. Aquí no tenemos selva virgen en la que esconder a los animales. Partidas de caballería y policía recorren todos los caminos.

—¿Los llevarán por el Hooghly?

—Imposible. El río no tiene hondura donde pueda navegar un buque en cuyo interior se oculte un elefante, y si fuera chata o balsa, el elefante habría sido visto por todos.

Gibson se puso de pie, le hizo una señal a un coolí que pasaba arrastrando un cochecillo de bambú y le dijo a François:

—Tengo sueño. —Luego, dirigiéndose al coolí, le ordenó:— Llévame a casa.

Gibson gritó:

—¡Ha Hek, Ha Hek!

El muchacho malayo, que desde la cocina estaba espiándolo de mal talante, corrió hacia él. Siempre le sucedía el mismo fenómeno a Ha Hek. En cuanto veía ceñudo al amo, Ha Hek se ponía sombrío y deseaba que la boca de los enemigos de míster Gibson se llenara de hormigas.

—Ha Hek —prosiguió míster Gibson—, toma el fusil y sígueme.

Ha Hek entró corriendo al dormitorio de míster Gibson y tomó un pesado fusil.

—Ponte el sombrero —ordenó Gibson.

En pocos minutos, Ha Hek se presentó enfundado en un enorme saco andrajoso del hombre blanco, y el ex proveedor del colegio de San Javier, de Calcuta, tomando un revólver; se lo amarró a la cintura. La luna asomaba su cuerno plateado sobre la torrecilla del palacio de Sidi Hacmet cuando los dos hombres salieron.

Marcharon silenciosos a lo largo de los cercos, entraron en un camino que ondulaba entre plantaciones de maíz; cada vez eran más frecuentes los encuentros con los cargadores de agua, que semidesnudos, con un odre colgando al costado, marchaban hacia el río.

Gibson habló súbitamente.

—Oye, Ha Hek; ¿has visto tú moverse alguna vez las paredes de una casa de piedra?

—No, amo.

—Pues yo he visto moverse el muro trasero de la casa que he alquilado a Nebo.

—Míster Nebo ha embrujado entonces la casa —repuso simplemente Ha Hek.

—¿No tendrás miedo de los demonios de míster Nebo?

—No —repuso Ha Hek—. El amo, ¿tiene demonios amigos más poderosos?

Habían llegado a la orilla del río. Las plateadas aguas del Hooghly corrían rumorosas bajo las arcadas de los sauces. Míster Gibson subió a un bote; Ha Hek tomó los remos y rápidamente se dirigieron aguas abajo hacia la finca del comprador de serpientes.

A veces se cruzaban con una chalana o una barca larga ocupada por marineros hindúes o cargadores de piedra. La luna rielaba en las aguas, en algún remanso; el río parecía chapado de extensas bandejas de plata centelleante, y entonces Ha Hek remaba con más sólido vigor, mientras que míster Gibson chupaba su pipa.

De pronto llegó el aullido quejumbroso de un chacal.

—Dobla —ordenó Gibson.

Estaban frente a la finca de míster Nebo.

Ha Hek encalló el bote en la arena y los dos hombres saltaron a tierra.

Allí, entre un montón de árboles, se veía el cuadrado edificio alquilado al comprador de serpientes. Un edificio de piedra rojiza, con vasta balconada de hierro. Sin embargo, este muro pesado daba una tal sensación de levedad, que míster Gibson, repentinamente irritado, exclamó:

—¡El maldito mulato ha embrujado mi casa! Te juro, Ha Hek, que si mi propiedad ha sufrido algún desperfecto a causa de sus brujerías, le romperé los huesos a míster Nebo.

Ha Hek no respondió palabra. Ha Hek tenía miedo, aunque estaba seguro que los demonios del hombre blanco eran mucho más poderosos que los demonios del comprador de serpientes.

Un camino enarenado conducía de la orilla del río al edificio, y la luna brillaba tanto, que míster Gibson murmuró:

—Nos arrastraremos a lo largo del seto.

Los hombres comenzaron a deslizarse, y mientras se arrastraban, no apartaban la vista del muro trasero de la finca, y de pronto, Ha Hek, con gesto medroso, dijo:

—Se mueve.

No cabía duda. La muralla, de piedra rojiza, había ondulado de arriba abajo y Gibson la había visto. ¿O es que estaban sugestionándose ambos?

—¡Cállate! —ordenó Gibson.

Sudando copiosamente, con el fusil levantado frente a sus narices, Ha Hek continuó gateando hacia el caserón, seguido de Gibson. Y cuanto más cerca estaban del muro de piedra, más visible era su temblor. Y, sin embargo, la tierra no temblaba.

—Mira al suelo —dijo el ex proveedor del colegio de San Javier de Calcuta.

Ha Hek obedeció. Esperaba ver abrirse de un momento a otro el muro de la casa y vomitar cien legiones de diablos putrefactos. Hay muchas y muy diferentes calidades de demonios en el aire, en las aguas y en las tierras, eso lo saben todos los malayos, y únicamente los demonios del hombre blanco podrían intentar una lucha con éxito contra los demonios del mulato mercader de serpientes.

Habían llegado. Protegido por una roca, Gibson se quedó mirando el muro de su casa. Era un muro de piedra, el muro de su casa; pero algo raro sucedía en ese muro. Miró el barandal de hierro. Y vio que el barandal ondulaba, y entonces, temiendo volverse loco, dio un salto hacia el muro, y en vez de sentir el choque de la piedra, ablandada totalmente, cedía bajo su peso. El muro de piedra se había convertido en un muro de lona pintada. Y el balcón de hierro era un balcón pintado en la lona.

Míster Gibson lanzó la injuria más atroz que había escuchado el malayo en su vida y, sacando una navaja, cortó la lona, y cuando la hendidura fue suficiente amplia, introdujo el brazo armado de una linterna eléctrica. Y el foco de la linterna eléctrica iluminó las nalgas de cuatro grandes elefantes que se alimentaban pacíficamente, comiendo plátanos de cuatro grandes cestos.

—Mira —dijo señalando los elefantes al malayo.

—¡Míster Nebo es el ladrón de elefantes!...

—¿Has visto, Ha Hek? Y el maldito hijo de un leproso ha tumbado el hermoso muro de piedra de mi casa para poder introducir los elefantes en ella. ¡Y para que no se notara la desaparición del muro lo sustituyó con un lienzo de lona pintado! ¡Hombre astuto!

De pronto se golpeó la frente:

—Menos mal que la policía ha prometido cinco mil rupias... Ve a buscar a los vigilantes, Ha Hek.

Ha Hek salió corriendo. Estaba contento. Los demonios de su amo blanco habían vencido a los demonios del amo mulato.


(Mundo Argentino, 2 de agosto de 1939)

Ejercicio de artillería

Esta historia debía llamarse no "Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas qúe ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un "zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje" era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este "zelje", es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:

—Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.

Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del "zelje" de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano.

En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.

El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.

El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así.

El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero.

Pensaba en sus deudas!

Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido apretado de limones, con "parterres" tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. El no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas… Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.

Siempre era a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza.

Tan advertido estaba su gigantesco portero —un eunuco tunecino negro y corpulento como un elefante—, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía:

—Honras mi casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte.

Cuando Herminio Benegas respondió: "Cinco mil pesetas", Muza se lanzó a reír.

—¿Y por ese montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ­Nada más que cinco mil pesetas!… ­Tú, un oficial español!..

Juro, por las barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!… ¿No sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¿Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español!

Ciertamente que Benegas se llevó diez mil pesetas… , y firmó un recibo por quince mil.

—Tú no te preocupes —le había dicho Muza—. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.

Benegas volvió una vez, y luego otra y otra.

Un día, Muza se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad:

—¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? ­Papeles, papeles con tu firma!… ­Me pagas, o iré a ver a tu coronel!…

Benegas pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió:

—Dame tres días de plazo… , cuatro…

Muza se dejó caer sobre los cojines y respondió:

—Hasta el domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel.

Y no terminó de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas.

El teniente Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas:

—¿Qué te ha dicho Muza?

—El lunes verá al coronel.

Ruiz comenzó a quitarse las botas, y dijo:

—Mañana saldremos para los bosques de Rahel

—¿Rahel?

—Sí; hay que terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina.

Benegas se recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén del Califa.

¿Qué hacer?

Ruiz ya se había dormido. Benegas apagó la luz.

Por la ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta.

Una voz ronca respondió:

—Adelante.

Benegas entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio: Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:

—Pase teniente —le señaló una silla—, Siéntese.

Benegas obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos…

—¿Qué le pasa?

Benegas comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad.

El coronel, sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo:

—Hay siete tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ­Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza… , aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente.

Benegas, tieso, saludó. Había comprendido.

La parcela de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel.

Muza, sentado en el tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas.

Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque.

Aischa, temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque.

Su terror no conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a…

Esta vez el impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque.

Otro estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron.

Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta.

Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos.

Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes.

Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible.

Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.

Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa:

—Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el "reglage" del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia.

El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:

—Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la comunidad marroquí, sino argelina.

El aprendiz de brujo

Eran cuatro sillones en uno de los puentes de la proa del María Eugenia, y en torno de la mesa de mimbre nos reuníamos los cuatro y a veces cinco camaradas de mesa. El océano deslizaba continuamente las millas de sus abismos amargos contra el casco de la nave, y una vez uno y una vez otro contábamos una historia testificada por verdadera. Ahora le tocó el turno a Borodin, quien preguntó:

—¿Alguien conoce los Tantras del Zivagama?

Nos quedamos mirándole en silencio. Borodin continuó:

—¿Alguno de ustedes se ha dedicado alguna vez a las prácticas de la magia negra?

Proseguimos mirándole en silencio. Él insistió:

—¿Cree alguno de ustedes en las posibilidades de la magia negra?

Ernestina Carbajal sonrió un poco escéptica:

—¿Existe hoy en alguna parte del mundo un civilizado que crea en la magia negra o blanca?

Entonces Borodin, con esa encantadora naturalidad que le era muy útil para ganar al poker y perder al bridge, respondió:

—Yo creo en la magia negra. Yo practiqué la magia negra.

El efecto estaba causado y, Borodin, después de un minuto de silencio, mediante el cual nos permitió concentrar las nubes de nuestra imaginación dispersa, entró en el relato de su experiencia:

—Todos aquéllos que se han dedicado a las prácticas de la magia negra saben perfectamente que éstas deben estudiarse bajo el control de un maestro. Haré caso omiso de las sonrisas irónicas de las personas razonables. Existe un mundo invisible, al cual se puede penetrar cumpliendo ciertas condiciones, es decir, ejercitándose en la práctica de los Tantras de Zivagama. Los tantras son prácticas respiratorias consignadas en el hatha yoga. Desdichado de aquel que se dedique a practicar los tantras del hatha yoga sin un guía eficiente. Sufrirá los trastornos nerviosos más extraordinarios. Incluso puede perderse en los vericuetos de la locura y del espanto. Quiero certificarles a ustedes que el espanto no nace de la presencia de ninguna figura determinadamente horrible. No. El espanto, el miedo, surgen de factores subjetivos. Es como si un hombre hubiera roto todos los lazos que le ligaban a la comunidad humana.

Evidentemente, Borodin era un hombre que conocía el arte de interesar. La misma Ernestina Carbajal había trocado su sonrisa burlona por una mirada perpleja cargada de atención. Borodin, pisando en firme, continuó:

—Yo tenía un amigo llamado Herman Suzy. El caso de Herman Suzy es casi apasionante:

“Herman Suzy tenía una biblioteca extraordinaria de libros de ocultismo, magia y cabalismo. Pero Herman Suzy juraba por el cielo y la tierra que él no sabía absolutamente nada de ciencias ocultas. Herman Suzy fue uno de los hombres más capacitados para la lucha por la vida que he conocido. Probablemente su egoísmo le impidió...”

—¿Egoísmo?

—Sí, el egoísmo y la sensualidad son los terribles enemigos del aprendiz de brujo.

—Notable.

—Herman Suzy debió ser millonario varias veces. Pero cuanta empresa emprendía, misteriosamente, se desmoronaba, alcanzada cierta altura. Y digo que Herman Suzy era casi un sabio. Otro día contaré cierta historia relacionada con Herman Suzy...; bueno, el caso es que Herman Suzy juraba y perjuraba que él no entendía absolutamente nada de ciencias ocultas, que su curiosidad por la magia era puramente intelectual, y cuando yo le dije que quería dedicarme a las prácticas de hatha yoga, me objetó muy serio:

”—No se vaya a meter solo, porque puede ocurrirle algo...

”—¿Qué?

”—No sé. Pero ocurren cosas...

”—¿Qué me aconseja usted?

”—Búsquese un maestro.

”—¿Dónde encuentro yo un maestro?

”—Espérese. Yo conozco un tal Arsenio Anyelico. Arsenio Anyelico siempre ha sido aficionado a la magia negra y domina perfectamente la ciencia de la respiración.

”¿Ustedes sabían que la ciencia de la respiración es el abecé del aprendiz de brujo?

—No, nosotros no sabíamos. Adelante, Borodin.

—Arsenio Anyelico me recibió en su escritorio, una habitación revestida por completo de planchas de plomo y cobre para contrarrestar las influencias de determinados astros. Arsenio Anyelico se ganaba la vida con su profesión de ingeniero, de manera que ustedes deben descontar toda posibilidad de charlatanismo. Era un hombre alto, delgado, amarillento, como si le hubieran sumergido en un baño de azafrán; el cabello crinudo y completamente blanco. Cuando leyó la carta que me había entregado para él Herman Suzy, me dijo:

”—Aquí, entre nosotros, el único mago que tiene poderes en este país es Herman Suzy.

”Dijo esto y calló. Yo me quedé mirándole, admirándole, mejor dicho, porque su aspecto agradable, su rostro largo, impregnado de dulce melancolía, no correspondían al espíritu de un mago negro, es decir, un hombre que se ha especializado en manejar las fuerzas que pueden dañar mentalmente a sus prójimos. Herman Suzy me había ya dicho de él:

”—Tenga cuidado. Anyelico es un hombre peligroso.

”—¿Por qué me lo recomienda, entonces?

”Herman Suzy, sin contestarme palabra, sonrió. Y yo confié siempre que su sonrisa me ayudaría en aquel camino terrible que yo quería emprender. Arsenio Anyelico, que también me observaba como siguiendo el curso de mis pensamientos, ratificó:

”—Yo estoy absolutamente seguro que Herman Suzy es un gran mago, pero no hay forma de arrancarle palabra. Y ahora, volviendo a nuestro asunto: ¿por qué quiere dedicarse a la magia negra?

”Contesté con toda sinceridad:

”—Odio y quiero dañar a una mujer que me ha hecho sufrir mucho.

”—El aprendizaje es largo.

”—Ya sé.

”—Tendrá que practicar primero la respiración yogui.

"—Conforme.”

Aquí Borodin hizo un alto, nos miró gravemente a todos, y dijo:

—Ustedes disculparán que en manera alguna les describa los procedimientos empleados por Arsenio Anyelico. En todos los idiomas podrán encontrar ustedes libros y cursos del hatha yoga, pero bajo la dirección del ingeniero me di cuenta que estudiar magia por fórmulas librescas es lo mismo que querer aprender a volar siguiendo un curso por correspondencia. La ciencia de la respiración, la ciencia de concentrar el fluido vital y transformarlo en un vehículo mediante el cual nuestra conciencia se traslada en el mundo astral, es la práctica más dura y cruel que puede imaginarse. Sólo un gran odio o un gran amor pueden ayudarnos a soportar las pesadas pruebas.

”Yo sé que mucha gente tiene una primitiva idea formada de la magia negra. Algunos creen que los hombres dedicados a esta ciencia tienen una apariencia espantosa, y que practican el mal poniendo en juego los recursos más brutales y repugnantes del ‘grimorio’; pero esas personas están completamente equivocadas. Los magos negros son personas exquisitamente educadas. Practican el mal con suave y bondadosa naturalidad. Si yo, en este relato que les hago, omito la descripción de los procedimientos respiratorios, es por razones de salud mental. Pero dos años después...”

—¿Qué edad tenía usted entonces? —Interrumpió Adriana Carbajal.

—Cuando comencé, veintiocho años; cuando terminé mi aprendizaje de brujo, treinta años...

—¿Era usted como es ahora?

—El mismo hombre. Un poco más delgado. Volviendo a lo nuestro, diré que Arsenio Anyelico era un maestro habilidoso. Empleó tanta discreción, tanta habilidad en entrenarme en los espantosos ejercicios respiratorios del hatha, que cuando llegó el momento en que yo debía abandonar mi cuerpo físico y acercarme con mi cuerpo astral al cuerpo astral de la mujer que tan tremendamente odiaba o amaba, pude ejecutar esta prueba con absoluta naturalidad.

”Resolvimos efectuar nuestro embrujo durante la noche, no porque la noche nos fuera más propicia que el día para el desdoblamiento, sino porque durante la noche la mujer que odiaba estaba durmiendo y, durante el sueño, no podría defenderse del maleficio que mi espectro iba a extender sobre ella.”

—¿Qué daño pensaba usted hacerle?

—Yo ignoraba qué daño podría inferirle. Arsenio Anyelico me dictaría el maleficio.

”Al acercarse la fecha del embrujo, durante un mes observé un régimen alimenticio especial y, tres días antes del desdoblamiento, ayuné en absoluto, de modo que al llegar a la tercera noche de ayuno estaba totalmente hipersensibilizado. Para poder desprender la conciencia del cuerpo físico, para desdoblarnos (usando un lenguaje comprensivo a los profanos) es necesario provocar la ‘muerte aparente’ del cuerpo físico. Esta muerte mediante el ejercicio respiratorio que aconseja el tantra del desdoblamiento.

”El aprendiz de brujo habrá tenido que acostumbrarse a vencer el terror que nos produce el sentir morir pulgada a pulgada nuestro cuerpo. La muerte empieza por una picazón en los dedos de las extremidades inferiores acompañadas de su insensibilidad y enfriamiento. A medida que acciona la voluntad, el frío mortal va subiendo hasta las rodillas, trepa por las piernas, alcanza a las puntas de los dedos de las manos, la cintura, es como si paulatinamente nos fuéramos sumergiendo en un baño de agua helada. Indudablemente, de haber estado solo, hubiera experimentado miedo de morir de veras, porque la sensación de la muerte se hace cada vez más evidente a medida que el frío mortal va alcanzando nuestro pecho y corazón. Las palpitaciones decrecen y se amortiguan, el frío sube hasta los pulmones y los paraliza; nosotros sabemos que nuestros órganos vitales están ‘muertos’, pero no es suficiente que el corazón y los pulmones estén muertos. Debe morir también el cerebro. Nada en uno debe quedar con vida.

”Cuando el frío mortal alcanzó mis sienes, mis cabellos se erizaron, el frío subió y, en el mismo instante que terminé de ‘morir’, me encontré al lado de Arsenio Anyelico, en una playa que deslizaba su ribera plateada bajo la bóveda de una noche negra. Yo sabía que aquella playa se sumergía en el mar, pero el mar permanecía invisible. En derredor no se veía un espectro ni una estrella. Y aunque yo no tema un espejo para verme, no pude evitar un sobresalto. En aquellos días había cumplido treinta años, pero ahora me parecía estar aplastado por una ruindad física de ochenta años. Una barba amarillenta caía sobre mi pecho huesudo y abombado, vellones de cabello rodaban en mi cráneo diezmado por la edad. Me apoyaba melancólicamente en un bastón. A mi lado, Arsenio Anyelico, membrudo y joven, caminaba como un hijo malintencionado que odia a su anciano padre. Mi tristeza era infinita. Probablemente, yo había alcanzado los ochenta años que aparentaba y no tenía absolutamente ningún interés en hacerle daño alguno a la mujer que había adorado tan enternecedoramente un día.

”—Vamos, perezoso —murmuraba a mi lado Anyelico.

”Y tomándome del brazo, violentamente casi, me empujaba hacia adelante. Desesperado por la tristeza de mi caída, de tanto en tanto levantaba los ojos hacia él, como diciéndole: ‘No abuses de mi vejez. Algún día tú también serás un anciano.’ Pero Anyelico, impasible, duro, iba hacia adelante. Y a pesar de que mi edad apenas me permitía moverme, pronto estuvimos junto a ella.

”Era un dormitorio en el primer piso de un bungalow de un pequeño pueblo de campo. A través del ventanal cuadrado, al fondo, se veía la negra cresta ondulante de un bosque de eucaliptos. En una cama dormía ella, en torno a su marido. Yo iba a inclinarme sobre la mujer para mirarla, porque es sumamente curioso mirar a la mujer que se ama y odia dormir candorosamente, pero entonces Anyelico, mostrándome una cuna, me acercó a su borde. Bajo una leve manta dormía una niñita. No debía tener más de catorce meses. La criatura mantenía las manos fuera de las cobijas y la boquita abultada, con un automático movimiento de succión, daba la impresión de que la criatura estaba soñando que lactaba. ¡Era su hija! Adusto a mi lado, Arsenio Anyelico permanecía vigilante. Inclinándose sobre mi cabeza, preguntó:

”—¿Odias a la madre?

”En aquel momento yo no odiaba a nadie, pero respondí, por contestar algo:

"—Sí...

”—Pues si quieres hacer sufrir atrozmente a la madre, tuércele la boca a la criatura.

”—¡No! —grité aterrorizado.

”—Basta que tú quieras y la boca de la criatura quedará torcida para siempre. Y tú te habrás vengado de la madre.

Esa vejez que te agobia es la decrepitud que te produjo el sufrimiento que ella te proporcionó.

”—No, no; no importa. —Y a pesar de que una terrible fatiga aplastaba mi viejo cuerpo, colgándome de un brazo de Anyelico, suspiré:— Vámonos de aquí...

”—Primero tuércele la boca.

”—No, no. Vámonos...

“Con un rudo sacudimiento, Anyelico desprendió su brazo de mis manos, me tomó el cuello entre los ganchos de sus poderosos dedos y, empujándome casi sobre la cuna, volvió a ordenarme:

”—¡Tuércele la boca a la nenita!

”¡Oh! ¿Quién podrá describir el horror que sacudía mi alma como un andrajo perdido en la noche sin esperanza? Yo me debatía entre los garfios de aquel gigante y él, cada vez más empecinado, me ordenaba:

”—¡Tuércele la boca o te mato!

”En aquel momento debió librarse una batalla entre la definitiva salvación o perdición de mi alma:

”—¡Tuércele la boca! —volvió a gritarme aquel demonio.

”Entonces moví la cabeza tristemente y respondí:

”—No; prefiero morir.

”El estrépito de un derrumbe me despertó. Era pasada medianoche. Anyelico se incorporaba penosamente en la oscuridad de mi cuarto. Yo, con las manos cruzadas bajo la nuca, le veía moverse, pero ambos guardábamos silencio. De pronto tuve miedo y, haciendo un esfuerzo tremendo, levanté un brazo. El resto de mi cuerpo estaba aún paralizado bajo los efectos de la ‘muerte aparente’. Giré la llave de la luz. Un chorro de claridad inundó la habitación revestida de plomo, y allí, sobre su tabla, acurrucado hurañamente como un mono, vi al mago. Estaba despierto. Arsenio me hizo un gesto, penosamente incorporé mi cuerpo y tuve que hacer un esfuerzo para retener un aullido de horror: la boca de Anyelico se había torcido por completo hacia la oreja derecha, y el visaje era tan pronunciado que le entrecerraba por completo el ojo de ese lado de la cara.

”—¿Qué le ha pasado?

”Él apenas si podía mover la mano paralizada, pero dificultosamente, con el índice, me enseñó la lengua, que le colgaba fuera de la boca, también atascada por la misteriosa parálisis.

”Entonces, recordando el crimen atroz que quería hacerme ejecutar contra la indefensa criatura, cerré los ojos, apagué la luz y, arrastrándome, salí afuera de ese cuarto maldito, donde quedaba un hombre señalado para siempre por una centella de la misteriosa justicia divina. Y yo abandoné para siempre todo estudio de las ciencias que se ocupaban del más allá...”


(El Hogar, 23 de junio de 1939)

El bastón de la muerte

Si alguien me hubiera dicho que aquellas señoras y caballeros, plácidamente arrellanados en sus butacas, dentro de un cuarto de hora tratarían de matar al orador con el cabo de sus paraguas, no lo hubiese creído.

Tampoco lo imaginaba (así lo supongo) el orador, míster Getfried, socio honorario del club, y cuya conferencia se titulaba “Un curioso caso de transmisión del pensamiento en la isla de Sumatra”.

El club (yo lo he llamado inapropiadamente club) no era club, sino la Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Castelnau Levántate y Anda.

Todos los sábados un ciudadano diferente, por supuesto, y que tuviera algo que informamos respecto a la telepatía, rabdomancia, ciencias ocultas, magia o teosofía, ocupaba la cátedra de Levántate y Anda. De esta manera la población de Castelnau entró en conocimiento de numerosas particularidades del más allá.

El último orador es decir, el penúltimo, fue el capitán de equitación Soutri, quien a mi modesto juicio ha sido uno de los oradores que mejor nos ilustraron sobre las actividades psíquicas de la raza caballar comunicándonos sus experiencias personales con la yegua Batí, a la que era posible sugerirle órdenes hasta a cien metros de distancia. Una curiosa estadística de los experimentos permitía confeccionar un gráfico de la sensibilidad de la yegua. Esta evidencia, por otra parte, impresionó de tal manera al cochero Carlet, que desde entonces Carlet se abstuvo de castigar a la potranca que arrastraba su carruaje.

Claro está que todos esperábamos con sumo interés la conferencia de Getfried. Getfried había vivido algunos años en la Malasia; de la isla de Java había pasado a la de Sumatra por razones que jamás explicó, pero que atañían a los representantes de la justicia de su graciosa majestad, y desde entonces Getfried se acogió al bondadoso amparo de su nueva soberana, la reina Guillermina.

De allí que el título de su conferencia, “Un curioso caso de transmisión del pensamiento en la isla de Sumatra”, despertara evidente interés.

Se distribuyeron numerosas invitaciones, y desde el sábado por la mañana no existía un médium a quince leguas de los alrededores que no estuviera resuelto a escuchar la disertación del capitán Getfried. Efectivamente, Getfried era, o había sido, capitán. Pero ésta es otra historia. Getfried, por su parte, consciente de la trascendencia de su discurso, de los arcanos que nos iba a revelar, exigió terminantemente que le remuneráramos por su trabajo.

Después de algunas inicuas discusiones que, personalmente, yo me vi obligado a mantener con el tesorero de Levántate y Anda, que debido a una siniestra casualidad se llamaba Lázaro, le entregué a Getfried una bonita suma.

Muchos vecinos encontraron censurable que el capitán Getfried se hiciera pagar para alumbrarles en el conocimiento del más allá; pero, como dijo muy sesudamente el comandante Radaelli, los sabios también viven de pan. En consecuencia, Getfried se embolsó el calor de muchas bolsas de harina y varias medidas de levadura.

En una ciudad chica, semejantes pequeñeces influyen lamentablemente en el juicio que la población se forma sobre una persona, pero en el caso de Getfried existía la disculpa de que éste había vivido en la isla de Sumatra varios años, donde las costumbres son, evidentemente, distintas de las nuestras.

Y aunque la noche del sábado llovía, y el viento, un viento particularmente violento, lanzaba sus acuáticos cortinados contra las fachadas de las casas y se introducía por los resquicios de las ventanillas al interior de los carruajes y de los ómnibus, el salón de nuestra sociedad estaba de bote en bote de gente ansiosa de escuchar al capitán Getfried.

No podía quejarse él, no. Con luna llena y brisa poética en las calzadas no atrajera más gente. De manera que, cuando a las diez de la noche apareció en el escenario del salón, dijo con voz grave: “Juro por mi honor que voy a narrar toda la verdad de un hecho extraordinario del que fui personal testigo en la isla de Sumatra, en la zona de las selvas vírgenes de Palembang”, un estremecimiento horizontal onduló a través de las hiladas de butacas, y un quince por ciento de la población culta de Castelnau, sumergida en un silencio religioso, se dispuso a escuchar al capitán Getfried.

Afuera, la lluvia batía en los muros y en los tejados.

El teniente perdido y el palo del muerto

En la plazuela de tierra limitada por la selva virgen, varios nativos descalzos, con pantalones a cuadros blancos y rojos rodeaban a dos bataks, en cuyas jaulas de bambú se revolvían impacientes dos cuidados ejemplares de pájaros de riña. Hindúes, mahometanos, chinos y malasios rodeaban a los descendientes de los cazadores de cabezas, cuando el teniente Jeorgensen acertó a pasar por allí.

Abriéndose paso entre los hediondos nativos, que con cestas triangulares cargadas sobre la cabeza aguardaban sonriendo a que se diera fin a las condiciones de la pelea, el teniente Jeorgensen se encaminó hacia el comercio de Sorrensen. El comercio de Sorrensen era una cabaña sobre cuatro pilotes de madera dura, desde cuya baranda el holandés vigilaba las actividades de la alborotada chusma.

Sorrensen, indigno súbdito de la reina Guillermina, era un holandés tripudo. Un campanudo sombrero de rafia lo protegía del sol. En otros tiempos, el comerciante fue segundo secretario del hermano mayor del sultán de Medan. Hermano mayor era el título que los indígenas daban al interventor holandés enviado desde la metrópoli a cuidar los intereses de la corona. La única diferencia de rango que tenía con el sultán belfudo era no poder usar en público el quitasol dorado de los monarcas nativos. Sorrensen, subsecretario en otro tiempo de un holandés tan borrachín como él, había sido ignominiosamente expulsado del sultanato de Medan por estafas y robos reiterados, borracheras y abusos de confianza. Finalmente, reblandecido por el opio y el aguardiente, recaló con las pocas rupias que le quedaban, allí, en los bajos de Palembang, donde mercaba aguardientes y telas en una cabaña verde, enfática, sobre cuatro troncos de madera incorruptible.

Sorrensen, descalzo, se pasaba el día entero apoltronado en un sillón de bambú, con un abanico en la mano, deleitando la mirada en la elegante cima de los cocoteros donde mostraban sus habilidades los monos saltarines. En derredor de Sorrensen trajinaban tres negras zulúes, desnudas de cintura para arriba y con una redecilla verde encasquetada en la mota empinada. Estas mujeres sembraban el huerto a espaldas de la cabaña, traían agua y, cada nueve meses, le proporcionaban un súbdito de variado matiz a nuestra graciosa soberana, la reina Guillermina. Sorrensen no trabajaba: dirigía. De tanto en tanto fumaba su pipa, de manera que cuando vio aproximarse al teniente Jeorgensen, se dijo:

—Si me pide opio, le diré que no tengo. No quiero líos con el comandante.

Sin embargo, su amarillo y abotargado rostro no reveló ni por un momento el paso de este pensamiento por su cerebro. Con la mirada escudriñadora sobre el grupo de musulmanes que rodeaban a los dueños de los pájaros de riña, identificó bajo un turbante a un deudor.

—Te he visto, Afcha. Te he visto. Tienes dinero para perder en la riña y no para pagarme.

Afcha se aproximó, sonriendo, a Sorrensen, y le mostró las sonrosadas palmas de sus manos vacías de moneda.

En aquel mismo momento se acercó el teniente Jeorgensen al comerciante.

—Óyeme, Sorrensen, ¿no sabes nada del teniente Williams?

Afcha aprovechó la oportunidad para incorporarse al grupo indígena, mientras Sorrensen se miraba los dedos de sus pies descalzos. Respondió:

—Esta mañana el sargento Hoger me preguntó por el teniente Williams. ¿No apareció aún?

—No.

Sorrensen quedóse cavilando; luego propuso:

—Teniente Jeorgensen, yo conozco a un batak, llamado Pico de Pájaro. Pico de Pájaro puede traerte noticias del teniente Williams.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé porque Pico de Pájaro tiene el Bastón de la Muerte.

Jeorgensen, a pesar de ser nada más que un teniente, era demasiado sensato para discutir con un tendero que fuma opio. Miró la cara abotargada del comerciante y le dijo:

—Perfectamente; envíame a Pico de Pájaro con el Bastón de la Muerte.

Después de pronunciadas estas palabras, el teniente Jeorgensen se marchó hacia la carpa donde estaban sus compañeros, que trabajaban en el levantamiento topográfico de las estribaciones del Palembang. Esta conversación ocurrió el martes por la mañana. El miércoles por la noche se presentó en nuestro campamento el tendero Sorrensen en compañía de un mago batak. El nativo, vestido al modo europeo, con un holgado pantalón a cuadros escoceses y una blusa azul, cubierto con un sombrero de palma, traía en la mano el Bastón de la Muerte. Era Pico de Pájaro.

—Han de saber ustedes —nos dijo Sorrensen—, que el Bastón de la Muerte, según las supersticiones de los malasios, le confiere al que lo posee facultades mágicas y adivinatorias.

Todos observamos con curiosidad el Bastón de la Muerte. Labrado en madera oscura, mostraba en su superficie relieves de dragones, serpientes, figuras humanas, monstruos y bestias. Este palo, según el ritual, había sido cortado de un árbol donde estuvo amarrado un hombre, que después de ser asesinado, fue devorado por los indígenas que lo rodeaban y ajusticiaron. El padre de Pico de Pájaro había participado de este canibalesco festín, y no pertenece a este lugar describir de qué modo había llegado a su poder el susodicho bastón. Pero su hijo, al heredarlo, usufructuaba las facultades adivinatorias que, según ellos creían, le confería tal bastón.

Ahora bien: Pico de Pájaro había soñado que el teniente Williams estaba en lo alto del monte La Cabeza del Elefante, herido en una pierna. Desde el lugar donde nos encontrábamos era visible una parte gris de La Cabeza del Elefante, entre los cortinados de verdura y los troncos de árboles. Sin embargo, en el supuesto que el teniente Williams se encontrara perdido en la cima de La Cabeza del Elefante, lo que resultaba un misterio era saber lo que había ido a buscar allí.

Pico de Pájaro le explicó a Sorrensen, y Sorrensen a nosotros, que él, para soñar con el teniente Williams, se puso el Bastón de la Muerte debajo de la cabeza. No quedaba duda: el teniente Williams se encontraba allá arriba. Por otra parte, la descripción que hacía el indígena del oficial del sueño no dejaba dudas acerca de su identidad real.

Finalmente, Pico de Pájaro aseguró que el teniente Williams no estaba herido de muerte, sino que tenía una pierna rota.

Todos mirábamos asombrados a Pico de Pájaro y a su promotor, el obeso Sorrensen, hasta que el capitán Ulken dijo muy sagazmente:

—Lo más probable es que este bribón haya localizado el lugar donde se encuentra el teniente y quiera acrecentar su reputación de adivino, atribuyéndole al Bastón de la Muerte la facultad de su descubrimiento.

Lógicamente, no cabía otro razonamiento. Finalmente, después de discutir los detalles del viaje, resolvimos salir esa misma noche para La Cabeza del Elefante. íbamos tres oficiales, diez soldados y cuatro suboficiales. Sobre nuestras cabezas parpadeaban estrellas monumentales; dos horas después de nuestra salida, dejamos atrás las sepulturas antiguas, con pilares labrados bajo los doseles de verdura. Más arriba del monte, con escalinatas protegidas por vallas de bambúes, encontramos templos abandonados, florecidos de cabezas de demonios. En la oscuridad del bosque, el templo iluminado por la luna ofrecía un aspecto fantasmagórico, una especie de brujería labrada en plata, entre cuyos arabescos crujía el misterio de la fauna malásica.

A nuestra cabeza marchaba Pico de Pájaro con el Bastón de la Muerte bajo el brazo.

Poco antes del amanecer tuvimos que cruzar por el cementerio de los batachi karos, tribu que expone al a sol sus muertos para enterrar después sus huesos calados por las hormigas. Se veían algunos cadáveres recientes, con la cara desfigurada, pues sus deudos, según la costumbre de la tribu, les habían cortado los labios para embalsamarlos.

Pico de Pájaro, enfático, silencioso, marchaba delante de nosotros con su bastón labrado.

A las nueve de la mañana llegábamos a La Cabeza del Elefante.

El primer decepcionado fui yo. Esperaba encontrarme al teniente Williams, demacrado y con su pierna rota, bajo el primer cocotero con que tropezáramos, pero nuestras primeras investigaciones fueron estériles. No se veía allí el menor rastro de persona.

Al anochecer, Pico de Pájaro se internaba en un desfiladero seguido por tres sargentos malhumorados, siempre frente a sus ojos el Bastón de la Muerte. Tres días después no quedaba una sola legua de monte ni bosque en los alrededores de La Cabeza del Elefante que no hubiéramos explorado. Y el teniente Williams seguía sin aparecer. Y nosotros, con más ganas de apalear a Pico de Pájaro que de buscar a Williams.

Al amanecer del cuarto día de nuestra partida resolvimos regresar al bajo de Palembang.

Pico de Pájaro, mohíno y burlado, caminaba delante de nosotros. Sus facultades adivinatorias habían fallado, el Bastón de la Muerte no valía un plátano podrido, y cuando, desesperados, llegamos al almacén del maldito Sorrensen, éste salió a nuestro encuentro diciendo gravemente:

—El teniente Williams ha sido encontrado ahogado en la caleta del mar.

La transmisión del pensamiento no existe...

Una silbatina feroz interrumpió al orador. Era la población de Castelnau, indignada contra el capitán Getfried.

¡De manera que ellos, socios activos del club Levántate y Anda, se habían costeado en una noche de lluvia para oír a un conferenciante que negaba la transmisión del pensamiento! ¡Eso era intolerable!

Inútil fue que el capitán Getfried dijera:

—Más indignados estábamos nosotros contra Pico de Pájaro.

Y no le hicimos nada porque las mujeres se precipitaron sobre él con sus paraguas en alto.

Menos mal que intervino eficazmente el portero y Getfried pudo escapar por el corredor de incendios. Pero así y todo, creo que después de aquella experiencia habrá perdido la costumbre de ir a burlarse de aquellos que creen en las ciencias arcanas.


(Mundo Argentino, 19 de octubre de 1938)

El cazador de orquídeas

Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.

Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.

Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.

Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.

Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.

Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de "orquídea del azafrán". No sé qué incidentes tuvo con un nativo —los mexicanos son gente violenta—, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: "No juzguéis si no quieres ser juzgado".

Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.

Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.

Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.

Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro —y éste me seducía muy particularmente— en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.

—¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!

¿Quién diablos me llamaba?

Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del "fondak" frontero:

—Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.

Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por él piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:

—Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.

Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó:

—Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.

El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:

—A ti puedo confiarme —miró en derredor cautelosamente—. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de petalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros.

— Y dónde descubrió ese prodigio?

—A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.

—¿Y por qué no la cazó él?

El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:

—Te diré señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra…

— El primo Guillermo masculló:

—¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?

—¿Y qué piensas hacer tú? —intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.

—Contrataré a dos indígenas cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.

Taman el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:

—Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.

Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:

TAMAN. — Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.

GUILLERMO. — Únicamente le pegaré cuando haga falta.

TAMAN. — Pero ni con el puño ni con el bastón.

GUILLERMo. — Pero sí podré utilizar una vara flexible.

TAMAN. — Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.

GUILLERMO. — Sí.

TAMAN. — Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.

GUILLERMO. — Sí; menos cuando esté de guardia.

TAMAN. — No serás con él cruel ni autoritario.

GUILLERMO. (impaciente). — ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!

TAMAN. — Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.

Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.

Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.

Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.

Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.

Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.

El "Ojo de Alá", como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!…

Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.

El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.

Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao.

Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.

Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo… , ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!

Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.

Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:

—Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.

Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.

—Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos —cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.

Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.

Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenia razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.

Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia.

Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.

Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.

—Déjame a mí; yo le hablaré —dijo el primo Guillermo Emilio.

Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenia ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.

Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo:

—¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?

Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:

—¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!

—¡Taman —suplicó el primo Guillermo—, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?

—¿Cómete esa orquídea, he dicho!

—Entendámonos, Taman: tu querido sobrino…

—¡Vas a comerte esa orquídea, perro!

El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:

—Escúchame, honorable hermano mío…

Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.

—Taman, piensa…

—¡Come! —ladró Taman.

Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor.

Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.

Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde "se comio su fortuna".

El crimen casi perfecto

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.

El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?

Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:

—Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?

—Con hielo, señor.

—¿Dónde compraba el hielo?

—No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.— Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: — El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.

A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.

El embrujo de la gitana

Amenazadores, los muros bermejos de la Alhambra recortaban el cielo en la altura del monte. Abajo, los amantes, acodados en el pretil de un puentecillo de piedra sobre el Darro, que corre a los mismos pies de La Roja, no miraban en redor. Soslayados por la luz verdosa del farol granadino, tampoco seguían sus ojos los espesos nubarrones encrespados en los torreones de la Alcazaba. Más allá, frente a ellos, cruzaban el río otros grises y vetustos puentes de piedra. De una taberna de vidrios ahumados escapaba el pespunteo de una guitarra.

Y ya no había luz en las ventanas de los caserones de tres pisos, levantados en la propia orilla del Darro, porque era muy entrada la noche. El río, bajo los arcos de piedra, zumbaba un acuático atorbellinamiento; a veces, al desplegarse el tejido de los nubarrones, se veía allá arriba la luna corriendo tumultuosamente sobre el bosque del Generalife.

Lenta y cautelosa pasó una pareja de la guardia civil. El hule de sus tricornios lució con luz verdosa al soslayo del farol, y ambos miraron de reojo el perfil atezado de la pareja, acodada en la piedra del puente. Ella era netamente del Albaicín, con una enjabonada mecha de pelo renegrido pintándole el signo de interrogación en el centro de la frente y arracadas de plata muerta junto a las mejillas aceitunadas. Él, con su sombrero de alas planas y la chaqueta corta, debía ser dueño de algún cortijo de los alrededores de Motril.

Por última vez, Pedro Antonio propuso:

—¿Quieres que vaya y le provoque?

Soledad apartó la mirada del río. Encendidos los ojos, repuso violenta:

—¡He dicho que no y no! ¡Vaya tu talento y el beneficio! Si él te mata, yo te pierdo; si tú le matas, te veré en el presidio.

Pedro Antonio volvió a cargarse de codos en el pretil. La luz verdosa del farol caía sobre su espalda y su sombra se deformaba en la lonja del río. La pasión enconaba su herida; el deseo estaba clavado en su entraña como el dardo de una banderilla. Soledad murmuró pensativa:

—Mira si er tené mala sombra. A Joselito le cogió un torete, y a este mandria ni los alamares le tocan los pitones. ¡Ay si la Virgen me escuchara! ¡Que le hecho una promesa, que vaya!...

Grave, repuso Pedro Antonio:

—No escucha la Virgen promesas de mala ley. Si yo estuviera sobrao de pesetas...

Soledad repuso:

—Donde fuéramos nos seguiría su coraje... Tú no lo conoces. Tienes más mala intención que un guardia civil.

Pedro Antonio volvió a la carga obtusa:

—Te digo que tengo que matarle. ¡Clavarle en la pared de la taberna como a un lagarto!

—¡Y tú a presidio, y yo llorándote! ¡Que estás loco, te digo! ¿Por qué presumes de hombría? ¿Qué me vale tu navaja, si tu navaja le da la mala puñalada a mi felicidad? ¿Por qué no piensas mejor en matarle sin riesgo, y que el día que nos vayamos de aquí sea bien casados, y tú con tu frente descubierta y la estima de la gente de provecho? ¿O es que prefieres verte esposado entre dos guardias y apaleado en el cuartelillo, y tu madre muriéndose de siete mil penas en la sala de la audiencia? ¿Por qué no piensas, Pedro Antonio?

—Pienso y no hallo.

—No, que no piensas, Pedro Antonio. Lo que tú llamas pensar es dar vueltas y más vueltas como la caballería de un malacate en redor del mismo pozo. Te enceguecen el coraje y la envidia...

—¿La envidia?

—Pedro Antonio, que te conozco y te quiero, y el quererte me da ciencia para conocerte.

—Si tú me quisieras...

—Pedro Antonio, antes de que le mates tú, le mataré yo, y entonces no serás tú quien irá a la trena, sino yo...

—¡No digas locuras!

—¡Has visto! Ahora soy yo la que te parezco loca. ¿Por qué no piensas?

Lenta y cautelosa pasó nuevamente la pareja de la guardia civil. La carabina cruzada a las espaldas, el hule de los tricornios luciendo con luz verdosa al soslayo del farol.

Soledad, en voz baja, insistió:

—Vete a tu casa y busca un arbitrio..., o no, no busques, Pedro Antonio. El coraje es mal consejero, tú no tienes na’ más que coraje. Piensa que te quiero entre mis brazos, así, sanico y guapo, no entre las rejas de la cárcel. Vete ahora. Pedro Antonio, y déjame. ¡Ay! que ya yo buscaré el cascabel para ese gato.

Insensiblemente, ella se había arrimado tanto a él, que era como una llamarada olivácea y tibia que surgiera de la tierra morisca. Él le veía el atigrado fondo de los ojos, en los que se volcaba la luz verdosa del farol. Y aunque el rostro morenillo de ella era pequeño, estaba tan próximo al suyo, que ocupaba todo el espacio de la noche, y sus largos brazos amarillentos se cogieron por los dedos tras de su nuca, y cuando estuvo así, muy cerca de él, gimió:

—¡Ay, Pedro Antonio! ¡Qué desgracia tenerte y no tenerte! Que hasta en los altares te veo... Pero júrame que no le buscarás, que le vi a él y a ti la otra noche en un sueño de pesadumbre. Él estaba con traje de luces y echaba la mano a la navaja; yo, cuitada, me había arrodillada en la alcoba; tú, junto a la mesa, te ibas a él. Fue un sueño de agorería. Júrame que no le buscarás.

Los labios estaban tan juntos, que ya no podían dejar salir las palabras. Luego la sombra de él fue cuesta abajo, por la orilla del Darro; la de ella subió un camino retorcido entre las casas de piedra del Albaicín. En una hornacina excavada en una ochava, una candela encendida alumbraba tras de una malla de hierro el rostro de la Virgen. Soledad se persignó.

Llovía aquella tarde, y el cielo estaba tan oscuro, que toda Granada parecía cubierta por una ola de betún gris. Y los relámpagos alumbraban tras de los bosques de la Alhambra.

Embozada en un chal y arrinconada en el fondo de un carruaje derrengado, arrastrado por dos pencos, Soledad iba por el camino que conduce al Barranco del Abogao. Al llegar a la entrada que comienza en la calle de Antequeruela Alta, saltó del coche y echó a caminar rápidamente por una sierpe de tierra, bloqueada de altozanos blancos erizados de pencas de cactos. Finalmente, cuando dejó atrás la ermita de la Virgen del Carmen, excavada en la piedra, un relámpago iluminó en el costado del monte una puerta de tablas pintada de azul. Se detuvo y golpeó. La puerta demoró en abrirse. Finalmente, entre la roca y el interior se produjo una rendija, y alumbrándose con un velón, apareció una anciana.

—Vengo de parte de María Encarnación.

—Pase usted, niña.

Por un pasadizo excavado en la roca, como la entrada en las antiguas cavernas de bandidos, entró Soledad. Algunos platos de cobre lucían en los muros y el ajuar de la cueva era pobrísimo. En un rincón, bajo la bóveda constelada de facetas de sal gema, se veía un jergón, y más allá, un pasillo, también subterráneo, conducía a otra cueva convertida en establo. Cuando la anciana cruzó con el velón el pasillo, las orejas largas de un asno se reflejaron en la bóveda. Un cerdo gruñía sordamente y varias gallinas picoteaban las tablas del encierro.

La gitana le ofreció a Soledad un sillín de paja, ella agarró otro, y después de echar una mirada a su asnillo, dijo:

—¿La cogió a usted la lluvia en el camino?

—Llegando a Antequeruela Alta.

La vieja callaba. Tenía un rostro que parecía de hombre, por lo ancho, y tan arrugado como si lo hubieran tallado en la corteza de un alcornoque.

Abrigada en un chal, inspeccionaba la figura de la mal casada, imaginando el precio de sus vestidos de seda negra, de la manta con primorosas labores, de los zapatos y las medias. Finalmente, satisfecha, dijo:

—Yo estoy muy obligá con la señá María Encarnación.

Soledad suspiró. La vieja aguzaba el berbiquí de sus ojillos grises en el centro de su frente. La gitana, pausadamente, inició otra vez la conversación:

—Es deber de cristianos ayudarse contra el diablo. Hace mucho tiempo que no la veo a la señá María Encarnación.

Soledad no sabía cómo afrontar el asunto. Respondió:

—Saludable y contenta está María Encarnación.

La vieja continuó.

—Las mujeres estamos en este mundo para enmendar las faltas de los hombres. Bebedizos hay que les tornan más fieles que la uña a la yema.

Por fin, el paso dificultoso estaba dado. La gitana prosiguió:

—¿Necesita usted un bebedizo para un mozo desviado? ¿Para un casado o castigador? El deseo está en tus huesos, hija, y es inútil que pretendas esconderlo. A ver esa mano.

Soledad, temerosa, le alcanzó la mano. La vieja acercó el velón y escrutó la rayadura de la palma; luego, grave, repuso:

—No es bebedizo para soltero ni casado. Mucho más fuerte es tu deseo, porque aquí hay señal de muerte para alguien que está muy cerca de ti.

Soledad se estremeció, y la vieja percibió la ondulación del escalofrío a través del cuerpo de la mal casada. Pero ella no atinaba a separar su mano de la mano de la vieja, la otra la mantenía fuertemente tomada por la muñeca y una fatiga dulce entraba en su postración, y sin saber por qué, se sentía consolada. Quizá de haber descargado su secreto en otro.

Por fin, atinó a decir:

—Necesito un bebedizo para detener la suerte de un basilisco. Si no, terminará matándome a mí y a mi hombre.

—¿Es veneno, entonces?

—No puede ser, porque la justicia le revisaría las entrañas.

—¿Para tu marido?

—Sí.

—¿Quieres matarle?

—Quiero que muera, y no quiero matarle ni quiero que le maten. ¡Quiero que muera!

La vieja entrecerró los ojos.

—Pides un milagro. ¿En qué trajines anda tu marío?

—Es torero.

La vieja aguzó la mirada vidriosa en Soledad.

—¿El Niño del Clavel?

—El mismo.

Grave, repuso la anciana:

—Dios no juzga con ojos de agrado a los matadores de bestias inocentes. Son ellos gente de baja ralea. Viven quebrantando todos los mandamientos y escandalizando en las tabernas. ¿Te quiere tu marío?

—Me cela con porfía, que el suyo no es querer.

—¿Quién te quiere a ti?

—Pedro Antonio el Cortijero.

—¿Sería aquel que está en el camino de Motril?

—Sí.

—Hombre a carta cabal. ¿Y quiere honradamente casarse contigo?

—Quiere.

La anciana, satisfechos sus escrúpulos, calló durante algunos minutos. Sus ojos, entrecerrados, entreveían posibilidades.

—¿Tendría tu Pedro Antonio quinientas pesetas si ocurriera el milagro?

—Las tengo yo en estas alhajas. —Y Soledad retiró de su bolso algunos anillos.

La vieja miró un sencillo medallón que Soledad traía sobre el pecho, y en cuyo interior se veía una miniatura de ella. Sonrió, y luego dijo:

—Dame el medallón. Creo en ti.

Soledad le alcanzó el medallón de plata sobredorada, que carecía de valor, y preguntó:

—¿Para qué lo quiere?

La vieja se puso de pie.

—Servirá para el embrujo. El domingo hay corrida. Tu marío tiene la primera faena. Tienes que estar aquí con Pedro Antonio a las dos de la tarde, que a esa hora saldrá tu marío a la plaza, y se realizará el embrujo. Y ahora, déjame.

Soledad se levantó. De pronto, un temor entró en su corazón y, sin saber por qué, tomó la mano de la gitana y la besó. La otra ya no dijo una palabra. Su mirada había devenido dura y profunda. En silencio la acompañó hasta la puerta de tablas y la dejó marchar bajo la lluvia.


El Niño del Clavel, en traje de luces, iba a entrar en la capilla de la plaza de toros, que está junto a la enfermería, para decir su oración. Así lo acostumbran los bestiarios devotos antes de salir a la arena y hacer el paseo ante el público, con sus compañeros de cuadrilla y los otros espadas.

De pronto, una vieja que él no viera jamás y que de extraña manera había podido escurrirse hasta allí, se le acercó, y tomándolo de la manga de la casaquilla, le dijo:

—Luz de la lidia, toma este medallón que se orvidó tu mujé que vino a mi casa a pasá la tarde con un hombre.

El exabrupto fue tan inesperado, que el torero se quedó atónito, con el medallón de Soledad en la mano entreabierta. Cuando giró los ojos en redor, la vieja ya no estaba allí ni en ninguna parte. El medallón continuaba en su mano que, por efecto de la sorpresa, no atinaba a cerrarse.

Aún seguía sin comprender lo que había sucedido, cuando en el patio de la plaza de toros se incorporó a los otros espadas. Seguidos por las cuadrillas que formaban sus banderilleros y peones, comenzaron el paseo por el redondel de arena. El público los aclamaba. Dentro de algunos segundos lidiarían a los toros, de los cuales algunos mugían de furor o de miedo en sus encierros situados en los subsuelos de las tribunas.

Los bestiarios, con el capote arrollado al brazo, medias rojas, coleta y trajes tapizados de alamares de oro, pasaban frente a la multitud escalonada circularmente. La plaza redonda contenía un murmullo de tempestad. El Niño del Clavel apretaba el medallón de su mujer contra la palma de la mano y, aunque sus oídos escuchaban el pasodoble de la marcha, su mente estaba en otra cosa, y era la traición de Soledad, imposible de comprender. De la vieja que le había dejado el medallón no se acordaba. Si en aquel instante se la pusieran frente a los ojos, no la reconociera.

Una sucesión de pequeñas manchas de colores era la multitud en sus ojos. La mitad de la plaza estaba en sombra, la otra mitad, amarilla de sol. Durante el paseo, únicamente pudo percibir los dos grupos opuestos de uniformes verdes y azules que formaban los piquetes de guardias de asalto y de guardias civiles sentados en las gradas con los fusiles entre las rodillas. Luego recayó en una inconsciencia, contra la cual no tenía fuerzas para combatir. Un ciclón lo destroncaba de la realidad. El Niño del Clavel estaba con su cuerpo en la plaza de toros y el pensamiento en ninguna parte; que el efecto de su desgracia era vaciarle la mollera de todo pensamiento. Maquinalmente apretaba el medallón entre sus dedos y sabía que Soledad lo había olvidado en casa de una celestina. Y probablemente mucha de la gente que estaba allí conocería su deshonor, y era quizá por ello que cuando toreaba estos últimos tiempos la multitud se encorajinaba contra él, injuriándolo:

—¡Arrímate al toro, cobardón! ¡Mandria! ¡Cuidado, que viene el toro! ¡Huy, huy, que te come! ¡Qué miedo!...

¡Oh! Había calculado acertadamente la gitana del Barranco del Abogao. Allí, en su cueva, la aguardaban Pedro Antonio y Soledad. El Cortijero, armando entre sus dedos un cigarrillo, decíale a Soledad, entre agrio y temeroso de que lo que él deseaba no ocurriera:

—¿Qué calidad de embrujo puedes creer que amañará una vieja que tan desmanteladamente vive?

Soledad se arrimó. Siempre que se aproximaba a él, la temperatura de su cuerpo y el olor de su piel la transformaban en una maléfica bestia invencible.

—Ten fe. Ella conoce su arte.

Pedro Antonio inquirió:

—¿Qué embrujo se trae entre manos?...

Soledad repuso:

—No quiso comunicármelo, que decírmelo fuera darme su oficio, y nadie aventa sus secretos.

Pedro Antonio bajó la cabeza y apretó los dientes. Despació acercó la yesca a su pitillo y se envolvió en una cortina de humo. Pero, insatisfecho, insistió:

—¿Y por qué no se beneficia con un embrujo que la haga ganar el gordo y salir de esta laceria?

Soledad terminó de arrimar su sillín al de Pedro Antonio, y dogmática repuso:

—¿Dónde has visto tú que una adivinadora pueda echarse la suerte a sí misma? Eso les está prohibido, para mantenerse frescas en su ciencia.

Pedro Antonio miró maquinalmente su reloj.

Las dos. Ya comienzan.

Callaron, deprimidos bajo la bóveda calina de la cueva. Por la puerta entreabierta, a pesar de ser verano, divisaban la nieve dorada de las laderas de Sierra Nevada. ¿Cuándo llegará la gitana ausente?

Sí, ya deben comenzar.

Efectivamente, en aquel instante, como una catapulta, salió del toril a la plaza un toro rojizo que le tocó en suerte al Niño del Clavel. Tan bravo que al encontrarse frente al sol embistió a cornadas la barrera roja de madera. Se ensañaba contra las tablas. Las astillas saltaban en torno de los cuernos como las virutas en torno de la garlopa de un carpintero loco. El Niño del Clavel se adelantó corriendo al centro de la plaza. Desplegando su capa bermeja llamó al toro con señales del trapo. El animal, sorprendido, levantó la cornamenta; y luego, a grandes saltos, fue en busca del torero. Parecía una catedral en marcha. El Niño se afirmó en la arena. El toro se abalanzó a él con un envión de pantera. El torero giró la capa, y la bestia, burlada, cayó de rodillas unos pasos más allá. Y así tres veces, las ovaciones del público, que hacía mucho tiempo no veía a un hombre arrimarse tanto a un toro todavía sin desbravar. Semejaban aquellos pases las figuras de un ballet en cada cruce, que arrancaba a la multitud un estruendoso “¡olé!”, se comprendía que la vida y la muerte levantaban ese remolino de arena y piedrecillas. Llegaban hasta las barreras proyectadas por las circulares platinadas del toro.

Por fin entraron los picadores. En caballejos estremecidos de ojos vendados, gigantescos, ellos con la lanza en ristre y yelmo de mambrino. Un minuto después un penco cruzaba vacilante la arena; de su vientre rajado se descolgaba un inmundo paquete de entrañas. En la cueva de la gitana, Pedro Antonio miró el reloj.

—Ya deben salir los picadores. Estarían por banderillarle.

Soledad, involuntariamente, comenzó a rezar. Pedro Antonio se quitó el sombrero e instintivamente acompañó a la mujer. En aquel instante, ni él ni ella deseaban que el Niño del Clavel fuera cogido por el toro pero también se sentían débiles para neutralizar el embrujo ignorado. Ya nadie podría detenerlo, ni la misma gitana misteriosamente ausente. Y aunque parezca contradictorio, Pedro Antonio y Soledad rezaban simultáneamente para que el torero muriera y para que el torero se salvara. Que ambas cosas deseaban con la misma fuerza, porque ahora tenían la acendrada seguridad de que el embrujo se cumpliría. Ya no dudaban de la eficacia de los sortilegios de la gitana. El miedo que tenían en el cuerpo era señal de que el embrujo sería real.

—Ya deben haberle banderillado —murmuró Pedro Antonio.

Callaron y volvieron a rezar.

Efectivamente, en aquel instante el Niño del Clavel tomaba la muleta junto a la barrera. Se había olvidado totalmente de Soledad; pero al recoger el estoque que le alcanzaba un ayudante, reparó que aún conservaba en el fondo de la palma de la mano el medallón de Soledad.

Semejante a un corazón que bombea sangre, este medallón bombeaba en sus venas un filtro de ausencia. Volvía a olvidarse que estaba en la plaza de toros, frente a una multitud que lo aclamaba. El ruedo, la muchedumbre, los banderilleros acosando al toro, el peligrosísimo ajedrez de la bestia y los peones se borraron de sus ojos, y todo él quedó suspendido en una altura de inconsciencia: la traición de Soledad. La cabeza se le quedaba otra vez sin sesos que transmitían a su carne la noción del peligro que encerraba aquella abstracción: la traición de Soledad. Maquinalmente arregló el trapo rojo, disimuló el estoque entre sus pliegues y volvió otra vez a olvidarse de arrojar lejos de sí aquel medallón. Sin embargo, cuando se afirmó en la arena y luego, paso a paso, se fue acercando al toro, que con el testuz bajo y la pezuña delantera raspaba la arena echándosele al vientre, el Niño no recordaba a Soledad ni su traición. Al arrancarse el toro pasó tan rápidamente junto a él, que en la punta de sus acernos se llevó enganchados los alamares de su torero. Sin embargo, el Niño experimentó una alegría aguda y peligrosa. Era como si su mente se comunicara con los más instintivos designios del toro mediante una secreta intercomunicación. Apoyó el trapo en sus rodillas y, retrocediendo algunos pasos, volvió a llamar a la bestia. Cuando ésta casi le tuvo al alcance de sus cuernos, giró sobre sí mismo, y el toro quedó burlado, con los pitones embistiendo el aire. El Niño se alejó, dándole despectivamente la espalda, y la bestia quedó resollando un instante, el hocico babeando hilillos de plata junto a la arena. Un arroyo de sangre le corría desde la paletilla por los costillares. Las seis banderillas azules y amarillas, colgadas por garfios como varas de flores, transmitían el jadeo de su carne martirizada y cubierta de paños de sudor.

El Niño del Clavel se detuvo a algunos pasos del toro. Era hora de matar. En la faena se le había descompuesto la muleta. Volvió a acomodar el estoque entre los pliegues del trapo escarlata. En aquel instante le crispó los nervios de los dedos la arañadura del medallón de Soledad. Inexplicablemente continuaba manteniéndolo en su mano, y el roce del medallón le inyectó de abstracción, tan breve, que ningún reloj hubiera podido registrar, y fue quizás en aquel mismo instante de olvido en que el toro, libre del embrujo del hombre, se desprendió de la arena. Fue un relámpago. El torero sintió la quemadura de la cornada en el muslo, cayó al suelo y trató de mantenerse inmóvil para que la bestia le creyera muerto y no lo comeara; pero el toro volvió a engancharlo por el pecho. Esta vez la embestida fue tan tremenda que el cuerno traspasó la chaquetilla y su punta astillada asomó por la espalda. Durante algunos segundos se vio al toro furioso sacudir la levantada de cabeza para desprender de su cuerno un pelele cuyas piernas inertes le tapaban los ojos. Finalmente, lo arrojó por los aires y el muñeco de carne trazó una parábola en el espacio para caer pesadamente en la arena.

No se movió. Estaba muerto.

Cuando le recogieron, en su puño, aún cerrado, mantenía el medallón de Soledad.


(Mundo Argentino, 28 de julio de 1937)

El enigma de las tres cartas

El señor Perolet volvió la cabeza. Justamente tras la columna que soportaba el arco de entrada a la calle del Pez y la Manzana acababa de descubrir la silueta de su perseguidor. El señor Perolet echó la mano al bolsillo de su gabán, se cercioró de que su revólver permanecía aún allí y, haciendo un esfuerzo, se dirigió hacia la columna de piedra.

Su perseguidor había desaparecido. En su lugar, al pie de la columna, un chiquillo que vendía sardinas le señaló una línea escrita con tiza. Nuestro hombre se acercó y pudo leer: “Cruel Perolet, mañana o pasado te mataré.”

El señor Perolet jamás se había sentido obligado a tener arranques de héroe. En consecuencia, al pensar que su obstinado enemigo podía ser un irresponsable, sus piernas temblaron, sintió que se le aflojaban los goznes de las rodillas, un sudor frío inundaba su frente. Maquinalmente, en su chaleco rebuscó una moneda de cobre, que le arrojó al niño de las sardinas, a quien vio borrosamente a través de una neblina, y echó a caminar sin mirar el sol, que lucía en las calles laterales.

El señor Perolet estaba aterrorizado porque no era cruel.

Si tuviéramos que definirlo, diríamos que era un hombre bondadoso y anodino. Suizo francés, comerciaba en bibelotes de madera, que es una de las industrias más extendidas en la patria de Guillermo Tell. Radicado en París, desde donde inundaba las capitales de provincia con monigotes de cedro que los turistas compraban creyendo que se llevaban un recuerdo regional. Y de pronto, siniestra, llegó a él la primera amenaza de su misterioso enemigo, bajo la forma de una carta incomprensible:


“Perolet: sabemos que te dedicas al espionaje. Márchate a tu país o te matamos.”


Perolet echó la carta al canasto sin darle importancia. Tres días después recibió otra misiva:


“Perolet: sabemos que has echado nuestra primera carta al cesto de alambre. Estás jugando con fuego.”


El señor Perolet se estremeció. Él ocupaba una oficina completamente independiente, en cuyo único cuarto estibaba los cajones de monigotes. No tenía empleados. ¿Cómo diablos, entonces, el autor del anónimo estaba informado de que él había arrojado la carta al cesto de alambre? Si el autor se hubiera expresado con vaguedad, Perolet no tomaría en serio este segundo anónimo, pero esa referencia absolutamente concreta y exacta: “Sabemos que has echado nuestra primera carta al cesto de alambre”, lo dejó pálido de terror. Efectivamente, en su oficina utilizaba un cesto de alambre. ¡Se le vigilaba para matarlo!

Perolet se encaminó a la Dirección de Seguridad. Informó a un empleado de todo lo que le había ocurrido en aquellos últimos días. Agregó que se sospechaba vigilado por la policía, “pero que él en manera alguna era un espía”. Después de perder varias horas en una oficina oscura y cargada de hedor a tabaco y cuartel, el empleado que lo atendió un poco socarronamente lo despachó, diciéndole que no hiciera caso de las bromas de algún malintencionado o posible competidor comercial.

El señor Perolet resolvió tranquilizarse. Cuando llegó a su casa le comunicó a su esposa el resultado de sus diligencias. Isidora Perolet movió, consternada, la cabeza.

—Debías volverte a Berna. Yo me quedaría aquí con mis padres y atendería el negocio.

—Pero, ¿tú crees en esos valentones? —rugió, feroz, el señor Perolet, que se sentía peligroso en el interior de su casa.

Repiqueteó la campanilla. Isidora se asomó a la puerta y un mensajero le entregó un paquete. Era frecuente la llegada de paquetes. Isidora colocó la encomienda sobre la mesa del comedor y cortó las ligaduras. Entonces lanzó un grito. Al separar las envolturas dejó al descubierto un amenazador artefacto metálico. Era una bomba. Isidora retrocedió silenciosamente. El señor Perolet miró el instrumento infernal y, llevándose la mano al corazón, lanzó un grito. Después se desplomó sobre la alfombra. Acudieron vecinos, luego varios gendarmes. El señor Perolet fue conducido a una farmacia próxima y puesto fuera de trance mortal, mientras un equipo de policías especializados en explosivos se llevó el aparato infernal.

Algunas horas después llegó el informe de los técnicos: “La bomba consta de una envoltura ennegrecida, de hojalata, conteniendo una carga de crema de chocolate. En el interior de esta bomba de crema había una esquela, en la que se podía leer: ‘Perolet: prepárate a recibir una de acero y dinamita’.”

La bomba era siniestra. Se hacía constar en el informe que la crema de chocolate era “absolutamente comestible e inofensiva por lo tanto”.

El señor Perolet creyó enloquecer. En la gran ciudad se ocultaba un hombre que deseaba su muerte. ¿No le había dicho su médico: “Señor Perolet: cuídese de las emociones violentas. Su corazón es de cristal”?

En toda la calle la gente se indignó contra los autores de la broma. La hermosa Isidora recibió cumplimientos de vecinos por su valentía en afrontar la presencia del “explosivo”, pero ella no se limitó a encorajinarlo a su marido, sino que le introdujo un revólver en el bolsillo del gabán. Un empleado superior de policía los visitó aquella misma tarde, y los tres, alrededor de la mesa del comedor, comentaron minuciosamente el enigma de las tres cartas.

El señor Perolet no creía tener enemigos. Los intereses de sus cupones, sumados a la industria de la reventa de los monigotes de madera, le bastaba para vivir. No le había hecho daño jamás a nadie, razón de más para tentar a hombres de naturaleza perversa. Sus cincuenta años eran virtuosos y se limitaba amar a su esposa. Isidora, su esposa, veinte años más joven, movía sesudamente la cabeza frente al inspector de policía, que no se sintió insensible a sus encantos. Luego el hombre se marchó. Parecía preocupado. Sin duda alguna, alguien odiaba al señor Perolet.

Quince días después de estos acontecimientos el señor Perolet se encontró en su oficina con un paquete. Como se había vuelto sumamente precavido, llamó al portero, que era el que había traído el envoltorio, y le pidió que lo abriera; pero antes de que el otro cumpliera su pedido, Perolet salió al pasillo. Cuando regresó, encontró al hombre del plumero pálido y sin habla, apoyado de espaldas contra el muro.

He aquí lo que sucedió: al abrir el paquete, una serpiente se deslizó fuera del embalaje. El reptil se escurrió vertiginosamente hacia el corredor. Durante largo tiempo los ocupantes de las otras oficinas se dedicaron a buscar la serpiente, pero ésta había desaparecido. Entonces el encargado de la casa le pidió muy amablemente al señor Perolet que se mudara de casa. Perolet no contestó palabra, pero cuarenta y ocho horas después cargaba sus bártulos y muñecos en un camión.

Fue entonces cuando, al salir de su oficina, descubrió que alguien lo seguía. Y al acercarse a la columna de piedra descubrió al niño de las sardinas que le señaló el misterioso renglón escrito con yeso. Entonces echó la mano al bolsillo y extrajo una carta, en la que leyó: “La Agencia Juve ofrece sus servicios al señor Perolet. Precios módicos. Discreción absoluta.”

Nuestro perseguido se dirigió hacia la calle de Tiquetonne, en la que la Agencia Juve intentaba aliviar a la humanidad de sus preocupaciones con discreción absoluta.

La Agencia Juve, a pesar de su publicidad, era una covachuela oscura, con una gran mesa en su centro. En otros tiempos esa mesa debió estar consagrada a los menesteres de la fiambrería. Ahora, cubierta de papelotes, guías y planos, servía de parapeto a un señor pequeñín, calvo singularmente, porque la cabeza, monda en la cúpula como un huevo, estaba rodeada, a la altura de las orejas, de un cerco de pelos rizados como el flequillo sustraído a un perro faldero. El señor Perolet saludó, se sentó frente a la mesa y acusó recibo de la publicidad.

El hombrecillo de la cabeza de huevo replicó:

—Yo soy ei director de esta agencia y hago mi propaganda a base de circulares dirigidas a los comerciantes que figuran en la guía. No le extrañe mi módica instalación. El lujo exige erogaciones que fatalmente paga el cliente. ¿Qué prefiere usted: abonarnos una eficiente investigación o los intereses que absorbe la conservación de la librea de un gandul?

Aquello era lógico, comercial y honrado. El señor Perolet se sintió convencido y, con el tono de quien busca auxilio de un paño de lágrimas, comenzó su extraño relato. Cuando llegó al capítulo de la bomba, el director de la Agencia Juve preguntó:

—La tal bomba, ¿no era una cajita llena de arena?

Asombrado interrumpió el señor Perolet:

—No; llena de crema de chocolate. ¿Cómo ha supuesto usted que era un camouflage de bomba?

—Porque usted no estaría vivo.

El señor Perolet movió la cabeza asombrado. Aquel sentido común del hombrecillo era simple y resuelto. Continuó el relato de sus penurias. El ciudadano de la cabeza de huevo tomaba ahora apuntes muy rápidamente. De pronto se puso de pie, como un fantoche que se escapa de una caja de sorpresas, se inclinó hacia Perolet señalándole con un dedo rígido, y afirmó casi:

—Usted es enfermo del corazón. ¿No?

El señor Perolet, tartamudeando atónito:

—Sí; soy enfermo. ¿Cómo adivinó usted?

El director de la Agencia Juve sonrió pedantemente y luego explicó su deducción:

—El asunto que lo trae a usted es sencillo. Salta a la vista que en ningún momento de los atentados que usted sufrió ha existido la intención directamente de maltratarlo o matarlo. Primero le enviaron a usted anónimos, después una bomba de chocolate, después una serpiente que debió ser una inofensiva culebra de tierra. Consecuencia: el suyo puede ser definido como un caso de agresión “indirecta”. ¿Contra quién se intenta una agresión “indirecta”? Contra un hombre que está enfermo de órganos vitales a quien una conmoción intensa puede llevar a la muerte.

El señor Perolet movía la cara asintiendo embobado. Tenía la impresión de encontrarse frente al más lógico de los hombres. ¡Qué simple y profundo era todo! El hombrecillo de la cabeza de huevo prosiguió:

—Ahora bien: ¿a quién beneficia vuestra muerte? ¿Quién heredará vuestros bienes?

—Mi esposa —balbuceó el señor Perolet.

—Ella tiene veinte años menos que usted. En consecuencia el hombre que lo sigue a usted, que escribió la amenaza con tiza en la columna de piedra, debe ser el amante de vuestra esposa. Señor Perolet, la investigación completa os costará dos mil francos. Mil al contado y mil al entregar el culpable a la policía.

Perolet dejó caer la cabeza sobre el pecho. Estaba anonadado, no esperaba tal desenlace: ¡su esposa la culpable! Apretándose el corazón, que parecía querer escapársele del pecho, miró desesperado al director de la Agencia Juve y, con un soplo de voz, murmuró:

—No esperaba esto. ¡Isidora! Pero ¿usted está en lo cierto?

Luego sacó una libreta, llenó un cheque y lo entregó al hombre de la cabeza de huevo.

Entonces ocurrió algo asombroso.

La puerta de la oficina quedó desencajada de un puntapié, y aparecieron en escena tres polizontes y el inspector de policía que había interrogado a Perolet el día del atentado. Y el inspector, dirigiéndose al director de la Agencia Juve, exclamó:

—¡Te hemos pescado, Girolamo Lenescu! ¡Esta vez no te escaparás!

El hombrecillo era sensato. No intentó fugarse, sino que, tomando el cheque, se lo devolvió al señor Perolet, que contemplaba la escena asombrado, mientras que el inspector explicaba:

—Señor Perolet, tengo el gusto de comunicarle que hemos descubierto a su misterioso enemigo y a uno de los géneros de estafa más hábiles que pueda imaginarse. Este hombre, Girolamo Lenescu, rumano de nacimiento y vagabundo internacional, estuvo empleado durante cierto tiempo en una compañía de seguros. En dicha compañía tuvo oportunidad de informarse de todas las solicitudes que eran rechazadas por estar los candidatos enfermos del corazón. Entonces inventó el ardid de la persecución y de la “agresión indirecta”, ofreciendo sus servicios de detective privado a las mismas personas a quienes previamente atemorizaba con sus seudoatentados. Claro está que sus víctimas, al escuchar las interpretaciones lógicas que este hombre hacía de los seudoatentados, creían encontrarse frente a un extraordinario investigador, y no tenían inconveniente en abonarle un servicio que en el fondo era una estafa.

El señor Perolet suspiró, aliviado.

Luego:

—¿Y cómo lo descubrieron?

—Simplemente, hicimos interceptar en el correo toda correspondencia dirigida a usted, de manera que cuando leímos el ofrecimiento de la Agencia Juve tuvimos la certeza que estábamos en presencia de los autores de la “agresión indirecta”. Una discreta vigilancia completó lo demás.

El señor Perolet le entregó el cheque al oficial y dijo:

—Señor inspector, si no he muerto hasta ahora a consecuencia de las emociones creo que...

Girolamo Lenescu, que hasta ahora había permanecido silencioso, intervino:

—Señor Perolet, permanezca tranquilo: los hombres de corazón de cristal son los que más prolongada vida tienen.


(Mundo Argentino, 8 de noviembre de 1939)

El experimento del doctor Gene

La noticia del primer acontecimiento de aquel día memorable entró calmosamente en el casino, embaulada en la corpulenta figura de Wein el Tranquilo. Deteniéndose frente a la mesa donde el Secretario del Ayuntamiento secreteaba con el veterinario sobre las próximas elecciones comunales, dijo cachazudamente:

—Acaban de encontrarlo ahorcado al doctor Gene. Ahorcado y bien abiertos sus ojos verdes.

Dijo esto de un tirón, en la sala alfombrada de aserrín, y hasta el perro, que dormitaba con el hocico apoyado en las patas delanteras, se desperezó y encapotilló las orejas, mientras que el cónclave de cuatro ciudadanos, cinco para ser exactos, dejando de husmear en los periódicos miraron con pausado interés a Wein el Tranquilo. Éste insistió:

—Está bien ahorcado. No se puede pedir nada mejor. Colgado de una flamante soga de tercio de pulgada.

Así era Wein el Tranquilo. Meticuloso. Su padre también había sido llamado Wein el Tranquilo, y la más profunda de sus virtudes consistía en cierta sesuda escrupulosidad.

—¿Lo has visto con tus propios ojos? —insistió el veterinario.

—Con los mismos. Ni mejor ni peor colgado que una trenza de cebollas en la verdulería.

Las bocas entreabiertas de los cinco hombres dejaban ver dientes de plata o de oro. Guillermo el Rentista, levantando los tres escalones de su papada de encima del nudo de la corbata, articuló fatigosamente:

—Se estaba enriqueciendo con la chifladura de nuestras mujeres.

Cipriano el Dentista rezongó:

—El capricho de mi mujer en hacerse teñir los ojos de verde me ha costado el importe de tres dentaduras decentes.

Octavio el Comisionista se arrimó despacio a la ventana. El sol le bañaba de pies a cabeza, y los hombres, con las manos cogidas por los dedos sobre las abotonaduras de los chalecos, cavilaban silenciosamente sobre el final del doctor Gene.

Descubrimiento del doctor Gene

Finalmente el Comisionista se volvió:

—El suicidio de Gene va a perjudicar a la ciudad. El doctor, con su descubrimiento, atraía a un montón de gente, que dejaba su dinero en nuestros establecimientos.

El Rentista asintió con doble movimiento de cabeza y papada.

—¿No ganaba el dinero que quería?

Nadie respondió una palabra. Miraban la mancha de sol y, en el espacio amarillo, les parecía ver extenderse la silueta negra del ahorcado. Alguien dijo:

—Gene había especulado excesivamente a la baja en estos últimos tiempos.

El secretario del ayuntamiento objetó con gesto barredor:

—Las especulaciones de Bolsa no pueden ser el motivo. En su determinación se descubrirá un motivo más grave. Ya lo verán ustedes.

Silver, el reportero de uno de los cuatro periódicos locales, confidenció:

—La semana pasada me dijo Gene que dentro de poco tiempo teñiría los ojos de las personas de color violeta crudo, aunque no tenía mucha confianza en el atractivo que pupilas de ese color pudieran ejercer sobre los hombres.

Wein el Tranquilo, después de palmetear el lomo del perro del conserje del club, que le miró con ojos acuáticos de agradecidos, recordó:

—También a mí me contó.

—¿También a usted?

—Sí.

—Yo le dije que tuviera confianza, porque las mujeres se avenían siempre con las modas más absurdas o disparatadas.

Silver volvió a meter la cuchara:

—Nunca me olvidaré de la llegada de Gene. Yo estaba en la estación curioseando la llegada del asesino Sain, que no llegó en ese tren ni en ningún otro, cuando de pronto un hombre que tiene los ojos verdes como el plumaje de un loro, me toma de un brazo preguntándome: “¿No hay un club de mujeres en esta ciudad? Soy el doctor Gene.”

Calló Silver y los otros, entrecerrando los ojos, con los dedos entrelazados en las abotonaduras del chaleco, recordaron el debut del extraño médico.

El salón de actos públicos del Club Femenino estaba de punta a punta ocupado por socias y vecinos conspicuos. Los hombres habían sido invitados por extraña excepción, pues las autoridades del club eran sumamente exclusivas.

En la tribuna, recostándose sobre el sonrosado mapa del Estado, de pie, peroraba el doctor Gene. Éste, señalando con el índice sus propios ojos verdes, decía:

"Señoras: Observen mis ojos. Son verdes como el plumaje de una cacatúa.

"Es la primera vez que en el planeta se ofrecen a la vista de los humanos unos ojos cuyo color verde es de tan noble calidad. Cuán atractivos son mis ojos, cuán extraordinaria es su belleza sólo ustedes pueden decirlo. (Murmullos de afirmación en la sala.) Pero yo no he solicitado de vuestra gentileza esta reunión para hacer el elogio de mis ojos, porque una actitud semejante sólo sería verosímil en un loco, sino para comunicarles que este color de mis ojos es artificial. (Murmullos de admiración.) Al nacer, el primitivo color de mis ojos era negro, pero desde pequeño, si me permitís la digresión, me apasionaron los ojos verdes. En los ojos verdes intuía un misterio; era como si encubrieran el máximo de pasión y de belleza que puede apetecer el alma del hombre. Naturalmente, entonces mis pensamientos no eran tan subjetivos ni claros, pero ya un certero instinto me encaminaba hacia ese concepto.

”Más aún: no he olvidado que en todas las novelas que leí durante mi adolescencia, los protagonistas máximos eran siempre seres humanos embellecidos por un extraño par de ojos verdes. Los ojos verdes terminaron por constituir la obsesión de mi mocedad, por atormentar mis sueños, donde el color verde era la tonalidad predominante y subyugadora. Recuerdo que durante mucho tiempo la única particularidad que me interesaba de las personas a quienes me aproximaba era el color de los ojos, alcanzando esta obsesión una violencia tal, que llegué a efectuar pequeños viajes a ciudades vecinas, para comprobar si en esas ciudades no se encontraban los ojos que no descubría en mi ciudad. Llegué a especializarme en la determinación rapidísima del color de los ojos de los seres humanos, y comprobé que aquellas personas de quienes se decía que tenían ojos verdes no pasaban de tener pupilas grises con algunas mediocres estrías de color pardusco o azulenco; tres tonos que, entremezclados, producían una abominable coloración verde camaleón.

”Yo, en cambio, anhelaba encontrar unos ojos que tuvieran el verde del follaje al llegar la primavera, o un verde metálico; acentuadamente verde como son los tonos del verde rabioso en el plumaje de un papagayo. Pero inútiles resultaron mis investigaciones. Semejante color de ojos sólo existía en la fantasía de los escritores; la naturaleza no lo había producido jamás.

”En esa época cursaba los estudios secundarios, pero ya estaba resuelto a seguir la carrera de medicina y a especializarme en oftalmología para descubrir... un procedimiento que permitiera teñir los ojos con la misma facilidad con que las personas se tiñen hoy y entonces el cabello. Porque fue en aquellos mis primeros tiempos de estudiante cuando las mujeres honestas adquirieron la costumbre de teñirse el cabello. Y entonces yo me pregunté:

”—¿Por qué no se han de teñir los ojos como se tiñen el cabello?

(Suenan aplausos y voces de aprobación. El doctor Gene prosigue.)

”¿Se concibe contraste más seductor que el de una cabellera hilada en seda de oro y dos ojos verdes como las almendras de esmeralda que luce la cola de un pavo real?

(Nuevos aplausos.)

”Señoras:

”Cuando ingresé en la facultad de Medicina tenía un propósito determinado. Mi propósito era descubrir el procedimiento para teñir los ojos de color verde de papagayo. No fatigaré la exquisita atención de ustedes relatándoles la historia de mis experimentos, mis trabajos, mis insomnios y el primer sorprendente alborear del éxito cuando conseguí teñir de verde los ojos de un conejo de Indias. Luego trabajé sobre gatos, caballos, perros, vacas. Animal en el que inyectaba mi especialísima anilina aparecía con los ojos teñidos de verde al cabo de veinticuatro horas.

”Finalmente me trasladé al África, donde hice experimentos sobre mujeres negras. Sus ojos soportaron maravillosamente mi tratamiento, a tal punto, que terminé por inyectarme a mí mismo la anilina vital y mis ojos adquirieron el color verde que ustedes pueden apreciar.

”Ahora, señoras, terminaré. Deseo que nuestra ciudad en este extenso y próspero país sea la Meca de los Ojos Verdes, la base de donde arranque la moda de los ojos verdes. Y así, como se dice ‘un modelo de París’, yo deseo que mañana se diga ‘unos ojos de Wiscossin’ el nombre de vuestra hermosa ciudad. (Aplausos, reiterados.) Motivo por el cual estoy dispuesto a tratar gratuitamente a las diez primeras damas que me honren con su deseo de embellecerse tiñéndose los ojos de color verde.”

Al día siguiente un cordón de policías impedía que las damas de Wiscossin asaltaran el consultorio del doctor Gene, en su pretensión de ser las diez primeras dientas gratuitamente atendidas.

Comprobación del doctor Gene

A las once de la mañana, todos los pobladores de Wiscossin estaban enterados del suicidio del doctor Gene. Y a las once de la mañana, también el juez, Stribling, recibía en su despacho a Rumpler, el comisario. Los dos hombres no se estimaban, pero esta vez Stribling comprendió que el comisario estaba bajo la presión de un acontecimiento grave.

—¿Qué pasa, comisario?

—Es por el suicidio del doctor Gene, señor juez.

—¿Tanta importancia tiene?...

—Es gravísimo, señor.

—¿No es suicidio?

—Ojalá fuera un crimen, señor. Ojalá fuera el crimen más atroz de la tierra. Pero, para nuestra desgracia, es un suicidio.

El juez levantó los ojos de la cazoleta de la pipa que estaba cargando.

Le constaba que Rumpler era un poco latero; en sus buenos tiempos el hombre había actuado como orador del partido republicano. El comisario continuó:

—Pocas veces me he visto en un aprieto semejante, señor. Mucha gente de esta...

El juez lo interrumpió:

—El doctor Gene, ¿no ha dejado ninguna declaración escrita antes de matarse?

—Sí, señor. Aquí está.

El juez tomó la carta, comenzó a leerla; de pronto gritó, lívido de terror: “No, no es posible”, y cayó desvanecido sobre su sillón. La carta, apretada por su mano crispada, decía:

“Yo, Pompeyo Gene, me quito la vida porque he comprobado que me estoy quedando ciego, como quedarán todas las personas que se han sometido al tratamiento de teñirse los ojos. Me he equivocado.”

Rumpler se inclina sobre el juez:

—Señor Stribling...

Entonces el juez, levantando su rostro cubierto de un sudor plomizo, gimió, aterrado:

—¡Rumpler..., Rumpler..., mi hija se ha teñido los ojos de verde!...

A las doce del día, a un kilómetro de Wiscossin se podían escuchar los alaridos de centenares de mujeres que aullaban su terror de enceguecer a plazo fijo.


(El Hogar, 9 de septiembre de 1938)

El gato cocido

Me acuerdo.

La vieja Pepa Mondelli vivía en el pueblo Las Perdices. Era tía de mis cuñados, los hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a su mujer, María Palombi, en el salón de su negocio de ramos generales. Reventó, no puede decirse otra cosa, cierta noche, en un altillo del caserón atestado de mercaderías, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los sacamuelas de Terra Bossa, el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los hijos.

Los siete Mondelli eran ahora oscuros, egoístas y enteles, a semejanza del muerto. Se contaba de este que una vez, frente a la estación del ferrocarril, con el mango del látigo le saltó, a golpes, los ojos a un caballo que no podía arrancar de los baches el carro demasiado cargado.

De María Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en los nervios el repentino encogimiento, que hace más calculadora a la ferocidad en el momento del peligro. Lo demostraron más tarde.

Ya la María Palombi había hecho morir de miedo, y a fuerza de penurias, a su padre en un granero. Y los hijos de la tía Pepa fueron una noche al cementerio, violaron el rústico panteón, y le robaron al muerto su chaleco. En el chaleco había un reloj de oro.

Yo viví un tiempo entre esta gente. Todos sus gestos transparentaban brutalidad, a pesar de ser suaves. Jamás vi pupilas grises tan inmóviles y muertas. Tenían el labio inferior ligeramente colgante, y cuando sonreían, sus rostros adquirían una expresión de sufrimiento que se diría exasperada por cierta convulsión interior, circulaban como fantasmas entre ellos.

Me acuerdo.

Entonces yo había perdido mucho dinero.

Merodeaba por las calles de tierra del pueblo rojo, sin saber qué destino darle a mi vida. Una lluvia de polvo amarillo me envolvía en sus torbellinos, el sol centelleaba terriblemente en lo alto, y en la huella del camino torcido oía rechinar las enormes ruedas de un carro cargado de muchas grandes bolsas de maíz.

Me refugiaba en la farmacia de Egidio Palombi.

En el laboratorio, encalado, Egidio trituraba sales en un mortero o, con una espátula en un mármol, frotaba un compuesto. En tanto que yo me preparaba un refresco con ácido cítrico y jarabe, Egidio decía, sonriendo tristemente:

—Esta receta me cuesta ocho centavos, y se la cobraré dos pesos y sesenta y cinco.

Y sonreía, tristemente. O, anochecido, abría la caja de hierro que en otros tiempos perteneció a don Alfonso, sacaba el dinero, producto de la venta del día, y lo alineaba encima del tapete verde del escritorio.

Primero los amarillentos billetes de cien pesos, después los de cincuenta, a continuación los de diez, cinco y uno. Sumaba, y decía:

—Hoy gané ciento treinta y cuatro pesos. Ayer gané ciento ochenta y nueve pesos.

Y sus grandes ojos grises se detenían en mi rostro con fijeza intolerable. Con un anonadamiento invencible me inmovilizaba su crueldad. Y él repetía, porque comprendía mi angustia, repetía, con una expresión de sufrimiento dibujado en el semblante por una sonrisa:

—Ciento treinta y cuatro pesos, ciento ochenta y nueve pesos.

Y lo decía porque sabía que ya había perdido mi fortuna. Y ese conocimiento le hacía más enorme y dulce su dinero, y necesitaba verme pálido de odio frente a su dinero para gozarse más sabrosamente en él.

Y yo me preguntaba: —¿De quién le viene esta ferocidad?

En un automóvil de seis cilindros me llevaba a casa de su tía Pepa, la hermana de su padre. Allí comía, para no gastar en el hotel, y la vieja, recordando el egoísmo de su difunto hermano, se regocijaba en esta virtud del sobrino.

Cuando yo llegaba, la tía Pepa me hacía recorrer su caserón, abría los armarios y me mostraba rollos de telas, bultos de frazadas y joyas que ella regalaría a sus futuras nueras y conducíame a la huerta, donde recogía ensalada para el almuerzo o me mostraba las habitaciones desocupadas y la sólida reja de las ventanas.

Si no, hablaba, interrumpiéndose, tomándome de un brazo y clavando en mí sus implacables ojos grises, más grises aún en el arco de los párpados. Y a espaldas del sobrino, me contaba de su hermano muerto, de su hermano que yo comprendía había robado en todas las horas de su vida, para dejar un millón de pesos a los hijos de María Palombi.

La vieja vociferaba:

—Y esa perra tiró todo a la calle.

Cuando nombraba a su cuñada, la tía Pepa masticaba su odio como una carne pulposa, y exaltándose, contábame tantas cosas horribles, que yo terminaba por sentir cómo su odio entrábase a tonificar mi rencor, y ambos nos deteníamos, estremecidos de un coraje que se hacía insoportable en el latido de las venas.

Y yo me preguntaba:

—¿De dónde les viene a esa gente un alma tan sucia? Y a veces creía en la herencia trasegada de la María Palombi y otras en la continuidad del terrible don Alfonso Mondelli. Después comprendí que ambos se complementaban.

Esta historia explicará el alma de los Mondelli, el egoísmo y la crueldad de los Mondelli, y su sonrisa, que les daba expresión de sufrimiento, y su belfo colgante como el de los idiotas.

Y esta historia me la contó, riéndose, el hijo de la tía Pepa, aquel que fue una noche al cementerio a robarle el chaleco al padre de María Palombi.

La tía Pepa tenía gallinas en el fondo de la casa, y junto al brasero, siempre acurrucado a su lado, un hermoso gato negro.

Cuando una de las gallinas se «enculecó», la tía Pepa consiguiose una docena de «verdaderos» huevos catalanes.

Más tarde nacieron once pollitos, que iban de un lado a otro por el patio de tierra, bajo la implacable mirada de la vieja.

Vigilándoles, el gato negro se regodeaba, enarcando el lomo y convirtiendo sus pupilas redondas en oblicuas rayas de oro macizo.

Una mañana devoró un pollo, y estropeó a otro de un zarpazo.

Cuando la tía Pepa recogió del suelo la gallinita muerta, el gato, soleándose en la cresta del muro, malhumorado, la espiaba con el vértice de sus ojos.

Doña Pepa no gritó. Súbitamente amontonó en ella tanta ira, que, desesperada, fue a sentarse junto al brasero.

Al mediodía el gato entró al comedor. Se deslizó prudentemente, atisbando el ojo gris de la patrona, y deteniéndose a los pies de la mesa, maulló dolorosamente.

La tía Pepa le arrojó un pedazo de carne asada.

Después que los muchachos salieron, la vieja tomó una lata vacía, en cuya tapa circular hizo varios agujeros, y la llenó hasta la mitad de agua.

Preparó también cierto alambre, de esos que se utilizan para atar los fardos de pasto, y llamó al gato con voz meliflua. Este se deslizó como a mediodía, prudente, desconfiado. La tía Pepa insistía, llamándole despacio, golpeándose un muslo con la palma de la mano.

El gato maulló, quejándose de un desvío, luego, acercose, y frotó su pelaje en la saya de la vieja.

Bruscamente, lo metió en el tacho, con los alambres ató la tapa, echó más carbón en el brasero, colocó la lata encima, y tomando la pantalla, suavemente, movió el aire para avivar el fuego.

Y sentada allí, la tía Pepa pasó la tarde escuchando los gritos del gato que se cocía vivo.

El gran Guillermito

A pesar de que el dueño de casa lo encañonaba con el revólver, Guillermito, el ladrón, observaba intrigado, sin saber por qué, a la muchacha que se inclinaba sobre el teléfono.

Ella iba a tomar el auricular para pedir le conectaran con la comisaría, y en el preciso instante en que iba a pronunciar el número, el recuerdo se concretó vertiginosamente en la mente del ladrón, y exclamó:

—No llame. Yo soy el que robó el motor eléctrico.

“Fue como si hubiera caído un rayo al pie de los dos”, comentaba más tarde Guillermito.

La jovencita, abandonando el auricular, quedó rígida junto al teléfono; el dueño de casa echó al bolsillo su revólver y balbuceó:

—¿Es posible que sea usted?

“Otro aprovecharía la oportunidad para escapar —decía luego en su propio elogio Guillermito— pero yo me crucé de brazos e insistí:

“—Sí, soy yo el que robó el motor eléctrico. Y ahora, si quieren, llamen a la policía.”

Y el dueño de casa no llamó a la policía, sino a su mujer, y a grandes gritos:

—Justa, Justa, vení a ver al hombre que robó el motor eléctrico. Estaba forzando el escritorio.

La jovencita terminó por reconocerlo. Dirigiéndose a él, lo tomó de los brazos, lo miró fijamente, y dijo:

—Sí..., ahora lo reconozco. Es usted. ¡Ah, mal hombre, dos veces mal hombre! ¡Cuánto nos ha hecho pensar usted!

—Yo me llamo Gustavo Horner —dijo el dueño de casa.

—A mí me llaman Guillermito el Ladrón...

Los dos hombres se examinaban con curiosidad creciente, pero la jovencita sonreía con tanta amabilidad, que Guillermito tampoco pudo contener una sonrisa cuando ella, después de medirlo de pies a cabeza, exclamó:

—Deberían llamarlo Guillermo el Ladronazo, no Guillermito.

La puerta se abrió y apareció la señora Horner. En su prisa por acudir, se había envuelto de mala manera en una salida de baño, y su cara inmensa y amarilla, con el cabello gris revuelto sobre la frente, no trasuntaba placidez, sino energía. Miró al intruso, y exclamó:

—¿Por dónde ha entrado este hombre?...

—Es Guillermito el Ladrón, mamá.

—Aunque sea el Papa, tiene que haber entrado por alguna parte, hija.

—Es el que robó el motor eléctrico...

La señora Horner se cruzó de brazos en el centro de la habitación, y mirando sucesivamente a su esposo, a la joven y al ladrón, exclamó:

—Y con esa estampa se hace llamar Guillermito. Dios y la Virgen me valgan. Véanlo al tal Guillermito. Y los botines hechos pedazos. Pero m’hijo, ¿para qué se dedica a ladrón usted? ¿No le convendría más ser persona honrada? Usted parece un cesante.

A Guillermito no le agradaba que le dieran consejos. En otras circunstancias hubiera mandado al diablo a la señora; pero la mirada de la jovencita, fija en él, lo apaciguaba: algo como el perfume de un encanto doméstico, nuevo para él, penetraba en su conciencia; y la señora Horner, observándolo tan pálido, insinuó:

—¿No quiere un poco de agua de azahar? Usted debe sufrir del corazón. Todos los ladrones mueren cardíacos, se me ocurre.

El señor Horner se había sentado frente a su escritorio y, dirigiéndose a la joven, agregó:

—Sería bueno, Clara, que trajeras un poco de “ese” licor para todos..., y que Guillermito nos contara esa historia del motor...

Clara no se pudo contener. Mirándolo al ladrón exclamó:

—¿Se acuerda qué distinta era?

—¡Oh sí, más baja y flaca!... Ahora está bien...

Clara sonrió. Veía los ojos del ladrón fijos en ella, y esos ojos le decían:

“Me gustaría casarme con una muchacha así como usted.” Y ese pensamiento del hombre inmóvil junto a la ventana semiabierta sobre el negro fondo de la noche removía los escombros de su infancia...

La señora Horner insinuó:

—¿No quiere un poco de azahar? Usted me parece enfermo. Nena, ¿por qué no traés un termómetro? Éste debe ser un ladrón febril.

Guillermito se indignó.

—Señora, yo no soy febril ni nada por el estilo.

—Usted debe estar enfermo...

El señor Horner intervino:

—No le haga caso a mi esposa. Tiene la manía de encontrar enferma a toda la gente.

Clara sonreía, pero la señora Horner insistió:

—Fíjate qué color cadavérico tiene junto al cuello.

—Mamita, no se trata así a las visitas...

—¡Dios mío! No pretenderás que es visita un señor que entra a las doce de la noche a una casa de familia, por la ventana, y con una bolsa de herramientas...

—Sí..., pero él robó el motor eléctrico.

—Y por eso le ofrezco té de tilo, sino llamaba al vigilante...

Clara intervino decisiva:

—Usted, Guillermito, siéntese allí y cuéntenos todo.

—Con puntos y comas —agregó la señora—, porque nos hemos pasado la vida intrigados con usted...

Pero volviendo al tema de su obsesión insistió:

—¡Qué color cadavérico tiene usted, Guillermito! Usted no está bien de salud...

—¿Lo dejará contar o no? —intervino el señor Horner.

—Sí, cuente, Guillermito —reiteró Clara.

El robo del motor

Guillermito, por principio, no robaba jamás en la jurisdicción de su barrio. Vivía en la pieza de un conventillo, trajeaba como un empleado de escaso sueldo, y a los que querían escucharle les contaba que “su tío”, un rico provinciano, le giraba mensualmente una escasa pensión “hasta que encontrara trabajo”.

Lo evidente es que Guillermito no encontraba trabajo jamás, ni pensaba encontrarlo. Guillermito, por principio, no mantenía relaciones con los individuos de su profesión. “Para robar me basto solo”, pensaba, y aunque parezca mentira, el primer principio, sumado al segundo, le aseguraba una vida tranquila, sin aventuras mayores.

Su especialidad era el “descuido”. Alguien vio una vez a Guillermo pedaleando en una bicicleta, y no se le ocurrió que esa bicicleta la había hurtado en un momento de distracción que padeció el estúpido dependiente de una sastrería.

Guillermito conocía varios trucos, y elaboraba un tercer y gran principio que el cronista de esta historia no tiene por qué mantener reservado:

“Para robar se necesita capital.” De allí que la preocupación de Guillermito fuera procurarse una suma de dos mil o tres mil pesos.

Con esa cantidad podía emprenderse un negocio en gran escala.

Sin embargo el ahorro no era una virtud de Guillermito. Guillermito gastaba cuanto ganaba en las carreras; cierto que no jugaba por vicio, sino para ver si conseguía esa cantidad de dinero en un acierto. De esta manera transcurrían los meses y los años.

Si en todo hombre puede descubrirse una aspiración, la aspiración de Guillermito era robar un banco. Hacía mucho tiempo que estudiaba las condiciones en que podía efectuar un trabajo de esta magnitud, pero le faltaba capital.

De allí que, absorbido por la grandeza de sus pensamientos, dejaba pasar los días, y fue en ese período cuando actuó en el robo del motor, que tanta influencia debía tener más tarde en su vida.

En el robo del motor eléctrico, Guillermito contradijo su principio de no robar en el barrio, pero la tentación era demasiado seductora para resistirla. He aquí como ocurrió:

Aquel atardecer estaba Guillermito detenido en la esquina de su casa. Enfrente, en un potrero cercado, giraba una calesita. Guillermito pensaba, serían las seis de la tarde, en qué dirección encaminar sus pasos, cuando ocurrió el suceso extraño.

El hombre de la calesita, subido a un cajón, les alcanzaba a los chicos una especie de pera de madera de la cual ellos trataban de quitar la sortija. El ladrón observaba esto sin darle mayor importancia, cuando el hombre levantó los brazos hacia arriba, y luego se desplomó.

La calesita continuó girando, los chicos se lanzaban de ella y hacían un círculo en torno del caído. Guillermito cruzó corriendo la calzada, y ya no le quedaron dudas. El desconocido había muerto repentinamente, mientras que la tarantela del órgano continuaba haciendo pasar sus sonidos desmochados. Fue en ese instante cuando, buscando con los ojos el caballo, descubrió que la calesita no era de aquellas antiguas, accionadas por un penco vendado, sino que su dueño, posiblemente influenciado por las corrientes del progreso del siglo, había sustituido la tracción a sangre por un motor eléctrico, cuya llave se apresuró a levantar el ladrón. Guillermito, de una mirada, descubrió la mercadería susceptible de ser robada: el motor.

Reservó para sí mismo su alegría, y se incorporó al grupo de vecinos, al que ahora también se había agregado un vigilante. Poco después llegaba la Asistencia Pública y Guillermito comprendió que es más fácil establecer cuáles son las causas por las que ha dejado de existir un hombre que devolverle la vida.

El practicante, un joven engominado, revisó el cadáver y diagnosticó fallecimiento por la rotura de una angina.

Guillermito se solidarizó con todos los lugares que se creían obligados a exteriorizar los vecinos, y luego se fue alegremente a tomar el fresco a otra parte, porque no hay nada que reconcilie tanto con la vida como la muerte de un prójimo que ya no disfrutará las bellas cosas que nosotros continuaremos mirando.

Por la noche, Guillermito fue a una sesión de cine, donde aprendió que en la Tierra de los Sueños los buenos son recompensados y los malos castigados, y convenientemente edificado, salió a la calle resuelto a poner en práctica sus planes, que eran simples y claros: robar el motor eléctrico de la calesita.

A las dos de la madrugada, Guillermito estaba en pleno trabajo. Sin ninguna dificultad escaló el alambrado del potrero, levantó la lona de la calesita; llevaba un destornillador, una bolsa y una llave inglesa. En tres minutos destornilló los bulones del motor, lo embaló en la bolsa, y rápidamente cruzó la calle. Sentíase satisfecho porque había trabajado con éxito, y su rostro estaba humedecido. Aunque Guillermito no había leído los Evangelios, estaba seguro de haberse ganado el pan con el sudor de su frente, y esa noche durmió con el sueño tranquilo y largo de los justos.

Al día siguiente vendió el motor a un buen hombre cuya finalidad en la vida era ser dueño de un gran comercio de artefactos eléctricos y sanitarios. Pero aquella mañana, para desdicha de Guillermito, resultó pertenecer al día sábado, y los días sábados el ladrón no podía olvidarse que se corrían carreras en La Plata.

Tuvo una suerte extraordinaria en haber sacado boleto de ida y vuelta. De no proceder así, hubiera tenido que venir a pie desde La Plata a Buenos Aires.

Pensó entonces en la calesita, pero allí no quedaba nada digno para robar. Por los caballos de madera no existían interesados. Guillermito se refugió estoicamente en su cuarto y durmió desde la noche del sábado hasta la mañana del lunes.

El lunes a la mañana se levantó con la cabeza despejada y el entendimiento rápido y flexible para cualquier golpe de mano. Sentía en el cuerpo ese cosquilleo suave que tan perfectamente conocen los ladrones cuando se sienten a punto de lanzarse a la busca de “trabajo”.

Aparecen Clara y una encargada

No era con fines altruistas que la viuda Demetria alquilaba un conventillo, cuyas habitaciones realquilaba a treinta desdichados con mujer o sin ella. La viuda Demetria cuidaba sus intereses con una furbería de garduña. Era grandota, cariancha, dulzona y feroz. Su ostensible preocupación giraba con preferencia en torno a las purezas de las muchachas. A todas las chicas que se ponían a su alcance les recomendaba que fueran castas y virtuosas, y para que no tuvieran oportunidad de dejar de serlo, trataba de enzarzarlas en noviazgos fantásticos. Por lo que se entiende era una vieja casamentera y descarada.

Sin embargo estaba preocupada. La muerte repentina del dueño de la calesita le había dejado por herencia en el cuarto número 7 a una chiquilla de catorce años, Clarita.

La viuda masculló muchos proyectos en los días que sucedieron a la muerte del progresista dueño del aparato, que no hacía un mes vendiera el caballejo que hacía girar el tío-vivo, para substituirlo con un motor eléctrico. Pero pasaba algo curioso. El dueño de la calesita había leído en su juventud el “Diccionario Filosófico” de Voltaire, y su obsesión era el progreso. De haber podido poner en marcha la calesita con rayos ultravioletas se hubiera considerado el hombre más feliz del planeta.

La muerte tronchó su carrera científica. Quedaba allí una calesita con motor, y la viuda no olvidó. Más aún, con su sagacidad de casamentera intrigada, le dijo a Clarita, después que el calesitero hubo sido enterrado.

—Hijita, lo que podés hacer es ponerte al frente de la calesita de tu padre y atender el negocio, hasta que encuentres un hombre honrado que te conduzca al tálamo. (La viuda era aficionada a las palabras difíciles porque su esposo había sido tenedor de libros y la introdujo en la vida social —de los periódicos, por supuesto— de la que era un gran admirador.)

Clarita derramó lágrimas, pero la implacable viuda continuó:

—Si yo fuera millonaria te nombraría secretaria, y posiblemente te casarías con el agregado de una embajada, que son hombres todos elegantes y de caché—, pero así, hijita, yo no te puedo mantener... A fin de mes caduca el alquiler, de manera que es cien veces preferible que antes de trabajar de sirvienta y correr peligro tu virtud a manos de muchachones holgazanes, atiendas la calesita.

Esto explica que la mañana del lunes, la señora Demetria, en compañía de la huérfana, abriera la puerta de la calesita en el preciso momento en que Guillermito el Ladrón salía con la nariz enarbolada del pórtico del conventillo, como un podenco que husmea caza.

Guillermito se detuvo perplejo ante el espectáculo de una chica que salía llorando de la calesita, mientras que una señora gorda accionaba junto a ella levantando los brazos al cielo.

Guillermito se tenía por hombre bien educado, de modo que cruzó la calzada y, una vez frente a la viuda, exclamó:

—¿Qué le pasa, señora, le han faltado al respeto?

En otras circunstancias, la viuda, frente a un comedido, se derritiera en agasajos, pero ahora exclamó hirviendo de indignación:

—Lo que pasa es que un sinvergüenza se ha robado el motor.

Un inocente palidecería; Guillermito se llevó una mano a la frente, y exclamó:

—Con razón que la otra noche torearon tanto los perros. Y yo me decía: “Debe ser algún atrevido que anda haciendo picardías.” ¡Lo que son los presentimientos! Veo que no me he equivocado. Lo mejor que puede hacer, señora, es presentar su queja a la seccional. El comisario es muy atento.

La viuda prosiguió lastimeramente:

—Yo no diría nada si esta pobre chica fuera rica, pero ¡ay, Dios! ha muerto el padre y me queda de clavo a mí en la pieza, una pieza que ni fianza tiene, ni mes adelantado, señor, y para colmo le roban el medio de vida, el único medio científico.

Guillermito quedó sorprendido. Examinaba a Clara, y mientras la viuda charlaba, él se decía:

“Realmente no está bien lo que he hecho. ¡También esta gente! ¿Por qué le pone un motor eléctrico a su calesita?”

Por fin, la señora Demetria desapareció en compañía de la huérfana. Guillermito quedó preocupado. No le gustaba ser responsable de ciertas cosas.

El secretario de redacción

Aunque Peter ocupaba el cargo de secretario de un diario de la tarde, no dejaba jamás de dar su vuelta por el diario durante la noche. Sobre todo cuando trasnochaba. Este sistema tenía la virtud de impedir que los fotógrafos y redactores de guardia se fueran a dormir a sus casas.

Aquella noche llegó al amanecer al diario. Serían las tres y el telefonista de guardia aprovechó la llegada de Peter para dejar de dormir. Habían llamado dos veces por teléfono, pero él era un hombre de sistema y no atendía el teléfono a esas horas. La llegada del secretario lo espabiló, y el teléfono llamó por tercera vez. Esta vez el muchacho conectó la línea con el redactor de policía, pero como de policía no contestaban (¡y debían contestar!), y como por otra parte ya había tenido varias cuestiones con el redactor de la sección, le produjo suma complacencia desconectar la línea de policía y ligarla a la secretaría de redacción. De este modo se enteraría el secretario cómo cumplían la guardia ciertos redactores.

Peter atendió el teléfono, y escuchó:

—Señor, soy un vecino de este barrio. Hace unos días se robaron un motor de la calesita, y esta noche, hace media hora, la calesita se ha puesto en marcha sola. La música del órgano ha despertado a todo el barrio. Mande fotógrafo.

—Es decir, han puesto otra vez el motor en su sitio —preguntó Peter, chupando su cigarrillo.

—Así es, señor... Y la dueña de la calesita es una chica sin padre ni madre.

—¿Quiere darme la dirección, señor?

Peter anotó la dirección. Peter no era un hombre que había llegado al cargo de secretario de redacción por su linda cara. Instantáneamente comprendió lo que ocurría. El ladrón que había robado el motor se compadeció de la huérfana. De allí que restituyera lo robado.

Peter se levantó, buscó al redactor de guardia y no lo encontró. El fotógrafo dormía. Lo despertó. Como de costumbre, no tenía la máquina cargada de placas, y Peter tuvo que esperar. Luego bajaron, tomaron un auto y se dirigieron al barrio donde la calesita “caminaba sola”.

Final

Al llegar a esta parte del relato, la señora Horner interrumpió a Guillermito.

—¿Usted devolvió el motor?

—Sí, después que la viuda se marchó quedé preocupado. Estaba bien que fuera ladrón, pero no me hacía ninguna gracia robar a una chica. Esa misma tarde fui a verlo al comprador del motor y le pedí que me lo devolviera. Se negó. Entonces lo amenacé con denunciarlo a él como “reducidor” y a mí como ladrón. Me vio decidido, y no le quedó otro remedio que aceptar. Por la noche coloqué el motor, y en ese mismo momento se me ocurrió ponerlo en marcha, para provocar el gran escándalo. Luego avisé al diario. Yo sabía que estos barullos gustan a los diarios de la tarde. Y no me equivoqué: hasta los diarios de la mañana se ocuparon del asunto.

El señor Horner interrumpió en aquel instante:

—¿Y por qué quería usted que los diarios se ocuparan?

Guillermito hizo un gesto vago.

—No sé..., fue algo que se me ocurrió en ese momento. Me pareció que sería para bien de la señorita Clara...

—Y sí fue para bien —agregó la señora Horner—. ¿Te acordás, Carlos? —dijo dirigiéndose a su esposo.

—Nosotros leimos la noticia. Nos pareció mentira. Pero resolvimos ir para enterarnos.

—Fue mucha gente esa tarde —continuó Guillermito—. Todos querían ver la calesita. Yo estaba en la puerta de mi casa cuando ustedes llegaron en auto.

—¿Usted vio cuando le hablamos a Clarita?

—Sí, y vi también cuando la hacían subir al automóvil y se la llevaban.

—Como teníamos hijos, resolvimos adoptarla. Y nos ha salido una hija que es toda una señorita.

Clara sonreía escuchando a sus padres adoptivos. Y todo había sucedido por obra y gracia de ese ladrón que estaba allí, frente a ellos, sentado tranquilamente y fumando su cigarrillo. Lo miró largamente a Guillermito, y dijo:

—Si usted no hubiera provocado ese escándalo, vaya a saber lo que sería de mí. Por usted conocí a mis padres...

—El que estuvo bien fue el director del diario —objetó Guillermo—. Le publicaron retratos en todas las posiciones, en la puerta de la calesita, frente al motor, hasta el motor lo retrataron... A la fuerza tenía que encontrar unos padres.

De pronto el señor Horner se puso de pie. Miró al ladrón y le dijo:

—Bueno, yo creo que es hora que usted también deje de robar y piense en trabajar.

Clara sonrió.

—Sí; usted, Guillermito, tiene que trabajar. Basta de robar ahora, ¿eh?...

Guillermito nuevamente pensó:

“Con una muchacha así me gustaría casarme.”

Y entonces, sonriendo despacio, como acostumbraba él, dijo:

—¿Y dónde voy a trabajar? ¡Tengo que encontrar empleo!

Y mientras hablaba, la miraba a los ojos a Clara, y ella no desviaba la mirada de él, sino que lo penetraba en sus intenciones. Entonces la muchacha insistió:

—Tiene que prometernos que no volverá a robar...

El señor Horner, detenido frente a su escritorio, examinaba largamente a Guillermito, y terminó por decir:

—¿Se animaría a trabajar en el puerto?

—¿Cargando bolsas?

—No, amontonando la carga y descarga...

Guillermito se puso también de pie, miró la biblioteca cargada de libros; la señora Horner, que ahora no le encontraba ese color cadavérico del primer momento, dijo:

—¡Cómo no! Yo creo que serviría.

Clara sonrió. Acercándose a él, dijo:

—Usted me hizo un gran bien. Yo creo que puedo serle útil a usted como en otros tiempos lo fue usted para mí. Va a ver cómo trabajando su vida cambia. Usted es bueno, Guillermito.

—Es lo que me decía una vez de pasada un comisario cuando me interrogaba: “Usted es bueno, Guillermito”..., pero me mandó preso.

Entonces todos se miraron y se echaron a reír. Guillermito cerró los ojos y le pareció ver pasar ante sus ojos un panorama de felicidad y, vacilante, preguntó:

—¿Y cuándo puedo ir a trabajar al puerto?

El señor Horner se restregó las manos.

—Si le parece, mañana a la una.

La señora Horner se puso también de pie. Tenía que colocar su frase y no le falló:

—Mañana puede venir a cenar con nosotros, Guillermito. Usted está muy flaco. Tiene que comer buenos platos de ravioles y tallarines. De paso nos contará sus aventuras.

Y así es como Guillermito, el gran Guillermito, como se le llama en las agencias de navegación, se inició en la vida honesta. No es ninguna gracia decir que dos años después se casaba con Clara. Pero ésta es otra historia que queda para alguna otra vez.


(Mundo Argentino, 18 de enero de 1933)

El hombre del turbante verde

A ningún hombre que hubiera viajado durante cierto tiempo por tierras del Islam podían quedarle dudas de que aquel desconocido que caminaba por el tortuoso callejón arrastrando sus babuchas amarillas era piadoso creyente. El turbante verde de los sacrificios adornaba la cabeza del forastero, indicando que su poseedor hacía muy poco tiempo había visitado la Ciudad Santa. Anillos de cobre y de plata, con grabados signos astrológicos destinados a defenderle de los malos espíritus y de aojamientos, cargaban sus dedos.

Abdalá el Susi, que así se llama nuestro peregrino del turbante verde terminó por detenerse bajo el alero de cedro labrado de un fortificado palacio, junto a una reja de barras de hierro anudadas en los cruces, tras la cual brillaba una celosía de madera laqueada de rojo. Junto a esta reja podía verse un cartelón, redactado simultáneamente en árabe y en francés:

Se entregarán 10.000 francos a toda persona que suministre datos que permitan detener a los contrabandistas de ametralladoras o explosivos.

EL ALTO COMISIONADO

No bien el piadoso Abdalá terminó de leer esta especie de bando, cuando al final de la calle resonaron los gritos de un pequeño vendedor de periódicos italiano:

—¡La renuncia de Djamil! iMardan Bey, primer ministro! ¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro!

Abdalá el Susi movió, consternado, la cabeza. Pronto comenzaría el terror. Pronto chocarían nuevamente extremistas y moderados. Alejóse lentamente del cartelón, pegado junto a la celosía roja, diciéndose:

"No sería mal negocio pescar los diez mil francos". Evidentemente, alguien estaba sembrando la campaña siria de ametralladoras livianas, que el diablo sabía de dónde brotaban. Un consulado de Damasco no era ajeno a esta infiltración. Por su parte, él, Adbalá el Susi, no creía absolutamente en nada, ni en la peregrinación a La Meca, ni en los anillos astrológicos ni en el turbante verde. Las luchas de nacionalistas y moderados le resultaban una estupidez. No tenía finalidad cambiar de amo: Llegado el momento, todos golpeaban a la cabera con la misma frialdad. Lo importante era vivir y vivir sin hacer nada, bajo ese hermoso cielo africano. Con diez mil francos podían hacerse muchas cosas…

Nuevamente volvió la cabeza con disimulo. Nadie le seguía y ello le regocijó, porque su conciencia no estaba sumamente tranquila.

Su conciencia no se encontraba sumamente tranquila porque él había vivido en las más diversas regiones de África. Claro está que él no podía confesar desde el alto de un alminar cuáles eran los motivos que le indujeron hacía tres años a refugiarse en plena selva congolesa, donde muchos meses vivió penosamente, alimentándose con carne de elefante. Tampoco podía decir qué era lo que buscaba en los alrededores de Dahomey, donde se le vio atracarse como un miserable de horribles gusanos fritos o indigestarse de langosta seca en las puertas mismas de Fez, o pasearse como un cadí prevaricador por las calles de Túnez en un automóvil flamante.

Su existencia había sido variada y culposa. ¡Hasta llegó a ser miembro de una banda de ladrones de elefantes!

Ahora el decente turbante verde que adornaba su cabeza, la escrupulosamente limpia chilaba que con hacendosos pliegues revestía su flaco cuerpo, la renegrida barba que le caía sobre el pecho indicaban que Abdalá el Susi era un musulmán devoto, que no solo había cumplido con su peregrinación a La Meca, sino que también era muy probable que disfrutara de ciertas rentas.

Y efectivamente, las rentas de que Abdalá el Susi disfrutaba eran el producto de un robo de alhajas cometido en El Cairo, en perjuicio de una gorda y estúpida turista americana. Estas alhajas habían sido vendidas a un judío del ghetto de Tetuán; su propietaria no las encontraría jamás, mientras que él, Abdalá el Susi, con el producto de aquel robo podría aún vivir tres meses, sin necesidad de cometer ningún acto de violencia o astucia.

De pronto el tortuoso callejón se abrió como el tubo de un embudo en una plazuela, entoldado por el follaje de una vid. En el centro de este zoco se veía una fuente; el suelo, de puntiaguda piedra, estaba cubierto de sombras movedizas, y más allá, bajo un inmenso toldo amarillo, junto a un muro encalado, se abría la arcada de un café musulmán.

Sillas esterilladas invitaban a reposar. Siempre con paso grave llegó Adbalá el Susi hasta el toldo amarillo, y con respetable talante se instaló en un sillón, cruzándose de piernas. Encendió un cigarrillo y golpeó las manos. Un mofletudo muchacho con bombachas anaranjadas y un fez rojo, se detuvo frente a él; el Susi pidió café y luego comenzó a meditar.

Un imbécil, por ejemplo, se presentaría ahora mismo en la Alta Comisaría de Dimisch esh Sham para solicitar autorización al Alto Comisionado para descubrir a los contrabandistas, y los porteros y los covachuelistas de la Alta Comisaría, simultáneamente, en sus casas, en el café, en el mercado, dirían:

—Por fin se ha presentado un musulmán prudente que va a intentar descubrir a los contrabandistas de ametralladoras.

Y este musulmán prudente, como es lógico, antes de descubrir nada, moriría cualquier noche con el cuerpo hecho una criba de tiros y puñaladas. No, no, no. Abdalá el Susi no cometería ninguna de estas tonterías. Primero descubriría a los contrabandistas si podía y luego vería al Alto Comisionado.

El Susi echó, la mano al bolsillo interno de su chilaba y extrajo un periódico de la mañana.

"Es evidente —decía el articulista— que los contrabandistas se valen de un nuevo medio para sacar fuera de las murallas de la ciudad las ametralladoras y los proyectiles.

"Hasta ahora, inútilmente han sido registrados los automóviles, los ejes de los carros, las más mínimas cargas que transportaban los bueyes, los camellos, los mulos y los campesinos. Todo aquel que sale fuera de las puertas de Dimisch esh Sham llevando el más insignificante paquete en sus manos está seguro de ser registrado. Todas las viviendas cuyas ventanas se abrían sobre las murallas habían sido desalojadas, las casas clausuradas y las ventanas tapiadas. Sin embargo, de la ciudad continúan saliendo respetables cargas de proyectiles para ametralladoras no solo livianas, sino pesadas, que se distribuyen entre los bandidos de la campina."

Por supuesto, "los bandidos" eran los líderes nacionalistas extremistas, que luchaban activamente, organizando a los campesinos para la próxima revuelta.

Un gandul se detuvo en la boca del zoco junto mismo al arco de la fuente y comenzó a gritar:

—¡La renuncia de Djamil! ¿Mardan Bey, primer ministro!

Abdalá el Susi, parsimoniosamente, volvió a doblar el periódico en ocho dobleces y se lo guardó entre el pecho y la chilaba. Su mirada, cargada de melancólica dulzura, volvió a posarse, complacida, sobre el arco encalado que se abría sobre una callejuela techada y tan estrecha que parecía un túnel enfardado de sombras azules.

De pronto, en lo alto de un alminar revestido de azulejos amarillos y negros, se vio recortarse la silueta de un hombre. El hombre del alminar, apoyándose en el antepecho sobre el vacío, gritó:

—Dios es grande. Yo atestiguo que no hay más que un Dios. Yo atestiguo que Mahoma es el Profeta. Venid a la oración. Dios es grande y único.

Precipitadamente, Abdalá el Susi abandonó su cómodo sillón de esterilla y, cayendo sobre sus rodillas en las ásperas piedras, se inclinó en dirección hacia La Meca, con los brazos extendidos delante de su cabeza, mientras pensaba:

—Me disfrazaré de Taleb.

Algunos días después de estas pacientes meditaciones podíamos encontrar a Abdalá el Susi sentado sobre una esterilla a la sombra del arco de ladrillo que forma la puerta de Sab el Estha. Frente a él, en una pequeña mesa laqueada de rojo, se veían algunos coranes forrados de pieles teñidas de diferentes colores, y a otro costado algunos pliegos de pergamino auténtico, con pequeñas bolsas de cuero rojo encima.

—Llevad un versículo del Corán, que os libra de enfermedades, falsos testimonios, aojamiento, muerte de ganado…

De tanto en tanto un campesino se acerca a Abdalá el Susi, y Abdalá el Susi escribe en un pergamino, con gruesos caracteres, un versículo del Corán, lo introduce en la bolsa de cuero rojo y se lo entrega al campesino que deja caer algunos cobres sobre la mesa.

—No te apartes nunca de él —le dice el Susi—. Tu ganado se multiplicará.

Mientras habla, el Susi no pierde de vista ni una sola de las personas que entran o salen por la puerta de Bab el Estha.

Yuntas de bueyes y rebaños de carneros pasan frente a sus ojos, vendedores con los pellejos de cabra repletos de aceite, campesinas con pilastras de carbón amarradas por juncos a los sobacos, barberos que se dedican a sangrar. Al lado mismo de Abdalá el Susi se instala un freidor de buñuelos que, de tanto en tanto, frente a la asombrada mirada de los queseros y floristas, arroja por los aires todos los buñuelos que contiene una sartén y luego los recoge sin perder uno. El mismo Abdalá el Susi está asombrado de no recibir una salpicadura de la nauseabunda grasa que utiliza el tunecino.

Con las piernas cruzadas sobre su esterilla, grave el talante y pensativa la mirada, Abdalá el Susi ve llegar los camellos agobiados bajo tremendas cargas con grandes manchones de alquitrán en su piel, para defenderlos de la sarna; pasan los cadíes de las tribus, en visita de ceremonial al Alto Comisionado, revestidos por magníficos albornoces escarlatas.

Pero si es fácil la entrada por la puerta, la salida es difícil. Todo aquel que lleva un bulto, un paquete o una carga es revisado implacablemente por los soldados de capa azul. Inútiles son las protestas de los campesinos, de los turistas. Para registrar a las mujeres de éstos, en una garita tras la puerta de ladrillo hay dos empleadas de policía.

Un día, irónicamente, un soldado le dice a otro:

—Los contrabandistas van desnudos.

Y ambos se ríen de la guasada.

El que no se rió fue Abdalá el Susi.

Con la frente grave bajo su turbante verde, el ex ladrón de elefantes medita envuelto en las nubes de polvo que levanta el ganado al entrar.

Conoce a todos los bribones de los alrededores. Ha identificado al entregador de una banda de asaltantes. Ha reconocido a un estafador inglés que se pasea jactanciosamente con un bastón de bambú y un casco de corcho. Pero él no está allí para ocuparse de bagatelas.

La frase de los dos soldados de capa azul continúa girando en su cerebro: "Los contrabandistas van desnudos": Claro que es una burla. Pero una burla que no carece de sentido común. Al único hombre a quien los soldados jamás registran, jamás miran, es al mendigo miserable, que con algunos harapos sobre sus riñones, mostrando los huesos bajo la piel amarillenta o llagada, pasa extendiendo su mano. El único hombre a quien los soldados no registran es al hombre desnudo. Al mendigo de los aduares, que con el belfo colgante, la mirada extraviada, sentado junto al suelo, pasa frente a todos, con la pobreza de su repulsiva desnudez a la vista de todos. Pero Abdalá el Susi no deja descansar su pensamiento.

Repite: "Los contrabandistas van desnudos". Porque es evidente que un hombre desnudo no puede ocultar una ametralladora, a menos que haya encontrado un procedimiento para tornar invisible la ametralladora, y este procedimiento no existe.

Pasan las yuntas de bueyes y los rebaños de moruecos, y las cabras saltarinas, y las carboneras del valle, y los campesinos de la vega, y los cadíes envueltos en sus magníficos albornoces escarlatas, con los bordes revestidos de una trencilla de oro, cantan los muezines a la hora eterna el pregón de la oración, y hace bailar el buñuelero sus buñuelos en la sartén, y Abdalá el Ladrón está allí, sentado sobre su polvorienta esterilla amarilla, repitiéndose por milésima vez.

—¿Cómo puede un hombre desnudo pasar de contrabando una ametralladora sin que se le descubra?

De pronto, el hombre del turbante verde levanta la vista. Es la tercera vez que, frente a sus ojos, pasa ese mendigo, desnudo casi, montado en un borriquillo que apenas se puede mantener en pie. El mendigo tiene la cabeza arrollada en un trapo, y los restos de un pantalón, y el pecho desnudo.

Siempre que este andrajoso entra por la mañana, sale por la tarde, acompañado de algún otro mendigo, tan haraposo como él, tan desnudo como él.

—Estos son los hombres que pueden llevar las ametralladoras de contrabando —le dice Abdalá al teniente francés, que, detenido frente a él, escucha su hipótesis.

—Verás —asegura Abdalá—. Esta tarde, antes de que cierren las puertas de la ciudad, ellos saldrán, los dos desnudos, montados en su borriquito con una ametralladora de contrabando. Y no te extrañes, teniente, si es una ametralladora pesada.

El teniente Levil se aleja de la puerta de Bab el Estha, sonriendo escépticamente. Pero no faltará a su palabra. Esta tarde, con algunos hombres, estará allí para hacerle el juego a ese endiablado sujeto del turbante verde.

Efectivamente, a la caída del sol, el pordiosero que entró semidesnudo a la ciudad montado en un borriquillo, viene acompañado de otro mendigo, también semidesnudo, montado en un borriquillo.

Los dos vagabundos llevan sus pies arrastrando junto al suelo, el cuerpo inclinando sobre el cuello de sus borriquillos sarnosos, un harapo caído sobre la espalda.

El teniente Levil se acerca a Abdalá el Ladrón y le dice:

—Allí están tus hombres.

Entonces, Abdalá el Susi se incorpora de un salto, se acerca a uno de los dos pordioseros y de un puñetazo trata de derribarlo del borrico. El viejo que recibe el puñetazo de Abdalá no se cae del borrico, se inclina a un costado, y permanece allí inerte, mientras que el otro trata de escapar, pero es sujetado por los hombres del teniente Levil.

Entonces Abdalá el Susi le dice al teniente:

—Mira. Han atado a un muerto al borrico. Dentro del pecho del muerto viene oculta una ametralladora.

Y corriendo un andrajo muestra un largo corte en el pecho del cadáver robado.

El incendiario

El comerciante observaba al desconocido de anteojos negros que se paseaba por su escritorio con las manos tomadas atrás. El comerciante estaba ante un dilema, y su perplejidad se tradujo en estas palabras:

—Lo que yo no comprendo es cómo usted puede provocar un incendio sin utilizar aunque sea unos simples fósforos.

El desconocido, que se había detenido frente a un mapa de rutas marítimas, no se dignó volver la cabeza, pero respondió:

—Un fósforo sería suficiente para hacerlo encarcelar al autor del incendio. La policía o los químicos a su servicio encontrarían entre los escombros del siniestro las piezas del “mecanismo de tiempo” que se hubieran utilizado para cometer el atentado. Analizando las cenizas, descubrirían los líquidos inflamables que se habían empleado. Mi procedimiento es nuevo, enteramente nuevo, ¿comprende usted?

El comerciante insistió:

—Ésa es la razón que me tiene intrigado. ¿Cómo se las compone usted?

El desconocido replicó groseramente:

—Mi procedimiento me permite cobrar el 10 por ciento de la prima que los fabricantes defraudan a las compañías de seguros. ¿No pretenderá usted que le explique mi secreto?

El comerciante volvió a la carga.

—¿Usted puede provocar un incendio en el establecimiento de cualquier industria?

El incendiario arrancó una hoja del almanaque y la dobló en cuatro.

—No, en cualquier industria, no..., pero en ciertas fábricas, sí. Su fábrica está incluida entre las que yo puedo incendiar sin dejar rastros.

—¿Sin utilizar ningún mecanismo, ni cortocircuito, ni fósforos, ni cómplices?

—Sin utilizar absolutamente a nadie. Mágicamente, por decirlo así, se producirá el incendio. Usted cobrará su prima y me pagará el diez por ciento. ¡Ah!, y una advertencia: para mayor seguridad de su parte, me conviene que su fábrica esté convenientemente vigilada por un severo cuerpo de serenos.

—¿Sabe que todo eso es extraordinario?

—Me lo han dicho otros.

El comerciante se puso de pie. Luego:

—Venga esta noche a cenar a mi casa. Cerraremos el negocio.

El incendiario inclinó la cabeza y salió.

Este diálogo ocurrió más o menos a comienzos del año 1936. Al principiar el año 1937, en la gerencia de la Compañía de Seguros Intercontinental podíamos asistir a esta conferencia, que se desarrollaba entre el presidente de la compañía, míster Duald, el gerente Honorio Louis y el jefe de estadística de la compañía, Calixto Laguardia. Tenía la palabra el jefe de estadística:

—Este año pasado podemos registrar cuatro incendios importantísimos por sus características, cuyos seguros hemos debido pagar a pesar de estar convencidos de que han sido criminalmente provocados.

Míster Duald, que era un hombre frío, chupó su habano y comentó:

—Muy interesante.

El jefe de estadística continuó:

—Estos cuatro incendios ofrecen particularidades semejantes, que consisten:

“1°. Se producen en depósitos o fábricas que manipulan substancias inflamables de lícito uso industrial, y en locales donde nuestros reglamentos no autorizan la existencia de instalaciones eléctricas, cuyos cortocircuitos podrían provocar una deflagración. Las investigaciones policiales demuestran que esos lugares estaban tan estrictamente vigilados, que de todo punto era imposible que un hombre penetrara para provocar el siniestro.

”2°. En las cuatro fábricas donde se ha producido el incendio, éste ha estallado en depósitos o locales de planta alta; nunca en subsuelos o sótanos.

”3°. Estos cuatro incendios han estallado entre 11.30 y 12.30 del día.

”4°. Dichos incendios se han producido después de una temporada lluviosa.”

El gerente Honorio Louis interrumpió muy acertadamente:

—¿No pretenderá usted que es la lluvia la que provoca los incendios?

Mister Duald no sonrió. Escuchaba atentamente interesado al jefe de estadística.

El jefe de estadística prosiguió:

—He reunido esta suma de hechos no para llegar a la conclusión de que la lluvia o las nubes pueden provocar un incendio, lo cual sería disparatado, sino para demostrar que la existencia de unas repetidas particularidades semejantes revela la existencia de una industria del incendio y de un criminal; fíjense, de un criminal que trabaja aislado al servicio de comerciantes, cuyos beneficios se multiplican fraudulentamente mediante la cobranza del seguro.

El gerente y el presidente de la compañía escuchaban atentamente al jefe de estadística. Éste continuó:

—En cuatro casos existe la semejanza de la hora, la semejanza de las aparentes precauciones para evitar el siniestro, la identidad de circunstancias climatéricas, lo parecido del paraje como foco del incendio. Más aún: sostengo lo siguiente: hace tres meses que no llueve, pero hoy tenemos cielo nublado, y seguramente esta noche o mañana a más tardar tengamos lluvia. Propongo al señor presidente de la compañía que mañana se presente en la división de Investigaciones Criminales y solicite la detención del primer dueño de fábrica asegurado en esta compañía y en cuyo establecimiento estalle un incendio el primer día despejado después de las lluvias. ¡Más aún: el incendio, no sé en dónde, pero estoy seguro que se producirá, estallará entre 11.30 y 12.30 del día!

Mister Duald, después que el jefe de estadística tomó asiento frente a su escritorio, respondió:

—Creo que ha propuesto usted una medida razonable. —Y dirigiéndose ahora al gerente:— ¿Qué opina usted?

El gerente no estimaba al jefe de estadística, pero tampoco entraba en su táctica el derrotismo sistemático. Respondió:

—Creo que conviene seguir ese procedimiento. Realmente, las circunstancias que enumera el señor jefe de estadística son raras.

Mister Duald quiso interrogar al jefe de estadística.

—¿Usted cree haber llegado a imaginar el procedimiento que utiliza el incendiario para producir el incendio?

—Sí.

—¿Puede comunicárnoslo?

—Por el momento, no.

El día 10 de marzo se iniciaron las copiosas lluvias que provocaron inundaciones en los suburbios de la capital. Mister Duald, en compañía del jefe de estadística, se dirigió a la división de Investigaciones Criminales y plantearon el caso al inspector Del Sacco.

El inspector Del Sacco no creía en teorías, pero frente al matemático escalonamiento de hechos que le planteó el jefe de estadística, no pudo menos que afirmar:

—Yo creo que usted lleva una parte de razón. Esos cuatro incendios son demasiado raros para que no exista la posibilidad de que vuelva a producirse uno semejante. Si cuando cesen estas lluvias se produce un siniestro encuadrado dentro de las características que usted nos ha dado, detendremos al hombre, y el hombre confesará. —Después de un intervalo de silencio:— ¿Cuál es su teoría respecto al procedimiento que usa el incendiario?

El jefe de estadística sonrió y dijo:

—Prefiero no hablar de eso.

El inspector Del Sacco se puso de pie. Sus visitantes se marchaban. Estaba seguro ahora de que no recogería el honor de la investigación, pero él cumpliría con su obligación.

Cuatro días después apareció el cielo despejado, y el presidente de la compañía, Mr. Duald, pudo comprobar que el jefe de estadística no se había equivocado. A la una de la tarde recibía una comunicación telefónica. En el distrito nueve, junto al río, en una importante fábrica de barnices y pinturas, había estallado un incendio acompañado de tremendas explosiones. La primera explosión había ocurrido a las 12; la segunda a las 12.15, y de la fábrica no restaba sino un montón de escombros. El dueño del establecimiento había sido detenido y se le condujo a la oficina del inspector Del Sacco, donde le aguardaba también el jefe de estadística. Éste, después que los polizontes salieron, se dirigió al dueño de la fábrica y le dijo:

—Deme inmediatamente la dirección del hombre que instaló una claraboya de cristales en su fábrica.

El inspector Del Sacco no necesitó más para darse cuenta de que el jefe de estadística había puesto el dedo en la llaga. El fabricante de pinturas y barnices quiso afectar que ignoraba lo que pretendían preguntarle, pero el inspector no le permitió continuar la comedia. Era necesario que él también tuviera su parte en la investigación; tocó el timbre y se presentaron dos mocetones. Del Sacco les señaló al acusado y dijo:

—No lo traigan hasta que no haya confesado la dirección del hombre que instaló una claraboya de vidrios en su fábrica.

El acusado comprendió que le tratarían violentamente. Él era hombre de negocios, no de interrogatorios. Especuló y había perdido. Hizo un gesto y dijo:

—Se llama Gunther. Tiene un taller de vitraux en la calle 7. El inspector Del Sacco insistió:

—¿Y cómo produjeron el incendio en su fábrica?

—Yo no sé.

Intervino el jefe de estadística:

—No lo interrogue, porque él no sabe cómo se ha producido el incendio. Debemos detener al incendiario. Salgamos.

Ya en el automóvil, el inspector Del Sacco exteriorizó su admiración.

—La investigación que usted ha realizado es notable. Dígame, ¿cómo se las compuso? Porque yo aún no entiendo una palabra de este asunto.

El jefe de estadística se explicó:

—El incendiario entraba en relaciones con dueños de fábricas que se encontraban ante dificultades económicas y les proponía el negocio del incendio, garantizándoles la más absoluta impunidad y de consiguiente el cobro del seguro. Una vez tratada la operación, el incendiario esperaba que se produjeran días nublados, y, aprovechando ese período en que el cielo está oscurecido, es decir, aprovechando la falta completa de sol pero no de luz, instalaba en el techo del lugar más expuesto a incendios de la fábrica una claraboya de vidrios.

El inspector Del Sacco no pudo contenerse:

—¿Qué relación guardan las nubes y la claraboya de vidrios?

El jefe de estadística no se impacientó.

—El incendiario instalaba una claraboya de vidrios redondos, pero uno de los cristales, fíjese bien, era un poderoso lente de aumento. ¿Usted habrá visto a los chicos jugar con pequeños lentes de aumento, concentrando los rayos del sol y encendiendo un cigarrillo? Usted sabrá que con lentes cóncavos Arquímedes incendió una escuadra que sitiaba a Siracusa. Pues bien: nuestro hombre...

—¡Formidable! —exclamó Del Sacco—. Ahora ya todo está claro.

—El incendiario instalaba la claraboya en los días nublados, de modo que el único lente destinado a concentrar los rayos del sol no trabajara de inmediato. Al mismo tiempo, apartaba la sospecha de que el único operario que había estado trabajando en la claraboya, y que era él, fuera culpable del incendio.

“La claraboya era instalada rápidamente durante el comienzo de una temporada de lluvia. Pasaban los días, y el lente, por la falta de sol, carecía de poder inflamatorio, pues estaba colocado en posición de recibir verticalmente los rayos solares en las horas que la fábrica queda vacía de operarios, es decir, entre las 11.30 y las 12.30 horas.

”Cuando el sol ocupaba en el espacio la posición vertical, incidiendo todos sus rayos sobre el lente, la temperatura concentrada por éste sobre las substancias inflamables de lícito uso industrial las hacía entrar en combustión, y como precisamente se había cuidado que el sitio donde estaba la claraboya estuviera totalmente ocupado por estas substancias, el incendio se producía, asumiendo rápidamente proporciones catastróficas. Además, el fuego resquebrajaba los cristales en tantos fragmentos que la investigación técnica en esa dirección era poco menos que imposible.

Del Sacco contempló un instante, admirado, el flaco rostro del jefe de estadística, y luego preguntó:

—¿Cómo llegó usted a esas conclusiones?...

—Con el auxilio de la estadística...

El automóvil frenó bruscamente. Habían llegado frente al taller del incendiario.

Entraron, forzando una puerta. No había nadie allí. En algunos bastidores se encontraban envoltorios de cristal común. El jefe de estadística abrió un cajón, y envueltos en papel de seda descubrió tres lentes redondos resplandecientes. Del Sacco se aproximó y dijo:

—¿Estos son los cristales de aumento?

—Éstos.

Un rayo de sol entraba en la habitación. Colocaron el lente en el foco solar, una mancha redonda incidió en el piso; al cabo de un minuto la mancha solar desprendía humo acre. El suelo estaba ardiendo.

—¿Dónde estará el hombre? —preguntó un empleado que acababa de registrar la casa inútilmente.

El jefe de estadística sonrió:

—No se preocupe en buscarle. El incendiario ha desaparecido. Posiblemente después de cada incendio abandona la casa, a la expectativa vigilante de ver si venía o no a buscarle la policía. Pero los incendios misteriosos se han terminado ya. Nuestra compañía encargará a sus ingenieros un reglamento sobre claraboyas de cristales.


(Mundo Argentino, 14 de abril de 1937)

El jorobadito

Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.

Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.

Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.

Se han echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero una brigada de personas bien nacidas.

No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.

Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades. Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba… Es terrible… , sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos… , de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:

—Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?…

—¿Qué se le importa?

—No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia…

—Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.

Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:

—Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene…

Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. Él continuaba observando una conducta impura. Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas. Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.

Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.

Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.

Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:

—¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.

He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí. De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.

En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto —si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez— observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.

Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:

—¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?

Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:

—¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?

¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?

Lo cual es grave, señores, muy grave.

Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta. Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.

Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.

Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:

—Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?

Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:

—¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.

La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:

—No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.

Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:

—Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero… le digo la verdad…

—No lo dudo— repliqué sonriendo ofensivamente—, no lo dudo…

—De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted…

Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:

—Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos… ; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos… ; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?

—¡Claro que sí!

Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:

—Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?

—No sé…

—Porque mi semblante respira la santa honradez.

Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:

—Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.

Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:

—Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.

—¿Del betún?

—Sí, lustrador de botas… , lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?…

Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.

—¿Y ahora qué hace usted?

—Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes…

—No hace falta…

—¿Quiere fumar usted, caballero?

—¡Cómo no!

Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:

—Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence… . me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo —dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.

Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba. Quedose el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:

—¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!

Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural. Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.

Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas. De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella. En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.

Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.

Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí. Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:

—Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.—O si no:— Sería conveniente, no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su ajuar.

Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.

Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra. Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:

—Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.

Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.

En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada. Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida. Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de ser padre".

Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.

Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas. Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.

En esas circunstancias se me ocurrió la "idea" —idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas— y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica. Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:

Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.

Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.

Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:

—Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí… y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?

Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:

—¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?

—¿Cómo, mal rato?

—¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te presento al dromedario".

—¡Yo no la tuteo a mi novia!

—Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.

—Y eso, ¿qué tiene que ver?

—¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?

La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:

—Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.

—¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?

Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:

—Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?

—¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.

—Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?

Amainó el jorobadito y ya dijo:

—¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?

—¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?

—¡Rotundamente protesto, caballero!

—Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!

—¡No me ultraje!

—Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?

—¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?…

—Te daré veinte pesos.

—¿Y cuándo vamos a ir?

—Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas…

—Bueno… , présteme cinco pesos…

—Tomá diez.

A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia. El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.

La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes. Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:

—¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?

Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.

¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias. No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.

El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.

Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:

—Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo.

Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él. De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:

—Aquí es.

Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:

—¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado… !

Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.

Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?", y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.

Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.

—Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.

—¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!

—¡A ver si te callás!

Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:

—Sentáte allí y no te muevas.

Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.

Me sentí súbitamente calmado.

—Elsa —le dije—, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo… no sé por qué… , pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso… , créalo… Demuéstreme, deme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.

Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:

—Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.

Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.

Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:

—Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.

Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:

—¡Retírese!

—¡Pero!…

—¡Retírese, por favor… ; váyase!…

Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo… , pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:

—¡No le permito esa insolencia, señorita… , no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!

Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de la sala, con su bracito extendido, vociferaba:

—¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide… , se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?

Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:

—¡Calláte, Rigoletto; calláte!…

El corcovado se volvió enfático:

—¡Permítame, caballero… ; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!

Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:

—¡Señorita… la conmino a que me dé un beso!

El límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano. ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:

—¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica!… ¡No se acerquen!

Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.

Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.

Éste, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:

—¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!

¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.

—Lo haré meter preso…

—Usted ignora las más elementales reglas de cortesía —insistía el corcovado—. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. El hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.

Indudablemente… si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:

—Caballero… yo soy…

Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más. Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.

¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?

El joven Bernier esposo de una negra

La puerta de la trastienda se abrió violentamente. La negra, esgrimiendo un puñal, avanzó hacia Eraño. Bernier, el marido de la negra, retrocedió aterrorizado hasta dar de espaldas con el muro, y Eraño comprendió que no debía esperar. Desenfundó su automática y saltando a un costado como si se tratara de esquivar la cornada de un toro, descargó los siete proyectiles de la pistola en el cuerpo de la africana. Aischa se desmoronó. Al caer, el puñal, que no se soltó de su mano, rayó el muro, clavándose en el suelo de tablas. Pero su mano crispada no soltó el arma. El piso comenzó a cubrirse de manchas rojas y Bernier, el joven esposo de la negra, refugiado en su rincón, comenzó a temblar como azogado.

Inútil intentar huir. Por las callejuelas que desembocaban en el zoco acudían multitudes de desocupados y traficantes. Sin embargo, Eraño tuvo suerte. En el zoco aquella tarde se encontraban varios soldados españoles y muchos gendarmes del califa. Éstos rodearon rápidamente la casa, y Eraño, sentándose en una silla, le dijo a Bernier:

—No tenga miedo. Espere sentado.

Bernier se sentó a la orilla de una silla, pero el temor era tan intenso en él, que los dientes le castañeteaban. Eraño, en cambio, dio en mirar con curiosidad a la negra. Cuando entraron los soldados a la tienda, Eraño se levantó, diciéndoles a los mocetones que lo encañonaban con sus revólveres.

—He matado a la negra en legítima defensa. Deseo ser llevado hasta el cadí o el comisario del protectorado. Allí, en el suelo, está mi pistola. Observen que la muerta aprieta aún el puñal entre sus dedos.

Los soldados escucharon a Eraño y, sin saber por qué, se sentían intimidados. Efectivamente, la negra mantenía aún entre sus dedos el mango de un puñal. Era visible que al caer su puñal había rayado el muro. Eraño dejaba de ser un homicida corriente. Razones gravísimas debieron asistirle para asesinar a la africana. Por otra parte, la intuición les decía que Eraño podía tener autoridad sobre ellos. Bernier, pálido y encogido en un rincón, no les merecía ni una mirada; pero Eraño, al ponerse de pie, le dijo:

—No diga una palabra hasta que lleguemos al cuartel de policía.

Escoltados por los gendarmes y soldados, salieron a la calle. Una muchedumbre de vendedores de agua, de tejedores de esteras, de cortadores de babuchas, de tintoreros descalzos y campesinos curiosos les aguardaban conversando animadamente en sus dialectos arábigos. Eraño y Bernier echaron a caminar. De pronto, una berenjena podrida reventó en la cara de Eraño, y los soldados desenvainaron los sables para defender a los detenidos. Un tomate fue a pulverizarse en el turbante de un gendarme. Éste, arrebatado, comenzó a buscar entre la multitud, con el caño del revólver, a quien le había agraviado y, sin mayores incidentes, la compañía de presos y alborotadores llegó al cuartelillo. Bernier, como un condenado a muerte, apenas si podía arrastrar los pies.

De cómo Bernier se casó con la negra

El primero que entró al despacho del comisario fue Eraño. Una vez que el centinela que le acompañaba se hubo retirado, el comisario interrogó al homicida:

—¿Por qué diablos has matado a la negra? ¡En menudo lío te has metido!

Eraño encendió un cigarrillo, se cruzó de piernas y respondió:

—Sabrás que por cuestiones del servicio —Eraño ejercía el oficio de espía al servicio de España en Tánger— tuve que irme a vivir al arrabal morisco. No exageraré si te digo que vas a escuchar una historia realmente extraordinaria. ¿Quieres llamar al escribiente? Así levanta un acta de lo que te narraré.

Pocos minutos después el escribiente, frente a una mano de cuartillas en la mesa, comenzaba a tomar nota del relato de Eraño, quien comenzó nuevamente:

—Hace tres meses, buscando pensión en el arrabal morisco, me fue ofrecida una habitación y comida en una casa que, precisamente, está junto a la tienda de la negra que tuve que matar. Aischa vendía tabaco. Por ese motivo, todas las mañanas, antes de dirigirme a trabajar, entraba en la tienda de Aischa a comprar tabaco para el consumo del día.

”Nada podía llamarme más la atención que Bernier, el marido de la negra Aischa. Era aquél un joven blanco, de cabello rubio y tímidas maneras, que al pasar me saludaba subrepticiamente con una inclinación de cabeza. La primera vez que lo vi quedé atónito. No podía explicarme cómo un joven tan singularmente dotado por la naturaleza se había casado con una mujer como Aischa, un verdadero adefesio para el menos exigente de los hombres. Extraordinariamente alta, la mota espesa, los labios belfos, la mirada cruel, Aischa tenía una figura amenazadora y repulsiva. Era, sin exagerar, una de esas mujeres que a veces se encuentran en las afueras de los poblados, bailando semidesnudas, al son de un tantán, en medio de un círculo diabólico de negros en éxtasis y un blanco alucinado. ¿Mediante qué imposibles seducciones había cautivado al joven Bernier? Esta pregunta era el motor de mi curiosidad. De más está decir que mi curiosidad era la curiosidad de todo aquel trozo de calle del arrabal morisco, pues los domingos Bernier, que en su carácter de cristiano respetaba los domingos y no los sábados ni los viernes, los domingos, cuando Bernier salía a pasear tomado del brazo de la negra, ofrecía aquello que podemos llamar un espectáculo. No había comerciante en la calle que no asomara la cabeza por su puerta para espiar el paso de la negra que, con talante avinagrado, paseaba al jovenzuelo rubio de su brazo como si éste fuera un esclavo que le perteneciera totalmente.

”Que Bernier era un esclavo de la negra no lo dudaba nadie. Bastaba verle la cara, el rictus de tristeza de sus labios, la expresión de ausencia de sus ojos. Evidentemente, el joven estaba triste. Lo más curioso del caso es que hasta los turistas italianos o alemanes que tropezaban con la imposible pareja no podían menos que volver la cabeza; pero las más trastornadas por el espectáculo eran las negras de los barrios europeos, que afirmaban seriamente que Aischa debía de haber empleado un ‘hechizo de magia’, para cautivar al joven. Hasta las judías del ghetto admitían y afirmaban que allí ‘había magia’.

”Yo, particularmente, jamás he creído en la magia, ni en los hechizos, y menos en los encantamientos; pero en el caso de Bernier hubiera jurado a ojos cerrados que había magia. ¡Magia negra!

”Hubo negras (esto se supo más tarde) que visitaron a Aischa para pedirle la receta de su magia, y la negra llegó hasta a cobrar un duro assani por el sortilegio. El sortilegio, de más está decirlo, era una grosera mentira de la negra. La magia, la verdadera magia que Aischa había utilizado para atrapar a Bernier, era un secreto que no revelaría a nadie.

”En estas circunstancias, fui a vivir junto a la casa de la negra y naturalmente, comencé a interesarme por el destino de Bernier y las razones que lo habrían determinado a consumar tan extravagante unión.

”Muchas veces traté de conversar con él, pero esto era imposible. Como si Aischa sospechara mi designio, vigilaba tan cuidadosamente a su marido, que a cualquier hora que se entraba en la tabaquería, Aischa estaba allí tras de Bernier, tejiendo una malla. Bernier fingía no darse cuenta de mis intenciones, gravemente tieso tras el mostrador. Sin mirarme siquiera me alcanzaba el tabaco y no cruzaba una sola palabra conmigo. Era aquella situación imposible. ¿Qué misterio ligaba a Bernier con la negra? ¿Existía un crimen entre ellos? ¿La complicidad de algún delito? ¿Un secreto incomunicable?

”Bernier no hablaba. Estaba allí en la tabaquería como un enigma propuesto a la curiosidad de todas las mujeres cristianas, judías y musulmanas de Tánger. ¿Quién descifraría semejante problema? Mis cuidados no debían quedar sin premio. Inesperadamente aclaré el secreto.

"Volviendo la negra Aischa del zoco, le ocurrió que pasando debajo del andamio de una casa en construcción, un tablón desprendido de un travesaño le rozó ligeramente en el hombro. Cayó desvanecida, la trajeron a su casa, y sea que la pérdida de sangre la debilitara o que la impresión sufrida destroncara su entendimiento, el caso es que la africana lo único que atinó, al verse bajo techo, fue a meterse en la cama.

”Cuando yo llegué a mi casa me narraron la novedad. Aquella era mi oportunidad para conversar con el enigmático joven. Sin vacilar, entré en la tienda, y deteniéndome frente a Bernier, le lancé a la cara:

”—¿Cómo es posible que usted se haya casado con semejante monstruo?

”Bernier miró temerosamente a sus espaldas; luego, tomándome de una mano, dijo en un tono que no olvidaré jamás:

”—¡Sálveme! Yo no soy un hombre. ¡Soy una mujer! Aischa me esclaviza.

”—¿Usted una mujer?

”—Sí: una mujer...

”—¿Cómo es posible eso?

”—La historia más tremenda que puede narrarse, señor. Ahora que Aischa está herida, su fuerza magnética ha disminuido considerablemente sobre mí. Pero cuando ella torne a estar bien, nuevamente seré su esclava. Escúcheme, señor...

”—Eraño...

”—Escúcheme, señor Eraño. Aischa era criada de nuestra casa en la ciudad de Fez. Teniendo yo dieciséis años, falleció mi madre. Pocos días después de ocurrido este triste suceso, entrando en mí dormitorio encontré a Aischa detenida frente a mi tocador. Se examinaba cuidadosamente en un espejo. No sé por qué, al entrar en la habitación no supe si quedarme o salir. Sentía miedo, un miedo paralizante que no me dejaba mover. Aischa me miraba fijamente por el espejo. Su mirada entraba en mis ojos y me aflojaba toda la fuerza que contenía en el cuerpo. Al mismo tiempo avanzaba hacia mí, pero con tanta lentitud como el cuello de una serpiente hacia la rama donde hay un pájaro inmóvil. Cuando estuvo cerca de mí, tomándome la cabeza entre las palmas de sus manos, comenzó a mirarme tan fijamente, con tanto furor y seguridad, que súbitamente experimenté un sueño terrible. Finalmente, me quedé dormida entre sus manos.

”Cuánto tiempo permanecí en semejante estado, no lo sé. Quizá algunas horas, porque era entrada la noche cuando desperté.

”Ya no estaba en mi casa. Aischa y yo nos encontrábamos en el interior de un vagón de tercera clase. Y aquí viene lo más extraordinario de mi caso. Yo no estaba vestida de mujer. No. Ahora estaba vestida de hombre, bajo mi sombrero tenía la cabeza rapada y junto a mí, Aischa, autoritaria, decía en voz baja:

—Obedece. Eres mi marido, ¿sabes? Tienes que obedecerme siempre, porque te haré pasar por mi marido.

”Yo obedecí. No sé por qué, pero obedecí. Entraban en el vagón gendarmes, soldados, campesinos. Hubiera bastado un grito mío para ponerme a salvo de las manos de aquel monstruo y, sin embargo, yo sabía que no lanzaría ese grito. Un poder misterioso me había transformado tan extrañamente.

”Cuando llegamos a Tánger, Aischa, que había vendido todo lo que pertenecía a mi madre, me dijo:

”—Tú trabajarás para mí. Para eso eres mi marido, ¿sabes?

”Yo lo único que sabía era que no podría resistirme a la voluntad de la negra. Aischa invirtió todo el dinero que me pertenecía en una tabaquería. Una vez que intenté rebelarme contra su autoridad, me encerró en un cuarto y me castigó con un látigo hasta que me desmayé.

”Sólo un milagro podría salvarme de las manos de esa mujer.

Eraño saltó hacia un costado.

—Fue en aquel momento —le contaba ahora el espía al comisario— cuando vi que mi vida estaba pendiente de un hilo. Por la puerta entreabierta asomaba el perfil de la negra, que se había despertado y escuchaba nuestra conversación. Cuando ella terminó de aparecer ante nosotros, no me quedaba otro remedio que tirar o morir, y entonces opté por vivir y disparé.

—¿Y la señorita Bernier? —preguntó el comisario.

—Allí está. Interrogúela usted.

Durante tres horas habló la señorita Bernier con el comisario y luego con el juez, y más tarde Eraño volvió a entrevistarse con el juez, y finalmente Eraño y la señorita Bernier salieron juntos. Y una vez en la calle, comprendieron que lo mejor que podían hacer era marcharse juntos. Y esto es lo que hicieron sin vacilar. Y ya no se separaron más.


(Mundo Argentino, 9 de marzo de 1938)

El misterio de los tres sobretodos

De haberse sabido que fue Ernestina la que descubrió al ladrón, probablemente Ernestina hubiera ido a parar a presidio por un largo tiempo de su vida... Nunca pudo ser aclarado el misterio de la oficina.

Ateniéndose a los sucesos tal me fueron narrados, podría afirmar que “el enigma de la oficina” fue uno de los tantos dramas oscuros que se gestan en las entrañas de las grandes ciudades, donde las bagatelas terminan por revestir un contorno de episodio cruento en la conciencia de las personas que a diario se soportan en un ambiente estrecho de trabajo y duro de responsabilidades.

La policía realizó investigaciones superficiales en tomo del grave suceso, pero acabó por abandonar la búsqueda del autor o autora, por creer en cierto modo que el asunto no merecía el tiempo que absorbía a las actividades de los funcionarios, ocupados en novedades de mayor trascendencia.

He aquí cómo se gestó el suceso conocido entre los empleados de la “Casa Xenius, ropería para hombres y mujeres, artículos de confección, etc.”, bajo el nombre de “El misterio de los tres sobretodos”.

En la oficina de Expedición al interior de la casa Xenius comenzaron a desaparecer prendas de vestir.

Un día fue un cinturón, ¡un cinturón sin hebilla!, lo que demuestra que el ladrón echaba mano a lo que podía; otra vez fue un sobre con la suma de doce pesos, olvidado en el cajón de Ernestina; otra vez fue un retazo de seda. Un retazo de un metro, valuado en ocho pesos...

Semejantes robos, mejor dicho, hurtos, traían revuelta a la gente de la oficina. No se trataba de la cantidad en sí, aunque sí se trataba. Los valores que el ladrón substraía, por insignificantes que fueran, estacionaban en la prudencia de los empleados una atmósfera de inquietud. Allí, entre ellos, se encontraba un ladrón o una ladrona. Cada uno era responsable directamente de los artículos recibidos, esto sin dejar de tener en cuenta otro detalle: las víctimas de los robos no eran personas a las que se pudiera afectar impunemente en sus intereses.

Todos ellos vivían sobrellevando estrecheces. Sus reducidos sueldos les alcanzaban apenas para cubrir sus necesidades más inmediatas. La desaparición de un objeto valuado en cinco o en diez pesos no constituía, precisamente, una desgracia, pero sí desequilibraba desagradablemente el presupuesto del damnificado. Además, aquel que había sido robado pensaba que otro día podría volver a ocurrir semejante accidente, y tal posibilidad traía alborotado el magín de los empleados, que hasta en sueños se veían reintegrando indemnizaciones de daños que aún no habían sufrido.

No estaban agotados los comentarios sobre el robo del retazo de un metro de seda, ocurrido en la semana anterior, cuando una noticia nueva estalló como una bomba, entre la consternación de todos: ¡Habían desaparecido tres sobretodos!...

El mismo gerente de la casa Xenius no pudo evitar un escalofrío al enterarse.

El robo de tres sobretodos en una casa organizada es motivo más que suficiente para alarmar a los mismos accionistas. Sin embargo, a pedido de los empleados de la sección Ropería de hombres, el gerente no dio noticias del escándalo a los accionistas. Los siete empleados de la sección Ropería de hombres desembolsaron el importe de los tres sobretodos.

Yo podría escribir un libro con los diálogos, respuestas, preguntas, conjeturas y deducciones que se hicieron sobre aquel suceso, pero tendré que limitarme a escribir tres líneas.

¿Quién se había llevado los tres sobretodos? La argumentación de los damnificados era de este tenor:

—¿Puede un empleado o una empleada o el sereno robarse un corte de seda?

—Sí, puede.

—¿Puede un empleado, una empleada o el sereno robarse un par de medias?

—Sí, puede.

“¿Puede un empleado, una empleada o el sereno robarse tres sobretodos?

—No; no puede. No puede, porque tres sobretodos son inocultables en un bolsillo. Tres sobretodos hacen un bulto fenomenal. De consiguiente, el robo de tres sobretodos es materialmente imposible.

—Pero es que los sobretodos faltan —replicaban los damnificados.

—Se robaron uno a uno —replicaban los más sutiles.

—¿Cómo los sacaron de la sección?

Nadie sabía qué responder. El robo carecía prácticamente de explicación. Carecía de explicación porque la casa permanecía por la noche estrictamente cerrada. En el interior de la tienda, aparte del sereno, trabajaban tres hombres en la limpieza. Se hubiera podido sospechar del sereno, pero el sereno no se movía de la tienda y, al retirarse por la mañana del comercio, lo hacía en presencia del jefe, cuya mirada avizora registraba al cojo de pies a cabeza. El hombre no hubiera podido envolverse un sobretodo en una pierna, porque ello era materialmente imposible. Ni ponerse un sobretodo nuevo debajo del viejo, porque el tamaño saltaría a la vista. Además, hubiera tenido que complicar a la gente de la limpieza en estos robos, y nadie iba a arriesgarse por una bagatela. Y, en última instancia, ¿por qué iba a ser precisamente el sereno el ladrón?

Existía otra posibilidad: que los hombres de la limpieza o el mismo sereno pasaran las prendas robadas por la terraza a una casa vecina. Los empleados preguntaron por la terraza. La casa Xenius no tenía terraza, el piso inmediato superior estaba ocupado por escritorios. Quedaba el recurso de las ventanas que daban a un patio oscuro. Las ventanas estaban enrejadas, además cada piso sobre el patio estaba separado del otro por una malla de alambre, de manera que si alguien que robaba en el cuarto piso quería arrojar el producto de su robo a un cómplice que le esperaba en el patiecillo, las redes de alambre no hubieran permitido pasar los paquetes.

Puntualizo estos detalles porque no trabajaba en la casa Xenius ni un solo empleado que no los conociera ni los comentara.

Evidentemente, el ladrón o la ladrona estaba allí, entre ellos, era un camarada, quizá un empleado inferior o superior, un hombre de la limpieza o un chico de mandados, pero el ladrón o la ladrona estaba allí. Y era de cuidado.

¡Había robado tres sobretodos! ¡Tres sobretodos de sesenta y cinco pesos cada uno! Es decir, ciento noventa y cinco pesos. Los siete empleados que fueron víctimas del robo tuvieron que retirar de sus sueldos la suma aproximada de treinta pesos para indemnizar a la casa, y la noticia del suceso no llegó a los accionistas. El gerente, piadosamente, la calló. Pero desde el gerente, que esa noche comentó el suceso con su señora, hasta el chico del ascensor, todos estaban preocupados.

¿Qué iba a ocurrir allí?

Una de las más interesadas con los robos que se cometieron era Ernestina, empleada de la sección Expedición al interior.

Esta Ernestina es la muchacha de cuyo cajón el misterioso ladrón sustrajo el sobre que contenía doce pesos.

Ernestina creía tener un hilo que podía llevarla a establecer la identidad del ratero. Esta empleada merece una referencia, porque su actuación fue importante y curiosa.

Activa como la mujer de un enano, Ernestina, físicamente, era más flaca que un gato famélico. Cuando se sentía contenta trepaba por los árboles, también como un gato. Observando su minúscula figura no se imaginara jamás que fuera tan vigorosa y resistente. Daba puñetazos tremendos.

Ernestina aspiraba a ser. Vaya a saber lo que aspiraba a ser, pero cuando salía de la oficina, un día sí y un día no, se metía en un montón de academias diferentes. Seguía cursos de inglés, de estenografía, de francés. Los que la conocían no sabían qué admirar más si su flacura, su resistencia o su actividad.

Personalmente estaba indignada contra el ladrón.

—Ese hombre es un canalla —decía—. Nos está robando a nosotros, que somos más pobres que las ratas.

Lo que no dijo fue esto:

—Es tan ladrón que hasta se roba las “medialunas” que tomamos con el café con leche.

No lo dijo, pero lo pensó.

Efectivamente, el misterioso ladrón de los tres sobretodos, del cinturón sin hebilla, de las medias de seda, acostumbraba robarse las “medialunas” que las muchachas no terminaban de comer con el café con leche que tomaban por la tarde.

Casi todas las empleadas llevaban a la tienda el café con leche en un termo. Ernestina había observado que cuando no tenía ganas de comerse las “medialunas” y las dejaba en el cajón de su escritorio para comerlas al día siguiente, una mano misteriosa que había revisado el cajón se había llevado las “medialunas”.

Ahora bien, aunque Ernestina no hizo ningún comentario al respecto, dedujo:

1º. El ladrón de la tienda no era empleado ni empleada, porque ningún empleado ni empleada se quedaba después de la hora de salida y, además, ninguno de ellos le hubiera robado a su compañero una o dos “medialunas” para tomar con el café con leche.

2º. Por lo tanto, el ladrón de las “medialunas” era un hombre que merodeaba por las oficinas después que ellos salían.

3º. Un hombre que es capaz de revisar un cajón y robarse una “medialuna” es un ser humano sin sensibilidad, con la justa mentalidad para robarse un cinturón sin hebilla, un metro de seda o los tres sobretodos.

4º. En consecuencia, el ladrón de las “medialunas” era el ladrón de las prendas anteriores, y actuaba en el comercio exclusivamente por la noche.

Sin embargo, Ernestina tuvo un escrúpulo. ¿Y si se equivocaba?

He aquí en qué podía consistir su equivocación:

Pudiera ser que, por la noche, uno de los hombres encargados de la limpieza revisara los cajones, encontrara las “medialunas” abandonadas, y suponiendo que eran desperdicios, las arrojara a la basura. Si así ocurría, su tesis era equivocada.

Resolvió hacer una prueba.

Aquel día, a la hora de tomar café con leche, comió bollitos en vez de “medialunas”, y después de arrancar un pedazo de un mordisco, dejó el bollito mordido en el cajón.

Pasaron tres días. El bollito mordido continuaba en el cajón, en consecuencia el hombre que robaba las “medialunas” no era el hombre de la limpieza, porque sino el bollito hubiera seguido el camino de la otra factura.

Y de pronto estalló otra bomba.

De la sección Sombreros para hombres desaparecieron veinte sombreros. Veinte sombreros no se ocultan entre pecho y espalda, ni tampoco metidos en un bolsillo. El personal de la tienda Xenius estaba atónito. Uno mencionó la película del Hombre invisible, y muchos se sintieron tentados a admitir que el ladrón de la tienda era un ente de condiciones sobrenaturales. Fue interrogado el sereno, los hombres de la limpieza; intervino la policía y no se aclaró nada. La situación de los empleados de la tienda se tornó insoportable. A la salida del empleo tropezaban con vigilantes que les escudriñaban de pies a cabeza. Muchos de ellos, sin que se enteraran los otros, fueron revisados. Por supuesto, inútilmente. Ernestina, una tarde, a la hora de salir, fue llamada a la gerencia. La aguardaba allí una señora que le indicó que debía dejarse registrar. Ernestina llegó a su casa hirviendo de ira. Aquella humillación era insoportable. Pero ella no estaba en condiciones de renunciar al empleo, porque su inglés era deficiente. Meditaba aquel anochecer, apoyada de codos en la mesa, cuando una idea diabólica se detuvo en su cerebro.

¿Si ella atrapara al ladrón? Al ladrón de los sombreros, de los sobretodos. Al ladrón de las “medialunas”.

Tenía un plan.

Sin vacilar, entró en el laboratorio fotográfico de su hermano. En un rincón del estante había un bote con cianuro de potasio. Echó aproximadamente un gramo de veneno en un papel, entró a su cuarto, tomó una “medialuna”, con un cortaplumas separó delicadamente la corteza, abrió en la masa un agujero, y allí vertió el veneno. Con un poco de engrudo obturó el agujero, volvió a cubrirlo con su corteza y metió la “medialuna” en su valijita, junto al termo.

Al día siguiente, por la tarde, antes de salir de la oficina, en un momento que nadie la veía, dejó la “medialuna” abandonada en el interior del cajón.

Regresó a su casa, emocionada por la calidad de la trampa que dejaba preparada. Pero era indispensable que procediera así.

Luego, para olvidarse de la magnitud del acto, fue al cine en compañía de sus hermanas. A pesar de que trataba de separar su pensamiento del drama en preparación, el drama latía con violencia en todas sus venas.

Durmió y no durmió aquella noche. Una mano carnuda y fuerte, de dedos gruesos, pasaba ante sus ojos, le rozaba el brazo y el rostro con su manga tosca, tomaba el cajón de su escritorio por la anilla, lo entreabría, hurgaba en las tinieblas y retiraba la “medialuna”...

El cansancio fue más fuerte que su temor secreto, y al amanecer terminó por dormirse. Tuvieron que despertarla repetidas veces para que se levantara. Se vistió sobresaltada.

Al llegar a la tienda y entrar al ascensor, le dijo el chico:

—Señorita Ernestina, ¿no sabe que encontraron al ladrón?

Ernestina dejó caer su cartera al suelo. Se inclinó a recogerla, pero ya recobrado por completo el dominio de sí misma.

—¿Sí?

—Era el sereno.

—¿El sereno?

—Le encontraron una pierna llena de corbatas. Parece que se suicidó.

Al entrar a la sección Expedición al interior, todos comentaban el suceso.

Resulta que al amanecer, los peones de limpieza encontraron al sereno muerto junto a su taza de café con leche. Al levantarlo, descubrieron que llevaba una pierna postiza. Vino la policía. Al sereno le faltaba una pierna. Usaba una ortopédica; en su interior esa noche había guardado dos docenas de cintas de máquina de escribir y siete corbatas de seda.

La policía allanó la casa donde vivía el sereno. En su habitación encontraron otra pierna. Una pierna de madera maciza. Cuando el sereno no estaba dispuesto a robar, usaba la pierna sin trampa. Se comprobó que en la pierna hueca cabía holgadamente un sobretodo arrollado, siempre que se le descosieran las mangas.

Tal fue la razón por la que la policía no extremó las investigaciones para determinar quién había hecho llegar a las manos del sereno la “medialuna” cargada de veneno.

Y aquel día todos los empleados de la casa Xenius, incluso Ernestina, se sintieron enormemente felices.


(El Hogar, 19 de noviembre de 1937)

El octavo viaje de Simbad el marino

Estaba Simbad el Marino sentado a la cabecera de la mesa que, a muy poca altura del suelo, permitía a sus invitados comer sentados en cuclillas sobre las preciosas esteras que cubrían el mosaico. Venerable barba le bajaba hasta el ombligo y un turbante de razonable grandor rodeaba su cabeza. Daba testimonio de cuán grande señor era él y qué innumerables sus riquezas un diamante prendido en la seda sobre su misma frente.

A un costado de él, honestamente vestido desde que el dueño de casa le había agasajado con una bolsa de cien cequíes, comía el mozo de cordel, llamado Hidbad, aquél que por haberse quejado un día bajo la ventana del palacio de Simbad fue invitado por éste a participar de su mesa y a escuchar la historia de sus riquezas y viajes. El mozo de cordel, modestamente sentado en cuclillas, seguía admirado el revoloteo de algunos pájaros maravillosos, prisioneros en una jaula de oro, mientras que los comensales, mirando el devastado rostro de Simbad, aguardaban a que el marino diera comienzo a otro de sus relatos, pues a ninguno consolaba que sus aventuras terminaran en aquel séptimo y famosísimo viaje, en el cual Simbad se dedicó a la caza de elefantes después que le hicieron esclavo.

Comprendiéndolo así, el marino, después de recibir de un mancebillo que estaba de pie a sus espaldas un frasco de agua de rosas y de salpicarse con ella la barba y también la barba de sus invitados, comenzó el relato de su octavo viaje, que no sé por qué razones ninguno de sus cronologistas ha insertado en Las mil y una noches. Y lo hizo con estas mismas palabras:

—Después de mis desdichadas aventuras en el País de los Elefantes, pensé que nunca más volvería a la mar. Mis huesos estaban fatigados, y yo hacía cerca de un año que en mi casa de Bagdad disfrutaba de mis riquezas, cuando una noche nuestro señor, el califa Abdala Harum Al Raschid, me hizo el alto honor de llamarme a su palacio.

"No demoré ni un minuto en correr a su presencia, y una vez que me hube prosternado ante él, pude escuchar que con toda benevolencia me decía:

"—Sábese, Simbad, que varios pescadores han recogido en la orilla del mar a un marinero moribundo. Éste les contó que había naufragado volviendo de visitar una isla donde todos los utensilios eran de oro, hasta aquéllos de uso más insignificante. Yo te mando que te lances a la mar y trates de averiguar qué hay de cierto en aquel relato, pues de existir tal isla, en mucho beneficio sería para nuestro califato y la gloria del Islam apoderarnos de ella.

"Después que el califa hubo hablado así, entrevisté al gran almirante del mar, quien me dio las adecuadas instrucciones y referencias donde se suponía que estaba emplazada la isla, así como un buque de buenas condiciones marineras, y una noche, en momentos que soplaba un muy favorable viento, nos lanzamos a la mar, guardando cuidadosamente secreto el motivo de nuestro viaje.

"Durante varios meses navegamos escrupulosamente todo el ancho del mar que media entre las costas del país de los perros cristianos y el de los piadosos musulmanes, hasta que llegamos al gran océano donde el misterio es infinito y el temor del creyente grande y duradero.

"Recuerdo que en aquellos días era verano, y yo tenía mi tienda de seda junto mismo al palo mayor. Una noche que alumbraba la luna y los galeotes dormían bajo los bancos, siendo ya pasada la primera guardia, desperté inquietado. Sin pensar en cubrirme, me lancé fuera de mi tienda y vi con horror que nuestro buque se precipitaba sobre una isla gigantesca y blanca, que en la lisa superficie del mar negro parecía avanzar a nuestro encuentro.

"Blanca como el mármol y alta como la más alta montaña era aquella isla. Y en la noche alunada causaban espanto su blancura y su elevación sobre las aguas negras y doradas. Aunque quise despertar al maldito piloto, culpable por su negligencia de nuestro próximo naufragio, no pude pronunciar una palabra porque el terror había paralizado la voz en mi garganta y, de pronto, nuestro buque se precipitó sobre la isla.

"Esperaba yo oír crujir aterradoramente su proa y ver saltar en pedazos todo su maderamen; pero como si aquella isla terrorífica por su blancura y elevación fuera de espuma, nuestro buque hundió su proa en ella, la isla crujió como jamás en mi vida he oído crujir ninguna isla y el buque se detuvo suavemente frenado, sin sufrir perjuicio en ninguna de sus piezas.

”Me quedé atónito y tirándome de la barba para saber si estaba soñando o despierto. Finalmente, no me quedó duda de que estaba despierto, porque el truhán del piloto, que se había quedado dormido, deteniéndose junto a mí, dijo:

”—¿Qué calidad de isla es ésta que no nos ha quebrado ni la barra del timón?

"Efectivamente: estaba nuestro buque empotrado en la isla como un cuchillo en un queso, y nosotros, aterrorizados, no sabíamos qué pensar de tamaño prodigio, pues éste superaba a todos aquellos otros que, de diversos modos, todos habíamos conocido en distintas oportunidades.

—Convendrá que esperemos al alba —dijo el piloto responsable de nuestra encalladura.

"Y, de pronto, haciendo una señal a los remeros, les ordenó que empujaran las aguas con los remos, y no bien se movieron los remos, nuestro buque se retiró de la isla sin ningún daño para su timón.

"A todo esto, los marineros habían recogido sus arcos y flechas y, repartidos a lo largo del buque vigilaban, cuidadosamente, la isla silenciosa. Las aguas negras y doradas entrechocaban los flancos del velero, y salvo aquel ruido acuático, el silencio de la noche era infinito. Algunos hombres estaban evidentemente atemorizados y otros recordaban mis viajes a la isla del Cíclope, y otros mis aventuras en el país donde se enterraba vivos a los viudos, pero ningún signo de vida vegetal ni animal se descubría en la orilla de aquel islote, en casi todas sus partes vertical como un pan de azúcar.

”—¿Será la isla de Oro? —preguntó mi piloto.

”—No lo creo —repuse—, porque si fuera la isla de Oro luciría en medio de las aguas como un turbante de oro y, en cambio, ésta permanece blanca como torre de cal.

”En tanto, un grupo de marineros bajó por popa un bote al mar y audazmente se dirigió a la isla. Bien quisiera yo impedir aquella temeridad y pensaba de qué modo castigaría a aquellos imprudentes al regresar de su aventura, cuando algunos minutos después ocurría la catástrofe.

”Aquel grupo de audaces, después de desembarcar en la isla, se introdujo en el bosque, que avanzaba hacia la playa. Esgrimían, alegremente, sus espadas y se alumbraban con antorchas. De pronto, algunas chispas de sus antorchas alcanzaron a los árboles verdes. El bosque, como si estuviera untado de fuego griego, comenzó a quemarse velozmente.

”En menos tiempo del que demoro en contarlo, los infortunados marineros estaban rodeados de un círculo de llamas. Inútil pensar en acudir en su auxilio. El incendio avanzó, fulmíneo, a todo lo largo de la isla. En pocos momentos aquella tierra era hoguera viviente en medio del mar. Nuestros compañeros saltaban en medio de las llamaradas como enloquecidos. Sus ropas ardían, y también sus brazos y sus cabellos. Horrorizados, nos cubrimos el rostro. Cuando levantamos la vista habían desaparecido consumidos por la hoguera.

”Y todos comprendimos que nos encontrábamos frente a las islas de Papel. Muchos incendios había visto yo, pero ninguno como aquél.

”Las llamaradas se levantaban como torres, desmoronándose al mar en cataratas de chispas. En grandes extensiones, las aguas se tiñeron de anaranjado, pero con tanta vivacidad, que terminaron por espantarse los monstruos marinos. Mucho trabajo nos dio huir de la cólera de gigantescas ballenas, cuyos golpes de cola levantaban verdaderas trombas de agua. Nuestros remeros tuvieron harto trabajo en alejarse de los islotes, cuyos surtidores de chispas, gracias a la benevolencia de Alá, no alcanzaron nuestros velámenes; pero un marinero que perdió pie y cayó a las aguas fue dividido en dos pedazos por el golpe de cola de un monstruo.

”Atemorizados, conseguimos ponernos a razonable distancia de las islas de Papel. Durante toda la noche se consumieron en inextinguible hoguera. Las llamaradas, semejantes a colas de pavos reales, llenaban el espacio de chisporroteos verdes, rojos, azules y amarillos. Era tal el calor reinante allí, que el alquitrán del buque corría derretido a lo largo de los maderos.

”Cuando el sol salió del fondo del mar, no quedaba otro rastro de las islas de Papel que una inmensa llanura aterciopelada de hollín. Todos estábamos silenciosos de presagios, porque jamás habíamos navegado en un mar tan negro, y muchos, al contemplar el funesto aspecto de las aguas, lo consideraron augurio de próximos y sangrientos trabajos. Ni un solo hombre de la tripulación dejó de lamentarse de estar tan lejos de Bagdad.

”Anocheció, y no tardaron en confirmarse nuestros temores. Entrados en la oscuridad del mar desconocido, nos vimos rodeados de varios farolones aproados y, antes que tuviéramos tiempo de ponernos en condición de defensa, cayeron sobre nosotros tan innumerables bandas de piratas, que terminábamos de echar manos a las espadas cuando nos encontramos cargados de cadenas en la sentina de un junco.

"Durante quince días navegamos en aquel sepulcro de mahometanos desdichados. Los menos resistentes morían amarrados a sus cadenas sin que nadie pensara en socorrerles, y eran dichosos. Nosotros teníamos que arrojar al mar a nuestros compañeros muertos y, como estaban encadenados, para librarnos de sus argollas, previamente, les cortábamos los pies, arrojándolos luego por el ventanillo.

"Finalmente, llegamos a la ciudad Eidulah-el-Kar, cuyas torres de porcelana esmaltada se distinguían desde muy lejos. Aquel era Día de Tortura, y le llamaban Día de Tortura porque el sultán de aquel país sufría de melancolía y, para distraerse de sus amarguras, un día por semana hacía torturar a un hombre en su presencia en la plaza de la ciudad. Como los habitantes de Eidulah-el-Kar observaban una conducta intachable, el sultán se hacía cazar esclavos para la tortura en los mares.

”No bien tocamos tierra, nuestros verdugos nos hicieron bañar en el mar, cubrieron nuestras cadenas de hermosas vestiduras de seda bordadas de oro y el capitán de la escuadra que nos había aprisionado nos dijo, después de hacernos poner en fila:

”—Este es el día de que deis gracias a Alá por vuestra buena suerte, que os ha escogido para que sirváis de consuelo amistoso a nuestro piadoso señor.

“Muchos de mis compañeros quedaron satisfechos con estas palabras, y yo me sentí más acongojado que nunca. El instinto me advertía que nada bueno podía provenir de la amabilidad de nuestro carcelero. Vestidos como dije, con los hermosos trajes para no ofender a la vista del sultán y escoltados por soldados a caballo armados de certeras ballestas de cabo de marfil, nos encaminamos hasta la Plaza de los Tormentos, y no hacía falta decirlo a qué estaba destinada, pues se veían las piedras del pavimento todas bañadas de sangre negra. Donde se fijaba la vista había potros, horcas, ruedas, tenazas, calderos con plomo y brea, y también había prensas y especies de colchones con grandes agujas y camas que se abrían y doblaban de un modo extraño, y había ruedas de acero con el borde afilado como el de una navaja barbera, y había pisones, y piedras enormes colgadas de juegos de caliles, y todo cuanto instrumento estaba allí se mostraba ennegrecido por el uso, lo que demostraba que los verdugos no descansaban.

”Varios cabos de vara nos hicieron arrodillar a palos y, de pronto, las puertas de un castillo negro que estaba frente a la plaza se abrieron de par en par. Primero salieron varios mozos de armas, bonitamente vestidos con estofas acuchilladas; luego aparecieron otros haciendo sonar grandes trompetas, timbales, añafiles y chirimías, y después un gran elefante. Este elefante, cubierto de una gualdrapa escarlata, soportaba sobre el lomo un trono de oro protegido por un quitasol de púrpura.

”Bajo el quitasol reposaba el sultán con los humores del cuerpo alterados por la melancolía.

”Una vez que el elefante se detuvo en medio de la plaza, varios peones arrimaron sus escaleras al animal y, sin la menor dificultad, retiraron el trono y colocáronlo en el pavimento de la plaza. En seguida un maestro de ceremonias ordenó que el tamborilero de torturas golpeara el parche de cierto modo, y de una poterna del castillo salió una brigada de verdugos. Algunos mantenían al prisionero inmóvil entre sus manos, otros cargaban a modo de carpinteros dos gruesas tablas. El sultán, graciosamente sentado en su trono, les miraba hacer.

"Inmediatamente, los verdugos acostaron al prisionero entre las dos tablas, amarrándole con tal habilidad que, sin poderse ver las ligaduras, se comprendía que el preso no podía moverse entre las dos tablas ni la cuarta parte de una pulgada.

"Estas dos tablas, con el preso adentro, fueron colocadas frente al trono del sultán, encima de varios caballetes. A continuación, un verdugo subió a las tablas y, armado de un afiladísimo serrucho, comenzó a serruchar las tablas a lo largo por los mismos sitios donde estaban los pies del prisionero, y un alarido tan grande se escapó de entre las tablas, un tan grande alarido, que el sultán sonrió débilmente, y muchos de nosotros envejecimos en un minuto treinta años y algunos, de robustos mozos que eran, por efecto del miedo, se convirtieron en cuerpos achacosos.

"Y digo que era horrible aquel tormento, porque el hombre no moría de hemorragia, ni tampoco ninguna de sus partes vitales era atacada, como no ser los huesos de las piernas, que simultáneamente se los cortaban a lo largo, de modo que el hombre —eso le oí decir a un soldado— murió cuando el serrucho llegó a sus rodillas, aunque un cabo de varas juraba a quien quería oírle que otro hombre había resistido vivo el serruchamiento hasta que el acero le llegó a los huesos de la cadera.

”Más muertos que vivos, nos condujeron a la cárcel donde debíamos esperar nuestro turno para ser supliciados. Una vez que quedé solo en mi calabozo, me di a pensar de qué modo podríamos recuperar la libertad yo y mis compañeros. Estaba resuelto a quitarme la vida con mis propias manos antes de someterme a semejantes torturas, pero al amanecer varios carceleros entraron en nuestras celdas, nos metieron dentro de un traje de cuero que nos impedía herirnos; después de alimentarnos abundantemente, abriéndonos por la fuerza la boca, se marcharon, dejándonos abandonados en la oscuridad y acostados sobre una tabla gruesa encastrada en el muro.

”Tres veces al día entraban nuestros guardianes y nos alimentaban abundantemente para que tuviéramos fuerzas de soportar el suplicio, y nos servían manjares grasosos y tuétanos de aves, y confituras de azúcar y crema, y luego nos recostaban en la madera y se marchaban dejándonos en la más completa oscuridad. Y nuestro cuerpo crecía y engordaba en su terrible funda de cuero.

”Una noche, mientras que de este modo nos estaban alimentando nuestros verdugos, tuve la sensación de que la tabla se movía bajo mi cuerpo; se escuchó una especie de rugido subterráneo, los carceleros dejaron de darnos de comer y, de pronto, los muros se derrumbaron entre los innumerables gritos de los presos. La noche del terremoto sobrevino en el país de las torres de porcelana.

”Rodé por el suelo y quedé situado debajo de mi cama como debajo de un tejado.

”Muchas y grandes tempestades conocí en el mar, pero ninguna tan prodigiosa y terrible como la que devastó a esta ciudad en el término de una noche. El viento soplaba con tanta violencia, que las techumbres de los palacios se dislocaban en el espacio. Yo, bajo un monte de escombros, milagrosamente protegido, al amanecer, arrebatados por incesantes torbellinos, vi volar por los aires a los habitantes de Eidulah-el-Kar.

”Flotaban algunos instantes a la misma altura de las nubes; luego iban a pulverizarse en los abismos del mar o en los roquedales del suelo, y el mismo bosque, milenario pero inmenso, arqueado por todos sus troncos, rugía con tanto furor, que ponía miedo en las fieras más sanguinarias.

"Finalmente, la tempestad cesó al atardecer. De Eidulah-el-Kar y sus torres de porcelana no quedaban nada más que escombros.

”Me puse de pie, porque mi traje de cuero se había desgarrado. Debido a la abundante alimentación que me habían suministrado para torturarme más ventajosamente, estaba obeso y casi fuerte. Tomé una espada, la amarré al cinto; algunos pasos más allá, en una callejuela, encontré una ballesta y la eché a la espalda; súbitamente un fuego escarlata relumbró en mis ojos. Allí, en el suelo, en una arqueta reventada, se veía un puñado de rubíes y diamantes.

"Guardé los que pude entre mis andrajos, continué andando hasta llegar a la orilla del mar. De todos los barcos que se guarecían en el puerto no quedaban nada más que tablas astilladas flotando entre la resaca.

"Durante tres meses viví en compañía de algunos sobrevivientes que, como yo, ocultaban entre sus andrajos piedras preciosas como para comprar un reino. Desconfiábamos los unos de los otros y nos ocultábamos para dormir, pero la necesidad de comer nos obligaba a reunirnos. Finalmente, pude hacerme escuchar por ellos y, después que me escucharon, se inclinaron a obedecerme. Con innumerables trabajos construimos un buque, cargamos en él todas las joyas y piedras preciosas y metales finos que había entre los escombros, y nos lanzamos a la mar.

"Grandes trabajos tuvimos en el océano para escapar de los piratas y de las tempestades, pero después de veintitrés meses de navegación y de sortear innumerables peligros, llegamos nuevamente a Bagdad. Y aunque no descubrí para nuestro califa las islas de Oro, le traje tan crecidas riquezas que, después de verlas, exclamó:

"—Simbad, la mitad de estas riquezas serán para ti y la otra mitad para rus hombres.

"—¿Y tú con qué te quedas, señor? —repuse.

”—Yo me quedo con Simbad el Marino, el capitán más hábil del Islam —me respondió nuestro señor.

Y así terminó la historia del octavo viaje de Simbad, que no es tampoco el último, sino el anteúltimo.


(El Hogar, 3 de junio de 1938)

El resorte secreto

Me llamo Albertina Halbert. A los quince años de edad asesiné a mi tía Eugenia. En la actualidad cuento cuarenta y cuatro años. El proceso de la muerte de mi cuerpo es cuestión de meses. Una enfermedad incurable da término a mi organismo. El relato de un crimen cometido en la edad pueril no tiende a expresar un remordimiento, sino a derramar un poco de luz, si es posible, sobre el oscuro relieve de lo que constituyen los móviles de la conducta humana.

Por mi modo de expresarme, nadie dudará de que soy una mujer culta. Mi difunto esposo solía decirme que jamás encontraría una mujer más ecuánime que yo. Como profesor de psicología, conocía lo suficientemente la naturaleza humana para no errar en sus afirmaciones. Creo que no exageraba. Siempre, instintivamente, traté que mis actos se desarrollaran dentro de los cuadros que se conforman con lo que consideramos la más estricta justicia.

¡Y, sin embargo, también instintivamente asesiné a mi tía!

Jamás he experimentado remordimientos por haber cometido aquel crimen. Tampoco en el día que siguió a la noche del delito. Aquel acto me pareció siempre natural y en consonancia con las enérgicas necesidades de mi infancia humillada. La justicia jamás sospechó mi intervención en un suceso terrible, en el cual mi tía perdió la vida, cocinándose viva, a fuego lento, durante varias horas. ¡Y yo que he cometido tamaño crimen tengo que reconocer que mi naturaleza no es cruel ni insensible! Así, jamás he podido tolerar que en mi presencia se sacrificara a un ave de corral o se castigara a un animal. Creo necesario añadir que ni antes ni después de aquel suceso me he comportado en ninguna circunstancia como una mujer hipócrita, incorrecta o malvada. Pero de haberse sospechado la auténtica naturaleza de aquel horrible accidente en que perdió la vida mi tía Eugenia, los adjetivos más retumbantes rodaran sobre mi cabeza. Los periódicos hubieran publicado numerosas columnas, demostrando que mi destino lógico era pudrirme en una cárcel por el resto de mi vida. Y nadie, a pesar de mis ojos celestes y trencitas rubias caídas sobre las espaldas, dudara que yo era un monstruo.

Analizando mi vida, salvo el asesinato de la tía Eugenia, no encuentro ningún acto que pueda agregarse a mi conducta de “monstruo”. A los quince años cometí aquel crimen, y a los veintiún años contraje matrimonio con un excelente joven que cursaba el profesorado... Nuestras relaciones dichosas, la comprensión mutua que nos ayudaba a tolerarnos, han sido la admiración de nuestros amigos... No me quedó ningún hijo de mi querido esposo. Espero tener pronto la dicha de reunirme con él, si existe la otra vida. Pero no deja de atribularme saber que mi fe en la otra vida no es lo suficiente firme como para permitirme aguardar con más ilusión el fin de mis días.

Ahora, volvamos la cabeza a las sucesivas etapas de mi infancia, que culmina con el asesinato de mi tía.

Ellas quizás expliquen el proceso subterráneo que fue desarrollándose en mi subconciencia, y que en el momento oportuno, en un gesto, se zafó hacia el homicidio, con la misma brusquedad que se escapa un resorte de la desgastada grampa que lo retiene.

Mi madre falleció cuando yo tenía diez años. Creo que de la misma enfermedad que me conduce a mí hacia la muerte. De mi madre conservo recuerdos contradictorios. Era una mujer alta, gruñona, malhumorada. Me cuidaba con la solicitud cariñosa de un veterano reumático. Debía quererme mucho, pero su afecto era áspero. De continuo reñía con mi padre, unas veces por cuestiones de dinero y otras por disconformidad con el medio en que vivía.

Mi padre era un delicioso amigo mío. Lo recuerdo siempre como el más bello cuadro que adornó mi existencia. Era un hombre de baja estatura, delgado, sumamente fuerte, de rostro alargado en finas líneas. Gastaba un ligero bigotillo rubio, y su mirada oscilaba siempre entre burlona y afectuosa. Cuando no estaba extremadamente alegre, se sumergía en ensueños para mí misteriosos y enormes. En el teclado del piano su melancolía se traducía en músicas nuevas.

Papá me quería mucho, me llamaba “mi muchachito”, “mi mocito”, y a veces se ponía conmigo a hablar mal de mamá o a ridiculizarla. A veces la juzgaba con alegría, como divertido de tolerar magnánimamente semejante carácter. A papá no le faltaba razón. Mamá era una mujer singular, con el sistema nervioso desequilibrado por una enfermedad latente y capaz de las violencias más absurdas y de las obsesiones más inverosímiles. Durante una época dio en creer que papá quería envenenarla; después, en accesos de rabia, llegó a tirar sus trajes a la calle y cometer otros despropósitos por el estilo. Lo evidente era que lo quería a papá de cierta manera desdichada, y que de ninguna manera hubiera hecho feliz a un hombre sensato.

En estas desavenencias el factor económico constituía el motivo dominante. Mamá se veía obligada a limitaciones que la encoraginaban. Cierto es que papá hubiera podido ganar más dinero, pero, sumergido en sus problemas musicales, en muchas circunstancias hacía menos caso de las necesidades de mi madre de lo que en la práctica es razonable.

¿Estaba desilusionado? Me inclino a pensar que sí. A veces me decía:

—¿Crees que si yo ganara más dinero ella cambiaría de carácter? No “mocito”, no. —Luego agregaba:— He descubierto una verdad, “mocito”: cuando una mujer no está enamorada profundamente de su marido, el marido se convierte en una especie de cosa a la cual con la más natural inhumanidad le exigen todo género de esfuerzos. Que no se agradecen. Acuérdate siempre de esto, “mocito”. Cuando veas trabajar a un hombre desesperadamente, es casi seguro que, en secreto, es esclavo de una mujer que en el noventa por ciento de los casos debiera ser azotada en la vía pública.

Yo comprendía oscuramente que papá guardaba contra mamá un rencor sordo. Más tarde, meditando en aquellos días, revisando mis recuerdos, comprobé que mamá estaba separada de papá por un resentimiento misterioso e inexplicable. Quizá no era mi padre el hombre que le cuadraba. Evidentemente, papá era un buen hombre, mamá era una buena mujer, pero no es suficiente que un hombre y una mujer sean excelentes personas para entenderse.

Además, papá era artista, vivía involuntariamente en otro mundo; y mamá, sólidamente, era mujer de esta tierra. Para colmo de desgracias, la única hermana de mi madre, la tía Eugenia, era una mujer rica, viuda de un hombre que, al fallecer, la dejó heredera de una fortuna y sin hijos. Esta tía mía se complacía mucho en visitar nuestra humilde casa y restregarle a mamá por las narices sus tapados de pieles y exagerarle la ventura de su posición. Como es natural, mamá, después de estas visitas quedaba inaguantable. Y en esas circunstancias volcaba su malhumor sobre papá que, sentándose al piano, armaba un estrépito de mil diablos con acordes disonantes.

La tía Eugenia era una mujer alta, cara ruda, de nariz respingada, esta particularidad le daba un aire insolente, que acentuaban sus pequeños ojillos cargados de expresión envidiosa y movedizos como los de un ratón. La tía Eugenia, en estado normal, era incapaz de un gesto desinteresado. Trataba de parecer generosa; en el fondo codiciaba el dinero, y su corazón era más duro que las baldosas de su finca. Su entretenimiento favorito consistía en reunirse con sus cuñadas para disputar algunos centavos en porfiadas partidas de naipes. Una variante en su vida era el chisme. Lo cultivaba obstinadamente y hasta tenía cierta habilidad para provocar confidencias. Luego las aderezaba a su modo, provocando entre los parientes y amistades fantásticos incidentes.

La preocupación de la tía Eugenia consistía en parecer elegante y educada. Cuando se sentaba a la mesa, durante algunos minutos ofrecía esa ilusión, pues componía una sonrisa falsa y almibaraba la voz. Creía que de ese modo se comportaba la gente de mundo, pero de pronto su natural plebeyo triunfaba sobre sus propósitos y, entonces, alargando como una tortuga la cabeza sobre los platos, al tiempo que movía la nariz como un tapir, mientras sus ojos rodaban en la cueva de patas de gallo y vomitaba un chisme que terminaba piadosamente:

—¡Quién lo hubiera dicho! ¡Y yo que la quiero tanto!

La tía Eugenia lo detestaba a papá, porque sabía que papá se burlaba de ella, y yo le era odiosa por ser hija de tal hombre. Siempre que me veía, exclamaba:

—Pero, ¡qué fea está mi sobrina! ¡Qué fea!

Yo la miraba, sonriéndome irónicamente. A pesar de ser una criatura, me sabía superior a esa mujerona. No me interesaba, “era una cosa de carne”, como decía papá que, a veces, comentando la conducta de esa mujer, me explicaba:

—Ella tiene la apariencia de un ser humano; en substancia su mentalidad no es superior a la de una oca.

En esa época mamá enfermó, hubo que internarla en un hospital, y nunca me olvidaré de este terrible detalle relacionado con la tía Eugenia.

Mamá necesitaba un camisón. Toda su ropa estaba en lo de la lavandera. Papá, ocupado con la terrible novedad, estaba organizando nuestra nueva vida. Mamá me envió a lo de la tía Eugenia a pedirle un camisón, y la tía Eugenia me respondió:

—Decile a Juana que yo no tengo ningún camisón..., y que también tengo mis apuros.

Papá se equivocaba. La tía Eugenia no era una oca. Era algo peor. Cuando le conté el episodio del camisón, papá se quedó pensativo durante algunos minutos, luego dijo:

—Si un escritor narrara en un cuento que una mujer rica, unida a una enferma por vínculos de sangre, le niega un camisón, la gente diría:

“No, no es posible.” Y sin embargo, este hecho ha ocurrido, y nos ocurre a nosotros. Realmente, la condición humana es extraordinaria en posibilidades de mezquindad.

Durante algunos meses fue dos veces por semana a visitarla a mamá. Un día papá llegó a casa con los ojos enrojecidos. Mamá había muerto. Comprendía muchas cosas, pero no pude comprender lo que era la muerte. A veces me parecía que mamá había sido una sombra en el muro. Yo también era una sombra en el muro. Papá también. La sombra se desvanecía y no ocurría nada sobre la tierra. Y eso uno no sabía si era terrible o si era maravilloso, o si todo lo que sucedía era un mal sueño del que todos nosotros despertaríamos algún día. No pude comprender la muerte de mamá.

Una mujer vieja se hizo cargo de nuestra casa. Papá estaba triste. Evidentemente sentía mucho la muerte de mamá, la quería y se querían ellos a su desdichado modo. Las costumbres de nuestra casa no se alteraron: algunas veces venía a buscarme a la salida de la escuela y me acompañaba. Tenía ahora la preocupación de ganar dinero, no para él, sino para protegerme a mí. Parecía temeroso de algo. Condescendió a componer tangos, ¡a él que le horrorizaban los tangos!, y ganó dinero. Yo escuchaba en la escuela comentarios bonitos sobre sus composiciones musicales, pero mi padre, cuando yo le hablaba de los comentarios, se tapaba los oídos horrorizado. Creo que robar le hubiera avergonzado menos. Me lo explico. Era su música.

Pasaron así cuatro años. Un día, al sentarse al piano, se dobló trabajosamente, estiró un brazo hacia el teclado y rodó. Cuando yo lo tomé entre mis brazos estaba muerto. Durante algunos momentos caí en la desesperación más horrible que puedo recordar. Me sentí arrojada en medio de la calle; era de noche, nadie cuidaba de mí; la calle y la noche eran el leitmotiv continuo de una vida que ahora se alternaba en mis sentidos con grandes lienzos de sombras. Gente distante articulaba con brazos de monigote en una penumbra movediza, yó me sumergía en el sueño y tenía la sensación de que hacía años y años que dormía, y no quería despertar jamás.

Finalmente, una mañana un rayo de sol hirió mis ojos. Estaba en la cama, probablemente enferma, y de pie, a mi lado, la criada de la tía Eugenia.

Cuando dejé la cama, mi cuerpo se había alargado y estaba sumamente demacrada y sensible. Mi tía me dijo que no tenía que afligirme, que todo se remediaría, y algunos días después reunió a sus amistades y me presentó en un círculo de mujeres absurdas como “la hija de aquel mala cabeza”. Yo bajé el semblante, encendido en sangre. Las mujeres absurdas cumplimentaron a mi tía por su obra de caridad.

En aquel momento no sé por qué se me ocurrió conceptuarla a mi tía responsable de la muerte de mi madre y de mi padre. La obsesión era ridicula, pero estaba abonada por el episodio del camisón. Yo la miraba y pensaba: “¡Miserable, le negaste un camisón a mamá! ¿Te das cuenta? ¡Un camisón!”

Mi tía no se enteró de los sentimientos que nacían en mí. Con sus amigas, se arrimaron a una mesa, cogieron las barajas y comenzaron a jugar al poker. Yo fui a recostarme, pues aún me temblaban las piernas.

Una semana después, mi tía suprimió la criada y yo me vi obligada a ayudarla en la limpieza de la casa. Este cambio no fue acompañado de malos modos, era natural en su graduación, como era natural el sentimiento de tacañería de mi tía. En cambio, me encontró demasiado débil para continuar yendo a la escuela.

Continuamente estaba dándome sermones sobre la necesidad de la economía, y sacando a relucir el ejemplo del camisón de mi madre y del fin de mi padre, para terminar agregando que mi destino presente sería muy distinto si yo tuviera la mitad de sus bienes o propiedades.

Cuando examino las conversaciones de mi tía, no creo que sus temas se apoyaran en un sentimiento de maldad consciente. No. Sentía la necesidad de glorificarse de su dinero porque yo no lo tenía, y es humanamente agradable para una naturaleza miserable tener algo que otros pueden necesitar. Para consolarme, decía:

—No te preocupes. Todo te quedará para ti el día que yo muera.

Yo reflexionaba. Recordaba.

¡Qué distinta era la vida en la casa de mi padre, cuando él vivía! Con papá hablábamos de teatro, de pintura, de óperas, de música, de existencias de hombres extraordinarios. Cuando papá se sabía inteligentemente escuchado, desenvolvía los panoramas de su vida interior con tal acierto, que era un goce físico atenderle. En cambio, en la casa de mi tía, sacándola de hablar mal de sus amigas, de sus cédulas hipotecarias y del cobro de los alquileres de sus propiedades, no existía ningún interés por ningún aspecto desinteresado de la existencia. El día que la tía Eugenia me sorprendió leyendo una novela, se puso de mal humor. Otro día que le manifesté deseos de continuar estudiando el piano, me respondió bruscamente:

—¿Quieres tener el mismo fin que el mala cabeza de tu padre?

No respondí. Pronto iba a cumplir quince años. Una expresión de gravedad endurecía las líneas de mi rostro. Muchas veces pensaba en escaparme de esa casa. Pero, ¿adonde ir? La vida me inspiraba terror. Yo no sabía escribir a máquina, no conocía idiomas, había caído en una cárcel donde sólo estaba permitido fregar, cocinar, tejer. Yo no diré que mi tía me maltrataba o me había convertido en su esclava, no, pero era ostensible que todas mis facultades, lo más precioso que había heredado de mi padre, se atrofiaban allí en el cumplimiento de una vida estúpida y sin objeto. Yo no quería ser una mujer como mi tía; yo aspiraba a ser otro tipo de mujer, ejercitar la vida más noblemente, y no ser “una cosa de carne”. Para colmo de desgracia, la muerte de mi padre había interrumpido mis estudios en sexto grado de las escuelas primarias. Mis proyectos de ingresar al liceo de señoritas se habían derrumbado.

En aquella época mi tía se fue a vivir a un caserón de su propiedad, en el pueblo de Belgrano. Era aquel un edificio colonial, situado en la calle Cramer, rodeado de un inmenso lote de tierra que el tiempo convirtió en un jardín silvestre. El trabajo que mi tía y yo teníamos que realizar era mucho mayor. Había mucho que limpiar y mucho que cuidar. Yo no iría jamás al liceo de señoritas, y los ojos se me llenaban de lágrimas cuando veía pasar a las colegialas con sus delantales blancos y sus valijas cargadas de libros. Y la responsable era ésa, mi tía, con su traza de verdulera distinguida y su gorro de terciopelo ladeado a un costado, como el de los plebeyos de Rembrandt.

Mi odio se iba comprimiendo. Yo sabía que algún día terminaría por estallar de una manera terrible, y temía que ese día llegara, porque fatalmente me vería obligada a abandonar la casa de mi tía, y entonces ignoraba cuál sería mi destino.

Para ese entonces la tía Eugenia pensó en edificar una casa de departamentos en el terreno que quedaba libre junto al caserón. Primero habló de su proyecto con todas sus amistades, luego la visitaron varios arquitectos, más tarde innumerables albañiles. Ella disputaba sagazmente con toda esa gente, yo no podía menos de levantar la cabeza asombrada pues la tía, lápiz en mano, arremetía contra ellos y demostraba tener tantos conocimientos como los constructores en lo que se refiere al costo de la madera, cinc, ladrillos y cal. Un día salimos juntas y recorrimos innumerables galpones de materiales de construcción. No había pasado una semana cuando una cuadrilla de hombres comenzó a cavar los cimientos de la futura casa de departamentos y otros abrieron un hoyo profundo e inmenso. Varios camiones cargados de cal se detuvieron en el jardín y durante tres días vivimos envueltos en ardientes nubes blancas que se desprendían de la cal al apagarse. El hoyo profundo e inmenso se convirtió en un horno. A pocos metros de él se percibía la temperatura constante. Sin embargo, el enorme pozo estaba la mitad por llenar.

Después llegaron camiones cargados con chapas de cinc. La tía tiesa con las facturas en las manos controlaba el material que descargaban. No se fiaba del capataz ni de los albañiles. “Todos son unos ladrones”, decía. Tampoco quiso subvencionar a un sereno, porque “los serenos son los primeros en robar en vez de cuidar”. Sustituyó al sereno por un feroz perrazo de policía, que andaba siempre un poco hambriento. El constructor que se había hecho cargo de la obra temblaba en presencia de la tía.

A la noche del cuarto día de haber comenzado aquel trajín, en cuanto me acosté, quedé dormida. Me habían extenuado los quehaceres de la jornada.

¿Qué hora de la noche sería cuando mi tía me despertó? No lo recuerdo. Ella, en camisón, estaba junto a mí, sacudiéndome por el hombro. Cuando pude escucharla volvió a explicarme lo que ocurría.

—Va a llover. Esos malditos albañiles han dejado varias bolsas de cal viva afuera. Vení, que taparemos la cal con unas chapas. Así la lluvia no la estropeará.

Entre dormida y despierta me eché a las espaldas una salida de baño y acompañé a mi tía al jardín. Efectivamente, iba a llover de un momento a otro. Relámpagos verticales trazaban surcos violetas en el horizonte; el jardín aparecía fantasmagórico al apagarse y encenderse. Pasamos junto al pozo de cal. Como un alto horno, despedía una temperatura violenta y firme.

La tía dijo:

—Mirá, allí están las chapas...

La pila de bolsas de cal viva estaba junto al pozo, a un paso de la orilla. Mi tía tomó una chapa de cinc y yo otra. Así, a la luz de los relámpagos, comenzamos a tapar la pila de bolsas.

Yo no pensaba. Trabajaba automáticamente. La tía Eugenia con una chapa suspendida sobre su cabeza y yo con otra, caminábamos a la orilla del pozo candente. De pronto, siempre sin pensar absolutamente en nada, dejé caer mi chapa. Sin vacilar me acerqué a mi tía y con las dos manos abiertas le di un fuerte empellón. Ella lanzó un gran grito, hundiéndose en el hirviente pozo de cal. Yo salté hacia atrás. En la superficie blanca del pozo un relámpago iluminó una chapa de cinc. Nada más. Yo recogí la chapa que dejé caer al suelo, la coloqué sobre la pila de bolsas de cal y sin volver la espalda, entré a mi cuarto, apagué la luz y traté de dormir. Pensé que vivía en una cabaña construida de bloques de hielo. Allí debía guarecerme sin interrupción seis meses antes de ver el sol. Tronaba y relampagueaba afuera. Continuaba pensando que estaba en una cabaña de hielo. Sobre ella se desplomaban crueles tempestades polares. Afuera, mi tía, en el fondo del pozo de cal, se cocinaba viva.

Quedé dormida...

Al día siguiente me despertaron varios funcionarios policiales. Me dijeron que mi tía había muerto en un accidente horrible. Yo me eché a llorar, naturalmente. En aquellos momentos, sin ninguna hipocresía, sentía infinita pena por esa mujer. Como era menor de edad, el juez me puso bajo un tutor, conversó conmigo y me preguntó qué era lo que yo deseaba hacer, y respondí que quería terminar sexto grado para poder ingresar al liceo de señoritas. El juez me sonrió paternalmente, respondió que mis deseos se verían cumplidos, cuanto más que por la muerte de mi tía recibía una herencia que permitía sufragar holgadamente todos los gastos que impusieran mis estudios.

Y recuerdo que el día más hermoso de mi vida fue aquel, cuando nuevamente, con mi guardapolvo blanco y mis trencitas sobre la espalda, entré al aula en fila con mis compañeras y la señorita maestra me dijo:

—A ver, Albertina, pase al pizarrón y explíquenos de cuántos huesos consta el cráneo humano...


(El Hogar, 3 de septiembre de 1937)

El traje del fantasma

Inútil ha sido que tratara de explicar las razones por las cuales me encontraba completamente desnudo en la esquina de las calles Florida y Corrientes a las seis de la tarde, con el correspondiente espanto de jovencitas y señoras que a esa hora paseaban por allí. Mi familia, que se apresuró a visitarme en el manicomio donde me internaron, movió dolorosamente la cabeza al escuchar mi justificación, y los periodistas lanzaron a la calle las versiones más antojadizas de semejante aventura.

Si se agrega que frecuentaba mi habitación un marinero, nadie se extrañaría que las malas lenguas supusieron (entre los lógicos agregados de «¡oh, no puedo creerlo!») que yo era un pederasta, es decir, un hombre que se complacía en substituir en su cama a las mujeres por los hombres. Tanto circuló la mala historia, que algunos reporteros caritativos lanzaron desde las páginas de los periódicos amarillos donde se ganan las arvejas, esta declaración:


Gustavo Boer no fue nunca un invertido. Es un loco.

Y ¡cuerpo de Cristo!, yo no estoy loco y siempre me han gustado las mujeres. No he estado nunca loco. Declarar loco a un ciudadano porque sale desnudo a la calle es un disparate inaudito. Nuestros antepasados, hombres y mujeres, vagabundearon durante mucho tiempo desnudos, no sólo por las calles, que en esa época no existían, sino también por los bosques y los montes, y a ningún antropólogo se le ha ocurrido tildar a esa buena gente de desequilibrados ni nada por el estilo.

Claro está que lo normal tampoco consiste en que un hombre salga a la calle en cueros. De acuerdo. Pero sólo a mentecatos como los que florecen en este país se le puede ocurrir que un prójimo tiene las facultades mentales alteradas por presentarse ante sus semejantes sin ropas que cubran su natura. Con criterio semejante podríamos tildar de loco al escultor que talló en mármol al adolescente que bajo la forma de una estatua exhibe en la rosaleda de Palermo sus graciosas partes pudendas. A vía de comentario diré que he visto a numerosas doncellas tímidas mirar de reojo la estatua, curiosas de saber en qué se diferencia un adolescente de una jovencita, y por ello a nadie se le ha ocurrido poner el grito en el cielo.

Y en última instancia, ¿qué diremos de los nudistas, quienes parecen ser discípulos de los antiguos y socarrones adamitas?

Inútiles han sido explicaciones y razonamientos. Cuando mi madre me visitó en el manicomio se echó a llorar profusamente. Mi cuñado movía la cabeza pretendiendo expresar con ese movimiento: «Siempre he dicho yo que este pajarraco terminaría mal», y mi hermana lanzaba el consabido: «¡Oh, qué vergüenza para la familia!». Después vinieron mis amigos; a todos les bailaba la misma pregunta en la punta de la lengua:

—¿Es cierto que fornicaba con el marinero?

Me he aburrido de explicar ciento treinta veces el mismo asunto. A los que dudaban de mi virginidad masculina les he mostrado un certificado médico y al resto los he enviado al diablo, pero tanto rodó la bola de nieve que ya no es bola sino fabuloso témpano, desmesurado planeta. Para terminar de una vez por todas con esas habladurías me he visto obligado a escribir la memoria de los sucesos extraordinarios que siguen: con ello abrigo la esperanza de que la gente comprenda que si salí a la calle desnudo no fue porque creyera estar desnudo sino vestido. ¿Se dan cuenta? Pero hágale comprender usted la razón a un médico idiota y a un periodista irresponsable que a cada tres minutos de conversación reporteril consulta su reloj, pues tiene más prisa en ir a encontrarse con su querida que en escribir una buena nota.

Víctima, víctima de la incomprensión humana que me encierra como a una fiera en un establecimiento de enfermedades frenopáticas, tengo que defenderme por mi propia cuenta y prepararme a ser mártir de una causa perdida. No importa. Lo juro. Mi corazón es grande y les perdono a todos la injusticia espantosa con que me agravian al obligarme a tolerar un medicucho de aliento fétido y pies juanetudos que cada vez que se acerca a mí sonríe hipócritamente diciéndome a vía de consuelo:

—Estamos mucho mejor que al principio, ¿no m'hijo?

Mi corazón es grande. Perdono a todos aquéllos que creyeron por un momento que me gustaban más los hombres que las mujeres (entonces sí sería estar loco de veras) y también perdono a los otros que aún se obstinan en admitir que mi cerebro funciona como mi aparato de radio con una válvula electrónica coja o un condensador averiado. Magnánimamente lo perdono todo, porque yo soy así; e insisto: si salí a la calle desnudo fue por creerme vestido, y si creí que estaba vestido débese a que regresaba de un país donde nadie me había visto desnudo, sino bien trajeado, y más me valiera no haber regresado nunca, porque allí me llamaban El Capitán y yo tan de veras me había acostumbrado a creer que era capitán, que, sin haber navegado como no fuera en los canales del Tigre, me sabía de memoria las batallas navales que había perdido o ganado, y no existe vagabundo del País de las Tierras Verdes que no haya abierto la boca como un ballenato cuando contaba cómo había torpedeado la escuadra inglesa del Báltico y los prodigios realizados desde mi torre de combate cuando hundieron a cañonazos el «Breslau» y el «Dresden». Bueno, bueno..., no nos anticipemos a los hechos y vamos por riguroso orden de aventuras, pues si no, ciertamente, correré el riesgo de que la gente crea que he enloquecido y sea yo quien asesinó al marinero.

El Marinero Misterioso

En el prólogo relacionado con mis desventuras aludí al Marinero. Mi amistad con este perdulario fantasmagórico databa de un suceso casi absurdo. Nos encontramos un día yendo por la calle en dirección contraria. Él avanzó hacia mí manifestando con estas textuales palabras: «Experimento mucha alegría de encontrarlo nuevamente»).

Le respondí que yo no lo conocía de ninguna parte, y que, además, no tenía ninguna curiosidad por saber quién era. Indignado retrocedió en la acera preguntándome a voz en cuello:

—Y entonces, ¿por qué me ha hecho usted un corte de manga?

Repuse que yo era un hombre de educación exquisita y por tanto jamás le haría en la calle, y a un desconocido, un corte de manga. Entonces el Marinero, guiñando socarronamente un ojo, añadió que mis razones no le daban ni frío ni calor, que en la vida existían cosas más importantes y la «identificación de las almas magnánimas frente a un vaso de vino le parecía una necesidad formal».

Ello constituía una clara invitación a echarse al estómago un vaso de vino y tomándonos del brazo entramos a un bodegón mugriento. Un muchachón puso ante nuestras narices un botellón de vino tinto, creo que era Nebiolo seco. Bebimos esa botella y después otra. Terminadas las dos botellas salimos a la puerta del establecimiento vinatero y comenzamos a hacerle cortes de manga a cuanto transeúnte pasaba, y a ponernos las manos en cornetilla sobre la boca para hacer un ruido semejante al que producen los gases que expelen los intestinos.

Se indignó el dueño del hostal y a empujones nos apartó del umbral de su comercio, brutalidad que nosotros aceptamos, comprendiendo que la vida encierra «cosas más profundas». Trazando zigzags avanzamos por las calles y el Marinero durmió esa noche como un fardo de pasto (si un fardo de pasto puede dormir), tendido en el piso de mi cuarto.

Desde ese día nos hicimos amigos.

Y ahora que se presenta la oportunidad de presentarlo, diré que era un truhan grandote, con el cuerpo desde la cintura a la nuca echado hacia adelante. En cierto modo, con brazos perpendiculares al suelo como plomadas, parecía un cuadrumano al caminar. Le cruzaba la mejilla, desde la sien hasta un lunar del mentón, una tremenda cicatriz de cuchillada, en cuya señal lívida no crecía pelo de barba. Afirmaba que lo había marcado así un gigante de las Tierras Verdes, zona situada al otro lado de las Tierras del Espanto, pero el cronista supone con no escasa razón que semejante tatuaje le fue inferido en una riña de rufianes, pues sólo en las historias antiguas se encuentra mención de gigantes y ellas son inexactas, como todo el mundo sabe. Por otra parte, si era un gigante el que había reñido con él, ¿a qué utilizó cuchillo? Por su propia condición, un gigante para quitarse de adelante a un desvergonzado no necesita utilizar un cuchillo.

Salvo el detalle de la cuchillada y sus alocados ojos grises, nada revelaba en él costumbres que no merecieran adornar la figura de un caballero. Él, como si sospechara este detalle, en vez de refugiarse en una isla desierta, vivía casi constantemente en tierra, en el alto cuarto de una casa cuya construcción había sido interrumpida cuando los carpinteros colocaban los marcos de las puertas. Se subía al cuchitril mediante una escalera de soga, y el gran Cosme (pues así se llamaba) transcurría la mayor parte del día sentado a la sombra glacial de la muralla roja, gargajeando negro y trenzando y destrenzando una soga entre sus manos más duras que manoplas de cuero.

No podía negarse que en otros tiempos viajó. Sin embargo, no le agradaba mucho referirse a su pasado. Alguna vez supuse que había sido pensionista en uno de los presidios de Nueva Caledonia, pero como soy sumamente discreto jamás me permití preguntarle nada. Él, de interrogarlo, tampoco me hubiera contestado. Observé que, correspondiendo ampliamente a mi discreción, no me contaba absolutamente nada relacionado con su vida íntima. Pero, a cambio del silencio que guardaba respecto a la zona moral de su existencia, era generoso en otra dirección. Así, me enseñó los tatuajes que le adornaban el cuerpo, dibujos variados y extraordinarios. En el pecho, por ejemplo, tenía un elefante tendido de espaldas y atado por las cuatro patas a cuatro palmeras, mientras que en el vientre del paquidermo una pareja de monos bailaba un cancan acompañada por una orquesta de negros flautistas. En su brazo izquierdo, en cambio, se veía una mujer corriendo con cuatro pies, perseguida por un monstruo medio hombre y medio caballo. En el brazo derecho exhibía una marina, cierto trozo de oleaje verdiazul, en el que flotaba un salvavidas con un hombre que fumaba una pipa sentado en él.

Por las piernas le trepaba desde los tobillos hasta las ingles una doble enredadera azul, entre cuyos tallos acaracolados y hojas dentadas se abría paso el descomunal pico de dos marabús de Java, situados en sus muslos uno frente a otro, como dos bajorrelieves en una estela asiria.

A pesar de su piel decorativa, el hombre vivía castamente y amaba los pájaros de plumas rojas, verdes y amarillas.

Su orgullo estribaba, como dije antes, en reírse de los peces de colores y en afirmar que todos los capitanes que surcaban los mares eran irnos barbianes ignorantes de la geografía de las Tierras del Espanto. Estaban mareados polla Rosa de los Vientos, que no era una rosa sino un círculo flechado de puntas sin perfume.

Cuando se le preguntaba si había visitado la Tierra del Espanto respondía afirmativamente, agregando que el día que ambos tuviéramos voluntad, me conduciría hasta la Taberna de los Perros Ahogados. Allí se daba cita la canalla más conspicua de los tres grandes puertos del mundo.

Con sorprendente seriedad aseguraba que el Canal Perdido estaba bloqueado en su trayecto por malecones sucios y apestados. Entre altos yuyales se pudrían cajones de automóviles, cuyos dueños habían quebrado. En las solanas, descomunales vagabundos dormían con la panza al sol, o se divertían organizando carreras entre los piojos gordazos que se quitaban del sobaco, aunque los piojos preferidos para tales carreras eran los criados en el ombligo.

Varios vagones abandonados en los desvíos habían sido convertidos en tabernas, donde bailaban, al son de jazbandas furiosas, desteñidas «girls» que habían fracasado en Hollywood, y el Marinero afirmaba que el hombre de mar que bebía el maldito vino de la Tierra del Espanto terminaba casi siempre su carrera carbonizado en la silla eléctrica o desvertebrado de una puñalada trapera.

Más allá de la costa y de los desvíos se extendía un desierto cruel, totalmente vitrificado. En vez de seguir la ley de curvatura terrestre, se prolongaba liso y recto hasta el infinito.

Un fabricante de espejos —decía él—, con un buen juego de diamantes, podría cortar allí la suficiente cantidad de cristales como para ornamentar todos los bares de la tierra.

Tanto le entusiasmaba la idea que un día, encontrándose escaso de dinero, visitó a un vidriero pequeñín, domiciliado en su barrio, para proponerle el negocio; pero, sea que el otro estuviera aquel día de muy mal humor, sea que el haber nacido cojo y tuerto le ponía fuera de sí, el caso es que el vidrierito, escamado, casi hace encarcelar al Marinero bajo la acusación de tentativa de estafa. Era cosa de reír buenamente, porque nunca se imaginaba nadie que podía almacenarse tanta cólera como aquélla que tenía comprimida en su cuerpo chiquitín el vidriero cascarrabias.

A su vez, el Marinero se puso tan furibundo que pretendió querellar ante los tribunales al vidrierito por calumnias e injurias. Durante muchos días me divertí con los bufidos que le arrancaba la indignación.

Para apartarlo de la línea de su furor insistí muchas veces en preguntarle en qué paraje de la ciudad se encontraba la Taberna de los Perros Ahogados, pero el gran Cosme se abstenía de contestarme. Sólo una vez, entre dientes, me dio a entender que todos los insignes rufianes de cuya amistad se enorgullecía, eran esperpentos momificados por el salitre y el yodo de los vientos marinos. Entendí entonces que la susodicha vinería era la taberna de los marineros muertos.

Ateniéndome estrictamente a su relato, pues nunca visité la tal taberna, diré, que allí los diques rebalsaban de fango y agua podrida. Carcomidas por el óxido, las grúas enrojecían bajo un cielo de azul lejía. Una chata de hierro encallada en el légamo se había convertido en un vivero de ratas atroces. Por la noche, las más gordas, a la luz de la luna, bailaban como castores sobre dos patas, y el Marinero afirmaba que ni él, «ni siquiera él», se hubiera atrevido a poner un pie en tal lugar. Más allá se dilataba el desierto negro y ardiente como la sed... y de aquello era mejor no hablar por un montón de razones. Por otra parte, cualquier lector medianamente inteligente se dará cuenta que el relato del gran Cosme, en su segunda descripción de las inmediaciones de la Tierra de los Perros Ahogados, se contradice con la primera.

De lo dicho se desprende cuán extraordinario bergante era el Marinero y qué doloso en sus relatos, a los cuales no hubiera prestado nunca la menor atención si, contra toda razón de prudencia y sentido común, no me hubiera embarcado una noche con él en una de esas fementidas lanchas con que se hace la travesía de los canales del Tigre.

Ocurrió que, habiendo quebrado el vidrierito (a quien en otra oportunidad me referí) y sido enviados sus bártulos a un remate judicial, para festejar el acontecimiento el Marinero me invitó a beber. Soy culpable y lo reconozco, de no haberme comportado morigeradamente en aquella eventualidad, y, más rápido de lo que pudiera creerse, me embriagué a tal punto que cuando el Marinero me invitó a la Taberna de los Perros Ahogados asentí complacido. Esperaba burlarme de él haciéndole creer que admitía sus historias de imposible comprobación, y nuevamente para festejar el flamante acontecimiento volvimos a beber. Tanto vino tragué que de pronto, en el mismo despacho de bebidas comencé a vomitar como un búfalo atiborrado de agua.

No hice el menor caso a aquella advertencia a la cual un temperamento religioso pudiera llamar divina, y empecinado en que borracho o fresco visitaría igualmente la Taberna de mi curiosidad, me dispuse a seguir al Marinero, quien, y ahora comprobarán ustedes las mañas del pajarraco, hurtó, en un descuido del mozuelo del almacén, la filosa cuchilla de cortar fiambres ocultándola entre su camisa y el pecho.

Sacamos los boletos en la estación Retiro, y cuando llegamos al Tigre había anochecido por completo. Cruzamos algunas calles de tierra y pronto llegamos a una ensenada, siniestro pozo de agua, perdido entre cañaverales. Junto a un cobertizo destechado y solitario, yacía amarrado el «transatlántico».

En mi vida he visto catafalco más indecente y cochambroso que aquél.

Tratábase (mis conocimientos náuticos son reducidísimos) de un mugriento «sloop» de más o menos veinticinco pies de eslora, con un largo palo de mesana en su centro. Fijado a la proa, encontrábase un motorcito portátil, oxidado y cubierto de grasa negra. Tal era la incuria del Marinero, que para asegurar aún más el motor a su lugar le había agregado nudos de alambre. Servía la máquina para arrastrar fuera de los canales a la maltrecha embarcación, pues como dije antes, jamás vi «yacht» más descuajeringado que éste que tenía ahora a mi vista, con la cubierta destruida a punto tal, que estoy seguro que a una milla de distancia se podían contar los boaos del sollado y las tablas del casco.

De las cabinas (que en un tiempo las hubo) no quedaba ni rastro. Se caminaba pisando directamente en la sobrequilla, y cuando el gran Cosme izó los foques y el viento hinchó ligeramente la cangreja y la escandalosa, el «sloop» no parecía la embarcación de un marinero, sino la de un cargador de guano. Digo esto porque el velamen estaba tan sucio, que, dijérase lo había enmerdado algún enemigo del Marinero.

No queda duda, después de lo que he descrito, que con semejante cachivache no podía irse muy lejos, pero el estado de incoherencia en que me encontraba no me permitió rechazar rotundamente la aventura, y un cuarto de hora después de haber descendido en el Tigre estábamos en marcha hacia la famosa Taberna.

Navegamos entre murallas de sombras formadas por los boscajes de las islas (no había luna), y yo apretaba el cabo de mi pequeña pistola automática, en el bolsillo, no porque el gran Cosme me inspirara temor, sino para situarme dentro del estricto protocolo aventuresco, que le exige a los héroes de novela que esgriman el revólver en su bolsillo, mientras el compañero, con completa ignorancia de lo que ocurre, está ocupado, siempre y fatalmente, en algo, hasta que sobreviene lo inesperado.

Navegamos, el Marinero junto al motorcito resoplón como el de una motocicleta y yo junto al timón, cuando en un cuarto de segundo se desenvolvió totalmente el horrible suceso. El marinero púsose en la proa, de entre el pecho y la camisa extrajo con un brusco movimiento de brazo la cuchilla de cortar fiambre y levantándola a la altura de su mentón se cercenó la garganta.

Permaneció un instante de pie junto al motor; luego, con los brazos abiertos, cayó de espaldas al agua. Instintivamente, me lancé hacia él, golpeé la cabeza en el mástil y caí sobre el travesaño, no sé si desvanecido del golpe o de la conjunción de éste con los residuos de la embriaguez y la impresión que me produjo la explosión de aquel acontecimiento.

Al recobrar el conocimiento me asombré de encontrarme en postura horizontal y frente a las tinieblas. Instintivamente llevé la mano a la cabeza y la retiré húmeda y pegajosa. Comprendí que era mi sangre y ello me produjo tanto horror que volví a desmayarme.

Cuando desperté, intuitivamente comprendí que ya no estaba en el canal, y esta intuición despojada de razonamiento, lisa y fría, precipitó tal magnitud de desesperación a las compuertas de mis nervios que me sentí proyectado fuera del planeta, como si hubiera recibido la descarga de un cañón neumático. Anonadado me dejé caer en el fondo del «sloop» y apoyé la cabeza en el travesaño de madera, insensible al colchón de agua que bajo mi cuerpo zangoloteaba en el fondo de la embarcación.

Una temperatura tierna y repugnante brotaba de mis sentidos hacia las sienes. Simultáneamente comencé a sudar.

Aspiraba aire entre los labios entreabiertos por la relajación muscular. Subía y bajaba en una superficie elástica que abarcaba hasta la última pulgada de mi carne y entonces, súbitamente espantado traté de refugiarme en el fondo del «yacht», y aunque el agua que en la cala había me bañaba horizontalmente medio cuerpo, me dejé estar allí, con horror de mirar el espacio de afuera, y durante muchas horas permanecí así tendido como en el fondo de un ataúd húmedo, golpeando con los flancos las paredes de la embarcación, indiferente al castigo que sufría mi cuerpo. Adentro de él se desarticulaba una armazón más viscosa y blanda.

Luego volví a dormirme, o a perder totalmente la conciencia. Cuando desperté era bien entrado el día, aun cuando no podría precisar la hora. El sol caía oblicuamente sobre los maderos sucios del «sloop» hediondo a pescado. Hacia donde se miraba, la extensión verdosa tocaba la base circular de la cúpula del cielo. Mis ropas estaban enteramente mojadas. Me desnudé y las colgué al mástil, atándolas con un clavo por temor de que se me cayeran al agua o se las llevara el viento. El sol empezó a calentar mi piel, casi a curtirla, y recordando el efecto de las quemaduras solares me envolví en la vela de lona, que estaba recalentada.

Por momentos me acordaba del Marinero y su extraña conducta. No podía quedar duda de su suicidio. El motor y la madera guardaban rastros de sangre coagulada; pero aquel horrible suceso, debido a su vertiginoso desarrollo, me parecía distanciado de mi situación presente por un espacio de tiempo inmenso. Para mejor expresarme diré que no lograba conectarlo con la realidad que yo estaba viviendo. De mí no quedaba más que un instinto a la expectativa. No pensaba en nada, y más tarde he recordado frecuentemente esa etapa terrible. Yo me encontraba en aquellos momentos bajo la somnolencia de una ligera conmoción cerebral.

¿Qué se hicieron en aquellos momentos los conocimientos que adquirí en la escuela, las teorías respecto al mejor modo de vivir y filosofar? Me olvidé completamente de las bibliotecas para convertirme en un animal en exclusiva relación con el horizonte, la luz y la temperatura.

Miraba el confín en todas direcciones porque de allí podría venirme la salvación, y cuanto más escudriñaba el horizonte más importante me parecía, y hubiera dado toda la ciencia del mundo contenida en los libros si a cambio de esa ciencia me hubiera sido permitido adquirir la salvación de mi cuello.

De pronto recordé que tenía sed. Me incliné hacia el fondo de la maldita embarcación. En el fondo había aproximadamente cinco centímetros de agua. Sorbí de bruces aquel brebaje insípido, ligeramente amargo, y volví a sentarme en el travesaño apoyando la espalda en el mástil y espiando el horizonte.

Pero poco duró mi presencia de espíritu. Nuevamente sentí que desfallecía. Mi voluntad se desmoronaba; de mí no quedaba una célula viviente que no se desvaneciera en una particular desesperación.

El «sloop», siguiendo el vaivén del oleaje, me disolvía en el espacio, y sólo esperaba morir, porque había renunciado a la vida en la certeza de que ninguna salvación podía esperar. En punto alguno del espacio se distinguía una sola muestra de tráfico marítimo. Con los párpados entrecerrados, tendido junto al palo de mesana al cual terminé por atarme con el cinturón de cuero añadido al cabo que servía para atar la cangreja, miraba la distancia verdegrís repetida en cada pulgada por una ondulación repetida de espuma, y unas veces en lo alto de una de aquellas pequeñas olas, otras en lo bajo, me sentía una microscópica partícula del infinito. Nada podía contra él.

Perdí varias veces el conocimiento. Incluso ignoro cuántos días me encontré en situación semejante, porque a veces abría los ojos y el sol estaba bajo y resplandecía como un carro de oro atascado en una llanura vinosa y otras, en cambio, rojizo como un disco de cobre, entre nubarrones violetas, aparecía furtivo ante mis ojos que volvían a cerrarse.

La última vez que desperté sentí un dolor terrible en la cintura. Me examiné y descubrí horrorizado que la correa me había cortado profundamente la piel en su roce incesante. El agua, al mojarme, me producía la sensación de una quemadura. Tenía la lengua enormemente hinchada y rota. Me desaté para echar a caminar por el océano. Tal era mi propósito, pues estaba delirando de la sed y la fiebre, y en ese trance me parecía natural caminar encima de las olas. Había gritado demasiado tiempo llamando a una sirvienta para pedirle que me trajera agua, y como ésta no venía y yo escuchaba mis propios gritos, por lo que no me cabía duda de que no querían servirme, me incorporé penosamente al pie del mástil para desatar el nudo. Fue en ese instante que comprendí que era de noche. Experimenté una gran alegría. Si la sirvienta no me atendía debíase a la noche, y recuerdo con precisión que me reproché el haber sido injusto con la criada. La negrura del mar parecía un túnel vacío dispuesto a tragarme; íbame a lanzar a su fondo cuando descubrí una masa inmensa virando despaciosamente a proa del «sloop» y en su fondo amarillo se recortaron dos cañones de gran calibre y dos chimeneas oblicuas; entonces, un sobresalto de alegría espantosa, inaudita, me hizo gritar. La dirección del fuerte viento empujaba a todo paño a mi embarcación hacia la mole de acero que trazaba un mosaico negro en la superficie movediza y plateada del agua, y es indecible describir mis sufrimientos durante aquellos minutos, porque sin poder apreciar la velocidad del acorazado ni la del barquillejo que me llevaba, se me figuraba que la mole desaparecería antes de yo llegar a ella, mas como el «yacht» no seguía una trayectoria recta sino oblicua, recuerdo que cuando llegué al corredor de sombra que la nave trazaba sobre el agua de plata, recibió el envión de la estela que la desplazaba, y si no hubiera habido una escala de cuerda caída a un costado ignoro cómo me hubiera valido.

Cierto que mis energías eran escasas, pero la esperanza de poder beber mil litros de agua inflamó los músculos de mis brazos; la boca se me llenó de saliva mientras pensaba en los mil litros de agua y con los brazos tendidos aguardaba que la muralla de acero con la escalera pendiente pasara frente a mis manos. Cuando ésta pasó recuerdo que me tomé fuertemente de un travesaño de madera y como si no confiara en la energía de mis brazos mordí el travesaño. Así trepé hasta arriba, y cuando llegué me dejé caer en la fría coraza del puente, humedecida por el rocío nocturno. Ávidamente me puse a lamer la chapa de acero. Creía morir de felicidad, y no bebía tan sólo con la boca o los labios o la lengua, sino que abría las manos y las restregaba en el piso de acero elevado y húmedo, y hasta la piel de los brazos absorbía con tanta avidez la sensación de frescura como mi boca.

Esto me reanimó lo suficiente para ponerme de pie, y tambaleándome miré sobre mi cabeza dos cañones desnivelados proyectando desde su torre de combate desiguales conos de sombra en el puente.

Indudablemente aquél era un barco de guerra. En lo alto del palo trípode de la proa, un marinero de espaldas miraba con un catalejo hacia el lugar en que subía la luna. Tambaleándome, busqué la entrada al corredor de camarotes. Una mortecina lamparilla eléctrica iluminaba la entrada, y hacia allí me dirigí. Todas las puertas de los camarotes estaban cerradas y el piso cubierto de una alfombra de salitre, pero en el suelo, al fondo, se veía una raya amarilla de luz. Como estaba descalzo caminaba sin hacer mido y al llegar a la puerta del camarote me detuve, pues un oficial, de espaldas, con la cabeza inclinada, parecía estudiar algo en un inmenso plano que caía hasta sus rodillas desde una mesa.

—Permiso, oficial —murmuré—. Soy un náufrago.

El oficial debía ser algo sordo. Reparé que no me escuchaba, ocupado en el estudio de su carta marítima.

Y cuando iba a entrar sin permiso ocurrió algo sumamente singular. El oficial giró sobre sí mismo y al hacerlo descubrí horrorizado que bajo la visera de su gorra no había una cabeza humana sino una calavera de respingada nariz de hueso y dientes de plata. Las manos del esqueleto tomaron un compás... Retrocedí, espantado.

Buscando por dónde salir tropecé con un esqueleto vestido de marinero. Avanzaba por el pasillo. Pasó por mi lado sin mirarme, se cuadró frente a la puerta, llevó una mano a la altura de la sien y rigurosamente cuadrado habló en un idioma desconocido con el oficial de adentro. Mientras hablaba pude leer en la cinta de su gorra el nombre de «La galera galeota».

No me quedaba ya ninguna duda. Había caído en el acorazado fantasma. Seguí a lo largo del pasillo, una puerta estaba semientreabierta, ensayé la última prueba, y tuve que rendirme a la evidencia.

En el comedor de los oficiales siete esqueletos uniformados, con la graduación en las bocamangas de sus chaquetas negras, reían en tomo de una mesa cargada de porrones de alcohol, y juro que era sumamente curioso ver esos dedos de huesos amarillos cogiendo los vasos de licor y echándoselos al coleto mientras los maxilares rechinaban unas palabras endiabladas que deduje eran alemanas.

Y aunque la puerta crujió al abrirse y yo me detuve en el centro de ella, ninguno de ellos se dio por aludido. En aquel instante mi sed era tanta que no vacilé en acercarme a la mesa y tomar un botellón de agua, poniéndome a beber frente a ellos, pero ninguno de los bebedores, aparentemente, se enteró de mi acción. Después de vaciar el botellón tuve nuevamente mucha sed y cogí un botellón de cerveza; bebí hasta que semiembriagado caí sobre una silla, junto a un oficial que colijo sería teniente de navío. Fumaba una nauseabunda pipa, y quedé entre él y otro esqueleto cuya dentadura era de oro. Mas atención hubiera provocado en ellos una ráfaga de aíre que mi presencia.

Pero todos estos hechos distintos, el dolor que aún me causaba la piel rasgada en la cintura, la sed satisfecha, luego la cerveza, me produjeron un bienestar optimista. Resolví aceptar que, habitado el acorazado por esqueletos o seres humanos, el hecho carecía de importancia siempre que yo me encontrara a salvo. Saliendo del comedor pensé (¡qué curioso es el mecanismo cerebral!) que posiblemente estuviera delirando a consecuencia de los sufrimientos pasados. Nada tendría de improbable que me encontrara en un acorazado real, y a consecuencia de la fiebre... Luego mi pensamiento perdió ilación, abrí la primera puerta al alcance de mi mano, me tiré sobre una colchoneta e inmediatamente quedé dormido.

Cuando desperté tenía la boca pastosa y un dolor de cabeza extraordinario. Me dirigí por el corredor hacia el comedor de los oficiales; no había nadie. Abrí un trinchante, y descubrí un frasco de cerveza y un plato con manteca salada y pan negro.

Recién entonces al mirarme accidentalmente a un espejo, reparé que estaba completamente desnudo y ello se explicaba, pues en el momento de descubrir el acorazado fue tal mi extraordinaria alegría que no se me ocurrió ni remotamente vestirme con la ropa colgada para secar al sol. Me inspeccioné el cuerpo llagado. La cuerda con la cual me atara habíame abierto una herida en la cintura. Di en pensar que, por más fantasma que fuera: el acorazado, decorosamente no podía circular desnudo entre espectros; quién sabe qué podrían suponer de mí. Tales eran mis escrúpulos terrestres. Meditando ocupé el sillón cabecera de la mesa, y mientras untaba concienzudamente una rebanada de pan con manteca, me dije una vez más que sólo mi conducta irregular pudo arrastrarme a tales aventuras. No había excusa. Si yo hubiera sido un hombre respetable, un hombre que gastara calzoncillos de franela, en vez de encontrarme ahora solo y perdido a bordo de un barco fantasma, me encontraría en el seno de mi familia, posiblemente sentado a una mesa real, disfrutando de los bienes concedidos a los hombres honestos. Recordé los consejos que en la escuela me prodigara una santa y digna maestra, me acordé de los avisos que las compañías de seguros insertan en los tranvías. Avisos en los que aparece un progenitor en compañía de dos párvulos escrupulosamente peinados, sentados ante una mesa. Están acabando armoniosamente su merienda y de pronto los niños le señalan al padre, por la ventana, un truculento vagabundo que pide limosna porque no practicó la santa virtud del ahorro, e involuntariamente me golpeé el pecho con las manos. Mi desesperación no me impidió diezmar el pan y la manteca. ¿No era yo, en cierto modo, la representación de ese vagabundo? Todo ello me ocurría por haber dejado de tratar a personas respetables y alternar con un marinero borracho y loco. Ahora me encontraba a bordo de un acorazado fantasmagórico, entre oficiales esqueléticos, cuando a esta misma hora podía encontrarme en una mesa de café, tomando el vermut en compañía de dos respetables señores que me hablarían del estado de sus respectivas esposas o del engorde paulatino de sus primogénitos. A tales extremos conducía la mala conducta. Ese era el resultado de no tener principios morales ni religiosos. Tanto me afligió ello que repetidas veces insulté a Dios, pero como mis inauditas blasfemias no podían remediar mi situación y yo estaba más desnudo que Adán, determiné que la primera dificultad a salvar era la de proporcionarme ropa, y entonces, abandonando el diván de cuero, me dirigí a la camareta donde noches anteriores se encontraba el oficial espectral estudiando la carta náutica.

La puerta de la camareta estaba cerrada; llamé varias veces con el nudillo de los dedos, pero como nadie salía a contestarme me introduje en ella, comprobando que se encontraba desierta. La carta marina se hallaba en el mismo lugar que la vi la primera vez, pero bajo una cucheta, en un rincón, descubrí una maleta de cuero. La abrí y en su interior encontré un ramo de flores secas, dos camisas de lana y un uniforme con las insignias de capitán de corbeta, que me apresuré a enfundar. El uniforme me venía excesivamente holgado, mas se trataba de cubrir mi desnudez y no de presumir de elegante. Así trajeado salí descalzo a la cubierta. Aunque tenía la sensación del movimiento de la nave en el cuerpo, constaté con sorpresa que el acorazado no se movía. Permanecía quieto en medio de una noche azul, amarrado a la orilla de una tierra alta y amarilla.

No sé por qué motivos se me paralizó durante un instante el corazón al contemplar esa costa alta y gredosa, en la que proyectaba su funesta sombra el acorazado solitario, y nuevamente me acordé de los avisos de las compañías de seguros y de mi vida irregular, y experimenté un gran remordimiento, porque una cosa era gustar las aventuras y sentirse aventurero sentado en una cómoda poltrona, mientras el viento lanza la lluvia sobre los cristales de una habitación caliente, y otra la de participar como protagonista en una maraña de situaciones absurdas. Yo era un hombre de paz, y sólo un fabricante de ladrillos podía encontrarse a gusto en presencia de esa tierra amarilla, siniestra como la playa de un matadero. Nuevamente me golpeé el pecho con ambas manos, y luego, con los brazos cruzados, los dedos rígidos que sobresalían fuera del cuerpo y la cabeza caída sobre un hombro, quedé en la cubierta de la nave de guerra como un fantoche. La noche curvada y terrible sobre el océano que cabrilleaba en la distancia, parecía cerrar un círculo de vida; era indudable: yo me había perdido para siempre. Y todo debíase al hecho de no practicar las virtudes del ahorro y por burlarme de los hombres que respetaban las leyes.

Sin embargo, yo no era culpable. Constituía el tipo del pequeño burgués aburrido y un poco cínico a quien su mala pata embarca en sucesos irrisorios. De este modo fui adueñándome de la situación en lo referente a mi tranquilidad, y como no era posible pasarse la noche de brazos cruzados sobre el puente de comando, y además, como nadie me lo impedía, bajé a la tierra amarilla por una escalerilla de madera. Un silencio fantástico, casi sonoro, como presencia de una aparente detención de la vida, colmaba la soledad redonda.

Eché a caminar. Era mi único recurso. De la tripulación del acorazado no podía esperar nada, pues dada su naturaleza espectral no podían informarse de mi existencia. Además, ya me encontraba en tesitura de aceptar lo absurdo. Esto no era tan divertido como en las novelas de aventuras, donde los acontecimientos se presentan a gusto y paladar de los protagonistas. Ahora deseaba apartarme de la nave siniestra, sentarme en cualquier rincón de la costa amarilla, mirar el océano y decirme a mí mismo con el mejor de los talantes:

«Bueno, aquí estoy porque he venido».

No se me ocultaba que mi familia se afligiría, que la desaparición del marinero truhan provocaría un tole-tole mayúsculo; tan seguro como que dos más dos son cuatro que mi jefe de oficina clamaría una vez más contra mis costumbres disolutas, pero yo no era culpable de todo lo que ocurría. Al propio Dios padre, puesto en mi situación, no le hubiera quedado otro recurso que cruzarse de brazos y decirse que el mundo se pasara sin él.

La aventura no tenía lógica. Eso ni se discute. Carecía de esa elegancia manufacturada para los sucesos novelescos, pero ni yo podía echarme a cuestas el barco de guerra ni trabar una descomunal pelea con los oficiales del mismo, ni descubrir una mina de oro. En el peor de los casos, mi posición se asemejaba, aunque no se quiera admitirlo, a la que puede ofrecérsele a un buen hombre que toma un tren, pierde el boleto, lo desembarcan en una estación vacía diciéndole de paso:

—Que te las arregles con buena suerte porque la empresa no admite el traslado gratuito de vagabundos.

¿Qué hace un hombre a quien le ocurre tan estúpido percance?

Pues, si no es un papanatas, rascarse tres minutos seguidos la punta de la nariz y otro la punta de una oreja, levantar un plano mental del edificio de la estación, tratar de congraciarse con el primer perro que pasa, y luego echar a caminar dulcemente por el pueblo desconocido para enterarse de cómo marcha el engranaje del mundo por allí.

Y eso es lo que hice.

Comencé a marchar alejándome del acorazado por un camino perpendicular a él. Corno dije, iba descalzo.

La tierra sumamente liviana tendía un almohadillado de polvo bajo la planta de mis pies. A no mucho andar distinguí a un prójimo que caminaba con el mismo paso tranquilo que el mío. A lo parecía tener mayor apuro ni nada que se le pareciera. Le chisté repetidas veces hasta que se dio por notificado: cuando volvió la cabeza le hice señales con el brazo. Siguió caminando unos pasos y volvió nuevamente la cabeza; al fin optó por detenerse y cuando llegué a él descubrí que era un negro de cabeza redonda y motuda. Llevaba colgado del cuello, de la forma más pintoresca, un par de guantes. Él, a su vez, al descubrirme uniformado, me saludó cuadrándose al tiempo que decía:

—A la orden, mi capitán.

Lo honesto en esa circunstancia era confesarle el accidente encerrado bajo la apariencia de mi uniforme, pero una ráfaga de vanidad me impulsó a consentir el trato, y, dándome cierto tono, le pregunté hacia dónde iba y qué le ocurría.

Se puso a mi lado para explicarme sus desventuras. Había echado a andar por el mundo porque la comisión de boxeo de su país lo descalificó por unas sucias peleas, de las cuales él no era en absoluto culpable, sino el «otro y su 'manager'».

Dándomelas de entendido le contesté que no se afligiera, yo podía recomendarlo cuando llegáramos al próximo poblado. Posiblemente allí tendría peleas a granel para efectuar, pues no me cabía duda de que «mis marineros habían llegado».

Me preguntó él a su vez qué género de desgracias me lanzaron al camino y le narré que la nave a mi cargo acababa de sostener un recio combate con dos «dreadnoughts». Al fin, desmantelada por tres torpedos, se hundió en el océano, desde cuyo «nido de cornejas» continué haciendo fuego sobre mis enemigos con una ametralladora, hasta que no me quedó otro recurso que huir hacia tierra.

Sosteníamos este diálogo no de manera forzada, sino lenta, y el boxeador, al tiempo que yo hablaba, movía la cabeza, preguntando ingenuidades.

Después le pedí noticias de todas las peleas sucias y limpias que riñera en su vida, de sus éxitos y proyectos, pero, sumamente lerdo de ideas, se limitó a mostrar la media luna de sus dientes entre las negras bananas de sus labios.

Si de primera intención me alegré de encontrarme con el negro, diez minutos después de acompañarme con su persona estaba profundamente aburrido. El fulano, salvo las historias de cómo había perdido o ganado y de referencias sobre jurados que conocía y «managers» que no me interesaban, no tenía nada que decir ni mayores ganas tampoco. Caminaba como si estuviera haciendo «footing», con la soga de los guantes cruzada sobre la espalda y un puño de cuero en el pecho y otro sobre el riñón siguiendo el ritmo de sus pasos.

De tiempo en tiempo, el negro volvía la cabeza hacia mí. Examinaba mis galones dorados y sonreía admirativamente; luego levantaba los puños a la altura de los codos, cimbreaba el torso y hacía un medio «round» de sombra en el aire, caminando. Este ejercicio, supongo efectuado en mi obsequio y para que me formara una alta idea de su persona, resultaba divertido en los primeros mil metros recorridos, pero al comenzar el segundo kilómetro el negro se me hizo insoportable. Para sacármelo de encima, como se dice vulgarmente, deteniéndome un momento en la llanura amarillenta, le señalé una dirección y le dije que caminando hacia tal parte se encontraba la ciudad hacia donde marcharon mis marineros.

No sé si el negro estaba tan harto de mi compañía como yo de la suya, el caso es que me entendió y empezó a marchar en dirección contraria a la que seguí después.

Durante algunos instantes quedé mirando cómo se iba haciendo su figura cada vez más borrosa y pegada a las otras sombras de la noche; luego yo también eché a andar.

En casi todos los casos, caminar significa adentrarse en la cabeza de un globo de incoherencia, que sobreviene cuando a pesar de la fatiga se continúa moviendo las piernas. Tal me ocurrió en las primeras horas de marcha.

Sin embargo, no tardé en alegrarme, pues observé que la llanura amarilla cambiaba de color, tomando un matiz verde claro. Por singular correspondencia, el cielo, negro sobre la otra llanura, azuleaba aquí. Se distinguían las primeras estrellas, lo que me infundió extraordinarios ánimos, porque el espectáculo tenía una similitud terrestre. Nuevamente mi pasado y sus experiencias sombrías quedaron relegados a la zona del sueño, que puede o no haber ocurrido, porque ¿quién se preocupa de averiguar el grado de verosimilitud contenido en un suceso que se nos figura un sueño y que, además, deseamos que lo sea?

Pronto tuve la certeza de hallarme en otro mundo, aunque la llanura herbosa era continuación de la siniestra extensión de greda amarilla. Y era otro mundo, porque súbitamente desapareció la pesadez de mis miembros y ya no experimenté fatiga.

Avanzaba ágilmente por un prado verdoso. Claras estrellas fustigaban de luz remota las cóncavas distancias, de manera que aunque yo sabía que era de noche, el paraje aparecía envuelto en claridad celeste. Esta luz parecía justificar cualquier armonía que un instrumento hubiera vibrado, produciendo la sensación de que ondulaba a ras de tierra. Quizá entre hojas secas o nacimiento de hierbas.

Localizando aquel paraje con auxilio de una topografía terrestre, puedo decir que yo avanzaba hacia el norte. Al noroeste aparecía suspendida en el espacio la arquitectura fina y curvilínea de un palacio de galerías abiertas al oeste.

No caminaba apresuradamente como alguien erróneamente pudiera creer. Por el contrario, avanzaba despacio, con el cuerpo excesivamente tieso, retrasando el inevitable encuentro que «tenía» que sobrevenir. ¡Porque sabía que me encontraría con alguien!

Persistía en mí una sensación de dulzura, tal si hubiera sido reducido a las condiciones de una criatura que sabe que no puede recibir mal de nadie.

Hacía mucho tiempo no gustaba un placer físico total, semejante a éste. Desparramado por las hinchadas venas de mis brazos subía desde las rodillas hasta los ilíacos. No podía ser de otra calidad aquella sensación que nace de la ejecución de un sortilegio. Sí, en cierto modo, me encontraba en el estado psicológico de un hombre que mediante un hechizo ha neutralizado una enfermedad mortal aposentada en las capas más profundas de su alma.

Las Siete Jovencitas

Claro que mi alegría no era completa en lo que atañe a las virtudes intelectuales. Contenía elementos de inteligencia animal que posiblemente allí, en esa zona azul, no serían tolerados.

Simultáneamente me reconfortaba la presencia del palacete, con sus galerías abiertas y las especies de bosquecillos que formando manchas circulares permitían colocarse respecto al paisaje de manera decorativa sin desentonar con él.

Y aunque andaba, como dije, erguido, pero retrasando el momento de llegada, no avanzaba gran cosa. Esto, en vez de alarmarme, como me hubiera ocurrido en circunstancias terrenas, me alegraba.

Evidentemente, estaba satisfecho, y, además, asombrado de poder estarlo.

Hacía mucho tiempo que ignoraba un tan total estado de ingenua alegría, festividad espiritual y animal. Mis sentidos entraron en un estado de sensibilidad tan supernatural que involuntariamente escuchaba la música de la hierba. Bajo los pies desnudos la sentía deslizarse, rozando la tierra, con ondulación de aire espeso. A su vez, la música de los bosquecillos tenía notas graves, tañidos de cacharro de cobre, de manera que el sentimiento de religiosidad que naciera en mí o en cualquier otro visitante no podía ser excesivo, sino ligeramente serio y adecuado a la coloración nocturna que arreposaba todo.

De pronto resolví detenerme. No porque estuviera fatigado, sino porque maliciosamente pensé que más me convenía retrasarme. Sentándome en un banco de piedra di la espalda oblicuamente al palacete.

Un agradecimiento extraordinario brotaba de mí hacia el misterioso protector que me había encaminado hacia esa espesura mágica donde yo distinguía formas de arquitectura terrestre. Estas eran simples apariencias, ya que en el país de los espíritus no son necesarios los palacios. Si ellos existen son únicamente sombras destinadas a decorar la perspectiva y a dejar ligado al visitante reciente por un cordón de belleza a su patria planetaria.

¿Qué alma se había ocupado de mí desde tan prodigiosa altura?

Yo no necesitaba nada más que aquel respaldar de granito.

Me era suficiente la paz aplomando mi cuerpo en el banco de piedra, la quietud de la noche, la música que a ras de tierra ondulaba sin mezclarse nunca a los tonos bajos de los bosques de frente redondeado, y donde se sucedían y se superponían las notas de los árboles, con tal simetría que un oído mucho más aguzado que el mío hubiera podido discernir entre el sonido del abeto y el del ciprés o la retama.

Y mientras despierto dormitaba de esta manera, en el intervalo de uno de aquellos parpadeos que separan el ensueño del sueño físico, vi avanzar hacia mí, y con rápidos pasos, un pajecillo con calzas acuchilladas y jubón de gorguera.

Mucho antes de llegar se quitó graciosamente el bonete, y haciéndome una reverencia que lo dobló en medio arco, me dijo una vez erguido:

—Vengo, muy alto señor, en nombre de mis señoras, y mis señoras quieren verte y dícenme que te diga que entres con sosiego en el jardín divino, que nada malo te ha de acontecer, y sí que te harán feliz en la medida que tú mismo lo deseas.

Dijo esto de un tirón, como personaje de comedia antigua, que ni el estilo lo desmentía, trazó otra reverencia, se cubrió con su cintoso bonete y echó a correr. Y yo ya no lo vi más, pero me quedé inquieto, asaeteado por escrúpulos y recelos:

—¿Cómo me recibirían las almas que me esperaban? ¿Me reprocharían el suicidio del Marinero y el abandono del boxeador negro? A mis escrúpulos se mezclaba cierta envidia terrestre. Yo, en aquel instante, uno de los pocos de mi vida, aspiraba a ser perfecto como ellas y tenía conciencia de no serlo. Hubiera querido aparecer ante las jovencitas sin tener que arrepentirme de un solo gesto, de una sola falta de delicadeza. Sin embargo, ante las desconocidas, únicamente podía salvarme algo que no podía precisar con exactitud, a pesar de mi afán de análisis del delirio (porque no queda duda que estaba delirando). Sí, yo llevaba en mí alguna virtud inclasificable, que, a pesar de su potencia, me hacía sufrir. Algunas almas aguardaban mi llegada y me sentía indigno de ello, pero al mismo tiempo, merecedor de aquella prometida fiesta encantada. La verdad es que me resultaban un secreto los méritos por los que yo sería acogido tan afectuosamente.

No podía desprenderme de mi naturaleza terrestre. Me sentía hostil hacia alguien, allí; no hostil, le tenía envidia, envidiaba profundamente la belleza de esas almas dispuestas a acogerme amablemente, y me arrepentía de mi debilidad. Deseaba presentarme como hombre a quien toda fuerza le está sometida por ser el mejor.

De pronto siete almas se desprendieron de la escalinata. Sus voces cristalinas, entre el grave tono de los bosquecillos redondos y el ondular del viento espeso a ras del suelo, ponían en el aire murmullo de gorjeo. Oí que exclamaban:

—Ha llegado nuestro amigo; ha llegado nuestro amigo.

Avanzaban, destacándose en el fondo de azul de la noche redondeadas las floridas cabezas por las largas cabelleras. Las vestiduras, pegadas a sus rodillas por la presión del viento, trazaban en el aire siete campanas de colores suaves. Yo no podía apreciar el efecto de los matices ondulantes, arrebatado por el encanto de sus rostros, y en cada una de ellas reconocía una expresión de juventud y gravedad distinta. La generosidad con la que me acogían me entristecía. A pocos pasos del banco de piedra, se detuvieron.

Ahora, las siete hadas, de pie, en semicírculo, sonreían sin mirarse entre sí, como si las asombrara mi conducta tan poco efusiva. Mi situación era naturalmente violenta. Siete jovencitas inspeccionándome el semblante, y yo de pie ante ellas, inclinando la cabeza, o desviando la mirada hacia la que era la última a la izquierda, pero cada una me observaba con tan particular afecto que yo no hubiera experimentado ninguna dificultad en hablar confidencialmente con cualquiera de ellas, mas no se me ocurría qué decirles, viéndolas así reunidas, y continuaba callado.

Entonces las siete exclamaron nuevamente y con voces tan graduadas que parecían pertenecer a un coro:

—¿Este es nuestro amigo? ¡Y ha llegado...; ha llegado cuando menos lo esperábamos!

En aquel mismo instante experimenté tal cansancio que, retrocediendo, me dejé caer en el banco de piedra. Apoyé una mano en el respaldar de piedra y la frente en el antebrazo. Ellas me rodearon con pasos danzarines, y cuando levanté la cabeza las siete se agrupaban en tomo mío. Yo las miraba, y el silencio que guardaban me hacía mucho bien. De igual modo esa claridad azulada en la cual flotaban las cúpulas de los árboles destellando verdes de gema metálica.

Estaba seguro, además, que, de hablar, mi áspera y desagradable voz humana hubiera resonado allí como rayadura de acero en una placa de vidrio.

Decidido a no hablar me deleité en observar más de cerca aquellos rostros finos y los rizos que les caían en tomo de las gargantas y los puros ojos almendrados con largas pestañas que se entornaban pensativas, y yo no acertaba a preferir si detener mis ojos en la rubia, cuya túnica violácea rodeaba de un halo celestial su carne alabastrina, o si en la morena, cuya vestidura color rosa tomaba más luminosa su epidermis de plata. Y las siete, pasando su brazo sobre mi cuello, aguardaban en silencio mirándome fijamente, como si hubieran sido mis hermanas, y yo únicamente sentía un gran deseo de llorar y de llamarlas hermanas mías y no decir más nada y morir así para siempre.

Una de ellas se apartó de pronto del grupo y mirándome me hizo una gran inclinación, y como yo no soy un grosero me puse de pie y también la reverencié llevándome la mano al pecho. En seguida las siete se inclinaron y yo repetí la zalema, y entonces la quinta, que tenía los cabellos como muescas de azabache, volvió a inclinarse y extendiendo una mano me alcanzó un violín. Después que hubo hecho esto se reunió a las compañeras y las siete tomaron a arquear otra reverencia y yo les correspondí, con mi violín en la mano, estupefacto de hecho, porque no conocía música, e incluso ignoraba cómo se esgrime el arco y se coloca la caja en el hombro. Y ahora que recuerdo, creo que yo estaba muy bien con mi uniforme de capitán de corbeta.

Mas ellas me contemplaban con tanta insistencia, y yo bebía tan ávidamente la amabilidad brillante en el fondo de sus muy preciosos ojos, que comprendí que debía tocar. El sudor brotaba copiosamente de mi frente, pero debía tocar. Me resolví. Apoyé el arco en las cuerdas y el temblor de mi pulso se transmitió a las crines que amanearon un módulo largo.

Y simultáneamente las siete se llevaron las manos al pecho.

Me olvidé de mí mismo. Adivinaba mi papel.

Apoyé decididamente el instrumento en el hombro. Hice temblar el arco tres veces. Una magia desconocida guiaba mis dedos. Luego me detuve, completamente dueño de mí mismo. ¿Qué era lo que quería expresar para ellas, las siete jovencitas? Las miré sonriendo, por primera vez. Interpreté el sentido efusivo de las palabras con que me recibieron:

—Ha llegado nuestro amigo.

¡Claro que yo era amigo de ellas, y de sus almas, y de sus sueños! Ese sentimiento lo cantaría en el violín. Mi amistad perfecta, mi alegría flamante, una alborada de desinterés y cierta noche de melancolía plateada. Oprimí el mango entre mis dedos y me lancé decididamente.

Fue primero un trino suspendido, fragmentado en tres tiempos, como el de un pájaro que no se atreve a cantar a pesar de ser dueño de su voz, sin tener la certeza que hay otro pájaro en la espesura que contestará a su canto.

Después fue un gorjeo más alto, con tonos de oro caliente, y reincidí como si el llamado al otro pájaro solicita correspondencia; mas el silencio en la espesura era rico de densidad y comprendí que no debía esperar más.

Las siete jovencitas se habían apiñado junto a un árbol y con una mano en el oído esperaban ávidas y cautas, por lo que necesité recurrir al encanto del agua: el violín chasqueó un golpe de cascada en las breñas y el impulso agitado de las ondulaciones se transformó en una linfa larga y fina, cuyos meandros trazaba el arco con facilidad asombrosa.

Luego me desligué de los elementos naturales; cantaba a mi propia alma.

Era un trino largo, quizá una queja remota, pero disgustado por la reminiscencia la abandoné para recurrir a los sonidos cantarines, una serie arpegiada de trémolos de plata. Y así como la impaciencia de una garganta de cristal se atora en su propia riqueza, así, densos, superpuestos en polígonos como los que forman los haces de cabello trenzado surgieron tres sonidos únicos. Cual tres médulas, verde, roja y azul, se elevaban en la noche hasta cierta altura, para quebrantarse en un mirasol de gotas irisadas, vertiginoso temblequear del arco y arañar de los dedos.

De pronto, las siete jovencitas se cimbraron sobre sus cinturas, levantaron una rodilla, y siete pies en el aire iniciaron el compás de una danza, acompañada rítmicamente de ligeros movimientos de cabeza.

Me arrojé de lleno en un compás de oro y plata, solicitación de fuerzas contrarias que terminaban por coordinarse en una melodía que tenía la misma gracia que la inclinación de las siete cabezas sobre el hombro, en un abandono femenino.

Rápidamente subí de tono, convertí el módulo espeso en una sucesión de saetas, y tácitamente, tres de las jovencitas se apartaron hacia un costado, otras tres hacia otro extremo de la gran galería y una quedó en el centro, girando. Las notas arrancadas a mi violín subían como saetas, pizzicato que la solista aislada acompañaba con ágiles saltos en las puntas de sus pies.

Los sonidos llegando a cierta altura caían como gotas de agua, y los trípticos de danzarinas se elevaban sobre sus talones para luego inclinarse con el cuello extendido hacia adelante. Sus seis pies derechos zigzagueaban en el aire una concéntrica agitación de agua, y la solista, girando sobre sí misma como una peonza, intentaba lentos vuelos que sus dos brazos postraban como los de un ave que tiene las alas rotas.

Ya no tenía miedo.

Bruscamente interrumpí los staccati para iniciar un campanilleo brusco, horizontal. Ellas, semejantes a estelas faraónicas, el mentón paralelo al hombro izquierdo y los brazos en ángulo recto, avanzaban unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda. Confiado en mí mismo, inicié una melodía de sonidos curvados como las muescas de una elíptica, que una vez en el avance lateral las hacían girar con el pie entornado hacia la derecha y otra hacia la izquierda, pero tan rápidamente que las notas parecían alternativos golpes de martillo en un yunque de plata y otro de oro.

Quería superarme. Las inmovilicé con un silencio en la actitud total de la danza, posición que era de las siete, tiesas sobre sus pies tiesos, y vertiginosamente imaginé el canto de una alegría pura, el poema de la felicidad recuperada, canto que puede esperarse con los brazos elevados al firmamento y los pies castigando el suelo, y rápidamente desgrané tres sones graves de atención. Las siete me miraron, luego cambié de idea... Quería estar solo, cantar mi exclusiva alegría, regalársela a ellas, sin que ellas, con la fatiga de sus cuerpos ondulantes, de sus manos ritmadas, de sus ágiles piernas, me embriagaran de voluptuosidad, y, entonces, les hice con el arco entre el espacio de dos sonidos, una señal.

La noche tibia y azulada continuaba flotando sobre los bosquecillos redondeados. Hacia el oeste, el cielo adquiría un verdor de esmeralda purísimo. Escasas estrellas encendían sus antorchas de aluminio. Las siete hadas se dejaron caer al pie de un árbol. Tomándose las rodillas entre las manos las que apoyaban las espaldas en el árbol, y recostadas a sus pies las cuatro restantes. Éstas apoyaban una mejilla y la sien en la mano. Con el codo clavado en la hierba, se dispusieron a escucharme.

Resuelto a cantar la hambrienta sed de altura que había padecido, comencé con un gemido subterráneo. Zumbido de viento, que se trunca y escapa por las angulosas oscuridades de una mina de carbón.

El zumbido avanzaba vertiginosamente hacia su explosión, tomándose grave como si pasara por los tubos de un órgano ondulado. En un crescendo de tempestad, aparecía el debate del alma en su lucha despiadada con los monstruos del bosque de la vida, cada nota chillona parecía tajada por un bisturí; los dos acordes sangraban fragorosos. La estructura de aquella gran composición se arremolinaba como el viento bajo los puentes, estratificándose verticalmente en grandes árboles de sonidos, hasta que, al final, la superposición de tonos alcanzaba el tumulto de la tempestad.

Esa masa bronca de voces pareció de pronto ser cortada a ras por una filosísima navaja. Las notas quedaron niveladas. De la superficie oscura y triste se desprendió entre abovedamientos de silencio una vocecita cristalina.

Cobraba fluidez a medida que se acentuaba, se atornillaba sobre sí misma, como si proyectara en una tensión de resorte el próximo temblar de un címbalo de bronce, y entonces vacilé temeroso:

¿Llegaría esa nota a escalar el cielo?

Le imprimí mayor violencia al arco. Fue como si rasgara un catedralesco cubo de cristal. Me atreví e insistí. Los sonidos crujían ahora el resquebrajamiento de un inmenso paralelepípedo de cristal, cada vez más rápidamente, hasta que quedaron colocados en la clave más alta.

La primavera surgía de mi instrumento. Cada nota de vidrio, de hierro, de cobre o de plata, batía un orgasmo en flor, una abertura de ramajes morenos en lo azul de nácar del espacio, una curvatura de vergeles verdes.

Súbitamente se me llenaron los ojos de sueño, los tendones de los brazos de reumatismo. No podía sostener las manos.

Ellas, las siete hadas, se pusieron de pie y me miraron sonriendo. Sentía que caía; iban a tomarme entre sus brazos, cuando en cada uno de aquellos queridos rostros vi pintarse el espanto. Nunca olvidaré la lentitud con que volví el rostro y cómo espié con el rabillo del ojo: quien provocaba nuestro espanto era un orangután que se adelantaba dando saltos de sapo, revestido de una dalmática de seda negra enyesada.

Lo seguía una cáfila de estropeados pavorosos, cráneos como melones perpendiculares, ojos tuertos y narices en caballete, trompeta o romas. Algunos se apoyaban por el sobaco en muletas, arrastrando patas vendadas, y otros avanzaban dando saltos sobre sus muñones y la palma de las manos. Entre la tropilla se oía el ronquido bestial de un cerdo cabezudo y cegatón, atraillado por una vieja, que traía la cabeza envuelta en un pañuelo atado en forma de embudo. Un chico gordo en mangas de camiseta, mostraba su jeta lívida y leonina. De pronto, de entre esta terrorífica chusma, escapó el alarido amarillo de una trompeta, un cojo redobló los palillos en el parche de su tambor, y, cuando un viejo con una anteojera de charol sobre un ojo se desprendió del grupo tumefacto, una voz entre las jovencitas exclamó:

—Huyamos. Es el Rey Leproso.

Y yo, a pesar de mi uniforme de capitán de corbeta, eché a correr desesperadamente.

La Ciudad de las Orillas

Corrí durante mucho tiempo, unas veces caía por tierra, y así caído, continuaba arrastrándome, y cuando recuperaba fuerza para respirar, continuaba corriendo y durante mucho tiempo fue de noche en aquella carrera horrenda y sin rumbo. Si volvía la cabeza creía ver tras de mí al orangután, que se adelantaba con saltos de sapo, o escuchaba el ronquido bestial del cerdo cabezudo y cegatón, atraillado por la vieja leprosa.

Me había extraviado definitivamente. Cruzaba diabólicas zonas vegetales, que lanzaban desde la tierra sus tentáculos botánicos, y durante días interminables, preso de angustia mortal, me debatía entre atrapadoras lianas, cuyos brazos peludos como los de las arañas me retenían por la cintura, manteniéndome allí, entre lo desconocido de la tierra y lo negro del cielo, vertical y desesperado. Luego, los arcos se aflojaban y echaba a correr.

Una vez se me ocurrió que si galopaba tan obstinadamente era porque huía de mí mismo, y entonces, extenuado, me dejé caer en la llanura pastosa y gemí mi desesperación.

La tierra era allí una sucesión de montes y colinas, valles y quebradas, totalmente boscosos.

Penetraba en selvas formadas por árboles tiernos y jovencitos, y me internaba hacia el infierno verde por picadas profundas, abiertas por ignoradas gentes. Había instantes en que perdía tan totalmente el sentido de la orientación, que me parecía flotar en el centro de una esfera verde. Cuando me aburría de caminar, me sentaba sobre el tronco de algún árbol derribado por el rayo o la tempestad. El aire se enfilaba bruscamente y yo, haciendo un esfuerzo tremendo, levantaba la cabeza. Ciclópeas murallas vegetales dentaban con sus altos montes de verdura un cielo anaranjado o azulenco. Junto a esos árboles de nombres ignorados el hombre resultaba más pequeño que una hormiga al pie de un eucalipto.

A veces me detenía en mi marcha para dejar pasar por el camino escamados cables del grosor de un brazo o de un muslo. Estos monstruos parecían tener la piel espolvoreada de limaduras atornasoladas, oro, bermellones, violeta y negro de humo. Solían estar suspendidos de una rama o enroscados a un tronco, mostraban sus bocas triangulares, anfractuosas de dientes, como terribles serruchos.

Me desinteresaba del momento en que vivía, pero para saberlo no tenía más que levantar la cabeza: veía allá, en la costa de las alturas prodigiosas, declives teñidos de un amarillo triste, y entonces, estremecido de frío, castañeteando los dientes, continuaba caminando con la cara caída hacia el suelo.

Caminar se convirtió en mi segunda naturaleza. Lo hacía automáticamente, dormitando, sorprendido muchas veces de encontrarme en marcha, porque me suponía acostado, o muerto, o en la cima de un árbol. Y no, no estaba acostado, ni muerto, ni en la copa del árbol.

Una semana o más caminé sumergido en el agua hasta las corvas. Entré a un pantano cubierto de flores blancas. Estaba extraviado y posiblemente daba lo mismo que caminara en una dirección como en otra.

Cada vez que levantaba un pie y bajaba otro, el agua cloqueaba su acuático chec-chec, y las flores blancas extendían sus pétalos en tal extensión que me parecía caminar en una llanura de mariposas dormidas.

No sufría los efectos del hambre ni de la sed. Cuando me sentía extremadamente fatigado, subía a un árbol, y, acurrucado en la horqueta, dormía como un mono grande, entre los amenazadores silbidos de serpientes anilladas. Una lívida claridad de crepúsculo verdoso penetraba el espacio como la luz irreal de una decoración de teatro. Al despertar, emprendía la marcha, como un autómata. No quedaba en mí un solo residuo de desesperación que no hubiera derramado en gruesas lágrimas. Quería llegar. Era lo único que sabía... Adonde... No lo sé..., pero quería llegar.

Por fin una noche, cuando ya estaba dispuesto a dejarme ahogar en la tersa llanura de agua y flores blancas, choqué de frente con el marco de la misma, y no digo orilla, sino marco, porque aquella era una costa alta, empinada, pétrea y adusta, como el ceño de un mal hombre.

Desvanecido de fatiga, apoyé la frente en la piedra, y aquella muralla inmensa le devolvía su realidad al pantano que dejaba atrás, porque ahora el agua recobraba en contacto con la piedra un sonido al cual mis oídos no estaban acostumbrados, o quizá lo habían olvidado en la terrible marcha, y entonces, repentinamente, temeroso, comencé a escalar la costa.

Trepaba el roquedal, ayudándome con los pies, las rodillas, los codos y las manos y me desgarré la carne de los brazos, la curva del vientre y la seca piel de las rodillas, pero tanto era mi afán de escapar de la llanura, de las mariposas dormidas, que todo sacrificio me pareció el precio adecuado de esa fuga.

Cuando alcancé la planicie de la orilla, me dejé caer al suelo, y posiblemente permanecí en esa postura varios días, hasta que, repuesto de mis fatigas, desperté ante un crepúsculo.

Experimenté una sensación extraña. Me encontraba en una planicie confinada por un mar empinado hacia el cielo, y con tal ángulo que parecía una explanada sombría, empotrada en la más alta bóveda...; pero entre ella y esa tierra donde yo me encontraba mediaba el abismo de bosques que durante meses caminé en las tinieblas. Y recordando mis penurias, me dejé caer sobre la tierra y me puse a llorar amargamente. Luego me puse de pie y miré el panorama que quedaba a mi espalda.

Una cadena de montañas trancas, crestadas como serruchos perpendiculares, corría de este a oeste, y tan parejamente azules que no parecían de piedra, sino de neblina congelada en el aire.

Mirando en derredor, descubrí varios caminos trazados por la planta del hombre y todos en dirección a la cadenuela de montañitas; y, efectivamente, cinco días después de echar a andar por allí, sin percance digno de mención, llegué a la ciudad de las orillas, cuyo nombre no se puede decir, porque es un secreto, y cuento lo que vi en estilo enfático, porque es ésta una de las ciudades de las que únicamente se puede conversar con palabras escogidas y giros cuidadosos.

Estaba edificada a orillas del mar cenagoso, sobre roquedales perpendiculares a una llanura de fango que a veces cubría el mar. Y no era extraño oír contar a los pescadores, cuando la marea bajaba, que a veces quedaban sus bicheros engrampados en los eslabones y en las grietas de las murallas cubiertas de fango.

Según la tradición de los hombres de la orilla, estas murallas pertenecían al recinto interior de una ciudad que ellos, los hombres de la orilla, decían había sido sede del rey que fue.

Los hombres de la orilla se alimentaban de los peces muertos que la marea dejaba abandonados al retirarse de la llanura de fango y no tenían trato alguno con los hombres de la ciudad, que se untaban de aceite aromático, gastaban grandes barbas y movían con suficiencia sus enormes vientres de pescadores de oro.

Ellos se habían construido una ciudad grande, tumultuosa y apiñada, como conviene que sea una ciudad de hombres crueles, débiles de piernas y ágiles de manos para contar dineros. Los jardines bajaban en escalones, entre murallas de piedra y columnas de cobre. El centro estaba ocupado por ringlas de comercios de dinteles bajos y cavernas negras. Allí se guardaban los tesoros con que compraban la indulgencia para sus pecados y la alegría que solicitaban sus torneadas pantorrillas.

A pesar de esto, era una ciudad extraña porque solían encontrarse en ella espíritus cuyos cuerpos estaban encerrados en los manicomios de la tierra. Estos espíritus decían, cínicamente, que la utilidad de los manicomios consistía en guardar fuera de peligro el cuerpo de aquéllos cuya alma cumplía ciertas necesidades de viaje, de las que no convenía hablar con los que no entienden.

Mas, cuando un habitante de la ciudad cuyo nombre no se puede decir, se encontraba con un ciudadano de la tierra, procedía como si no viera ni escuchara nada del nombrado coloquio, de igual manera que procedemos nosotros cuando estamos en compañía respetable y contra nuestra voluntad tenemos que escuchar palabras inconvenientes.

Claro está que, a pesar de sus jardines en gradinata y de sus columnatas de cobre, no puede afirmarse que ésa fuera una ciudad alegre, ya que abundaba en callejuelas oscuras constituidas únicamente de edificios con fachadas de piedras de dos o tres pisos de altura. Las casas destinadas a operaciones comerciales tenían puertas bajas, de tableros excesivamente gruesos, y cuando se les preguntaba por qué habían constituido puertas tan sólidas, replicaban sonriendo irónicamente:

—Para defendemos de las invasiones de los leones.

Allí dentro se distinguían mostradores recios, pintados de rojo y de verde, y tras de cada mostrador un negro que tenía doblada la cabeza sobre un hombro. Estos negros, cuando discutían violentamente, hablaban en voz baja. Algunos tenían un ojo negro y otro celeste y fumaban una hierba fina como pelo de gato que hacía soñar en los bosques y aclaraba los secretos de los dioses menores.

Y había un género de mercaderes muy singulares, en cuyas tiendas se podían comprar sueños. Y los vendedores de sueños eran hombres taciturnos, de palabra medida y babuchas violetas a los que algunos llamaban dignatarios del infierno, y otros chambelanes del cielo, y que cuando marchaban por las calles se hacían preceder de cuatro esclavos con campanillas que llevaban cada uno la punta de un inmenso cofre, apoyada en el hombro. Y no efectuaban tal paseo ni camino para comerciar con sueños, sino que cuando uno de estos hombres se exhibía de tal manera era para ir a renovar su «stock» de mercadería a una zona a la cual sólo podían entrar muy escasos mortales.

Luego me enteré de un detalle singularísimo, que consistía en que dentro del cofre, amordazado para que no gritara y amarrado para que no se rebullera, los mercaderes llevaban un chico vivo, al que degollaban entre árboles singulares, y cuando la sangre del niño se vertía en la tierra fresca, su emanación atraía a los espíritus de los sueños que estos traficantes comercializaban.

Otro sector de la ciudad estaba construido como las nuestras, con jactancia y soberbia. Jamás profeta alguno había escupido en sus fachadas ni amenazado los techos de pizarra y tejas de oro con sus puños irritados. En esta zona de la ciudad no entraban jamás los hombres de la orilla, a quienes los de la ciudad llamaban los asesinos. Los asesinos vivían, como dije al comienzo, del desierto, y sus miembros podían únicamente casarse con las hijas de los hombres de las Tierras Verdes, que eran tierras altas y minadas por las cavernas. Cuando hablaban con los hombres de la ciudad tenían que hacerlo de rodillas, y esto ocurría porque los hombres de la ciudad tenían el dinero, y tanto es así, que cuando los hombres de la ciudad hablaban de su dinero, se reían, y el vientre, siguiendo los borborigmos de sus carcajadas, amedrentaba a los que se alimentaban de pescados podridos y hongos escarlatas.

Y entre los forasteros estaba ya consagrada la costumbre de no presentarles qué destino le daban a sus cargas de oro, pues era gente aquélla abundante en restricciones misteriosas, y así, otro de los secretos que mantenían en el más riguroso silencio, era la suerte de sus muertos, y ningún viajero se atrevía a preguntárselo, pues hacerles esta pregunta era inferirles una gravísima ofensa. Toleraban que se les hablara mal de la ciudad, e incluso lo saludaban amablemente a uno si los insultaba, pues la cortesía era allí rigurosamente observada, pero en modo alguno permitían que se les preguntara por el camino que seguían sus muertos, aunque yo le oí contar a un vagabundo de las orillas de piedra, que sus muertos los entregaban a un pájaro poderoso que se llamaba Roc, y que el dicho Roc se los llevaba hacia la región que no tiene nombre en el idioma de ellos. Sucesos de los que no puedo dar fe.

También había otra costumbre, y era que sonara una campana; cuando esa campana sonaba, las calles se llenaban de mujeres. Ellos decían que ésa era la hora en que paseaban sus mujeres, aunque yo no sé si es cierto o no, pues nunca vi a ninguna mujer en aquellas calles, aunque sí escuché en el aire como roces, y el mismo vagabundo de que hablé antes me comunicó confidencialmente que esas mujeres estaban envueltas en velos tan sutilmente tejidos que las tomaban invisibles. Es probable que así fuera, porque hay otros detalles sumamente curiosos, y que no vienen al caso, que eran como el atributo y la dignidad de aquellos ciudadanos amarillos y redondos, cuyos aceitosos ojos fulguraban de furor si se les injuriaba llamándolos «hijos de las Tierras Verdes».

En aquellos tiempos vivía yo en las afueras, cerca del barrio de los teñidores, en casa de un encantador de metales. Se denominaba encantadores de metales a los esclavos que conocían el secreto de hacer que un metal, al ser golpeado, emitiera el sonido de la voz de una mujer, o el silbido de una serpiente, o el canto de un pájaro. El encantador de metales trabajaba únicamente las noches en que el océano lloraba por las almas de los muertos que están disueltos en su salitre y en su yodo. Era un hombrecito tuerto y silencioso, enemigo de conversar acerca de las habilidades de su profesión. Yo vivía en la casa de este hombre en virtud de una amenaza terrible que le había hecho.

Como dije, estaba viviendo en la casa del encantador de metales, cuando los perros lloraron al lamer los charcos de agua, y si alguna duda me quedara de que aquel desastre fuera preparado por los dioses, descontentos de la ciudad, esa duda la disipará un singular suceso de que fui testigo en casa del encantador de los metales.

A medianoche me desperté escuchando que alguien tocaba muy suavemente el zócalo de la puerta de mi dormitorio. Volví a dormirme, mas poco tiempo después me volvieron a despertar ruidos sordos y choques amontonados y profundos. Me levanté y corrí en puntillas hasta la puerta para mirar por una hendidura del postigo, y lo que vi fue un león que se rascaba un flanco contra el tronco de la palmera que había en el jardín. Un terror tan maravilloso entró en mi corazón que, arrastrándome por el suelo, con el vientre pegado al piso, llegué hasta la cama. Y me desvanecí.

Al día siguiente, cuando le conté al encantador de metales lo que había sucedido, se echó a reír con una risa falsa y dijo que yo estaba equivocado.

Y todos los habitantes de la ciudad, cuyo nombre no se puede decir, me negaron terminantemente que fuera verdad el suceso a que hice referencia, incluso más de uno me dijo con descortesía, impropia en gente tan amable, que yo era un fabricante de embustes y de malas historias, y que no tenía derecho a abusar de la hospitalidad que se me daba, haciendo circular chismes inverosímiles. Y un pescador de oro, que tenía la barba negra recortada en forma de estrella con varias puntas sobre su pecho recio y que vestía una magnífica túnica escarlata, tejida en la baba de un pez rarísimo, y que da derecho a los que gastan esta túnica a burlarse de Dios, me expulsó de la puerta de su comercio, mientras me injuriaba atrozmente y pedía a sus protectores me castigaran con la lepra sonriente, que es una enfermedad que no se describe y que cubre todo el cuerpo de muescas que parecen labios sonrientes.

Fue entonces cuando, caminando hacia el corazón de la ciudad, vi a los perros que lloraban con amedrentamiento, después de haber sumergido los hocicos en los charcos de agua, como si quisieran advertir a los habitantes de la ciudad, cuyo nombre no se puede decir, de un peligro que nadie comprendía, y menos ellos, porque a ellos, que amaban el oro, las altas deidades les cerraron los ojos del entendimiento. Yo caminaba inmensamente triste. Pensaba que en la tierra se burlarían de mí cuando dijera que había descubierto una ciudad donde los hombres que pesan el oro gastan barbazas en forma de estrella y tienen derecho, si han adquirido una túnica de baba de pez, a burlarse de Dios.

Llegó mediodía, y cuando iba a entrar a la calle de los pescadores de Plata (que había la calle de los Pescadores de Plata y de los Pescadores de Oro y en esta calle, por ejemplo, no se podía cambiar monedas de plata) vi con asombro de espanto que de las junturas de las piedras que enlosaban la calle rezumaba agua, y vi también que los comerciantes y los pescadores de metales cerraban con premura sus comercios, y en pocos minutos las calles por donde yo caminaba quedaban desiertas y clausurados los negocios como en día de riguroso peligro, y cuando llegué a la calle del Azafrán, donde todas las fachadas pintadas de amarillo rojizo pregonaban la industria de sus pobladores, el agua ya me cubría los pies. Cuando llegué a la calle del Hierro tenía las rodillas sumergidas. En esa circunstancia tropecé y al caer tragué involuntariamente un buche de agua; me di cuenta entonces por qué los perros lloraban al lamer los charcos: el agua era excesivamente salada. Recordé la ciudad sumergida, de la que hablaban los habitantes de la orilla, y más pavor entró en mi corazón.

Y ocurrió algo que es increíble. El agua subía su línea azul por los rebordes de todas las murallas; es decir, que en un mismo nivel, en determinado lugar, cubría un césped, y en otra parte una hornacina.

Y, de pronto, aparecieron en sus chalupas los hombres de la orilla, a quienes los dueños del oro llamaban los asesinos. Los asesinos traían amarrados por cadenas de cuero a perros marinos, y los azuzaban al tiempo que gritaban frente a las puertas de los habitantes de la ciudad. Y el agua subía, mas ninguno de aquellos hombres que pesaban oro abandonaba su escondrijo, como si temiera la venganza de sus esclavos.

Durante tres días y tres noches el agua cubrió las techumbres de todas las casas; luego se retiró, y ahora la ciudad cuyo nombre no se puede decir está cubierta de fango y sus puertas tapiadas de musgo. A veces, cuando un techo se derrumba, se ve en el interior un cadáver abrazado a un arcón que, probablemente, contiene metales preciosos, pero los asesinos, indiferentes, se pasan el día en la orilla fangosa, tendidos al sol. Y cuando la marea crece, el agua en rizos de espuma les moja los pies; pero ellos no se molestan y dejan que los perros marinos les traigan entre los dientes los pescados que necesitan para alimentarse.

Finalmente, los hombres de las Tierras Verdes resolvieron regalarme un perro, que es el obsequio con que se agasaja al viajero a quien se desea perder de vista, y yo llamé a mi perro y le dije estas palabras:

—Hijo de las Tierras Verdes: acompañarás a tu amo por el mundo y le proveerás de alimentos porque tienes el hocico cauto y sigiloso como conviene a un buen perro buscador.

Pero mis palabras no le causaron el menor efecto, porque no sólo no se lanzó al mar a buscarme peces con que alimentarme, sino que, echándose melancólicamente en la tierra, comenzó a gemir suavemente como una mujer. Y entonces le cobré miedo a mi perro y eché otra vez a caminar solo.

¡Qué es lo que no he conocido en ese año de vagabundajes!

Fui amante de Gladira, la reina del país de las amazonas, donde todos los años nubes de jovencitas asaetean a los machos nuevos que salen de su caverna a aullar en los prados luneros.

Conocí Astapul, la tierra de los campesinos fuertes que mutilan a sus esclavos de brazos, lengua u ojos, según sean los menesteres de labradío o granja. Los campesinos de Astapul tienen perfil cartaginés y viajan montados en mulos gordazos.

Visité Pojola, la tierra de las diosas rubias y de los guerreros que dejan colgado un peine, cuando van a combatir. Si los dientes del peine destilan sangre, signo es de que el guerrero ha muerto. En Pojola las vírgenes beben toneles de cerveza y luchan a brazo partido con los herreros caminantes y los tiradores de bolos.

He visto enjuiciar un alma que a la luz del sol en el desierto se muestra en el cielo durante la noche, y he comprendido cómo muere «para toda la eternidad» el espíritu de un malvado.

Y un día, cuando harto de caminar por las tierras que están a la orilla de la nuestra, entré por un sendero bordeado de ligustros y descubrí mi casa y salí a la calle, la gente descubrió que yo estaba desnudo porque posiblemente no veía mi traje de capitán acusándome, además, de homicidio y pederastia.

Por eso he escrito estas líneas que son testimonio de mi honrada vida.

Escritor fracasado

Nadie se imagina el drama escondido bajo las líneas de mi rostro sereno, pero yo también tuve veinte años, y la sonrisa del hombre sumergido en la perspectiva de un triunfo próximo. Sensación de tocar el cielo con la punta de los dedos, de espiar desde una altura celeste y perfumada, el perezoso paso de los mortales en una llanura de ceniza.

Me acuerdo...

Emprendí con entusiasmo un camino de primavera invisible para la multitud, pero auténticamente real para mí. Trompetas de plata exaltaban mi gloria entre las murallas de la ciudad embadurnada groseramente y las noches se me vestían en los ojos de un prodigio antiguo, por nadie vivido.

Abultamiento de ramajes negros, sobre un canto de luna amarilla, trazaban, en mi imaginación, panoramas helénicos y el susurro del viento entre las ramas se me figuraba el eco de bacantes que danzaran al son de sistros y laúdes.

¡Oh! aunque no lo creáis, yo también he tenido veinte años soberbios como los de un dios griego y los inmortales no eran sombras doradas como lo son para el entendimiento del resto de los hombres, sino que habitaban un país próximo y reían con enormes carcajadas; y, aunque no lo creáis, yo los reverenciaba, teniendo que contenerme a veces para no lanzarme a la calle y gritar a los tenderos que medían su ganancia tras enjalbegados mostradores:

—Vedme, canallas...; yo también soy un dios rodeado por grandes nubes y arcadas de flores y trompetas de plata.

Y mis veinte años no eran deslustrados y feos como los de ciertos luchadores despiadados. Mis veinte años prometían la gloria de una obra inmortal. Bastaba entonces mirar mis ojos lustrosos, el endurecimiento de mi frente, la voluntad de mi mentón, escuchar el timbre de mi risa, percibir el latido de mis venas para comprender que la vida desbordaba de mí, como de un cauce harto estrecho.

El ingenio afluía a cada una de las frases que pronunciaba. Era mi carcaj de flechas y alegremente las disparaba en torno mío, creyendo que el arsenal sería inagotable. Los hombres de treinta años me miraban con cierto rencor, mis camaradas me auguraban un porvenir brillante... por cierto me encontraba en la edad en que la sonrisa de las mujeres no nos parece un regalo demasiado extraordinario para premiar la violencia de nuestros zafarranchos de combate.

Y viví: viví tan ardientemente durante tantos días y numerosas noches, que cuando quise reparar cómo se produjo el desmoronamiento, retrocedí espantado. Una gotera invisible había cavado en mí una caverna ancha, vacía, oscura.

Y así como el inexperto viajero que se aventura por una llanura helada y repentinamente descubre que el hielo se rompe, mostrando por las grietas el mar inmóvil que lo tragará. así con el mismo horror, yo descubrí la catástrofe de mi genio, el deshielo de mi violencia. Las grietas de lo que yo creía tierra firme pertenecían a una fina capa de agua endurecida. Bastó la leve temperatura de un éxito para derretirla.

Me prodigaron excesivos elogios. Alguien me hizo un maleficio. ¡Triunfé demasiado rápidamente en aquel círculo de pequeñas fieras, para cada una de las cuales, la más preciosa flor con que podían adornarse era una vanidad regada con adulaciones!

No sé, no sé. No sé.

Después del éxito estrepitoso, mi entusiasmo decayó verticalmente. ¿Agotamiento de la vida miserable que había ardido violentamente un instante en mí? ¿Consecuencia de la total entrega en la única y última obra? No sé.

Mortal penuria... congoja de viajero perdido en el desierto.

Quise retroceder y el orgullo me lo impidió... Pretendí avanzar... pero la ciudad que antes dilataba ante mis ojos calles infinitas, cada una de las cuales conducía a una altísima metrópoli multicolor, de pronto se acható; y entre las murallas enjalbegadas me sentí pequeño e irrisorio, y envidié la dicha de los comerciantes que había despreciado, y anhelé yo también sentarme a una mesa de madera cepillada y comer mi pan y mi sopa, sin la amargura del fracaso ni el mal recuerdo del buen éxito.

¿Cómo describir el tormento que me infligía la vanidad, la encendida batalla entre los residuos de sensatez y los escombros de soberbia? ¿Cómo describir mi llanto ardiente, mi odio encandecido, la desesperación de haber perdido el paraíso?

¡Oh, para ello se necesitaría ser escritor, y yo no lo soy! Ved mi rostro sereno, mi sonrisa fría de hombre bien nacido, mi cordialidad cortante y medida como la vara de un tendero.

Fue aquélla una época terrible.

Los trabajos de mi sensibilidad se convirtieron en el juego de un mecanismo enloquecido, alternativa de ilusiones rojas y realidades negras.

Por instantes no me quería convencer.

Miraba hacia mi pasado, separado por el brevísimo intervalo de dos años, y experimentaba el terror del hombre que ha vivido un siglo. Un siglo en plena esterilidad, sin escribir una línea.

¿Comprenden ustedes lo horrible de semejante situación? Dos años sin escribir nada. Tildarse autor, haber prometido montes y mares a quienes se molestaban en escucharnos y encontrarse de pronto, a bocajarro, con la conciencia de que se es incapaz de redactar una línea original, de realizar algo que justifique el prestigio residuo. Comprenden ustedes lo punzante que resulta aquella infame pregunta de los amigos capciosos, que aproximándose a uno, dicen con una ingenuidad que innegablemente trasciende a malignidad satisfecha:

“¿Por qué no trabajas?” O, si no: “¿Cuándo publicas algo?”

Para poner dique a preguntas indiscretas o insinuaciones irónicas, me revestí de la tiesura del espectador que ha superado las pobrezas de las actividades humanas. Tuve que defenderme y comencé a desperdigar frases:

—La vida no es literatura. Hay que vivir... después escribir.

No inútilmente se finge el fantasma. Llega un día en que se termina por serlo.

Así, insensiblemente fui impregnándome de cierta acidez que infiltró en todas mis palabras un resabio de ironía agria, cierto hedor de leche cortada.

La gente me huía instintivamente. Tuve renombre de cáustico. Mis chistes, los mejor intencionados, resultaban siempre de doble sentido, perversos, y los papanatas me cobraron un miedo terrible.

Con esa malignidad en el movimiento de los ojos que hace tan repulsivos a los ratones, descubría lo ridículo donde nadie lo sospechaba. Aproximarse a mí equivalía a resignarse a recibir una pulla insolente. Mi actitud más benévola podía traducirse en estas palabras:

“Permanezcamos en la superficie de las cosas”.

Me deleitaba revolotear como un lechuzo. No sé por qué. Tampoco sé por qué les gasté bromas tremendas a los que tomaban la vida en serio, e incluso sostuve que únicamente los badulaques profundos le concedían importancia a lo que nacía de ellos.

Lo cual no impedía que de continuo se formaran en la superficie de mi conciencia, grietas que rezumaban amargo salitre de envidia. Nada me ofendió más profundamente que el éxito de un compañero a quien despreciaba en mi, fuero interno. Cierto es que el éxito era una bagatela comparado con los que podía obtener yo explotando las posibilidades encerradas en mí.

Recuerdo muy ciar cimente que me acerqué a mi cama-rada y lo felicité indulgentemente irónico. Era una congratulación muy de estilo para molestar a las personas que consideramos inferiores a nosotros.

Nunca podré olvidar un detalle: el felicitado me examinó bruscamente, con el odio y la curiosidad de hombre en fiesta que descubre a un malhechor en su casa. Careció de tacto para ocultar su sorpresa y yo sin poderme contener agregué:

—Has hecho una obra hermosa. Lástima que hayas descuidado un poco el estilo.

Él me miró como si se preguntara a si mismo:

—¿Que busca aquí este desconocido?

Indudablemente, el éxito tiene muy mala memoria.

Aquel amigo me debía servicios y bondades extraordinarios, pero también es cierto que mi felicitación estaba muy distante de ser sincera. Era una limosna. Una limosna abortada entre labios helados.

Cuando me aparté de él, me prometí trabajar enérgicamente. Yo era una esperanza. Y una esperanza sin proporciones es siempre superior a una realidad mensurable. Espoloneado por mi amor propio, juré ir muy lejos, sin cavilar por un instante que mi “muy lejos” pertenecía al pasado. ¡Es tan fácil, por otra parte, enunciar propósitos sin proporción!

Sin embargo repelía dichas palabras, trataba de embriagarme con su contenido, inyectarme los horizontes que englobaba. Intentaba provocar en mis sentidos esa especie de sonambulismo lúcido que precede al acto de crear; pero por más que insistía en repetir el ritornelo optimista, por más que me gritaba a mí mismo que era un genio magnífico, capaz de conquistar el África y la América, mi fraseología dejó totalmente impasibles a las facultades creadoras, y tuve nuevamente ante los ojos el espectáculo de una vida vacía y frívola.

Me indigné contra mi intelecto, hice tentativas de intimidar a la inspiración, de infiltrarme en mi propio subconsciente. Era indispensable que él obedeciera y trabajara a mi servicio, pero fue todo inútil.

No olvidaré nunca que me encerré una semana entre cuatro paredes a la espera de la maravillosa fuerza que debía inspirarme páginas inmortales, pero el único fenómeno que provocó tal encierro consistió en una violenta intoxicación tabacosa y aburrido de hacer el ermitaño, me lancé a la calle a buscar la vida.

¿Por qué yo no podía producir y otros sí? ¿Dónde radicaba la misteriosa razón que hacía que un hombre que se expresaba como un imbécil, escribiera como si tuviese talento? ¿En qué consistía la personalidad, cómo se construía la personalidad, si yo conocía individuos sin ella en su vida práctica, pero que en sus páginas dejaban a ras de línea, lingotes de originalidad? Y, sin embargo, eran incapaces de contestar ni con mediana habilidad a una provocativa ingeniosidad mía.

No se me ocultaba que carecía de anhelos específicos, amor, una ilusión, ensueños. No es suficiente querer escribir. El fervor de mi Juventud (ya me sentía viejo) había sido sustituido por un bloque de indiferencia, dura como el granito.

Y sin embargo era joven. Leía hermosos libros. Mi concepto de lo armonioso y de lo bello rebalsaba en teoría muchas veces al que pudieran tener otros que sin necesidad de él creaban obras.

Un día me encontré cara a cara con la soledad del intelecto que ningún hombre normal puede sospechar en un prójimo. Desierto del alma humana, liso y gris. ¿Para qué caminar allí, si en cualquier punto se puede caer y morir o dormir; y el sol está siempre en lo alto y ninguna sombra se mueve en dirección a la vida, porque allí la vida es quietud y el silencio sepulcral?

Pensé en matarme. Un gramo de cualquier veneno resolvía mi problema. Después retrocedí y las cúpulas de los edificios me parecieron más nuevas, y los brotes de geranios en los pobres tiestos, más verdes y jugosos. Pero la verdad es que estaba vacío como una naranja exprimida.

¿Exprimido por quién? No sé. Las únicas iniciativas que partían de mí, se referían a mi persona y no podían interesar a nadie.

Por mucho tiempo abandoné la mesa de trabajo. Vagabundeé y tuve amigos exóticos, orgullosos de que me burlara de ellos, porque admiraban en mí al genio muerto que creían vivo. En distintos parajes descubrí que los hombres son caritativos y bondadosos con los que admiran; y entonces odié y desprecié aún más la bondad y la caridad, porque siempre odiamos y despreciamos a aquellos a quienes les robamos algo... aunque sea un trocito de embobamiento.

Personalidad extraña y femenina la mía.

Detestaba la felicidad de los simples y los ingenuos, y simultáneamente buscaba su compañía, como si ellos, únicamente ellos, pudieran restañar esa profunda úlcera de mi desprecio, vertiendo siempre su pus de egolatría, una podredumbre de veneno-dinamita. Con este crecimiento de la vanidad arreció también mi soberbia, y me Juzgué un intocable. estatua de mármol blanco en la cual era un pecado proyectar una sombra. Volví los ojos a mi Obra, realizada hacía mucho tiempo, y la proclamé perfecta, impecable. A quien quería escucharme le explicaba que sólo el respeto a mi creación anterior me impedía producir algo nuevo que no fuera muchas veces superior a ello. Y superar aquello..., era tan difícil superar aquello...

Y la gente se lo creía. Y no se lo creía.

Y digo que no se lo creía, porque alguna vez creí descubrir en un semblante enemigo el escorzo de una sonrisa irónica, como si compadecieran mi presunción; pero tanto cuidaba de mi orgullo, que casi siempre encontraba la forma de convertir en enemigos a aquellos que podían conocerme más penetrantemente de lo que me convenía tolerar.

Luego hallé un pretexto que, sin ser muy serio ni convincente que digamos, me satisfizo durante cierto tiempo.

Cualquier estado de ánimo que pudiera expresar, cualquier trama que imaginara, la habían compuesto anteriormente a mí muchas generaciones de artistas, infinitas veces. Cierto día le confesé estos pensamientos a un amigo mío, cuyo propósito consistía en ejecutar lo que nosotros en nuestra ridícula jerga denominamos una “obra de aliento”.

Con imágenes que la inspiración del momento rebuscaba brillantes, le tracé a mi camarada un panorama del mundo del intelecto y de la belleza, creado en el espacio de los siglos por sucesivas etapas de trabajo mental, y terminé mi disertación con estas palabras:

—¿Te parece lógico suponer que nosotros, seres minúsculos, podremos superar lo que ellos tan perfectamente acabaron?

Mi amigo era un poco botarate. No se dio cuenta que trataba de desanimarlo irónicamente. Ingenuamente entusiasmado, me aconsejó que escribiera una especie de “decálogo de la no-acción”, y tomado en mi propia trampa, la trampa del necio, como dijo no sé quién, le prometí realizarla. Más aún. Dejándome arrastrar por el espíritu de la falsedad, le contesté que ya había comenzado a redactar el panorama de la obra negativa; y por un momento creí en mi propia mentira, y hasta deliré con ella, porque le describí un comienzo de capitulo que en ese preciso instante se me ocurrió...

Embriagados, él con la estructura de su obra de aliento, y yo con el decálogo de la no-acción pasamos un día hermoso y una noche bellísima. Conversamos hasta la saciedad de lo que realizaríamos, qué procedimientos estéticos utilizaríamos para aturdir de admiración a nuestros prójimos, y al amanecer de otro día nos apartamos hartos de vino y fatigados por los malabarismos derrochados en esa pirotecnia de entusiasmo inútil.

Y nuestro camino no fue hacia la mesa de trabajo, sino en dirección a la cama. Pasado el momento de embriaguez, no me faltaron motivos para pensar seriamente en aquel proyecto.

¿Qué escrúpulo podía impedirme escribir un libro negativo, fabricar algo así como un Eclesiastés para intelectuales sietemesinos demostrándoles con habilidad cuán engañosos resultaban sus esfuerzos frente a la estructura del universo? ¿A quiénes aprovechaban sus esfuerzos estériles? ¿No era preferible vender telas tras de un mostrador o pesar vituallas en una feria, a sacrificarse...? ¿y al final con qué ventajas...? ¿para que un lector desconocido se distrajera algunos minutos en una lectura despreocupada que jamás sospecharía cuántos esfuerzos había costado?

¿Quién más que yo estaba autorizado a escribir esas líneas repletas de angustiosa verdad? No había creado una Obra. No era célebre todavía, para los que aún creían en mí. El final del nuevo libro palpitaba en mi mente.

Asistía al crepúsculo de los mundos. Olas de luego se tragaban costras inmensas de planeta, como una hoguera traga virutas de papel. Las ciudades se resquebrajaban, los granito y los hierros se licuaban semejantes a “maquettes” de cera, al aproximarse la tempestad de fuego; entonces, desde el fondo negro y escarlata de aquella hoguera, surgía el ridículo fantasma de un poeta. Las manos enclenques cruzadas sobre el pecho y el rostro fino engorguerado desaliando las llamas; con voz atiplada entre el tumulto bronco de los elementos, preguntaba:

—¿Y mis libros...? ¿Cómo es que el fuego no respeta mis libros?

Sus libros... ¡uy! El universo se estaba derritiendo en la nada.

Una saliva amarga me llenaba la boca de palabras acres. Era necesario escribir ese libro de desolación frente a la eternidad, que cada corazón florecido en mirtos y con cantos de pájaros en sus oquedades se enfriara en el paisaje de mis palabras atroces; y entonces... yo... ¡quedaría únicamente yo...!

No me faltaron motivos más o menos serios para aplazar el trabajo que me había propuesto llevar a cabo, “indefectiblemente”. La noticia llegó a desparramarse; y durante quince días me exhibí en los cafés frecuentados por el hampa de la literatura, afectando aires de hombre contrariado por un extraordinario proyecto.

Algunas revistas de literatura a base de pastaflora y azul de metileno, comentaron la estructura de mi nueva y futura obra, y durante unos diez días disfruté el gozoso placer de ser interrogado por idiotas de todo calibre, interesados en conocer qué profundidades humanas iba a tocar ahora.

Me devoró mi mentira y comencé a trabajar como si perteneciera a un auténtico propósito el llevar a cabo obra semejante.

Mas, ¿hasta qué punto es posible engañarse a sí mismo?

Insensiblemente los ánimos me decayeron, las frases que escribía se atropellaban como abortos de pensamientos, sin ton ni son; la soledad del cuarto me inspiró repulsión, desidia los ñamantes libros que comprara para ilustrarme eruditamente sobre la “no-acción”, y un día resueltamente acaté los impulsos de mi voluntad, y me confesé que no podía darse nada más estúpido que el trabajar sobre una obra en la cual el primero en no creer era yo.

Sustituí mi programa de labor por otro, más tarde éste por un tercero, hasta que por rebote de inercia en el pensar, volví sobre mis pasos para ensañarme con el abortado plan del “decálogo de la no-acción”, que tampoco terminé de bocetar, porque la inspiración se me había enfriado.

Finalmente, mandé todo resueltamente al diablo.

La vida era breve. Más que ridículo resultaba el hombre que consumía su juventud garabateando infames papelotes. Por optimista que se fuera, había que reconocer que con literatura no se reformaría a la humanidad. Y aunque semejantes razones, a pesar de ser verdaderas, no respondían a los más íntimos anhelos de mi fuero interno, ¿qué podía hacer yo? Por fin un día creí interpretar el secreto del reiterado silencio del “fuego sagrado” que llevaba en mí.

Descubrí que me estaba volviendo exigente.

Si yo no producía como ciertos escritorastros designados con el apelativo de conejos o mozos de cuerda de la literatura, era porque me estaba volviendo exigente. Eso. Y la exigencia bien entendida comienza por nuestra propia casa. Nada de producir a la marchanta porque sí; nada de prodigarse, ni de trabajar día y noche y noche y día, ni de infestar los periódicos con la firma. Ello era indigno de un escritor que se respete.

—Amigos —peroraba yo enfáticamente—. Amigos, hay que ser un poco exigentes, conservar el pudor de la firma.

En la época en que pronunciaba esas palabras creo que ni la más recatada doncella tenía tanto pudor de su virginidad como yo de mi firma.

Me cabe el honor de haber fundado en Buenos Aires la logia de los Exigentes. Comencé a lanzar la petulante frase-cita en las exposiciones de pintura, en las conferencias literarias, en los conciertos y estrenos teatrales.

Cuando me veía rodeado de un círculo de personas de mi conocimiento, empezaba la cantinela:

—Seamos exigentes, compañeros. Si nosotros no salvamos el arle, ¿quién lo salvará?

Convengan ustedes conmigo, tengan la honestidad de convenir que la frasecita encerraba la potencia de un apostolado severo, cierta dignidad de hombre honrado que repudia el esperpento de los eternos preñados de la literatura. Un hombre que a la luz del sol y de las lámparas de doscientas bujías tiene la audacia de proclamar que hay que ser exigente y comienza él por someterse a su principio, no escribiendo ni una sola línea por razones de exigencia, no puede ser un pedante ni un hipócrita.

La tesis prosperó, se convirtió en cátedra. Muchos cretinos comenzaron a respetar mi posición espiritual; incluso numerosas personas que no simpatizaban conmigo, del día a la noche experimentaron hacia mí una extemporánea amistad, estrechándome efusivamente las manos y prometiéndome solidaridad eterna al tiempo que me estimulaban:

—Usted tiene razón. Hay que ser exigente. El que no es exigente consigo mismo, mal puede serlo con los demás.

Y aunque parezca mentira, varios sujetos que preparaban obras maestras suspendieron su ardua labor al grito de:

—¡Abajo los conejos de la literatura!

Fue el año de oro de la literatura parda, la gran época del mulatismo literario. En reducido tiempo me vi rodeado de un séquito de Jovencitos irónicos, insolentes e ingeniosos.

Acudían de los rincones más diversos y variados, uno abandonó la caballeriza donde esportillaba mierda y otro el seminario, en el que arrastraba sus pies juanetudos y enormes manos, pálidas y frías. Algunos se motejaban de católicos y otros de ultranacionalistas; pero todos, sin distinción de sexo ni color, zangoloteaban mi frase y convenían en la necesidad perentoria de exterminar al aludido mozo ele cuerda de la literatura que hacía gemir las linotipos e inundaba año tras año el mercado, con dos o tres libros imposibles de leer por lo antigramatical y primitivo de su construcción,

Y aquellos que por no ser exigentes consigo mismos trabajaban del amanecer hasta la noche, temblaron.

A mis camaradas les anuncié que preparaba la Estética del Exigente, a base de un “cocktail” de cubismo, fascismo, marxismo y teología. Varias literatas se alegraron tanto al recibir la noticia, que a consecuencia de ello se les declaró furor uterino.

En pocas semanas popularizamos nuestros principios, los desparramamos por las mesas de café y en los cenáculos, y al cabo de un año descubrimos, de acuerdo a esas leyes de nuestra estética, unos cuantos genios anónimos. Después de darles una jabonada de modernismo y afeitarles lo poco que les quedaba de claridad y lógica, los lanzamos al éxtasis de la multitud.

La multitud, es menester reconocerlo amplia y francamente, no nos interesó nunca. Declaro orgullosamente que siempre desprecié al gran público; pero, como a la chusma hay que civilizarla y nosotros, los dioses, no podíamos permanecer continuamente en la altura so pena de desinflarnos, condescendimos a interesarnos en las masas y darles noticias de nuestros descubrimientos en el mundo de la belleza. Sin embargo el público (la eterna bestia) insistió en no leernos, en ignorar nuestra existencia. Los periódicos donde trabajaban nuestros amigos batían platillos y tambores, y quieras que no, los habitantes de este país agropecuario tuvieron que enterarse de nuestra existencia.

Muchos padres de familia se espantaron al conocer nuestros propósitos, reñidos con la buena costumbre de sus pensamientos, y a pesar de que hicimos fe de celosos católicos, el propio arzobispo nos excomulgó por heréticos y cizañeros, acusándonos de peligrosos para todos los que se tenían por cabales devotos.

Con perdón de la palabra, nos burlamos del arzobispo y organizamos una brigada que defendía el honor y la altisonancia de la literatura, creamos el tipo del “squadrista” y “bastonattore” del fascio artístico.

Nuestra bandera fue seguida y defendida por jovencitos que. a pesar de practicar todas las formas de la pederastía activa y pasiva, boxeaban admirablemente, rompiendo narices que era un contento; y en menos de un año les ajustamos cuentas a muchos genios anónimos y oficiales.

Guay del que pretendía oponernos resistencia. El vacío se producía de inmediato en torno de él. Peor no le ocurriera de saberse que estaba leproso.

No llegábamos al extremo de negarle el saludo, pero sí a confederarnos para clavarle banderillas desde todos los ángulos. A veces las banderillas consistían en un articulejo vacuo, tres líneas de referencias sobre un libro recién aparecido del autor, mientras que junto a las tres líneas chirles se destacaba un artículo a dos columnas sobre un autor mejicano, filipino o polar. O el silencio, aquella complicidad del silencio en la que nadie se da por informado de la “cosa”, y que el amor propio del autor percibo como una marisma que se le va tragando la vida sin poder luchar contra ella.

Nuestra audacia cobró tales lucros, que un día anunciamos en las páginas de nuestra revista, a todo lo ancho:

De aquí en adelante no discutiremos.

Distribuiremos razonables tandas de puntapiés y bastonazos.

Mas también, ¡qué descubrimientos formidables hicimos en aquella época!

Pusimos en claro, sin que quedara lugar a duda alguna, que los genios oficiales, los talentos consagrados eran camelos de una cobardía ejemplar. Bastaba la amenaza de un brulote, la insinuación de una crítica anticipada para que, a pesar de odiar a nuestra juventud agresiva, nos sonrieran amistosamente cuando nos encontraban y vinieran a nuestro encuentro, dedicándonos los elogios más bajunos y las adulaciones más serviles.

A pesar de que nuestra obra era negativa, revelamos valientemente las bellaquerías de los bandidos de la literatura; demostramos que el novelista se vendía al espadachín, el poeta al ensayista, constituyendo todos una cáfila de espantosos truhanes; que adulaban sin medida a los políticos, a los espadones, canjeando sus escrupulosas lacayunerías por electivos premios que provocaban la risa de los espectadores marginales. ¡Qué vida, Dios mío, qué vida!

Allí se me terminaron las pocas ilusiones que aún me restaban sobre la dignidad humana. La técnica no tenía nada que ver con el hombre. Aquel que escribía una hermosa estrofa era las más de las veces una letrina ambulante.

Esta desilusión se nos contagió a todos, y un día nos separamos. Nuestra cohesión social resistió todo lo que las soldaduras del fracaso pueden ligar.

Al final, ya nos fatigamos de castigar en el vacío. Unos estábamos hartos de otros, incluso un poquitin avergonzados de las pequeñas canallerías que cometimos valiéndonos de la impunidad que concede la asociación de tuerza. El hombre termina por cansarse hasta de escupir a la cara a sus prójimos. Menester es convenir que lo insultamos con cierta buena intención, pero no es posible ser generoso eternamente. y nos desperdigamos. Habían pasado dos años, quizá más.

Reconocí asustado que. salvo un escándalo transitorio, no había producido nada. Estaba girando en descubierto, es decir, sobre lo que prometía mi brillante juventud. No quise darme por vencido y escribí algunas menudencias, menos por amor de crearlas que por justificar la estabilidad de mi reputación, zarandeada por las malas lenguas. Tal fue la inmediata excusa que me di. aunque no puedo negar que mi vanidad en su primer impulso calificó a semejantes bagatelas de geniales.

Supongo (dejo sentado) que yo no era un conejo ni mucho menos, para infestar los periódicos o los puestos de libros con mi firma. Muy buenos y penosos esfuerzos me costaron los tales articulejos.

Comprobé que a mis compañeros no les alarmaban las muestras de inteligencia que exhibía. Por el contrario, me aplaudían exageradamente y se acercaban sonriéndome con amabilidad espontánea, sincera. Evidentemente... yo no constituía un peligro.

La sorpresa no fue agradable ni mucho menos.

Me había hecho la ilusión de que mi realización artística provocaría resistencias, críticas acerbas; me imaginaba escuchando a mis camaradas hablar mal de mi, como acostumbramos entre nosotros siempre que alguien tiene el mal gusto de singularizarse, pero me equivoqué de medio a medio. Me tributaron elogios, más elogios. Tuve la dignidad de recibir a través de sus elogios la noticia de mi fracaso. La historia se repetía.

Ellos me festejaban, como yo había aplaudido en otros tiempos a ciertos inútiles que no ofrecían ningún margen de rivalidad posible.

Cuando a la noche entré a mi cuarto, se me encogió el corazón. Hacia mucho tiempo que estaba triste, pero la última vez al examinar la soledad de mi albergue, el mortecino esmalte de los muebles, los colgantes de cristal de la pantalla, mi lecho frío con su artesonado de hojas azules sobre el fondo de oro cuando paseé la mirada sobre los paisajes que ornamentaban los muros, sombras de rascacielos sobre torres babilónicas, árboles curvados en lejanías de caminos violetas y amarillos, ríos de cobre surcando prados verdes y llanuras sonrosadas, no pude contenerme y lloré mi pena. ¿Por qué no podía escribir? ¿Cómo se había desarticulado el mecanismo de mi voluntad, de mi genio? ¿O es que nunca había tenido voluntad y mi genio no consistía en otra cosa que un poco de entusiasmo de algunos de mis prójimos exagerados en la apreciación de mis condiciones intelectuales? Y si era así... entonces mi Obra... ¿Qué era mi obra...? ¿Existía o no pasaba de ser una ficción colonial, una de esas pobres realizaciones que la inmensa sandez del terruño endiosa a falta de algo mejor?

Yo dudaba. Dudaba de mí... pero los otros... había bestias que no dudaban de sí mismos. Escribían de sol a sol, ciegos, sordos, pujantes como toros. Y yo no alcanzaba a ser ni una orquídea... el mismo invernáculo me mataba. ¿Qué era entonces? ¿Hacia qué dirección del horizonte mirar?

Momentos hubo en que anhelé que todos los escritores de la tierra tuvieran una sola cabeza. Qué magnífico entonces destrozar esa única cabeza a martillazos, abrir una fosa en cualquier desierto, sepultar bien profundamente el amasijo humano y exclamar a voz en cuello:

—¡La literatura no existe. La maté para siempre!

El tiempo pasaba.

Mi impotencia trazaba un círculo de brasas en cuyo interior me revolvía como un escorpión.

¿Qué tenía adentro de la cabeza?

¡Cuánto he cavilado para asombrar a mis prójimos, buscando una fuente de la cual extraer recursos que si no podían hermosear la vida a los hombres, al menos pudieran amargársela!

Yo no soy un tipo psicológico para vivir en silenciosa mediocridad. El genio, la belleza, el arte, constituyen para mí un disfraz destinado a encubrir las reducidas dimensiones de mi inteligencia, que a su vez se apoya sobre la estructura de una vanidad inconmensurable.

Acaso la tragedia de la vida no se reduce a aquella obra de arte que un día les prometí a mis semejantes, y que no construí nunca.

En un feliz momento de mi existencia, anuncié de mí mismo creaciones demasiado vastas. Surgían fáciles como las columnas de humo de los bosques de chimeneas. A aquel que me quería escuchar le conversaba de mis personajes movientes en sus cavernas de mármol, y el calor de la palabra añadía a la idea una temperatura de la cual ésta, intrínsecamente, carecía.

Y no poder cancelar el compromiso contraído me emponzoñaba los días.

Así como el demente extrae de su locura los elementos que le hunden en el desconcierto de su propia vida, así yo extraía de mí imaginación el veneno que me amarillaba los ojos.

No podía resignarme a ser una anónima partícula silenciosa, que en la noche se sumerge en el sueño colectivo, mientras otros hombres trabajaban dichosos su hermosura a la luz de un infecto candil.

Deseaba ser una voz en el corazón de ese silencio. Una voz nítida, perfecta. Perfecta no, la más perfecta.

¡Cuántas palabras inútiles y tristes! ¡Cómo se encoge el alma frente a la miseria de la propia vida! ¡Qué pobre es la palabra, qué pobre para expresar la angustia de adentro, lo baldío y tibio de la entraña que se traduce en pensamientos que si por acaso tienen forma, nada tienen que ver con ella!

Ya ven, no soy humanamente nada. Esa certidumbre me causa un desconsuelo profundo. Sé que no soy nada pero no puedo resignarme a la evidencia. Y entonces me digo: “Es necesario que hable, que hable aunque todos los que me escuchen sientan deseos de crucificarme o escupirme la cara. ¿Qué me importaría en ciertos momentos que me crucificaran? Hace tanto tiempo que estoy triste, que comprendo que aunque me quedara ciego llorando mi desventura, mi desventura no se reduciría un adarme; necesitaría los años de otra vida para llorar mi existencia despedazada”. Y esta realidad se escondía bajo el pecho del hombre que amaba los dioses y se creía un prójimo de ellos. En el lugar de un corazón jugoso quedó una fruta amarilla, más ácida que un membrillo.

Lo evidente es que ya no despertaba interés en nadie. Me recibían afectuosamente donde me presentaba, mas me recibían con esa cordialidad que se regala a los cadáveres vivientes. Yo no suscitaba aquel cuchicheo encuriosado, esas torsiones de cabeza, aquellos “¡ah!” sofocados, esas miradas clavadas insistentemente, que otros artistas de verdad provocan con su presencia, aunque se la considera odiosa e inoportuna.

Yo también hubiera querido ser odioso a alguien. Escribir páginas malditas, que los otros leen recatándose de sus prójimos, porque creen ver en ellas una alusión a su fisonomía espiritual, y luego rabiosos, indignados o asqueados, las arrojan al canasto, fingiendo ante el autor que jamás las han leído.

Frente a mí, el vacío, la tolerancia o la simpatía.

Me convertí en crítico literario. Un fin lógico por otra parte.

Ataqué cruelmente, justamente, deliberadamente.

Mi sensibilidad exasperada por el fracaso, sintonizaba las fallas del arte ajeno con una aguda hiperestesia de radiogoniómetro. Allí donde los otros ojos veían una curva yo localizaba el vértice de un ángulo. Nada conseguía agradarme. Como un vidrio sucio, empobrecía la claridad más radiante.

Y si fuera mi única anomalía...

Apareció en mi el alma del inquisidor.

Gozaba el libro que iba a despedazar, muchos días antes de sentarme al escritorio.

Recuerdo que tomándolo entre las manos lo palpaba con suavidad feroz, leíalo despacio y por trocitos, con el sobresalto de quien comete un crimen lento y teme que haya alguien espiándole; y nada resultaba más agradable en mis oídos que el escuchar el chasquido de mi propia risita seca, cuando imaginaba la habilidad con que iba a destrozar esa fábrica de palabras. Me restregaba nerviosamente las manos al tiempo que pensaba en el autor; y le decía desde el recoveco más profundo de mis malas intenciones:

—Trabajaste, canalla. Quisiste ser célebre. Bueno, ahora tendrás tu merecido.

No me faltaban razones muchas veces para ser acre y justo, pero la justicia en un temperamento como el mío, es casi siempre un pretexto para dar salida a los apetitos más ruines y a los instintos más bajos.

¡Qué no habré dicho en nombre de la literatura!

Me convertí en una especie de alcahuete de la república de las letras; para sancionar los despropósitos de mis exigencias y las del grupo al cual pertenecía, empleé palabras difíciles e inventé teorías estrafalarias.

Ensalcé a perfectas bestias apocalípticas, regodeándome con el sufrimiento que les proporcionaría a escritores en tomo de los cuales, por envidia, se hacía el silencio.

Me divertí fabulosamente redactando columnas y más columnas de elogio en honor de libros chatos y chirles. Era necesario sembrar la confusión, embarullar el entendimiento de los lectores, y juro que más de un genio de buhardilla ha rechinado los dientes frente a los impresos testimonios de mi iniquidad e injusticia.

Histérico como un pederasta, manoseé y critiqué con dureza a hombres que hubieran debido merecer todo mi respeto, si soy capaz de respetar algo.

Esperaba que alguno de ellos me enviaría los padrinos, saboreando un escándalo en perspectiva..., pero ignoro si los agredidos eran perspicaces o cobardes...; el caso es que mi juego endiablado no recibió jamás respuesta.

Con poca suerte en crítica negativa y positiva, derivé hacia el sector de la crítica neutra, perfectamente objetiva y que se me ocurre podría denominarse, con un poco de sentido común, posición del que le busca cinco pies al gato.

Con talante grave y estilo engolado diserté sobre lo que juzgaba conveniente e inconveniente en la hora actual, para la Belleza y aledaños.

Tomaba una obra y en vez de referirme a ella y a su substancia, con la pillería de un hombre ducho en el ring de la literatura, hacía juego de cuerdas y fraseos de estética parda. Así llenaba espacio impacientando al autor, que veía que no iba al grano. Unas veces estaba en las raíces y otras en las ramas; si era indispensable me remontaba a los Vedas, al Kalevala, a Buda o Zoroastro; si era indispensable citaba a Aristóteles, a Bacon, a Gracián, a Benedetto Croce o a Spengler, a la Mónita Secreta o al Manifiesto Comunista..., para el caso daba lo mismo, pues de lo que se trataba era de llenar espacio y demostrar conocimiento y no las habilidades del otro, de manera que llegaba al fin del artículo sin que el público, ni el autor, ni el mismísimo Satanás pudieran saber que diablos era lo que yo opinaba del libro.

Los autores siguieron escribiendo.

No constituía peligro, y entonces abandoné la crítica convencido de que la idiotez es incurable. La clasificación de hacerse no exigía una inteligencia del otro mundo ni nada parecido.

En un plano se encontraban los papanatas profundos, en el otro los inteligentes. Éstos, más vanidosos que “cocottes” no admitían que se les enmendara una coma o señalara una mota. Intransigentes y déspotas, pretendían monopolizar la perfección. Histéricos como señoritas, consideraban cada reparo una ofensa mortal a sus fueros de genios. Públicamente se cuidaban muy bien de exteriorizar su cólera, pero por dentro los devoraba el furor.

Me harté de esta canalla y abandoné la crítica literaria.

Cuando traté de localizar el paraje espiritual en que me había situado, me encontré sumado a una multitud de pequeños fracasados.

La enfermedad, la pobreza, el crimen, el odio, la envidia, cada matiz de la desdicha, del vicio o del pecado, cristalizan involuntariamente en una francmasonería, con clave o hermandad.

Estas tribus derrotadas socialmente se rigen por leyes especiales o, en nuestra esfera de influencia, al novato que llegue se le perdonan sus éxitos antiguos en gracia de su fracaso presente. Vaya lo uno por lo otro. Personalmente el individuo ha muerto como promesa, de acuerdo, pero en cambio, inequívocamente, resucita como fracasado. Y al resucitar como fracasado, tiene derecho al pan y a la sal que en el desierto de la literatura se le ofrece al viajero perdido. Es la hospitalidad brindada al hombre que pudo ser y no es. al desdichado sediento de un poco de solidaridad humana, imposible de encontrar allá, en aquellas alturas territoriales, donde los luchadores se muestran continuamente los dientes y las garras, gruñendo como tigres en celo: esto es mío y lo otro también.

Me hice, o mejor, el destino me hizo amigo de hombres que en otra época había despreciado profundamente. Estos hombres eran, como yo, artistas de tono menor, vanidosos inconcebibles, mentecatos que de haber vivido Honorato de Balzac le hubieran reprochado como un crimen imperdonable una coma traspuesta o un adjetivo mal utilizado. Dicha gente a la que había despreciado (y ellos lo sabían), en cuanto me identificaron comenzaron a reaplaudirme lo que produje en otros tiempos, y durante un período esa pleitesía respetuosa tributada a mi ex personalidad me enorgulleció como si lo mencionado fuera reciente y no muy antiguo. Entonces reparé en que los había desdeñado inútilmente. Me diferenciaba muy poco o nada de ellos. Era su prójimo.

Si se reunían y constituían grupos armoniosos de fracasados, debíase a que la soledad les resultaba insoportable. Por otra parte, no tenían nada que hacer. Mis consideraciones acerca de sus personalidades resultan inútiles y estúpidas. Estos escritores que yo llamaba fracasados, eran excelentes personas, solidarios, capaces de hacer no un favor a sus prójimos sino muchos. Dedicados al arte a la edad en que hasta los notarios hablan de la luna, autores de uno o dos libros de poemas bien intencionados y morales, en nombre de aquella transitoria veleidad de sus veinte años, ha mucho tiempo transcurridos, continuaban tildándose con asombroso optimismo de escritores y poetas. No había uno de ellos que no mantuviera encarpetada una obra maestra, que quien sabe cuándo se resolvería a publicar y terminar, porque los tiempos no estaban para arte puro.

Resulta entonces comprensible que estos sujetos no se afanaran por nada, y prefirieran al trabajo horrible de escribir y pulir, aquel otro más fácil de prodigarse jarabe de pico, o en su defecto ir todos los días a una determinada hora a refugiarse en sótanos llamados, ignoro por qué motivo, “agrupaciones de arte”.

En estos sótanos se refugiaban las tribus de pintores, escultores, poetas y literatos, y gente llegada recientemente de las ciudades del interior, que anhelaba ilustrarse y conocer de cerca el rostro del bicharraco llamado artista.

Allí se exhibían, recientemente pintados, cuadros futuristas hace quince años pasados de moda en París o Berlín y que hacían ahogarse de risa a los tenderos sensatos, o acuarelas impresionistas que para mejor impresionar al espectador presentaban un donoso bulto sobre la bragueta.

Allí se bebía cerveza con cocaína, allí se daban de cachetadas los literatos; y las escritoras, para afirmar su independencia se arrojaban a la cara injurias de verduleras. Otras, para “epatar” a las pobres señoras conducidas allí por sus esposos “para conocer la literatura”, gritaban a voz en cuello que ellas preferían acostarse con mujeres a hacerlo con hombres. Había momentos en que uno pensaba que con o sin razón debía encontrarse en las proximidades de una sucursal de la Salpétriére, o en el vestíbulo de Vieytes. Claro que, de escarbarse en el alma de estos haraganes y de aquellas feministas, se hubiera tocado un fondo de sublimado corrosivo... pero yo estaba loco... pretendía alternar con un mundo donde se anotara un porcentaje de cincuenta genios por cada cien sentidos comunes. Como si ser genio sirviera para algo.

Estábamos viviendo en el siglo de la máquina. La máquina había encadenado al hombre a su funcionamiento imperioso. Todo lo que se apartaba de la máquina era superfluo. ¿Qué podía significar una poesía junto a un motor en marcha o a una usina en plena producción? ¿Aliviaba un poema el aniquilamiento moral y físico de millares y millares de proletarios uncidos a la esclavitud del salario? No. ¿Entonces para qué servía un poema?

Cuando llegaba a esta altura del razonamiento, me decía:

—Todas las edades de la tierra han producido un escritor que ha superado a su clase y, de consiguiente, ningún oído ha podido dejar de escucharle.

Al enunciar este pensamiento no me daba cuenta que mi razonamiento era producto de un espejismo, que los escritores llamados universales no han sido nunca universales, sino escritores de determinada clase, la más escogida, entendidos y ensalzados por la cultura de esa clase, admirados y endiosados por las satisfacciones que eran capaces de agregarles a los refinamientos que de por sí atesoraba la clase como un bien excelentemente adquirido.

Los de abajo, la masa opaca, elástica y terrible que a través de todas las edades vivía forcejeando en la terrible lucha de clases, no existía para esos genios. Y nosotros, escritores democráticos, raídos por cien mil convencionalismos en todas las direcciones, éramos totalmente incapaces de escribir nada que removiera la conciencia social empotrada en un tedioso “dejad estar”.

Como otros de mis compañeros, me quise acercar a la clase trabajadora. No negaré que se me ocurrió que al asumir semejante actitud, yo le hacía al proletariado un extraordinario favor. ¿Quiénes sino nosotros (según decíamos) podían orientar a la clase obrera hacia la resolución de sus problemas? ¿No constituíamos algo así como la sal de la tierra proletaria?

A las primeras de cambio algunos obreros fantásticamente instruidos, ayudados por su terrible dialéctica marxista (que aún no la entiendo claramente por ser tan complicada) trituraron nuestros conceptos y mi literatura, y sin pelos en la lengua nos tildaron de ignorantes, vanidosos y oportunistas y chiflados. Por si acaso lo que pensaban de nuestro gremio no resultaba claro, me dieron a entender que el mayor placer que ellos podían experimentar algún día era mandar a todos los vagos de mi catadura a cortar leña en los bosques o. cargar bolsas de maíz y trigo en las colonias colectivas.

Trágico destino el nuestro. Primero excomulgados por el arzobispo, después anatematizados por el proletariado.

Durante algunos meses odié ardientemente al sucio proletariado y a su espantosa dialéctica. Lamenté que en el país no se hubiera implantado el régimen fascista.

Allí estaba nuestro lugar. ¿Quiénes sino nosotros podíamos preconizar una sólida expansión nacionalista y poner nuestra pluma al servicio de la patria y la bandera?

Un día reparé en que pensaba tonterías. Nosotros los literatos estábamos mal en todas partes. Incluso para ser lacayos de alguien y lustrabotas de todos se necesitaba cierto talento natural que en el clima de estas latitudes no prospera con la jugosidad necesaria.

Dormí una siesta de siete meses, y despaciosamente mi personalidad adquirió la clásica elasticidad del indiferente.

Y así como aquel que recuerda tiempos de bienestar no puede sustraerse al orgullo que le causa la comodidad perdida y gozada, y en esta evocación se remoza su soberbia y acrecientan sus pretensiones, conformando a su estado de conciencia la actitud que presentará ante extraños, yo como otros se pintan el cabello teñí mi fracaso. Le otorgué cédula de elegante.

Mi elegancia consistía en no enterarme de nada.

“¿Fulano escribió una novela? ¡Qué pena! Carecí del tiempo para leerla”. “¿Mengano se lució en un concierto? ¡Qué desgracia! Viajaba por el campo el día que debutó”. “¿Zutano había organizado una exposición de cuadros? Mejor para él, aunque yo no lo supe a tiempo para visitarla”.

Era el hombre que no se entera de nada, ni siquiera de la guerra chino-japonesa.

Lo grave es que sujetos parecidos a mí en no enterarse nunca de nada abundan en tal orden de actividades. Cuando varios tipos por este estilo nos reuníamos, encontrar un tema de conversación constituía un problema, y un ¡oh! y un ¡ah! de nunca acabar, eslabonaba la sorpresa que mutuamente nos producían sucesos de los que no “sabíamos” una palabra.

De lo que no dejábamos de enteramos, tronara o lloviera, enfermos o viajando, era de los brulotes endosados a un compañero por cualquier criticastruelo.

La noticia circulaba como un rayo redondo, le faltaba tiempo a un prójimo para comunicarle la noticia a otro entre una sonrisa regocijada de complacencia, que decía:

—¿Viste el brulote que le metieron a Fulano? Cuanto más injusta o malintencionada la crítica, más festivamente recibida.

Sabíamos que el placer que experimentaba el autor al publicar un libro se lo abollaba la crítica, y cuando se comentaba el brulote, no era por el brulote en sí, sino por el placer que derivaba de saber que había un compañero sufriendo en su vanidad o en su orgullo.

Un goce infernal nos henchía el alma. Al alcanzar el regocijo su máximum de altura, por un resto de pudor (pues ¡qué diablos!, al fin éramos civilizados) hacíamos, a fin de disculparnos ante nosotros mismos, consideraciones equitativas acerca de la inteligencia del compañero, y entonces pujábamos para ver quién picaba más alto en la justipreciación de los valores intelectuales del bruloteado, y hasta resultaba un placer concederle patente de genio, naturalmente, entre nosotros y la más rigurosa intimidad y discreción...

Estoy seguro que nadie se atreverá a negar que son sumamente curiosos los agrios caminos del fracaso.

Pero a la postre me aburrí del papel de impasible, y tiré la careta de la imperturbabilidad.

¡A la basura el dandysmo y los impotentes! Yo era un hombre de carne y hueso, admirador del talento allí donde se encontrara, incluso si estaba tirado entre excrementos, y no puedo afirmar que me costó mucho trabajo convertirme en protector de genios nonatos, en manager de inteligencias crepusculares y entrenador de talentos a la violeta.

Descubrí a dos o tres brutos maravillosos, los patrociné, les busqué y encontré periódicos donde pudieran colaborar, escandalicé por ellos a un montón de gente honesta y bien nacida, sostuve grescas con mis amigos... llegué al extremo de aconsejarle a uno de mis protegidos que se bañara aunque fuera una vez a la semana porque olía muy mal.... pero estos genios en cuanto criaron puntas de alas en las albardas. se pusieron insoportables de vanidosos, y volaron como si mi presencia les resultara insultante.

Me desilusioné de los hombres quedándome otra vez completamente solo. Intenté por centésima vez en mi vida, trabajar, crear algo hernioso, permanente. Quería perturbar el alma de los seres humanos, hacerles sentirse mejores o peores, pero mi esfuerzo se evaporó en el vacio.

Me senté durante horas y horas ante páginas de papel en blanco, imaginé que por virtud de un pacto con un demonio tutelar era capaz de escribir algo semejante a la Divina Comedia, y cuando mi pequeña y dorada alegría alcanzaba el límite donde yo suponía comienza la franja de la inspiración, escribía, redactaba dos o tres líneas, para terminar luego dejando apoyada con desaliento la lapicera en el cenicero.

Me convencí que de día era imposible trabajar y obtener los beneficios de la inspiración y recurrí a los favores de la noche.

Reparé que mi cuarto abundaba de libros, bonitos cuadros, escogidas comodidades, y no sé por qué se me ocurrió que la inspiración para manifestarse necesita de la monástica soledad de una celda, el silencio conventual de una cartuja perdida entre montañas, y entonces hice sustituir los vidrios de las ventanas por “vitraux” representando un paisaje feudal, y sustituí mi cómodo sillón norteamericano por un rígido banquillo colonial, el escritorio por una severa mesa antigua, y las lámparas eléctricas por un candelabro de hierro forjado, y encendí la vela.

Pero ni el candelabro, ni la mesa, ni la vela, me concedieron la inspiración que necesitaba, y sí el banquillo colonial recrudeció unas almorranas que padecía, tolerables en el amohadillado del sillón norteamericano.

Desterré a la edad media de mi casa y me dediqué a correr aventuras amorosas. Posiblemente la Inspiración se encontraba entre los brazos de una mujer, pero de entre los brazos de pelanduscas fáciles y burguesitas expertas en dormir en un cuartel sin perder la virginidad, salí erizado como un gato a quien le arrojan un cubo de agua, y resolví cambiar de ruta.

Posiblemente estaba atacado de surmenage, y como un campeón que aspiraba a detentar un certamen atlético, me entregué e pleno a la gimnasia sueca, al box, a los deportes.

Sudé como un hombreador de bolsas en las canchas de pelota, y más de una vez bajé de un ring con los ojos hinchados... pero la inspiración no venía.

Finalmente llegué a convencerme:

No tenía nada que decir. El mundo de mis emociones era pequeño. Allí radicaba la verdad. Mi espíritu no se relacionaba con los intereses y problemas de la humanidad, ni con la vida de los hombres que me rodeaban, sino con algunas ambiciones personales, carentes de valor.

Mi misma disconformidad con el medio en que actuaba, era simulada. Siendo sincero, cínicamente sincero, la sociedad en que me desplazaba me parecía muy bien estructurada para satisfacer materialmente las necesidades de mi egoísmo. Cuando el arzobispo me excomulgó, posiblemente tenía razón, porque su religión se me daba un pepino. Cuando me acerqué a los obreros, mi impulso fue artificial, era un gesto, y yo no puedo afirmar honestamente que se me importe algo que los obreros estén bien o estén mal. ¡Allá ellos y sus problemas! Les estoy profundamente agradecido de que me hayan rechazado, por que si no, vaya a saber cómo, por un impulso de vanidad estúpida me hubiera complicado la existencia.

Soy un burgués egoísta. Lo reconozco. De allí que nada alcanza a indignarme seriamente. Ni lo bueno ni lo malo. Tampoco experimento un ardiente afán de deslumbrar a mis prójimos. Si he dicho en alguna parte que sufría cuando no podía escribir, es mentira. Me he apartado de la verdad para adornar mi personalidad con un atributo que pudiera tornarla interesante.

Mi vanidad me ha molestado durante cierto tiempo. No lo negaré. Pero también mi vanidad se satisfacía comprobando que la insuficiencia mental de los otros hombres, incluso los que triunfaban, era mucho mayor que la mía.

Actos buenos o malos los he ejecutado para distraerme cinco minutos. Mis sentimientos vibran tan escasamente, que no puedo odiar ni amar a nadie, sino en el espacio de un tiempo muy breve. Luego amanece en mí una indulgencia irónica, burlona.

Quiero desnudarme por completo.

Me siento dichoso de ser así, estéril, medido, seco, amable. Tengo el orgullo de pensar que en mi personalidad se puede estrellar el infinito, sin dejar fijada ni una sola de sus partículas de inmensidad.

A veces una ráfaga de rabia me enturbia las pupilas, luego me encojo de hombros. Sustituyo el odio con la antipatía, y la antipatía con la indiferencia.

Tanto es así, que he reemplazado mi indiferencia de no enterarme de nada por aquella indiferencia un poquito más sutil, política e irónica de elogiarlo todo. Lo bueno y lo malo.

No dejan de aproximárseme malvados, que aspiran a regocijarse en el espectáculo de mi fracaso, y desean aquilatar hasta qué grado me encuentro amargado. Para buscarme la lengua hablan despectivamente de otros que trabajan infatigables. Mas yo los desconcierto diciendo:

—¡Cómo! ¿Fulano te parece un mal artista? Estás equivocado. querido. Es de los buenos, y de verdad...

Desalío a que haya alguien que sepa sacar mejor partido que yo de las intenciones abortadas, de los ensayos manidos y de las cegueras y cojeras de sus prójimos.

Observo entonces, con placer, que aquellos que me suponían agriado se retiran consternados, sin saber cómo clasificarme.

Y así pasan los años. De mi ineptitud se desprende una filosofía implacable, serena, destructiva:

—¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita?

Y yo sé que tengo razón.

Espionaje

Lisette se inclinó hacia mí. Sus grandes pupilas celestes parecían abrirse como los pétalos de una estrella marina. Y ella no olía a ácido fénico ni a yodoformo, sino que un perfume carnal, entremezclado con vaharadas de madera, la abarcaba en su torbellino extático. Y yo repetí:

—He visto una mirada terrible en el doctor Bahamont.

Sus ojos recorrieron rápidamente la sala del hospital de sangre y murmuró:

—¿Sospecha, acaso, de nosotros?

Ahora Lisette apretaba mi mano entre las suyas:

—¡Esos perros nos hacen un daño terrible! Cuanto más disimulada está nuestra artillería, mejor la localizan.

Repuse:

—La de nuestro puesto ni la sospechan. Fíjate que hemos encontrado...

Lisette miró, alarmada, en derredor:

—Cállate, imprudente.

—Tienes razón. Aquí hasta las paredes oyen.

Lisette continuó:

—¿Cuándo sales para París?

—Mañana.

Súbitamente cuadrado apareció ante mí el soldado Marcel. ¿De dónde había salido? Le miramos sorprendidos. Marcel habló:

—El mayor Sarault quiere verle, mi teniente.

Luego salió. El cañón comenzaba a tronar a lo lejos. A la entrada de la sala, un grupo de médicos movía los brazos.

Lisette echó a correr por el pavimento embaldosado de losas blancas y negras, como un tablero de ajedrez.

Aunque estaba levemente herido, mi permanencia en el hospital respondía a otros fines. Hablando francamente, yo me había herido a mí mismo levemente en una pantorrilla, por expresa orden del mayor Sarault, con el pretexto de ser internado en el hospital de sangre. Lisette sola no se bastaba ya para vigilar a las enfermeras y médicos, entre los que sospechábamos se encontraba un espía. Y Lisette nos había sido muy útil. Ella fue quien descubrió que un oficial extraviado y que padecía de amnesia, no era tal amnésico, sino un espía. Ella era la encargada de despabilar a los heridos, enseñándoles a mostrarse recelosos en sus conversaciones y sumamente mesurados. Lisette, y muchos lo ignoraban, pertenecía a la nobleza de Alsacia. Al revés de numerosas muchachas que durante la guerra se quedaron hilando vendas en París o corriendo juergas con los muchachos que venían del frente, Lisette eligió los hospitales de sangre. Pocas mujeres se comportaban tan heroicamente como ella durante los bombardeos y los grandes momentos de peligro. Su permanencia en nuestra línea nos reconfortaba. En el hospital, como decía antes, Lisette identificó a dos espías, que fueron fusilados, pero el último enemigo, agazapado entre nosotros, señalándoles impunemente a los alemanes nuestras posiciones más ocultas, no podía haber sido. Era la nuestra una situación grave. Allí donde con más arduas precauciones se emplazaba una batería, comenzaban a caer granadas. A veces, antes de que tuviéramos tiempo de utilizar nuestra artillería, los proyectiles enemigos, dirigidos con un diabólico acierto, desmantelaban la posición. Por fin, el mayor Sarault dispuso que yo trabajara en compañía de Lisette para descubrir al espía.


—Lisette, he pensado que de aquí en adelante tendrás un compañero. En su compañía te encargarás de registrar los equipajes de tus compañeras, de facilitarnos su correspondencia mientras están de servicio, para comprobar si las cartas no están escritas con tintas secretas.

Lisette no podía verme porque yo trabajaba tras de un tabique de madera, tomando notas del último parte. Sin embargo, yo, por una hendidura de la división, veía su noble y agraciado rostro. El mayor Sarault continuó:

—¡Es necesario trabajar, Lisette! ¡Y trabajar con eficacia! Nos están vendiendo. (En aquel instante yo sospeché que Lisette estaba al servicio de la Sección B de contraespionaje.) Hay alguien que denuncia la posición de nuestras baterías mejor disimuladas.

Lisette escuchaba, y su cabeza se movía pensativamente. La voz del mayor resonó:

—¡Teniente Laboule!

Salí de mi rincón.

—Teniente Laboule, le voy a presentar a la enfermera Lisette. Trabaja para contraespionaje.

Lisette me estrechó efusivamente la mano. Comprendí que nos íbamos a entender. El mayor Sarault continuó, dirigiéndose a la muchacha:

—Lisette, nosotros hemos resuelto que el teniente Laboule se hiera en una pantorrilla para internarlo en el hospital. Esa herida leve le permitirá merodear y servirte de auxiliar.

—¿No nos estará traicionando algún oficial? —sugerí.

El mayor Sarault encendió una pipa.

—Estamos frente al misterio. Hemos hecho tratar con reactivos químicos la correspondencia cruzada entre todos los soldados y sus familiares. Hemos hecho registrar de pie a cabeza a todos los hombres que salieron para París con licencia. Y, sin embargo, continúan vendiéndonos. (Señaló el mapa colgado del muro donde se veían marcadas las posiciones de las baterías en cada cota.) Hice figurar datos falsos en ese mapa, para ver si nuestro enemigo bombardeaba las posiciones falsas, pero los datos falsos no nos sirvieron absolutamente para nada.

Volví a sugerir:

—Hay un médico entre nosotros que juega mucho. Abunda de dinero. Su familia no es rica. ¿De dónde sale ese dinero?

—¿Se refiere usted al doctor Bahamont? —intervino Lisette.

—Sí.

—El doctor Bahamont ha recibido una herencia —cortó terminantemente el mayor Sarault.

Me sorprendió la repentina explicación respecto de la fortuna del doctor Bahamont. El mayor también pareció darse cuenta de la responsabilidad que entrañaba tal afirmación, porque corrigió:

—Con la explicación del origen del dinero del doctor Bahamont no he pretendido ponerle a cubierto de vigilancia. Ustedes controlarán su correspondencia y su vida como la de otras personas del hospital.

De pronto sonó la campanilla del teléfono. Durante un minuto el mayor conversó con su hijo; luego le pasó el teléfono a Lisette, diciéndole:

—Segismundo quiere conversar con usted.

Lisette cambió algunas palabras sin importancia con el hijo del mayor y yo, repentinamente, me sentí despechado. ¡Ya tenía celos de Lisette!

—¿Cómo marcha con su pierna? —le preguntó el mayor.

—Dice que le han vuelto los dolores.

Después me enteré que Segismundo había quedado lamentablemente cojo al iniciarse la guerra, a consecuencia de una caída que tuvo desde un tren de artillería. Semejante accidente le salvó de los horrores de las trincheras. Era un mozo guapo, a pesar de su muleta.

—De manera que tú te herirás en una pantorrilla esta noche. Y ahora podéis retiraros.

Lisette y yo salimos lentamente de la habitación del mayor Sarault. En la puerta, Marcel nos examinó de pie a cabeza con su mirada inquisitiva.

Nunca olvidaré el momento en que tomé mi gorra para ponérmela. Tuve una sensación de extrañeza. La miré atentamente, la hice circular entre mis dedos y finalmente mi extrañeza se aclaró. Había en mi gorra una particularidad que la había cambiado, un detalle que ahora no podía precisar. Nuevamente me presenté al mayor Sarault y le dije:

—Creo que llevo un mensaje en la gorra. Hay allí algo que no está bien y que no puedo precisar en qué consiste. Hágame seguir y vigilar.

El último hombre que estuvo en mi habitación fue Marcel.

Un cuarto de hora después, salía en el automóvil de los oficiales para la estación. Una hora después subía al tren que va de Argonne a París. Un paisano me seguía de cerca. Su misión consistía en vigilar a los que quisieran acercarse a mi gorra.

Cojeando, desempeñé a conciencia mi papel de hombre que aprovecha su libertad y resurrección de las fangosas trincheras. Bebía abundantemente en todas las cantinas de las estaciones, aparte de las raciones de whisky que ingería en el coche restaurante. No faltaban ocasiones. Tras de mí, el paisano, siempre vigilante, fue sustituido dos horas antes de llegar a París por un obeso comisionista que charlaba con una dama también bastante gruesa. Pero ambos vigilaban mi gorra.

Súbitamente, la pareja cayó sobre un oficial que, equivocadamente, tomó mi gorra confundiéndola con la suya. Era el eslabón que buscábamos entre nuestra fila de trincheras y el enemigo. Pero no habían transcurrido tres minutos de la detención del eslabón, cuando el oficial se desplomó rígidamente entre los tres hombres que lo rodeaban, porque la pareja de seudocomisionistas iba secundada por toda una brigada de agentes.

El oficial apócrifo se había suicidado.

La Sección B de contraespionaje efectuó investigaciones que no condujeron a nada. Había que suponer lógicamente que este suicida fue introducido de contrabando en Francia. Quizá dejado caer con un paracaídas desde un avión. Al hacerle la autopsia se comprobó que tenía adherido un veneno potentísimo en la punta de la uña del dedo meñique, la cual, al ser detenido, se clavó en la palma de la mano. La finalidad del suicidio resultaba evidente: escapar a las torturas que le esperaban para que delatara a sus cómplices. Pero la presunción de que mi gorra tenía una particularidad alterada era exacta: la correílla que sirve para asegurar a ésta bajo la barba había sido sustituida por otra que llevaba en su interior un papel de seda indicando las cotas de nuevas posiciones de artillería.

Como ayer, estábamos a merced del invisible enemigo.


Podía ser una pista. Una pista insignificante, pero admisible. ¿Por qué el cómplice espía muerto que trabajaba en nuestra línea de trincheras no había de tener la uña del dedo meñique cortada en punta como el desconocido suicida?

Cuando regresé de París hablé con el mayor Sarault y Lisette, y comenzamos a observar discretamente las manos de todas las personas que nos rodeaban. Y con particularidad, el dedo meñique.

Perdimos el tiempo. En la orilla de la muerte nadie tenía tiempo de pensar en arabescos de punta de uña.

No veíamos mano que no se revelara estropeada por la acción del trabajo, de los ácidos, de la deflagración de la pólvora, por la acción de la pala y el pico, por la de los desinfectantes. La uña cortada en punta, con su impregnación de veneno, no aparecía por ninguna parte.

Y de pronto estalló la bomba:

¡Lisette está incomunicada! ¡Lisette es la espía! Era increíble, pero lo que no permitieron descubrir costosas investigaciones lo facilitó el estúpido eslabón de la casualidad. Un frutero cruzaba una calle de París, cuando un precipitado mensajero lo derribó con su bicicleta en la calzada. Malherido, fue conducido a la estación sanitaria más próxima. Su actitud esquiva llamó la atención del gendarme que intervino en la traslación a la estación sanitaria más próxima, le revisaron los bolsillos y, con gran sorpresa de los practicantes que rodeaban al herido, se le secuestró un mapa de trincheras y un librito con diferentes alfabetos de clave.

Inmediatamente intervino la Sección B y, ante el asombro de los funcionarios, el espía nombró a Lisette y a un portero de la rué Bonaparte, detenido algunos minutos después.

Ahora, arrinconada como una fiera en un butacón, con las manos amarradas a las espaldas por unas cadenitas de acero, Lisette nos miraba a todos con pupilas chispeantes. Sus ojos parecían dos almendras de porcelana celeste. Tan tersos y terribles se mostraban.

La habían trasladado a la misma dirección del hospital de sangre, y frente a ella se encontraban el mayor Sarault, el doctor Lebrón, dos empleados de la Sección B y yo, en mi calidad de ayudante del mayor Sarault.

El mayor tomó la palabra pausadamente:

—Lisette, no trataré de recriminarle su crimen espantoso. Usted sabe la pena que se aplica a los traidores, y usted es doblemente traidora a su patria y a su clase, y únicamente quiero decirle esto: dos recursos tenemos nosotros para obligarla a manifestarnos quiénes son sus cómplices. La persuasión y la tortura. El primer recurso de persuasión está ya empleado con las palabras que pronunciamos. Necesitamos una confesión amplia. La vida de millares y millares de hombres depende de la actividad de sus cómplices. Es necesario que nos diga quiénes son, dónde podemos encontrarles.

Lisette, lívida, apretó los dientes.

El mayor se puso de pie. Sus últimas palabras fueron:

—Pueden interrogarla. Usted, doctor —se dirigía ahora al director del hospital—, encargúese de reanimarla cuando pierda el conocimiento por efectos del dolor.

Se retiró.

Quedamos el director del hospital, yo y los dos agentes de la Sección B en la habitación, frente a la muchacha lívida. Los agentes nos miraron; comprendiendo nuestra situación, dijeron:

—Los señores pueden retirarse, si quieren. Nosotros interrogaremos a la señorita.

Salimos.

Un minuto después entró en la habitación una mujer gigantesca, de ojos verdosos y manos pesadas. Nunca la había visto en el hospital. Pertenecía también a la Sección B. En las manos traía un látigo.

Durante dos horas, Lisette fue flagelada por la mujer gigantesca. De tanto en tanto la mujer asomaba la cabeza a la puerta y le hacía una señal al director del hospital, que entraba con su jeringa de inyecciones, reanimaba a la torturada y luego salía enjugándose la frente con un pañuelo.

—Jamás he visto resistencia semejante —me dijo—. No pronuncia una sola palabra.

A las dos horas y quince minutos de castigo, la mujer de la Sección B salió de la habitación. Todo su delantal blanco estaba manchado de sangre. Dijo, sin mirarnos:

—La detenida quiere hablar.

Entré temblando a la habitación.

Lisette, envuelta en una manta hasta el mentón, estaba tendida en el sofá. Miraba enloquecida en derredor, sus cabellos se habían vuelto blancos, los dientes le castañeteaban como si tuviera mucho frío. No me reconoció.

Dijo:

—Segismundo.

—¿Qué?

—Segismundo es mi cómplice.

—¿Quién es Segismundo?

—El hijo del mayor.

—¿Qué mayor?

—El mayor Sarault.

Casi caemos de espalda. Ésas fueron sus últimas palabras. Volvió a desmayarse.

Cinco horas después, en París, el hijo del mayor Sarault, detenido, se confesaba culpable. Lisette, por amor a él, había entrado en el servicio de espionaje.


(El Hogar, 9 de diciembre de 1938)

Ester Primavera

Me domina una emoción invencible al pensar en Ester Primavera.

Es como si de pronto una ráfaga de viento caliente me golpeara el rostro. Y sin embargo, la cresta de las sierras está nevada. Carámbanos blancos aterciopelan las horquetas de un nogal que está al pie de la buhardilla que ocupo en el tercer piso del Pabellón Pasteur en el Sanatorio de Tuberculosos de Santa Mónica.

¡Ester Primavera!


Su nombre amontona pasado en mis ojos. Mis sobresaltos rojos palidecen en sucesivas bellezas de recuerdo. Nombrarla es recibir de pronto el golpe de una ráfaga de viento caliente en mis mejillas frías.

Estirado en la reposera, cubierto hasta el mentón con una manta oscura, pienso de continuo en ella. Hace setecientos días que pienso a toda hora en Ester Primavera, la única criatura que he ofendido atrozmente. No, ésa no es la palabra. No la he ofendido, hice algo peor aún, arranqué de cuajo en ella toda esperanza de la bondad terrestre. No podrá tener nunca más una ilusión, tan groseramente le he retorcido el alma. Y esa infamia dilata en mi carne una tristeza deliciosa. Ahora sé que podré morir. Nunca creí que el remordimiento adquiriera profundidades tan sabrosas. Y que un pecado se convirtiera en una almohada espantosamente muelle, donde para siempre reposaremos con la angustia que fermentamos.

Y sé que ella nunca me podrá olvidar, y la mirada fija de la alta criatura, que camina moviendo ligeramente los hombros, es la única belleza que me atornilla al mundo de los vivos que dejé por este infierno.

Aún la veo. El semblante fino y largo, delineado en expresión de tormento, como si siempre al venir hacia mí terminara de desprenderse de un enorme bloque de vida dura. Y este esfuerzo mantenía intacta su agilidad, pues al caminar el faralá de su vestido negro se le atorbellinaba en torno de las rodillas, y un bucle de cabello corrido sobre su sien hasta descubrir el lóbulo de la oreja parecía acompañar ese ímpetu de lanzamiento a lo desconocido, que era su modo de caminar. A veces le envolvía la garganta una piel y mirándola pasar se creía que era una forastera que regresaba de lejanas ciudades. Así venía hacia mí. Sus veintitrés años que habían resbalado a través de todos los planos de vida perpendicular, sus veintitrés años envasados en un cuerpo gentil, se encaminaban hacia mí, como si yo en ese presente constituyera la definitiva razón de ser de todo su pasado... Sí, eso, había vivido veintitrés años, para eso, para avanzar en la ancha vereda hacia mí, con rostro de tormento.

Sanatorio de Santa Mónica.

Qué hien han hecho en ponerle este nombre de mansedumbre al infierno rojo, en el que todos los semblantes los ha barnizado de amarillo la muerte, y donde entre los cuatro pabellones, dos de hombres, dos de mujeres, sumamos cerca de mil tuberculosos.

¡Ay!, y hay momentos en que uno lloraría para siempre... Y el círculo de montañas, allá, el círculo que superan otras crestas de montes más distantes, el círculo donde se pierde el riel brillante de una curva, y donde los trenes que se deslizan parecen convoyes de juguetes. Y el río que, cuando hay sol, destella chapas de luz entre lo verde. Y los peñascos violetas en el crepúsculo y rojos como tizones al amanecer. Y más arriba Ucul, y más abajo Cerro del Diablo, y entre la pendiente tortuosa, horizontal, el triángulo de azul de metileno del embalse del dique, que siempre avanza. Y de noche, de día, mujeres que tosen, hombres que se incorporan en las camas, envarados por las alucinaciones de la fiebre, o el gusto de la sangre que desde muy adentro les sube al paladar. Y Dios que impera sobre todas nuestras almas taciturnas de pecados.


A la derecha de mi reposera está el pardo Leiva. Perfil rampante y un pincelazo de melena negra sobre la frente de avellana.

A mi izquierda reposa un muchacho rojo, judío, siempre callado, para que la tisis se retarde en devorarle la laringe. Más allá, en una larga fila que ocupa el patio cubierto, reposeras, y descansando en ellas, niños, hombres, adolescentes, todos envueltos en la reglamentaria manta oscura. Casi todos tienen la piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante, las orejas transparentes, los ojos encendidos o vítreos, las fosas nasales palpitantes en la lenta aspiración del aire glacial que viene de la montaña.

Entre todas las pestañas de esos párpados entreabiertos, languidece la percepción de un recuerdo. Hay ojos que aún están anclados en una visión reciente, y entonces, a escondidas, se cubren de lágrimas. Estamos así todos, siempre recordando algo en este “sanatorio tipo montaña”. Y yo pienso en ella, hace setecientos días que pienso en Ester Primavera. Cuando pronuncio su nombre, me golpea las mejillas una ráfaga de viento caliente. Y sin embargo la nieve gris cubre la cresta de los montes. Y abajo es todo negro en los socavones.

El pardo Leiva enciende un cigarrillo.

—¿Quiere pitar, siete? —me dice.

—Bueno.

Fumamos cautelosamente, porque nos está prohibido. Echamos el humo bajo la manta, y súbitamente la nicotina nos crespa el estómago en vahídos. Del interior de la sala parten toses continuas. Es el de la cama tres. Se cruzan palabras sintéticas:

—¿Durmió anoche?

—Poco.

—¿Le sigue la temperatura?

—Sí.

O si no:

—¿Cuándo le dan el neumotórax?

—Mañana.

—¿Se “anima”?

—Y... para seguir así...

Un negro permanece extático en la reposera. Su cabeza de carbón gris se aplana en un cansancio infinito en la tela. Leiva lo mira y dice:

—Ese no pasa el invierno.

Del interior de la sala vienen ruidos de toses. Es el nueve ahora, el nueve que no se termina de morir, el nueve que le apostó al médico del pabellón un cajón de botellas de cerveza “a que no se muere este invierno”. Y no morirá. No morirá porque su voluntad lo ha de sostener hasta la primavera. Y el médico, que es un experto, está enfurruñado ante este “caso”. Le dice, porque el enfermo es casi amigo y lo sabe todo:

—Pero si no podés vivir. ¿No te das cuenta que no te queda ni un pedazo así de pulmón? —y le enseña la uña de su dedo meñique.

El nueve, arrinconado en blanco ángulo recto de la sala, se ríe con estertor subterráneo, envuelto en la acre neblina de su descomposición:

—Hasta la primavera no hay caso, doctor. Sáquese las ilusiones.

Y el médico se retira de la cabecera fastidiado, intrigado ante este “caso” que en los “rayos” es la negación de sus conocimientos. Pero antes de apartarse le dice riéndose:

—¿Por qué no te morís? Haceme el gusto. ¿Qué te cuesta?

—No, el gusto me lo va a hacer usted, pagándome el cajón de cervera.

El médico también está tuberculoso. “Un vértice del izquierdo, nada más.” El practicante también, “casi nada, el derecho reblandecido”, y así, todos los que nos movemos como espectros en este infierno que lleva un santo nombre, todos sabemos que estamos condenados a muerte. Hoy, mañana, el año que viene... pero un día...

¡Ester Primavera!

El nombre de la fina doncella me golpea las mejillas como una ráfaga de viento caliente. Leiva tose, el muchacho judío sueña con la peletería de su padre, donde ahora, Mordecai y Levi, reirán juntos al samovar, y la campana de la capilla toca a muerto. Un tren que parece de juguete se pierde en la brillante curva del riel que horada los socavones negros. Y Buenos Aires que está tan lejos... tan lejos...

Dan ganas de matarse, pero de ir a matarse allá, a Buenos Aires... en el umbral de su puerta.

Comprendí que la quería para siempre cuando en el tranvía que nos llevaba a Palermo contesté a la pregunta de Ester Primavera con estas palabras:

—No, pierda toda esperanza. Yo no me casaré nunca, y menos con usted.

—No importa. Seremos amigos entonces. Y cuando tenga un novio, pasaré con él frente a usted para que usted lo conozca, aunque, naturalmente, yo no lo saludaré —y con los párpados bajos me soslayaba como si acabara de cometer una mala acción.

—¿Entonces ya está acostumbrada a ese juego cínico?

—Sí, tenía un amigo muy parecido a usted... —Yo me eché a reír y le dije:

—¡Qué raro!... Las mujeres que cambian frecuentemente de amigos, siempre encuentran otro que era parecido al anterior.

—¡Qué divertido que es usted!... Bueno, como le contaba, cuando la situación se hacía peligrosa, me retiraba para volver cuando me sentía más fuerte.

—¿Sabe que usted es una deliciosa desvergonzada? Voy a creer que me está sondando.

—¿Qué, no está tranquilo a mi lado?

—Míreme a los ojos.

Un bucle de cabello le descubría la sien, y a pesar de su sonrisa maliciosa, persistía en ella una expresión de fatiga que desgarraba como un sufrimiento su carita pálida.

—¿Y su novio, qué opinaba de ese juego cínico?

—No lo conocía.

De pronto me miró gravemente.

—Usted es una perversa.

—Sí, estoy aburrida de tanta estupidez. ¿Sabe usted qué es lo que es ser mujer?

—No, pero me lo imagino.

—Y entonces, ¿por qué se me queda mirando con esa cara? ¿No se va a enojar si le digo que usted parece un poco idiota? Pero, ¿en qué piensa?

—Nada..., ya se imaginará en lo que estoy pensando. Pero, acuérdese de esto. En cuanto me haga una trastada se acordará de mí para toda la vida.

La insolencia le agradó. Sonriendo malignamente me preguntó:

—Dígame... es una curiosidad..., ¿no se va a enojar? ¿Usted no pertenece a ese tipo de hombre que al cabo de una semana de conocerla a una, le dicen con ojos de carnero degollado: “quiere darme una prueba de cariño, señorita” y piden un beso?

La observé hosco:

—Posiblemente a usted nunca le pida ni le dé nada.

—¿Por qué?

—Porque no me interesa como mujer que da.

—¿Y cómo le intereso, entonces?

—Como entretenimiento... nada más. Cuando esté aburrido de aguantar sus insolencias la abandonaré.

—¿Entonces le parece linda mi alma?

—Sí, pero no la van a entender a usted.

—¿Por qué?

—Es preferible que no hablemos de eso.

Ahora paseábamos entre el verde silencio de los árboles. Con voz aniñada me contaba de otros climas y de los brotes del sufrimiento. Había entrado en Roma a un hospital de mutilados de la guerra. Vio rostros que parecían haber pasado por los cilindros de una laminadora, y cráneos truncos en obtusas, como si los hubiera trepanado una fresa. Conoció las tierras del hielo y de los cetáceos. Había querido a un hombre que se jugó una noche, en el tapete de una horrible taberna de Comodoro, entre buscadores de oro y asesinos, toda su fortuna. Y la dejó con su ajuar de novia, para ir a continuar viviendo su frenética existencia entre los tahúres de Arroyo Pescado.

Conversamos toda la mañana. La punta de su sombrilla se detenía en las manchas del sol que cubrían la grava roja de los senderos. Y yo pensaba en el singular contraste que existía entre la substancia de las cosas que ella me narraba y el tono delicado de su voz, de modo que el encanto se doblaba por la superposición de personas que en ella descubría, ya que por la confianza de su intimidad era una criatura y por los hechos una mujer.

Y no nos tratábamos como desconocidos, sino como personas que se conocen harto tiempo ya y para los cuales el secreto no existe, porque la desnudez del alma ha hecho visible toda posibilidad.

Y, a medida que ella entraba en los hechos que no decía que eran penosos, haciéndose cortesía de lo que pudiera no interesarme, su voz se tornaba más fina y cálida, de modo que, involuntariamente, se comprendía estar en presencia de una señorita. Y esta palabra adquiría, refiriéndose a ella, un contenido de perfección, como sería perfecto y visible el brote de un nardo de plata en una vara de hierro.

Y nos despedirnos, tristemente. Pero antes de desaparecer, ella volvió sobre sus pasos y me dijo:

—Le doy las gracias por haberme mirado con ojos tan limpios de deseo. Con usted podré hablar siempre de todo. Y no piense mal de mí.

Luego, moviendo ligeramente los hombros, atorbellinada la pollera en torno de sus ágiles piernas, desapareció.


De los cinco que nos reunimos a la noche en la pieza, ¿cuál es el más canalla?

Sí, siempre después de cenar, dos horas después, nos reunimos a tornar mate. El primero que llega es Sacco, cabeza de cebolla y tórax de pugilista, más pálido que un cirio, y que en Buenos Aires fue “lancero”. Tiene un prontuario más largo que una tesis. Después llega el jorobadito Pebre, que se roba los frascos de morfina en la “guardia”; luego Paya, morrudo, estevado, el rostro lechoso siempre afeitado, con una chispa de luz agria en el fondo de sus ojos color de avellana y magnífico empaque de explotador del físico.

Entran a “nuestra” pieza, cuando el muchacho judío está durmiendo. Leiva del Chambón prepara mate, mientras Sacco templa las cuerdas de la guitarra, cubriendo la caja con su enorme pecho.

Tomamos mate de la misma bombilla, porque ya no tememos al contagio y bacilo más o menos por “campo” importa poco. Las conversaciones languidecen a poco de iniciadas y generalmente guardamos silencio.

¡Ah!, sí, a Leiva lo llamarnos el Chambón. Pero a él no le agrada conversar de las “chambonadas” que ha hecho. A los homicidios cometidos los llama chambonadas. Sólo cuando se embriaga en el boliche que hay en la parada de Ucul, a la entrada del Sanatorio, se acuerda de ellos. Ocurre esto los domingos, cuando se organizan riñas de gallos y viene hasta el jefe político del Departamento y el último zarrapastroso de Ucul, que tiene un peso que jugarse. Leiva, acodado en la mesa, mirando sombríamente el rectángulo de lejanía pastosa que recuadra la puerta, evoca a medias palabras sus buenos tiempos.

Fue resero en Las Varillas. “Por el lado de San Rafael” hizo su primera “chambonada”. Bajo el ángulo obtuso del techo de la buhardilla, las cuerdas que va templando Sacco dejan suspendidas, en el aire blanqueado de humo, diapasones que se amortiguan lentamente. El jorobadito apoya sus alpargatas en la orilla del brasero, y con su cara de mono tití, balanceando la cabeza, acompaña el compás de las dulces estridencias.

Paya, envuelto el cuello en un pañuelo de seda, se refugia en un silencio hosco, ocupando el ángulo de la pieza, donde el techo es más bajo.

Piensa, se acuerda del departamento amueblado que tuvo en Corrientes y Talcahuano, se acuerda...

¿Cuál es el mas canalla de entre nosotros cinco?

Hemos realizado todos una vida frenética o trágica.

A mí me sorprendió el terrible dolor pulmonar una mañana de verano, a Paya le subió la sangre en surtidor a los labios una noche en un “escolaso” en que se jugaba dos mil pesos en un “full” de poker, a Leiva lo derribó la gripe, a Sacco la tos, una tos tan continua que un acceso le denunció al pasajero de un ómnibus, en circunstancias en que le vaciaba el bolsillo.

Aburridos y taciturnos lo rodeamos a Leiva, que ahora ha tomado la guitarra. Las frentes permanecen inclinadas, los semblantes dibujan una expresión varonil que es afirmación de querer vivir más cruelmente aún. El laringítico duerme cara al muro, y su cabello rojo deja una mancha de cobre en la almohada. Paya deja humear la colilla del cigarrillo entre los labios. Se acuerda de la “vida”, de los “manyamientos”, de las noches pasadas en la “berlina”. Se acuerda de las luminosas tardes del hipódromo, las tribunas negras de una multitud porteña y en la encorvada pista resbalando vertiginosamente las blusas multicolores de los jockeys, las blusas verdes, rojas, amarillas, infladas por el viento, mientras la “merza” chupaba docenas de naranjas, gritando desaforadamente al paso de los favoritos.

Leiva desangra un tango en las cuerdas lloronas. La fiereza de los semblantes se desmorona en un convulsivo temblor de nervios faciales. Como las fieras el bosque, nosotros olfateamos a Buenos Aires, a Buenos Aires que está tan lejos, y entre las montañas nevadas el nombre de Ester Primavera choca en mis mejillas como una ráfaga de viento perfumado, y el perfil de Leiva, retobado de vientos y soles, se inclina sobre la vihuela. También sus ojos se afirman en un recuerdo de distancia, la pampa verde y violácea, el ganado movedizo en la neblina de las montañas, la copa de caña bebida en el mostrador, con una mano en el cinto y el vaso “haciendo salud”.

Sacco, a la orilla de mi cama, se limpia las uñas con la punta de una cuchilla. Él también se acuerda. Es el “cuadro tercero”, los ladrones esperando, en la mañana, la visita de la mujer que les traerá la ropa y noticias de la “defensa”, el atardecer, con la “tumba” horrible humeando en el tacho y luego las partidas de naipes interminables, la emoción de los encuentros, los paseos en el carro celular al “juzgado”, las historias de estafas, el prolegómeno de la cárcel de encausados, la carta que se escribe para engatusar a un “gil” con el cuento de la quiebra fraudulenta... la alegría de la libertad... la profunda alegría de aquel grito que daba el guardia cárcel:

—Sacco... con todo, a la guardia.

Como una ráfaga de viento caliente choca en mis mejillas el nombre de Ester Primavera.

El tango orillea la tierra de la angustia, donde las mujeres calzan zapatos violetas y los hombres tienen la cara hecha un mapa de chirlos y navajazos.

Y de pronto Sacco dice, irguiéndose dolorosamente:

—Me duele el fuelle. Hace tres días que me duele.

Un esguince le contrae el labio fino sobre los torcidos dientes.

—¿Te duele?

—Sí, mucho...

—Ponete cortadas.

—Estoy harto, tengo el lomo hecho un fiambre...


La vi al otro día de nuestra entrevista. ¿Qué mal espíritu me sugirió el malvado experimento? No sé. Más tarde he pensado muchas veces que en esa época se estaba ya iniciando en mí la enfermedad, y esa malignidad que revelaba en todos mis actos debía de ser la consecuencia de un desequlibrio nervioso, ocasionado por las toxinas que segregaban los bacilos, ya que más tarde descubriría que eran numerosos los tísicos perversos, y enconados en actitudes que tenían que hacer padecer a sus semejantes.

Lo malvado, estacionado en todo hombre, al envenenarse la sangre, se enriquece de impulsos oscuros, en un como odio retenido y del cual es consciente el enfermo, lo que no le impide dejarlo ramificar en su relación con los otros. El acto va acompañado de un placer agrio, una especie de desesperación mórbida.

¡Ah!, bueno, la vi la otra noche en la puerta del jardín de su casa. No hacía nada más que mirarme, tenía el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Yo no hablaba, contenida la palabra por la angustia de la mentira que le iba a decir. Era la prueba de un loco. Y le dije:

—Estoy casado.

Como si hubiera recibido un “cross” en el mentón, la cabeza se le dobló hacia la nuca. El contorno facial quedó relajado en una crispación de quemadura blanca. La piel sobre los maxilares y los labios se le encrespó en un temblor. Una arruga fina le cortó la frente, durante un instante los párpados temblaron sobre sus ojos por los que parecía se le quería escapar el alma; luego, un momento, su mirada quedó inmóvil entre las rígidas pestañas que filtraban una chispa moribunda.

Al fin se recobró en su frenesí.

—No, no es posible... Diga que no.

Y, en vez de apiadarme por su angustia, una expectativa sombría me mantuvo firme. Si la Muerte hubiera estado a su lado y de una palabra mía dependiera su vida yo no pronunciara esa palabra. ¿No era, acaso, aquél el más hermoso momento de nuestra existencia? ¿Podíamos envasar más angustia que entonces para el futuro? Allí éramos auténticamente yo un hombre que me jugaba una mujer ante sus ojos... todo el resto era mentira... lo auténtico era aquello, el dolor de la muchacha olvidada de lo que se debía a sí misma por una serie de convencionalismos, olvidada de las apariencias y convirtiéndose por ello en la criatura eterna, a la que en ese exclusivo minuto yo no era digno de besar el polvo en que pisara.

De pronto se apartó. Dijo:

—No, no es posible esto. Mañana tenemos que vernos.


Y no nos vimos una vez, sino muchas veces. Ella escarbaba en mi mentira que era la verdad de otro, y en el relato yo no podía contradecirme.

Paseaba por los jardines con la deliciosa criatura. Con su sombrilla gris, abría surcos en la arena y bajo el liviano tejido de su sombrero de paja, sonreía como una convaleciente. Olvidado de todo, hablábamos de las montañas que yo no había visto nunca, y de los acantilados que están a la orilla del mar (porque yo no lo sabía), y donde el hedor de las algas hace, a la atmósfera fría de hielos, penetrante como debe de ser al otro lado del planeta.

Conocía las lejanas tierras del Sur, la soledad de los faros, la tristeza de los crepúsculos violetas, el tedio horrible de la arena que en las dunas levanta siempre el viento. Y, mientras escuchaba a Ester Primavera, mi breve felicidad se hacía más intensa que un sufrimiento, ya que aquél era un amor sin esperanza. Y Ester Primavera comprendía lo que en mí ocurría, y para que no me olvidara nunca de ella, y para que recordara siempre esos transitorios momentos, los adornaba de una delicadeza de palabra e infantilidad infinitas, de manera que parecía inconcebible tanta voluntad de terminar bajo una apariencia tan frágil y dulce.

Un día nos despedimos definitivamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas.


Bronca suena la guitarra entre las manos del pardo Leiva. Sacco ceba mate. La montaña negra exhala un hálito salvaje de monstruo que respira lentamente. Más allá están las ventanas iluminadas de todos los pabellones. A la luz de un foco, por el sendero enarenado, pasa un enfermero, con el delantal blanco inflado por el viento. Lleva en la mano una bolsa de oxigeno.

Paya, sentado a la orilla de la cama de Leiva, fuma lentamente. Ninguno habla, sino que escucha el tango, un tango que orillea el callejón de la muerte en el cuerpo de una mujer que vuelve de la calle.

De pronto el muchacho judío se despierta despavorido. Desgreñado, apoyada la espalda en el respaldar, tose continuamente.

—Hay mucho humo —dice Leiva.

—Si, mucho.

Paya abre la ventana y una ráfaga de aire helado atorbellina un instante la neblinosa atmósfera. El muchacho judío tose continuamente, con el pañuelo apretado contra los labios. Después mira el pañuelo y sonríe con alegría. El pañuelo está blanco aún.

—¿No hay sangre?

El pelirrojo hace que no con la cabeza.

Esa es la obsesión nuestra. Y siempre nos consultamos.

No hay uno de nosotros que no sepa dónde está localizada su lesión y la del compañero. Nos auscultamos mutuamente. Hay algunos que tienen un “oído espantoso”. Descubren antes que el médico esa especie de sibilante escape de viento que en un punto de la espalda o del pecho indica la grieta de la muerte.

Y hablamos de las evoluciones de la enfermedad con una erudición enfermiza. Hasta hacemos apuestas, sí, apuestas sobre los que están moribundos en las salas. Se juegan paquetes de cigarrillos para ver quién acierta la hora en que morirá uno que agoniza. Juego complicado y terrible, ya que a veces el moribundo no se muere, sino que “reacciona”, entra en la convalescencia, se cura de la enfermedad y a su vez comienza a burlarse de los jugadores, y a entusiasmarse hasta el punto de buscar irónicamente otro “candidato” sobre quien apostar.

Y la vida y la muerte hay momentos en que nos parece que valen menos que la colilla del cigarrillo que fumamos tristemente.

Tan es así, que me digo que si no fuera por el recuerdo de Ester Primavera ya me hubiera matado. En medio de esta miseria, su nombre ate golpea mejillas como una ráfaga de viento caliente.

Ha dejado de ser la mujer que un día envejecerá y tendrá cabellos blancos, y la sonrisa cascada y triste de las viejas. Ligada a mí por el ultraje, desde hace setecientos días, vive en mi remordimiento como un hierro espléndido y perpetuo, y mi alegría es saber que cuando esté moribundo, y los enfermeros pasen a mi lado sin mirarme, la imagen desgarrada de la delicada criatura vendrá a acompañarme hasta que muera. Pero ¿de qué modo pedirle perdón? Y sin embargo, hace setecientos días que pienso a toda hora en ella.

Envuelto en el sobretodo salgo a la galería, con una manta a cuestas. Cierto es que “eso” esta prohibido, pero en un rincón de tinieblas me tiendo en una reposera. Tan oscuro está que el acre olor de los espinillos parece la voz de la tierra. Una masa oscura se levanta paralela a mi semblante: es la montaña. Muy lejos, inciertas como estrellas, un cordón de luces amarillas reticula la distancia en un plano hipótetico. Son las calles de Ucul.

La carne se me endurece sobre los huesos, ¡tanto frío hace! Descienden copos de nieve. Parecen plumas que giraran sobre sí mismas. Y yo pienso:

—¿Por qué fui tan canalla con esa criatura? —Y nuevamente recaigo en el grosero recuerdo.

Un mes después que todo había terminado entre nosotros, la encontré por la calle, en compañía de un individuo. El cual era chiquitín, tenía facha de jefe de oficina, bigotes de gato y cara amulatada. Ella me dirigió una mirada irónica como diciéndome: “¿Qué le parece el tipo?”, y yo permanecí durante un cuarto de hora en la esquina, abriendo la boca... Pero ¿tenía derecho a indignarme? ¿No me había dicho ya: “Me casaré con el primero que venga y demuestre quererme un poco?”

¿Y esa mirada irónica había brotado de sus ojos que antes miraron llorosos? ¿Era posible eso? Un rencor “frío”, una de esas rabias ensordecidas por la ferocidad latente en todo hombre y que sólo se componen de acción inmediata, me llevó hasta un café. Pensaba que tenía que borrarla de mi vida, terminar por crearle una situación que hiciera imposible una nueva amistad entre nosotros. Que ella me tuviera tal aborrecimiento que en el futuro, aunque me arrodillara a su paso, fuera inútil en mí toda humillación. Yo sería el único hombre a quien odiaría con paciencia de etdadidad.

Entonces pedí recado de escribir y redacta la carta más infame que nunca haya salido de entre mis manos. Mi ferocidad y mi desesperación acumulaban ultraje sobre ultraje, tergiversaba hechos que ella me había narrado, exaltaba detalles de su vida que sugerirían a un tercero que no conociera nuestras relaciotas la idea de una intimidad que nunca había existido, y limaba los insultos para hacerlos más atroces e inolvidables, no con palabras groseras, sino escarneciendo su nobleza, retorciendo sus ideas ideas, abochornándola de tal forma por su generosidad que de pronto pensé que si ella pudiera leer esa carta se arrodillaría ante mí para suplicarme que no la enviara. Y, sin embarga, era inocente.

Y como sabía que en ese momento no se encontraba en su casa y sí en la calle conversando con otro, se la envié en la certeza de que la recibiría la madre o el hermano, que no podrían dudar de lo que estaba allí escrito, pues las citas se referían a sucesos que sólo por ella yo podía conocer.

Llamé a un chico lustrabotas y le ofrecí un peso para que llevara la carta, le advertí que golpeara ruidosamente las manos, para que la sirvienta no secuestrara la carta, ya que en la casa no dejarían de preguntar quién era el que tal escándalo hacía en la puerta, y el muchacho, después de abandonar el cajón al pie de la mesa, desapareció en la calle sombreada de acacias, dando grandes saltos.

—Ya está hecho —me dije.

Sin embargo, no sabía lo que ocurría en mí. Un reposo nuevo aplomaba mis nervios. Volvió el lutrabotas, y por la filiación que me dio del que había recibido la carta, reconocí en el hombre al hermano. Le di el peso y se fue.

Yo tomé por una calle. Caminaba tranquilo, observando las manchas en los umbrales, el verdor de los jardines, hasta que me detuve para levantar a una criatura que, al salir corriendo de un zaguán, tropezó, cayendo. La madre de la criatura me dio las gracias. Caminaba tranquilo, como si mi personalidad fuera ajena a la infamia. Sin embargo, había ocurrido algo tan enorme e imposible de remediar como la marcha del sol o la caída de un planeta. Y sólo violentando la imaginación pude imaginarme la llegada del zarrapastroso golpeando desaforadamente las manos, y el asombro de toda esa gente al recibir para una hija semejante...

Y no podía menos de reírme, pues el sueño me había cogido como un engranaje. Me imaginaba a un caballero esgrimiendo la carta entre interrumpidos ensayos de moral doméstica y ciceronianos denuestos truncados por el desvanecimiento de la madre, las hermanas llorando ante una posible catástrofe, el hermano interrogando a gritos a la mucama sobre mi filiación para poder apalearme, la sirvienta espantada avizorando la llegada de la “niña” y murmurando entre dientes:

—¡Cómo suceden las cosas, Dios mío! —mientras que la cocinera se regodeaba entre las cacerolas, gozando el chisme que a la noche le contaría a su marido,elogiando, en tanto, la moral de los pobres y diciendo con grotesca suficiencia, al par que colgaba una sartén:

—Ah, no, más vale ser pobre y honrada...

Mis carcajadas estallaban tan sonoramente en la calle, que los transeúntes se detenían para mirarme, convencidos de que me había vuelto loco, y un vigiante terminó por acercárseme y preguntarme:

—¿Qué le pasa, amigo?...

Lo miré insolentemente, y le respondí que ante todo no era amigo suyo y después:

—Cómo, ¿está prohibido reírse de lo que uno piensa?

—No era para ofenderlo, señor.

Luego el delirio pasó. Nada podía detener lo hecho.

Llegó la noche, y yo sabía que ella estaba allá, sufriendo.


A través de los días supe de todos los remordimientos, Me la imaginaba a Ester Primavera al caer de la tarde, sola en su dormitorio. La pálida criatura, apoyados los brazos en el rectangular respaldar de bronce de su cama y mirando las almohadas, pensaría en mí. Y se preguntaría: “¿Es posible que me haya equivocado tanto? ¿Es posible que se encierre tal monstruo en ese hombre? Pero, ¿entonces todas las palabras que dijo son mentiras, entonces toda palabra humana es mentira? ¿Cómo es que no he visto la falsedad en su rostro y en sus ojos? Y ¿cómo pude hablar yo de mí? ¿Cómo pude expresarle tantas situaciones sinceras, darle mi yo más puro sin que se conmoviera? Pero entonces, él ha sido el más encanallado de los hombres que he conocido. ¿Por qué fue así?”

Nunca la ví como entonces, tan triste en mi recuerdo. Parecíame que todos sus sueños levantados como esbeltos paralelepípedos en el aire luminoso de la mañana se desmoronaban cubriéndola de polvo terreno.

Y a medida que reconstruía todas las penas que ella sufriría por mi culpa, desde lejos me sentía ligado a su substancia, y si en aquellos instantes Ester Primavera se acercara a mí para matarme, yo no me habría movido.

Cuántas veces pensé en aquellos días en la delicia de morir a sus manos. Porque yo había creído que con la terrible infamia la limaría de mi conciencia y que nunca su pálida carita estaría en mí, pero me equivoqué. Con la cruel ofensa la coloqué en mis días más inmóvil y firme que una espada que me atravesara perpendicularmente el corazón. Y a cada latido el tajo profundo se ensancha en lento desgarramiento.

Y durante un tiempo las noches y los días voltearon sus aspas en mis ojos como si estuviera ebrio.

Muchos meses después la encontré...

Caminaba yo con la cabeza inclinada, cuando instintivamente la levanté. En mi dirección, Estar Primavera cruzaba la calle, venía hacia mí. Pensé:

—Ah, qué feliz sería si me diera una bofetada.

¿Adivinó ella lo que sucedía en mí?

Rápidamente, moviendo apenas los hombros, el semblante desgarrado, la mirada fija, avanzaba hacia mí. El vestido negro se atorbellinaba en torno de sus piernas ágiles. Un bucle de cabellos dejábale libre la sien, y le ceñía la garganta una corta piel negra.

Sus pasos se hacían cada vez más lentas. Me miró con silencio de alma. Yo era quien tanto la había hecho sufrir... De pronto ella estuvo a un paso... era la misma que estuvo un día junto a mí, la que hablaba de la montaña, del océano y de los acantilados... Nuestros ojos se encontraron más cercanos, había en su cara una claridad lunar, la arruga fina del sufrimiento le cruzó la frente... se encresparon sus labios, y sin decir palabras, desapareció...

Hace setecientos días que pienso en ella. Y siempre por escribirle desde este infierno para pedirle perdón.

La nieve cae oblicuamente. En la oscuridad avanza un enfermero. De pronto en su mano derecha centellea el foco de la linterna eléctrica. Me enfoca en un cono blanco de resplandor, y secamente me dice:

—Siete, vaya a “acostarse”.

—Ya voy.

Hace setecientos días que pienso en ella. La nieve cae oblicuamente. Dejo la reposera y me encamino al pabellón. Pero antes de llegar tengo que rodear una baranda que mira hacia el sur. Allá, a ochocientos kilómetros está Buenos Aires. La noche infinita ocupa un espacio de desolación. Y yo pienso:

—Ester Primavera.

Estoy cargada de muerte

Gun, sentado en la orilla de la mesa niquelada, con las manos perdidas en los bolsillos del guardapolvo, examina la vitrina del instrumental quirúrgico, al tiempo que mueve como péndulos desiguales sus zapatazos amarillos. Hay algo allí, detrás de los vidrios, que no está bien. Eso es lo probable. Pero él no puede localizarlo.

Olga, sentada frente al escritorio, con el tul arrollado sobre la visera de su toca azul, cuenta:

—¡Oh, sí! Daniela está muy contenta. Por fin llega el esposo. ¿Te das cuenta? Después de dos años de vivir como un salvaje en la selva.

Gun no puede confesarle francamente a su esposa que en ese instante no se le importa un pepino que regrese o no el marido de Daniela. Y para impedir que Olga se indigne, contesta como si fuera muy importante lo que dice:

—Daniela es buena mujer. Debe estar contentísima.

Olga cotorrea:

—Tan contenta que hoy, mientras servía el té, se volcó una taza encima del pie y no sintió ningún dolor. ¡Mirá cómo estará de nerviosa la pobre!

Gun, con salto de gato, se aproxima a la vitrina. Por fin ha descubierto el detalle que lo mantiene alarmado. Y exclama, moviendo desoladamente la cabeza:

—Me han robado un juego de bisturíes. ¡Con razón que me estaba dando en la nariz la maldita vitrina!

Olga se acerca.

—¿Quién habrá sido?...

—No dejó tarjeta de visita...

—¿Y por qué no pusiste llave?

—Debe haber sido el anteúltimo enfermo que atendí. En un momento llamaron por teléfono...

Gun no ha terminado de pronunciar la palabra teléfono, cuando la sirvienta entra al consultorio, dirigiéndose a Olga:

—La llama por teléfono la niña Juana, señora.

Olga sale y Gun regresa pensativamente a su mesa niquelada. Nuevamente sus zapatazos amarillos se mueven como péndulos desiguales mientras su pensamiento trata de localizar el posible rostro del ladrón; a través de su preocupación resuenan algunas de las palabras que ha pronunciado Olga:

—...tan contenta estaba, que mientras servía el té, se volcó una taza encima del pie y no sintió ningún dolor. ¡Mirá cómo estará de nerviosa la pobre!

Gun mira la punta amarilla de sus zapatazos que van y vienen. Indudablemente, el ladrón es el anteúltimo visitante. “No sintió ningún dolor la pobre...”

Un mal pensamiento cruza por la mente de Gun. Se pone precipitadamente de pie, y dirigiéndose al cuarto donde Olga habla por teléfono, le dice bruscamente:

—¡Che..., hacé el favor de abreviar la conferencia!

Daniela, en el dormitorio, retira los trajes de su esposo del ropero, se los alcanza a Trudis, la criada, que los cepilla, después de casi husmearlos con su nariz respingada.

Daniela, envuelta en un peinador verde, acaricia lentamente las ropas del viajero:

—Este traje azul se lo hizo Mario en octubre del veintisiete. Le queda muy bien, pero muy bien el color azul. En cambio, este gris se lo hizo hacer en marzo del veintiocho.

Trudis empina la nariz como un podenco, y comenta:

—Hay hombres a los que “que no les queda bien” el color gris.

—Un gris con rayitas moradas y azules es bonito. Pero por las fotografías que recibí, me parece que estos trajes no le van a quedar bien. Está mucho más grueso ahora. Llaman a la puerta. Vaya, Trudis...

La puerta del vestíbulo se abre. Recuadrado, en el fondo de ella, casi tocando el dintel con la cabeza, aparece el doctor Gun.

—¡Ah! ¿Es usted, Gun? Pase. Viene a festejar la llegada de Mario. Pase al comedor.

Ahora están sentados frente a la mesa, separados por un espacio de tabla lustrosa y oscura. Gun inspecciona disimuladamente el rostro de Daniela, y piensa: “¡Qué feo es esto!” Mientras que Daniela se dice: “¡Bien podía venir a otra hora!” El silencio se torna pesado, insoportable. Gun se dice: “Bueno, así no podemos continuar, hay que hablar”, y lanza la pregunta:

—Olga me dijo que ayer por la tarde se volcó una taza de té muy caliente sobre el pie...

—Sí..., pero no es nada, Gun...

—¿No ha sentido ningún dolor?

—No... ¿Por qué?...

—Me llamó un poco la atención, y me dije: hoy tengo que visitar a un enfermo que vive aquí a la vuelta. Vamos a verla a Daniela, no sea que esté mal del pie...

—Sí..., no sentí nada... Serían los nervios.

—¡Ajá..., aja!... Me gustaría revisarle el pie, Daniela...

—Pero Gun, no sea criatura... Le digo que no he sentido nada, absolutamente nada.

—Es precisamente lo que me preocupa. Olga me contó lo ocurrido, y yo no he podido sacarme la idea de la cabeza...

—¿Qué idea?

—No sé... Posiblemente hay algo en el pie que no funciona bien. ¿Qué le parecería si le reviso el pie, Daniela? Es un minuto, nada más.

—¿Se va a molestar?... En fin... ¿Cree usted que se trata de algo grave?

Gun siente tentaciones de decirle: “¡Pero alma de Dios, usted cree que si no se tratara de algo grave, yo vendría a perder tiempo aquí!” Pero respondió:

—No..., no creo que sea nada grave. Pudiera, en última instancia, tratarse de alguna afección a la piel, que no conviene descuidar... En fin, ¿cómo se ha sentido usted estos últimos tiempos?

—Bien...

—¿No ha estado resfriada, afiebrada?

—Afiebrada, no. Decaída..., quizá un poco decaída este último mes, sí...

—¿Insomnios?...

—No, he dormido mucho. Más de lo que acostumbraba, me parece.

—¿Sobre qué pie cayó el té?...

—En el derecho.

—Descálcese, Daniela. Vamos a ver...

Torpemente se descalza ella. Cierta zozobra la domina en este instante, y no podría concretar en qué consiste. Quizá un miedo lejano, vago. Esa insistencia de Gun no es normal. Él ha preguntado con justeza.

—Trudis, traiga la linterna eléctrica.

El pie desnudo entra en la rueda de luz blanca, y el corazón de Gun palpita rápidamente. Allí está lo que él temía. Una ligera mancha sonrosada, casi lila, en el centro, extendiéndose de la inserción de los dedos hasta el empeine. Nada más.

Gun enciende un cigarrillo. Con un alfiler picotea la piel.

—¿Duele?

—Sí...

Vuelve a pinchar.

—¿Y ahora?

—Sí...

Aproxima la brasa del cigarrillo.

—¿Duele ahora?

—No.

Corre el tizón sobre la piel hasta el fin de la marcha.

—¿Y ahora no le duele?

—No.

Clava otra vez el alfiler.

—Ahora sí me duele...

Gun deja apoyada la brasa del cigarrillo en la mancha.

—¿Siente algo?

—Nada.

Gun se pone de pie.

—Daniela..., me parece conveniente que venga a mi consultorio...

—Pero, ¿qué es lo que tengo? —El rostro de la mujer se ha ensombrecido.

Gun arroja el cigarrillo y llama a Trudis.

—Traiga alcohol, si hay.

Mientras se enjuaga las manos, dice:

—Lo que tiene usted, Daniela, no es grave...; quiero decir, no se encuentra en un estado avanzado como para permitirle hacer a uno un diagnóstico así a secas... Yo tendría que revisarla...; por otra parte, hay que efectuar algunos análisis.

—Yo no me siento enferma, sin embargo, Gun...

—¿Y cree usted que es para mí agradable tener que venirle a decir que está enferma?

—¿Enferma de qué? ¡Bendito sea Dios!...

Gun se pone de pie; camina de un costado a otro del comedor.

—Yo creo que usted debe prepararse a recibir una mala noticia..., pero en fin, no hay que desconfiar. Su enfermedad recién comienza...

Daniela, tiesa, observa al hombre. Gun no puede más; exclama:

—Bueno, Daniela..., qué diablos..., yo no tengo la culpa. La quiero bien a usted y a su esposo. Es necesario hablar. No puedo callar. Sería criminal. En usted parece que se ha manifestado la lepra.

Él vio cómo la mujer inclinaba la cabeza sobre la mesa y luego caía desvanecida.

Daniela permanece en su dormitorio a oscuras, sentada solitariamente en la orilla de la cama. Las manos abandonadas sobre las rodillas y las espaldas encorvadas. Piensa:

“Estoy cargada de muerte. De los pies a la cabeza soy una muerte, muerte viviente. Parece mentira y estoy cargada de muerte”.

Llama el teléfono:

—Sí..., es necesario, Gun. Usted lo espera mañana a mi esposo. Llega en el tren de las nueve y media. Usted le dice todo.

—¿Trudis no se da cuenta de lo grave que es ser leprosa?

—...

—¿Así que ella también lo está?...

—...

—Yo le vi esa mancha en el brazo, pero nunca le di importancia...

—...

—No quiero hablar con Nora. No quiero con nadie, Gun.

—...

—Hasta mañana, Gun...

Daniela vuelve a sentarse en la orilla de su cama.

“Estoy muerta. Y cuando menos lo esperaba. Ahora que pensábamos vivir tranquilos. ¿Para qué se habrá sacrificado Mario?”

Nuevamente se inclina sobre su pie y se toca con suavidad la zona manchada. No experimenta ninguna sensación.

“Y ahora Trudis también está leprosa.”

¿Ella ha contagiado a la criada, o Trudis...? “¡Dios mío..., para qué pensar! Es mejor que me muera. Lo veré a Mario y después me mataré. ¿Qué objeto hay en vivir? Pero es ridículo que yo hable de vivir. Ya no puedo hablar de la vida. ¿Para qué morir despacio? Lo veré a Mario y luego me mataré. Hay que quemar los trajes que estuve cepillando. Después que me muera, Mario debe casarse. Nora es una buena chica. Mario debe casarse con Nora. ¿Y si Nora no le gusta? Bueno..., que se case con quien quiera.” Y ahora cuando llegue se encontrará con Gun, que le dirá:

“—Hay que tener resignación. La noticia no es agradable, mejor dicho, es triste. —¡Oh, estos médicos! ¡Cuántos circunloquios! ¿Y si todo fuera mentira?”

Daniela enciende un fósforo y se lo acerca a la mancha sonrosada del pie. La llama ilumina de fulgores amarillos su rostro, pero ese trozo de epidermis es insensible al fuego. Piensa. Hace veinticuatro horas que piensa sin consuelo, infatigablemente:

“Ahora pertenezco a otra humanidad. Parece mentira, pero hay sobre la tierra una humanidad distinta. La de los leprosos. Sus leyes de existencia son distintas a las de los sanos.

Ella pertenece a la sociedad de los muertos. Ella..., ella soy yo. Mario... Mario es un desconocido para mí. No, yo no voy a esperar el avance de ‘eso’. No. Es horrible. Estoy a tiempo para morir decorosamente.”

Nuevamente suena el timbre del teléfono.

—¿...?

—No.

—¿...?

—Gracias. No quiero ver a nadie. Quiero estar sola.

Cuelga el tubo sin esperar respuesta.

—¡Para qué pensar! No queda otro remedio que morir. Y yo que no me daba cuenta de que se me había estirado la piel de la frente. Con razón aquel hombre cuando pasé me dijo: “Qué bonita. Tiene la frente de marfil”. Es la piel que se estira. La muerte. No me gusta el revólver. Prefiero el cianuro. Eso del chalmugra es tirar la agonía larga. El cianuro es menos doloroso. Y hace tres días yo caminaba tan tranquila. Pensaba en Mario. ¿Quién me iba a decir que de pronto el rayo caería aquí... sobre mi cabeza? Y la vida que es tan bonita.

En el comedor hay una fila de sillas adosadas al muro. Daniela, rígidamente sentada en la punta de la fila, mira el reloj.

Dentro de cinco minutos entrará en la estación el tren que conduce a su esposo.

Daniela, con las manos apoyadas en las rodillas, sigue tristemente el girar de la manecilla del segundero. Mario, en esos mismos instantes, ajeno por completo a lo que ocurre, vendrá apoyado de codos en la ventanilla, absorbiendo el paisaje de la ciudad y pensando:

“Daniela debe pasearse impaciente por la estación en compañía de sus amigas.”

Daniela sonríe, escalofriante, sintiéndose desfallecer.

Y él no sabe que en la estación le espera Gun, que le dirá:

—Querido amigo, tienes que soportarlo. Es terrible..., pero tu mujer está enferma, muy enferma... Parece que está leprosa... ¡Ajá!... Ésos son los términos; parece que está..., después le dirá, los síntomas no autorizan a suponer otra cosa.

Daniela piensa y permanece inmóvil adosada al respaldar del asiento. Su rostro está más lívido que yeso mojado.

“Lindo recibimiento le tengo preparado a mi esposo. Una noticia espantosa. Le diré: ‘Mario, tienes que marcharte a otra parte porque estoy leprosa’. Y él me contestará: ‘Pero esto es horrible. Yo no he ido a enterrarme dos años en los bosques para que al llegar me espere un médico pálido, que me advierta: —Tu mujer está leprosa’.”

El minutero avanza, y Daniela soliloquia:

“¡Oh!, sí, querido. Mas, ¿qué quieres que haga? Yo no estoy leprosa por mi gusto. Ni para darte un mal rato a ti, que has estado dos años enterrado en los bosques. La enfermedad ha caído sobre mí como un rayo. Me ha partido la cabeza y no me he muerto para mi desgracia y la tuya, pobrecito mío.”

Daniela se lleva las manos al corazón.

“¡Oh, el tren ha entrado ya en la estación! Ya debe haber entrado. Sí..., ya entró. Mario mirará sorprendido en redor, sorprendido de no encontrarla; ahora Gun avanza contrito al encuentro de Mario; su esposo se da cuenta inmediatamente que le van a notificar una desdicha, y Gun, antes de hablarle, lo toma de un brazo; así, si se desvanece, no caerá al suelo.”

Daniela inclina la frente.

“Toda yo contengo la muerte y mi casa también. Mario debe saberlo todo. ¿Qué hará? ¿Vendrá a verme? Sí, venir va a venir. Claro que vendrá. Se sentará frente a mí. No puedo ni debo darle la mano. Hay que abrir las ventanas para que salga el aire, porque también el aire se infecta en mi redor. Estoy cargada de muerte.”

Daniela cierra los ojos. Una ansiedad tremenda crece en el fondo de su pecho. Es necesario que venga Mario. Entonces ella le dirá:

—Te esperé durante dos años, fijo el pensamiento en ti todos los días. ¡Oh, si supieras cuántas veces me desperté acongojada en la noche! ¡Oh, no, no le diré esto a Mario! ¿Qué se remedia con decirle semejantes tristezas? Él también debe haberse despertado muchas veces en la noche de los bosques, y con lágrimas de desesperación en los ojos se habrá puesto a pensar en mí.

Daniela se pone bruscamente de pie.

—En estos momentos él viene hacia aquí. Lo siento. Ya ha salido de la estación. Lo sabe todo. Viene hacia aquí. Viene. Lo siento..., lo siento como si su automóvil corriera dentro de mi corazón. Ya no puede detenerlo nadie. Está cerca, tan cerca, que me parece escuchar su respiración.

Daniela corre hacia la puerta; la abre.

—Que no tenga que esperar cuando llegue.

Suenan pasos en la escalera. Es él, seguido de un hombre cargado de maletas. Mario, vestido de gris, inmenso, con el cabello arremolinado sobre la frente.

Mario avanza hacia ella, casi frío.

—¿Cómo estás, querida?

Daniela se refugia tras de la mesa.

—No te acerques, Mario. Siéntate allí.

El hombre repara que la esposa desvaría un poco, y la obedece.

Daniela lo mira, y de pronto comienza a acariciar en el aire lo que a ella se le figura el óvalo de su rostro.

—Estás más grueso, Mario. ¡Pero cuánto cabello tienes! Te has vuelto negro. No te acerques. No respires. Es muy peligroso, querido, estar aquí. Ahora, enseguida, te irás al hospital, ¿eh?...

Mario sonríe amistosamente y Daniela continúa de pie, sobreexcitada.

—Te recibí porque no me era posible no verte. Tengo una mancha en el pie. Es una mancha rosa. Nada más. Un poco lila en el centro, ¿sabés? Nada más. A la tarde me da un poco de fiebre y sueño, ¿sabés?... Produce mucho sueño esta enfermedad. Debe ser por el debilitamiento. No siento ningún dolor. Nada. Me toco el pie con un carbón encendido y no siento nada. Es divertido. ¿Qué efecto te hizo la noticia?

Mario calla, y entonces Daniela encamina la conversación en otra dirección.

—¿Cómo es la selva, Mario?

—Verde..., un océano verde.

—¿Hay chalmugra allí? Con el chalmugra se hace el aceite...

—No, no hay chalmugra...

—Es muy bueno el chalmugra, ¿no? Gun me dijo que detiene la enfermedad cuando está en un principio.

—Por completo.

—¿Es triste la vida en el bosque?

—Sí...

—¿Y ahora dónde te irás a vivir, Mario?

—No sé, ni he pensado.

Mario se pone de pie. Camina de una punta a otra del comedor.

—Nuestra casa no ha cambiado casi.

—¡Oh, tú qué fuerte estás!...

—La vida entre las plantas...

Mario observa a Daniela. Responde:

—Me gustaría verte de pie.

Ella deja la silla. Mario la observa pensativamente desde los zapatos hasta la frente. Daniela evita mirarlo a los ojos. Haciendo un esfuerzo, dice:

—Bueno, ahora tienes que irte. Ya hemos estado demasiado tiempo juntos. Es peligroso el aire de un..., Mario..., de una leprosa... ¿No sabes que dan bacilos como los tuberculosos?

Mario la soslaya. Se muerde los labios para no dejar escapar su desesperación.

—¿Quieres acompañarme hasta la puerta?

—No te daré la mano, ¡eh!

—Como quieras, Daniela.

Mario camina. Daniela tras suyo deja oír sus pasos livianos. Ahora han entrado en el pasillo. Mario gira lentamente sobre sí mismo. Daniela se detiene. De pronto, él da un gran salto de gato montés; ella quiere escaparse, pero es inútil. Se siente tan fuertemente oprimida entre los brazos de su marido, que apenas puede gemir:

—¡Déjame, Mario, déjame!

Pero ¿qué puede hacer ella contra ese monstruo sano, fuerte y grande, que la dobla como a una vara? De pronto, la mano de él le endereza el mentón levantándole la boca hasta la suya. Daniela se siente anegada de una maravillosa debilidad; quiere también ella abrazar a ese hombre, que es tan suyo desde la vida y la muerte, y entonces mirándolo a los ojos, exclama, mientras él la besa en la boca:

—¿No tienes miedo?

Y él contesta simplemente:

—¿Para qué?


(Mundo Argentino, 9 de agosto de 1933)

Eugenio Delmonte y los 1300 novios

Frente mismo a la bahía de Natiópolis avanza un jardín; en el extremo del jardín se ve una horca con el lazo corredizo colgante, y sobre el palo de la horca se puede leer esta inscripción:


“Destinada a Eugenio Delmonte
si se atreve a desembarcar aquí.”


Sin jactancia, me atrevo a dar fe que no hay ciudad en el mundo que pueda registrar un suceso tan maravilloso como el que se conoce bajo el nombre de “Eugenio Delmonte o los mil trescientos novios”.


El año 1921, Enriqueta Silver, por razones que aún no se conocen, cortó sus relaciones con Eugenio Delmonte. Éste tenía para entonces veinticuatro años; tres meses después su cabello había encanecido totalmente. Durante un año vagó por Natiópolis, y algunos de sus actos revelaban que su estado mental no era estrictamente normal. Enriqueta Silver desapareció un tiempo, pues sus padres, temerosos de un atentado, la enviaron a otra población. Eugenio llegó a cometer tales disparates, que se convirtió en el hazmerreír de las muchachas de nuestra ciudad. Quiero agregar que en Natiópolis las mujeres eran sumamente orgullosas. Ello se debía a que las estadísticas anotaban un porcentaje de veinte por ciento más de varones que de mujeres. En consecuencia, éstas eran muy solicitadas y pagadas de sí mismas.

En 1923 estalló la noticia bomba. Eugenio Delmonte acababa de heredar cincuenta millones de dólares de un tío remoto, cincuenta millones que, traducidos a nuestra moneda, equivalían a ciento cincuenta millones. Cuando los reporteros de los cuatro periódicos de Natiópolis quisieron reportear a Eugenio, éste había desaparecido de nuestra ciudad. Los padres de Enriqueta Silver se desvanecieron al conocer la noticia.

Durante un mes, en las siete calles más importantes de Natiópolis no se habló de otro asunto que de los cincuenta millones de Eugenio. No se comprendía cómo había sucedido el fenómeno; la caída de un meteoro en la esquina de la avenida General Bicoca y Coronel del Busto no suscitaría más emoción.

En 1924 un cable anunció la llegada de Eugenio Delmonte a su ciudad natal. El intendente y los concejales efectuaron una reunión extraordinaria para acordar los festejos con que se saludaría “al ilustre hijo de Natiópolis”. Existía el proyecto de pedirle en préstamo cinco millones de dólares para aliviar la apremiante situación del tesoro.

El 7 de marzo de 1934 llegó Eugenio Delmonte a la bahía de Natiópolis en su yate particular. La comisión de fiestas se retiró con las orejas gachas, pues Eugenio se negó absolutamente a recibir a nadie. Fue aquello un escándalo, pero los periódicos no dijeron una palabra al respecto, pues Eugenio les hizo telefonear por su secretario particular que necesitaba proyectos de publicidad y las tarifas correspondientes.

Algunos de sus amigos quisimos entrevistarlo; cada uno de nosotros tenía preparado su sablazo. Nuestras tentativas fueron inútiles. “El señor Delmonte no recibe a nadie”, era la consigna del marinero que le servía de ordenanza privado en el hotel Mogador.

El 10 de marzo (obsérvese que sigo los hechos con absoluto respeto de las fechas), los cuatro periódicos de Natiópolis aparecían con un aviso, que ocupaba todo lo ancho de la página. Allí podía leerse:


“Dejad que los novios vengan a mí. Eugenio Delmonte quiere ayudarles. Todos los jóvenes de esta ciudad que haga más de un año que están de novios pueden acudir a Eugenio Delmonte en procura de ayuda”.


La publicación de este aviso surtió efectos fulminantes. En el Mogador se habilitaron cuatro oficinas para recibir y examinar los documentos de los jóvenes novios, que estaban obligados a presentar un certificado firmado por dos vecinos honorables, acreditando que hacía más de un año que mantenían relaciones con una joven de la ciudad.

Los porteros del hotel Mogador, cuyos callos plántales guardaban emocionante simetría con sus corpulencias, jadeaban como malos pencos, guiando hacia las secretarías la cáfila de novios barbudos y lampiños que acudían en procura de la ayuda ofrecida por Delmonte.

Excuso decir que en todos los centros filantrópicos sociales y culturales la actitud de Eugenio Delmonte era comentadísima. El obispo de Filiápolis le llamó desde el púlpito “caro hijo”, y Enriqueta Silver, la ex novia de Eugenio, hizo estas declaraciones a un reportero (textuales):

“Eugenio Delmonte fue mi novio. Un sino fatal impidió que él me condujera al tálamo nupcial, pero yo que le he tratado de cerca puedo dar fehaciente testimonio de cuán cristalina es la bondad que fluye de su corazón.”

Ruego a los lectores no extrañarse de semejante estilo; Enriqueta Silver era la lectora de todas las páginas de modas y sociales de las revistas de Natiópolis.

Eugenio Delmonte, en agradecimiento a semejantes declaraciones, le envió un ramo de flores de papel. Las criadas de Enriqueta dijeron más tarde que su patroncita casi se desmayó del furor al recibir el obsequio.

El 12 de mayo los mil quinientos novios inscritos en los registros de las secretarías de Delmonte recibieron una esquela. El millonario les invitaba a concurrir a una reunión general que se efectuaría en el teatro Electra. La esquela traía esta aclaración: “El señor Delmonte dirigirá la palabra a los jóvenes y les hará propuestas prácticas, destinadas a resolver su situación.”

El acto estaba anunciado para las diez de la noche, pero fuera omisión deliberada o involuntario olvido, todos los novios que llegaban al teatro Electra en compañía de sus novias y los padres o familiares de éstas se encontraban con la novedad: para asistir a la reunión debían entrar solos. La reunión estaba consagrada exclusivamente a los novios. Sin embargo, el señor Delmonte tuvo el exquisito gusto de hacer regalar ramitos de flores de azahar a las niñas. Un hombre muy avezado insinuó, y ello causó buen efecto, que el señor Delmonte con este obsequio quiso cumplimentar la pureza virginal de todas las novias de Natiópolis.

A las once de la noche el teatro Electra estaba de bote en bote. Los reporteros gráficos, desde todos los rincones, hacían relampaguear sus lámparas de magnesio; altoparlantes hábilmente distribuidos en el salón permitirían escuchar la voz del orador, y a las once y cuarto apareció en el escenario Eugenio Delmonte.

Yo apenas lo reconocí. Un traje a cuadritos blancos y negros colgaba del perchero de su cuerpo, mientras que su cabellera blanca, teñida ahora de color zanahoria, le daba el singular aspecto de un deudo. Llevaba, para colmo, gafas negras y tenía toda la pinta de un fantoche estrafalario. Los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo, semejantes a los de un gorila; se detuvo frente a la concha del apuntador y con la cabeza ligeramente torcida hizo una inclinación de busto a modo de saludo.

Un cerrado tableteo de aplausos fue el testimonio de agradecimiento de la juventud casadera de Natiópolis.

El “Dejad que los novios vengan a mí” era un hecho consumado. Eugenio volvió a inclinarse frente a los mil quinientos novios y los aplausos redoblaron, y así transcurrieron cinco minutos. Cuando toda la juventud de Natiópolis hubo desfogado suficientemente su entusiasmo, Delmonte dijo:

”No me gustan los prólogos largos. (Aplausos.)

”En 1921 yo era un joven como ustedes. Tenía novia. Si entonces me hubiera casado, ignoraría numerosos aspectos interesantes que encierra la vida. (Atención suma de la sala.)

”Yo creo que un hombre debe casarse cuando ha llegado a la razonable edad del reposo, y el deseo del reposo nace en la conciencia del hombre cuando éste ha vivido una serie de experiencias posibles, y ellas únicamente son alcanzables viajando las diversas comarcas de la tierra. En otros términos:

”Mis cincuenta millones de dólares me permiten hacerles a ustedes un regalo único en la historia del mundo y sus ciudades. Este regalo consiste en un viaje gratuito alrededor del mundo, durante dos años, con una indemnización económica razonable para todos aquellos novios que para viajar tengan que abandonar su empleo.”

Durante un instante se produjo un silencio catastrófico en la sala; luego los aplausos comenzaron por ráfagas, y como no fueran suficientes las manos, muchos emplearon los pies, y los alaridos de “¡Viva Eugenio Delmonte!” se podían escuchar desde cien metros de distancia del teatro.

Delmonte hizo un rápido saludo y se retiró; a continuación apareció un ordenanza, quien dijo, ayudándose con el megáfono:

—Ahora se va a pasar una película con una rápida exposición de los parajes que visitará el paquete El Gavilán en el crucero alrededor del mundo.

Se hizo oscuridad en el salón y en la pantalla apareció el puente de El Gavilán cargado de jóvenes camareras con letreros en las manos que decían:

“Para servir a los novios de Natiópolis.” Y a continuación comenzó un desfile de panoramas: Nápoles, Tánger, Nueva York, El Cairo, San Francisco, Shanghai...

Cuando la proyección de la película hubo terminado, la platea del teatro Electra daba la impresión del salón de actos públicos de un manicomio. Ninguno de aquellos hombres se acordaba ya de su novia ni de los compromisos contraídos; cada uno hablaba con su vecino de los placeres que prometían dos años de crucero alrededor del mundo, y cuando nuevamente apareció en el escenario la figura reticulada de Eugenio Delmonte y su pelo color de zanahoria, los aplausos se sucedían por ráfagas tan vivas, que durante media hora tuvo que aguardar, haciendo de tanto en tanto inclinaciones de cabeza. Tras él aparecieron los cuatro secretarios del hotel Mogador y varios criados con mesas. Los secretarios tomaron asiento, el silencio se hizo en la sala y el millonario dijo:

—Los que estén resueltos a efectuar el crucero firmarán su compromiso ahora. Esta noche, en esta sala, queda cerrada la inscripción.

Durante tres horas, en cuatro mesas, desfilaron los novios de Natiópolis para firmar el contrato de expatriación por dos años. A cambio del contrato recibían la orden de embarque. De mil quinientos novios sólo doscientos se negaron a firmar.

Amanecía cuando el teatro comenzó a vaciarse de su público. Al día siguiente comenzaría el escándalo.


¿Con qué palabras describir la revolución que provocó en nuestra ciudad la generosa oferta de Eugenio Delmonte?

El Intransigente, diario matutino, apareció con este editorial:

“Delmonte deja viudas a mil trescientas muchachas.” Y a continuación:

“Delmonte arruina a nuestra ciudad. Delmonte, de un plumazo, destruye numerosas aspiraciones legítimas y fundadas. Los carpinteros, que contaban con los nuevos casamientos para colocar el producto de sus industriosidades; los farmacéuticos, cuya participación en la vida del bello sexo es tan inmediata; las modistas, cuyos trusós aguardaban a sus jóvenes compradoras; los propietarios de casas de alquiler, los ferreteros, las comadronas, los pasteleros, los músicos y los sacristanes, los fotógrafos, los bazares y los sastres, todos los diversos ciudadanos dedicados a las más variadísimas formas de la industria humana quedan de facto perjudicados por esta insólita intromisión del señor Delmonte, que substrayendo a la ciudad mil trescientos novios posterga para tiempo indefinido mil trescientos matrimonios, es decir, mil trescientas operaciones comerciales, cuya dilatación alterará en forma ostensible la economía de nuestra ciudad.”

El Matutino, en un sesudo editorial, argüía:

“La oferta del señor Delmonte adolece de fallas diversas pero, a nuestro modo de ver, la más grave, por no decir la más profundamente amoral, es la consecuencia fatal de apartar a mil trescientos jóvenes del cumplimiento de aquella sagrada ley: ‘Creced y multiplicaos’.

”Mil trescientas jóvenes, como las vírgenes de las Escrituras, esperaban al esposo con su lámpara encendida, y de pronto ha llegado el nefasto Delmonte, que de un soplo apagó la lumbre de los mil trescientos quinqués. Cierto es que los mil trescientos novios volverán, nadie lo duda, pero, ¿quién puede garantizarle a las atribuladas jovencitas de nuestra ciudad, a los sobresaltados padres, que estos mil trescientos jóvenes regresen en el mismo estado de espíritu que partieron? Un hombre, en un momento dado, dispuesto a contraer matrimonio, pero distraído de su propósito por motivos tan tentadores como el crucero ofrecido por el señor Delmonte, puede bien mañana no estar dispuesto a casarse ni por todo el oro del mundo.”

El Ciudadano, más agresivo, escribía:

“Dejad que los novios vengan a mí ha sido la trampa chancera más indigna que se le ha tendido a la buena fe de una ciudad, y contra las jóvenes niñas en trance de disfrutar de la legítima santidad del tálamo. Delmonte, prácticamente hablando, es un hombre socialmente peligroso. El individuo a quien hace algunos años abandonara Enriqueta Silver, bajo la capa de la tentativa filantrópica encubre la más ruin venganza de que se posea noticia en las ciudades que lógicamente se supone que pertenecen a países civilizados.”

Seamos sensatos. Los diarios no carecían de razón. El día que siguió a la noche de la reunión en el teatro Electra fue día de luto para nuestra metrópoli. Doquier se fijaba la mirada se tropezaba con madres y novias llorosas y con padres y hermanos que aprestaban la escopeta o la estaca. Todos aquellos ciudadanos que estaban de novios desaparecieron de sus casas y de los empleos donde se procuraban su honesto sustento. Una ola de melancolía y desgracia se desplegó semejante a una nube sobre las techumbres de la ciudad. Los únicos que ganaron con este brusco cambio de la situación fueron los farmacéuticos, que de la mañana a la noche despacharon todas sus provisiones de tóxicos raticidas y vaciaron toneles y más toneles de agua de azahar. La venta de armas de fuego también logró un repunte y las acciones de la fábrica de armas de Lloraelgato aumentaron dos puntos. En cambio, las industrias de la seda y la madera sufrieron una baja desazonante.

El hotel donde se hospedaba el siniestro Delmonte tuvo que ser acordonado por la policía, pues una manifestación de madres llorosas y novias desgreñadas rodeó el Mogador con miras intranquilizadoras para la integridad física del enjuto millonario.

Hubo (¿se pueden evitar, acaso?) incidentes sangrientos. Un honesto padre descargó su ametralladora en la cabeza de un adolescente; varias novias atentaron contra su vida mediante el inocuo raticida, que gracias a la eficiencia de la química veterinaria no produjo efectos graves; una comisión de señores y comerciantes titulados “Los amigos de Natiópolis” se dirigió al ministro del Interior; el ministro contestó que no había sentada jurisprudencia sobre un precedente tan extraño y que él no podía intervenir; y finalmente Delmonte, escoltado por un piquete de tropa, tuvo que abandonar el hotel Mogador, pues la jefatura de Policía le notificó que no respondía por su vida si no se retiraba de Natiópolis.

Un joven compositor, Saturnino Lilian, que compuso el vals “Dejad que los novios vengan a mí”, fue casi muerto a palos por una brigada de ebanistas furiosos; el orden en la ciudad estaba, en cierto modo, alterado para hacer más grave la burla trazada contra la población. Delmonte hizo colocar en la proa del paquete El Gavilán una banda de remendones, que arrancaban de sus trompas el desafinado vals “Dejad que los novios vengan a mí”. Esta última burla enardeció de tal modo a la gente de Natiópolis, que la jefatura marítima dispuso que un piquete de marineros, con ametralladoras de mano, custodiara el dique donde se balanceaba El Gavilán.

Por la noche, emboscados en las sombras, se embarcaban los novios. Hoy era un grupo, luego otro; en menos de tres días, mil trescientos jóvenes se refugiaron junto a Delmonte. Muchos de estos hombres no habían puesto jamás el pie en el puente de una nave, y todos se mostraban alegres, sorprendidos, optimistas.

Una comisión de padres trató de entrevistarse con Delmonte. Éste se negó a tratar. El club de Madres Patricias envió una comisión de matronas. Eran feas, gordas y pretenciosas, y los marineros, de acuerdo a las órdenes recibidas de la Jefatura, no dejaron pasar ni a una sola de dichas damas.

En correos un empleado recibió un paquete que no se le ocurrió manejar con atención y la caja de cartón estalló entre sus manos amputándole los brazos. La Dirección de Correos impartió órdenes respecto a las encomiendas dirigidas a la tripulación de El Gavilán.

Finalmente, el 16 de marzo, el buque funesto partió. Partió y, como dijo el clásico, la mitad de la ciudad se quedó riéndose de la otra mitad que lloraba. Un día llegaron varias bolsas de correspondencia: los mil trescientos novios escribían felices; luego la correspondencia se hizo cada vez más escasa, y éste es el día en que hace más de tres años que en Natiópolis no se tiene ni la más vaga noticia de la suerte que ha corrido El Gavilán, con su cargamento de mil trescientos novios y el satánico Eugenio Delmonte.

Tal es la razón por la que en el jardín, frente a la bahía de nuestra ciudad, un grupo de ciudadanos ha levantado una horca con un lazo corredizo vacante y la inscripción mencionada.


(El Hogar, 9 de abril de 1937)

Extraordinaria historia de dos tuertos

Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme.

Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.

Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:

—Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más fácil conseguir un puesto honorable.

—¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?

Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo:

—Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente.

—Vaya si lo sé —repuse yo, suspirando tristemente.

Monsieur Lambet prosiguió:

—Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.

—Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.

Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:

—Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas.

Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.

Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:

—Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad.

Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:

—Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa.

No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí:

—Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.

Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente, me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para mí una plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de «Las Tres Grullas», cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo. ¡Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente!

Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos.

Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones…, pero una noche que dormía en «Las Tres Grullas» me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.

Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía.

Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme.

Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de «Las Tres Grullas», que se dirigía a la mesa.

¿Sabéis lo que hizo allí? Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.

Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?

El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa.

En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.

¿Qué misterio encerraba ese ritual?

Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.

Me despedí del dueño de «Las Tres Grullas» como si no me hubiera ocurrido nada, pero «in mente» estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental.

No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.

Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:

—Tú tienes un ojo de vidrio.

—Sí. Y tú también.

—Sí.

—¿Y qué haces por aquí?

—Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio.

Yo me quedé examinándolo, turulato.

—¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión?

—¡Tú también vendes ojos de vidrio!

—Sí.

—¡Cristo! Esto sí que es raro.

Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:

—¿Cómo te metiste en esto?

Hortensio comenzó a narrarme su historia:

Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.

—¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa.

El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.

—Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.

—No.

—Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta?

—Sí.

—Pues es él, monsieur Lambet.

—Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot.

—Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio.

—¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas.

—Perfectamente.

En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Éste comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al «agente 23», culpable de proporcionar datos falsos.

No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot, era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de «Las Tres Grullas», continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.

Halid Majid el achicharrado

Una misma historia puede comenzarse a narrar de diferentes modos y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de éste:

Enriqueta Dogson era una chiflada.

A la semana de irse a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una especie de abullonada falda-corsé de color verde y el renegrido cabello suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida fue un éxito. Los Perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo para verla pasar.

El capitán Silver, que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser eunucos, verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada.

Enriqueta Dogson envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson, un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:

—¿De dónde habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor, que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo.

Dicho esto, el viejo Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente se decía que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional. Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizás para eso. Para divertirle a uno con las burradas que perpetraban.

El que no se encogió de hombros fue el anciano Faraj el Bint Abdalla.

Faraj el Bint Abdalla estaba amostazado. En Tánger no se hacía otra cosa que murmurar del enamoramiento de su hijo Dais con esa extranjera fantasiosa.

Un amor con una musulmana es el ideal de todo europeo. Una intriga con un árabe, el más glorioso recuerdo que puede llevarse una muchacha occidental. Enriqueta Dogson era consecuente con este punto de vista. Se podían ver fotografías de ella en compañía de Dais el Bint Abdalla. En la orilla del Mediterráneo, sobre las murallas, recostada a lo largo de los antiguos cañones portugueses, con Dais el Bint Abdalla sentado melancólicamente a su lado. También aparecía Enriqueta en el palacio del ex sultán, con el joven Dais a su lado; a la entrada de la mezquita, con el joven Dais sentado a sus pies; en una grada del pórtico, en el zoco, con el joven Dais ofreciéndole un ramo de rosas; bajo un grupo de palmeras, más allá de la "Puerta del Castigo". Aquello era sencillamente delicioso.

Realmente, al viejo Faraj el Bint Abdalla no le faltaban razones para andar amostazado.

El joven Dais el Bint Abdalla se había ido enamorando. Secretamente pensaba en renunciar a la religión musulmana, en cambiar la chilaba, las babuchas y el fez por un correcto traje europeo y un hongo discreto, y abandonar a su familia para ir en seguimiento de Enriqueta Dogson. Tales disparates pensaba muy secretamente y con temor oscuro, porque no había podido olvidar ciertos versículos del Corán que en su instancia le habían valido buenas tandas de palos en la planta de los pies, y el Corán estaba incrustado en su vida, y no dejaba de comprender que estaba acercando su vida a una peligrosa playa ignorada.

El viejo Faraj el Bint Abdalla le vigilaba con los ojos bien abiertos.

Sin pérdida de tiempo le escribió a su corresponsal en la isla de Java, en Bali, y un mes después recibió una respuesta afirmativa. Podía enviar su hijo a Sava. Se haría cargo de él su amigo el usurero Hassan. Cierto es que el Corán prohíbe terminantemente la usura; pero esto es con los musulmanes, y el astuto Hassan, en la isla de Java, ejercía la usura no con los musulmanes sino con los infieles, es decir, con los campesinos chinos y budistas. El Corán no prohíbe beneficiarse con la hacienda de los incrédulos.

El viejo Faraj, una vez recibida la respuesta de Java, llamó a su hijo Dais a la sala de ablusiones de su casa, y sentado frente a él, mientras el joven permanecía respetuosamente de pie, le dijo:

—Sé que te has enamorado de una perra infiel ¿Pretendes que la cólera de Alá ruede sobre nuestras cabezas? ¿Sabes tú lo que encierran los sesos de carnero de una mujer extranjera a tu raza y a tu religión? ¿De una mujer que se pasea semidesnuda entre los hombres, mostrándoles sus piernas y su rostro y bebiendo como una mula, no agua, sino licores?

Dais el Bint Abdalla permanecía silencioso, como cuadra a un buen hijo.

El viejo Faraj continuó:

—Te has enredado como un camello en tus propias cuerdas. ¿Has olvidado la dignidad que te debes a ti mismo y a tu familia y los peligros que encierra para un piadoso creyente el reiterado trato con una mujerzuela oriunda sabe Alá de qué familia? Prepara tu equipaje y apréstate a partir para Java. Irás a trabajar a la casa de mi amigo Hassan, el prestamista. Pero antes de salir, ve a la casa de Hacmet y dile que te haga conocer a su abuelo. Y que su abuelo te muestre su cuerpo desnudo.

Por primera vez, Dais abrió la boca asombrado:

—¿Que su abuelo me muestre su cuerpo desnudo?

—Sí; que su abuelo se desnude frente a ti y te muestre su cuerpo. Vete ahora. Y no te olvides. Te haré apalear como a un esclavo si alguien me informa que te ve en compañía de esa maldición de Alá.

Dais se inclinó respetuosamente. Estaba perdido.

No le quedaba otro recurso que matarse o partir para Java. Lo pensaría. ­Ah! Y antes, visitar la casa de Hacmet y decirle que su padre le había dicho que le hiciera conocer a su abuelo. Pero a su abuelo desnudo. ­Eso sí que era una ocurrencia! El joven Dais retrocedió espantado cuando el viejo Halid Majid terminó de desnudarse, y abriendo una ventana se mostró a la claridad del sol.

El cuerpo del viejo estaba surcado de terribles cicatrices. Semejantes a un follaje de piel roja y brillante, se extendían irregularmente por todos sus miembros. Esas cicatrices y costurones abarcaban su rostro, sus labios, sus párpados, sus brazos.

Era como si el cuerpo de aquel hombre hubiera pasado a través de un engranaje terrible que, sin hacerle perder su forma humana le hubiese desgarrado con sus dientes. No había una pulgada de epidermis en aquel anciano que no estuviera señalado por la misteriosa tortura. Esta le daba la apariencia de un monstruo chino. Una vez que el viejo creyó haber sido contemplado lo suficiente por el joven Dais, le dijo:

—Siéntate, hijo de Faraj, y escucha atentamente mi historia. Estas son las desgracias que les ocurren a los musulmanes que se acercan a las mujeres que no son de su raza. Cuando me hayas escuchado, el camino del deber aparecerá recto y fácil ante tus ojos. ¿Me escuchas, hijo de Faraj?

—Sí, señor; te escucho.

"En nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso: Hace ochenta años. Yo entonces tenía veinte años. Mi padre me envió a la ciudad de Singaragia, en la isla de Java. No sé si tú sabrás que su población se compone en su mayor parte de malasios infieles, de chinos hediondos y de budistas cuya indecencia llega a extremos que no puedes imaginarte. Era mi amo un hermano de mi padre. Aparte de traficar con nidos de golondrina, a los cuales son muy aficionados los chinos, se dedicaba al préstamo como a la compra de telas baticadas, que son unas telas sumamente floreadas por las que pierden la cabeza los javaneses más sensatos.

"Mi tío tenía su tienda al final de una calle en la que podían verse altas pértigas de cañas de bambú adornadas en su extremo de manojos de plumas de colores. Por esta calle pasaban hacia sus posesiones del campo los chinos principales, muy tiesos en sus literas doradas conducidas por coolies. También pasaban mujeres, con medio cuerpo desnudo y el rostro descubierto, conduciendo sobre la cabeza redondas bandejas de piñas y plátanos, que parecían ciempiés por los innúmeros rayos de palna que de ellos partían.

"Yo estaba asombrado de todo aquello que mis ojos veían, y nada igualaba a mi agrado como el poder pasearme por entre las bajas montañas, de las que bajaban como grandes escalones las terrazas de los arrozales. También acudía a las riñas de gallos, por las que enloquecen los jóvenes, o me sentaba en unas piedras excavadas que ellos llaman las "sillas de Shiva", escuchando la música que hacía el viento al pasar por unas inmensas arpas de bambú que los nativos de esos parajes colocan en sus sembradíos para ahuyentar a los pájaros que destrozan sus cosechas.

"No vivía sino pasando de un asombro a otro. Solía también pasearme por el mercado, donde había infinita variedad de infieles, algunos con los dientes laqueados de negro, otros con la cabeza rapada, los dientes limados y las narices perforadas, así como chinos de túnicas floreadas, sacerdotes con mantos amarillos, cingaleses conduciendo vacas gibosas y campesinos seguidos de sus lagartos domesticados.

"Estando una mañana en el mercado, vi una mujer que me llamó la atención. Era alta, majestuosa; su cuerpo estaba envuelto en una sola pieza de tela floreada y su cabeza adornada de una corona de flores. Iba descalza, como acostumbraban las mujeres de aquel país, y cuando me vio arrimado a la tienda de un mercader de flores, me echó tal mirada que mis huesos se echaron a temblar. Un mal genio me inspiró a seguirla. Eché a caminar tras ella, hasta que entró en una casa en cuyo portal cosía prendas un sastrecillo. La desconocida, antes de entrar al portal, se volvió y me sonrió de tan arrebatadora manera, que súbitamente creí que el día se había convertido en noche y que mi vida quedaba caída a la misma entrada del portal.

"Al día siguiente volví al mercado, y a la misma hora llegó la desconocida, que se detuvo en el puesto de una mujer que mercaba legumbres. Yo, indeciso y tímido, permanecí a alguna distancia de ella, pero pronto la desconocida me descubrió y volvió a sonreírme. Yo iba a acercarme a ella, pero la vendedora de legumbres me hizo un gesto y comprendí que tenía algún mensaje que transmitirme. Cuando me acerqué a su puesto, me dijo que su compradora se llamaba Turey y que era esposa de Moana, el sastrecillo. Turey le había dicho que gustaba de mí, y que aquella noche, cuando los vigilantes golpean en los tambores de madera la hora primera, me acercara al portal donde podría hablarme, pues a esa hora el sastrecillo, fatigado por las labores del día, dormía profundamente.

"Ansiosamente esperé la noche, y llegó la noche, y después la hora primera. Cautelosamente me acerqué al portal, cuya puerta estaba entreabierta. Allí me aguardaba Turey. Me dijo que con riesgo de su reputación se atrevía a hablarme. Yo le agradaba mucho. Su marido, el sastrecillo Moana, pertenecía a la religión brahmánica, pero ella no sentía ninguna atracción hacia él.

"Desde aquella noche continuamos viéndonos siempre. Entrada la oscuridad, yo me deslizaba hacia el portal que ella dejaba entreabierto, y mientras el sastrecillo dormía, nosotros vivíamos nuestra felicidad.

"De esta manera transcurrieron algunos meses. Dicen los sabios que el placer sacia al hombre y encadena a la mujer. Una noche, mientras conversábamos en el portal, Turey me preguntó si yo me casaría con ella si su marido llegara a morir. Irreflexivamente le respondí que sí; pero luego, atacado por un escrúpulo que me produjo el recuerdo de una bárbara costumbre practicada en aquel país, le pregunté:

"—Pero, dime, en este país, ¿las viudas no están condenadas a la hoguera?

"—Sí —me respondió Turey—. Algunas mujeres practican aún esa costumbre; pero ella queda para las viudas que no quieren cambiar de religión; que las que abandonan el brahmanismo y se hacen musulmanas no marchan a la hoguera, aunque el deshonor caiga sobre ellas y su familia y parientes la repudien.

"Una esclava que se acercó a ella en aquel momento interrumpió nuestra conversación y yo tuve que marcharme.

"Volvimos a vernos otras veces, y Turey no recordó más la propuesta que me hizo aquella noche; pero una vez que llegué al portal, aunque lo encontré entreabierto, Turey no estaba. Pensando que me convenía aguardar, me senté allí, y Turey no tardó en aparecer.

—Escúchame —me dijo—. Es tanto lo que deseaba vivir a tu lado, que esta noche he envenenado a mi marido. El acaba de morir. Está allá arriba, en su cama. Nadie sospechará que lo he matado, porque el veneno que le he dado no mancha el cuerpo.

Ahora nadie podrá impedirme estar a tu lado. De modo que cuando pasen algunos días, me casaré contigo y adoptaré tu religión.

"Escuchándola, mi corazón se aterrorizó secretamente. Jamás supuse que esa mujer fuera capaz de envenenar al inocente sastrecillo. Me dije, razonablemente, que bien pudiera ser que mi destino fuera morir también envenenado a manos de Turey si la casualidad ponía en su camino a otro hombre que le agradara más que yo. Sin poder detenerme, no le oculté mi repulsión por el crimen que había cometido. Le dije que aquélla era la última vez que nos veíamos, y que no se acercara nunca más a mí porque si no la denunciaría a la justicia del Sultán por el delito cometida.

"Turey escuchó en silencio mis palabras, y yo sentí que sus ojos me atravesaban el corazón como dagas envenenadas. Sin saber por qué, en ese momento entró un miedo pánico en mi entendimiento.

Sin poderme reportar, me aparté corriendo del portal. Parecíame que la misma sombra del sastrecillo recién asesinado me amenazaba de terrible muerte o me previniera de un suceso peor aún.

"Aquella noche no pude conciliar el sueño. Pensaba que en cierto modo yo era el culpable del triste fin de Moana y que el día del Juicio Final me sería pedida cuenta de su tremenda suerte. Desvelado con tan siniestros pensamientos, vi llegar el amanecer; y cuando entré en la tienda de mi tío, éste me dijo:

— ¿No sabes la novedad? Anoche murió Moana, el sastrecillo. Su viuda ha manifestado el deseo de morir en la misma hoguera que carbonice el cuerpo de su marido. Realmente, estas mujeres bárbaras dan muestras a veces de una fidelidad que ni entre los mismos creyentes se encuentra para raro ejemplo.

"Si bien me espantó el fin del sastrecillo, más aún me asombró el propósito de Surey. ¿Qué se proponía al manifestar su voluntad de morir en la hoguera? ¿Hacerse perdonar por el dios de sus creencias el mortal pecado que había cometido?

"Aunque mozo irreflexivo, adivinaba que un destino grave había caído sobre mi cabeza. En pocas horas, con mi conducta licenciosa había provocado la muerte de un honesto cortador de prendas, y ahora el suicidio de su arrepentida viuda. Indudablemente que algún día el Angel de la Muerte me pediría cuentas de semejantes desaguisados, y no terminaba de jurarme a mí mismo que jamás volvería a fijar los ojos en la mujer del prójimo, cuando inopinadamente apareció la esclava de Turey, quien, dirigiéndose a mí, me dijo:

"—Mi señora manda a decirte que de acuerdo con las costumbres del país, su difunto marido será quemado en una hoguera, y que ella, como cuadra a una viuda honesta, se precipitará en la hoguera.

Díjome también que te diga que le agradaría mucho verte en el cortejo de los que la despidan de esta vida.

"Yo me estremecí de horror frente al sacrificio casi inevitable. Sin embargo, para calmar mis remordimientos, me decía que Turey, llegado el momento, no se atrevería a arrojarse entre las llamas, y dejé que su esclava se retirara, después de prometerle que cumpliría con mi deber e iría a verla morir.

"Por la tarde, lívido como el mismo muerto a quien llevaban a quemar a una hoguera que se encendería en el bosque, me incorporé al cortejo funesto.

"Rodeada de los malditos sacerdotes brahmanes y de viejas desgreñadas, que más parecían fieras carniceras que seres humanos, marchaba Turey con el rostro rayado de sangrientos arañazos y los ojos hinchados por interminable llanto. Yo la miraba sin acertar a comprender cómo era posible que amando tanto la vida y el placer diera su vida por un ser que cuando estuvo vivo ella mató. A su lado, como protegiéndola de aquellos que podían persuadirla de que no llevara a cabo tan bárbaro propósito como el de quemarse viva, marchaban los parientes del sastrecillo, y todos la cumplimentaban por su conducta y fidelidad a las costumbres del país.

"Llegados al bosque los que formábamos el cortejo hicimos un círculo en torno de un monte de leña donde se abrasaría el muerto y se suicidaría su viuda. Yo no abandonaba la esperanza de que llegado el extremo momento Turey se negaría a arrojarse entre las llamas. A todo esto, los sacerdotes colocaron el cadáver del sastrecillo sobre los maderos regados de aceite y un monje encendió la pira: Una rápida llamarada envolvió el montecillo de madera. Turey, separándose del cortejo, echó a caminar en torno de la hoguera para buscar el lugar más bajo y entrar en ella. Se acercó a mí. Yo iba a recibir su postrer saludo… ­¡Horror!… De pronto me sentí agarrado por los ganchos de sus manos y arrastrado con infernal violencia al centro del brasero. Rodamos encima de las brasas. Yo profería terribles gritos, tratando de librarme del mortal abrazo de ese monstruo, cuya venganza era manifiesta ahora. Las llamaradas lamían mi cuerpo y mi túnica ardía rápidamente. De pronto, los brazos de la horrible mujer que me mantenían pegados al fuego se aflojaron, y con mis vestiduras incendiadas, achicharrado vivo, me arrojé fuera de la hoguera y caí desvanecido sobre la hierba del prado.

"¿Con qué palabras contarte mis terribles sufrimientos? ­¡Oh, hijo de Faraj! Me sumergieron en un barril de aceite, donde durante muchos días y muchas noches creí que los sufrimientos terminarían por hacerme perder la razón. Mi tío, mis amigos, nadie creía que resistiría las graves quemaduras que me desfiguraban el cuerpo. Sin embargo, poco a poco fui reponiéndome, y aunque el fuego de la hoguera me había transformado en un monstruo, no pude menos de darle las gracias a Alá por haberme inferido tan clemente castigo.

"Ahora ya lo sabes, hijo del amigo de mi hijo. No busques amor de mujer fuera de tu raza, de tu ciudad natal y de tu religión."

Y ésta, aunque ingenua, fue la causa por la que Enriqueta Dogson, de la mañana a la noche, dejó de ver para siempre al joven Dais el Bint Abdalla, que, sin despedirse de ella, se embarcó para Java en busca del olvido de una pasión insensata.

Historia de Nazra, Yamil y Farid

A media hora de Fez, en el paraje donde se bifurca hacia el sur el camino que conduce a Meknés y hacia el norte el que lleva a Tánger, se pronuncia la cuesta que los naturales llaman la Puerta del Djin. Cuando se llega a esta cima, en un barranco poblado de laureles se distinguen los restos de piedra de un antiguo castillo. Como por efectos de un milagro, sólo queda en pie la torre del homenaje. Allí funcionó durante años la fábrica conocida en la región con el nombre de perdigonera de Yamil.

Yamil era un árabe oriundo de Esmirna, sumamente devoto. Solo o acompañado, cumplía minuciosamente las cinco oraciones prescriptas al creyente.

Cuando llegó a Fez, tendría treinta y cinco años y una chilaba sumamente astrosa. Traía cartas para un faquir de la Mezquita de los Andaluces, con quien se entrevistó largamente. Luego Yamil, por consejo del faquir, se trasladó hasta la Puerta del Djin, estudió las ruinas, volvió a entrevistarse con su protector, y algunos meses después los campesinos que en los lomos de sus mujeres transportan la leña, la aceituna y el grano, supieron que en el castillo funcionaba una fábrica de perdigones.

En la altura de la torre, Yamil instaló el horno de fundir, y en el interior un pozo de agua. En este pozo Yamil recogía la lluvia de plomo candente convertida en millares de bolitas.

Yamil surtía de perdigones a los montañeses de las tribus vecinas. Por intermedio de su amigo, el faquir de la Mezquita de los Andaluces, había obtenido permiso del sultán para ejercer su arte. Aunque los campesinos tenían matrices de hierro para fundir sus proyectiles de guerra de grueso calibre, necesitaban la munición para cazar. La especial técnica de fabricar perdigones les maravillaba. No podían explicarse cómo una gota de plomo líquido se convertía en una esfera al desplomarse en el espacio. Cuando llegaban a la torre de Yamil para comprar algunas libras de balines, no dejaban nunca de pedirle permiso para entrar en la torre. Respetuosamente detenidos en la puerta, a la orilla del pozo, miraban con asombrosa incredulidad el alto plafón de vigas donde estaba instalado el horno para fundir, la cadena con una palanca que desde la muralla externa servía para volcar el crisol y dejar caer la lluvia de metal.

El suelo estaba sembrado de perdigones, los campesinos recogían la tierra carbonizada, miraban las esferitas de plomo y luego se marchaban moviendo pensativamente la cabeza.

Yamil cerraba la gruesa puerta de la torre, le echaba llave al candado y acompañaba a los rústicos hasta el arruinado arco del castillo. Los hombres, en sus burros, se marchaban por los caminos, comentando con grandes gestos la maravilla que habían presenciado.

Durante varios años Yamil trabajó auxiliado por un jorobado llamado Fadlo y por una negra de las inmediaciones de Debibagh que tenía con él atenciones de esposa. Luego, al progresar, tomó a su servicio un esclavo fugitivo llamado Scandar, tuerto de un ojo y manco de la mano derecha. Scandar contaba que había perdido el ojo militando en un arca. La mano derecha, evidentemente, se la habían cortado por ladrón en algún zoco. Scandar era forzudo como un enano y se encargaba de llevar los lingotes de plomo a lo alto de la torre. Debido a sus defectos físicos no recibía salario, salvo la comida. Sin embargo, el trabajo aumentó a tal proporción, que Yamil tuvo que tomar a su servicio un robusto y hermoso muchacho de Fez llamado Farid.

Una noche Yamil, sentado en la choza de piedra que le servía de cocina a la negra, le dijo:

—Neyba...

—Te escucho, señor.

—Neyba: Alá ha multiplicado mis bienes y ahora soy un comerciante respetable. Aluf, rico mercader de Bes el Bali, me ha ofrecido a su hija Nazra. ¿La conoces tú?

Neyba no conocía a Nazra, pero como ya había escuchado ciertos chismes, se apresuró a tomar informes. Respondió:

—Sí, señor mío. Conozco a Nazra. La vi en el cementerio el día de Nahar el Amuat.

—¿Cómo es ella de cuerpo?

—En ciertas partes como un repollo tierno, en otras como una rosa pequeña.

Yamil sonrió satisfecho. Estas referencias le complacían.

—Neyba: eres una excelente mujer. Nunca te echaré de esta casa. Espero que te conducirás satisfactoriamente con Nazra.

Neyba se inclinó respetuosamente y sus mejillas achocolatadas relucieron mientras lustraba los peroles. Yamil salió, montó en su burro y fue a Fez a tratar con los alarifes la construcción de una casa en la huerta de la torre. Allí se aposentaría su futura esposa.

Algún tiempo después Yamil llevó a la nueva casa a su legítima mujer, y a la vuelta de algunos años vino a parar en mercader acaudalado. El espacio que antes ocupaban las ruinas del castillo se convirtió en un carmen. Entre las palmeras y los rosales se distinguían las columnatas persas que enmarcaban los patios de la vivienda. En la parte externa de la muralla de la torre había un cobertizo. Allí se hacinaban el jorobado, Scandar el tuerto y el hermoso mancebo de Fez llamado Farid. Farid, en los ratos libres, tocaba la guitarra y cantaba unas canciones tristes que aprendió de los camelleros del Tinzil.

Nazra, aburrida, cuidaba de sus hermosas manos, y la negra Neyba, siempre obsequiosa, le esmaltaba las uñas de los pies.

Sin embargo, Yamil no estaba satisfecho. Su mujer no le daba ningún hijo, y más de una vez el perdigonero, mientras contemplaba los montes reverdecidos, se preguntó si no era víctima de algún aojamiento. Varios comerciantes le recomendaron que consultara con un santón que vivía en unas caleras abandonadas algunas leguas más al norte del zoco de Jemis, y finalmente Yamil un día acudió a él.

El santón vivía casi desnudo junto a un pozo. La barba en copos de lana le caía sobre la caja de costillas del pecho. Algunos pájaros rebullían a sus pies. De las ramas de los árboles en derredor pendían innumerables exvotos. Yamil se inclinó humildemente ante el santón y le expuso sus deseos. El cheijh, debajo de sus tupidas cejas, le miraba en silencio. Luego tomó una piedrita del suelo y le dijo:

—Pon este testimonio sagrado en leche pura y que lo beba tu esposa por la mañana en el mismo momento en que el sol asoma en el horizonte.

Yamil se prosternó agradecido y dejó una cuantiosa limosna a los pies del anciano. Sin embargo, cuando se hubo alejado de las caleras, su corazón comenzó a latir apresuradamente y se sintió lleno de temor. Rezó fervorosamente; su inquietud no menguaba. Al llegar la noche se sintió tan triste, que casi se echa a llorar. Luego pensó que esos estados de conciencia eran suscitados por la piedra que llevaba en el bolsillo, y esta certidumbre lo tranquilizó. A medianoche despertó en la posada del tunecino Alí con la impresión de que le habían estado llamando largamente por su nombre.

No veía la hora de llegar a la Puerta del Djin. Al amanecer, aun con estrellas en el cielo, montó en su burro. Cuando se aproximó a la torre y vio bajo el arco de piedra a su vieja esposa en compañía del jorobadito y del esclavo Scandar, su corazón latió pesadamente. Tuvo la sensación de una desgracia. Ellos corrieron a su encuentro gritando:

—¡Oh, señor; oh, señor!...

Yamil se largó del burro.

—¿Qué ocurre?

Neyba le respondió fríamente:

—Nazra se ha marchado con Farid.

Una ola de sangre inundó el rostro de Yamil. Tomó la piedra que le entregó el santón, la escupió y la arrojó al camino. Luego, con lívida dignidad, entró en su casa. Neyba, implacable, le explicó lo ocurrido. Al amanecer había entrado en la habitación de Nazra. El lecho estaba sin deshacer. La buscó en el carmen. Luego el jorobado le informó de la desaparición del muchacho de Fez, y ya no le quedaba duda de lo ocurrido.

Yamil se dejó caer fatigado en un cojín y no pronunció palabra. Después que se apartó Neyba, vino a informarle el jorobado. Fadlo, protegido por su mandil de cuero y la cabeza cubierta con un gorro griego, hablaba compungido. A medianoche, al levantarse para encender el horno en lo alto de la torre, había notado la ausencia de Farid. Pero él, Fadlo, ayudado por Scandar, cumplió su obligación como de costumbre. Ahora necesitaba la llave para abrir la puerta de la torre y retirar la munición que habían fundido. Yamil buscó distraídamente la llave y le dijo que no la tenía. La buscaron, y como no la encontraban, Yamil, harto, le ordenó que arrancara el candado.

Salió el jorobado, y el perdigonero permaneció inmóvil en su cojín. Sin Nazra, su vida no tema objeto. El sol chispeaba en las esmaltadas hojas de los laureles. De tanto en tanto, un pétalo de azahar se desprendía de un tallo y Yamil sentía que su corazón latía más fatigado que las alas de un pájaro que va a morir.

De pronto, escuchó un grito. Vio a Fadlo cruzar corriendo el jardín y entendió sus voces:

—Amo: están allí, los dos.

Yamil se levantó electrizado.

—Adentro, amo, adentro...

Yamil se detuvo en la puerta.

Tumbados en el suelo de la torre, semicarbonizados, estaban Nazra y Farid debajo de una plateada costra de plomo. Ellos se encontraban en el interior de la torre cuando el metal derretido comenzó a llover. Para salvarse habían arañado la piedra, habían tratado de confundirse en muro, de esconderse debajo de las aguas, pero la lluvia de plomo candente les había alcanzado y estaban allí tumbados en el suelo como momias, las carnes carbonizadas, los huesos de las manos arañando el polvo.

Yamil gritó horrorizado:

—¿Quién cerró el candado? ¿Quién cerró el candado cuando ellos estaban adentro?

Se revolcaba en el polvo arrancándose las barbas, se ponía de pie y sacudía por los brazos al esclavo, a Neyba, al jorobado, y sus servidores lloraban con él; la negra se secaba las lágrimas con los puños; el esclavo tuerto aullaba a la muerte como un perro; Fadlo se golpeaba el pecho con los puños, y los dos bultos humanos bajo su costra de plomo plateado permanecían insensibles como si hiciera mil años que estuvieran muertos.

Uno de los que estaban allí desesperándose con él había cerrado el candado para aprisionar a los amantes.

Yamil se desvaneció.

Al día siguiente sepultaron a Nazra y a Farid. Yamil contrató una cuadrilla de hombres y les hizo demoler la casa y los árboles. Cuando todo fue arrasado, de modo que hasta el lugar donde estaban los canteros era irreconocible, emprendió a pie la peregrinación hacia La Meca.


(Mundo Argentino, 10 de junio de 1942)

Historia del señor Jefries y Nassin el Egipcio

No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.

Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada "La momia", que una noche vimos y comentamos con varios amigos.

Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de "La momia" podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.

Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.

Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.

La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.

Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja.

Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos.

Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones.

Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché "sentí" que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.

Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio.

Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.

Era aquella una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos entre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:

—¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente.

Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio.

No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina "acción hipnótica". No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además.

No me quedaba duda:

Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.

Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio.

A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillantes y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales.

Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar.

Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice: me señalaba una bola de vidrio.

La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto:

"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita."

Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.

¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí?

Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está; ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.

"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita." ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio?

Tendría la prueba muy pronto.

Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo el domingo cristiano.

Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil parte de la muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una masas y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en mi oído:

"Aquí."

Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio.

Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:

—¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su noche, un muerto dentro de su ataúd?

Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido.

Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.

Era muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente el egipcio abrió las hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.

El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su cuña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires.

Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.

No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que "casualmente" yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.

No me quedó ninguna duda:

El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché mano al bolsillo, extraje la pistola, coloque su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.

Sin esperar más salí. Nadie se cruzó en mi camino.

Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro:

"Cerrada porque Nassin el egipcio está de viaje".

Hussein el Cojo y Axuxa la Hermosa

Flotaba en la sala de Abluciones una luz oscura y fresca. Allí se detuvo Hussein el Cojo. Junto a la fuente que bajo las constelaciones del artesonado desgranaba una orquídea de espuma.

Abstraído, miró un instante el copo que rebotaba en lo alto de la vara de agua; luego, con el ceño endurecido por un pensamiento cruel, levantó los ojos.

Sobre el lobulado arco de cedro de la entrada principal, veíase una panoplia de terciopelo, y en el terciopelo, bordado en oro, dos versículos del Corán:


Sin embargo, la hora está próxima,
vuelvo a decir que está próxima.
Otra vez vuelvo a decir que se te acerca,
que está próxima.


Tales palabras, por contener un presagio amenazante, intrigaban a los visitantes de Hussein. Cuando alguien insinuaba su curiosidad, el joven comerciante sonreía, pero sus ojos llameaban y cambiaba de conversación, porque él no era nativo de Dimisch esh Sham, sino que hacía varios años había abandonado el Magrebh.

No quedaba duda. Aquellos versículos estaban destinados a fortificar un propósito secreto, y todas las mañanas, Hussein, antes de salir de su finca para dirigirse al bazar, entraba a la sala y los leía.

Cumplido esa mañana el ritual, el joven se alejó por el jardín y entró al sendero que bajo los nogales conducía a la ciudad.

Era día de mercado.

Hasta lo azul del horizonte la tierra de los caminos estaba removida por el ganado. Pastores kurdos, embozados en sus mantos negros, empujaban los rebaños hacia la ciudad. También pasaban los beduinos de pies desnudos, encaramados en raídos camellos y blancos grupos de mujeres con el rostro cubierto. Iban a llorar al cementerio de Macabaret Bab es Saris, porque era martes.

Sin embargo, Hussein, mirándose pensativo la punta amarilla de sus babuchas, no reparaba en el tumulto, acrecentado a medida que se acercaba a las murallas de la ciudad. Cojeando, seguía tras de dos campesinas. Las mujeres, embozadas, cargaban a las espaldas esteras de carbón. Pero Hussein no las veía ni tampoco miraba al costado de las palmeras las ruedas de esclavas que le guiñaban los ojos y le ofrecían quesos o ramos de rosas.

El joven mercader estaba preocupado. Tenía la impresión que una mano misteriosa había lustrado el oro de los versículos en la sala de las abluciones, y que la advertencia que intrigaba a sus visitantes estaba próxima a cumplirse. Repitió:

—Sí, la hora debe estar próxima.

Justamente terminaba de pronunciar estas palabras bajo el arco rojo de la puerta de Bab el Amara, cuando una de las campesinas cargadas de carbón, que marchaba delante de él, se desplomé sobre las piedras, quedando como muerta.

Un camello que avanzaba a su encuentro se despatarró espantado. Trataba de meterse bajo los toldos verdes que protegían del sol a los puestos de los cambistas. Por fin, su conductor lo sosegó a crueles bastonazos, y Hussein pudo acercarse. También los granujas que se soleaban en la puerta de Bab el Amara acudieron como moscas a la miel.

La muchacha, caída de pecho al sol, con sus pantalones listados de franjas anaranjadas, el chaleco abotonado hasta la garganta y ajorcas de corales en las manos, era una campesina de El Ghuta.

Tendría trece años. Su madre, de rodillas en las piedras, con las piernas envueltas en pieles de cabra, le levantaba la cabeza aliviándola de la carga de carbón, liada con espadañas a la espalda. Los traficantes, en redor, graznaban como pájaros.

Evidentemente, las dos mujeres venían a comerciar al Suk el Tawil y la muchacha había caído agotada por la fatiga.

La madre terminó de quitarle la carga de carbón y el paño que le velaba el rostro. Los vendedores de miel, los encantadores de serpientes, los cambistas y limosneros negros de la Puerta descubrieron que la criatura desvanecida, a pesar de estar cubierta de tierra hasta el caracol de las orejas, era hermosa. Debía ser hija de árabe por la pureza de su perfil, la separación de los arcos de las cejas y la boca pequeña. El cabello, de tan renegrido, parecía de azul acero.

Que era hermosa lo comprendió el mercader desde el primer momento.

Semejante a un diamandista aquilatando una piedra preciosa, Hussein fijaba el brillo rutilante de sus ojos en la muchacha, al tiempo que se tomaba entre los largos dedos el mentón, la boca y las mejillas.

En tanto, la campesina rociaba el rostro de su hija con agua. Por fin, la muchacha abrió los párpados y miró en redor con despavoridos ojos verdes. Su pudor se reveló en el gesto de querer cubrirse el rostro.

Hussein no demoró más su determinación.

Apartando a los traficantes e indígenas, se acercó a la madre arrodillada en las guijas y la saludó ritualmente:

—Salam Alekum.

La campesina estaba tan aturdida por su desgracia, que no atinó a responderle.

El árabe no se inmutó. Arrojó una moneda de plata en el regazo de la mujer, y dijo:

—Soy Hussein, el Cojo, mercader en platos de cobre. Ven a verme al bazar con tu hija después del mercado. Me encontrarás en el Nahkasin.

La mujer del valle miró estupefacta al árabe y tomó la moneda. Hussein se iba, pero ella, atrapando la orla de la chilaba del mercader, la besó devotamente. Finalmente asintió, moviendo las alas de su campanudo sombrero de esterilla.

Hussein se fue cojeando como una garza herida. Cruzó la ojiva de Bab el Amara, durante un minuto se distinguió su turbante entre las cabezas de serpientes de los camellos y por encima de las grises orejas de los asnos, que se arremolinaban en una neblina de oro.

La campesina, olvidada de su hija, se quedó mirando la moneda de plata, la mordió, y ya segura de su legitimidad, la ocultó en la alforja de su pecho. Luego, dirigiéndose a su hija, que sentada en la piedra recibía el sol en la cara con los ojos cerrados, le dijo:

—Tienes que ir a la Meca, Axuxa. Alá ha mirado hacia ti.

Sin esperar más, tomó de una mano a la muchacha, la ayudó a levantarse y, sin cuidarse del carbón derramado en el suelo, echaron a caminar hacia el alminar de la mezquita.

No esperarían a que terminara el mercado para ir en busca de Hussein el Cojo.

Salem, el eunuco que Hussein había heredado de su tío, estaba detenido de pie ante Axuxa, la muchacha, cruzada de piernas sobre una esterilla, con un punzón, trazaba dificultosamente letras árabes en una tabla cubierta de greda. Salem, como todos los eunucos, era inmenso, ventrudo. En su cara de luna se respingaba una nariz pequeña e insolente. A intervalos, olía un pomo. Axuxa, en cuclillas sobre la estera, apretaba los labios, esforzándose por dibujar los caracteres. Sin embargo, comprendió que el eunuco, harto de silencio, quería hablar y levantó sus ojos verdes hasta él. Salem, enfático, comenzó:

—Tu señor es la gloria de la tierra. Nunca terminarás de reverenciarle suficientemente. Cuando te recogió estabas arrojada en el camino como el asno de una tahona. El te enseñó a comer con cuchillo t tenedor, a bañarte, a camina, a danzar. Te ha convertido en una rosa de talones dorados. Cuando tus hermanos de leche te ven, creen estar en presencia de una hurí. Te ha elevado tanto sobre la gente de tu tribu como el faraón lo elevó a José. Y a propósito, dime quién era el faraón y quién era José.

Axuxa, atónita, se quedó mirando al eunuco. Ya no recordaba quién era el faraón y quién era José.

—¿No me comrendes?— El eunuco tomó de la mesa de mármol el Corán, y comenzó a leer: —“En el nombre de Dios, Clemente y Misericordioso. A. L. R. Ved los signos del libro manifiesto…”

Cojeando entro en la sala, Hussein. Axuxa se enderezó de un salto, corrió al encuentro del mercader y postrándose ante él le besó la orla de la chilaba. Hussein la tomó por los hombros, estrechó a la criatura contra su pecho y miró la tabla que le alcanzó el eunuco. Pero Axuxa, antes de que el mercader examinara su obra, dijo:

—Señor, no pretenderás que una muchacha de El Ghuta, que siempre cargó carbón, tenga la letra de un abdul.

Salem intervino:

—Sí, pero no sabías quién era José ni el faraón.

Prestamente replicó Axuxa:

—¿Sabes tú, acaso, cómo se embruja un mono?

El eunuco salió del paso:

—Es diferente.

Pero Axuxa no cedía tan fácilmente:

—¿Por qué me dijiste entonces que era una rosa de talones dorados?

Axuxa, lo que Salem quiso decirte es que eras como una rosa que no sabe quién es el faraón ni José.

Luego, Hussein le hizo una seña al eunuco y éste salió, enfático, con su Corán bajo el brazo.

Axuxa, estrechada contra el pecho de Hussein, le miró, dilatados los grandes ojos en devoción firmísima:

—Mi señor. Mi faraón.

Hussein le pasó la mano sobre el hombro, y caminando lentamente, entraron a la sala de las abluciones. En el mediodía, la luz oscura y fresca que flotaba allí aparecía ligeramente dorada en los rincones.

Hussein se dejó caer en un cojín, y abstraído miró un instante el copo de espuma que rebotaba en lo alto de la vara de agua, bajo las constelaciones que decoraban el artesonado. Axuxa, instintivamente, se sentó frente a él. Aquella pausa anticipaba algo. Hussein dijo lentamente:

Axuxa, tendremos que separarnos.

La muchacha de El Ghuta permaneció inmóvil como una estatua, pero un velo de mortal palidez bajó desde sus sienes a las mejillas. Sin parpadear, continuó mirando fijamente al mercader, y Hussein pudo ver que en su frente aparecían gotas de sudor.

Prosiguió:

—Tengo que ir muy lejos a cobrar una deuda de sangre. Es a un hombre que me ha hecho mucho daño.

La vida volvió al cuerpo de Axuxa. Replicó impetuosa

—¿Quieres que vaya y le clave un puñal?

Hussein sonrió con dulzura:

—Es un impío de lengua blanca y corazón negro.

Calló un instante, levantando los ojos hacia la panoplia de terciopelo negro, cuyos versículos bordados en oro brillaban sobre el lobudo arco de cedro de la entrada principal, y reveló la secreta llaga que le roía como un cáncer:

—Yo no nací cojo, Axuxa. Hasta los ocho años, mis piernas eran rectas como los colmillos de un elefante. Con mis padres vivía a la entrada de la escalera de Kobba de Sidi ver—Raisuli. Babá Azis era platero del palacio. Mis padres, deseosos de convertirme en un hombre de provecho, me pusieron de aprendiz en la tienda de este hombre.

—Señor: ¿aun vive?

—Sí, pero escucha. Un día que Babá fundía ajorcas de plata, yo, involuntariamente, empujé su brazo, y el metal se derramó fuera del molde, en los ladrillos del suelo. El platero, que era un hombre de genio colérico, en castigo de mi imprudencia me hizo apalear la plante de los pies con tal crueldad que, durante un mes no pude apoyarlos en el suelo. Cuando finalmente quise caminar, una pierna mía estaba encogida para siempre.

Los ojos de la muchacha de El Ghuta llameaban de furor,

—Mis padres no podían tomar justicia contra el platero, que gozaba del favor del sultán. Para hacerme olvidar de mi desgracia, me enviaron aquí, a lo de mi tío Abul. Yo le fui tan de provecho que éste, antes de morir, me instituyó en heredero de todos sus bienes. Y ésta es la hora en que, por gracia de Alá, puedo ir a su tienda de Suk El—Dajel para cobrarme el daño que me infirió en el cuerpo.

Axuxa murmuró:

—¡Oh, mi señor, si pudiera ayudarte!

Sombríamente prosiguió Hussein:

—Sidi Mahomet ha dicho: “Un día sus lenguas, sus manos y sus pies testimoniarán contra ellos. Alá dará a los versos el premio de sus méritos. Nadie es más exacto que él en sus cuentas”.

La mirada de Axuxa estaba preñada de luz fría. Su naricilla palpitaba ávidamente:

—¿Quieres que vaya a su tienda y le clave mi puñal en su garganta? ¡Sería tan fácil…!

Hussein, sin responderle, continuó desenroscando su pensamiento:

—Si Alá es tan exacto en sus cuentas, ¿cómo yo, que soy un simple mercader, puedo ser inexacto?

Axuxa, descorazonada, replicó:

—Entonces ¿no puedo ayudarte?

—Sí, Axuxa, puedes ayudarme. Lo que quería saber de ti es si el Clemente, el Misericordioso había dejado en tu corazón un grano de gratitud por los beneficios que te dispensé.

La muchacha de El Ghuta se puso de pie en un salto, mientras Hussein continuaba:

—Vendrás conmigo a Tánger y conocerás a mi enemigo.

Babá Aziz, el platero, había renunciado a la vestimenta indígena. En Tánger se le podía ver a través del escaparate de su platería, en el Zoco Chico, frente mismo a las ventanas del Club Español, embutido en un traje de paño inglés. Como distintivo, únicamente en la cabeza conservaba el fez rojo con una borla velluda.

Era un hombre vigoroso y seco, que no alcanzaba los cuarenta años. Ya no fundía plata: traficaba en piedras y alhajas. A pesar de su traje europeo, mantenía un harén, y todos los viernes concurría a la misma mezquita que el Jalifa, disfrazado con una fina chilaba y un airoso turbante.

Este era el hombre que había dejado cojo al niño Hussein.

De modo que aquella tarde, cuando Axuxa, revestida de un fino manto blanco que le llegaba a los talones, y un velo cayendo desde la mitad de su nariz hasta la barbilla, entró en la joyería de Babá acompañada del eunuco, que iba disfrazado de matrona, los ojos de Babá Azis relumbraron de codicia.

Axuxa, seguida de su matrona, se acercó al mostrador y habló en árabe:

Me han infoemado que eres un comerciante probo…

Babá Azisd la interrogó rápidamente:

—Sí, de Fez, pero he vivido mucho tiempo en la vecindad del Nafud.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Mi marido me ha repudiado.

—Que Alá ciegue mis ojos, pero tu marido es el hombre más torpe del Islam.

Axuxa sonrió:

—Tengo algunas joyas. Deseo que las tases para poder mercarlas con provecho.

—¿Dónde vives tú? Nunca te he visto antes de hoy.

—He puesto mi casa en Ez Zuaguin, junto al bazar de los sederos.

Probablemente Babá Azis se hubiera rehusado a visitar a la desconocida, pero al escuchar la dirección de Axuxa, que era a doscientos metros de su tienda, aceptó.

—¿Junto al bazar de los sederos?

—Frente a la fontana.

—¿No es la casa del judío Ben—Anzar?

—Tú lo has dicho.

—Iré esta noche después de cerrar mi tienda. Espero ahora a unos turistas.

Axuxa no sonrió. Babá Azis vio que la muchacha, bajo el velo, apretaba los labios y entornaba los ojos, y un arrebato creció en él:

—Tendrás que remunerarme por la tasación de tus alhajas.

—¿Cuál es tu precio?

—Una taza de té.

—Te prepararé el té con mis propias manos. ¿Lo prefieres verde o al modo de los cristianos?

Cortésmente, Babá Azis repuso:

—Prepáralo al modo de Nafud.

Babá Azis y Axuxa, simultáneamente, se llevaron la mano al corazón, a los labios y a la frente, y la muchacha de El Ghuta salió escoltada por su matrona.

Caía la tarde, y el rectángulo del zoco se obscurecía y cruzaban los jumentos entre las mesillas de los cafés y comenzaban a relumbrar las ascuas en el fondo de las cuevas de los freidores de pescado.

Babá Azis, con la sien apoyada en la mano, pensaba en la jovencita de Nafud. ¿Y si se casara con ella? Una mujer más en su haren no gravaría excesivamente sus intereses. Por supuesto, ella no debía vivir holgadamente desde el momento que pensaba enajenar sus alhajas. Babá Azis se roía la uña del dedo gordo y miraba las joyas del escaparate. ¿Y si fuera una ladrona? Sonrió con ferocidad. No era inadmisible que le invitara a meterse en la casa del judío Ben—Anzar para obligarle a firmar una orden de entrega de sus tesoros a algún desconocido portador. Llamó a su dependiente Assan, y éste, narigudo, corcovado, salió de la perrera donde montaba piedras para su amo.

—Escúchame, Assan, y abre tus grandes orejas. ¿Me escuchas? –Assan asintió con la cabeza. –Si mañana recibes una carta mía, escrita por mi mano, ordenándote que entregues joyas o piedras al portador, sea éste un hombre o una mujer, ¡lo harás arrestar por un gendarme!

Assan miró asustado a su amo.

—No temas nada. Procede como te ordeno y haz que vengan en mi busca, porque el que traiga esa carta me habrá hecho secuestrar.

Los labios de Assan temblaban, y eso que no era la primera vez que recibía semejante orden de Babá, porque el mercader cada vez que tenía que visitar a un desconocido tomaba las mismas precauciones.

Assan volvió a meterse en su perrera, y Babá se restregó las manos satisfecho. Ahora podía ir tranquilo a casa de la desconocida. Como recomendó el Profeta, él había amarrado juiciosamente el camello a la estaca.

Anochecía. Entró a su dormitorio, y en obsequio a la desconocida comenzó a despojarse de su ropa europea para vestir la chilaba. Assan, después de poner los tableros en el escaparate, ayudó a su amo a arrollarse el turbante en redor de la cabeza.

A las nueve de la noche estaba frente a la casa del judío Ben—Anzar. Tumultos de indígenas y forasteros se encaminaban hacia el Zoco Grande; un tantán pesado como el tronar de un cañón, llegaba desde lejos, probablemente acompañaba a una novia en su marcha hacia la mezquita, y temblándole el corazón levantó el albadón de la baja y maciza puerta. El eunuco, disfrazado de matrona, abrió; Babá Azis entró a un patiecillo obscuro; súbitamente tuvo la sensación de una celada; quiso retroceder, pero una red de pescador cayó sobre su cabeza; intentó gritar, pero Salem le tapó la boca, y atrapado como un inmenso pez, se sintió llevado en brazos al interior de un cuarto. Axuxa, iluminándose con un farol morisco, cerró las puertas, y Babá, aterrorizado, a través de las mallas de la red, pudo ver a la luz del farol a un hombre inmóvil, de pie, apoyado de espaldas contra el muro encalado. El hombre del muro estaba cubierto hasta los ojos, pero su mirada fría era tan pesada y terca que Babá Azis sintió la emoción de un ahogo.

Hussein, sin apartarse una pulgada del muro encalado, y apoyando un brazo en el hombro de Axuxa, dijo:

—Babá Azis, estás aquí en el suelo, pescado como un pez. Eres un hombre cruel e impío. Como los malditos coreichitas, tu lengua dice siempre lo contrario de lo que siente tu corazón. Por el día vistes como los perros cristianos, por la noche como los ecuánimes creyentes, pero tú has olvidado que el Profeta ha escrito: “Un día sus lenguas, sus manos y sus pies testimoniarán contra ellos. Nadie es más exacto que yo en sus cuentas”.

Babá Azis, atemorizado, escuchaba sin comprender. ¿Qué infernal jeringoza era aquélla? Por fin, reaccionó, y levantando lastimosamente la cabeza del suelo, habló a través de los agujeros de su red.

—Estoy dispuesto a comprarte mi libertad. Déjame una mano libre y te escribiré la orden para mi dependiente.

Hussein continuó:

—Hay un proverbio que dice: “Pagarás la cabeza con la cabeza, el ojo con el ojo, el diente con el diente”. Babá Azis, tú tienes una deuda con el que todo lo ve y lo sabe.

Babá Azis comenzó a irritarse:

—¿Qué es lo que hablas tú, que no me muestras tu rostro ni tus intenciones? ¿Qué pretendes? ¿Mis piedras? ¿Mi oro? ¿Mi plata?... ¡Dime qué debo pagar, y te escribiré la orden!

Hussein el cojo sonrió con dulzura:

—¿Le ofrecerás, el día del juicio final, al ángel de la Muerte, tus joyas, tu oro o tu plata? No… ¿Por qué me la ofreces a mí? –Y, dirigiéndose a Salem, le dijo: —Trae el hacha y el tajo.

Babá Azis no resistió más; un sudor mortal mojó su cuerpo, y las paredes de la habitación, obscura y vacía, giraron en sus ojos. Luego entró en la noche.

Salem apareció con un hacha y un tajo de roble. Axuxa cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de Hussein, que la resguardó con su chilaba. Salem, enorme como una ballena, se inclinó sobre el platero desvanecido, sacó de la red un pie de éste, lo colocó sobre el tajo, a la altura del tobillo, levantó el hacha y la dejó caer… Babá Azis lanzó un grito terrible y volvió a desmayarse. El pie, separado de su pierna, fue a rodar hasta las babuchas de Hussein. Inmediatamente el eunuco aplicó un emplasto de hierbas sobre el sangrante muñón del mercader, envolvió el miembro mutilado en una faja de algodón, cogió el pie caído en el polvo, lo echó a una alforja, y los tres salieron.

Al día siguiente desde el Tánger a Rabbat, desde Ceuta a Melilla, los hombres, en los caminos, en las tiendas, en los zocos, en los bazares; las mujeres en los cementerios y en los harenes, todos se preguntaban:

—¿Quién se llevó el pie de Babá?

Mas si Babá Azis, que sobrevivió al cruel castigo, un mes después hubiera podido llegar hasta Dimisch esh Sham y entrar a la finca de Hussein el cojo, hubiera descubierto que en el dormitorio del mercader, sobre la cabecera de su lecho, había una panoplia de terciopelo negro. En la panoplia, más encogido que la garra de una fiera, estaba clavado el pie.

Hussein y Axuxa vivieron muchos años felices, y Alá les bendijo, concediéndoles numerosa prole.

Jabulgot el Farsante

Estaba en mi biblioteca, reuniendo los documentos del que después se llamaría “El caso de las siete margaritas del escribano”, cuando a la puerta del jardín se detuvo Ernestina Brauning. Por los largos timbrazos comprendí la premura de la muchacha. Encendí la lámpara suspendida sobre un cantero. Ernestina no se había quitado aún el sombrero.

Posiblemente volvía de la cercana localidad de Alsdorf. Pensé: “Debe de sucederle algo a su tío.”

Si me hubiese fijado mejor, en su mano izquierda hubiera descubierto una pistola, pero mis ojos clavados en los suyos descuidaron el detalle.

—Creo que han asesinado a mi tío —dijo—. He llamado varias veces a la puerta de su dormitorio. Está cerrado por dentro y no contestan.

—¿Estuvo usted afuera?

—Sí; en Alsdorf.

Quedé complacido por mi deducción. Ernestina prosiguió:

—Llegué con el último tren. Al entrar en casa me sorprendió encontrar la mesa puesta. Tío había estado cenando con mi primo Jabulgot, me dijo el jardinero.

Conversando del caso llegamos a la casa del prestamista. La crueldad de míster Brauning se había hecho famosa en los contornos. Se dedicaba ostensiblemente a la usura. Ocupaba una casa de muros negruzcos semioculta entre el follaje de una arboleda de cedros y castaños. Cuando llegamos a la alameda nos salió al encuentro Juan, el jardinero. Era un hombre de pequeña estatura, sumamente recio, y viejo servidor del prestamista.

—El ingeniero Jabulgot estuvo cenando aquí con el señor.

Ernestina lo interrumpió malhumorada:

—Ya le he dicho que Jabulgot no es ingeniero. Él es tan farsante, que se hace dar el título porque estudió dos o tres años un curso de electricidad por correspondencia.

Después de este incidente, nos dirigimos al dormitorio. Ernestina, con su pesada pistola, estaba ligeramente ridicula.

Llamamos. Nadie nos contestó. Como la puerta carecía de cerradura con llave exterior, era imposible espiar lo que ocurría en el interior. La puerta hacía algún tiempo había sido groseramente reparada; el lugar que ocupaba la cerradura estaba reforzado por una sólida plancha de madera en la cual se había fijado un cerrojo y una cerradura que funcionaban manejados desde adentro. Para entrar era forzoso violentar los tableros inferiores. El jardinero trajo una barreta, introdujimos la uña de acero entre el marco y las tablas de una hoja y, finalmente, desencajándolos, pudimos entrar arrastrándonos. Tendido en medio del piso, sin haber tenido tiempo de desvestirse, pero sin revelar en todo su físico el más mínimo signo de violencia, se encontraba el viejo usurero. Un hilo de sangre se había coagulado en la comisura de sus labios. En el cuarto flotaba un intenso olor de almendras amargas.

Ernestina se arrodilló junto a su tío. Yo me incliné sobre él, apoyándole la mano en el pecho. Estaba muerto.

El olor de almendras amargas, la falta absoluta de todo signo de lucha, la puerta cerrada por dentro, no dejaban lugar a dudas: el viejo se había suicidado.

En mi carácter de comisario de la localidad inspeccioné el cuarto. No se descubrió el menor signo de desorden. Sobre la mesa de noche, en un vaso de cerveza se había depositado un fondo blanco, cristalino y metálico: era el veneno.

Después de tratar de consolar a la muchacha me retiré. Era evidente que el anciano se había dado muerte por su propia mano.

Buscando un rastro inexistente

Tres días después recibí la visita de Ernestina Brauning. Me aseguró que venía a entrevistarme porque “no podía admitir de manera alguna que su tío se hubiera suicidado. El hecho es psicológicamente imposible”, agregaba. Lo más probable es que Ernesto Jabulgot, su primo, que había cenado esa noche con su tío, lo hubiera envenenado. Luego condujo el cadáver al dormitorio. —Y el muerto se levantó para correr el cerrojo —repliqué yo burlonamente, y para tranquilizar a la muchacha, y en parte mi conciencia, me trasladé nuevamente a la habitación donde habíamos encontrado el cadáver.

Mientras Ernestina me miraba perpleja, yo desarrollé mi tesis.

—Aquí no hay chimeneas ni ventanas que permitan la entrada de un intruso. La única ventana que había en el dormitorio, míster Brauning la hizo tapiar después que un vecino, a quien embargó, le descargó una noche la escopeta a través de los vidrios. Fíjese, miss Ernestina, que el tragaluz está colocado de tal manera, que hace imposible que alguien desde afuera pueda correr el pestillo con una caña. Hay una novela de Wallace en la cual se presenta un caso como el que usted me plantea. En esa puerta el pestillo interior ha sido corrido con unos hilos de seda que el criminal hace pasar por el agujero de la cerradura. Pero aquí en esta puerta no hay agujero de cerradura que permita pasar un hilo del espesor de un cabello.

Ernestina no se dio por vencida. Replicó:

—¿Y si los hilos pasaran por la unión de las dos puertas?

—Hagamos la prueba.

Enganchamos dos hilos de seda al pasador del pestillo, cerramos las puertas y tratamos de correr la barrita de hierro. La operación era imposible. Retenidos por los cantos de las hojas de la puerta, los hilos se rompían siempre. Era aquélla una operación embarazosa. Nadie se hubiera arriesgado a cometer un asesinato fiado en esa imposible treta.

—¿Y si el asesino hubiera traído a un mono domesticado?

—¿Por dónde salió el mono? Aquí no hay conducto de chimenea. Por el enrejado del tragaluz puede pasar únicamente un ratón.

Ernestina insistió casi histéricamente:

—¿Y si Jabulgot hubiera atado al pivote del pestillo un largo hilo de coser y hubiese hecho pasar el hilo por el tragaluz?

—Para alcanzar el tragaluz el autor tendría que haber utilizado una escalera. Convénzase, Ernestina. Su tío ha entrado, cerró la puerta, bebió el veneno, quizá quiso salir a pedir auxilio y cayó...

La muchacha se quedó mirándome pensativamente.

—Usted creerá que yo soy una histérica y que mi odio a Jabulgot llega al extremo de quererle hacer culpable de un crimen que no ha cometido; pero mi instinto de mujer me dice que aquí se ha cometido un delito. Dígame: ¿usted no cree en la prueba psicológica?

—Admitamos que tiene el valor de indicio. Pero, ¿y las otras pruebas?

—¡Las otras pruebas! —murmuró ella pensativa. Y de pronto ocurrió algo mínimo y extraordinario. Un suceso que demuestra que el crimen perfecto es poco menos que imposible. Y que la casualidad es la gran directora de casi todas las investigaciones. Ernestina, señalándome el cerrojo, dijo:

—¡Vea!

Era una aguja que ella había traído ensartada en el ovillo de hilo con el cual efectuamos la inútil prueba. La aguja estaba adherida al cerrojo y colgaba de él.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

Ernestina era estudiante de química.

Gravemente se aproximó al cerrojo, separó la aguja del pasador y la acercó a la cerradura, que estaba diez centímetros más abajo. La aguja cayó al suelo.

—¿Ha observado usted? —prosiguió ella.

—Sí; pero no entiendo qué es lo que usted quiere demostrar.

—El experimento demuestra que el cerrojo está imantado.

Si la aguja estuviera cargada de magnetismo, cosa que suele ocurrir, hubiera quedado adherida a la cerradura.

Yo aproximé mi cortaplumas abierto al cerrojo. Quedó suspendido como de un imán.

Ernestina prosiguió:

—Esto evidencia que el cerrojo es de acero o de hierro abundante en carbono, lo cual, bajo la acción de un electroimán, le permite conservar lo que en física se denomina “magnetismo remanente”. —Y no bien Ernestina pronunció estas palabras, se dio una palmada en la frente, salió de la habitación, y de pronto oí que me llamaba:

—¡Vea! —me señalaba un toma de corriente a poca distancia del marco de la puerta—. Este enchufe hace poco tiempo que ha sido colocado.

Ciertamente. El color del cable era diferente al del resto de la instalación.

—¿Sabe qué deduzco? El autor del crimen ha cerrado la puerta exteriormente haciendo correr el pasador del cerrojo con el electroimán.

—¿Puede atravesar el fluido magnético una tabla de una pulgada de espesor?

—Y varias pulgadas de espesor también. Basta calcular el flujo magnético necesario, ya que éste disminuye en razón inversa del cuadrado de las distancias. Es un cálculo fácil.

Me quedé mirando asombrado a la muchacha. Teóricamente, la deducción y la prueba eran perfectas. Ello explicaba la ligera lubricación que se observaba en las guías del cerrojo.

Fácilmente, desde afuera, con el auxilio del electroimán, podía abrirse la puerta, siempre que no estuviera cerrada con llave. Eso explicaba que en la noche del crimen las hojas estuvieran aseguradas por el pasador y no con la cerradura. Sin embargo, descubrí una objeción:

—Un electroimán para este uso debe tener dimensiones extraordinarias.

La muchacha tomó un papel, anotó algunas cifras y durante diez minutos estuvo haciendo cálculos; luego me respondió:

—Puede guardarse perfectamente en el bolsillo trasero del pantalón.

—¿De modo que usted deduciría que el autor es Jabulgot?

—Sí. Él habría obrado así: durante la cena envenenó al tío, luego llevó el cadáver al dormitorio, cerró la puerta, hizo correr el pasador con el electroimán y se marchó, seguro de que nadie podría suponer que aquello no fuera un suicidio. Por otra parte, él ha tenido tremendas dificultades económicas en estos últimos tiempos. Además, ha estudiado electricidad lo suficiente como para poder calcular y fabricar un electroimán. Merece que se ocupe el comisario.

Yo me quedé mirando el atractivo rostro de la inteligente muchacha, estreché su mano y me marché. Evidentemente, había que meter las narices en la casa de Jabulgot.

El autor del crimen

Estaba en mi oficina redactando la orden de allanamiento de la casa del primo de Ernestina, cuando un escribiente me entregó esta tarjeta: “Ernesto Jabulgot. Ingeniero.”

Juro que si esperaba a alguien, no era al farsante. Pero di orden que lo hicieran entrar. Cabe aquí describir a este hombre que tenía la manía de usar un título de profesional sin serlo.

A pesar de sus cuarenta años, Jabulgot producía una impresión de extraordinaria juventud. La permanente expresión de jovialidad de su rostro y una narizota de razonables dimensiones le prestaban cierta apariencia de alegre pájaro marino. Como nos conocíamos de anteriores interrogatorios, se sentó a mi lado, me miró durante un minuto con la fijeza de un prestidigitador que va a sacar un elefante de su galera, y luego dijo con clara voz infantil, que él con coquetería trataba de aniñar aún más:

—Tengo el enorme pesar de informarle que mi prima Ernestina es la autora del asesinato de mi tío.

Permanecí inmóvil para no espantar la caza. Él prosiguió:

—Yo nunca creí que mi tío fuera capaz de suicidarse. Antes hubiera muerto a media humanidad que poner en peligro un solo pelo de su cabeza. Por lo tanto, lo han asesinado. Y alguien que estaba muy cerca de él. Juan, el jardinero, no podía ser porque es un imbécil. Por lo tanto, yo o mi prima somos los asesinos. No siendo yo, es ella. Yo deduje que la cosa había sucedido así: Ernestina, sabiendo que yo tenía que cenar el miércoles con mi tío, fingió ir a la ciudad, pero permaneció oculta en su cuarto. Cuando yo me despedí, ella apareció. Fingiría tener sed, bebió cerveza y le ofreció al tío un vaso con bebida envenenada. Transportó el cadáver al cuarto y cerró el pestillo, valiéndose de la ayuda de un poderoso electroimán...

Aquí me indigné:

—¡Todo el mundo sabe lo del electroimán, menos yo! ¿Cómo diablos lo averiguó usted?

—Verá usted. Yo sospechaba de Ernestina, que me odia atrozmente. Ayer por la tarde ella me visitó con el pretexto de conversar acerca de la herencia. En un momento dado me pidió la guía del teléfono. Era un pretexto para quedarse sola. Después que Ernestina se retiró, revisé los muebles de la habitación, y en el fondo del último cajón de mi escritorio encontré este electroimán cubierto con un montón de papeles viejos. —El farsante sacó de su bolsillo un electroimán no más grande que unos gemelos de teatro y me lo entregó.— Entonces me dirigí a Alsdorf y averigüé en las tres casas de artículos eléctricos quién había comprado últimamente una cantidad de hilo de cobre como para bobinar el aparato. La casa Crisler me informó que un caballero, cuyas señas coincidían con las del novio de Ernestina, había comprado hacía un mes quinientos gramos de cable. Vine entonces a buscarle a usted esta tarde, pero me informaron que mi prima había salido con usted, y comprendí que no tenía que perder tiempo. ¿Qué le parece mi investigación, señor comisario?

Y el farsante se restregaba las manos como si estuviera cerca de una estufa y afuera nevara, cuando en realidad la temperatura era deliciosamente cálida.

Cuatro horas después, Ernestina confesaba el crimen. El móvil: la herencia y el odio a su primo. Y yo, contemplando el atractivo rostro de la muchacha, no podía admitir que ella, tan joven, tan inteligente y tan sagaz, fuera la fría asesina que durante dos meses premeditó el crimen. Pero lo era.


(Mundo Argentino, 17 de enero de 1940)

Juicio del cadí prudente

Aún dos años después de la sublevación del emir Habibullah Ghazi habitaba en la ciudad de Kabul, frente a la muralla que balaustra la curva del río, un mercader de sedas y tapices llamado Maruf.

Cuando Maruf volvía la cabeza hacia el norte, distinguía las tres torres doradas de la fortaleza de Bala-Hizar. Cuando Maruf volvía la cabeza a su frente, veía la llanura extendida al pie de los montes y detenida por la cordillera de Kux, levantada en el fondo del horizonte como una alta muralla de nubes, pero Maruf gustaba mirar hacia el sur, en dirección a la calle que sirve de entrada al Charsun, donde el especiero Beder prosperaba con su comercio. Atendía la tienda un jovencito llamado Faisal, de notoria inteligencia y extraordinaria belleza.

El niño, sensible a la admiración y a los regalos que le ofrecía Maruf, deseoso de tenerlo por dependiente, terminó por quejarse a sus padres de la dureza con que le trataba Beder el especiero.

Cuánto más preferiría servirlo al sedero, cuya tienda visitaban extranjeros distinguidos, y no el almacén del barbudo Beder, cuyo patio era el parador de caravaneros chinos. Éstos, con grandes sombreros peludos y piernas envueltas en pieles de carnero, se detenían allí acompañados de pequeños asnos, sin que él recibiera ningún beneficio de tal promiscuidad.

Para el sedero Maruf fue un hermoso día aquel en que pudo mostrar a sus amistades al jovencito Faisal, adornado de una floreada casaca azul y de un turbante indostano cuyos flecos amarillos le caían sobre los hombros. Corría diligente, mostrando chinelas doradas debajo de los bombachos celestes, y ofrecía cortésmente té a las visitas.

—Desde hoy no te llamarás Faisal, sino Alegría de mi barba —le dijo Maruf al dependiente, mientras le enseñaba a diferenciar las tramas de los diferentes tapices. Pero Beder el especiero, que a pesar de su rústica apariencia apreciaba extraordinariamente la inteligencia de Faisal, echó un puñado de monedas de plata en su bolsa y bajó hasta la llanura, apersonándose a los padres del jovencito. Después de reprocharles la ingratitud con que correspondían a los beneficios que dejara llover sobre ellos, martilló:

—Maruf tendrá al niño todo el día sentado en su tienda, enmoheciéndose ante viejos tapices, y Faisal crecerá sin aprender a distinguir un puñado de añil de otro de asafétida, ni un labriego usbeky de un pastor tayman.

Estas razones, sumadas al bolso de monedas que dejó caer en el delantal de cuero del padre de Faisal, determinaron a éste a retirar al niño de la tienda de Maruf y a devolverlo a la factoría de Beder. Pero de aquí en adelante, Beder ya no azotó al jovencito.

Nuevamente Maruf quedó solo frente a sus pintados rollos de seda, teniendo por toda diversión de los ojos las tres torres doradas de la fortaleza de Bala—Hizar y la multitud de creyentes que a la hora de la oración iban al río a realizar sus abluciones.

El jovencito Faisal, de tarde en tarde, hacía una escapada hasta la tienda, y le decía:

—Te juro por el Profeta que preferiría ser tu dependiente. Pero mis padres, cohechados por el malvado Beder, no me lo permiten.

Maruf sentaba al jovencito a su lado, le agasajaba, y luego decía:

—Hijo mío, quédate en la paz de Alá, que todo se compondrá con su voluntad.

Pero los días que recibía la visita de Faisal, Maruf se mesaba la barba, pensativo, y miraba más fijamente que nunca la llanura extendida al pie de los montes y detenida por la cordillera de Kux, levantada al fondo del horizonte como una muralla de nubes.

Cierto viernes a la tarde, Maruf, recorriendo uno de los patios del Charsun, contra todas sus costumbres, se detuvo frente a la tienda de un mercader chino, que no hacía fiesta porque era budista. El sedero paseó la mirada abstraída por las lacas y los bronces.

Se exhibían allí cerámicas extraordinarias, alfanjes de mangos de nácar incrustados de oro, espingardas de cañones nielados en plata y azul, puñales de tres filos con empuñaduras tachonadas de gemas. Maruf no se sentía con fuerzas de matar a nadie y, sin saber por qué, bajó los ojos púdicamente frente a esas armas homicidas. Finalmente, se interesó por saber qué utilidad cumplía una espiral verde como jade.

—Es un perfume para ahuyentar a los mosquitos —replicó el chino—. Lo enciendes antes de irte a dormir, y la espiral arde toda la noche, vigilando la alegría de tu sueño como un gato a un pescado.

Preocupado, examinó Maruf las espirales, le entregó al budista varias monedas de cobre y se llevó la caja. Marchaba por los patios del gran bazar, tan pensativo como había venido.

Después de la última oración, ya de vuelta de la mezquita, Maruf entró a su dormitorio, tomó una espiral, la colocó en su soporte de bronce y, depositándola sobre una mesita de laca roja, se sentó en cuclillas. Con un yesquero encendió la cola de la serpiente verde. Un hilo de humo subió hasta el artesonado, y Maruf, acomodado en un cojín, observó la hora en la clepsidra.

Cada sesenta minutos, el sedero marcaba con un lápiz, en otra espiral, el espacio adelantado por la brasa. Al cabo de siete horas la espiral se había convertido en segmentos de ceniza, pero en la otra estaban marcados los intervalos que separaban la chispa de fuego a cada hora.

Dos tardes después, mientras Maruf con ojos vacíos miraba a los creyentes que hacían sus abluciones en el río, se dio una palmada en la frente: “¿Y si las espirales ardieran con velocidad distinta?”

Esa noche, en cuclillas frente a la mesita de laca roja, la clepsidra ante los ojos y la espiral ardiendo, Maruf siguió otra vez el lento avance de la chispa. Poco antes del amanecer subió alegremente a la terraza. La luna encendía de plata los grandes socavones de la cordillera de Kux, aproximándola; los alminares de las mezquitas se recortaban en lo azul. El sedero exclamó en voz alta:

—Sólo Alá es grande. Sólo Alá es poderoso.

Bajó al dormitorio, levantó la manta que cubría las pieles tendidas en el esterillado, y se durmió.

Al día siguiente, Maruf cosió un tubo de seda. Valiéndose de una baqueta de espingarda, rellenó el tubo de pólvora negra, derritió cera de abeja en baño maría y soldó la espiral verde a la mecha. Evidentemente, cuando la espiral terminara de arder y la chispa llegara al tubo de seda, éste se inflamaría con grandes llamaradas. Colocó su obra en una caja de cartón agujereada y se dejó caer sobre su cojín. La vasta cordillera de Kux estaba allí, tan alta en el fondo de la llanura como un telón de nubes. Hacia la puerta de Lahori se levantaba la polvareda de una caravana, luego pasó una hilera de camellos guiados por astrosos hombres de Gorazan. Estaban descalzos y sus turbantes se deshilachaban. Tenían los ojos cercados de antimonio para defenderse de la refracción del desierto, y cargaban carabinas de largo cañón. Maruf hizo sus oraciones con acendrado fervor.

A la mañana siguiente, el jovencito Faisal se presentó a su tienda.

—Beder me ha enviado a un recado.

Luego, como de costumbre, preparó dos vasos de té: uno para sí y otro para el mercader. El sedero cerró las puertas del comercio, y antes que Faisal partiera trajo la caja de cartón, y minuciosamente le explicó su funcionamiento:

—Encenderás al amanecer la punta de la espiral, cubrirás la caja con su tapa horadada y luego la ocultarás entre los fardos de té... o... entre las dos barricas de pólvora que tú me has dicho que Beder ha recibido...

—Sí...

—Mañana es viernes, y Beder saldrá a cazar. Cuando regreséis de la llanura, todos sus bienes se habrán convertido en cenizas. Entonces podrás trabajar en mi tienda sin temor de que él coheche a tus padres.

Así habló Maruf, luego el jovencito salió. De regreso a la factoría del especiero, se dirigió al patio donde las caravanas desmontaban sus bestias, corrió al encuentro de su amo, y dijo:

—¡Ah, señor! ¿Dónde encontrarás un servidor más fiel que yo?

Beder, cubierto de un gorro de pelo, conversaba con un chalán de Babilonia. Se volvió al jovencito y le respondió:

—No me perturbes. Tengo un importante asunto que tratar.

Faisal replicó:

—No; no te dejaré tranquilo. Mira qué hermosa serpiente me regaló el sedero Maruf para envenenar tus días y tus noches.

Dicho esto, descubrió la caja en cuyo fondo estaba la máquina incendiaria.

—¿Qué es esto, hijo de Alí?

Faisal, sin alterarse, se explicó:

—Cuando pasaba por la tienda de Maruf, éste le había llamado y ofrecido un puñado de monedas de oro si dejaba abandonada entre las barricas de pólvora la caja de cartón.

Una caravana de gente de Rum, cubierta de sombreros peludos, las piernas envueltas en pieles de oveja y los fardos amarrados a la espalda, entró al patio. El primer pensamiento de Beder fue coger una carabina, presentarse en la tienda del sedero y volarle la cabeza con un puñado de plomo; luego pensó que la justicia del sultán devoraría sus bienes, que él se quedaría más pobre que el pobre Yhea, y excusándose con el chalán, resolvió acudir al juez de su mahala. Antes de salir, llamó al esclavo que pesaba aceite y le ordenó que no perdiera de vista a la gente de Rum, porque eran ladrones terribles.

Acompañado del jovencito se dirigió al Charsun. En una casa de ladrillo cuya puerta custodiaba un soldado de casaca ceñida a la cintura y acampanada sobre las caderas, Beder se detuvo. El soldado llevó la mano al alfanje, Beder explicó el motivo que lo llevaba, y entonces le permitieron entrar a un patio. Debajo de las arcadas se veía un recuadro de habitaciones sin puerta. En cada habitación había una esterilla, y sobre la esterilla, sentado en cuclillas, el juez. Tocados de turbantes, escribían con punzones, en pizarras enyesadas, la sentencia que dictaban.

Beder se inclinó profundamente ante el cadí de su distrito, y le dijo:

—Acudo a ti, ¡oh justo magistrado!, para levantar querella contra mi vecino Maruf, que ha pretendido destruir mis bienes por el fuego, valiéndose de la inocente mano de este inocente jovencito.

Faisal bajó, ruborizado, los ojos ante la escrutadora mirada del juez. A continuación Beder expuso la trama del sedero, y entregó al juez la máquina infernal. El cadí, llamado Salech, se atusaba lentamente los dos cuernos de barba que le ornamentaban el pecho. ¡Caso difícil! Él tenía una deuda de gratitud con Maruf. Durante la sublevación del emir Habibullah Ghazi, su hermano se había ocultado en el comercio de Maruf, y pudo salvar la vida. Llamó al alguacil afgano que le servía, y le dijo:

—Ve inmediatamente a la tienda de Maruf, frente a la balaustrada del río, y traelo. Vosotros esperad allí.

Respetuosamente, Beder y Faisal se sentaron en cuclillas en un rincón del cuarto.

Maruf permanecía recostado en un cojín a la puerta de su tienda, chupando la boquilla de su narguile y mirando fijamente la vasta cordillera de Kux, cuando apareció el alguacil.

—El cadí quiere hablar contigo. Sígueme.

Maruf se levantó, cerró el candado de su tienda y echó a caminar por las techadas callejuelas hacia el Charsun. En el tribunal, cuando descubrió a Beder en compañía de Faisal, su corazón dio un vuelco. Estaba perdido. Sin embargo, al descubrir al magistrado que debía juzgarlo, se sintió menos aterrorizado.

Faisal, Beder y Maruf avanzaron ante el cadí. El juez levantó la caja de cartón y la mostró al sedero.

—¿Es cierto que tú le regalaste esta caja a este niño?

—Sí, ecuánime cadí —repuso Maruf.

—¿Qué fin te proponías con este obsequio?

—¿El niño no te lo ha dicho?

—Tú estás aquí para responder, no para preguntar —repuso el cadí.

—Justo —comentó Beder...

—Tú, cállate...

Maruf se excusó:

—¡Oh, juez Salech!, perdona mi ignorancia de la conducta a observar en un juzgado. Yo le dije al niño, antes de regalarle la caja inflamable: ¿Quieres ver chamuscadas las barbas de tu amo? Llévale esta espiral, y dile que es para ahuyentar mosquitos, y que la ponga junto a la misma cabecera de su lecho.

Faisal y Beder quisieron replicar; pero el alguacil les impuso silencio. El cadí intervino:

—¿No pensaste ni por un momento que ponías en peligro de incendio los bienes de tu vecino?

—No, justo juez; porque es muy poca la pólvora que hay en esa mecha.

Salech se volvió bruscamente al jovencito:

—¿Cómo es que tú fuiste a la tienda de este hombre si el recado al cual te había enviado tu amo quedaba en el lado opuesto?

Faisal no supo qué responder. Maruf intervino:

—Este niño trabajaba antes conmigo.

—No; conmigo —replicó Beder—. Tú le agasajaste hasta que él persuadió a sus padres que lo enviaran a tu tienda.

—Y cuando él trabajó en mi tienda, tú visitaste a sus padres y los convenciste para que le permitieran ir a la tuya.

El juez se atusó nuevamente los cuernos de la barba. Debajo de su frente corrían ríos de pensamientos. Nuevamente recordó la sublevación del emir Habibullah Ghazi, su hermano salvado en la tienda del sedero, y entonces, tomando la caja inflamable, la rasgó con sus finas manos y dijo:

—No puedo hacer justicia con un solo testigo. “¡Maldito sea el juez inicuo!”, ha dicho el Profeta.

Los tres hombres se inclinaron profundamente, llevándose la mano al pecho.

El cadí prosiguió:

—Por lo tanto, sentencio que tú, Maruf, y que tú, Beder, seáis buenos vecinos de aquí en adelante. —Se dirigió a Faisal:— ¿Qué edad tienes, niño?

—Quince años, justo juez.

—En cuanto a ti, Faisal, el hecho de que estos dos virtuosos mercaderes se disputen tus servicios me hace pensar que tus méritos deben ser extraordinarios. Por lo tanto, dispongo que de ahora en adelante entres como criado en mi casa.

—Se atusó la barba, y agregó:— Espero que me dejarás tan satisfecho como a ellos...

Una sonrisa imperceptible cruzó el semblante del prudente jovencito, y contestó:

—¡Oh, ecuánime magistrado, así trataré de hacerlo!


(El hogar, 22 de mayo de 1942)

La aventura de Baba en Dimisch Esh Sham

¿Es de noche o es de día?… ¿Es de noche o es de día?..

Dificulto que en todo el Magrehb pudiera encontrarse un desarrapado más hilachoso que éste. Tieso junto al pilar de ladrillo de la puerta de Bab el Estha vociferó nuevamente:

—¿Es de noche o es de día?… ¿Es de noche o es de día?…

La luz verdosa del farolón de bronce amarrado por una cadena a la clave del arco proyectaba del mendigo una desmesurada sombra, movediza en el triangular empedrado del zoco, sembrado de rosas podridas y cáscaras de melones. Había sido día de mercado.

Un árabe descalzo, que montado en un asnillo pasaba por allí se detuvo frente al hablador:

—Por Alá, hermano, ¿cómo puedes preguntar si es de noche o es de día?

Pero el desarrapado, cuya chilaba negra parecía haberse arrastrado por todos los muladares del Islam, continuó a voz en cuello:

—Respondedme, ecuánimes creyentes: ¿llueve o no llueve, llueve o no llueve?…

Y sin esperar a que nadie le contestara, comenzó a batir con la yema de los dedos y los nudillos alternativamente, el fondo de un tambor que en forma de florero soportaba bajo el sobaco.

Varios campesinos que se hartaban de pescado y cuzcuz en el puesto de un egipcio rodearon encurioseados al mendigo. Ya cerca de él, repararon que era un "jefe de conversación". Sus ojos blancos de cataratas, semejantes a huevos de serpiente, revelaban al ciego. Baba, que tal se llamaba el desarrapado, volvió a batir durante unos instantes el fondo de su tambor y prosiguió:

—En nombre del Clemente, del Misericordioso, escuchad la palabra del Corán a través de los labios de un ciego: "Nada hay tan loable como elevar la voz para convencer a los hombres y exclamar: "Yo soy un buen musulmán". Os habla un árabe morigerado que jamás bebió vino ni mordió carne de puerco.

Insensiblemente acudían los curiosos a escuchar al "jefe de conversación". Eran artesanos de los contornos, negros batidores de cobre con las manos quemadas de azufre, tahoneros manchados de harina, tintoreros con los brazos teñidos de azul y amarillo. También se veían vendedores de agua, con bombachas hasta las rodillas y el odre de cuero, enjuto, a un costado; curtidores, esterilleros, tejedores de chilabas. Algunos con los ojos abiertos continuaban comiendo su pescado o royendo un hueso de carnero, y el aceite se les corría hasta el mentón.

Miraban al ciego con la admiración que suscitan los poetas, y el ciego, sin verlos, comprendía el bulto de sus presencias, por los hedores distintos que emanaban sus cuerpos mal lavados.

Baba tableteó nuevamente con los dedos y los nudillos en el fondo del tambor:

—Escuchad al Ciego prudente… Tú, comerciante, que tienes los oídos tapados con cera, quítate la cera de los oídos. Abandona tu mostrador. No te muestres reacio como camello estúpido. Acércate a Baba el Ciego. Baba beneficiará tu entendimiento con una historia hermosa. Campesino del Borch, acércate a Baba. Baba te consolará mejor que tus podridas legumbres. (Risas entre los artesanos.)

Escuchadlo a Baba, el enemigo de los perros judíos y de los perros cristianos… Escuchad al Ciego morigerado, hermanos. Detente, quesera… Ven aquí, carbonero. Poned el trasero sobre las piedras. No os pesará. Mi narración es más sabrosa que la pata de camello hervida en leche agria. Mercader timorato de tus monedas, escucha al Ciego… Cuando esta noche entres al harén, tu cuarta esposa te dirá: "­Oh, mi señor, cuéntame lo que has oído en el mercado!" Y tú, ¿con qué la divertirás si no conoces mi historia?… Quitaos la cera de los oídos, ecuánimes creyentes. No escupáis sobre la cabeza de vuestros vecinos. Que comienzo… que comienzo… que comienzo…

Había anochecido en Dimisch esh Sham. La ciudadela amurallada y blanca parecía aplanarse a los pies del abultado monte. En su cresta, a mucha altura sobre el nivel de la arena, se arqueaba la desolación de las palmeras: Más próximos, recortando la acuidad verdosa del firmamento, se erguían los paralelepípedos de porcelana de los alminares de las mezquitas y las cúpulas de cobre en media naranja de los palacios señoriales. En los alminares, revestidos de mosaicos reproduciendo verticales tableros de ajedrez, la luna fijaba vértices de plata. Más allá, infinito, amarillento, oscureciéndose hacia el confín, se extendía el desierto.

Y el horizonte, a pesar de la luna y de las estrellas, parecía una muralla de betún, separando la tierra de los hombres de la tierra de los djinns y de los targuis.

Marbruk ben Hassan, a quien Baba el Ciego conocía bajo el nombre de "el hombre de la limosna" estaba ahora en la terraza de su casa. Bajo el entoldado circular, anaranjado, de cuyas aristas colgaban lámparas de colores, se le podía ver recostada sobre unos cojines desparramados en el alfombrado que cubría los ladrillos del suelo. A pesar de su barba renegrida y de la frente abultada en una vertical rayadura de arrugas, se comprendía que era joven. Fumaba despaciosamente una larga pipa turca de cazoleta de arcilla y boquilla de ámbar, mientras que frente a él, de pie, revestido de una pobre chilaba, trajinaba un vendedor de alfombras, de ancha barba de verdugo y nariz más corva que un alfanje. El vendedor de alfombras inclinándose sobre su mercadería, la arrollaba lentamente, mientras le decía a Marbruk ben Hassan:

—Las ametralladoras llegarán desarmadas en el interior de los ejes de los carros que conduce Ahcmet. —Luego exclamó en voz alta: —Señor, piénsalo bien, esta alfombra es tan rica en diseños de oro que no encontrarás otra semejante ni en el mejor bazar de Estambul. —Bajó la voz: —Todos los meses una caravana de carros se detendrá en el corral de Hussein. Cambiarás los juegos de ruedas.

—En voz alta: —¿No te interesan las tiendas de pelo de camello? Dejan pasar el aire, pero detienen el frío y el calor. —Bajó la voz: —Secuestra la moneda de plata que puedas y haz circular papel.

Mete la plata en los ejes de los carros… Marbruk ben Hassan se incorporó en los cojines y, sin mirar al vendedor de alfombras, golpeó el gong… Apareció Aischa, su esclava.

—Aischa —dijo "el hómbre de la limosna"—, no hagas entrar más a mi casa traficantes callejeros sin cerciorarte antes de que comercian con noble mercadería. Las alfombras de este hombre podrían adornar la carnicería de un armenio, no mi casa.

Acompañado por Aischa, el vendedor de alfombras se retiró humillado.

Marbruk ben Hassan se sumergió en sus proyectos. Pertenecía a una de las sociedades secretas que reactivan el movimiento nacionalista musulmán. En el Magrehb, él conspiraba contra el sultán de Fez y el mandatario de Francia. En el pozo seco de su finca de Msella del Pachá, en Fez, podían encontrarse cincuenta mil cartuchos de fusil. Estaba a cubierto de sospechas. Su hermana era una de las cuatro esposas del Sultán; su hermano, un fiel servidor de los franceses; su padre, el primer cadí o juez de la ciudad.

Además Marbruk ben Hassan, en su momento oportuno, había asesinado, por intereses de Estado a Ismail, el líder de los jóvenes nacionalistas de la Universidad de Fez. Se le conceptuaba un renegado, y este juicio favorecía sus verdaderas actividades. En realidad, era uno de los miembros más enérgicos y peligrosos del comité secreto panislámico.

"El hombre de la limosna", como lo llamaba Baba el Ciego, miró la luna que ahora se ocultaba tras el alminar de la mezquita de Ez Zinaniye y se atusó la barba. Tenía que entrevistarse esa noche con Mahomet Bey, un bandido inexorable. Mahomet Bey en las ciudades levantinas vestía como el más pulcro europeo. Mahomet Bey era un asesino profesional de armenios cristianos. Sus crímenes resultaban numerosos y feroces. El menor de ellos consistía en introducir ancianos armenios, por la cabeza, dentro de los hornos de las tahonas de las aldeas donde sus bandas maniobraban.

—Estallan como granadas —decía, sonriendo, Mahomet Bey.

Aischa entró bruscamente a la terraza:

—Señor, un anciano extranjero pregunta por ti.

—¿Arabe o europeo?

—Arabe.

—¿No te ha dicho su nombre?

El anciano que preguntaba por él ya avanzaba a su encuentro, en la terraza. La barba le llegaba hasta el estómago, y una capucha de su capa escarlata encuadraba un fino rostro arrugado, ligeramente achocolatado, de líneas muertas y mirada joven, falsa y cruel. Era su padre, el cadí de Fez.

Marbruk ben Hassan corrió al encuentro de él, tomó humildemente la mano del anciano y la mantuvo apretada contra sus labios durante unos instantes. Aischa se retiró.

—¿Tú aquí, padre?

El anciano avanzó dignamente por la terraza, se sentó en cuclillas sobre una alfombra y Marbruk ben Hassan permaneció de pie sin atreverse a sentarse. Tampoco, por respeto tomó la palabra. Su padre miró en derredor con escrutadora mirada.

Finalmente, dijo:

—Puedes hablar.

"El hombre de la limosna" reparó que su padre no le invitó a sentarse, y aunque estaba en su propia casa, continuó de pie, y dijo:

—¿Cómo se encuentra nuestro señor el Sultán? ¿Y mi noble madre? ¿Y mi hermano? ¿Y mi hermana?

El cadí, con voz cansada dio noticias:

—Tu madre estuvo enferma, pero bebió leche hirviendo en la cual había bañado una hoja del Corán, y su salud se restableció. Tu hermano ha sido designado por nuestro señor el Sultán con una misión secreta en El Cairo; tu hermana ha dado a luz un hermoso niño. Y tú ¿cómo estás de salud?

—Bien padre. Pero, ¿me permites preguntarte cómo te ha atrevido a afrontar las fatigas de tan largo viaje. ¿Por qué no te dignaste avisarme de tan alto honor? ¿O es que sucede algo?

El cadí miró fríamente a su hijo; luego, recalcando palabra por palabra, dijo:

—Sí. Prepárate a rezar "la oración del miedo". Vengo a matarte…

Marbruk ben Hassan levantó despacio los ojos del dibujo de la alfombra verde.

—¿Has dicho que vienes a matarme?..

—Sí. A menos que prefieras darte muerte con tus propias manos.

—¿Por qué me dices eso, padre?

El cadí, a pesar de su edad, de un salto se puso de pie. Su diestra se apoyaba ahora en el labrado mango de oro de un puñal que le cruzaba la cintura. Una luz sombría como las que destellan las gemas del salitre centelleaba en el fondo de sus pupilas. Sin embargo, su voz era suave, Dijo, bajando el tono:

Perro! Traicionas a nuestro señor el Sultán. Traficas armas para sublevar las tribus. Ocultas dos carros de cartuchos en el fondo del pozo seco de tu finca de Msella. Secuestras monedas de plata. La clemencia de Alá ha impedido que la cólera de nuestro señor el Sultán cayera sobre mi cabeza y la de nuestra familia. ¿Con ese fin asesinaste a Ismail? ¿Para engañarnos a todos? Ililla tiene en sus manos todas las pruebas de tu traición. ­Por Alá que tengo que esforzarme para no clavarte el puñal en la garganta! ­Eres más falso que una ramera!

"El hombre de la limosna" callaba. Bajo la muselina de su turbante la frente se cubría de gotitas de sudor.

El cadí continuó:

—Una buena acción nunca se pierde. Cuando yo era joven tuve un acto de consecuencias con Ililla. Ililla lo recordó. Hace un mes vino a mi casa, me mostró las pruebas de tus crímenes, y me dijo, bondadosamente: "Toma varios hombres de mi escolta, vete a Dimisch esh Sham y mata a ese imprudente. Nuestro señor el Sultán jamás sabrá de la traición de tu hijo. Alá le bendiga a él y a su familia".

Marbruk ben Hassan exclamó, mientras pensaba en otras cosas:

—Alá se apiade de mí.

El cadí apaciguado de haber exteriorizado su furor, continuó:

—Es inútil que intentes eludir la sentencia. Tu casa y los jardines están rodeados por mis hombres. Escoge: ¿Te matas o mando yo que te maten?

"El hombre de la limosna" reflexionaba rápidamente.

—Padre: únicamente el Destino señala el camino de los hombres, y los hombres lo siguen humildemente. Yo he tomado mi camino, pero no quiero que mi familia cargue con la vergüenza de mi secreto. Es preferible que me dé muerte con mis propias manos. Solo quiero pedirte una gracia. Autorízame a repartir mis escasos bienes entre algunos creyentes, que no me olvidarán jamás en sus oraciones.

—¿Quiénes son?

—Aischa, mi esclava, el Baba el Ciego. Baba el Ciego acostumbra a dormir en el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye. ¿Me permites mandarle a llamar con mi esclava?

El cadí pensó: "Evidentemente, el Ciego sería portador de algún mensaje que permitiría establecer quién era el vendedor de armas que las conducía a Fez. Haría detener al ciego a la salida de la casa de su hijo". Respondió:

—Llama a tu esclava.

"El hombre de la limosna" golpeó el gong, y Aischa apareció.

—Aischa, ve a la puerta de la mezquita de Ez Zinaniye y trae a Baba el Ciego.

Salió Aischa, y el anciano cadí insistió:

—¿Quieres rezar conmigo "la oración del miedo"?

Marbruk ben Hassan compungió el rostro y dijo, finalmente:

—Perdóname, padre. No soy digno de estar a la sombra de tu cuerpo. Pero ahora creo que la paz de Alá estará en mí. Que jamás mi madre, ni mi hermana, ni mi hermano sepan del benévolo castigo que has tenido a bien suministrarme. Dale también las gracias al piadoso Ililla. Te ruego ahora, padre, que me dejes solo.

Por un instante la sombra de una emoción pareció temblar a través del semblante del anciano. Señaló con su mano amarillenta el cielo estrellado y tan bajo como el techo de la tienda de un beduino, y dijo:

—Pronto nos encontraremos allá. La paz en ti…

Y, grave, después de vacilar un instante, le alargó la mano. "El hombre de la limosna" besó piadosamente la diestra de su padre, y el anciano salió…

Marbruk ben Hassan quedó solo. ¿Quién era el perro que le había traicionado? Muy tarde ya para imaginarlo. Tenía que intentar la fuga. Si alcanzaba a reunirse con Mahomet Bey se reiría de los asesinos mudos que traía su padre. Los haría acuchillar a todos… ¿Y si Mahomet Bey se negaba a mezclarse en la partida perdida? Podía refugiarse en el consulado alemán. Von Freser había varias veces intentado insinuársele. ¿Ofrecer su experiencia al servicio Secreto Alemán? El tiempo que restaba era precioso. Rápidamente se despojó de su túnica, de sus finos pantalones, de su chaqueta bordada de oro, de sus medias de seda blanca. Rápidamente bajó a la cocina; en el almirez de Aischa echó algunos ajos y los machacó, luego comenzó a friccionarse el cuerpo. No se podía estar a un paso de él, tan repugnante era el hedor que despedía. Luego se friccionó con carbón. Entró al cuarto de la esclava; allí había colores. Su oído percibió la puerta de calle que se abría y corrió al encuentro de Aischa.

Gracias a Alá, la esclava volvía trayendo por una mano al ciego. Sin embargo, la esclava casi gritó al verle: no lo había reconocido… Violentamente, Marbruk ben Hassan se llevó un dedo a los labios, se acercó al ciego, y apoyándole el puñal sobre el corazón le dijo:

—Como hables una palabra te mataré. —Y dirigiéndose a Aischa, ordenó: —Llévalo a la sala de abluciones.

—La casa debía pertenecer a un hombre muy rico —continuó narrando el ciego al círculo de oyentes que a la luz del farol escuchaban su relato—, porque en el interior flotaban perfumes y el suelo estaba cubierto de finas alfombras. Sin embargo, cuando el hombre que apoyó el puñal en mi pecho me dijo: "Si hablas una palabra, te mataré", le reconocí inmediatamente por la voz. Todos los días pasaba él junto a la puerta de la mezquita, y arrojándome una moneda en la mano, me decía: "La paz en ti".

"La esclava me tomó de un brazo y me condujo a la sala de abluciones. Sé oía allí el ruido del agua de una fuente. "El hombre de la limosna" le dijo a su esclava:

—Aischa, desnúdalo rápidamente…

"Yo estaba atemorizado. ¿Qué iría a ocurrirme? Pensaba que siempre había cumplido con mis deberes con el Profeta… "

—Abrevia —gritó una voz—. No nos cuentes la historia de tus deberes religiosos, sino lo que te ocurrió dentro de la casa.

El que interpelaba así al ciego era un tahonero impaciente por conocer el final de la aventura.

Prosiguió el "jefe de conversación":

—Entonces comenzaron a desnudarme, y me despojaron de mi hermosa chilaba negra, porque yo en aquellos tiempos tenía una muy fina chilaba negra que me había…

—Maldito hablador. Deja en paz tu chilaba. Cuéntanos lo que te pasó en el interior de la casa.

Pacientemente continuó el ciego:

—Los vuestros son paladares de asnos, no de gacelas. Bueno. Me despojaron de mi hermosa chilaba negra y de mi turbante, ­ay, mi turbante!… Un turbante que, arrollado en torno de mi cabeza, me daba el aspecto de un gran visir. La esclava que me desnudaba le decía de tanto en tanto al "hombre de la limosna": "¿Qué pasa, mi señor; qué pasa?" Pero "el hombre de la limosna" terminó por contestarle:

—Ten más alto el espejo…

"Luego "el hombre de la limosna" dijo:

"—¿Me parezco a él?

"—Sí… , ponte más sangre en los párpados.

"Yo escuchaba que dos personas se movían a mi lado, pero como Alá me ha quitado el don de la vista, solo puedo suponer que "el hombre de la limosna" se estaba pintando para tener mi aspecto."

—¿Qué hacías tú en tanto? —preguntó un fundidor de metales.

—Sentado en cuclillas en una estera, rezaba mis oraciones. Aunque estaba desnudo, no sentía frío, porque era verano. Finalmente, "el hombre de la limosna" le dijo a Aischa:

"—Dale una moneda de oro a ese hombre.

"Y la esclava puso una moneda de oro entre mis manos. Luego "el hombre de la limosna" dijo:

—Tómame de una mano, Aischa.

"Y oí el ruido de unas pisadas, luego mi propia voz, porque el desconocido imitaba muy bien mi propia voz, oí mi propia voz que decía desde muy lejos:

—Bendecida sea la clemencia de Alá y la caridad del señor de esta casa. Que sus esposas le den abundantes hijos. Que sus sementeras sean tan fecundas que los graneros le resulten pequeños. Que sus hijos sean nobles, valientes y generosos como es valiente, noble y generoso su poderosísimo padre…

"Luego ya no oí más la voz del ahombre de la limosna" y quedé desnudo en medio de la sala de un palacio desconocido, con una moneda de oro en a mano. Y aunque la moneda de oro estaba muy apretada en mi mano, el miedo también estaba muy apretado en mi corazón, y comencé a orar para que el Profeta iluminara la noche de mi ceguera y me enviara alguna esclava piadosa que me hiciera salir de allí.

"No había rezado tres oraciones, cuando de pronto oí unos ruidos, luego una voz grave y desconocida que decía, encolerizada:

¡Perro!, ¿no habías prometido matarte? ¿Estos son tus juramentos?… Alí, prepara la soga. Ahora te ahorcaremos nosotros.

"Un gran frío entró en mi corazón. "El hombre de la limosna, a pesar de su disfraz, había sido atrapado. Pero yo, sentado en medio de la sala, no me atrevía a moverme. De pronto el mismo hombre que tenía la voz grave y encolerizada apoyó su mano rugosa sobre mi espalda desnuda, y me dijo:

"—Ciego, toma estas monedas, pero te juro sobre el Corán que como digas una sola palabra de lo que escuchaste aquí, te haré cortar la cabeza, aunque eres un ciego.

"Luego, un hombre que no hablaba, y que debía ser mudo, me vistió con mi hermosa chilaba y me devolvió mi turbante, y tomándome de una mano me condujo hasta el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye… Siempre en silencio, porque era un asesino mudo.

"Y al día siguiente, en el mercado, supe una noticia asombrosa:

"El hijo del cadí de Fez se había ahorcado voluntariamente porque su esclava Aischa le había abandonado. Y aunque muchos buscaron a la esclava, nadie pudo nunca más encontrarla."

La cadena del ancla

Cuando a fines del año 1935 visité Marruecos el tema general de las conversaciones giraba en torno a las actividades de los espías de las potencias extranjeras. Tánger se había convertido en una especie de cuartel general de los diversos Servicios Secretos. En Algeciras comenzaba ya esa atmósfera de turbia vigilancia y contravigilancia que se extiende por toda África costera al Mediterráneo.

Entre las verídicas historias y aventuras de espías que me fueron narradas, ésta que se titula "La cadena del ancla" es la que conceptúo la más terrible.

Estaba una noche sentado en la mesa de un café de ese patio de calle que se llama el Zoco Chico de Tanger, en compañía de un hombre uniformado con el modestísimo traje azul de agente de hotel. Este hombrecillo, de ojos repletos de malicia, miraba pasar los burros de los indígenas entre las mesas, al tiempo que me decía caritativamente:

—En África no hable nunca de política. Desconfíe siempre y de todo el mundo.

Por seguir su consejo, empecé a desconfiar de él.

Hacía el servicio de corredor de hotel entre dos importantes establecimientos de Algeciras y Tánger. Es decir un pie en España y otro en África. Su verdadero oficio era de policía. Lo que ignoro es a qué policía servía, si a la inglesa, a la francesa, a la española o a la italiana. Él era muy amigo de otro hombre que atendía el surtidor de nafta, estratégicamente ubicado a la salida del camino que conduce de Tánger a Tetuán.

El hombre del surtidor de nafta era un ciudadano de cara sonrosada, ojos celestes y sonrisa estúpida, que hablaba en francés, inglés y… árabe.

De este ciudadano modesto, que con el conocimiento de tres idiomas se consagraba al cuidado de un surtidor de nafta, me dijo un día Sergia Leucovich:

—Fíjese usted. Ese hombre en el sitio que trabaja controla la filiación de todo el pasaje que va de Tánger a Melilla a Ceuta o Tetuán.

El hombre del surtidor de nafta pertenecía al Intelligence Service.

Estaba, como comencé narrando, una noche bajo los focos voltaicos del Zoco Chico con el corredor de hoteles, que no se quitaba jamás su uniforme azul y gorra de inmensa visera de hule, cuando acertó a pasar, guiado por un lazarillo, un europeo gigantesco, andrajoso ciego tan melenudo como un indígena del Borch, la barba en collar y los pies calzados con unas pantuflas de piel de cabra. Extendió la mano y todos dejaron caer en su platillo algunas monedas. Cuando el mendigo se hubo alejado, el corredor de hoteles me dijo:

—Ha visto bien a ese hombre, ¿no?

—Demasiado.

—¿Y qué cree usted que es él ?

—¡Hombre, no lo sé!

—Pues ese ciego es un oficial de marina.

—¡Oficial de marina… y mendigando!

—¿Le interesaría conocer esa historia?

—Sí.

El corredor de hoteles se respaldó en la silla, le pidió un té verde al camarero y comenzó su relato:

—Para Leonesa, acusada del asesinato de un oficial de marina británico, hubiera sido preferible que jamás una coincidencia la librara de la horca, que la esperaba en Inglaterra. Ella había matado para salvarse; posiblemente lo que le interesaba a la policía británica no era castigar a la asesina de un súbdito de Su Majestad, pero el lntelligence Service también necesitaba interrogarla.

"En cierto modo, el responsable de todo lo que ocurrió fue el fotógrafo judío Ismael Abraham, agente confidencial del caudillo musulmán nacionalista Yama Mohamed, nieto del gran Raisuli.

"La cosa ocurrió así. "Ismael Abraham entró a la oficina de la policía marítima del puerto de Ceuta. Tenia que visar su pasaporte, pues esa noche se embarcaba para Málaga, donde diligenciaria diversos asuntos. Ismael entró al despacho de policía e hizo estos gestos:

"Echó la mano al bolsillo interior de su saco y extrajo una libreta negra. Dentro de la libreta negra estaba su pasaporte. Dejó la libreta negra sobre la mesa y le entregó el pasaporte al oficial.

Éste conocía al fotógrafo y conversaron de algunas bagatelas. El oficial selló el pasaporte de Abraham y el fotógrafo se echó al bolsillo el pasaporte y la libreta. Luego salió, echando a caminar por los muelles en dirección hacia la compañía de navegación.

"Sin embargo, a mitad del tránsito tuvo una sensación extraña. Su bolsillo estaba excesivamente abultado. Posiblemente había puesto la libreta entre los forros y no en el bolsillo, y estaba por caerse. Llevó la mano al bolsillo y experimentó una sorpresa extraordinaria. En su bolsillo había dos libretas en vez de una: la suya y otra, otra de canto rojizo.

"Inadvertidamente se había llevado una libreta que estaba sobre la mesa de la oficina marítima. Abrió la libreta y encontró varíos telegramas. Uno decía: "Vigílese escrupulosamente al ciudadano Italo Lonbesti. Usa armas". "Otro: "Deténgase a Leonesa Solesvi, acusada de asesinato de un oficial de la marina británica. Lleva en su poder una máquina para cifrar telegramas en clave"

"Lo de la máquina para cifrar telegramas en clave fue una sorpresa para el agente de Yama Mahomed, pues ignoraba la existencia de tales aparatos.

"Luego otro telegrama: "Leonesa Bolesvi se en cuentra en Tánger o Tetuán, pero se sabe que tiene que pasar a Ceuta. Vigílese la casa de Antón López y la de Efraín el Negro en la Cuestecilla del Monte".

"Cuando el fotógrafo Abraham terminó de leer estos telegramas, se había olvidado en absoluto de lo que conversara con el oficial del puesto. Bendijo a Jehová.

"La casualidad, la más extraordinaria de las casualidades le había puesto en coyuntura de servirlo a Yama Mahomed. El informe le valdría una buena bolsa de duros assanis, porque Leonesa estaba refugiada en la casa del nieto de Raisuli. Lo que posiblemente ignoraba la embajada inglesa era que Leonesa pensaba dirigirse a El Cairo.

"Era necesario ponerse en comunicación con Yama Mahomed, pero él no podía utilizar el telégrafo. El teléfono de su casa también debía estar bajo el control de la policía; el único recurso era escribir, pero recientemente, por un empleado indígena, había sabido que en el correo central había un puesto de policía donde se abrían las cartas de todos aquellos individuos conceptuados como sospechosos de espionaje, o actividades políticas. Las cartas eran fotografiadas y luego se remitían al destinatario.

"Cuando el fotógrafo llegó al puesto de donde salían los autobuses de Ceuta para Tánger, hacía cinco minutos que había partido el último coche. Caviló un instante, pero luego se resolvió y contrató un automóvil para volver a Tánger.

"A la una de la mañana, Abraham entraba al jardín de palmeras de Yama Mahomed. El nieto del Raisuli escuchó el relato del fotógrafo, y su mano izquierda, involuntariamente, comenzó a sobar su barba renegrida. El detalle de la máquina para cifrar telegramas en clave indicaba sobradamente que alguien que conocía muy de cerca a Leonesa la había delatado. Yama examinó el rostro del fotógrafo, y le dijo:

"—Espérame.

"Luego cruzó el jardín de palmeras con paso tardo. Estaba caviloso.

"Yama abandonó las pantuflas a la entrada de su dormitorio y entró descalzo. Tendida en unos cojines, fumando y leyendo el "Morning Post", estaba Leonesa. Yama se sentó a su lado, sobre una estera, y le dijo:

"—Te han delatado, Lee. —Y le alcanzó los telegramas.

"Leonesa se cruzó de piernas al modo oriental; vista al soslayo de la lámpara ofrecía el perfil de un ave de rapiña con la cabeza recubierta de un ondulado casco de cabello rojo. Luego murmuró:

"—Es curioso. El único que sabía que yo llevaba una máquina de cifrar telegramas era el subsecretario de Relaciones Exteriores. El y el ministro.

"—Pues, uno de los dos te ha delatado.

"—Debe ser el subsecretario.

"—Podría ser el ministro.

"—Es el subsecretario; pero escúchame, Yama. Tengo que pasar a El Cairo.

"—¡Irás a meterte en la misma boca del lobo!

"—¿Conoces alguien que pueda llevarme?

"—Por tierra es imposible. Te será fácil escapar a la policía inglesa, pero mejor irás por mar.

"—Si los ingleses me pillan, me ahorcan.

"Yama se restregó la barba y dijo:

"—Nunca debe matarse sino en caso de extrema necesidad. (Se refería al oficial asesinado por Leonesa.)

"—Precisamente, ése fue un caso de extrema necesidad.

"Yama encendió un cigarrillo, y con expresión soñolienta contempló las volutas. El único que podía servirle era René Vasonier. René Vasonier era primer oficial de "La Nuit", un paquete de diez mil toneladas que hacía el servicio de cabotaje entre Tánger y El Cairo. René no lo conocía al nieto del Raisuli, pero el caudillo árabe conocía las actividades del primer oficial. Éste contrabandeaba haschich y se dedicaba a la trata de blancas como agente de Giácomo Nigro en toda la costa mediterránea.

El capitán del buque no sospechaba estas actividades extrañas de su primer oficial. E1 contrabando de haschich o mujeres se efectuaba de esta manera:

"A medianoche, por el agujero de la cadena del ancla izquierda, se desprendía una escalerilla de cuerda y un hombre trepaba por la escalerilla, y en el escobén por donde salia la cadena del ancla arrojaba los paquetes de haschich. Las mujeres entraban por la borda y, semejantes a un torpedo, eran introducidas en el tubo por donde pasaba la cadena del ancla. El refugio era seguro; el capitán de "La Nuit", en el período de diez años que comandaba la nave, no había utilizado ni una sola vez el ancla izquierda de la nave. Ésta se había convertido en una superflua decoración del buque.

"Precisamente, "La Nuit" hacía dos días que había anclado en Tánger. Yama examinó a la espía y le dijo"

"—¿Te atreverías a viajar embutida en un tubo de acero?

"—¿Un tubo de acero?

"El nieto de Raisuli le explicó de lo que se trataba. Leonesa, atentísima, escuchaba.

"—¿Es seguro?

"—Todos los viajes el oficial lleva y trae. Unas veces es haschich y otras mujeres.

"—Perfectamente; háblalo a ese hombre.

"Y ésta es la razón por la cual al día siguiente René Vasonier acudió a la tienda del fotógrafo judío, se hizo fotografiar ostentosamente y luego escuchó una historia sobre Leonesa, de la cual no creyó una palabra. Pero el fotógrafo le entregó un paquete con cinco mil francos y dijo:

"—Yama Mahomed, el nieto de Raisuli, te recomienda esa mujer.

"René Vasonier comprendió que el destino de todos sus futuros negocios estaba entre las manos da aquel hombre, y entonces gravemente respondió:

"—Dile a tu señor Mahomed que toda la policía de Inglaterra no sería capaz de impedir que esa mujer entrara a El Cairo.

"El fotógrafo continuó:

"—Vendrás esta tarde a buscar las fotografías, y entonces te diré lo que hay que hacer.

"La noche de ese mismo día, faltaba poco para amanecer, un bote se deslizó junto a "La Nuit"; una escalerilla de cuerda se desprendió de un costado oscuro de la popa, y Leonesa, envuelta en un impermeable con capuchón, subió al buque. El primer oficial en persona la esperaba. Bajaron unas escalerillas, se deslizaron a lo largo de recalentados corredores de chapas de hierro, y después de atravesar una galería de la sentina llegaron al tubo de la cadena del ancla.

"—Será sumamente molesto —dijo el oficial—, pero es el único lugar del buque que jamás revisará la policía.

"Leonesa le escuchaba grave.

"—A medianoche le traeré siempre los alimentos. Entre al tubo, no de cabeza, sino por los pies. ¿Quiere que le deje haschich para olvidarse del tiempo?

"—No.

"—Entre. Mañana zarparemos a primera hora.

"La Nuit" debía salir de Tánger a las siete de la mañana, pero a las cinco, inopinadamente, se presentó la policía francesa. Les acompañaban dos oficiales de policía inglesa y un empleado de la embajada. El buque fue revisado escrupulosamente, pero a nadie se le ocurrió mirar en el tubo del ancla.

"Cuando Yama Mahomed escuchó el informe de la revisión del buque, sonrió satisfecho. Leonesa se había salvado. Sería extraordinariamente útil a la causa del nacionalismo árabe. En El Cairo podría reorganizar el servicio de espionaje del movimiento, que había sido quebrado por numerosas detenciones.

"Leonesa entraba y salía de su redondo escondite negro como un topo de las galerías subterráneas. Durante el día le estaba absolutamente prohibido salir del tubo de acero; por la noche se deslizaba fuera de él, el cuerpo marcado por los eslabones de la cadena del ancla, los huesos adoloridos.

"Más de una vez había estado tentada a pedirle haschich al oficial, pero pensaba que una noche René Vasonier se presentaría diciéndole: —Hemos llegado. Salga. —Y entonces ella respiraría el aire puro de la noche, abandonaría para siempre esa sepultura de acero en cuyas tinieblas redondeadas reposaba como un cadáver.

"Cuando estaba tendida en el interior del tubo de la cadena del ancla no podía revolverse casi. Estaba separada de los eslabones por una pequeña franja de lona. Dormía o meditaba extendiendo sus planes en el futuro, dentro de todas las probabilidades que le ofrecía su existencia de espía.

"René Vasonier se había insinuado una vez para hacerle más agradable el viaje durante la noche, pero Leonesa escuchó sus palabras amables con indiferencia. El hombre le resultaba desagradable. René Vasonier no se atrevió a insistir. Tras ella estaba, tiesa y amenazadora, la figura de Yama Mahomed, el nieto de Raisuli. Leonesa le pidió cirrillos, whisky, y él se los trajo. A partir del cuarto día de viaje, Leonesa comenzó a embriagarse sistemáticamente. Solo así era posible vivir dentro del tubo de acero, cuya glacial vibración se comunicaba a todo su cuerpo como el resuello de un monstruo que estuviera digiriéndola en su estómago de tinieblas.

"A veces se detenían en puertos, donde el buque permanecía inmóvil un día o dos, luego partían; cuando anclaron en Malta, un cuerpo de policía revisó nuevamente la nave. Esta vez eran ingleses; ella les oía hablar desde lejos; entre los bultos de la estiba; después se fueron, sobrevino el silencio, y por la noche partieron.

"René Vasonier estaba satisfecho. La nueva relación con Yama Mahomed abría amplias perspectivas para su tráfico ilegal. El capitán de "La Nuit" era un imbécil; no se enteraría jamás de sus actividades. Yama Mahomed podía suministrarle un trabajo abundante; los intereses secretos que corría de El Cairo a Tánger, bajo la forma de informes, paquetes extraños, armas contrabandeadas y personas en constante fuga, aparición y desaparición, le aseguraban con su intervención cómplice un destino magnífico y sorprendente.

"Transcurrían los días; únicamente cuando entraron a Port Said, el capitán de "La Nuit", Piontevil, reparó que la mar estaba excesivamente picada. Vasonier también observó que los buques junto al murallón de la ciudad se meneaban constantemente.

"Piontevil, desde el puente de mando, miró a su oficial y exclamó:

"—íQue bajen las dos anclas!

"René dejó de vigilar la maniobra para volverse espantado:

"—¿Las dos anclas? Siempre trabajamos con una, capitán.

"—Esto está muy picado.

"René sintió que un sudor frío le bañaba el cuerpo con su viscosidad repugnante. ¿Las dos anclas? No era posible. ¿Y la mujer que iba metida en el tubo de acero? La aventura se transformaba en una tragedia. Balbuceó:

"—Hace como diez años que no funciona esa ancla, capitán.

"Piontevil no le escuchaba, mirando el mediodía de Port Said y sus confines de espuma agitada.

"En tanto el primer oficial se decía que descubrir a la fugitiva era perder su carrera, someterse a un proceso por soborno. Callarse era condenar a la muerte a la mujer. Pero su carrera…

"—¡Y esas anclas! —gritó Piontevil.

"Ya no había tiempo de avisar a la mujer. El capitán de "La Nuit", sin esperar a que su oficial diera la orden, gritó por el portavoz:

"—¡Las dos anclas! —Y entonces René le hizo una señal a los hombres de los cabrestantes de vapor. Rechinaron las palancas, una columnita de humo se escapó de los cilindros oxidados, comenzó a girar un tambor, y de pronto un grito agudísimo cruzó los aires sobre la superficie del mar; todos se miraron al rostro sin poder especificar de dónde partía aquel grito; luego estalló otro más agudo y cargado de horror, las cadenas rechinaban en los escobenes y ya no volvió escucharse nada.

"Las anclas entraron en el agua agitada; de pronto, un pescador que rondaba la nave con su botecillo exclamó:

"—¡Una pierna sale por el escobén!..

"Todos los desocupados del puerto se precipitaron a mirar.

"Del ojo de acero, por donde se había deslizado la cadena, colgaba una pierna de mujer. Hilos de sangre se coagulaban en el acero del casco.

"Después de dos años de este suceso. René Vasonier no podía aún encontrar trabajo en ninguna compañía marítima.

"Un día en París se encontró con el fotógrafo Abraham, el mismo fotógrafo de Tánger. El fotógrafo no le preguntó ni una palabra por el destino de aquella desconocida que embarcara una noche en el puerto de Tánger. René pensó:

"—Se han olvidado.

"La muerte de Leonesa se borraba de su mente. Otro día volvió a encontrarse con un arquitecto italiano de Tánger. Le ofrecieron trabajo en las construcciones de cemento armado de la colonia italiana. Aceptó. Pasaban los meses; el drama había tenido menos repercusión de la que él supusiera. Una vez preguntó por Yama Mahomed y le dijeron que estaba lejos. La tragedia de Port Said era un mal negocio. Pero él se levantaría nuevamente. Una noche, dirigiéndose a Ceuta a poco de salir del Borch, su automóvil tropezó con un hombre tendido en la carretera. Se detuvo, abrió la portezuela; cuando puso el segundo pie en el suelo, un palo cayó sobre su cabeza; cuando despertó estaba amarrado de pies y manos; dos hombres cubiertos por el capuchón de la chilaba, con gruesas barbas hasta los pómulos, le miraban en silencio. Un tercero avivaba el fuego en un hornillo donde enrojecía lentamente una barra de hierro.

"Cuando la varilla alcanzó el rojo blanco, los dos hombres se precipitaron sobre él; con sus robustos dedos le abrieron los párpados, mientras el tercero aproximaba la punta de la barra de hierro al rojo blanco, primero a un ojo, después a otro.

"Se desmayó. Algunas horas después le encontraron unos turistas. Le desataron pero René Vasonier no pudo verles. Estaba ciego.

La doble trampa mortal

He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.

El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:

—Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.

Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:

—Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.

El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:

—¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?

—¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet «el Cojo», respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela… ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.

El teniente Ferrain movió la cabeza.

—Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.

El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:

—Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.

—¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?

—Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet «el Cojo» para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente, de ello?

—¿Intentará escaparse en Xauen?

El jefe del servicio se echó a reír.

—Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente. —El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta. —Aquí está Ceuta. —Su dedo regordete bajó hacia el Sur. —Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?…

—El plan es audaz.

El señor Demetriades replicó:

—¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.

El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.

—¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.

—¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?

Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?

—Nada. El avión se hará pedazos.

—Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.

El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.

El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.

El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: «Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador».

Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.

—¿Ha estado usted con el señor Demetriades?

—Sí.

—Supongo que estará enterado de todo.

—Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.

—Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.

—¿Sus documentos están en orden?

—Por completo… ¿Conoce usted Xauen?

—He estado dos veces.

—De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?

—¡Encantado!

—¿Cuándo salimos?

—Cuando usted diga.

—Me pondré el overol, entonces. —Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo—: Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?

Ferrain permaneció serio.

—Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme.

—Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra «E».

Ferrain la miró sorprendido:

—¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio?…

La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:

—¡Es curioso!

Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:

—Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe.

Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.

Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet «el Cojo»? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora…

Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo:

—¡Lista!

Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa.

—¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado…

Ferrain la miró desafiante:

—¿Contado qué?

—Nuestras dificultades.

Ferrain cortó en seco:

—Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio.

La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: «Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme», y acto seguido cambió de conversación y de tono:

—¿Cree usted que habrá elecciones en España?

Ferrain la soslayó:

—Posiblemente… Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?

Ferrain sonrió eficiente:

—El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato.

Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.

Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:

—Pero, ¿usted cree en ese chisme? —Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.

Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.

A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.

Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.

Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.

Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.

Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.

Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso.

La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.

Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.

La factoría de Farjalla Bill Alí

Los que me conocían, al enterarse de que iba a trabajar en el criadero de gorilas de Farjalla Bill Alí se encogieron compasivamente de hombros.

Yo ya no tenía dónde elegir. Me habían expulsado de los más importantes comercios de Stanley.

En unas partes me acusaban de ratero y en otras de beodo. Mi último amo al tropezar conmigo en la entrada del mercado, dijo, comentando irónicamente mi determinación:

"No enderezarás la cola de un galgo aunque la dejes veinte años metida en un cañón de fusil."

Yo me encogí de hombros frente al pesimismo que trascendía del proverbio árabe. ¿Qué podía hacer? En África uno se muere de hambre no solo en el desierto sino también en la más compacta y vocinglera de las selvas. Allí donde verdea el mango o ríe el chimpancé, casi siempre acecha la flecha venenosa.

En la factoría de Farjalla Bill trabajaba como tenedor de libros. El canalla de Farjalla no solo explotaba un provechoso criadero de gorilas, sino también una academia de elefantes jóvenes. Allí se les enseñaba a trabajar. El mercader vendía con excelente ganancia los elefantes domesticados y gorilas. Disponía de varias leguas de selva y de numerosos rebaños de esclavos. Como éstos eran sumamente torpes para dedicarlos a la educación del elefante, se les utilizaba en los trabajos penosos. Las negras, generalmente, en la factoría se dedicaban a nodrizas de los gorilas huérfanos, debido a que los monos adultos morían de tristeza al verse privados de su libertad. Los gorilas recién nacidos y huérfanos requerían atenciones extraordinarias para alimentarlos, porque con su olfato delicado percibían la diferencia que había entre sus madres y las negras. Además, las pequeñas bestias son terriblemente celosas y no toleran que la esclava amamante a su propio hijo. Como Farjalla Bill Alí no se mostraba en este particular sumamente cuidadoso, una negra llamada Tula, que trajo su pequeño al criadero, sin poderlo impedir, vio cómo el gorila a cuyo cuidado estaba estrangulaba al niño.

Aquello originó un drama. El padre de la criatura, un negro que trabajaba en el embarcadero de la ciudad, al enterarse de que su hijo había perecido entre las zarpas de un gorila, se presentó en el criadero, tomó la bestia por una pata y le cortó la cabeza. Gozoso de su hazaña, se presentó con la cabeza del gorila en el puerto.

Rápidamente Farjalla Bill Alí fue informado del perjuicio que había sufrido. Farjalla acudió al embarcadero. Desde lejos era visible la cabeza del mono, colocada sobre una pila de fardos de algodón. Farjalla apareció "como la cólera del profeta", según un testigo. No pronunció palabra alguna, desenfundó su gruesa pistola y descerrajó en la cabeza del marido de Tula todos los proyectiles que cargaba el disparador. En mi calidad de capataz de descarga de otro comerciante, fui testigo del crimen. Prácticamente el negro quedó sin cabeza. En el proceso que se le siguió a Farjalla, éste salió absuelto. Los testigos depusieron falsamente que el árabe tuvo que defenderse de una agresión del negro. Entre los testigos inicuos figuraba yo. Mi patrón, que entonces estaba interesado en la compra de colmillos de elefantes, había vinculado sus capitales a la empresa de Farjalla, y me obligó a declarar que el negro había intentado agredir al árabe con un gran cuchillo. Durante el proceso, la cabeza del gorila decapitado figuró como importante pieza de convicción.

De más está decir que durante la sustanciación de la causa Farjalla Bill Alí no estuvo un solo día detenido. Hora es, por lo tanto, que presente al principal personaje de la historia.

Farjalla Bill Alí era un canalla nato. Tenía antecedentes y no podía desmentirlos. El abuelo de su madre había sido ahorcado en el mastelero de una fragata por tratante de esclavos. El padre de Farjalla fue asesinado por un mercader. La madre de Farjalla se dedicó durante bastante tiempo a la trata de ébano vivo. Un elefante enfurecido durante una siesta, la mató a colmilladas. Farjalla continuó en el oficio.

Era él un congolés alto, flaco, de nariz ganchuda. Pertenecía al rito musulmán. Ornamentaba su cabeza un turbante de muselina amarilla, y jamás nadie le vio desprovisto de su recio látigo. Azotaba por igual a blancos y negros. Cierto es que cuando un blanco llegaba a trabajar para Farjalla, había alcanzado su degradación más completa. Después de la factoría estaba el presidio.

Él conocía mis antecedentes. Cuando me presenté a Farjalla para pedirle trabajo, ordenó que me entregaran una botella de whisky y me despidió diciéndome:

—Ve y emborráchate. Después hablaremos.

Estuve tres días ebrio. Al cuarto, una lluvia de puntapiés que recibí sobre las costillas me despertó. De pie junto a mí, frío y adusto, permanecía el tratante, Me levanté dolorido mientras que el bellaco me preguntaba:

—¿Vas a dormir hasta el día del juicio final? Ven al almacén. Es hora de que te ganes tu pan.

Así me inicié en su factoría. Pero nuestras relaciones no podían marchar bien. Un día que salimos por el río cerca de los llamados "rápidos de Stanley" en busca de un cargamento de marfil, después que hubimos adquirido la mercadería y en momentos que los "cazadores" wauas, en sus piraguas, efectuaban en torno de nosotros un simulacro de danza náutica, Farjalla quiso apoderarse por la violencia de una esclava que yo había canjeado por una pistola automática. Farjalla alegaba que yo no podía adquirir mercadería de ninguna especie mientras trabajaba a sus órdenes. Alegó que si los cazadores me vendieron la esclava era en razón del prestigio de Farjalla. Evidentemente, el negro procedía de mala fe. Yo era un blanco, y a mi compra de la negra no podía oponerse ningún derecho.

Entonces Farjalla, irritado, me respondió que jamás toleraría que la negra viviera en la factoría.

Yo le respondí que de ningún modo pensaba llevar a mi esclava a su ladronera. Cuando pronuncié esta última palabra la irritación de Farjalla subió tal que inclinándose sobre mí, y antes que pudiera adivinar su intención, me escupió a la cara.

Dios de los dioses! Dispuesto a romperle los huesos me abalancé sobre él, pero Farjalla me lanzó tal puntapié en la boca del estómago que caí desvanecido en el fondo de la barca.

Cuando desperté de los efectos del golpe, del aguardiente de banana y del cansancio, mi esclava había desaparecido. Me encontraba cesante e ignominiosamente vapuleado.

Los negros me miraban irónicamente. Comprendí que estaba perdido si no me reconciliaba con Farjalla Bill Alí.

Tragando mi odio, labio sonriente y corazón traicionero, me dirigí a la factoría. El árabe despotricaba entre sus cargueros. Apenas si se dignó contestar a mi saludo. Yo entré en el escritorio del almacén como si nada hubiera sucedido.

Desde entonces mis relaciones con el mercader fueron odiosas. El me consideraba un esclavo despreciable; yo un hombre a quien mi venganza algún día haría rechinar los dientes.

Pero está escrito que los caminos del perverso no van muy lejos.

Pocos días después de los acontecimientos que dejo narrado murió en la factoría un gorila adulto que debíamos remitir al jardín zoológico de Melbourne. Farjalla, que por negligencia aplazaba el envío, se daba a todos los diablos, resolvió enviar en su lugar un chimpancé que estaba al cuidado de Tula, la mujer del negro que Farjalla había asesinado a tiros. Tula estaba sumamente encariñada con el pequeño mono. El chimpancé la seguía como un chicuelo travieso sigue a su madre. Cuando la viuda se enteró de que el mono iba a ser remitido a un jardín de fieras, se echó a llorar desconsoladamente. Era cosa de ver y no creer cómo la negra tomaba al chimpancé y le atusaba el pelo y lo apretaba contra su pecho llorando, mientras que el mono, con expresión compungida, miraba en rededor, acariciando con sus largos dedos sonrosados y velludos las húmedas mejillas de su madre adoptiva.

Farjalla Bill Alí era un hombre a quien no enternecían las lágrimas ni de un millón de negras.

Partiríamos al día siguiente para la ciudad de Stanley. En el mismo camión llevaríamos al gorila muerto, al chimpancé vivo y a la negra. El chimpancé lo enviaríamos desde la ciudad de Melbourne. En cuanto al gorila muerto la negra se quedaría con él junto a una termitera.

Camino a Stanley, y poco menos que a dos leguas de la factoría se descubría un trozo de selva diezmado por las termites u hormigas blancas. Allí, en el claro terronero requemado por el sol levantábanse una especie de menhires de barro de cinco a siete metros de altura. Estos monumentos huecos eran los nidos de las termites. Farjalla tenía la costumbre, cuando se le moría un animal exótico, de vender el esqueleto. En Stanley vivía un hombre que compraba los esqueletos de gorilas para remitirlos a Londres. Probablemente los esqueletos estaban destinados a establecimientos educativos.

Con el fin de evitar el proceso de descomposición natural, Farjalla, de acuerdo a las costumbres del país, llevaba el cadáver hasta la termitera, y con un mazo abría un agujero en el nido. Inmediatamente hileras compactas de termites cubrían el muerto abandonado sobre el agujero. En pocas horas el esqueleto quedaba perfectamente mondado.

Y no dejaré de añadir que hasta hacía pocos años los traficantes de esclavos castigaban a los negros muy rebeldes untándolos con miel y amarrándolos a uno de estos hormigueros.

Cargamos el gorila muerto en el viejo camión del mercader. Luego la negra y el chimpancé. Yo iba junto al árabe que conducía el volante. Quiero hacer constar que nosotros éramos las únicas personas que quedaban en la factoría. Todos los servidores se habían concentrado en el Norte para dar caza a una pareja de leones que la noche anterior devoraron un buey. Los hombres, armados de largas lanzas para cazar elefantes, seguidos desus mujeres y sus hijos, se habían internado en la selva.

Salimos con el sol hacia la ciudad de Stanley. Torbellinos de mariposas multicolores se desparramaban por el camino. Aunque el camión se deslizaba rápidamente, nos sabíamos vigilados por todos los ojos del bosque. De pronto, Farjalla, sin apartar los ojos del volante, me dijo:

—Búscate otro amo. No me sirves.

—Bueno —respondí.

Tras nosotros se oía el llanto de la negra abrazada a su chimpancé. Eran unos sollozos sordos. Por entre unas tablas se distinguía a la mujer abrazando tiernamente a la bestia, y el mono, con expresión compungida, miraba en rededor, brillantes los ojos lastimeros. La negra acariciaba la cabeza del chimpancé, que inspeccionaba el rostro de su madre adoptiva con perpleja vivacidad. No sabía de qué peligro concreto defenderla.

Calla esa boca! —rezongó el mercader dirigiéndose a la esclava sin mirarla, porque cuando manejaba le concedía una importancia extraordinaria a esta operación. Tratando de fingir sumisión, le dije:

—Siento no haberte podido servir.

El árabe se limitó a contestarme:

—No sirves ni para cortar las babuchas de un vagabundo.

La negra, abrazada al pequeño chimpancé, había comenzado otra vez a llorar. Súbitamente salimos de la sombra verde. Arriba estaba el cielo. Frente al claro requemado por el sol, las termites habían levantado sus rugosos bloques pardos. En el remate de algunos de estos nidos gigantes brotaban matas de hierba.

Con rechinamiento de herrería se detuvo el camión. Cogí la maza y me dirigí a un hormiguero tres veces más alto que yo. Parecía un tronco desgastado por la tempestad. La negra cargó con el bolsón con el gorila muerto, y trabajosamente, agobiada, se dirigió a la termitera. Tras ella, chueco, mirándome resentido, caminaba el pequeño chimpancé.

Levanté la maza y la descargué sobre la base del hormiguero. El hormigón del nido no cedió. Farjalla se acercó, yo levanté la maza, y antes que él pudiera evitarlo, le descargué un vigoroso puntapié en la boca del estómago. El mismo puntapié que él me había dado en el bote, el día de la fiesta negra en los "rápidos de Stanley". Farjalla se desplomó. Le dije a la esclava:

—Trae el gorila.

La mujer dejó caer pesadamente la bestia muerta junto al tratante de esclavos. Sin perder tiempo, le despojé de su turbante, y con la larga tira de muselina lo amarré de pies y manos. Luego descargué otro mazazo en la termitera, y un trozo de corteza se hundió definitivamente, dejando ver el interior plutónico, sembrado de negros canales por los que se deslizaba febrilmente una blancuzca humanidad de hormigas grises.

Ayúdame! —le grité a la negra.

La esclava comprendió. Levantando al gorila muerto amarrado al traficante, empujamos los dos cuerpos sobre la termitera. La mujer lanzó algunos gritos guturales, el pequeño chimpancé corrió hacia ella y se pegó a su flanco tomándole la mano.

Ella, riéndose, con los labios entreabiertos, se quedó contemplando la hervorosa grieta de la termitera. Millares y millares de hormigas rabiosas cubrían de una sábana gris los dos bultos. La chilaba de Farjalla y el velludo cuerpo del gorila quedaron revestidos de una costra movediza y cenicienta que se ajustaba constantemente a las crecientes desigualdades de aquellos cuerpos.

La negra y su hijo adoptivo miraban aquel final.

Yo tomé la botella de whisky que había quedado debajo del cajón del asiento del camión y le dije a la esclava:

—Es mejor que te vayas y no vuelvas más.

La mujer, tomando apresuradamente la mano del mono, se dirigió al bosque. Les vi por última vez cuando entraban en el linde de la muralla vegetal.

El pequeño chimpancé, tomado de su mano, volvía la cabeza hacia mí como un chicuelo resentido. Y, oculto ahora tras unos cactos, aguardaba el momento de subir al caballo que había escondido la noche anterior. Tula apartó unas ramas y se hundió en lo verde. Yo monté a caballo y regresé a la factoría para probar la coartada, mientras que allí, bajo el sol se quedó Farjala Bill Alí. Las hormigas se lo comían vivo.

La hostilidad

Al tiempo que la muchacha le enreja la frente con los dedos, el hombre horizontal escucha estas palabras:

—Puede ser que algún día sea yo la más fuerte y entonces te arrepientas de todo lo que me hiciste sufrir...

Silvio no contesta. ¡Se encuentra tan bien así! Apoya los pies en un pasamanos. Al otro extremo del banco está sentada la jovencita, y él mantiene la cabeza en las rodillas de la muchacha que, entrelazando las manos sobre su mejilla, lo atrae con cierta severidad hacia su pecho, inclinando el rostro sobre él.

De su corazón se desprenden magnitudes de agradecimiento hacia la jovencita, que así, sencillamente, lo acoraza con su cuerpo y hace que se sienta achicado y profundamente mimoso. Sin embargo, paralelo a su amoroso rendimiento, un instinto le susurra despacio: “Ella tiene un secreto. Y ese secreto no te lo dirá nunca”.

Y durante una décima de segundo tiene el terrible deseo de gritarle:

—Vos sos una hipócrita enamorada. Mentís, mentís, siempre.

Retiene el deseo. ¿Qué le importa que sea una hipócrita y que mienta? ¿Acaso los hipócritas no pueden amar? Y ella lo quiere, él sabe que lo quiere. Esta convicción lo conmueve; en la garganta se le anudan las cuerdas vocales como para lanzar un grito maravilloso. Entreabre lentamente los párpados y distingue dos ojos enormes, un trozo de frente ligeramente amarillo, reticulado de infinitos poros, un mentón casi achatado. De aquel rostro se desprende una temperatura tan ardiente que el hombre levanta lentamente la mano y con la yema de los dedos acaricia la querida mejilla. Otra voz, subterránea, corre parejamente con su dulzura: “¿Y si no mintiera? ¿Y si no fuera una hipócrita?”

¿Y si no fuera una hipócrita?

Y exclama en voz alta:

—¡Mamita querida!...

La jovencita le revisa el alma con su grave mirada. Dice:

—¿Por qué no hablas? Vos tenés que hablar. ¿Por qué sos así?

El hombre horizontal dilata aun más los párpados. Quiere abarcar religiosamente el relieve de aquel rostro, que a diez dedos de distancia de su semblante le parece prodigiosamente ancho, tallado en sombras, a las que la grasitud epidérmica presta en los relieves una luminosidad trágica. Y la voz interior le dice en tanto: “Mintió una vez, mintió dos veces, mintió tres veces. Mentirá siempre. Ella te hablará de su amor, pero allá, en el fondo de sus ojos, está el secreto.”

Silvio siente que la congoja crece en su silencio con la fragilidad de una pompa de jabón.

Cierra los ojos otra vez. Tiene la sensación de que se convierte en un fantasma que una noche se acerca a la muchacha dormida, y le dice:

“Te regalé un hombre laminado por el tiempo, los deseos y los trabajos. ¿Te das cuenta? Un hombre triste y bestial, con cara perpendicular y boca cerrada en voluntad de esfuerzo. Y tú cubriste el alma de ese hombre de numerosas densidades de amargura, lo rompiste en todas las direcciones, y como suficiente caricia le diste el calor de tu pecho y la presión de tus diez dedos pensativos.”

La congoja crece en el hombre horizontal. Sabe que basta cualquier temblor inesperado para romper su minuto de angustia maravillosa, y la pena sube en él como el agua en un estanque. Entreabre los párpados. Y por los ojos, perpendicularmente, cae hasta la superficie de su alma el semblante de la jovencita, su mentón, la comisura de los labios, el abombado plano pálido de las mejillas ardorosas, y la luminosidad de sus pupilas fijas, inmóviles en él, tratando de localizar en el fondo de su expresión el motivo secreto de la conducta hostil.

Y la muchacha dice:

—Hay momentos en que pienso que es inútil decirte nada; otras veces pienso que tu remordimiento es tan sincero que todo debe serte perdonado... Pero, ¿por qué no hablás?

Silvio cierra los ojos al tiempo que un suspiro escapa de su pecho. Está suspendido entre cielo y tierra, en una maravillosa ausencia de realidad. Lo único existente en él es aquella frente que en ese momento tiene en el ceño la triple arruga como tres cuerdas en el mango de un violoncello, y su mirada severa que examina con detenimiento los pecados que él confesó.

Insiste la jovencita:

—Decí, ¿por qué no hablás?

Él sonríe levemente y cierra los ojos. Junto a la oreja derecha siente el calor del cuerpo adolescente, y su nuca también percibe, sobre el tejido, la temperatura de la epidermis. Y piensa: “A veces esta alma está repleta de hermosa dignidad. Sin embargo, mintió..., mintió tres veces.”

Rápidamente, se familiariza con la oscuridad de su adentro. Sus escrúpulos permanecen inciertos durante un segundo, y el desagrado de sí mismo le arruga la frente: “Frente a este amor estoy en una posición vil. ¿Por qué repito mis infidelidades estúpidas?”

La jovencita insiste:

—Tenés que hablar. ¿O es que la seguridad de que te quiero te da tranquilidad para atormentarme?

Él abre los párpados rápidamente. El inmenso rostro está casi junto al suyo, mientras que el entrecerrarse de los párpados de ella y el tumulto de la frente, le causan la impresión de que ella le compadece con resignación sin esperanza, moviendo la cabeza, como si quisiera decir con aquel pensativo vaivén: “Pobre criatura.”

Comprende que la jovencita lo pesa en una balanza de justicia. Y Silvio piensa: “Tiene el semblante de la mujer que se siente madre. Esa misma inmensidad de tristeza sin remedio...”

—¿En qué pensás?, ¿por qué no hablás?... Decime, ¿por qué no hablás?...

Él aprieta los labios. No quiere dejar escapar una palabra, mientras que ella, apartándole un mechón de cabello de la frente, dice:

—¿O es que no tendré que decirte nunca nada?... Sufrir en silencio.

“Estoy apoyado en ella, como un chico en su madre.” Y, mentalmente, la llama: “Mamita, mamita querida...”

La jovencita quedó mirando tristemente el espacio. Ve ubicados en la vida de él los cuerpos de distintas mujeres. Y se pregunta: “¿En cuál de ellas estará pensando ahora?” Entonces una fuerza malévola crispa su mano, y entreverando el cabello del hombre entre las encrespaduras de sus dedos, insiste:

—¿Por qué no hablás?, ¿en quién estás pensando, perverso?...

El hombre horizontal aprieta los labios. Su rostro se pone tan rígido que experimenta la tensión de la estiradura epidérmica en la garganta, mientras que en sus ojos se vuelca toda la franja de luz que deja libre la frente inclinada. Un estremecimiento ha convertido en círculos concéntricos la superficie de su vida. En sus pupilas, tersas como un espejo de agua, se refleja la imagen de la muchacha terca en el interrogatorio. Sin embargo, se expande en la densidad de su carne una fuerza ciega y ensordecedora. Desea morir en aquel minuto bajo la mirada de la jovencita. Sabe que en aquel instante podría sonreír aunque ella apoyara en su frente un frío caño de revólver. Pero otra voz subterránea filtra bajo la capa de goce esta verdad cenicienta: “Y algún día estarás junto a ella con la misma indiferencia con que ahora mirás a otras que te hicieron desear la vida y la muerte.”

Involuntariamente, arruga con prisa la frente. Ella lo examina con pena:

—¿Qué tenés?, ¿qué pensás?... ¿Por qué no hablás conmigo?...

Él mueve los arcos ciliares, y en su silencio envasa desprecio hacia la súbita compasión de la jovencita.

Estará siempre así en todo regazo de mujer. Siempre así. Solo a solas con sus sentimientos inhumanos, con su egoísmo y la vil dureza de su corazón frío y caliente.

Ella ha enderezado la espalda, y con la cabeza apartada, tiesa, los párpados inclinados hacia él, retorna a la pregunta:

—¿Por qué sos así? ¿No te das cuenta que nos alejamos?...

Silvio percibe planos sucesivos de desesperación abarcando su cuerpo horizontal. ¿Para qué hablar? ¿Para qué insistir? No sabrá nunca la verdad. La auténtica verdad nunca la dirá ella. Y sonríe con tanta piedad y desprecio por sí mismo, que ella, comprendiendo, dijo:

—¡No me creés... qué desgracia..., vos no me creés!...

El hombre horizontal tiene la sensación de palpar un inmenso bloque de acero pulido por extraordinaria fresadora. El frío del acero entra en su carne cúbica. La dignidad de la muchachita lo cubre con su densidad glacial y maravillosa, y lentamente se muerde el labio inferior, hasta que el sufrimiento se torna repulsivo.

—¡No me creés... qué desgracia..., vos no me creés!...

De un salto el hombre se incorpora. La hostilidad ha reventado en él. Inclina el cuerpo sobre la jovencita, la toma de los brazos, le sacude el busto, y transmitiendo la fuerza de su rencor a las palabras, exclama, por fin, desesperado:

—¡Mentiste una vez, mentiste dos veces, mentiste tres veces! ¡No te podré creer nunca, nunca, nunca!...


(El Hogar, 1º de mayo de 1931)

La jugada

Emilio Kraisler falleció de un balazo que recibió en la cabeza, a causa de su excesivo amor a la ciencia de la psicología.

El crimen no sorprendió a ninguno de sus amigos. Kraisler, en vida, había anticipado siempre semejante final con estas palabras:

—Sí; alguien tendrá un día que matarme. ¡Y qué curioso! La muerte, que en otros tiempos me causaba tanto horror, ahora me deja indiferente.

De manera que su asesinato constituye, en cierto modo, una prueba a favor de los presentimientos y su confirmación.

A Kraisler parecía divertirle la perspectiva de semejante final. Incluso lo matizaba:

—Me gustaría que me matara Enriqueta. De pronto, aparecería ante mí envuelta en un tapado de pieles, abriría nerviosamente su cartera, yo me quedaría fumando tranquilamente. Posiblemente para escarnecerla le echara una bocanada de humo a la cara; ella, encogiendo el brazo, esgrimiría el revólver, y juro que no me movería una pulgada del sitio donde me encontrara.

A veces el tenor del diálogo sufría una ligera variante.

—Pudiera ser que en vez de Enriqueta fuese Ofelia la que me asesinara. En ese caso ella me tiraría por la espalda. Entra en su estilo y en su carácter. O si no, Julia. Pero Julia le tiene tanto horror a las armas de fuego que utilizaría cianuro. Es una devota de la bioquímica.

No se puede negar que Kraisler era un hombre razonable. Su único defecto consistía en estar enamorado alegremente de la psicología experimental.

Pero no era su único defecto. Su segundo defecto consistía en sonreír siempre. Una sonrisa dulce, infantil, con una chispa de malicia en el fondo de los ojos y cierta gula de faunito en las arrugas faciales que se le trazaba en torno a la boca.

Alguien dijo una vez que esa sonrisa suya, tan personal, era una defensa contra sus emociones rápidas, y Kraisler cortó secamente la conversación. Los psicólogos le resultaban odiosos.

Curiosidad de Kraisler

Volviendo a su primer defecto, diré que no he conocido ningún hombre que tuviera la audacia de efectuar ensayos, análisis y provocar reacciones en la superficie del alma femenina como Kraisler se atrevió a hacerlo.

Ni tampoco su falta de escrúpulos.

Afirmaba que las mujeres tienen mucha más imaginación que los hombres, y que con ellas se puede efectuar ese juego distraído y magnífico, cargado de emocionantes aventuras, como es el poker.

Sin dificultad ninguna, para ampliar la esfera de su ejemplo, comparaba el juego del amor al del ajedrez. Decía que ciertas mujeres “duras” eran semejantes a esas piezas del tablero que un maestro “debilita” a través de cuarenta jugadas originales.

Empíricamente conocía el alma de ciertas mujeres con una sagacidad que resultaba de brujería. Conocer, para él, significaba poderse acercar a iniciar un juego de determinado estilo sin temor a equivocarse. Cuando encontraba un alma humana interesante, un enigma que aclarar, una lucha que entablar, se aferraba a su investigación y a su combate con la obstinación de un monomaniaco. Buceaba entonces en la zona enigmática de una desconocida con la fruición de un cerdo en una esparraguera. Adquiría la elasticidad del podenco y, restregándose nerviosamente las manos, decía:

—Esperen..., esperen un poco todavía... luego les contaré.

Infatigable, perseguía a la desconocida con tenacidad asombrosa. Así como el jugador, engolfado en los azares de su pasión terrible, olvida su responsabilidad y juega en el tapete aquello que es suyo, y otras veces lo que no le pertenece, así él ponía al servicio de su curiosidad en funciones cualquier atrocidad. Perdía escrúpulos, piedad, amor. Se convertía en una maquinaria helada, con una sonrisa estereotipada en el rostro, y cierta mirada fija, absorbedora, que provocaba las confidencias más monstruosas sin pestañear ni dejar de sonreír como un “niño malicioso”. (Definición de una amiga de Kraisler.)

No se le ocultaba que no tenía ningún derecho a proceder así, de manera que su predicción de que moriría con la cabeza rota de un balazo, no dejaba de tener cierta verosimilitud.

Yo lo escuché en dos circunstancias hacer la misma afirmación, y las dos veces observé que después de sonreír con cierta expresión pensativa, que no era la “sonrisa de defensa”, se quedó mirando el espacio.

Posiblemente una zona invisible donde Kraisler se contemplaba caer, después de un estampido que abría un bochorno de fuego en la masa de su cráneo.

De manera que la historia que narraré a continuación no sé si puede o no entroncarse como una de las posibles causas de su asesinato en el proceso que se confecciona actualmente a los fines de establecer quién fue el causante de su muerte. Pero la creo interesante.

Una carta y un recuerdo

Kraisler entró en su cuarto, tiró el sombrero encima de una silla, y sin quitarse el saco se recostó en la cama. La lámpara eléctrica estaba casi perpendicular a su cabeza; cerró los ojos durante un instante, luego volvió a abrirlos despacio y extrajo una carta de su bolsillo. Era breve y la leyó por decimocuarta vez:

“Emilio: Me he casado. ¿Te acordás de la conversación que tuvimos una vez? Podés visitarme cuando quieras, a la tarde. Estoy sola. Julia.”

Kraisler leyó la carta otra vez, después otra, después otra. Luego la arrojó bajo la cama, apagó la luz y comenzó a evocar, cavilosamente.

Julia tenía una cuenta pendiente con él. No cabía duda.

El origen de la “cuenta pendiente” Kraisler lo localizaba muy bien ahora. Fue en una tarde de verano. Estaban uno frente a otro, separados por una mesa enmantelada en un bar encristalado. Zumbaban los ventiladores: Julia picoteaba un helado y Kraisler sorbía lentamente su café, mientras que con vocecita irónica insistía en el proyecto expresado hacía un momento:

—Sí, Julia, tenés que casarte..., pero no conmigo... Con otro cualquiera. Yo no pienso casarme con vos. Por otra parte, no te conozco. Sos una mujer enigmática y dueña de sí misma, pero no sé hasta qué punto. También sos calculadora... En fin...

Julia lo consideró un momento entre regocijada; luego la sensación de alegría se disolvió en ella. Quería y odiaba a Kraisler. No era aquella la primera humillación que le imponía él, sonriendo alegremente. Poco a poco, Julia se fue concentrando en sí misma, hasta que, gravemente, repuso:

—Y suponiendo que me case con otro, ¿seremos amigos nosotros?

Kraisler fijó los ojos en la muchacha. No había nada que investigar allí. Julia estaba encaprichada en destrozarle la vida, porque amaba más su odio que su amor. Pero ella insistió antes que Emilio tuviera tiempo de contestarle:

—¿Me proponés eso en serio?

—Absolutamente en serio.

—Eso quiere decir que me vas a abandonar.

Kraisler repuso casi cínicamente:

—Vos me abandonarás en el futuro si yo no te dejo en el presente. Por otra parte te aconsejo que te cases con un hombre inferior a vos. Algún viajante.

Julia insistió, terca, con un metálico brillo de rencor en los ojos:

—Es que yo te quiero a vos.

Kraisler sonrió jovial, bonachón.

—Mejor..., tanto mejor. Queriéndome a mí, serás absolutamente dueña de vos misma, para hacer la comedia de que estás enamorada de otro. Y vos sabés que en el amor, el que maneja el juego es aquella parte que quiere poco y nada. El perdedor es el que ama verdaderamente. Salvo que sea muy vivo, y para eso...

—Es que yo te quiero a vos, ¿me entendés?

—¡Dios mío, Julia! ¡Qué terca que sos! Yo no dudo de que me querés. Más aún, sé que me querrás siempre..., eternamente, como se dice en las novelas. —Y Kraisler, regocijándose en el tono con que pronunciaba estas palabras, prosiguió:— ¿Cómo podrías dejar de adorarme si me juraste amor eterno a la sombra de un árbol, mientras cantaban los pajaritos?...

—No te burles, Emilio.

—No me burlo, Julia. ¿Pero puede un hombre honorable, y reconocerás que yo soy un hombre honorable, dudar de los juramentos de amor eterno que se le han hecho bajo un árbol mientras cantaban los pajaritos? ¡Oh, no, no!

—Sos un cínico, Emilio...

—Me estás injuriando de palabra, Julia. Te comportás como una mujer cruel. Y agravás mi situación con ironías que me despedazan el corazón.

Julia, bruscamente, se puso de pie.

—No podemos seguir conversando. Adiós.

Kraisler quedó pensativo en la mesa de café. Tenía la intuición que aquélla no era su última entrevista con Julia. Ella, en el espacio de un mes, volvió tres veces más, y las tres veces Emilio fue categórico.

—Julia tenía que casarse con otro.

Era la única forma de librarse de aquella obstinada. Lo que se cuidaba mucho de confesarse a sí mismo, eran sus otras intenciones de investigación psicológica en ella.

Luego, todo terminó. Pasaban los meses, y alguna que otra vez Kraisler se acordaba de Julia, diciéndose entre curioso y nostálgico:

—¿Qué se habrá hecho de esa muchacha? No tenía mal corazón.

La afirmación de Kraisler no era cínica.

Emilio, siempre que pensaba en sus ex amigas experimentaba una emoción de agradecimiento. Y tal emoción se descargaba en esta enfática afirmación:

—No hay una sola mujer que haya tratado que no influyera sobre mí para mi bien.

Cierto es que la “influencia para su bien” no se le notaba mucho ni poco, pero él insistía:

—Todas fueron unas santas para conmigo.

Luego, reía alegremente y agregaba:

—Tengo que darle las gracias a Dios por la naturaleza ingenua que me concedió. Soy como un niño.

Y lo notable es que se lo creía, y que si alguien le hubiera discutido que “no era como un niño” se ofendería profundamente. El alma humana suele ofrecer estas antinomias curiosas.

Estrategia

Kraisler repitió en su memoria el contenido de la carta que había leído tantas veces en pocas horas.

“Me he casado. ¿Te acordás de la conversación que tuvimos una vez? Podes visitarme cuando quieras, a la tarde. Estoy sola. Julia.”

¿Así que Julia se había casado? Y lo invitaba a él, a visitarla. Después de las humillaciones que le proporcionó. Malo, malo. Con Julia no se jugaba.

Pero, ¿y si ella continuaba enamorada? ¿Con quién se había casado? Sería un idiota el marido. El eterno idiota. Allí había, en esa carta, algo que no estaba bien.

Kraisler estiró el brazo bajo la cama, rozó el suelo y tomó el sobre que había arrojado. Lo olió profundamente al tiempo que decía:

—Es curioso. Esta carta tiene olor a odio. Y a trampa. Y si hay trampa y odio, ¿con qué aparato se puede medir el odio y la astucia de una mujer? Si Julia no me ha olvidado, es indudable que no es para mi bien. La última vez que nos vimos, los ojos le chispeaban; no me mató porque matarme, para ella, era muy poco castigo, pero si hubiera podido hacerme pedazos lentamente lo hubiera hecho.

Ir solo a la casa es peligrosísimo. Mas, ¿si me equivoco? Ir con otro hombre es humillante. Ir con un revólver es ridículo. A una mujer casada no se la visita ni con revólver ni con un amigo. ¡Y Julia es astuta! Jugaría cuádruple contra sencillo que me ha preparado una lección que no podré olvidar en mi vida. Pero esa lección no la va a recibir Kraisler. No..., no, amiga Julia.

Lo real es que yo parta de una base lógica. Me he portado fieramente con Julia, y entonces no puedo ni debo esperar nada bueno de ella.

Se trata de establecer ahora por qué lado podría contrarrestar cualquier mala jugada de Julia. Llevando un amigo, no; llevando un revólver, tampoco. Sin embargo, la carta huele a trampa. La mala trampa que tiende a Don Juán una Elvira despechada. Con la diferencia que Julia es Julia... Si no se ha olvidado de mí en tantos años..., si tiene la audacia de invitarme a su casa... Yo debo visitarla prevenido. “Prevenido”, ¿cómo? Hay algo que en la carta no está bien. No puedo comprender en qué punto radica lo raro, la atmósfera de odio, la trampa, pero entre las dos líneas está asomada. Yo, por mi honor de jugador, no puedo dejar de ir. Pero tampoco correr un riesgo estúpido. Claro está que con un revólver se evita el peligro. Mas, ¡qué humillante es tener que defenderse con un revólver! La defensa, en este caso, debe consistir en un golpe de audacia..., de astucia..., y astuto y audaz sería, en tal coyuntura, presentarme en la casa de Julia... con mi novia, cualquier amiga mía puede hacer el papel de novia.

Eso es lo correcto. Lo admirablemente correcto. Ir a visitarla a Julia, pero en compañía de una mujer. Elisa se prestaría muy bien para acompañarme y hacer el papel de novia. Lidia también. Es la única manera de resolver el problema y escaparse bonitamente por la tangente. Más simple resultaría no visitarla..., pero yo no soy hombre de rehuir una jugada. Y Julia me despreciaría. Así..., así como suena. En cambio, yendo con “mi novia”, no puede reaccionar de ningún modo. Queda paralizada, obligada a mantenerse dentro de la línea. Su trampa, sea cual fuere, momentáneamente se anula. Y yo le demuestro que no me interesa absolutamente nada, y que tan nada me interesa, que no he tenido ningún inconveniente en visitarla, y con “mi novia”. La jugada es magnífica. Hay que terminar definitivamente con Julia. Esa mujer tiene que comprender que yo ya no existo para ella sobre el planeta. Su rencor, el diablo sabe adonde nos puede conducir. Pero es necesario que yo vaya. Que vaya indefectiblemente y le dé una lección. Y la que más se presta para tal jugarreta es Elisa.

Después de semejantes reflexiones, Kraisler se durmió vestido.

La jugada de Julia

Emilio no se equivocó cuando supuso que Julia le había preparado una celada. Pero ella también incurrió en un error al suponer que tomaría a Emilio desprevenido.

Al día siguiente, a las cinco de la tarde, Kraisler se presentaba en la casa de Julia. De su brazo iba Elisa. Kraisler le entregó su tarjeta a la criada, que los hizo pasar a la sala. Elisa sonreía imperceptiblemente. Encontraba divertida la comedia. Kraisler estaba un poco emocionado.

De pronto sonaron unos pasos en la habitación vecina, bruscamente la puerta se abrió, y en el dintel apareció Julia del brazo de su esposo.

Vertiginosamente, pensó Kraisler:

—No me equivoqué.

Y al tiempo que avanzaba hacia ellos, les presentó a Elisa diciendo:

—Mi novia.

Durante un instante los ojos de los esposos se clavaron en los de Emilio, y él comprendió que Julia le decía desde el fondo de su rencor y de su deseo.

—Demonio... sos el más fuerte y el más astuto... —lo cual no le impidió a Kraisler morir, más tarde, con la cabeza rota de un balazo. Pero ésta puede ser otra historia.


(El Hogar, 7 de julio de 1933)

La luna roja

Nada lo anunciaba por la tarde.

Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.

Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.

Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.

En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.

Nada lo anunciaba.

Por la noche fueron iluminados los rascacielos.

La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.

Los hombres timoratos pensaban: «¡Qué bien estamos defendidos!», y miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus chóferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.

Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de músicas, blues oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un smoking, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.

Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo.

Desde alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los dancings económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.

Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como superdread-noughts, poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso extraño.

El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril la partitura del Danubio Azul, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.

Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco, muy serios y ligeramente pálidos.

Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que declinaban una responsabilidad y se «lavaban las manos». Tal dijo después un testigo.

Y si hubieran sido ellos solos.

Los siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente robustos) les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.

Algunos quisieron utilizar el ascensor. No funcionaba.

Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebasaba la capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol.

El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares.

No se registró ningún accidente.

A veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.

El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en el pasamanos.

Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara encendida en ninguna dirección.

Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada.

De las puertas de los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.

Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada.

Las criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.

En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle.

De un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas.

La multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo.

Las sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.

Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio.

De fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia respiración.

De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente. Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales estaban en libertad.

Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubieran pasado una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.

Adelantábanse con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.

Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja. Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba descendente del cielo.

Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera.

No se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera vuelto sorda.

Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin.

Los hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se desemparva un incendio.

A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.

De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero.

La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.

En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.

Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían cuchichearle un secreto.

En cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los muros avanzaba de mala gana.

El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de altoparlante, aulló congestionado:

—Amigos, ¡qué pasa amigos! Yo no sé hablar, es cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.

Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.

Inconscientemente todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas.

En una distancia empalizada de friego y tinieblas, más movediza que un océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.

Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.

Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:

—¡No queremos la guerra! ¡No..., no..., no!

Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría.

La muerte del sol

Faltaban cuarenta minutos para amanecer.

Silvof se asomó a la puerta trasera del hotel, aquella por donde entraban la carne y el hielo, y se quedó mirando con expresión embrutecida la calzada lustrosa. Columnas infinitas de cifras danzaban en su caletre. Entre los espacios de estas cifras, que aún se movían ante sus ojos, vio a un motorista, bajo la luz amarilla de un foco, terminando de ajustar la tuerca floja del eje delantero de su barredora mecánica.

Silvof levantó la cabeza al cénit. Innúmeras gotas de luz extendían lechosas manchas en la cúpula negra, animándola así de misteriosa vida. Silvof, de entre las pilas de cifras que se bamboleaban sobre la superficie de su cerebro, entresacó este pingajo de pensamiento:

“Es absurda la vida que hago. Tendré que buscarme trabajo de día.” Luego rectificó: “Lo que pienso es un disparate. ¿Dónde encontrar trabajo hoy?”

Apretó con el índice el tabaco en la pipa y echó a caminar calle abajo, entre fachadas oscuras, hacia el puerto. Ya había dejado atrás las grandes arterias comerciales, los corredores de los rascacielos, enrejados por cortinas de acero, las vidrieras de las casas de modas, brujescas con sus maniquíes de dos dimensiones a la luz violácea de las lámparas de gases raros.

De cuando en cuando se cruzaba con otros trasnochadores que, con el cuello del gabán levantado hasta las orejas, marchaban apresuradamente hacia la cama, arrastrando no obstante los pies, lo cual los diferenciaba de aquellos que por una u otra razón terminaban de levantarse, porque estos últimos taconeaban fuertemente. Comenzaban el próximo día sin la tristeza de aquellos otros que parecían sombras.

Silvof andaba con las manos enfundadas en los bolsillos, barajando aún el mismo pingajo de pensamiento inútil:

“Sin embargo, no cabe duda que me convendría un empleo de día”, cuando de pronto se detuvo, efectuando con la cabeza ese movimiento que en el animal se traduce por el enrigidecimiento de las orejas en una dirección determinada, para recoger un sonido o un silencio alarmante.

Era esto último para él.

Un silencio, semejante al que se produce en los oídos del radioescucha al quitarse los auriculares, acaba de ondular en sus sentidos. Un silencio quizá sobrehumano, al que no estaba acostumbrado, y sobre el que Silvof pasó, diciéndose medio adormecido:

“Debe provenir de mis nervios fatigados por el trabajo nocturno.”

Cincuenta metros antes de llegar a la calle 27, era visible el rectángulo de luz que lanzaba a la vereda y a la fachada frontera una lechería permanentemente abierta. Aunque el paraje era sucio y sórdido, la carne que allí despachaban era de buena calidad. Entró y, como de costumbre, le pidió a un muchacho pelirrojo el bife con su correspondiente par de huevos fritos. Siempre se desayunaba de esa manera. Cuando salía, ya el cielo aclaraba; entonces se enquistaba en su cuarto ubicado en el fondo de un oscuro corredor, perteneciente al departamento de un séptimo piso de la Avenida 88, y dormía hasta las cuatro de la tarde.

Mientras esperaba que le sirvieran, entrecerró los ojos. Luego tuvo que apartarse para que el muchacho colocara el mantel de papel de estraza, la aceitera y los dos panes que él comía con los bifes. Luego se marchó.

Silvof apoyó la cabeza en la palma de la mano. Aún no clareaba. Sin embargo, era hora. Consultó su reloj y luego lo comparó con el de la lechería. Mediaba entre ambos una diferencia de tres minutos.

—¿No anda bien su reloj? —le preguntó al patrón que, despatarrado tras del mostrador en un charco de aserrín y espuma de cerveza, con los codos apoyados entre un queso y un jamón, leía la edición matutina de un periódico.

Despaciosamente el comerciante retiró su reloj del bolsillo. Observaba una diferencia de dos minutos con el reloj de pared.

—Es curioso —insistió Silvof.

—¿Lo qué es curioso?...

—Ayer a esta hora estaba clareando..., y hoy todavía no ha comenzado.

El hombre gordo, que leía acodado en el mostrador una página de revista, se volvió. Tenía una mancha de pelos negros junto al mentón. Sensatamente aconsejó:

—¿Por qué no se fija en el diario?

Luego él mismo tomó el periódico de las manos del patrón, y leyó en voz alta:

—Sol..., sol..., sale..., no se pone... Sale a las 6 y 18.

—Pues son las seis y veinte en mi reloj, y aún no sale el sol.

—Pues su reloj debe estar mal.

El hombre gordo extrajo del chaleco una especie de caja de níquel.

—Hombre..., en mi reloj son las seis y veinte también...

El patrón, Silvof y el hombre gordo se asomaron a la puerta de la lechería.

La misma oscuridad lechosa en las alturas, las mismas innúmeras gotas de luz, temblando, frías. Hacia el Este no había vislumbre aún de la proximidad del sol. Se miraron consternados los tres: luego el hombre gordo propuso:

—Deben haberse equivocado los diarios.

—Los diarios no se equivocan —aseguró el lechero.

Silvof caviló, y así, de entre su modorra, extrajo el disparate:

—¿No habrán transmitido mal la hora a las estaciones de radio?

Pasaba un diariero voceando otro periódico. El muchacho, en el momento de marchar, se dijo:

—Es raro que no salió el sol todavía.

Consultaron la columna que trataba de cuestiones meteorológicas. Ahora no cabía duda. El sol salía ese día a las 6 y 18 minutos.

De pronto se detuvo ante ellos un vigilante. Esgrimía su cachiporra.

—¿Han visto que no amanece? —luego miró al patrón—. ¿Funciona ya su teléfono?

—Sí.

—Entonces aviso a la comisaría que el sol no sale.

Y se dirigió al teléfono.


Ninguna sensación terrorífica es semejante a la que apareja la posibilidad de la muerte del mundo.

Silvof conoció esta sensación diez minutos después que el vigilante habló por teléfono.

Ya no era posible dudar.

Ahora no sólo se moriría él, sino que también el planeta y la obra paciente de millones y millones de generaciones de hombres a través de siglos oscuros y pesados.

Sin embargo, algunos no parecían comprenderlo.

Conversaban alegremente bajo los focos, como si se tratara del advenimiento de una fiesta.

La noticia corría.

En todas direcciones se descubrían grupos de hombres que, enviserándose la frente con la mano, acechaban en el horizonte la aparición de la más mínima franja de luz.

Silvof, desconcertado, no sabía en qué dirección lanzarse.

Se olvidó por completo de que tenía sueño. Una inquietud extraordinaria agitaba su conciencia. Después de la momentánea sensación de terror infinito, que lo aplastó sobre la mesa de la lechería durante algunos minutos, su mente recibió como una descarga de optimismo: despertaba en otro planeta, en otro planeta que, a pesar de llamarse Tierra, ya no era ella.

Ya no era posible dudar. Faltaban cinco minutos para las siete de la “mañana”, y aún era noche. En las cornisas y balconadas de los altos edificios se veían grupos de sombras inspeccionando el horizonte o la bóveda celeste con largavistas, cuyas piezas niqueladas centelleaban en las tinieblas con chispas de plata. Los tizones de los cigarros parecían rojas señales de alarma.

Un viento frío corría a lo largo de los muros. Los vagabundos que se habían dormido en los zócalos se despertaban azorados, miraban el horizonte, y luego se aproximaban a los grupos de gente, en los que eran recibidos, como si el trastrueque celeste hubiera también determinado un cambio en la conciencia social de los habitantes de la ciudad.

Silvof se extrañó de sorprenderse, pensando alegremente esta puerilidad:

“No pagaré mi deuda en el banco.”

A continuación hilvanó:

“Tampoco iré a trabajar. No me van a poder echar. Por otra parte, el lío que se va a producir es magnífico. ¿Qué será de los fabricantes de sombrillas? ¿Y de los vendedores de flores?”

Un periodista, en compañía de un fotógrafo, se detuvo a pocos pasos de él. Chispeó la lámpara del fotógrafo, y el periodista se aproximó:

—¿Quiere darme una opinión del fenómeno? ¿Usted se encontraba en la calle a la hora que tenía que salir el sol?

Silvof se encogió de hombros y continuó caminando. Entonces el reportero, poniéndose a la par, le preguntó, pero ya con voz temblorosa:

—¿Estaremos o no a comienzos del fin del mundo?

Silvof miró la cara del otro. Era un muchacho joven, posiblemente hacía muy poco tiempo que trabajaba en un diario, y lo mandarían a la calle a buscar impresiones para que no molestara a la gente que trabajaba en la redacción. Luego, terminó por responderle:

—Si tiene algún vencimiento en el banco, no pague.

Gente a medio vestir llenaba ahora los vanos de las escaleras, los balcones, los atrios de los edificios enormes. Algunos se peinaban al tiempo que conversaban, las muchachas jóvenes encontraban en medio del alboroto una deliciosa oportunidad de mostrar el corpiño o la liga.

A lo lejos sonaba una sirena, los perros domésticos, desconcertados por tan inopinado alboroto, se refugiaban entre las piernas de sus amos, de tanto en tanto se les veía asomar el hocico peludo bajo una falda, y gruñir, hostiles, mientras que los chicos, tironeando de las mangas de los vestidos de sus progenitores, se olvidaban de proseguir encorajinando a los perros, para preguntar:

—¿Es cierto que ahora no iremos más al colegio?

Un pensamiento desagradable se desenvolvió en la mente de Silvof: “¿Qué comeremos? Dentro de pocos días se terminarán las reservas alimenticias, los vegetales, por la falta de luz, se morirán, todas las bestias tendrán que ser sacrificadas para que no se mueran de hambre. ¿No será mejor que me provea de alimentos?”

Se registró los bolsillos. Tenía dos pesos con setenta centavos.

Había llegado a la llamada Plaza de los Perfumes. La Plaza de los Perfumes era un rectángulo asfaltado. En su centro florecía un geranio en una maceta. Silvof, cansado, se dejó caer en un banco. El aire frío de la mañana—noche lo estremecía. Las estrellas parecían más grandes. De cada vértice y de cada hilo de sus puntas parecía desprenderse sobre el planeta una gota de nieve luminosa. De pronto, Silvof tuvo la sensación de que hacía mucho tiempo que no veía el sol, y con una intensidad dramática recordó al astro muerto, bañando de sábanas amarillas las fachadas de las casas. Sin poderse contener comenzó a llorar con amargura infantil.

¡Cuánto tiempo hacía! Pero reveía el sol de la mañana ocupando como un río desbordado todos los huecos de la ciudad, la temperatura de los mediodías de verano, cuando se desprendía el cuello y se enjugaba el sudor del cuello con el pañuelo. Aún ahora le parecía verse obligado a cerrar los ojos ante tal exceso de resplandor, miraba la gente refugiándose en los parajes sombrosos, las glorietas rebalsando de bebedores de refrescos, los árboles de los parques flotando como en reverberantes golfos de plata derretida, los celajes rojos del atardecer; ante los que se extasiaban las parejas de enamorados.

¡Y nunca más vería ese sol!

Movió puerilmente la cabeza como si se encontrara ante el ataúd de un niñito muerto. Sobre su cabeza lucían siniestras estrellas azules y verdosas. El viento era cada vez más frío, los distantes planetas semejaban pabilos de velas sacudidos por el simún. Un estrépito sordo resonó en sus oídos, levantó el rostro bañado de lágrimas. Desfilaban camiones cargados de tropas. Al pasar bajo las lámparas de arcos, se veía que los soldados estaban armados. Se levantó y echó a caminar desesperado. Frente a la fachada de un café un grupo de personas escuchaba la voz de un equipo de radio:

Hablaba el intendente de la ciudad:

“Un accidente cósmico imprevisto ha apagado la luz del sol. Se ignora si este fenómeno es transitorio o permanente. Se ruega a los habitantes de la ciudad esforzarse por mantener el orden. En tanto, como medida precaucional, a fin de evitar mayores males en el futuro, queda terminantemente prohibida la venta de víveres. Todos los habitantes de la ciudad tendrán que inscribirse en la comisaría seccional y retirar tarjeta. A fin de evitar amontonamientos inútiles, irán presentándose por orden alfabético en las comisarías. A las diez de la mañana, aquellos cuyos apellidos comiencen con la letra A. Los comerciantes prepararán una copia de los alimentos que guardan en sus comercios, la que será retirada por oficiales del ejército. Tal medida tiende a evitar que se produzca el caso de carestía de alimentos. La industria química prepara aceleradamente pastillas con vitaminas y proteínas, lo cual permitirá alimentar a la población dentro de breves días, sin que su estado físico se resienta.”

Un coro de voces acompañó el final del parte. Silvof se apartó de allí. Al llegar a la bocacalle que formaban las avenidas 19 y 24, observó que frente a la garita del vigilante una patrulla de soldados montaba una ametralladora. Quiso ir más allá, hacia los barrios llamados de Los Ricos, pero un cordón de centinelas, destacados a dos por esquina, cerraban la entrada a la ciudad parque.

Se encaminó hacia el Norte, las calles modestas. Numerosa gente se agrupaba frente a las puertas de los inquilinatos, iluminadas por malas lámparas de filamento rojizo. Un charlatán, haciendo equilibrios sobre la cúpula verde de un buzón, peroraba a un grupo de vecinos atemorizados:

—¡Lo nuestro es tortas y pan pintado, señores! ¡Pueden explicarme cómo se arreglarán en China, los millones de chinos!...

—¡Qué diablos nos importan los chinos! —rugió malhumorado un oyente.

—¡Oh, Cristo..., cómo que no nos importan los chinos! Para fabricar alimentos sintéticos para quinientos millones de chinos, se necesitan fábricas químicas a granel. Eso no se improvisa ni hoy ni mañana. Van a morir de hambre millones y millones de hombres; posiblemente retornemos al canibalismo primitivo..., se producirán pestes.

—¡Que se calle!...

Silvof se apartó del grupo somnoliento. En un café de barrio un altoparlante, emplazado a la entrada, rugía entre chirriantes distorsiones:

“Por orden del señor comandante de la ciudad, todos los médicos deberán inscribir sus direcciones en los distritos militares que les correspondan.”

Diez minutos después, a la altura de las calles 79 y 27, junto al Mercado de los Perros, otro amplificador eléctrico recitó estentóreamente:

“Queda prohibido el tráfico de automóviles. Los garajes notificarán antes de las doce horas la nómina de coches, nombre y dirección de sus propietarios.”

En la esquina de las calles 80 y 27 un bar de choferes estaba ocupado por una multitud de artesanos. Silvof entró, y abriéndose camino a codazos, se arrimó al mostrador. Pidió un café. Le sirvieron una tácita de agua caliente, ligeramente oscurecida por unos residuos de achicoria antigua. Le cobraron tres veces su valor normal.

Un trabajador agobiado, sentado en la orilla de una mesa, preguntó al vacío, sin dirigirse a nadie en especial:

—¿De qué vamos a vivir nosotros, los fabricantes de sombreros de paja?

—¿Y yo que era jardinero?

—¿Y yo que era zapatero?

Una voz joven, desde el fondo, tras unas bordalesas, exclamó:

—Aparecerán centenares de industrias nuevas. ¿Quién no nos asegura que viviremos mucho mejor que antes? —Y a continuación exclamó:— ¡Quiero, truco, vale cuatro!...

Un hombre de gorra y barba de tres días, totalmente afónico, habló para sus prójimos:

—Antes la producción de materia estaba sometida a los caprichos de la naturaleza y de los comerciantes; ahora el Estado tendrá que controlar la producción... Terminará el gobierno de los políticos y comenzará el de los técnicos...

Otro agregó:

—Quieran o no, el régimen económico del mundo cambiará...

Silvof salió nuevamente.

Una curiosidad infinita lo llevaba a caminar. No trabajaría hoy ni mañana. Ahora vivirían constantemente en la noche. Posiblemente aparecerían sistemas de alumbrado maravillosos. La estructura de las ciudades cambiaría. Seguramente se edificarán bajo la superficie de la tierra. Era más que seguro que el mundo se iría enfriando lentamente. ¿Dónde había leído eso? En cualquier parte. La catástrofe había sido prevista. Pero no tan próxima. Era más que seguro: la industria absorbería el setenta por ciento de las energías de las masas trabajadoras.

De cuando en cuando, automóviles a toda velocidad cruzaban las bocacalles iluminadas. Iban cargados de hombres, llamados precipitadamente a consultas estaduales.

Silvof y una señora con sombrero se detuvieron y leyeron en la pizarra:

“Se advierte a la población no alarmarse. Noticias recibidas de Londres comunican que esta noche se reunirá un congreso extraordinario de sabios, que determinará las medidas más urgentes a tomar. A medida que estas resoluciones se vayan tomando, serán notificadas en boletines especiales y por radio.”

La señora de sombrero se enjugó los ojos con la punta de un pañuelo, y Silvof se dejó caer extenuado en el umbral de una casa desalquilada.

Cerró los ojos.

Se acordó de su infancia, de una mañana de sol en el campo; una ligera brisa inclinaba suavemente la hierbecilla, escasas mariposas blancas iban y venían como mantenidas en suspensión en el aire por caprichosos giros del viento.

Experimentó una especie de vértigo bajo el oscuro cielo de la noche. Luego la creación retumbó en sus oídos. Alguien gritaba en la proximidad de su cabeza:

—¿No va a comer el bife?

El mozo de la lechería estaba de pie ante él. Sonrió, desentumeciéndose. Todo había sido un sueño vertiginoso, desplazándose dentro de otra velocidad más incalculable aún.

Allí estaba el bife con las papas fritas.

Una claridad azulada y fría mordía el umbral de la lechería. A través de los cristales la fachada de las casas se agrisaba lentamente. Una mujer, con hábito marrón, pasó con apresurado paso. Una campana repicó lentamente, los vidrios del comercio se empañaban de lechosa neblina matutina. Silvof sintió que el corazón se le encogía dolorosamente, y pensó:

“He soñado. Tengo que buscarme trabajo de día.”

Luego, con angustia, se inclinó sobre el bife.


(Mundo Argentino, 5 de diciembre de 1934)

La ola de perfume verde

Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó:

—¿Ya apareció el espantoso mal olor?

El olfato del profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel.

El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros —desde el mostrador, naturalmente—, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume.

Luis y yo asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz preguntaban:

—¿No serán gases asfixiantes?

A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.

Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable.

Lo más curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos. «Xenius», el hábil fotógrafo de «El Mundo» nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.

Junto a los zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes.

A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente.

Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles.

—¿Qué sucede? ¿Qué pasa? —era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca.

Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder:

—¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume?

Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos.

A las cinco de la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire.

En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta:

—¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume?

Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos.

«Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan.»

«De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde.»

«Los químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos.»

«La Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleoclavel sea peligroso.»

«El observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de radioactividad.»

«Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume.»

«Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume.»

«El observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto.»

Nuestro diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles:

1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo.

2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume.

Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era «estamos en las proximidades del fin del mundo», en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta.

A las nueve de la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos… con los fuegos apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intentó abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros.

En las cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban desde lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una «especie de aire verde por las narices» y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.

Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, saliendo de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.

A las tres de la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso.

Debimos permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negrura del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo.

El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró:

—Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto!

Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielos, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles.

Fue la última descarga eléctrica.

El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió:

—Lo había previsto.

Irritado me volví hacia él.

—¿Qué es lo que había previsto usted, profesor? —grité.

—Todo lo que ha sucedido.

Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja leí:

«Descripción de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra.»

—¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios?

El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó:

—La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa.

—¿Y por qué no lo dijo antes?

—Para no alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero…, a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida.

Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.

La palabra que entiende el elefante

Allá por el año 1922 llegó a nuestra guarnición de Matalé el capitán Braun. Recuerdo que en el club (un bungalow donde paseaban libremente los sapos) se asoció la coincidencia de su llegada a la muerte de míster Spruce, no porque el capitán tuviera alguna responsabilidad en la muerte de Spruce, sino porque todos estábamos archiseguros de que míster Spruce hubiera tenido mucho gusto en conocer al capitán Braun, cuyas habilidades de cazador nos habían relatado sus camaradas. Spruce fue un certero cazador. Bajo el fuego de su carabina habían caído tigres, jirafas, leones, hipopótamos, leopardos y elefantes. Parecía que por sus venas corría la sangre homicida de Nemrod, y personalmente yo fui testigo de un suceso que no dejó de impresionarme y en el que, como cuento, participó míster Spruce.

Con motivo de un pleito que un barbero le seguía en la capital, tuve un día la que seguirle hasta Ceilán. Por la noche fuimos al circo para presenciar el trabajo de una troupe de leones amaestrados. Eran fieras domésticas, lanudas y famélicas, sin capacidad de reacción. Un niño hubiera podido entrar en la jaula que ocupaban. Sin embargo, cuando vieron a míster Spruce se inquietaron de tal manera y comenzaron a rugir con tanto furor, precipitándose contra los barrotes de las rejas, que nuestro hombre se puso lívido de ira. Estoy seguro de que en aquel momento lamentaba no tener a mano su carabina para ametrallar a las pobres bestias.

¿Casualidad? Es muy posible, aunque a mi modo de ver míster Spruce tenía la particular virtud de ser visto por las fieras, de irritarlas. Algún matiz de su físico, la luz de sus ojos, la energía de su rostro, la encubierta brutalidad de sus movimientos, revelaban al asesino de animales. Y digo asesino porque es evidente que entre un hombre armado de una magnífica carabina con balas explosivas y una fiera acorralada, las de ganar no están de parte de la bestia.

Claro está que los cazadores se indignan y rechazan semejantes imputaciones, negando terminantemente la ferocidad de sus temperamentos. Pero tomad a un cazador, habladle de una perspectiva de matanza y veréis cómo pierde su habitual equilibrio y se estremece ante la promesa de su gozo. Es la satisfacción de asesinar. Estos hombres necesitan matar cualquier cosa viva...

Bueno; el caso es que el mismo día en que sepultaban a míster Spruce, cazador, llegó a Matalé el capitán Braun, cazador insigne.

El capitán Braun había residido un tiempo en el Congo belga, viajando con una tropa de doscientos cargueros hasta las fuentes de Nyanza. Era un hombre de gigantesca estatura, manos enormes, brazos pesados y musculosos como troncos de boas constrictores; en síntesis: una bestia del género hombre, del tipo más peligroso que podía encontrarse bajo el sol.

Sin embargo, era simpático. La totalidad de su armonía física hacía que se le disculpara la inmensa barbarie que trascendía de su configuración. Yo lo conocí en el cementerio, donde llegó a tiempo para arrojar unos puñados de tierra en la sepultura del matador de bestias. Míster Yelot, que estaba a mi derecha, susurró:

—Míster Spruce baja al infierno agradecido.

A la vuelta, como era natural, bebimos alegremente, se narraron aventuras y se habló de caza. Precisamente en esa misma semana, a un nativo que residía algunas millas antes de llegar a Baticloa, un elefante le había destrozado la plantación de arroz. Se sabía que era un elefante y no dos, porque las huellas del animal habían quedado esmeradamente impresas en el fango. La maligna bestia no sólo se hartó de arroz, tragando todo el que podía embaular en su inmensa panza, sino que, animado por una voluptuosidad diabólica, destrozó íntegramente la plantación, arrancando con su trompa enormes brazadas de tallos que arrojó a la acequia pisoteándolos luego como si estuviera cumpliendo un acto de personal venganza contra el desdichado Ayoub Telbass, propietario de la plantación.

Ayoub Telbass, vista su desgracia, se presentó poco menos que llorando ante el usurero Hsue Liang, a pedirle una prórroga para pagar su deuda. El chino le respondió que se dejaría arrancar las uñas de los pies y de las manos antes que inferirle el menor daño a su vecino Ayoub Telbass; pero que en cuanto a la deuda y los intereses, él, Hsue Liang, lamentaba profundamente tener que comunicarle que no contemplaría en manera alguna la destrucción que el elefante había realizado en el arrozal.

Ayoub Telbass salió de la tienda del usurero poco menos que enloquecido. Ayoub Telbass había asesinado a su padre y a su madre, para poseer aquel trozo de tierra que ahora le arrancaría de entre las uñas el miserable Hsue. Ayoub Telbass, en aquellos momentos, pensaba en exterminar al género humano.

Un criado de míster Spruce conversó con Ayoub Telbass y le llevó la noticia de este desastre a su amo, que estaba en la cama convaleciendo de un terrible ataque de apoplejía.

Míster Spruce (ignoro las causas) odiaba desesperadamente al tunantón de Ayoub, y el júbilo que le produjo la noticia fue tan fulgurante, que allí mismo, en la cama, se quedó tieso, con las manos apretadas contra el corazón. Había muerto de alegría.

Tal fue la historia que le contamos al capitán Braun, y éste, después de conversar con los entendidos, llegó a la conclusión de que el demoníaco elefante tenía su refugio en la jungla, por el lado donde el río se bifurcaba en dos brazos, formando la pantanosa extensión de Baticloa. Una milla antes de la selva existían unos roquedales. El paraje era que ni pintado para las exigencias de un elefante, pues si el paquidermo quería agua limpia, sin tener que correr el peligro de trabar relaciones con las mandíbulas de los cocodrilos, podía bajar hasta el roquedal; en cambio, si la bestia quería darse un baño de fango para acorazarse contra la picadura de los mosquitos, el pantano y la selva impenetrable casi estaban a un paso.

De todas maneras, no se trataba de un elefante local. Posiblemente bajaba de las montañas, expulsado de su manada. Hacía muchos años que en la región no aparecían elefantes, y los hombres estaban olvidados de su caza. Cierto es que cuando Braun fue a hablarles, todos se manifestaron dispuestos a correr la aventura. Incluso algunos trajeron sus lanzas para cazar al paquidermo, especie de partesanas bárbaras con tremendas cuchillas de una yarda. Pero cuando se trató de concretar, todos alegaron ocupaciones variadas e inciertas. El único que se manifestó dispuesto a participar en la cacería fue el desdichado Ayoub Telbass. Como sabemos, motivos no le faltaban.

El capitán Braun convino que lo iría a buscar al arrozal, donde, efectivamente, mucho antes que amaneciera se encontraron.

Ayoub Telbass cabalgaba un espléndido mulo y se acompañaba de una espingarda de caño largo. El capitán Braun, que montaba un caballo, pensó para sus adentros que, con aquel armatoste, Ayoub podía dedicarse a cazar gorriones, no elefantes; pero calló sus deducciones.

Poco antes de llegar a la selva, se detuvieron en la plantación de un francés, conocido por todos bajo el apodo de Mosiú. Mosiú se lamentó de no poder acompañarles, porque con una pata de palo no podía ir correctamente a cazar un elefante. Sin embargo, les acompañó varias millas, pues el capitán y el árabe se vieron obligados a dejar su cabalgadura en el corral del francés. El corral era el único lugar que se había librado de la furia del paquidermo. En mitad de la selva se desembarazaron de Mosiú, y de aquí en adelante Braun y Ayoub Telbass siguieron por el camino abierto por el paquidermo.

—Un ciego podría seguir el rastro —dijo Ayoub.

Y en cierto modo no le faltaba razón. Hacia donde se mirara se veían árboles de tronco tierno quebrados, cuando no arrancados de raíz, lo que les hacía suponer que el animal era un voluminoso ejemplar solitario.

Días anteriores había llovido, y a pesar de la alta temperatura que provocaba la rápida evaporación, los caminos de la selva estaban tachonados de charcos. Una especie de vaho azul subía hasta la copa de los árboles. En ciertos tramos la selva tomaba la apariencia de un templo, con la infinidad de sus columnas erguidas a extraordinaria altura. Cuando los pájaros dejaban de chillar, los dos hombres tenían la sensación de encontrarse en otro planeta.

Por donde se mirara se encontraban rastros de elefante, ya impresos en el fango de los charcos evaporados, ya en el sendero bárbaro, mutilado por su trompa. Abundaban las ramas arrancadas y despojadas de sus hojas tiernas.

Tres horas después de haberse separado de Mosiú, los dos hombres se detuvieron bruscamente. En un claro del bosque yacía un tigre inmóvil. Braun y Ayoub Telbass se aproximaron. La fiera debía hacer pocas horas que había muerto. Estaba tendida sobre una sábana de sangre. Era visible que había atacado al elefante.

El achocolatado Ayoub Telbass se puso gris del miedo.

Si en toda cacería hay un momento que parece destinado a vigorizar la voluntad de masacrar, el capitán Braun se encontraba en este preciso momento. Había dejado de ser el hombre resuelto que salió de Matalé, para transformarse en una especie de fiera ensañada en la búsqueda de otra fiera.

De pronto cesaron las voces de los pájaros. Una llanura de agua rechazaba la luz y se deshacía en espuma frente a unos escalones de piedra inmóviles como un rebaño de hipopótamos. Era el río. Desnudo, sentado bajo la copa de un baobab, con la barba que le cubría las piernas, permanecía un santón.

Braun no se dignó detenerse ante el hombre. Ayoub Telbass, por un resabio de prudencia, le hizo un arqueado saludo y continuó andando tras el capitán, que nuevamente descubrió el rastro del elefante bajo la forma de grandes manchas de sangre.

No cabía duda. El paquidermo debía estar gravemente herido y Ayoub Telbass comenzaba a sentirse secretamente contento. Por cierto que ninguno de los dos cazadores se dio cuenta de que el santón del baobab había abandonado el árbol y los seguía con paso elástico.

Braun no tuvo tiempo de retroceder. Enmarcado por una cortina de sogas verdes, lo miraba malignamente un enorme elefante rojo; tan manchado de sangre estaba. Braun se echó la carabina a la cara y disparó. El elefante permaneció inmóvil y, súbitamente, se desplomó como una catedral. Tras él, empujado como por una fuerza plutónica, apareció otro elefante. Ayoub Telbass lanzó un grito de espanto y, arrojando su espingarda, echó a correr. Braun levantó otra vez la carabina y disparó fríamente goloso; pero el elefante no se detuvo, sino que continuó avanzando hacia él. Braun quiso retroceder, tropezó en un tronco y rodó a un charco. El elefante se agrandaba más y más en su rápida proximidad. Ya estaba sobre él, resoplando neblinas de sangre, cuando el solitario desnudo se lanzó al camino y le echó una ristra de sonidos inarticulados al hocico del animal. El elefante se detuvo. Era algo extraordinario aquel viejo de larga barba y piernas desnudas, increpando al elefante, que perdía cascadas de sangre de junto a una oreja.

Braun alcanzó a recoger su carabina. El viejo seguía gritando sus palabras mágicas ante el elefante, que, volviéndose lentamente, se introdujo en la selva. Braun no se atrevió a disparar contra el paquidermo. El viejo acababa de salvarle la vida, pronunciando los “mantras del elefante” que, según la fama, conocen algunos iniciados, y que consisten en una serie de voces cuyo conocimiento se hereda. El animal que las escucha está obligado a obedecer al que las pronuncia.

De pronto el elefante lanzó un berrido tremendo. Se apoyó en un árbol y cayó. Estaba muerto.

Braun volvió la cabeza para buscar al santón y darle las gracias. El viejo ya no estaba allí. Braun, pensativo, miró su carabina y la arrojó al charco de fango; luego, con las manos en los bolsillos, pensativamente, se volvió por donde había venido. Silencioso, tras él marchaba Ayoub Telbass con su inútil espingarda sobre el hombro.

Y esa fue la última vez que el capitán Braun salió a cazar.


(Mundo Argentino, sin fecha)

La pista de los dientes de oro

Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche.

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:

El enigma del bárbaro crimen del diente de oro

Son las diez de la mañana.

El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.

No se equivoca.

A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:

—Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.

El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:

—Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {… }* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía… El asesino no es descubierto nunca.

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.

Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.

A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.

Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.

Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:

—Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.

Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:

—¿Cuesta mucho platinarlo?

—No; la diferencia es muy poca.

Mientras Diana prepara el torno, habla:

—A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.

Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:

—Yo creo que ese crimen es una venganza… ¿Y usted?…

—Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios y matarlo?… Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección, Diana Lucerna le dice:

—Véngase pasado mañana.

Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y niqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe…

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.

Debe denunciar al asesino… Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!… Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra… Está allí… Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:

—¿Qué le pasa, señorita?

Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

—Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindis—yo soy italiano—, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.

Diana lo escucha y responde:

—Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.

Lauro prosigue:

—Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.

—¿No lo encontrarán a usted?

—No; si usted no me denuncia.

Diana lo mira:

—Es espantoso lo que usted ha hecho.

Lauro la interrumpió, frío:

—La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:

—¿No lo encontrarán a usted?

—Yo creo que no…

—¿Vendrá usted a curarse mañana?

—Sí, señorita; mañana iré.

Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.

La pluma de ganso

Desde pequeños, Arsenio y yo nos detestamos. En la escuela ya me aventajaba considerablemente por la posición de sus padres, a la cual no eran insensibles nuestros maestros. Más tarde, cuando dejamos las aulas y entramos a formarnos un honrado porvenir en el comercio, Arsenio me superó tan considerablemente, que yo era aún simple viajante al servicio de una empresa, cuando Arsenio administraba una compañía.

Pero mi odio y la envidia que experimentaba contra Arsenio no maduró hasta los mismos límites de la ferocidad sino el día que me arrebató a mi novia Herminia.

En un viaje de regreso de una larga gira por el interior me encontré con que Herminia se había casado con Arsenio.

Yo no podía alegrarme por la ocurrencia de este suceso, pero obedeciendo los dictados de una prudencia oscura, no le pedí explicaciones ni a Herminia ni a Arsenio. Procedí como si no hubiera ocurrido nada. Algunos curiosos intentaron tirarme de la lengua. Respondí con medias palabras, y tan equívocas, que hasta ahora podía pensarse que era yo el que había provocado la ruptura y que Herminia se había casado con Arsenio impulsada por el despecho.

Permítaseme ciertas digresiones. El suceso terrible que ocurrió más tarde, las justifica. Yo estaba acentuadamente enamorado de María (sic). La deseaba porque, mediante aquella traición fría y cínica, se me había revelado como una mujer hipócrita, vil e interesada, y esta certidumbre me embriagaba. Era un veneno cruel, matador, pero indispensable. Además, estaba absolutamente seguro que nada de todo aquel pasado que ambos habíamos vivido estaba muerto entre nosotros. De modo que la primera vez que me encontré con ella, la saludé correctamente, me interesé por su salud y fingí tan habilidosamente encontrarme cómodo junto a ella, que Herminia no pudo evitar el examinarme con cierta curiosidad sorprendida.

Seré absolutamente sincero si confieso que durante aquellos días no había confeccionado aún ningún plan homicida. Sabía, sí, que el plan se presentaría, pero hasta que tal ocurriera, lo más cauto era adoptar una actitud respetuosa e inocente.

No me olvidaré de agregar, también, que la primera vez que Arsenio se encontró conmigo en la calle, estuvo irresoluto durante los primeros momentos. Sin embargo, mi espontaneidad en ir a su encuentro, estrecharle la mano e interesarme por sus negocios fue tan vivaz y sincera, que rápidamente las sombras que aparecieron en su rostro se disolvieron. Ya nadie dudó que nuestra amistad era sincera. Hasta se me ocurre que el mismo Arsenio llegó a pensar que me había hecho un gran favor al casarse con mi novia.

Yo, en tanto, esperaba mi oportunidad, labio sonriente y corazón traicionero. No ocultaré que estudiaba la vida de los grandes hombres de la antigüedad clásica y que raros eran aquellos que no hubieran dado alguna vez muestras de una conducta que, lejos de ser honorable, fue mezquina, tortuosa y pérfida.

Pasaron los meses. Mi odio contra Arsenio se había estabilizado dulcemente. A veces me encontraba con él por la calle, y mirándole me decía: “He aquí a un hombre a quien podría ver quemar vivo con plácida seguridad.”

También en dos o tres oportunidades me encontré con Herminia, y lo que nuestros labios no se dijeron, lo traslucieron nuestros ojos. Comprendí que ella estaba arrepentida de haberse casado con Arsenio. Posiblemente intuía que yo era un hipócrita y un desalmado de su misma naturaleza y, aunque parezca mentira, los seres humanos se comunican por sus vicios y no por sus virtudes.

Una noche, Herminia, en ausencia de su esposo, me habló por teléfono, sin decirme que era ella. La reconocí en la voz. Aproveché la oportunidad para fingir también que no reconocía su voz y decirle que no me interesaba hablar con mujer alguna, porque estaba irremediablemente enamorado de otra mujer. La supuesta desconocida me preguntó quién era esa mujer, y yo le respondí que, por desdicha, era una mujer casada. Así continuamos charlando y yo siempre ensalzando a la mujer de quien estaba enamorado, hasta que Herminia, no pudiendo contenerse, me dijo que ella era la mujer casada de quien yo estaba enamorado. Pasados los fingidos arrebatos de fingida sorpresa, comenzamos a charlar razonablemente. Herminia, efectivamente, continuaba queriéndome.

—Tendrás que separarte de tu marido —repuse.

—Nos mataría —objetó ella.

Herminia tenía razón. Arsenio era capaz de asesinarnos. Sin vacilar, y es menester reconocer que aproveché la oportunidad con un tacto extraordinario, repliqué:

—Pues antes de que él nos mate, nosotros le mataremos a él.

Herminia, y aquí mi sorpresa fue violenta, sin sorprenderse en lo más mínimo, me preguntó:

—¿Te atreverías?

—Sí.

—Es que eso sería horrible.

En su objeción no vibraba el menor tono de sinceridad. Repuse:

—Procediendo inteligentemente puede no ser horrible. En cambio, es inevitable.

Ya estaba sembrada en la inteligencia de una mujer perversa la semilla de un crimen. Semilla que, cotidianamente, iría creciendo en su deseo y tornándose cada vez más familiar, de manera que, cuando llegáramos a la consumación del hecho, éste nos parecería tan natural y adecuado a nuestros intereses como otras mil bagatelas del vivir.

Durante tres meses, tres meses de una longitud bastante mayor que los tres meses de un hombre que come y duerme normalmente, mi imaginación estuvo trazando y desechando los más variados expedientes homicidas, para asesinar a mi enemigo.

Nunca como entonces llegué a saber cuán difícil es asesinar a un hombre, sin dejar el más insignificante rastro.

Asesinar a un hombre sin que la justicia lo sospechara, era casi materialmente imposible. Los únicos hombres que disponían de cierta impunidad para matar eran los médicos o los químicos especializados en bacteriología. Yo había estudiado algunos procedimientos para preparar caldos y cultivos de microbios, pero la aventura era arriesgadísima. Y, además, yo carecía de la técnica necesaria. Sin embargo, después de tres meses de incesantes cavilaciones, encontré el procedimiento.

Herminia no ignoraba mis trabajos. Muchas veces, por la noche, mientras su marido dormía, me llamaba por teléfono y, en voz baja, me preguntaba:

—¿No has encontrado aún, querido?

¡Por fin lo había encontrado! Esa noche, hablando por teléfono (teníamos la precaución de no encontrarnos jamás en la calle), le dije:

—Escúchame, Herminia. So pretexto de que ha pasado por tu casa un corredor de seguros, proponle a tu marido que tú y él os aseguréis simultáneamente. Y en una cantidad importante.

—¿Aceptará?

—¿No trata de complacerte en todo?

—Sí.

—Pues, entonces, si te finges un poco enamorada, él aceptará. Pero la cantidad por la que os aseguréis debe ser realmente digna de lo que preparamos. ¿Qué te parece ciento cincuenta mil pesos?

Y a continuación le di el nombre de la compañía más seria de seguros que podía tramitar aquel asunto.

Un mes después, Herminia me comunicó que había obtenido el seguro. Hablando con el médico de la compañía, éste le había asegurado que su marido era débil de corazón. ¡Vaya si yo sabía que él era débil del corazón! Cuando estudié mi plan para asesinarlo, tuve precisamente muy en cuenta aquel detalle. Arsenio debía morir a consecuencia de la rotura de un vaso en el corazón.

Se aproximaba el momento.

Dejé transcurrir el tiempo legal que fija la póliza de seguros para cumplirse a beneficio del cliente en caso de su fallecimiento, y luego me comuniqué con Herminia.

—Escúchame, querida. Tienes que buscar un pretexto para despedir a la criada. ¡Ah!, dime: ¿tu marido bebe antes de irse a dormir?

—A veces, cuando está contento, sí.

—Pues, escucha: busca un pretexto para quitarte la criada de encima y, cuando hayas obtenido ese resultado, me avisas.

—¿Cuál es tu plan?

—No conviene aún que te lo comunique. Ah, tendrás que embriagarlo a tu marido. Ser amable con él. ¿Entiendes?

—Sí.

—Lo harás beber. Y cuando esté profundamente dormido, me llamas.

Excuso decir que la curiosidad de Herminia estaba sobreexcitadísima. Tenía la certidumbre de que yo había inventado un procedimiento nuevo para asesinar a su marido. ¿Y cuál sería el procedimiento, que yo ya in mente había titulado “el procedimiento de la pluma de ganso”?

El único detalle que le adelanté a Herminia fue que yo, personalmente, me había confeccionado una especie de chaleco de fuerza, acoplado a un pantalón. Este chaleco y pantalón estaban por dentro revestidos de lana, de modo que, por bruscos que fueran los movimientos del prisionero contenido en este traje, no podía lastimarse en lo más mínimo ni erosionarse la piel, que hubieran podido despertar las sospechas en el médico que le registrara y que esta vez iba a ser un médico de pupila sagaz y sumamente investigadora.

Finalmente, llegó el día en que Herminia me avisó que estaba sin criada. Afortunadamente, la criada se había marchado sin necesidad de que la despidieran. A eso de las once de la noche, Herminia me llamó por teléfono.

—Está dormido. Ha bebido mucho.

—Deja la puerta del garaje abierta —le respondí.

Un azar favorable preconizaba el éxito de nuestro crimen. La noche estaba oscura y lluviosa. Cargué en mi automóvil el traje acolchado y me dirigí a la casa de Arsenio.

Herminia había obedecido mis indicaciones. Cuando llegué a su casa, la puerta del garaje estaba abierta. Entré el coche, tomé mi traje acolchado y me reuní con Herminia en el comedor. Hacía dos meses que no nos veíamos. Nos abrazamos estrechamente, porque los asesinos, las hipócritas y los bribones se aman también con gran amor, y después de satisfacer los inocentes impulsos de nuestro corazón, le dije:

—Herminia, tienes que demostrarme ahora que eres una mujer astuta y capaz. Irás al cuarto de tu marido, y le pondrás este traje.

—Pero, ¿de qué lo vas a matar?

—Lo voy a matar de risa.

—¿De risa?

—Lo haré reír tanto, que terminará por morir.

—¿Se puede hacer eso?

—Se puede. Ve, Herminia, cumple con lo tuyo, que yo cumpliré con lo mío.

Un cuarto de hora más tarde, Herminia salía del dormitorio de su esposo.

—No se ha despertado.

A la luz del velador, se veía a Arsenio embutido en el traje acolchado. Cada extremo del traje estaba provisto de largas sogas. En pocos minutos Arsenio quedó amarrado a la cama y enchalecado, por decirlo así, con el máximo de solidez que se hubiera exigido para paralizar los impulsos de un demente furioso.

—Ahora puedes irte.

—¿No me necesitas para nada?

—Para nada, querida.

Siempre bondadosa, Herminia tuvo un escrúpulo. Se acercó de puntillas a su marido y lo besó en la frente; luego, solícita, me recomendó:

—No lo hagas sufrir mucho...

—No pases pena. Lo trataré como si fuera de mi familia.

Herminia salió, y yo quedé solo con Arsenio.

Me senté en el suelo frente a los pies del dormido y, con una pluma de ganso, sólida y barbuda, comencé a hacerle cosquillas en la planta de los pies.

Durante algunos minutos la barba de pluma fue y vino por la piel apergaminada y amarillenta de los pies del dormido; de pronto, éste trató de encogerse; pero como sus miembros estaban embutidos dentro del chaleco de fuerza, no pudo encogerse, y, junto al velador, vi su rostro entre despierto y dormido que sonreía levemente.

Continué jugando con la pluma de ganso. Estalló una carcajada y, entonces, apagué la luz.

En las tinieblas, el beodo despierto reía inconmensurablemente. Primero fue una risa contenida, luego libre y estrepitosa; por momentos, Arsenio intentaba pronunciar palabras, pero el cabrillear de las cosquillas en todos sus nervios le impedía articular sonidos, y su cuerpo se revolvía en el lecho, sacudido por descomunales contorsiones.

Yo continuaba con la pluma de ganso dibujando fantasías en la planta de los pies. Cuanto más variados, irregulares y angulosos eran los rozamientos efectuados con las barbas de la pluma de ganso, más desaforadas eran las carcajadas del prisionero, que se retorcía y gemía simultáneamente.

Yo, impasible, continuaba con la pluma de ganso, hurgándole en la tierna piel de entre los dedos y, eran tales las cataratas de borborigmos y carcajadas nerviosas que estas caricias despertaban en el prisionero que, por momentos, la sólida cama de bronce a la cual estaba amarrado, parecía que se iba a desmoronar desquiciada.

De pronto, en la oscuridad, oí como un sollozo, la pluma de ganso me transmitió al tacto un retorcimiento largo y la cama dejó en absoluto de crujir.

Me puse de pie y encendí la luz. Arsenio estaba muerto. De la comisura de sus labios corría un fino hilo de sangre.


(Mundo Argentino, 5 de enero de 1938)

La taberna del Expoliador

Alguien me ha preguntado por qué habiendo estado durante tanto tiempo en tierras de España, tan poco frecuentemente me acuerdo de ella en mis cuentos; y es que me parte el alma hablar de España, y recordarla cómo fue, y saberla tan despedazada.

Pero no quisiera que se me quedara en el tintero una historia que me fue narrada en Toledo por un fino y alto caballero, que al tratarlo me recordaba las figuras del Greco, y en especial a uno de los personajes del Entierro del conde de Orgaz.

Como los caballeros del Entierro, era este toledano una equitativa mezcla de moro, de judío y de cristiano, cual lo son casi todos los hombres de la España que se extiende desde la línea de Madrid hasta la costa mediterránea. Y yo conocí a este señor, que se llamaba don Miguelito, y que para su entretenimiento tocaba muy dolorosamente la guitarra y que, además, era erudito en cosas de vejez de Toledo; lo conocí, como digo, en la Taberna de la Sangre, donde es fama que don Miguel de Cervantes y Saavedra escribió una de sus novelas ejemplares.

Estaba la Taberna de la Sangre a pocos pasos de la plaza Mayor (¡Ay, que ya no debe existir ni taberna ni plaza Mayor!), y este don Miguelito tenía por costumbre ir a sentarse allí a beber un chato y, por lo general, quedábase conversando con los forasteros que le caían en gracia, y muchas veces, muy gentilísimamente, se ofrecía para acompañarles a conocer las veneradas antigüedades de la muy noble ciudad.

Y él, siendo toledano, hijo de padres y abuelos y bisabuelos toledanos, tenía algo de personaje de historia, arrancado del Entierro, y juro que la primera vez que lo vi, me dije:

“Yo lo conozco a este señor de alguna parte, pero no puedo precisar de dónde.”

Luego, haciendo memoria, lo reconocí como el quinto de uno de aquellos ricos hombres que en el cuadro del Entierro del conde de Orgaz, están a la orilla misma de la sepultura, donde los santos San Esteban y San Agustín soportan el doblado cuerpo del conde difunto.

Cuando le hice notar esta particularidad a don Miguelito, se sonrió, amable, y me dijo que un notable pintor de Francia también le había encontrado semejanza con el quinto caballero que está al lado derecho del Entierro, pero que aquello era una simple casualidad, que a propósito de esta casualidad, él recordaba una historia terrible, y era la historia del amo de la taberna, que más tarde fue llamada la Taberna del Asesino.

—A este hombre lo conocí yo personalmente —me dijo don Miguelito—; se parecía extraordinariamente al bestial malsín que en el cuadro de El expolio, del Greco, lo despoja a nuestro Señor de su túnica.

”Era un hombrote de tremendo cuello de toro, frente no más ancha que el anchor de mi pulgar y pelo bravío saliéndosele por los agujeros de la nariz, los agujeros de las orejas, las cejas y hasta los pómulos. Por su hambrienta expresión y bestial parecido con el verdugo de El expolio, todos le llamábamos aquí el Expoliador.

”Tenía su taberna a la entrada del puente de San Martín, junto mismo al Tajo, mirando los ventanillos las revueltas ondas del río y la puerta a las polvaredas del camino real. Muchos forasteros, a pesar de la mala reputación del Expoliador, hacían noche allí y, al día siguiente, despaciosamente, cruzaban el puente para visitar las maravillas de Toledo.

”La taberna del Expoliador, de tres pisos, era como todas las tabernas españolas del margen del camino: un ex torreón cuya planta baja, abovedada, servía de comedor y recibimiento. Crujidoras escalerillas de madera permitían subir a los otros pisos torcidos por siglos, y con grandes estampas de santos en los muros, rigurosamente blanqueados con cal.

”Aquí fue donde vino a hospedarse don Enrique Herbert, y aquí fue donde la niña Mariquita Hachón de Ciempozuelos acometió la aventura que la enlodó de fango hasta los lindes de las Españas.

”Pero dejémonos de comentarios y narremos el suceso:

”A mediados del mes de julio del año 1900, una diligencia arrastrada por una cuadrilla de mulas campanilleras se detuvo a las nueve de la noche frente a la taberna del Expoliador. Un joven descendió de la diligencia, le estrechó la mano a una anciana señora que acompañaba a su nieta, la niña Mariquita Hachón de Ciempozuelos, prometiéndoles a ambas, con su evidente pronunciación extranjera:

”—Señorita, mañana tendré el gusto de irlas a saludar. Quiero pasar la noche en una auténtica taberna española.

”Más tarde se supo que este caballero, don Enrique Herbert, había venido conversando con la niña Mariquita durante todo el viaje desde Madrid a Toledo.

”E1 mismo amo de la taberna, el Expoliador en persona, recogió el equipaje de don Enrique Herbert. El látigo restalló sobre el lomo de las mulas campanilleras, y la diligencia entró por el puente de San Martín hacia Toledo. El joven don Enrique, de pie en el escalón de la taberna, miraba desaparecer en las vueltas del camino las dos estrellas de los faroles de la diligencia. Por una ventanilla, la niña Mariquita lo saludaba sonriente con su pañuelo.

Angustia de medianoche

“A medianoche, doña Mariquita se despertó, lanzando un grito tan terrible, que su abuela, que dormía en otra habitación, exclamó, espantada:

”—¿Qué ocurre, niña?

"Rápidamente se encendieron las luces, acudieron las criadas y, allí, en su lecho, sentada, con los ojos desencajados de miedo, pudieron ver a la niña Mariquita absorta en su postura.

”—Pero, ¿qué ha pasado, niña?

”El alboroto fue tan descomunal, que hasta el jardinero despertó. Y todos rodeaban a doña Mariquita, por cuyas mejillas corrían cristalinas lágrimas.

”—Salgan todos —ordenó la niña.

”Y después que las criadas obedecieron, Mariquita le dijo a su abuela:

”—Abuela. He visto en sueños al Expoliador degollando a don Enrique.

”—¿Qué cosas son ésas?...

”—He visto precisamente cómo le mataba con su cuchilla de matarife...

”—Eso es una pesadilla.

”—No me diga que ha sido una pesadilla, abuela. He visto el gesto postrero de don Enrique. Don Enrique traía la cartera muy cargada de dinero; yo he visto en sueños cómo lo degollaba el Expoliador.

”—Eso es imposible. Pero en caso que fuera cierto, ¿qué quisiera que hiciéramos?...

”—Pues ir enseguida a la taberna.

”Tomóse la cabeza la abuela y empezaron a discutir ambas, hasta que la anciana consintió en acceder al disparatado antojo de su nieta, y fue llamado el jardinero.

”Era el jardinero un vascuence de Portugalete, y no tomó nada a mal la idea de la niña Mariquita. Él había oído de ciertas milagrerías a su abuela, y el antojo de la niña era mejor cumplirlo. Rápidamente se vistió Mariquita; el jardinero tomó una capa con ribetes verdes, que se endilgó a las espaldas, lo mismo que su ama y, montando a caballo, salieron ambos para el puente de San Martín.

”Excuso decir que tanto la niña Mariquita como el jardinero iban armados. La niña de Ciempozuelos era buena tiradora. Cuando pasaron por el Alcázar del rey don Pedro, el carrillón de la catedral batía justamente la una de la madrugada. Las ruinas del Alcázar se recortaban amenazadoras en la oscuridad. Sea que el trajín la hubiera despabilado a la joven, sea que el frío de la noche y la oscuridad de las callejuelas, enfardadas de tinieblas donde guiñaban sus ojos verdes los escasos faroles, la amedrentaban, el caso es que cuando ella y el jardinero llegaron a la plazuela del Conde, la niña Mariquita, tiritando bajo su capa, pensó que con su desalentada conducta estaba exponiendo su reputación y que su llegada a la taberna sería comentada al día siguiente de siete mil maneras distintas en todas las casas de Toledo. Estos escrúpulos la determinaron a detener su caballo, decirle a Itiguiregitey, el jardinero que, enroscado en su pañosa, la seguía con resignado talante:

”—Oye; Juancho: ¿qué te parece si volviéramos a casa?...

”Cinco minutos después, Mariquita entraba en su alcoba y, sacudiéndose, friolera, se metía bajo las sábanas. Luego de media hora entró su abuela en la alcoba y la encontró durmiendo las fatigas pasadas con serena expresión pintada en el rostro.

”Finalmente, en el caserón de los Ciempozuelos se apagaron todas las luces, y únicamente quedaron despiertos los gatos brujos en el borde de los murallones.

”Pero a las dos de la madrugada un nuevo grito estalló en la alcoba de doña Mariquita, la muchacha se lanzó descalza de la cama, entró a la alcoba de su abuela y le dijo llorando:

”—Abuela, algo grave le ocurre a don Enrique. Nuevamente se me ha aparecido su ánima diciéndome: ’¿Permitirás que me entierren de tan poco cristiana manera?’

”Esta vez la abuela no dijo que aquella obsesión terrorífica debía ser cosa de pesadilla. Sentándose la vieja en su lecho, echóse una manteleta a las espaldas y, enderezándose la cofia en la cabeza, después de tomar un rosario cuyas cuentas hacía pasar entre sus dedos, dijo:

”—Hija mía: antes pudo ser pesadilla. Ahora es advertencia de nuestro Señor. Anda y llámalo a Juancho, y dile a Miñona (Miñona era una recia portuguesa que hacía la cocina en la casa) que se armen y te acompañen a la taberna del Expoliador. Y no te vuelvas sin verlo a don Enrique. O mejor, que suba a saludarlo Juancho.

”Media hora después, la Miñona, Juancho y la niña Mariquita, los tres en dos caballos, la Miñona y Juancho armados, la Miñona de un trabuco naranjero y Juancho con un fusil de los tiempos de la guerra carlista, cruzaron por el Taller del Moro. En una vuelta de callejuela ardía en un umbral el farol del sereno. El hombre de la lanza dormía la mona junto a la puerta.

”Tomaron la retorcida calle del Ángel y cortaron por la judería. En lo alto de un portón lucía un farolón frente a una estampa de la Virgen y el Niño; los tres se persignaron; pasaron al trote por delante de la sinagoga, y la ciudad bruscamente escampó en el llano, volcado hacia el río en paños de piedra. Las dos mujeres y el vascuence cabalgaban en silencio, rezando sendos Padrenuestros. Los mechados volúmenes de piedra de las callejuelas, tiesos y oscuros, recortaban un cielo violáceo de tan negro.

”Se escuchaba distinto el rumor de las aguas del Tajo, crecidas por recientes lluvias y bramadoras al quebrarse en los tajamares del puente. Al entrar al puente de San Martín, los cascos de los caballos resonaban en el empedrado. El jardinero se volvió hacia la niña Mariquita y dijo:

”—Si a la señorita le parece bien, iré yo a preguntar por don Enrique.

”—Sí, y no le digas que te he acompañado.

”Las dos mujeres arrimaron el caballo al torreón del puente, y ya iba Juancho a separarse de ellas, cuando la puerta del corral de la taberna se abrió de par en par, y despacio, guiando a su mulo por el ronzal, apareció el Expoliador.

El mulo tiraba de un carro. El Expoliador se sorprendió un tanto cuando vio aparecer a su lado al hombre del caballo.

”—Soy yo —dijo Juancho.

”—¡Ah, eres tú! —dijo el tabernero. Pero la sobreexcitación del vascuence pescó el temblor de voz del tabernero.

”—Sí, soy yo. Oye, la niña me envía de mucha prisa para ver a don Enrique.

”En las tinieblas, el Expoliador había empalidecido como una vela al ver el arma que Juancho llevaba con gesto agresivo, y levantó su mirada, cargada de miedo.

”Otro caballo se movió en la sombra. El Expoliador vio acercarse una mujerona de a pie, y en el espacio comprendió que la silueta recortada sobre el potro era la de la niña Mariquita. Y que era la misma doña Mariquita no le quedó duda cuando ella, desde arriba, interrogó, impaciente:

”—¿Por qué estáis conversando en la oscuridad? ¡Ale, a encender un farol!

”Tardíamente se arrastraron unas botas por el suelo empedrado con cascajo de río, y tardíamente chirrió un yesquero y una mano temblante encendió una mecha. La luz anaranjada se repartió en un pedazo de piedra y entre las patas de los caballos. Pero la facha del Expoliador, linda como la de Judas, permanecía en las tinieblas.

”De pronto, doña Mariquita lanzó un grito de los que vuelven el cabello cano y señaló con mano temblorosa un hilo de sangre que se escurría por una rajadura de la caja del carro, claro rubí en la luz anaranjada.

”Sobresaltado por el grito, el Expoliador dio un paso hacia atrás. Juancho, que vio en ese movimiento algún inconfesado propósito, lo encañonó con su fusil, y el tabernero, con una estrangulada interjección de espanto, echó a correr hacia el mesón.

”—¡Qué se nos va! —vociferó la Miñona apurando así el dedo sobre el disparador.

”Cuando estalló el cartucho, el Expoliador cayó doblado en dos en las aguas pardas del río.

”Pocos minutos después, algunos huéspedes de la taberna, un joven matrimonio de Tarragona y un viajante de Madrid, estaban en paños menores, abajo, junto al carro.

”Juancho, encaramado en el pescante, destapó la caja de su toldo. Allá en el fondo de la caja, sobre un colchón de paja, el vascuence alumbró con su farol a un cerdo degollado.

”En un ventanuco del mesón, don Enrique Herbert sonreía a las estrellas y a la movediza silueta de la loca niña Mariquita.”


(Mundo Argentino, 23 de noviembre de 1938)

La venganza de Tutankamón

Comenzaré por confesar que jamás sentí ninguna simpatía por el señor Almstrom, con quien una desdichada casualidad quiso que hiciera el cruce del Mar Rojo y parte del índico.

Almstrom era un gran entusiasta de lord Carnavon, el descubridor y profanador de la tumba de Tutankamón. En cierto modo, Almstrom (maldito sea el complicado nombre) había participado de la profanación del sepulcro del faraón, y ambos eran dos personas francamente desagradables.

Digo esto porque la gente que conoce los retratos de lord Carnavon ignora que dicho señor tenía un rostro espantosamente repulsivo, desfigurado por un lupus de extraordinarias dimensiones. Lord Carnavon gastó mucho dinero en médicos y tratamientos, hasta que, finalmente, un especialista le aconsejó que abandonara la húmeda Albión e hiciera una prueba con el seco clima de Egipto, ésta es la razón por la que el varias veces millonario lord Carnavon perdía el tiempo en Egipto. Finalmente, aburrido, se dedicó a excavar sepulcros.

Carnavon admiraba incondicionalmente a Maspero el egiptólogo. Maspero no sentía ningún entusiasmo por el millonario entremetido que iba y venía con su lupus a cuestas.

Carnavon le pidió un consejo a Maspero sobre el modo de hacer descubrimientos arqueológicos y Maspero, malhumorado le contestó:

—Cave primero hacia el Oeste, cuando se canse de cavar hacia el Oeste, cave hacia el Este.

Lord Carnavon se tragó la respuesta y no replicó, comprendiendo que Maspero se había burlado de él. Algún tiempo después Carnavon contrataba al arqueólogo Cárter; y Almstrom, que era un chismoso, se agregó a la compañía de investigadores en calidad de administrador. Se le podía ver con su casco de corcho discutir con todos los granujas de las inmediaciones de Luxor y levantar sus largos brazos hacia el cielo. Almstrom era extraordinariamente alto, flaco y, bajo su apariencia de estúpido, un hombre que en ninguna circunstancia descuidaba sus intereses.

Cuando, después de ímprobos trabajos, Cárter y Carnavon descubrieron la tumba de Tutankamón, Almstrom vivió días de inmortalidad.

Confidencialmente le decía a quien quería escucharle que él le había indicado con la punta de su bastón la definitiva dirección a los profanadores. Por supuesto que ni Almstrom ni Carnavon ni Cárter tomaron en serio la maldición faraónica labrada en el sepulcro contra los profanadores de tumbas.

No tomaron en serio la maldición; pero algún tiempo después una avispa negra, inmensa, aterciopelada, cuyo veneno puede matar a un niño, se posó sobre la mejilla de lord Carnavon. Precisamente sobre la mejilla atacada por e lupus. Allí, la avispa clavó su dardo. Lord Carnavon falleció infectado.

Mucha gente recordó la maldición faraónica. Howard Cárter se indignó, y desde Luxor envió un telegrama al Evening Standard, manifestando que aquella historia de la maldición era “una invención calumniosa”.

Me veo obligado a citar estas menudencias, porque el día que Almstrom recibió la noticia de que lord Carnavon estaba moribundo, se encontraba en su bungalow, sentado en una hamaca, fumando pacíficamente su pipa.

Frente a él, un hombrecillo de chilaba, barba blanca y turbante inmenso como la rueda de un molino, abría una cesta, diciendo:

—Mira, sahib, qué magnífico ejemplar de hongo.

Almstrom extendió el brazo y recogió el ejemplar. Realmente era atrayente. Se trataba de una campánula parecida a la amanita muscaria; pero en vez de ser roja como aquélla, estaba teñida de un intenso verdeazul con ligeras motas amarillas en la periferia. Un suave hedor de carne podrida se desprendía de aquella fruta tierna y repulsiva. Almstrom la aproximó a su nariz, la olió profundamente y luego la rechazó con viveza, diciéndole al egipcio:

—Debe ser venenoso.

—Tal creo yo también, sahib. Y muy venenoso.

—¿Dónde lo encontraste?

—Te diré. En el oasis vive un pariente mío que es marido de una hermana de mi mujer; pero ya la hermana de mi mujer ha muerto...

—Abrevia...

—Visitándole hoy en su cabaña del bosque, me dijo: “Mira qué hermoso hongo he encontrado bajo una palmera podrida. Llévatelo para la ciudad. Puede que algún extranjero, interesado por rarezas del país, se quede con él. Y por eso, haciendo caso del consejo del que fue marido de la hermana de mi mujer, te he traído el hongo.

En aquel momento un hombre entró precipitadamente en el jardín de Almstrom y le dijo:

—Lord Carnavon ha muerto, señor.

Almstrom se olvidó del hongo, del charlatán del gran turbante y, saltando a través del jardín, se dirigió rápidamente a la casa de lord Carnavon.


Algunos días después, a la hora de la siesta, Almstrom, por la ventana entreabierta, miraba el desierto de ceniza rosada.

“¿Se había cumplido en lord Carnavon la amenaza faraónica que pesaba sobre los profanadores de tumbas?”

Howard Cárter se reía de estas historias, pero Almstrom no se sentía tranquilo ni mucho menos.

—Él había participado de la aventura. Había olido un pote de crema encontrado en la tumba del faraón; un pote de cosmético fabricado por los perfumistas de aquellas edades remotas; él había esgrimido el puñal del rey de los reyes; tocado el ataúd del faraón con sacrilega mano; respirado aquella atmósfera de misterio. Era tan culpable como el muerto lord Carnavon, como el descreído Howard Cárter. Pero a diferencia de Cárter, Almstrom tenía miedo.

Fue súbitamente un miedo sin razón lógica posible, porque la tarde era hermosa y el desierto parecía el pétalo de una rosa extendido hasta el cielo celeste, y sus criados egipcios, satisfechos, preparaban un tonelillo de helado para refrescarse al crepúsculo.

Sintió miedo. Un miedo que no se justificaba. Y Almstrom no era tonto. Tomó muy en cuenta su miedo.

—Tengo miedo de morir —se dijo—. Esto significa que mis visceras me avisan secretamente de que me cuide. Lo mejor que puedo hacer es marcharme de aquí.

Pensó lo dicho con claridad, porque era un hombre de ideas sencillas y claras. Se puso de pie, luego cambió de idea y volvió a sentarse. Lo mejor que podía hacer era marcharse de Egipto. Él no creía en la maldición de los faraones sobre los violadores de sepulcros; era un hombre serio. Pero, en cambio, tomó muy en cuenta su miedo misterioso. Tenía miedo a algo, y no sabía en qué consistía. Miedo a algún hombre, en especial, o a ninguno. Jamás había dañado a nadie. Su vida estaba limpia de recuerdos vergonzosos... Salvo el caso de la criada de su madre, no tenía nada que reprocharse.

Pero tenía miedo. Un miedo concreto. Por ejemplo, el miedo que se le puede tener a un peligro en elaboración. ¿Qué género de peligro era aquél? El diablo lo sabría.

Se repitió nuevamente:

“¿Será una advertencia de mis visceras?... Un hombre que presumiese de sensato no haría caso de semejantes presentimientos; pero yo lo escucharé a mi miedo y me marcharé de aquí.”

Y así como lo pensó lo hizo.


Me encontré con Almstrom en el Green Star, que hacía el servicio marítimo entre los puertos del océano índico y los del mar Rojo.

Si al comienzo de mi narración dije que no sentí jamás ninguna simpatía por el señor Almstrom, débese a que... Bueno, el caso es que él estaba allí a bordo del Green Star, y no era cosa de andarle remoloneando mi amistad a un hombre que vivamente vino a mi encuentro y se alegró de aquella coincidencia...

Sí, abandonaba Egipto. Visitaría algunos puertos del sur de África, y luego se marcharía a California. ¡Basta de Oriente!...

Hablaba Almstrom y yo le escuchaba y no sé por qué se me ocurrió que aquel hombre estaba secretamente atemorizado. ¡Coincidencia curiosa! Evité cuidadosamente citarle la muerte de lord Carnavon y la sepultura de Tutankamón. Observé que él tampoco hizo ninguna mención de aquellos sucesos. Evidentemente, estaba secretamente atemorizado y su viaje era una fuga disimulada.

Habíamos ya perdido de vista la costa y el buque se deslizaba por el mar hacia el océano índico. Y, de pronto, tuve una sensación extraña. Me pareció que Almstrom olía a muerto. Fue una sensación transitoria, sutil como una ráfaga de perfume. Yo lo miré con cierto sobresalto, que él notó, porque preguntó:

—¿Tengo mala cara?

Le miré detenidamente:

—¡De ninguna manera!...

Eran justamente las cuatro de la tarde. Nos tendimos en nuestras hamacas. El buque seguía su rumbo y Almstrom, acostado en la lona, miraba la línea azul del horizonte, y la llanura de agua, redonda, finita, centelleaba, envasada por ese círculo cónico que formaba la porcelana azul del cielo en los lindes del horizonte bajo el sol.

Volví a mirarle de reojo. Almstrom encontró mi mirada y repuso:

—Desde que he salido de Egipto, tengo un sueño.

—Debe ser un efecto del mar...

—Es un sueño intempestivo, fatigante... ¿No tengo mal aspecto?

—Yo lo encuentro completamente normal.

Almstrom frunció el ceño e insistió:

—Si no tuviera eficientes pruebas de que mi organismo está en buen estado, me creería enfermo.

—Como siga pensando que está enfermo, va a terminar por adquirir las apariencias de cualquier enfermedad.

Después de estas palabras, Almstrom calló y yo me adormilé en la lona de mi hamaca. Cuando desperté, el sol se ponía en el horizonte. Algunas estrellas comenzaban a diferenciar su luz en lo alto del azul. Almstrom no estaba allí.

Cachazudamente comencé a rellenar mi pipa, cuando un camarero se me acercó:

—Dice el señor Almstrom si puede ir a su camarote.

Por el tono como me habló el criado, comprendí que Almstrom estaba enfermo. Supe que Almstrom estaba enfermo más que por las palabras del criado por la expresión de éste, que me comunicaba una certidumbre personal grave. Estas adivinaciones suelen ocurrir, aunque no son muy frecuentes, y nos impresionan por su justeza.

Crucé rápidamente el puente y llegué hasta el camarote de Almstrom. ¡Qué espectáculo! El profanador del sepulcro de Tutankamón estaba tendido en su litera, la boca ligeramente entreabierta, la camisa rasgada sobre el pecho, la frente bañada en sudor.

—¿Qué sucede?

Me hizo una señal de que cerrara la puerta. Corrí el pasador y entonces Almstrom, incorporándose, me dijo al tiempo que descubría su pecho y parte de su vientre:

—Mire.

No pude contener un escalofrío. En todas las partes blandas de su cuerpo se veían inmensos hongos de color verdeazul con ligeras motas amarillas en la periferia. Con mano cadavérica Almstrom tocó uno de ellos, y entonces entre los dedos se le quedó una mancha verdosoazulenca.

—Brotan de todo mi cuerpo —dijo.— Vea. —Y abrió la boca mostrándome la lengua. Una superficie verdosa y redonda mostraba la formación del hongo.

Me quedé mirándole atónito.

Almstrom continuó, mientras se friccionaba los miembros para deshacer los hongos que cristalizaban la superficie de su epidermis:

—Es un castigo. Vino un hombre. Un hombre de Egipto a ofrecerme este hongo el mismo día que se murió lord Carnavon. Un castigo de Tutankamón.

—Pero usted, Almstrom, ¿cree en esas niñerías?

—Vino el hombre. Yo tomé el hongo. Me llamó la atención su mal olor. ¿Usted no sabe que los hongos se reproducen por esporas? Escúcheme. He consultado la enciclopedia del barco. Hay un hongo llamado empusa muscae. Cuando una espora del empusa muscae se introduce en el cuerpo de la mosca, forma ramificaciones, los filamentos llenan todo el cuerpo y las germinaciones, en forma de hongos, salen por los tejidos más blandos del abdomen. La mosca, atacada por la inercia, deja de volar, duerme hasta que perece. Hay otro hongo, el amanita muscaria, que produce la locura, delirios. ¡Estoy perdido!...

—Pero...

—¡Estoy perdido! Ahora me explico el sueño que me ataca desde hace unos días: la inercia. El hongo del egipcio crece en ramificaciones dentro de mí; sus esporas se van reproduciendo en progresión geométrica. Dentro de algunos días, horas quizá, mi cuerpo estará totalmente cubierto de hongos... De hecho, mi economía orgánica está alterada. Yo ya no podré reaccionar. Me convertiré en un cadáver viviente... Pero escúcheme... Yo no quiero llegar a esto. Castigo o no, estoy perdido. Lo sé.

No supe qué responderle. Sabía yo también que los hongos se reproducían por progresión geométrica; así que dentro de algunas horas el cuerpo del violador de sepulturas herviría de muerte vegetal. Almstrom continuó:

—Me mataré esta noche. En cierto modo me alegro de no ser sepultado en tierra. Me arrojaré al mar. Usted me hará un postrer favor: la verá a mi madre...

—¡Almstrom!...

—No diga nada. Estoy perdido. Mi madre vive en San Francisco. Usted la verá y le explicará lo sucedido. ¡Ah!... Y dígale esto: hay en la cárcel de San Francisco una muchacha encarcelada bajo la acusación de haberle robado a mi madre. Quien le robó a mi madre no fue la muchacha: fui yo. Dígaselo a mi madre. Yo, por otra parte, le dejaré una declaración para el juez. Son tonterías que uno hace cuando se es un poco botarate.

Almstrom dijo todas estas cosas rápidamente; luego me hizo una señal y yo salí. Y sin rubor ninguno diré que salí satisfecho de terminar mi entrevista con ese hombre que debía ser un gran pecador.


Una luna de plata gemaba las olas. En el salón de baile del Green Star las parejas bailaban, los camareros pasaban frente a los ventanillos iluminados con bandejas cargadas de refrescos y yo, apoyado en la pasarela, me puse a contemplar el mar. De pronto, Almstrom se detuvo a mi lado.

—¿Quiere que bebamos un whisky? Luego me iré...

Le observé. Estaba sumamente pálido. Se mantenía en pie por un esfuerzo de voluntad. Después que nos hubimos sentado, dijo:

—Mi cuerpo parece ahora el tronco de un árbol cubierto de terciopelo verdoso. En cierto modo estoy contento de arrojarme al mar. Esto de disgregarse en las aguas y de permanecer siempre bajo la bendición del sol y las estrellas es consolador.

Levantó su mirada hacia un ramillete de estrellas que temblaban sus cristales sobre el tope del palo mayor.

Bebió el último trago de whisky. Hizo un esfuerzo para ponerse de pie y dijo:

—Vamos.

Le seguí.

Caminó lentamente hacia la popa del buque. Bajó una escalerilla. Sorteó unos pasadizos. Tropezó con una hamaca abandonada en la oscuridad y llegó al último puente de popa.

Un perrito blanco, atado a una cadena, le ladró.

Almstrom volvió la cabeza hacia el barco. En la oscuridad de la noche el buque parecía un barrio de ciudad moviéndose misteriosamente bajo la luna.

—He dejado un sobre con encargos para usted —dijo—, y también la declaración para el juez. Le estoy muy agradecido a sus bondades. Gestione la libertad de la criada.

Yo estaba tan emocionado, que no pude pronunciar una sola palabra.

Almstrom pasó una pierna por encima de la pasarela, volvió a saludarme con un movimiento de mano y luego se descolgó sobre el mar. El bulto de su cuerpo tocó las aguas, sumergiéndose sin vacilación en ellas.

La luna gemaba toda la extensión oceánica. Y en el sitio donde se hundió el violador de la tumba de Tutankamón no quedó nada más que un rizo de agua plateada.


(Mundo Argentino, 11 de mayo de 1938)

La venganza del médico

¿Fue o no aquel acto una venganza del doctor Niser Blake?

Hay cosas que la gente nunca debe olvidar, como por ejemplo la mentalidad de un hombre a quien se ha ofendido.

Esto fue lo que le ocurrió a Ofelia (señora), ella olvidó que en cierta época retorció como un trapo el orgullo de Niser Blake. Cierto es que de eso hacía mucho tiempo, pero también era que Niser le había dicho personalmente que no olvidaría el agravio en veinte años. Ella se echó a reír entonces, primero porque veinte años le parecía una incalculable suma de años y después porque era joven, bonita y solicitada. Estaban los dos en un baile, de pie frente a un espejo, Ofelia empolvándose las mejillas, él estirando el nudo de su corbata, cuando ella dijo:

—Hemos terminado, Niser. Es inútil que insistas.

Niser regresó a su casa, se tapó la cara con la almohada y lloró desesperadamente. El asunto no tenía solución, matarse, matarla. O matarse y matarla simultáneamente.

Niser no se mató ni cometió ningún homicidio. Halló fuerzas sobrehumanas, vaya a saber en qué rincón de su alma enloquecida, y se resignó a agonizar durante un año. Es curioso que un hombre pueda agonizar de pena durante un año, y que cada minuto sea un minuto de sufrimiento, por consiguiente, ese hombre, durante un año, vive varios millones de sufrimientos consecutivos e individuales. Pero así suele ocurrir, y así Niser vivió uno a uno durante trescientos sesenta y cinco días. Luego, una mañana, despertó con la sensación de que la cabeza se le había quedado hueca. Estaba un poco abombado, tenía la impresión de ser un hombre que había caminado durante mucho tiempo por la calle de una ciudad extraña cuyos pobladores eran exclusivamente gente negra. Escribió en una libreta de memorias:


“Me pareció que surgía de una especie de subterráneo, donde todo lo que me caracterizaba como ser humano había sido masacrado por una catástrofe horrorosa. Alguien, con una tenaza, arrancó la raíz de la bondad humana.”


Continuó estudiando. Abrió sus libros con extrañeza y alegría. ¡Estaba vivo! ¡Por cierto que estaba vivo ya que podía estudiar! Fue entonces cuando volvió a jurarse que la mala partida que le había jugado Ofelia Rotter la recordaría durante veinte años.

Es indudable que, para mucha gente que no odia ni quiere intensamente a alguien, veinte años son muchos años. Pero para un hombre siniestramente enamorado, ni en veinte siglos se vacían su odio y su amor.

Trabajó. Estudió. La imagen de Ofelia estaba clavada en él como un pequeño cáncer que no avanzaba ni retrocedía. Clavada allí en su interior la veía con la misma claridad con que podía ver sus bisturíes o el rostro de una enfermera. Un trozo de su alma reprodujo como la cera de un calco el rostro de Ofelia Rotter, y Ofelia Rotter permanecía en esa tierna oscuridad pronunciando la sentencia eterna:

—Yo no tengo la culpa de no quererte. Creía que me podía enamorar de ti.

Niser Blake sabía que eso no era exacto. Las palabras de Ofelia Rotter no reproducían la realidad de su sentir. La verdad era otra.

El caso es que las mujeres que frecuentemente incurren en estas equivocaciones siempre se consideran exentas de responsabilidad.

Siete años después de lo que dejamos narrado, el automóvil en que Ofelia Rotter viajaba con su marido chocó con otro. El volante se enterró en el pecho del hombre, matándolo instantáneamente, y ella salió de la catástrofe con el rostro deshecho por las astillas de los cristales. Entonces resolvió ponerse en manos de Niser Blake, que se había acreditado como un gran especialista en cirugía estética.

Ofelia Rotter estaba en su habitación del sanatorio que dirigía Niser Blake, cuando la mucama le alcanzó una carta.

Estaba escrita a máquina. La abrió y leyó:


“Usted se ha hecho operar por un médico que la odia. Y él la ha operado a usted, intencionalmente, mal, de manera que cuando usted se quite los vendajes, tendrá el rostro de un monstruo.”


Ofelia arrojó a un rincón la carta. Luego se precipitó y la recogió. Al dorso, también escrito a máquina, podía leerse:


“No olvide que usted fue su novia y lo hizo sufrir atrozmente. Y que él le dijo que aunque pasaran veinte años no olvidaría la ofensa.”


Ofelia Rotter nunca fue inteligente, y no había razón para que ahora, que estaba tan cerca de los treinta años, fuera más sagaz que a los veinte. La primera pregunta que se hizo a sí misma fue cómo podía ocurrir que el autor o autora del anónimo estuviera interiorizado de su intimidad y de la de Niser Blake. Su segunda idea fue quitarse el vendaje, pero las expresas recomendaciones que le hiciera Niser retuvieron su imprudente movimiento, y entonces tomó el partido de esconder el anónimo y luego pidió comunicación con un clínico del exterior.

El clínico (el doctor Straus, por quien conozco esta historia) le conminó que de ninguna manera tocara el vendaje. Por otra parte, ningún cirujano se atrevería a intervenir en la operación de un colega tomando como base de un supuesto atentado criminal los chismes de un anónimo. Además, era disparatado desconfiar de un cirujano de la responsabilidad de Niser.

Decepcionada, Ofelia Rotter consultó con otro médico y recibió la misma respuesta. ¡Tenía que esperar un mes!

Un mes son treinta días, y cada día tiene veinticuatro horas. Con la cabeza completamente liada en vendajes, Ofelia Rotter permanecía postrada en un sillón. ¿Sería posible que Niser fuera capaz de monstruosidad semejante? Sin embargo, para desfigurar a un ser humano bastaba maltratar algunos nervios, estropear uno o dos músculos, y el daño resultaría irreparable. Semejante atentado sería la ruina de Niser, pues nadie olvidaría su delito y él iría a la cárcel a pesar de su dinero.

Ofelia Rotter abandonó su sillón y, desesperada, gritó:

—¡Ese hombre es un monstruo! ¡Me ha desfigurado!

Luego, llorando histéricamente, se dejó caer en su cama. Acudió la mucama y le respondió que Niser aún no había llegado. Entonces Ofelia Rotter llamó telefónicamente al domicilio particular de Blake y alguien le respondió al otro lado de la línea:

—Ha salido al campo. No sabemos cuándo volverá.

Posteriormente se comprobó que la noticia era falsa, aunque nunca se pudo establecer quién fue la persona que desde la casa del doctor Niser dio semejante contestación. Si Ofelia Rotter, haciendo uso de la inteligencia que no tenía, hubiera pensado tan sólo un minuto, habría comprendido que la noticia era disparatada. El cirujano había operado abundantemente aquellos días, y no era posible que abandonara a sus pacientes en manos de extraños.

Pero nada de esto pensó Ofelia Rotter, sino que súbitamente volvió a representarse en su imaginación su propio rostro desfigurado por el cirujano, que ahora estaba fugitivo.

Tan enorme es la fuerza de la estupidez del miedo.

Un terror infinito entró en el alma de Ofelia Rotter. Se vio en um espejo imaginario con la cara cruzada por costurones tremendos. Niser la había transformado en un monstruo; ninguna persona medianamente sensible se atrevería a mirarla a la cara. Ella, en busca de una corrección, acudía a otros cirujanos, pero poco o nada podían los otros en su favor. ¡El médico criminal la había desfigurado para siempre!

La angustia creció tanto y tanto en Ofelia que, bruscamente, se lanzó a llorar.

Lloraba, y mientras lloraba, se representaba su futura vida de aislamiento. De pronto, abandonó el sillón y, desesperada, se lanzó contra la puerta de su habitación. Golpeó la madera con los puños y cayó desvanecida. Cuando reaccionó aún estaba sola. Entonces llamó a la mucama del sanatorio y le preguntó si había llegado el doctor Niser, y la muchacha le respondió que no. Silenciosamente, las lágrimas se desprendieron de los ojos de la operada y no pronunció palabra. Se quedó arrinconada allí en su sillón, pero tres horas después llegó un nuevo médico. El doctor Niser no podía venir a verla, no porque estuviera en el campo, sino porque estaba atacado por un principio de bronquitis. Lo de Niser no tenía importancia.

Durante esta visita, Ofelia se reanimó. El tono del médico nuevo era tan persuasivo y sincero, que no cabía dudar. Pero algunas horas después, el martirio de la duda volvió a cancerar su alma, e insensiblemente se fue desmoronando en el fondo de una desesperación solitaria. Ella quería rehuir sus pensamientos, pero éstos, más fuertes que ella, la sujetaban a una tortura insoportable y blanda, en la cual cada minuto no era un minuto, sino una larga unidad de tiempo, abultada por su tremenda y secreta impaciencia.

Y esa misma impaciencia y terror crecían tanto y tanto, que en pocos días esta mujer quedó nerviosamente agotada. Tendida en un sillón con los ojos fijos en un punto invisible, con el resorte de los labios aflojado, como encadenada a un suplicio sin fin. Como su rostro estaba totalmente vendado, esta expresión de su martirio secreto pasó por completo inadvertida.

Ofelia Rotter pensaba con dolor creciente en los tiempos cuando era hermosa. Ya no cabía duda alguna sobre su desfiguración: debía ser atroz, Niser continuaba invisible.

Un día, imponiéndose un gran esfuerzo, exigió imperiosamente su presencia; apareció el médico joven que había sustituido al cirujano y le respondió que Niser estaba gravemente enfermo. Sus compañeros habían confundido un principio de neumonía con uno de bronquitis. Cuando Ofelia manifestó sus secretos temores, el médico joven se echó a reír y le respondió:

—¡Mi querida señora! ¿Cómo es posible que crea usted en semejantes monstruosidades?

Ofelia Rotter movió la cabeza con desesperación. Con ello quería expresar que lo irremediable había sucedido. El médico joven, un poco molesto por la extraña manía de la clienta del doctor Niser, optó por marcharse. Sus deberes eran netamente otros. Además sospechaba que el accidente pudiera haber afectado mentalmente a la señora Rotter.

Tres días después de esta conversación, una noticia sensacional corrió por el sanatorio: el doctor Niser había fallecido a consecuencia de una bronconeumonía. Ofelia se estremeció; luego pensó que aquel maldito hombre había muerto justamente a tiempo para librarse de las persecuciones de la justicia. Y se desplomó en su angustia permanente.

Los días pasaban ahora sobre su cabeza con la misma lentitud que carros de piedra arrastrados por bueyes. Todo en ella moría, agotado por una desesperación contra la cual no podía luchar. Faltaban aún quince días para desvendarle el rostro, y esos días se le representaban interminables. No transcurrían jamás, jamás. Sus brazos, su cuerpo, sus sentidos permanecían mortecinamente aplastados. Dormía y no dormía. Su sueño, pesado de sobresaltos, se disolvía con las primeras luces del alba y, entonces, hubiera querido morir antes que afrontar la longitud de un día que no terminaría nunca.

¡Oh, qué prisión de espantoso acero era aquella prisión de gasa que envolvía su rostro!

Finalmente, un día, para su suerte, dejó de cavilar. Su pensamiento, desprendiéndose de los sesos, se sumergía como otro trozo de sombra en las tinieblas. Una mañana la enfermera, asombrada, comprobó que Ofelia Rotter permanecía inmóvil, sin probar alimentos.

Le hablaron, y no respondió, la llevaron entonces a la sala de operaciones, a la cual ella, mansamente, accedió sin poner resistencia, y le quitaron los vendajes que cubrían el semblante.

A la vista de los médicos apareció el rostro de una criatura de belleza extrahumana por su expresión de paz. En su cara no aparecía ni el menor rastro de las operaciones a las cuales había sido sometida. Pero ella no hablaba, no se movía. El miedo la había vuelto idiota.


(Mundo Argentino, 30 de agosto de 1939)

La venganza del mono

António Fligtebaud, término medio asesinaba un hombre por año.

Su exterior era agradable, pues la naturaleza le había dotado de un físico simétrico. Su sonrisa bondadosa, sus maneras afables, no hacía suponer que fuera un correcto asesino.

Era paciente, astuto, cobarde y sobre todo, muy cortés. Jamás utilizó cómplices en la preparación de sus homicidios, lo que revela un carácter sumamente ejecutivo, que le concedía un extraordinario relieve a los dictados de su voluntad.

El estudio de un crimen, ya que no utilizaba cómplices (Fligtebaud era un hombre de rigurosísimos principios), lo sumergía en largos meses de labor, durante los cuales analizaba tan meticulosamente los detalles de su plan, que cuando se resolvía para la acción, podía afirmarse que la muerte ya estaba madura en el cuerpo de su próxima víctima.

El primer hombre que asesinó no fue uno, sino dos; resultó ser un joyero portorriqueño. El joyero, de natural desconfiado, vivía en el mismo local que ocupaba su establecimiento, en compañía de un joven de fornida apariencia. Fligtebaud esperó la oportunidad en que se desocupó un local junto a la joyería, perforó el muro una noche de tormenta y agredió al joyero a pistoletazos. El joyero falleció en su cama, el joven dependiente cayó junto a un muro. Fligtebaud desocupó la caja fuerte de todos los valores que contenía. Este doble asesinato le valió veinte mil pesos.

Al día siguiente se hospedó en un sanatorio, cuyos médicos se consideraron felices de tratarle una úlcera al estómago, que él no tenía pero que fingía padecer. Descansó de sus fatigas y quebrantos durante tres meses, y luego viajó, porque era aficionado al espectáculo del mundo y al trato con variada gente.

Dos años después, en Valparaíso se introdujo en el departamento de un respetable bolsista; mató a su criado, y luego, después de amarrar al especulador a una silla, comenzó a quemarle la planta de los pies, hasta que el desdichado le reveló las combinaciones de su caja de hierro. De allí extrajo en efectivo ciento cincuenta mil pesos chilenos, cinco mil dólares y veinte mil pesos en joyas. Para que el hombre, cuyos pies había tostado, no revelara su identidad a la policía, lo mató de un tiro. No ejecutó este hecho por crueldad, sino por principios. Lo cual condecía con una frase que en otra oportunidad soltara ante el decano de una facultad que visitaba: “Un hombre sin principios es semejante a una nave sin brújula".

Consumado este delito, volvió a internarse en un sanatorio. Explotaba ahora un ataque de reuma, que los médicos tuvieron una evidente satisfacción en tratar.

Antonio Fligtebaud gozaba de la paz blanca de los sanatorios, las enfermeras discretas y bonitas, los médicos paternales, los practicantes, que al caer de la tarde buscan la conversación de un enfermo inteligente. Y Fligtebaud resultaba un “enfermo" agradable, pagaba puntualmente y seguía los inofensivos tratamientos con una escrupulosidad de hombre que valora la importancia de la terapéutica.

Jamás experimentó remordimientos de conciencia por la suerte que se había cumplido en sus víctimas. También es cierto que antes de matarlas o torturarlas les cubría la cabeza con una sábana, de modo que de su prisionero sólo escuchaba las palabras, pero no veía las expresiones, que en última instancia son las que determinan la calidad del terror, del remordimiento o de la repulsión.

Era ligeramente alto, blanduzco, invertebrado; al caminar arrastraba los pies, pero cuando se aproximaban los momentos de la acción, todo él se transformaba en una figura musculosa, atlética y escrutante.

Cuando no se hospedaba en un sanatorio, hacía deportes. No jugaba, no bebía; le agradaba la vida en sí, la música negra y los ballets de Stravinsky. En síntesis, si no se hubiese dedicado a matar a sus prójimos como perros, habría resultado una bellísima persona.

Noche

En la ventana de una buhardilla totalmente a obscuras se encuentra Fligtebaud apoyado de codos en el alféizar, con un prismático largavista frente a sus ojos. El que pudiese colocarse tras del anteojo descubriría que Antonio vigila a un hombre situado a ciento cincuenta metros de distancia, sentado frente a una mesa, tras de una ventana enrejada, en una habitación empapelada de rojo.

Al lado de Fligtebaud hay un fusil.

Fligtebaud observa atentísimamente a través del prismático.

Aquel hombre situado a ciento cincuenta metros de distancia con la mano el lomo de un animal que está sobre su regazo y del cual sólo son visibles los cuartos traseros. Aquella habitación distante produce la sensación de ser la trastienda de una ropavejería situada en la planta más alta de un viejo edificio que probablemente tiene diez pisos de altura. En la mesa, a través del lente de Fligtebaud, pueden verse tres relojes de estilo rococó, en plata sobredorada. De los muros cuelgan encimados marcos sin cuadros y cuadros sin marcos; en un ángulo de la mesa hay un jarrón de porcelana china, frente a él revienta una carpeta apretada de papeles; mientras que en el espejo de un ropero frontero se refleja el vertical cubo negro de una caja de hierro.

Fligtebaud no abandona su largavista.

De pronto la puerta se abre; entra una mujer gorda con la cabellera negra envuelta en una redecilla; la mujer trae una cesta en la mano, habla algunas palabras con el hombre, que permanece de espaldas a la ventana, y luego sale. El hombre se pone de pie, luego se sienta, y la anciana sale.

Fligtebaud abandona el catalejo y coge su fusil. El fusil está provisto de silenciador y alza telemétrica. El asesino encañona la espalda del hombre sentado; de pronto, el desconocido, que está a ciento cincuenta metros de distancia, se pone de pie.

Fligtebaud recoge su anteojo. El hombre súbitamente agrandado a través de los cristales, aparece como un anciano cubierto de una bata de velludo.

En aquel rostro misteriosamente aproximado aparece la máscara de un hombre duro, cínico, enérgico. Queda detenido un instante frente a su habitación; luego camina hasta la ventana; parece que su intención fuera cerrarla, pero desiste; se encamina a la puerta por la cual salió la criada gorda, gira dos veces la llave en la cerradura, y luego baja una barra de hierro, que asegura la fortaleza de la puerta.

Fligtebaud sigue todos los movimientos del anciano a través de su largavista.

El viejo abandona la puerta y se dirige a la caja de hierro. En el espejo del ropero se ve su figura reflejada de espaldas, mueve el brazo y la puerta de la caja de hierro se entreabre. Retira un paquete; vuelve a sentarse frente a su escritorio.

Fligtebaud coge nuevamente su fusil. Encañona cuidadosamente la espalda del viejo reticulada por los barrotes de la ventana que da a la calle, y en la buhardilla se escucha el estampido de una bolsa de goma que revienta. El asesino enfoca al anciano con su prismático. El viejo yace frente a la mesa con la cabeza caída sobre el pecho y un brazo vertical a la pata de la silla. De pronto, con un esfuerzo tremendo, el viejo se pone de pie. Nuevamente Fligtebaud le encañona con su fusil y aprieta el gatillo. Cuando se lleva el largavista a los ojos, el desconocido ha caído de bruces sobre la mesa. Y ya no se mueve más.

Fligtebaud se retira de la ventana, cierra las hojas, enciende la luz en la habitación. Se puede observar que tiene las manos enguantadas. Desarma el fusil y se lo coloca al cinto; recoge dos cápsulas de bronce caídas sobre la alfombra; apaga la luz y sale.

Media hora después, Fligtebaud entraba al edificio en cuyo último piso se encontraba el anciano que él había asesinado desde la buhardilla situada a ciento cincuenta metros de allí. Nuestro hombre se encaminó rápidamente por un largo pasillo. Hacia el fondo se descubría la puerta de un ascensor. No encontró a nadie. Marcó el piso quinto en el distribuidor del ascensor, pues aquella casa tenía ocho pisos, arrancó un pequeño cable que partía del distribuidor y descendió en el quinto piso. Dejó así inutilizado el mecanismo, y subió tres pisos.

Cuando llegó a la puerta del único departamento situado en el octavo piso, sacó del bolsillo una palanqueta, no menor de treinta centímetros de largo y de afiladísima uña; sin vacilar, como si aquel fuera el único y legítimo procedimiento para abrir puertas, introdujo la uña de acero entre las juntas de la puerta, ejecutó un brusco movimiento, saltó la cerradura y se encontró en un patiecillo a obscuras. Cerró la puerta, encendió una linterna eléctrica y trató de forzar una de las cuatro puertas que daban al patiecillo. Saltaron las cerraduras, pero las hojas permanecieron firmes. Estaban aseguradas por dentro con cadenas o barras.

Tuvo que descerrajar los tableros inferiores de una puerta con ayuda de la palanca y entrar a gatas por aquel agujero. Junto a la puerta encontró la llave de las lámparas eléctricas; giró una y se encontró bañado de luz en el interior de la tienda de un ropavejero. Las habitaciones del departamento estaban revestidas de estanterías, y en el interior de las estanterías, tras de los vidrios cargados de polvo, se veían abrigos, vajillas, pieles, trajes, porcelanas, aparatos de uso indeterminado.

Fligtebaud miró estos objetos y sonrió despectivamente. Sin embargo, tomó la precaución de marcar la huella de su zapato en un rincón frente a la estantería, que era el lugar donde más polvo se había acumulado. Tomó esa precaución porque había revestido la suela de su zapato de otra suela gruesa, de tamaño más pequeño, pero que al ser identificada por la policía le permitiría afirmar a ésta que el autor del crimen era un hombre que medía aproximadamente un metro y sesenta centímetros de estatura, cuando en realidad Fligtebaud medía un metro y setenta y ocho.

Entró finalmente a la sala. El viejo fusilado desde la buhardilla continuaba echado de boca sobre su escritorio. Fligtebaud dejó su galera negra sobre el jarrón chino y se encaminó a la ventana que esa noche el usurero había tenido intención de cerrar. El asesino corrió escrupulosamente la cortina. Luego se volvió hacia el muerto y lo reconsideró con una mirada malévola. Parecía que no estaba satisfecho de verle muerto. Permaneció así un minuto, y luego salió de su atracción cargado de ferocidad, para dirigirse a la caja de hierro, cuya puerta continuaba entreabierta. Sacó del bolsillo de su sobretodo a cuadros una bolsa de tela y comenzó a desvalijar la caja de hierro. De los estuches que dejaba caer vacíos al suelo substrajo joyas, collares, anillos de platino y de oro; derramó el contenido de una bolsita de cuero en su bolsa, y rodaron rubíes, topacios, brillantes. Debían ser piedras pertenecientes a joyas desmontadas y que el usurero habría comprado a algún ladrón. Encontró numerosos relojes de oro; abrió una caja pequeña, y había allí una talega con pequeños lingotes de platino y de oro; en otro compartimiento encontró un paquete de billetes de moneda extranjera, y en una caja de cartón quince mil pesos en billetes. En otra caja más pequeña halló un puñado de gemelos de oro pertenecientes a juegos distintos.

Experimentó una sensación molesta.

Alguien lo estaba mirando.

Se volvió.

Encaramado en la mesa, con su galera entre las manos, estaba un pequeño mono de pelaje marrón, con el cual acostumbraba jugar el usurero. El monito barbudo miraba fijamente al asesino. Sus redondos ojillos negros parecían cargados de la misma maldad que Fligtebaud había sorprendido en los ojos del usurero cuando él lo vigilaba con su largavista desde aquella buhardilla a la que no volvería más.

El criminal, en otra circunstancia, no hubiera hecho caso del repulsivo animalejo, pero ahora la odiosa bestia tenía su galera en la mano, su flamante galera de la cual se había olvidado de arrancar las iniciales que le colocara el solícito sombrerero.

Fligtebaud no era hombre de improvisaciones. Si disparaba su pistola sobre el mono, podía acudir gente. Mejor que fingiera amistad. Dio un paso hacia el mono, y éste, ágilmente, con la galera en la mano, saltó al suelo. El hombre avanzó otro paso hacia el mono, y este, con una expresión rastrera pintada en su cara barbuda, salió de la habitación para entrar a la otra. Con la galera en la mano, la cola arrastrando por el suelo y la cabeza inclinada, el mono parecía un demonio que se burlaba del asesino. Fligtebaud se detuvo, y el monito le imitó. Como si pretendiera exasperar al hombre ceñudo que lo miraba, la perversa criatura velluda levantó la galera sobre su cabeza. Antonio quiso avanzar hacia él, y el mono, caminando sesgadamente, se colocó junto al agujero que el asesino había descerrajado en la puerta.

Como una esponja comprimida se cubre superficialmente de agua, así se cubrió de sudor el cuerpo del asesino. Era necesario que lo arriesgara todo. Echó la mano al bolsillo de su sobretodo; mataría al mono de un pistoletazo. Pero en cuanto el odioso animal le vio iniciar el gesto, como si comprendiera su intención, chillando estrepitosamente salió por el agujero al patio. Antonio se echó al suelo, y arrastrándose salió al panecillo tras el mono.

Una luna amarilla asomaba sobre las murallas de los altos edificios. La claridad estrellada, abombada sobre la terraza que correspondía al piso del usurero, recortaba la silueta del mono con la galera del asesino en la mano.

Fligtebaud no perdió su serenidad. Era necesario que apresara al mono. Afortunadamente, una escalerilla de hierro llevaba a la terraza, pero la entrada a la azotea estaba clausurada por una altísima puerta de lanzas asegurada por una cadena y un candado. Por allí había pasado el mono; por allí no podía pasar él.

El asesino se sintió enloquecer de furor. Estaba a un paso de su perdición. Tenía que apoderarse de su sombrero que el maldito mono había abandonado en el centro de la terraza para dedicarse a columpiarse colgado de los cables del telégrafo.

Pensó rápidamente que la llave del candado debía estar en el llavero que tenía el usurero.

Volvió a entrar al cuarto donde se encontraba el muerto. Se acercó al cadáver e inclinándose sobre él le puso las manos en el bolsillo. Allí no estaban las llaves. Recordó afortunadamente un gesto que hizo el anciano al aproximarse a la puerta de la caja de hierro, y entonces le introdujo la mano en el pecho. Efectivamente, de un cordón de seda negra colgaba un manojo de llaves. Las retiró empapadas de sangre. Filgtebaud sentía asco y fatiga. Examinó las llaves cargadas de coágulos de sangre, las limpió con un papel; allí estaba la del candado. Marchó rápidamente hacia la terraza.

El candado se abrió, la cadena cayó al suelo; al oír el chirrido, el mono que se columpiaba de los cables del telégrafo, se lanzó de un salto hacia la galera que había dejado abandonada en el centro de la terraza y la recogió.

El asesino sintió que le arrebataba un torbellino de locura y furor. Era necesario que recobrara su galera y que además lo quemara a fuego lento al maldito mono. Sí, se apoderaría de él y lo torturaría toda la noche. A su vez, el mono, con la galera arrastrando por el suelo, echó a correr delante de él. Con la cola tiesa como la de un gato, avanzaba ahora a lo largo de un pequeño muro. El asesino, poseído de la misma fatiga que experimenta un durmiente en el transcurso de una pesadilla, trepó a la pared; el mono avanzaba rápidamente y él despacio. Cruzaron una verja de lanzas; el mono, trepándola ágilmente, Fligtebaud desgarrándose el pantalón y el corazón batiéndole como un tambor dentro del pecho. Algunas joyas cayeron de su bolsillo. Cruzaron frente a una mansarda iluminada; había un hombre de espaldas a la ventana; no les vio pasar. Fligtebaud sudaba como si fuera verano, y sin embargo hacía frío. Aquella era una persecución fantástica y dolorosa. De la noche, el asesino no veía nada más que un vacío profundo y estrellado, y en el confín, tan próximo y tan distante, el mono solapado, cuyos ojos le miraban de través. Y pasaban junto a patios profundos, a lo largo de muros altísimos. El hombre no experimentaba el más mínimo vértigo. Hubiera podido correr a lo largo de una cornisa, porque ya accionaba como un sonámbulo. Se diría que la maldita bestezuela le había hipnotizado, porque involuntariamente él repetía sus movimientos, apresurándolos o retardándolos, según el ritmo con que el mono avanzaba por las alturas.

De pronto el animalito se detuvo. Rascándose la cabeza y mirando las estrellas, parecía reflexionar; dejó la galera en el suelo, miró hacia el asesino, y repentinamente, como si tuviera miedo, abandonó definitivamente el sombrero, y a grandes saltos desapareció en las tinieblas.

Fligtebaud ansiosamente entró en la sombra profunda que proyectaba un rascacielo. En aquel triángulo de azotea estaba su galera, y frenéticamente se lanzó a ella. Un crujido estalló a sus pies, y diez puntas de cristales rotos le desgarraron los muslos, y por el agujero que su cuerpo abrió en una claraboya de vidrio se desplomó en el vacío. Un reguero de luces volteó en sus ojos. Cuarenta metros más abajo se aplastó en el mosaico de un patio. Y ya no se movió más.

La galera, desprendida de sus manos rotas, rodó hasta un muro.

Al día siguiente, en los periódicos que narraban la muerte del asesino, podía leerse:

"Se busca al cómplice que después del robo mató a Fligtebaud, pues se ha encontrado su galera arañada y mordida. La particularidad de este doble homicidio preocupa a los investigadores.”

Pero el cómplice no pudo ser hallado jamás.

Las fieras

No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.

Sin embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a ese engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y más en la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros espantosos aburridos como yo soportan entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas negras o verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal de nuestras almas.

Jamás le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué?

La unica informada de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es la lectura de la "Vida Social", y una virtud la de gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San Fernando.

Ceba mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para siempre.

Lo dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día tras día.

A medida que pasan los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y acostumbramiento. La actitud más ruin y la situación más repugnante me parece natural y aceptable. Me falta extrañeza para recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas veces.

Pero a pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo gusto de jactarse de haberla realizado.

Muchas veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo de la tarde cuando estuvimos juntos, en la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán. Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la fila de bancos… pero han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada.

Incluso he cambiado de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras por mí, nadie sabría contestarte.

Sin embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas.

Con la diferencia, claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva.

Y si me resta tu recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca podré vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia, no se escoge. Se acepta.

Estalló tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición.

Grisáceo como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano de orines y un poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su soporte un farol de petróleo.

Nunca olvidaré. El macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el comisario… Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros cercos por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo, tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u opresores, más allá de la dureza de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y la almendra aceituna de tus ojos.

Fue un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con la nitidez que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la obsesión del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a golpes por el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver.

Después salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo y en la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara.

¡Tacuara! ¿A dónde no habré ido con Tacuara?

Por ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con alambre de fiambrera, mientras llega desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas, cargado con una pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho caballos envueltos en grandes nubes de tierra amarilla.

Por Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan inmensas como cuadras de un cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para no perder tiempo con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.

¡A dónde no habré ido con Tacuara!

En su compañía he recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez y Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto, Villa María y Bell Ville.

Con el auxilio de los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines y parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos donde trabajaba con todos los hombres mi único amor.

Viajamos por agua.

Estuve en Paraná, Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul, San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me tiraron encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas. Pasamos a Río de Janeiro, y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de Laranyeiras. La casa de piedra mostraba en el frontín un mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara eléctrica que iluminaba una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares barras de hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una estatua, de pie, Tacuara hacia cinco horas de guardia. A través de las rejas los hombres que le apetecían podían tocarle las carnes para constatar su dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado de palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros se liaran a cuchilladas.

Volvimos a Buenos Aires.

Yo extrañaba mi calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las cajonerías para fruta del Delta.

Y así, fui hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de Ambos Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo.

Por la noche llegan perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan, saludan de soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa.

En el fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada, y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha observado, pero hay días que entre cuatro, apenas si pronunciamos veinte palabras.

De un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin excepción, han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro una máscara de fealdad cínica y dolorosa.

¡Y qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar!

Por ejemplo… el negro Cipriano:

Es rechoncho como un ídolo de chocolate.

En otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente, que vestido de blanco, le servia a una escogida concurrencia de rufianes y macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata.

Aunque no lo diga, se enternece evocando los paisajes sonrosados.

—Los ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende: siente nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores de catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa. No se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias, fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos de sebo, e implacables como verdugos.

Estos hombres tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y ricitos de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas.

Despreciaban profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los empleados de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con cheques que firmaban guiñando un ojo socarronamente.

Cipriano sabe muchas cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como violar a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica.

Y sin embargo sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial.

Nadie, viéndolo, pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el encargado de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las prostitutas desobedientes. Cuando recuerda las mujeres que castigó, sonríe con dulzura de hipopótamo resoplando agua y barro en el cañaveral de una manigua.

Y más dulzura bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra el suelo tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude como una descarga de voltaje el cuerpo sujetado… y la fila de hombres, que con los pantalones sostenidos con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo del niño perforado por un dolor terrible se arquea y luego cae exánime.

Y si alguien, para mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un ladroncito, Cipriano que se jacta de haber "desmayado grandes", entrecierra los ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo adormilado en la marisma, apetece la inmundicia, y sólo cuando está muy contento dice algunas palabras en un dulce francés de la Martinica.

Por otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre respetuosamente.

Tosiendo penosamente se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero y tuberculoso.

Tiene treinta años de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado de repetir siempre la misma infracción inexistente "portación de armas"

Lo perdieron las malas juntas.

Cuando se enoja tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se sumerge en intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y aunque ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables pretextos para desenvainar el cuchillo:

—Es como una niña.

Indudablemente, resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por "una niña" Angelito el Potrillo.

Cuando Angelito está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un tiempo de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando el cuento de "filo misho" y otros ardides más o menos sutiles, pues Angelito el Potrillo no es como aquellos perdularios que no practican sino su especialidad, sino que a él, "le da tanto un barrido como un fregado".

Por ahora Angelito está muy débil y no viaja.

Permanece horas y horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los pesquisas que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no lo detienen. Incluso algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado en sonrisa. Dice que "es un consuelo saber que se va a morir entre la consideración de la gente correcta". ¡No te diré como fui hundiéndome día tras día!

Ahora cada uno de nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza. Ayer… hoy .. mañana…

Hundiéndome día tras día.

Cómo explicar este fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los sentimientos embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda renunciación a la luz. Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para cada rostro de mujer la mano se nos crispa en una tentación de cachetada, porque junto a nosotros, no se encuentra aquella, la preciosísima que nos destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue. ¿Para qué hablar? Si todo lo dice el silencio de sombras que entolda el bar amarillo, donde se inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas terrestres. Fieras enjauladas, permanecemos tras los barrotes de los pensamientos residuos, y por eso es que la sonrisa canalla se despega tan dificultosamente del semblante encolado en una contracción de aburrimiento perrero.

Los días son negros, las noches más encajonadas que calabozos.

A veces pasa tu recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y Tacuara como si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina rápidamente de pies a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual:

—¿Qué te pasa? ¿Te duele el corazón?

Su ojo derecho se entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a medias torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejia, me pregunta:

—¿Te acordás de ella?

No te diré como fui hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible pecado. La verdad es que fui quedando aislado.

Caminaba como antes por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y hasta me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria, mas la verdad es que estaba horriblemente solo.

Alguna que otra vez sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por la tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba entonces a través de los intersticios de mis vértebras.

Luego la noche del pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el crepúsculo que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos que la medicina clasifica con el nombre de idiotas profundos.

Llegué así por descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad silenciosa, en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero.

El Relojero no habla nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le suministra a su "señora" una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón, le pregunta por qué le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe dolorosamente y contesta después de rumiar largo rato su respuesta:

—Qué sé yo. Será porque estoy aburrido.

Guillermito cuida el físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos ultravioletas, pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida, crispación que anticipa el gesto de echar la mano a la cintura para sacar el revólver y resolver un asunto de vida o de muerte. Jamás ha robado en la ciudad, y siempre conversa de instalar una timba. Aspira como yo lo fui en otros tiempos, a ser dueño de un recreo con parrilla criolla, pero aún no dispone del necesario capital y sus opiniones políticas no pueden ser más estúpidas.

Está con Yrigoyen y la democracia.

Uña de Oro seduce a las "loquitas" con su perfil de gavilán y los transparentes ojos verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso de las sienes huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado apoya los brazos en la mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta del café, con ronquido feroz

¿Es necesario describir estas cosas simples, bestiales, primitivas?

Nos comunicamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno de nosotros está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto haber fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente un rincón sucio.

¿Qué miramos?

No te lo podría decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué a profundidades increiblemente tristes. Ahora mismo.. cierro los ojos, como Uña de Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos… pero no duermo. Pienso que es triste no saber a quién matar.

De pronto el choque del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la descarga de un revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La vida continúa siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad, un intervalo donde descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya que es necesario aguardaría siempre, aguardaría siempre en el desconocido que entre inopinadamente al café o en el temblequeo de la campanilla del teléfono.

Jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de olvido persiste una constante tensión nerviosa, una especie de "alerta está", vigilancia inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve permanentemente los párpados y las pupilas, en un soslayar siniestro.

Ningún desconocido al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible abanico de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías blancas y negras de las fichas de dominó.

Cuando no se juega, los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El cigarrillo se consume lentamente en el vértice de los labios y entonces… cuando menos se espera aparece el sufrimiento sordo, una como nostalgia de las entrañas que ignoran lo que quieren, arruga las frentes, ¡ah! cómo explicar esta desesperación, nos lanzamos a la calle, vamos hacia los departamentos donde nunca falta una atorranta con la cual acostarse, y desfogar babeando en un mal sueño este dolor que no se sabe de dónde viene ni para qué.

Y es que todos llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra retenida, un golpe que no sabe donde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna a puntapiés a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le envasa un dolor que es como desazón de un nervio en un diente podrido.

Y cuando este dolor, que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla en un corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por resonancia los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese momento parecía un círculo de dormidos se anima de injurias terribles y de odios sin razón, y sin saber cómo surgen agravios antiguos y ofensas olvidadas. Y si no llegan a las manos es porque nunca falta un comedido que interviene a tiempo y recuerda con melifluo palabrerío las consecuencias de la gresca.

Una fiesta que no hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y amigos perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en provincias. O purgando una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero, tengan la cabeza rapada o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien valen la acogida que se les hace; y entonces por un minuto el mozo se soflama. Tal diversidad de bebidas solicitan los gaznates distintos. Una alegría espantosa estalla en el interior de cada fiera, y siguiendo el impulso de una vanidad inexplicable, de un orgullo demoniaco, se habla… Si se habla es de cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su persecución en los clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se habla, es de riñas con bandas enemigas que las han raptado, de asaltos, de emboscadas, de robos, escalamientos y fracturas. Si se habla es de viajes en transportes nacionales a "la tierra", si se habla es de la cárcel, de las eternas noches en la "berlina" (calabozo triangular donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se habla es de los procedimientos de los jueces, de los políticos a quienes están vendidos, de los pesquisas y sus ferocidades, de interrogatorios, careos, indagatorias y reconstrucciones, si se habla es de castigos, dolores, torturas, golpes sobre el rostro, puñetazos en el estómago, retorcimiento de testículos, puntapiés en las tibias, dedos prensados, manos retorcidas, flagelaciones con la goma, martillazo con la culata del revólver… si se habla es de mujeres asesinadas, robadas, fugitivas, apaleadas…

Siempre los mismos temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la ferocidad. Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo. En una distancia Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan acompañados del camarada que los presentó.

Entonces las miradas recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende la victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa fría encrespa algún labio, ya que se sabe con quien está por caer la desgraciada, incluso el que la ronda ya ha anticipado el número de palizas que le suministrará, un fósforo crepita al encenderse entre dos dedos y el humo azulento sube despacio hacia el plafond.

¡Oh! cuántas, cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables noches negras

Una vez es Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue que una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una mujer.

Ella quería irse a vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa.

Relatos de esta índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles. Todos estamos coscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por aburrimiento o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente más bellaco que el que no condenamos. A decir la verdad, aploma a nuestras consciencias un sentimiento implacable, quizá la misma fiera voluntad que encrespa a las bestias carniceras en sus cubiles de los bosques y las montañas.

Además, conocemos muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos semejantes a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día que caigamos bajo el cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace mucho tiempo nos está esperando entre las tinieblas. Porque a cada uno de nosotros, lo espera alguien.

Después de haber vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan hosco, mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable sólo en los bajíos del mal.

Ahora en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio constituye un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se asienten nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos.

La música retoba el aburrimiento

Un tango antiguo nos recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo de una mujer, otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala.

Si el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces el placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o también el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga asesina, o también el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que nosotros recibimos con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado acostándose con otros

Lloro de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: "Esperá un momento querido, que pronto me desocupo".

El tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones de rigor: "Le presento a mi marido".

Tardes de lluvia desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón, la bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el "hasta luego querido", el "tené cuidado con los tiras, nena" y la mujer que en el instante de la despedida siempre tiene un gesto raro, casi doloroso al principio en el oficio y que mediante un esfuerzo de voluntad recubre su rostro de una máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente en otra, mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta. Inmediatamente a uno le cruza la mente esta preocupación: "En fija la encanan hoy" o "¿No será la última vez que la veo hoy?"

Por eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y Guillermito el Ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro, se nos entra a los ojos, mientras tras el espesor de la vidriera que da a la calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados.

Los bandidos de Uad-Djuari

Era siempre el mismo y no otro.

Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del "fondak", veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de edad, quien al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente nos saludaba:

—La paz.

Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondísimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas campesinas de las cabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón,a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.

Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenia y yo nos habíamos conocido en el hotel Continental, donde nos alojábamos. Esta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:

—íQué felices parecen! íCuánto deben quererse!

No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño.

—La paz…

Era el maldito niño musulmán que nos saludaba correctamente. El pequeño, después de saludarnos, se sentó muy gravemente a la orilla de la fontana y se puso a mirar, con el gesto pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de piel de cabra que le colgaban de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un pequeño fez rojo, muy elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita que era la mar de graciosa.

"íMaldito sea el niño y su gracia!" me decía yo.

El dichoso pequeñito, cada vez que nos veía, se llevaba la mano al corazón y nos saludaba ritualmente.

—La paz…

Arsenia estaba encantada con el chiquillo.

—¡Vea usted qué gracioso! —me decía—. ¡Qué bonito! ¡Qué educado!

Yo escuchaba esos elogios con el aire displicente del que de ninguna manera participa de ellos. El dichoso niño jamás se nos acercó como otros niños a ofrecernos ni guitarras de caparazón de tortuga (tortuga sintética fabricada en Alemania), ni carteras moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni puñales con leyendas coránicas repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar estampados en París. El niño, como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las manos a los labios, a la frente y al corazón, y de allí no pasaba.

Yo, que sin razón alguna me jactaba de conocer a los orientales mejor que Arsenia, le decía:

—El niño ése debe ser un granujilla de la peor especie. Me resulta cien veces más hipócrita que esos otros truhanes que le cargosean a uno ofreciéndole "recuerdos" apócrifos.

—No hable así de ese inocente —me respondía Arsenia, malhumorada. Y con gran fastidio de mi parte, le enviaba un beso al niño en la punta de sus dedos. Y el inocente nos seguía por la callejuela con la larga mirada de sus ojos aterciopelados.

— Dónde vivirá ese muchachito? —me preguntaba Arsenia.

—Supongo que en cualquier caverna…

—¿Por qué no le llama?…

—En fin… , si usted quiere…

—Sí… Llámelo…

¿Qué otro remedio me quedaba? Esa mañana, en cuanto llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al niño. A nuestras preguntas respondió que se llamaba Abbul y que se ganaba la vida guiando a los turistas.

—¿A dónde guías tú a los turistas? —dijo Arsenia.

—A la Casa de la Gran Serpiente.

—¡La Casa de la Gran Serpiente! ¿Qué es eso?

—Pues, escúchame, señor, y verás —dijo el niño—. Mi padre, que es un excelente hombre de la cabila de Anyera, tiene una serpiente de once varas de largo metida en un pozo cubierto con una tapa de vidrio. Todos los días, a las diez de la mañana, la serpiente devora un cabrito vivo. Siempre hay forasteros y turistas que tienen curiosidad de ver cómo la Gran Serpiente se traga un cabrito vivo, y qué es lo que hace el cabrito en el fondo del pozo cuando ve que la Gran Serpiente se le acerca con la boca abierta…

Yo miré a mi amiga como diciéndole: "¿No le decía yo que este niño es un canallita de solemnidad?". Pero Arsenia ni se dignó mirarme… Inclinada sobre el niño que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias, dijo:

—¡Qué horrible! ¡Eso debe ser terrible!…

El pequeño Abbul se sonrió como una tímida colegiala, y respondió:

—La serpiente abre una boca espantosa y el cabrito llora en un rincón… Siempre la boca del pozo está rodeada de turistas…

—Es horrible —insistió Arsenia. Y acordándose de mirarme, dijo: —¿Qué le parece si fuéramos?

—Vamos.

—Tú nos acompañas —le dije al niñito modosito como una colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha, mientras que Arsenia, un poco histéricamente, se creía obligada a decirme:

—Yo creo que no voy a soportar eso: Creo que me voy a desmayar. Pero ¿será cierto, Abbul, que la serpiente tiene once varas de largo?

El niñito musulmán aseveró gravemente:

—Once varas. Puede tragarse a una oveja gorda, reventarlo a un caballo, dejarlo triste a un elefante.

—La policía no debiera permitir eso —dijo Arsenia. Y agregó estremeciéndose: —¿Queda muy lejos de aquí?

—iOh no señora! —dijo el pequeño Abbul—. Cruzando el Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza.

—Si tomáramos un automóvil…

—No —replicó el niño—. En quince minutos de camino estaremos allí.

Entramos en un túnel que era una callejuela, cuyo torcido rumbo, techado de arcos de ladrillos estaba poblado de misteriosas figuras. Dejamos atrás la ensangrentada puerta de Bab Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas de los ajusticiados. Nos detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos a la entrada del cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas verdes, grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que un esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de bronce cargada sobre su espalda.

El niñito musulmán caminaba delante de nosotros, y Arsenia y yo, sumergidos en nuestros pensamientos, que giraban encantados alrededor del paisaje, nos alejamos insensiblemente de las murallas de la ciudad.

Poco después nos cruzamos con varios tuaregs arrebujados en el lomo de sus camellos, y de pronto nos encontramos frente a un puentecillo rústico, de troncos verdes que cruzaba el Uad-Djuari, río de las Perlas. La lonja de plata viva se perdía en la oscuridad ramosa de un bosquecillo próximo.

—¿Queda muy lejos?

—No —respondió el niño—; queda allí junto al molino de aceite.

Habíamos entrado en un camino completamente bloqueado de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó en un sendero áspero y salvaje. Arsenia tenía las mejillas ligeramente encendidas. El maldito niño caminaba ahora dando largas zancadas. De pronto, los cascos de un caballo resonaron a nuestras espaldas; nos volvimos y pudimos ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar. No me quedó duda. Eran bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos vigorosos desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un garrote; sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido a tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe del grupo me dijo que podía bajar los brazos.

El mocito musulmán, recatado y vergonzoso como una niña, había desaparecido.

Arsenia y yo nos mirábamos estupefactos. Comprendimos. Habíamos caído en una trampa. Estábamos secuestrados… ¡Secuestrados a las puertas de Fez… ¡Qué horror! Acongojados emprendimos la marcha rodeados de aquella gavilla de ladrones, con renegrida barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura al cinto.

¡Secuestrados a las mismas puertas de Fez! Parecía mentira.

Abría la marcha un bandido de larga lanza apoyada en el estribo de su potro. Por momentos, los beduinos se confidenciaban, acercando las cabezas protegidas por albornoces listados de brillantes colores. Yo había tomado del brazo a Arsenia, por cuyas mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero no pensaba en ella. Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría ni un céntimo de rescate por mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la situación de Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en que aún se compraban esclavas…

Finalmente, cruzando el boscoso aceitunal, llegamos a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo semidesnudo. Arsenia y yo entramos. El interior de nuestra prisión, en contraste con el miserable aspecto exterior, estaba decentemente aderezado. Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras del suelo estaban desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata había una cajetilla de cigarrillos turcos.

Arsenia se dejó caer sobre un almohadón y comenzó a llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y traté de consolarla.

"—Querida Arsenia, no llore. Esta gente se limitará a pedir un rescate. Nada más. El que puede perder la cabeza en esta aventura soy yo, porque mi familia no pagará un céntimo, porque no lo tiene… Usted quédese tranquila… No tema…

Arsenia encontró fuerzas para sonreír entre sus lágrimas, y dijo:

—¡Nunca, Alberto, nunca! Yo no lo abandonaré. Usted tenía razón. Ese niño…

—¡No me hable del niño, por favor!

Súbitamente se abrió la puerta y apareció el jefe de los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte, este bribón era un francés de pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y con gafas cabalgando sobre una nariz sumamente respingada. Se detuvo en medio de la habitación y dijo:

—Señorita, caballero: tanto gusto.

Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés:

—Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos existe un ochenta por ciento que dice: "Lástima enorme que la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco". Pues bien: yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincracia nos parecen inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada a cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los "secuestrados" gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los turistas tiene la casa.

Y abriendo la puerta nos mostró un modérnisimo "limousine" detenido a la puerta de la choza.

—¿De modo que ustedes no son bandidos? ¿De modo que podemoas irnos?

—Así es, caballero… —El jefe de los bandidos echó la mano a su reloj, y agregó: —Van a ser las doce y media. A la una se almuerza en el hotel Continental…

¿Qué otra cosa podía hacer? Eché mano a mi bolsillo.

—¿Cuánto le debemos? —repliqué entre hosco y contento, pues no soñaba en salir tan fácilmente del paso.

Monsieur Lanterne, que así se llamaba el jefe de los bandidos, sonriose amablemente y dijo:

—Doscientos francos… Una bagatela en moneda americana. Va incluido el viaje de vuelta en automóvil.

Al otro día, cuando pasamos con Arsenia por la plazuela de Nejjarine, sentado bajo el farolón de bronce de la fuente estaba el maldito y pudoroso niño del "fondak". Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala, y como si no hubiera sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón:

—La Paz…

Los cazadores de marfil

La barcaza a nueve nudos por hora, iba aguas abajo por el río Congo. A un lado del mástil, el pequeño. Inmóvil junto al timón, el grandote. Los dos hombres meditaban. De ellos se podía decir: por mitad comerciantes y por mitad bandidos, según se ofrecieran las circunstancias. Peter, de minúscula estatura, desafiaba al sol africano, que no había podido disolver su firme palidez. Anderson, a su lado, resultaba gigantesco, cabezudo y violento. Difícil era resolver cuál de los dos era más peligroso. Trafican a todo lo largo del río Congo. Su última aventura había consistido en matar a palos y cuchilladas a treinta nativos cargados de colmillos de marfil. En cierto modo iban huidos, ambos pensaban que de ser uno solo el propietario del cargamento de marfil, podría vivir dichosamente los años que le restaban de vida.

Mientras la línea de los bosques acercaba o apartaba sus verdes murallas en la llanura de agua, y la barcaza, resoplando, avanzaba hacia el cabo de Dongo-Dongo, Peter pensaba cómo podría asesinar a su socio y Anderson de qué modo mataría a Peter.

Por su importancia, el cargamento de marfil solicitaba un asesinato.

En África, los hombres siempre han muerto a otros hombres para apoderarse del marfil. No hay una sola bola que ruede en ninguno de los paños verdes de los billares del mundo que, secretamente, no esté manchada de sangre. De sangre de negro, de sangre de bestia y de sangre de blanco…

El marfil solicita la sangre. Peter lo sabía y Anderson también. De modo que un crimen más no tenía importancia.

Se acercaban a la orilla o se alejaban, y el gigante de Anderson se decía que ahora que cerrara la noche…

Ahora que cerrara la noche… Pero ¿quién cuidaría la caldera de la barcaza y del timón si él asesinaba a Peter? Peter, además de maquinista, conocía palmo a palmo las revueltas del río.

Además, hasta que no dejaran atrás el cabo de Dongo-Dongo, el río era peligroso. Para Anderson, estrangular a Peter era una operación sencilla. Lo estrangularía y lo arrojaría a las aguas, los peces voraces o los perezosos cocodrilos darían cuenta de él.

Cierto es que Peter tenía un hijo, y Anderson hubiera preferido que Peter no tuviera un hijo, porque nunca es agradable dejar a un chico huérfano. No, a esto no llegaba la dureza de Anderson. Pero ¿qué podía hacer el buenazo de Anderson? ¿No estrangular a Peter?

No, eso no podía ser… Su benevolencia no llegaba a tales extremos. Lo estrangularía a Peter y se lamentaría profundamente por el huérfano. Además, en todas las ciudades se encuentran establecimientos filantrópicos, y cualquiera de ellos se hará cargo del huérfano. No era cosa de perder un cargamento de marfil por exceso de buen corazón. Le retorcería el pescuezo a Peter como a un pollo, y se interesaría por el huérfano. Eso. ¡Se interesaría por el huérfano y le daría una oportunidad!…

Anderson se sintió reconfortado por haber resuelto el problema equitativamente. Peter debiera estarle agradecido de su prudencia. Ahora podía asesinarlo con la conciencia tranquila y todos quedarían contentos.

Mientras que Anderson, con una mano apoyada en la barra del timón, pensaba estas cosas, Peter daba vueltas en su magín al factible modo de librarse de Anderson, ¿una puñalada, un tiro o un garrotazo?

Un garrotazo era casi imposible. Tendría que acercarse a Anderson, y éste, desde hacía varios días dormía con un ojo abierto y otro cerrado, y siempre —¡la casualidad de las casualidades!— que Peter tomaba el cuchillo, Anderson empezaba a revisar el tallado de un garrote que estaba a su alcance, o el tambor de su revólver. Cualquier crimen era preferible a repartir el cargamento de marfil. Si él asesinaba a Anderson, su hijo podría estudiar en la universidad, en fin, vivir una vida un poco más humana y limpia de la que cochinamente no se había podido librar hasta ahora.

Pero había que liquidar aquel asunto antes de llegar a las primeras factorías de Dongo-Dongo. El cauce del río se ensanchaba, la selva aparecía allá, muy lejos, sobre la anchurosa sábana de agua amarilla, y Peter, sentado tristemente frente a la caldera, en la que ardían gruesos troncos, pensaba que si su hijo fuera a la universidad, él podría envejecer honorablemente y calzar abrigadas pantuflas durante el invierno.

Pero el maldito Anderson, como si sospechara de la naturaleza de sus pensamientos, sesgadamente sentado junto al timón, sin perderle de vista, hacía varios días que Anderson, casualmente, tomaba posiciones que hacían prácticamente imposible toda tentativa de asesinato.

De pronto, Anderson dijo, grave:

—¡Picaron!…

Peter se aproximó apresuradamente… las cuerdas de los anzuelos estaban tensas. Tendrían pescado para la noche.

Anderson se inclinó sobre un espinel y Peter sobre otro. En los extremos de las cuerdas, un pez de oro y un pez de plata saltaban fuera de las aguas y volvían a sumergirse. Anderson comenzó a recoger los anzuelos. Peter volvió la cabeza. Anderson seguía divertido con los saltos del pez de oro, y Peter descargó su brazo como un resorte. Se vieron en el aire los dos pies del hombre, y Anderson lanzó un grito ronco. Ahora nadaba vigorosamente tras la barcaza. Pero ésta se alejaba rápidamente en el mar de herbajos que la rodeaban.

Los aullidos de Anderson sonaban cada vez más distantes, ahora comprendía Peter el significado de nueve nudos por hora. Anderson nadaba rápidamente pero su relieve fuera de las aguas se tornaba cada vez más pequeño.

Peter, manteniendo inmóvil la barra del timón con un pie, cruzado de brazos miró al lejano nadador. Nadie podía salvarle. Había caído en la parte más estrecha del río, en la llanura de herbajos, que eran nidales de cocodrilos. Más adelante estaban los remolinos; detrás las cascadas. El cargamento de marfil le pertenecía. Ya nadie podría disputárselo. Su hijo iría a la universidad, y cuando él fuera anciano usaría tiernas pantuflas. En cuanto a Anderson, diría que el hombre había muerto a consecuencia de una fiebre maligna, y todos se darían por muy satisfechos.

Tres años después, Peter vivía en Montaña Negra, al sur de Neuquén. Había llegado el verano. Caía la tarde y el cazador de marfil, de pie frente a su casa de madera de alerce.

Estaba satisfecho ahora, porque en el pasado había cometido un crimen, y ese crimen había permanecido impune, y de consiguiente él y su hijo vivían sin penas. Sobre todo su hijo. El chico andaba jugando por el monte entre recientemente derribados troncos de robles. Lo había hecho venir de Santiago a pasar sus vacaciones, porque Peter, siempre prudente, quiso que su chico se ligara a los hijos de los ganaderos de la zona, y en vez de enviarlo a estudiar a Buenos Aires, que quedaba tan lejos, le hacía ir hasta Chile cruzando los lagos. Ahora el niño estaba con él, y Peter sentía que el cielo derramaba bendiciones sobre su cabeza. Recordando al corpulento Anderson, cuyos huesos se podrirían en el fondo del río Congo, pensó:

«Si Anderson viera al nene, y a este cuadro, y a esta buena casa de alerce, y a las ovejas que andan en el monte, se pondría contento y palmeándome en las espaldas me diría:

»—Eres un hombre prudente, Peter, siempre lo he dicho.»

¡Cosa curiosa! El cazador de marfil recordaba al muerto a cada una de sus satisfacciones, y hasta le ocurría, muchas veces, dejarse llevar por su pensamiento y discutir con él, como si el muerto estuviera vivo, y semejante conducta no aminoraba los remordimientos de Peter, por la sencilla razón de que un forajido como Peter no podía experimentar ningún género de remordimiento; pero situaba al muerto, con respecto a él en un plano de indulgencia misteriosa. Era como si le pidiera consentimiento al asesinado para ser feliz, y Anderson, magnánimamente, le permitía ser feliz.

Peter echó algunas bocanadas de humo y miró las montañas azules que enrojecían, y nuevamente volvió a sentirse contento de tener un hijo, una propiedad y de no estar en presidio.

Un caballo se detuvo frente a la distante tranquera y Peter palideció. Palidecía ansiosamente siempre que un desconocido se detenía frente a su campo. «No hay motivo», se decía él; pero el caso era que su rostro se cubría de una palidez mortal.

El desconocido montaba un recio potro, y una barba espesa le circunvalaba el rostro. Después de abrir la tranquera, sin desmontar, avanzó al galope por el camino. Peter se apoyó, trémulo, en el muro de tablas de su vivienda en cuanto pudo reconocerlo. El muerto había resucitado. Allí, en persona, estaba Anderson.

—Aquí estoy —dijo el otro, desmontando—, yo: Anderson. —Y su mano ancha cayó sobre la espalda de su verdugo.

—¡Tú!… —acertó a murmurar el otro.

El hijo de Peter apareció por un camino junto a la casa sombreada de grandes árboles. El niño iba descalzo, un cinturón con cartuchera le sostenía el pantaloncito y traía un arco con flechas entre las manos. Anderson miró al pequeño, y dijo:

—De modo que éste es tu mocito hijo Andresillo. Bien, bien con Andresillo.

El niño miró al barbudo y se coló en la casa. Peter, desencajado, continuaba mirando a su ex socio. ¿De modo que no había muerto? Como si el otro viera lúcidamente lo que pasaba en su cerebro, replicó sagazmente:

—No, no he muerto, Peter. ¿Has visto? No he muerto. Y bien pude haberme muerto. ¡Vaya si pude!…

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —murmuró Peter.

—¡Ah, es tan largo de contar todo esto! ¡Tan largo!…

—¿Vienes a buscar tu parte?

Anderson lo soslayó cruelmente. Luego:

—Sí, por supuesto. —Y nuevamente su mano cayó sobre el hombro del cazador de marfil, y una congoja tremenda entró en los sentidos de Peter, y sus ojos se nublaron. Anderson continuó: —Pero ¡qué alegría verte! no hay nada que hacer, Peter. Yo siempre lo he dicho. Eres un hombre prudente. ¿De manera que te has comprado estos montes… y esta finca? Bien. Bien. Y el pobre Anderson pudriéndose en el fondo del río Congo, ¿eh? El pobre Anderson haciendo bulto en el estómago de algún cocodrilo, ¿eh?…

Miró nuevamente todo lo que había en derredor suyo, y continuó, socarrón:

—¿De manera que te das la vida de un príncipe? Engordas, ¿eh? ¿Y no te acordabas nunca de mí? Dime, Peter: ¿nunca te has acordado de mí?…

—¡Cállate! —murmuró Peter.

—Yo siempre te recordaba —prosiguió Anderson—. Me decía: «¿Dónde estará mi buen amigo? ¿Qué será de sus negocios? ¿Qué intereses le producirá su capitalcito?». Pensaba en ti —súbitamente ese tono cambió—, y se me revolvía el estómago —nuevamente retomó el otro tono—. Se me revolvía el estómago al acordarme de toda el agua que tragué en aquel anchuroso río. Porque, ¡vaya si es ancho ese río!

Copiosas gotas de sudor rodaban por el rostro de Peter. Su mirada iba ansiosamente hacia el interior de la casa. ¿Por qué había enviado a la cocinera hasta el puesto de Coiue?

Anderson continuó:

—Te prevengo que he salvado la vida, digamos cómo…, ¡milagrosamente! Me encontró una lancha de negros en Dongo-Dongo abrazado a un tronco. Te juro, Peter, que llorarías de lástima si vieras cómo me desgarraron las piernas los dentudos peces. Estuve enfermo. Gravemente enfermo. Otro hombre te hubiera delatado a la justicia. Yo me callé. Me dije: «No quiero que Peter tenga dificultades con los hombres de la ley». ¿He procedido mal o bien? Contéstame.

El cazador de marfil tuvo la sensación de que su corazón se había convertido en un trozo de manteca, derritiéndose junto a un encendido brasero. Anderson continuó arrimando su enorme estatura a él.

—Contéstame, Peter: ¿he procedido bien o mal?

Peter sentía su aliento en las narices. La mano de Anderson se levantó, tomándole del cuello lo introdujo en el comedor. Una estufa ocupaba el centro de la habitación de muros adornados con cabezas de ciervos y jabalíes, y por el vidrio de la ventana entraba un rayo rojo de sol. Peter miró ansiosamente en derredor. Su escopeta estaba allí sobre la cama.

Anderson adivinó el sentido de su mirada, y sin soltarle del alzacuello lo arrimó al tubo de la estufa:

—De manera que no te niegas ningún placer, ¿eh? ¿Hasta escopeta tienes, y cabezas de ciervos y de jabalíes? Bien. Bien. Y todo ello adquirido con el dinero del pobre Anderson, ¿eh?

Lentamente desenfundó un cuchillo. Un cuchillo de hoja ancha. Peter sintió que se desvanecía en las negruras de la muerte, y echándose a los pies de Anderson, le dijo:

—Te daré toda mi fortuna. Te daré un cheque, Anderson. La mitad de este campo. La mitad de mis ovejas. Aquí las tierras se están valorizando día a día, Anderson. Podemos trabajar juntos. Te haré abrir una cuenta corriente en el banco de Bariloche, Anderson.

La mirada del gigante pesaba como una losa sobre el cazador de marfil.

—Tengo quince mil pesos en el banco, Anderson. Te daré la mitad. Seremos socios.

Anderson pareció pensarlo y enfundó el cuchillo. Peter, amarillo como un cuerno de marfil, se enderezó, lentamente sobre el suelo. Gruesas gotas de sudor rodaban hasta sus cejas. Anderson, sin perderle de vista, dijo:

—Fírmame un cheque por diez mil pesos… No: por catorce mil pesos …

—Anderson, escucha. Conténtate con diez mil. Quédate aquí. Trabajemos juntos a medias. Las tierras se valorizan cada día más. Te juro que se valorizan.

Anderson, en silencio, tomó una silla y se sentó junto a la mesa. Peter, frente a él, comenzó a charlar. Y habló, convulsivamente hasta entrada la noche. Andresillo, de brazos cruzados sobre la mesa, dormía profundamente, mientras el gigante de gruesas cejas, arrimado a la mesa, con los brazos cruzados, escuchaba impasible.

Cerca del amanecer, Peter despertó bruscamente, cosa desacostumbrada en él. Puso la mano debajo de la almohada. Allí estaba su revólver. ¿De modo que en cuanto saliera el sol, Anderson se marcharía con el cheque de doce mil pesos en su bolsillo y él tendría que empezar de nuevo? Si su hijo no estuviera en la casa, no vacilaría en asesinar a Anderson. Se estremeció. Anderson acababa de carraspear en el otro cuarto. Evidentemente, estaba despierto. Peter, tratando de impedir que crujiera su cama, retiró el revólver de debajo de la almohada, y pensó:

«Si entra a este cuarto, lo tumbo de un tiro.»

Peter apretó el cabo del revólver bajo las sábanas:

«Si se dejara convencer y se quedara aquí podría envenenarlo.» Súbitamente Peter se estremeció. Anderson desde el otro cuarto, le hablaba:

—Estás despierto, Peter, ¿eh? Y pensando de qué modo matarme, ¿eh?

Un desaliento infinito entró en la conciencia del cazador de marfil. ¿Qué hacer? ¿Negar? ¿Fingirse dormido?…

Anderson insistió:

—¿Te haces el dormido, eh, Peter? ¿Tienes miedo?…

Peter contestó débilmente:

—Estoy enfermo, Anderson. Estoy enfermo de verdad —crujió la cama—. No te levantes, Anderson. No te levantes que tengo el revólver en la mano. Estoy enfermo.

Anderson, en la obscuridad de su cuarto, apretó los dientes. Aquél era el momento y no otro. Elástico como un gato, el gigante se desprendió de la cama. En una mano sostenía una almohada y en la otra el cuchillo ancho. Peter oyó el crujido del lecho; quiso hablar, pero una arcada tremenda le impidió pronunciar una sola palabra y recibió en el rostro el golpe de la almohada, y quedó tendido sobre su cama bajo el peso del gigante que le hurgaba en el vientre con la hoja del cuchillo. Dos veces aproximó la hoja del cuchillo a su piel y le tocó y no le hirió.

Peter quería gritar, pero la almohada le asfixiaba, y de pronto, en las tremendas tinieblas, comprendió que el gigante había cambiado de opinión. El filo del ancho cuchillo se apoyó en su garganta. Y ahora un gran dolor lo sumergía en la breve desesperación de la que no se vuelve.

Terminado que hubo, Anderson volvió a su cuarto, encendió la lámpara y comenzó a vestirse. Cobraría el cheque y se marcharía nuevamente al Congo. Estaba satisfecho, porque además de cumplir con su deseo no había dejado en la indigencia al niño de Peter. Sentado ahora en la misma habitación donde estaba el muerto, prendiéndose los cordones de los zapatos, se decía que Andresillo quedaría a cubierto. ¿Y si él lo reclamara a la justicia desde el África? ¡Imposible! El niño le reconocería siempre como el hombre que estuvo con su padre la noche que él lo asesinó. Lástima, en cierto modo, porque el tal Andresillo parecía una criatura despabilada.

Precisamente allí en lo alto de la escalera, sin que Anderson pudiera verlo, estaba Andresillo. El niño, gravemente, miró el charco de sangre que había en la cabecera del lecho de su padre, y luego observó al asesino prendiéndose lentamente los cordones de los zapatos. Andresillo inspeccionó nuevamente con la mirada el cuadro y comenzó a bajar lentamente la escalera. La criatura, descalza, se deslizaba como un gato. A un costado de la cama del muerto, colgado del muro, había un mazo. Andresillo, siempre cauteloso, reteniendo la respiración, obedeciendo a la fuerza extraña que le impedía llorar, recogió el mazo, se arrimó al asesino, que le daba las espaldas, levantó el mazo, y con toda la fuerza que cabía en sus bracitos, lo descargó sobre la nuca del cazador de marfil. El asesino se desplomó, herido de muerte, como un toro al que derriba el matarife. Y sólo entonces estalló el llanto del niño, asustado en el silencio opaco de la noche…

Los esbirros de Venecia

El año 1563, Alí Faat El Uazi, embajador del Gran Turco en Florencia, informado de mis habilidades en pintar retratos y del monto de mis deudas de juego, me invitó a concurrir al Fondacco del Turquí, donde, después de cumplimentarme como cuadra a una persona bien nacida, me propuso:

—¿Os interesaría saldar vuestras deudas de juego y recibir una bolsa de cinco mil cequíes de oro?

—¿A quién tengo que vender mi alma?

—Se trata de vuestro ingenio.

—¿Hay que asesinar a alguien?

—Tenéis el mismo genio que Benvenuto.

—Es mi paisano...

—No. No se trata de matar; pero pagaremos vuestras deudas de juego y os daremos cinco mil cequíes si conseguís poneros en comunicación con el maestro vidriero Buono Malamoco, que vive en la isla de Murano. Buono Malamoco ha enviudado recientemente, su familia consiste en dos hermanos a quienes aborrece y que lo odian. Como la ley de Venecia condena a muerte al artífice que abandona su país, o en su defecto, a la familia de éste, tenemos razonables motivos para suponer que Buono Malamoco no tendrá escrúpulos en abandonar su parentela entre las garras de los esbirros de Venecia.

—¿Por qué os interesa este hombre?

—Los cristales venecianos han desalojado nuestros vasos y espejos de los bazares de Oriente. Mientras el arte de manufacturar el cristal está en decadencia en nuestra patria, cada día se hace más perfecto en Venecia. Los friolari de Murano han logrado tal perfección, que funden vasos cuyo cristal se quiebra cuando se deposita en ellos un veneno, o espejos que se rompen en cuanto se refleja en ellos el rostro del enemigo del dueño de ese espejo. El propio embajador de Francia me ha hecho beber en un vaso cuyo vidrio neutraliza por completo la esencia de embriaguez que contiene el vino.

—¿Es tan difícil comunicarse con Buono Malamoco, que ofrecéis esa suma?

—El Consejo de los Diez, por intermedio de sus espías, ejerce sobre estos artífices una vigilancia extraordinaria. Para poderlos observar más detenidamente los ha recluido a todos en la isla de Murano.

—¿Por qué me habéis elegido a mí?

Alí Faat El Uazi atusó su hermosa barba.

—Vos tenéis un arte. Sois pintor. Si os presentáis en Venecia con el pretexto de estudiar a maestros como el Tintoretto, el Veronés o el Ticiano, podéis trasladaros a cualquier parte de la república sin infundir sospechas a los esbirros de la Señoría.

—¿Qué he de ofrecerle a Buono Malamoco, en el supuesto caso de que pueda comunicarme con él?

—Nuestro fundidor tiene cincuenta años, edad en que casi todos los hombres codician desenfrenadamente el oro, las mujeres y los honores. Le prometeréis lo que él exija, además del respeto a su religión, si accede en marchar a Constantinopla y reformar nuestra industria del vidrio.

Súbitamente se me representaron los riesgos que iba a correr.

—El final de esta tentativa pueden ser para mí los pozos emplomados del Puente de los Suspiros o el puñal de un esbirro clavado en la espalda. Quiero diez mil cequíes.

—¿Cuándo me comunicaréis vuestro plan de acción?

—Mañana.


Después de desembarcar en el Molo, mi primera providencia fue procurarme hospedaje en la casa de Monna Doneta, un caserón de muros inclinados sobre el canal del Lazaroni. Monna Doneta me alojó en una torrecilla de dos pisos con ventanitas verdes reflejándose en las aguas. Una puerta se abría sobre el canal, y los sarmientos de una vid rebalsando la tapia, que prolongaba un costado de la torre, suspendían sus hojas sobre la cabeza de los gondoleros.

Deposité mis bártulos en el segundo piso de la torre y me marché a conocer el centro de la ciudad, la plaza de San Marcos.

Tuve la impresión de encontrarme en algún puerto de África. Cruzaban las losas de la plaza negros con monos encaramados a la espalda; árabes de Túnez con chalecos recamados de oro y finos turbantes; levantinos de cabeza encapuchada; esclavos acompañados de perrazos terribles; navegantes griegos con la cabeza cubierta de gorros escarlatas. Los barqueros fumaban acodados sus pipas de larga caña, y entre esta chusma circulaban jovencitos de cabellos rizados, señoras venecianas de la nobleza cubiertas de capas de terciopelo y acompañadas de caballeros de espada al cinto. Más allá, en el Rialto, en todos los bazares se veían puestos de canela, cinamomo, pimienta, sándalo y estoraque. Las nubes de incienso se escapaban de las puertas de las iglesias abiertas, y los patricios, en sus mulas tachonadas de plata, cruzaban los puentes de tablas.

Yo caminaba embelesado por las callejuelas torcidas admirando los pórticos de la nobleza, con zaguanes enlucidos de mármoles recamados, las ventanas góticas enrejadas de poligonales rejas de bronce, los vistosos palacios de piedra rosada con dobles pisos de galerías superpuestas. Las góndolas con proas rizadas como rulos de oro atracaban junto a los jardines de las casas señoriales.

Las maravillosas obras que me rodeaban no me hicieron olvidar en ningún momento cuál era el objeto de mi viaje; de modo que algunos días después comencé a visitar las iglesias y a tomar apuntes. Luego me lancé a los muelles con mi paleta y la caja de colores, y sentado frente a mi caballete, trabajaba como si en ello me fuera la menestra; de modo que en muy poco tiempo me relacioné con todos los pintores de la república y nadie dudaba que el objeto de mi viaje era el que yo había declarado.

Excuso decir que en Florencia yo había ideado diversos planes para comunicarme con Buono Malamoco sin despertar las sospechas de los esbirros de la Señoría. Entre estos planes se encontraba la intervención de una mujer destinada a seducir al maestro; pero estas tretas, que en las farsas dan siempre resultados brillantes, casi siempre fracasan en el terreno de los hechos. Finalmente, habiendo conocido a un pintor de Murano, le manifesté mis deseos de visitar las fábricas de vidrio y tomar apuntes para pintar una colección de escenas que se llamaría I vetrari de Venecia.

Esta ocurrencia mía tuvo un éxito extraordinario. Cuando desembarqué en Murano, casi fue a recibirme la población en masa. El párroco de San Donato me alojó en su casa; el síndico de los vidrieros me llevó a una reunión de fabricantes donde yo nuevamente reiteré mis propósitos. Durante más de una semana estuve visitando fundiciones de vidrio y tomando apuntes. Diré en honor de mi sagacidad que jamás hice una pregunta indiscreta, ni traté de relacionarme con ninguno de los maestros que habían llevado el arte del vidrio a las prodigiosas alturas a que se encontraba entonces. Algunos de estos artífices me invitaron a visitarlos en su casa, mas con suma habilidad decliné sus invitaciones.

Finalmente, un día, junto a un crisol, en una cueva techada de piedra, rodeado de balanzas y artesas de arena de diversos colores, conocí al maestro Buono Malamoco. Era él un hombre gigantesco de pelo rizado y con profundas patas de gallo en el vértice de los ojos. A pesar de su ostentosa alegría, me produjo la impresión de un hombre insincero y ávido de bienes.

Le pedí permiso para tomar apuntes de su persona, y el maestro accedió. Rápidamente hice un croquis de él frente a los platillos de una balanza, la panza negra del crisol a un costado y las arenas de los colores en el otro. El maestro, inclinado sobre un almirez, vertía lentamente una carga de cristales azules. El rápido parecido que obtuve le produjo un intensa satisfacción, y como nadie nos escuchaba, le pedí permiso para llevarle el cuadro a su casa. Buono Malamoco, conmovido por mis corteses maneras, accedió vivamente.

Una noche que diluviaba y no se veía un alma en los canales, tomé mi barca y fui a recalar junto a la gradinata de la finca donde vivía el maestro. Algo le asombró al artífice la hora que había elegido para entregarle su retrato, y después que se hubo admirado y gozado contemplándose, nos sentamos junto a la estufa para beber un vaso de vino.

Afuera retumbaba el trueno, el agua golpeaba en los cristales de la ventana, las llamas bailaban sobre los leños, y Buono Malamoco me envolvía en una mirada gris cargada de malicia y que parecía expresar esta idea: “Pero ¿es cierto que vos sólo sois un pintor?”

Yo estuve mirando largamente los tizones que se cubrían de una delicada corteza de ceniza, y finalmente abrí la caja de mi secreto.

—Maestro, ¿podría hablaros de un negocio provechoso para vos?

Malamoco levantó las cejas y sus ojos grises se alertaron.

—Tengo que proponeros un trato, por el cual si vos me denunciáis a la Señoría, puedo perder la vida.

La curiosidad de Malamoco era demasiado viva para que rehusara conocer mi secreto. Respondió:

—Os juro por los sacrosantos Evangelios, que sea cual fuere lo que me comuniquéis, ni una palabra saldrá de mi boca.

Por supuesto, no creí ni por un momento en la seriedad de su juramento, pero de algún modo los hombres deben engañarse para aproximarse al logro de sus deseos.

Así es que le dije:

—Maestro, vuestra fama de fundidor de cristal ha llegado hasta las tierras del Gran Turco. —Y a continuación le comuniqué las ofertas que le hacía por mi intermedio Alí Faat El Uazi.

Buono me escuchó gravemente. De tanto en tanto se llevaba el gran vaso de vino a los labios. Afuera retumbaba el trueno, el agua lloraba en los cristales y las campanas de San Donato doblaban lentamente. Malamoco empujó con la punta de su bota un trozo de leño al interior de la estufa y movió lentamente la cabeza.

—Quiero ser sepultado en la misma tierra donde yacen mis padres, y mis abuelos, y mis bisabuelos. Sin embargo, la extrema gentileza de Alí Faat me incita a corresponderle.

Preguntadle cuánto pagaría el Gran Turco por el secreto de fijar cinco colores dentro de una lámina de vidrio curva o recta.

—¿Tendré que daros su respuesta aquí?

—No. Nunca más vendréis vos por aquí porque infundiríais sospechas. —Malamoco consultó el calendario.— Hoy es jueves 5. De aquí al día de San Ireneo tenéis tiempo de ir y venir de Florencia para traerme las propuestas del embajador. Mirad, convengamos el día de San Ireneo. Nos encontraremos frente a la isla de San Giorgio Maggiore, a las diez de la noche, en mi batel. Vos alquilaréis una góndola; de modo que no necesitéis de remero que os pueda delatar. Para advertiros que yo estoy allí, os haré dos señales breves y una larga con un faro azul. Vos me responderéis apagando tres veces una luz amarilla.

Anoté el paraje donde debíamos encontrarnos, la hora y el número de señales. Luego le dije al maestro que al día siguiente partiría de Murano y que en la posta me dirigiría inmediatamente a Florencia.

Buono Malamoco me escuchaba moviendo suavemente la cabeza.

En la fiesta de San Ireneo llegué a Venecia acompañado de Alí Faat El Uazi. El embajador quería conversar personalmente con el artífice, que a su modo de ver estaba dispuesto a venderle todos sus secretos. El plan de Alí Faat El Uazi era combinar una permanente comunicación entre Buono Malamoco y algún maestro vidriero musulmán que traería al efecto de Constantinopla.

Para disimular su condición, el embajador se había vestido como un caballero cristiano, y juro que nadie hubiera sospechado de él, tan en carácter estaba. Empleamos el día en visitar los parajes de diversión. Por la noche, en una góndola que tema ya alquilada, me dirigí al canal de San Marcos. En nuestro camino nos cruzamos con diversas embarcaciones, hasta que finalmente, allá en las proximidades de San Giorgio Maggiore, distinguí las lámparas azules de una embarcación. Hice las señales convenidas con el friolari, y moviendo más enérgicamente los remos, me encontré a babor de un batel, cuyo remero me hizo la seña para que subiera.

El embajador y yo saltamos a la embarcación, donde de pronto se abrió la puerta de una tienda y nos encontramos frente a un espectáculo inolvidable. Malamoco yacía tendido en el suelo del batel con un puñal clavado en el pecho. El jefe de los esbirros, sin hacer caso de mi presencia, se dirigió a El Uazi y le dijo gravemente:

—Vos sois el embajador de Turquía en Florencia y éste es vuestro espía. Aquí está el vidriero Buono Malamoco. Podéis llevároslo a Constantinopla. Lo que nos permitimos aconsejaros es que ni vos ni vuestro soplón volváis a poner los pies en un país cuyas instituciones tan mal habéis apreciado.

Luego los esbirros nos hicieron abandonar su batel, depositaron el muerto en nuestra góndola y se alejaron con rápidos golpes de remo.


(Mundo Argentino, 1 de julio de 1942)

Los hombres fieras

El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:

—En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.

"El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted." El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un transparente aguardiente de palma, y prosiguió:

—El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo...

El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó:

—Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos pobrecitos salvajes. El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato:

—Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de sus chozas para no regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos — habían devorado vivas a muchas personas—, pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia...

—Sugestión colectiva —murmuró el negro doctor.

El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción repuso:

—La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores?

—Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años. "Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante de míster Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering.

"Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:

—Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted.

"Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia.

"Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall, que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzar otro suspiro, me dijo:

"—¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados?

"Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente:

"—¿Qué pasa? ¿Han resucitado?

"Traitering sonriose débilmente:

"—Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño? "Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan.

"—Sí, sí... ¿Qué es de ese huérfano?

"—Lo he asesinado ayer, padre.

"Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño!

"—¿Por qué ha hecho eso? —terminé por preguntarle—. ¿Por qué lo asesinó?

"—Ah, padre..., padre!... —Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura—. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No.

"A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.)

"¿Qué ha pasado? —le dije.

"Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia.

"¬¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado:

"—Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho "—¿Estarás contento de haber salvado la piel? —le dije al chico en dialecto krus.

"El pequeño caníbal no contestó palabra.

"—¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? —le pregunté. "Gan continuó en silencio. Yo insistí:

"—Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente.

"Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que quiere morder. ¬Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies rozándome las pantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir.

"—¿Es posible? —interrumpí asombrado.

"—Ah, padre! ¬Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan:

"—Esta noche iremos al bosque.

"Gan movió la cabeza asintiendo. "Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan:

"—Haz la hiena.

"Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos. "Sabíamos" que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible... Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso.

"Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví al bosque. "Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas..." El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró:

—¿Qué hizo usted, padre?

—Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse. Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había ahogado.

Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:

—Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás bebió vino ni mordió carne.

Noche terrible

Distancia encajonada por las altas fachadas entre las que parece flotar una neblina de carbón. A lo largo de las cornisas, verticalmente con las molduras, contramarcos fosforescentes, perpendiculares azules, horizontales amarillas, oblicuas moradas. Incandescencias de gases de aire líquido y corrientes de alta frecuencia. Tranvías amarillos que rechinan en las curvas sin lubrificar. Ómnibus verdes trepidan sordamente lienzos de afirmados y cimientos. Por encima de las terrazas plafón de cielo sucio, borroso, a lo lejos rectángulos anaranjados en fondos de tinieblas. La luna muestra su borde de plato amarillo, cortado por cables de corriente eléctrica.

Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche. Y es probable que Julia tampoco, pero por distintas razones que Ricardo.

Él se ha detenido en la vereda, con un pie sobre el mármol del zaguán, la mano derecha en la escotadura del chaleco y los labios ligeramente entreabiertos. Un foco ilumina con ramalazo de aluminio las tres cuartas partes de su rostro, y el vértice de su córnea brilla más que el de un actor de cine. Sin embargo, su corazón galopa como el de un caballo que va a reventar. Y piensa:

«Es casi lo mismo cometer un crimen», al tiempo que Julia tomándole de un brazo repite satisfecha:

—Cómo van a rabiar las que yo sé. —Luego calla, regustando su satisfacción elástica y profunda. Le parece mentira haber esperado durante tantos meses la ocurrencia del suceso que se llevará a cabo mañana y que anheló tan violentamente durante años y años, llorando de congoja y envidia en su almohada de soltera, cada vez que se casaba una amiga suya. Ahora le ha llegado a ella también el turno. Realidad tan terrible y sabrosa de paladear, como una venganza. Ella no piensa en el que permanece allí a su lado, sino en sus amigas, en lo que dirán sus queridas y odiadas amigas. Y quisiera lanzarse a la calle, a preguntarle a gritos a los transeúntes:

—¿Se imaginan ustedes lo que dirán Elsa... y Sebastiana... y María?...

Stepens, sardónico, adivina el curso de los pensamientos de la mujer, y se dice: «Julia se casaría conmigo aunque fuera un asesino», y en voz alta, amistosamente, inquiridor, lanza su frase:

—¡Si supieras qué feliz me hace saber que te hago tan dichosa!...

—Querido...

—Y estoy contento de casarme con vos, Julia. ¡Oh!, muy contento. Me has atrapado como a una criatura... y estoy contento de comportarme como un imbécil en tu presencia. Sé que vas a dominarme por completo, que te obedeceré como un esclavo...

Stepens descubre un placer agrio y malévolo en humillarse así ante esa mujer que lo observa con ojos fríos mientras sus labios sonríen para despistar el trabajo de su observación. Julia murmura:

—No digas eso.

—Ansío tu dominio, y vos precisamente tenés el temperamento de mujer que se necesita para tiranizar a un hombre de tan poco carácter como el mío. Lo que aún me queda de voluntad lo disolverás como el ácido nítrico disuelve el hierro.

Cada vez que Stepens se expresa de esta forma, en Julia se produce una modulación de sensualidad repugnante, profundamente desagradable. Al mismo tiempo la sensación la atrae, como si ese hombre despertara en su personalidad un yo monstruoso. Mas ya no queda tiempo para elegir. Mañana podrá, por fin, gritar su victoria y cambiar una mirada definitivamente agradecida con la cómplice madre que la ayudó mediante su experiencia a atrapar a este calenturiento, que susurra junto a ella:

—Te lameré los pies como un perro...; obedeceré tu más mínimo gesto...

Julia contempla las lejanas líneas horizontales amarillas, las oblicuas verdes, las perpendiculares rojas. Es ésta su última noche de novia. Puede dominarlo a Stepens por la sensualidad, este erótico únicamente podrá ser encadenado por su sexo y durante un instante se dice:

«Sí, le destruiré la voluntad... me obedecerá y pobre de él si me resiste.»

Bajo el foco eléctrico pasa un automóvil de carrocería achocolatada. El aire se impregna de olor a nafta y aceite quemado.

Ricardo, por decir algo, murmura:

—El carburador no funciona bien —pero al mismo tiempo se repite:

«Es casi lo mismo cometer un crimen», y tomando la mano de Julia se la lleva despacio al rostro, aplasta la palma de la mano encima de sus labios y la besa largamente.

Son las once...

Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche, decorada en la altura por contramarcos de gases fosforescentes y locomotoras de lámparas eléctricas que ponen agujeros negros o soles violetas entre las constelaciones rosa de otros letreros luminosos que antorchan permanentemente las crestas de la ciudad capitalista con sus estructuras de castillos de hadas.

Julia apoya una mano sobre el hombro de Ricardo. Lo examina tan profundamente, que Ricardo tiembla por su secreto. Tiene la impresión de que el rostro de la mujer ha enrigecido en las tinieblas.

Habla ella:

—Es nuestra última noche de novios. Mañana a esta hora...

—Estaremos hace cuatro horas camino de Montevideo... Y entonces tú, Julia, tomándome de un brazo me dirás: «¿Querías que te destruyera la voluntad y te convirtiera en un esclavo, no?...»

—Querido... me desagrada que hables así. Seremos compañeros.

Stepens hace un esfuerzo para ocultar su sonrisa canalla, y murmura hipócritamente:

—Tenés razón. Seremos compañeros. Qué hermosa es esa palabra. —Cambiando de tono vuelve sobre el viejo tema—: Sebastiana y María se pondrán verdes de rabia...

Con falsa ecuanimidad, reflexiona Julia, arteramente:

—Déjalas a las pobres. Hay que compadecerlas.

Goloso como un gato que juega con un ratón, insiste Stepens:

—No me negarás que te envidian...

—Véanlo al presuntuoso...

Una voz interior habla en Ricardo:

«Sos un canalla y un monstruo. Necesitás excavar más profunda la herida...»

Para alejarse de este reproche, Stepens comenta:

—¡Cuántos regalos llegaron!

—¡Y los que tienen que venir!... —Julia reflexiona. Después—: Es tan necesario todo en una casa. ¡Pero qué pálido estás!...

Ricardo escoge la mentira. Ella no puede adivinarla. Lanza:

—Es el deseo. Un deseo terrible. Me duele el bajo vientre, querida —como un ebrio se apoya en ella; la toma de la cintura y, apretando el semblante contra su rostro, le levanta el mentón hacia su boca y susurra—: ¿Te das cuenta?... Mañana.

Julia apoya delicadamente una mano en el sexo del hombre.

Resuenan pasos en la vereda y se apartan. Desaparece el transeúnte y él se derrumba verticalmente sobre ella, trabajosamente mantiene entreabierta su ropa; ella lo oprime y lo acerca a su centro y de pronto él eyacula en el aire.

El espacio se llena de gemidos entrecortados:

—Querida... queridita...

—Callate... ¡ah!... querido...

Como a través de una neblina, ellos miran apagarse y encenderse una estrella compuesta de rayas verdes. La fosforescencia de cocuyo filtra en la oscuridad distante cierta frigidez de aire líquido. Permanecen abotargados. Julia, pasando suavemente el brazo por la cintura del hombre, casi soliloquia.

—¿Te imaginás oyéndome llamar señora? Estoy tan acostumbrada a que me llamen señorita...

Ricardo, haciendo un esfuerzo tremendo aparta la atención de la lejana araña verde, y contesta como a través de un sueño, con la boca pastosa:

—Te llamarán señorita, y vos dirás: «No, soy señora... la señora de Stepens». —De pronto la comedia se torna insostenible y Ricardo siente que su corazón desfallece de la misma manera que cuando tiene que sentarse en el sillón de operaciones del dentista. Cierra los ojos y apoya la cabeza en el hombro de Julia. Ella observa, sus dedos se apoyan en el relieve de su nariz, se dilatan abarcando los cartílagos y le frotan la mejilla. Ricardo dice:

—Quisiera dormir. Estoy cansado. Estoy tan cansado como no te podés imaginar. Tengo todos los nervios rotos.

—Yo te haré dormir. Y te diré: Dormí, chiquito mío. Y vos te dormirás, ¿no es cierto, amor?

Stepens, con la cabeza caída en el hombro de la mujer, contempla la distancia. Hay una remota encrucijada de calles. La voz misteriosa exclama dentro de él:

«Es casi lo mismo cometer un crimen.» Frío de hielo le sube por la pantorrilla. Se incorpora rígidamente. Julia insiste:

—Estás un poco pálido. Descansá. Ved. Quiero darte, antes de que te vayas, mi último beso de novia.

Las dos cabezas se entrecruzan. Y, mientras ella aprieta sus labios sobre los suyos, Ricardo piensa:

«¡Qué segura de sí misma es esta mujer! ¡Qué firme!»

—¿Estás contento, querido mío?

—Me voy. Me voy. Si me quedo un minuto más, perderé el control de mí mismo.

—Andate. Descansá bien. Pensá en mí. Levantate temprano, que a las once...

—A las nueve estaré aquí.

—Hasta mañana, gran amor.

Es como un crimen

Al doblar el automóvil en la esquina, Stepens distingue la mano de Julia saludándolo. Cierra los ojos, y doblando el cuerpo sobre el asiento trasero, permanece como semiadormecido. Su corazón trabaja con altísima tensión. Por momentos los latidos se precipitan en avalancha, luego decrece el trabajo de la bomba de sangre, y el toc-toc se podría transmitir telefónicamente a larga distancia.

Stepens se asfixia en el interior del coche. Gira la manivela del cristal. La ventanilla baja. Una bocanada de aire húmedo le refrigera la frente. Suspira profundamente. Luego:

—¿Dónde dije que fuera, chófer?

—A Belgrano...

—No, hombre. Vamos al centro.

—¿A qué parte?

—Adonde se le dé la gana.

De la boca de una farmacia escapa un dilatado hedor de yodoformo. Penetra en el coche.

La lamparita del tablero de instrumentos lo deslumbra. Cierra los ojos. Piensa: «Es casi lo mismo que cometer un crimen».

Su corazón galopa nuevamente. Le parece ir cruzando una llanura, espoleando un caballo. Tiene prisa por llegar. ¿Adónde?

Al crimen.

El embrague del auto rechina en la brusca frenada. Stepens distingue un quiosco gris, luego una dorada vidriera de café.

—Pare aquí, chófer...

—Estamos en Almagro.

—No importa. Pare aquí.

Abona el viaje. Entra al café. Se sienta a una mesa. Mira en redor. Está bajo un plafón de yeso con filetes dorados, que soportan frías columnas jónicas, de mármol jaspeado con motas de oro y ceniza y mostaza. Un friso de espejos ciñe la pared artesonada de cuadros de cedro. Cada espejo es un embudo rectangular de encendidos cristales escalonados. Una solapa morada se inclina hacia él:

—...

—Café...

—¿Café?...

—Sí; café y una jarra de agua.

Entrevé un gesto despectivo. Nuevamente la solapa morada se inclina hacia él, una jarra de metal plateado se apoya en la mesa y ahora bebe ávidamente. Se desprende el nudo de la corbata, piensa que pueden confundirlo con un criminal, y se ajusta el nudo. Bebe un vaso de agua. Otro. Otro. Suspira profundamente. Descansa algunos minutos. Paladea el café. Enciende un cigarrillo. Mira las chicas de la orquesta. Vuelve el respaldar de la silla al salón, de manera que se queda mirando la calle. Una voz automática repite en él: «Es casi lo mismo cometer un crimen».

Su espina dorsal se dobla. Una sensación muelle se le arquea en el estómago. Traga humo. Echa humo. Desparrama la ceniza del cigarrillo sobre el mármol de la mesa. Por instantes entrecierra los ojos, luego los abre; un gran descanso llueve desde el plafón a sus miembros. Descubre que está mirando un atril niquelado que soporta un gorrito de mujer.

Lentamente la voz se desenvuelve en él, como el extremo de un carrete de cuya punta estuviera tirando un diablo.

Y se repite:

«Mañana me casaré... esto es evidente. Me casaré si esta noche no reviento o escapo. Cortar decorosamente es ya imposible. Mis camaradas han hecho una suscripción, han llegado regalos... mañana recibiremos nuevos obsequios...: el eterno juego de té y licores; los cubiertos raros para comer pescados o espárragos... Es maravilloso... ¿Qué diría, por ejemplo, una pareja, si le regalaran un irrigador o un anticonceptivo?»

No puede retener la risa y se retuerce solo en su asiento, mirando el tablero de su mesa.

—¿Llamaba el señor?

Stepens mira la solapa morada de mala manera y hace un gesto negativo. La solapa morada desaparece:

«Qué estúpida es la gente. No se ha acostumbrado a ver cómo sonríe un hombre. Parece que fuera obligatorio estar acompañado para reírse. Pero sí ¿por qué no se acostumbrará a regalar irrigadores en las bodas? De cualquier modo es imposible cortar decorosamente. ¿Qué pretexto inventar para dejarla a Julia? No puedo alegar que no es virgen, porque aún no me he acostado con ella. No puedo jurar que tiene mal carácter, porque es más dócil que un guante de seda. ¡Oh! la hipócrita. ¿Dócil? ¿Cuántos amantes habrá tenido? Se domina perfectamente. Me recuerda a esos astutos animalitos, excesivamente castigados por el hombre y que, por ser astutos, descubren al final la técnica para devorar a su enemigo.

»Cierto que lo que pienso ahora pude haberlo pensado antes... aunque a decir la verdad mis conjeturas son antiguas. Es inexplicable cómo he permitido que mi situación se agravara hasta semejante extremo.

»He aquí el misterio. ¿Por qué? Supongamos que se me condujera ante un honorable consejo de familia. ¿Qué respondería a los interrogantes que plantea mi propósito? De cualquier manera estoy divagando, porque a nadie es posible hacerle consejos de familia por tan ruines bagatelas. Suponiendo que pudiera responder algo, contestaría que “casarme” era una palabra desprovista de sentido para mí hasta el momento en que me vi abocado a la realidad de saber que tendría que convivir con una señorita que mayormente no me produce ni frío ni calor. Este caso guarda cierta similitud con aquel en el que se conversa de la muerte... ¡Qué distinto es divagar apoltronado en cualquier parte, frente a una taza de café, que no se teme la muerte!... ¡Qué desemejante con el acto de morir físicamente... perpetuamente!...

»De cualquier modo, tengo que irme...; irme sin avisar... sin dejar rastros... como si hubiera cometido un crimen.»

Ahora Stepens reposa con ademán incoherente. La fatiga anterior ha desaparecido. Se siente cómodo como en un baño de vapor. El confort del plafón de yeso con filetes dorados, lo penetra. Bebe a sorbitos un vaso de agua y observa burlonamente las mujeres envueltas en tapados de pieles que pasan tomadas del brazo de sus hombres. Éstos, adormecidos, las remolcan, con el cuello del sobretodo levantado.

Stepens mira pensativamente esas parejas ignotas y se dice:

«¿Qué objeto tiene reproducir uno de esos grupos somnolientos? Esa gente va directamente a la cama. Los machos se quitarán lentamente las medias, algunos, los más refinados, se meterán los dedos de las manos entre los dedos de los pies, y, retirándolos lentamente de las narices, les preguntarán a sus medias naranjas con perplejidad semicientífica:

»—Qué curioso. ¿Por qué olerá como el queso? —y ellas, al tiempo que entre bufidos se quitan las fajas, responderán con el pensamiento en otra parte:

»—Puercazo... si huele como queso, es porque no te bañás.»

La calzada de asfalto refleja en su pulimento de humedad, alternativas franjas rojas y verdes. Son los focos traseros de los automóviles. Entre los rieles y las ruedas de los tranvías chisporrotean llamaradas azules.

Stepens muerde un terrón de azúcar, y continúa soliloquiando:

«Innegablemente, soy un hombre de naturaleza sensible. Humano. Otro en mi lugar, desaparecería sin más trámites; yo, en cambio, sufro sofocones y me apiado de Julia. Cierto que, a pesar de compadecerla, me voy. ¿Entonces para qué me ha servido ser dueño de una naturaleza sensible? Parece una ironía, pero la única ventaja que reporta una naturaleza sensible, es demostrarnos que somos lo suficientemente fuertes para dominarla.

»Qué sería de nosotros si aceptáramos siempre el mandato de nuestros nobles impulsos. Mi noble impulso me arrastra a casarme con la primera desgraciada, coja, tuerta o jorobada que se me cruza en el camino. Por exceso de sensibilidad, me imagino esas vidas solitarias, recluidas en un altillo, volviendo al atardecer de los talleres, de las grandes tiendas, cargadas de pesados bultos de costura, y sufro... ¿Cómo no sufrir? Pero ¿acaso soy responsable de que estas mujeres hayan nacido con un fardo en la espalda, cojas, tuertas o jorobadas? No. No. No las he engendrado, ni tampoco soy Dios. Otro negocio sería si fuera Dios. ¡Nobles impulsos! Debemos aprender a defendernos de ellos, no de los seres humanos. Y en esta circunstancia, proceder sensatamente consiste en mandarse a mudar, desaparecer. Volatilizarse. Hacerse humo.

»Cierto que mi actitud no es correcta, pero en los actuales momentos ni los gobiernos pueden observar procedimientos correctos: cierto que la gente hablará, pero si yo pudiera escribir en los periódicos, le rogaría a los habitantes de este hermoso país que se pusieran una mano en el pecho y que me contestaran imparcialmente: ¿cuándo la gente no ha comentado la conducta de un prójimo? Si me caso con Julia, por ejemplo, las familias de Elsa, de Sebastiana, de María, en cotorreo de personas honestas, demostrarán que tengo precisamente la pasta indispensable para ser un excelente cornudo, y como tenía pasta para ello, he buscado la mujer que puede adornarme la frente con los más variados estilos de la tauromaquia conyugal. Incluso dirán, compungiendo un gesto y adobando una lamentación:

»—Es extraño que ese buen muchacho no haya encontrado un alma caritativa que le informara de los abortos que tuvo esa muchacha. —E incluso me mandarán la dirección de la partera... y hasta el monto de sus honorarios.

»Si, en vez de juzgarme un cretino profundo, me calificaran de redomado pillete, en la misma rueda donde en caso contrario hubieran citado los abortos de Julia, dirán ahora:

»—Bien decíamos que ese hombre era capaz de esto y mucho más. Bastaba mirarle la cara; ese gesto un poco atravesado, falso... pero si uno habla, dicen que es de envidia... —de manera que proceda de una forma o de otra, esa cáfila de narices largas y dientes postizos me despellejará sin consideración. Lo que la gente necesita es un motivo de conversación. La liebre. Luego con la liebre, ellos se preparan el guiso de su gusto...»

—¿Llamaba el señor?...

Stepens mira irritado la solapa morada, inclinada sobre él. Es innegable que el fámulo debe haberle cobrado repentinamente ojeriza, por una de aquellas misteriosas razones que hacen estallar entre dos desconocidos, al minuto de verse, el deseo de romperse a puntapiés y trompicones. Ricardo mira el reloj; son las doce y treinta y cinco minutos. Observa luego, socarronamente, el semblante del sirviente que tiene una cara redonda, con talante monástico, y le dice calmosamente:

—Usted se equivocó de profesión. Debía ser sacristán.

El fulano desencaja los ojos, estupefacto. Stepens continúa:

—No venga más por aquí hasta que no lo llame. Si no le gusta mi cara, mire la del patrón.

Espantado, el hombre de la solapa morada se retira de la mesa, y Stepens se dice:

«Es trágico, pero el mozo me mira con antipatía, porque mi corbata de un peso le hace barruntar que recibirá propina escasa.»

En fila india, salen de una portezuela situada en lo alto de un palco enguirnaldado de flores de papel y lamparitas azules y verdes, las lavanderas de la orquesta, disfrazadas de ninfas, con ridículos moños en la cintura, y brazos pecosos de fregonas. Stepens las considera casi inconscientemente, desde el fondo de sus ojos, y vuelve a su punto de partida:

«Innegablemente, soy un hombre sensible. La sensibilidad es un peligro. Conduce a extremos poco honorables. Por exceso de ingenuidad, acaso bondad falseada, pero al fin y al cabo bondad y también falta de carácter, he llegado a un extremo: tener que casarme con Julia. Un imbécil honrado por sus cuatro costados de necedad se casaría con Julia. Y lo notable es que sería feliz. Posiblemente trataría previamente de convencer a sus amigos que Julia es una de las mujeres más extraordinarias que han infestado el planeta, y si ella hubiera perdido la virginidad en un momento de apuro, él diría:

»—Sí... perdió su virginidad..., pero no es la primera ni la última. Además, ¿qué importancia tiene ese accidente en el concierto de los planetas?

»Cierto que Julia es virgen. No me lo ha mostrado con certificado médico, de acuerdo, mas me lo ha dado a entender con sus escrúpulos terribles. Tampoco puedo ocultar que mi aseveración se basa simplemente en sus palabras y mi presunta buena fe, pues el resto son hipótesis y lucha grecorromana en los umbrales del deseo. Es trágico, pero ni pretexto tengo para romper con Julia, pues sin necesidad de mayores testimonios he dado a entender a los que querían escucharme, que el recato de Julia asumía formas extraordinarias. No me cabe duda que más de un imbécil se apartó de mi lado, seguro que si me equivocaba respecto a la virginidad de esta muchacha, los astros dejarían de rodar por sus órbitas.

»¡Es trágico..., es humorístico..., pero es así! Nos debatimos en un océano de contradicciones. Si aceptamos a la mujer maltrecha por el amor de otro no falta quien nos tilde subterráneamente de cabrones consentidos; si la rechazamos, sobran los filosofastros y justicieros, que enarcando el belfo como si probaran una medicina repugnante nos motejan de absurdos retrógrados y energúmenos del prejuicio. ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse con una mujer así? ¿Endosársela a un amigo? ¡Pobre Julial... ¿Por qué no se casará con algún amigo mío?

»¡Y no es que yo tenga nada que decir de ella! No. ¡Dios me libre! Salvo esos conatos de lucha grecorromana donde un experto maliciaría un entrenamiento sospechoso, no tengo nada que decir.

»Se me oprime el corazón al pensar en las dificultades que le proporcionaré. Es dramático, mas no lo puedo impedir. Para colmo de infortunio mi sensibilidad ha reconstruido el espectáculo lastimoso... hace una semana que entreveo el formidable toletole que se producirá cuando descubran mi desaparición, y no soy un hombre feroz para regocijarme en la desgracia que le sobrevendrá a un prójimo.

»Sí, no soy un hombre feroz, y aparentemente me comporto como si lo fuera. Las apariencias me condenan, pero yo sudo sangre, y nadie lo barrunta. ¡Nadie me compadece! Es terrible, pero mañana, a las nueve y treinta, cuando Julia vea que no llego, me llamará por teléfono. La dueña de la pensión estará en el mercado y atenderá el aparato esa mala bestia de Cata, que como de costumbre ladrará que no entiende nada. ¡Es fantástico! Aunque la trompeta del Juicio Final sonara en las orejas de Cata, ella no entendería nada. ¡Es fantástico! ¿Qué tendrá esa mujer en los oídos?

»A las diez y media hablará otra vez Julia, y Cata volverá a repetir su furiosa afirmacion de “que no entiende nada y que dentro de un rato llegará la señora”. A las once pedirá comunicarse conmigo la madre de Julia. Ya la “pensionera” habrá llegado y le responderá que no estoy. A las once y cuarto llegará a su casa en un automóvil el hermano de Julia, acompañado de su amigo, el boxeador. Harta la menestrala de los forasteros que merodean buscándome, y entreviendo en mi ausencia alguna descomunal pejiguera, acompañará a los dos perdularios hasta mi cuarto. Espantados comprobarán la desaparición de mi ropa y equipaje... menos un par de medias sucias..., esas medias sucias que siempre se dejan tiradas como un saldo sardónico en un rincón del cuarto, cuando se cambia de pensión. A las doce menos cuarto mis compañeros de oficina sonreirán socarronamente, regocijándose en la reconstrucción, posibilidades y motivo de mi canallería, simultáneamente felices de encontrar un tema de conversación que interrumpa la monotonía de sus vidas, y condenándome al mismo tiempo con un dejo de envidia. A la una de la tarde todos los braguetones de guardia en las comisarías de la capital archivarán con un gesto obsceno la noticia de mi desaparición. A las dos, el jefe de mi oficina, con grave talante, después de gargajear arduamente en el cesto de papeles, como si fuera a tratar un asunto de estado, perorará en el círculo de mis compañeros:

»—Un desvergonzado ha desaparecido de entre nosotros... es decir, un hombre que se burlaba bajo el sayo de la patria, de la moral y de la religión, como si patria, moral y religión no fueran el freno que perentoriamente impide que un irresponsable se convierta en un decidido bellaco. —Y así continuará hasta que bostecen disimuladamente los desdichados que se pudren a sus órdenes. El que posiblemente vomitará un pensamiento sincero será Emesto. Después de la homilía del jefe, dirá cínicamente:

»—Lo único que lamento son los diez “mangos” con que contribuí para el cheque y con los que mañana podría jugarle cinco y cinco a Colofón.

»A las tres de la tarde, Julia, tendida en la cama; los ojos hinchados como duraznos, un pañuelo empapado de vinagre y dos rodajas de papa en las sienes, recibirá los consuelos de sus amigas. Ellas, haciéndole fresco con el pañuelo, se mirarán las unas a las otras, diciéndose con ojos aterrorizados de presunciones:

»—Cada vez es más difícil cazar a estos hombres. ¿Qué debe hacerse para atraparlos?

»A las cinco de la tarde, entre graznidos de claxon, bajarán del automóvil dos perfectos animales: el hermano de Julia, esgrimiendo una pistola automática de calibre cuarenta y cinco (descargada, por supuesto), y su amigo el boxeador, dibujando en el aire rounds de sombra, al tiempo que dice:

»—Dejámelo por mi cuenta, hermano, si lo encontramos —mientras el otro, enjugándose la frente, vomitará por toda información a las amistades que habrán salido apresuradas al patio, de que en el Departamento de Policía no se ocupan de esas minucias.

»A las seis acudirá el médico de la casa, agrio y juanetudo, maldiciendo las puterías de la juventud. Avizorando intimidades de trapos sucios, desde los umbrales de sus casas, las comadres del barrio, con los brazos cruzados sobre las ubres, menearán consternadas las cabezas, al tiempo que, recatándose del oído indiscreto de las menores, se preguntarán de puerta en puerta, con fisgona sonrisa, “¿cómo habrá quedado la muchacha después de tales trapisondas?”. Y alguna madre, libre de boca, le gritará a su párvula con escándalo de las presentes:

»—Aprendé...; hacele adelantos a tu novio...; aprendé.

»A todo esto, la cocinera en la despensa, cotorreará el suceso con el almacenero, quien entre aspavientos fingidos, aprovechará el relato para escamotearle a la bobalicona doscientos gramos en un kilo de azúcar, mientras que la mujer del comerciante, sinceramente interesada en el chisme, abrirá los ojos y preguntará si los dejaban mucho tiempo solos a los novios y si “la pobrecita no habrá quedado en estado interesante”.

»A las diez de la noche harán cola en la casa los sastres y remendones de la orquesta clásica y típica. Éstos, al ser despedidos en la puerta, promoverán escándalo, exigiendo indemnización y argumentando falsamente que nadie les avisó que “no vinieran porque el matrimonio había sido suspendido”. A las once de la noche, una fila de automóviles detenidos a lo largo de la acera dibujarán una oscura aguafuerte de entierro, mientras que las púberes del barrio, tomadas del brazo, irán y vendrán frente a la casa, husmeando la tragedia que no se ve.

»Y en la calle, todo el mundo estará inmensamente contento, sin saber por qué. »A las dos de la madrugada, Julia, con los párpados tan hinchados de llorar, que de desfigurada estará irreconocible, experimentará el decimoquinto vahído. A las tres de la madrugada, el hermano, esgrimiendo la pistola de calibre cuarenta y cinco (cargada ahora), jurará ante un crucifijo matarme como a un perro, donde me encuentre. La madre, tomándolo de un brazo a su amigo el boxeador, le rogará que interceda, no se produzcan mayores desgracias en la familia. La otra bestia replicará malamente que no, arguyendo que aunque tenga que domiciliarse en presidio por toda la vida y en el infierno por tres eternidades, me dejará la piel más cribada que una espumadera.

»Intervendrán las amistades, y jugaría doble contra sencillo, si entre ellas no se encuentra un lector de las novelas de Edgar Wallace. Ésta será la persona que llamando aparte al hermano y a su amigo el boxeador, le recomendará tomen una venganza clandestina y misteriosa. Entonces el fulano se guardará la pistola de calibre cuarenta y cinco pensando que al día siguiente puede empeñarla en el Banco Municipal, felicitándose de tener que cumplir una venganza misteriosa. No harán falta armas de fuego y a las seis de la mañana todos, desde el gato barcino a la vecina de enfrente, tendrán la boca seca de repetir en los tonos más diversos:

»—¿Quién iba a decir que tratábamos con un canalla?

»A las siete el lechero dejará tres botellas blancas en el umbral después de tocar dos veces el botón del timbre. El sol iluminará las fachadas de las casas, los tranvías se llenarán de gente semidormida, y Julia, blanca como una muerta, dormirá un sueño artificial de treinta y seis horas. Y a las diez de la mañana, lastimeramente el hermano hará cola entre los desdichados que empeñan prendas en el Banco Municipal, pensando que bien vale la pena de lidiar entre muertos de hambre apresurados, para tener el placer de ir a la noche con el producto de la pistola pignorada a pasar unas horas al prostíbulo de San Fernando en compañía de su amigo el boxeador.»

—Otro café, mozo.

El rostro de Ricardo Stepens se desfigura a medida que compagina sucesos futuros. Entrevé lo dramático y lo grotesco del suceso. Incluso tiene que hacer fuerza para no reírse a carcajadas, por ejemplo, cuando se imagina la cara que pondrán los músicos napolitanos, despachados por el furioso ademán de su problemática suegra.

A medida que sus pensamientos aumentan la velocidad de galope, se siente más fuerte, más dueño de sí mismo; su bellaquería se dignifica a través de la necesidad de salvar su personalidad; por momentos tiene la sensación de que está perforando los muros de la ciudad con un invisible soplete oxhídrico. Y el vigilante enfundado en su capotón, a veinte metros de la vidriera... no se entera de nada... se limita a poner un cromo azul en la claridad de sala de operaciones que abre en la ochava la niquelada quincalla de un bar automático.

De pronto, Stepens se pega una palmada en la frente:

«Pero, qué diablos..., es perfectamente lógico que ocurra todo lo que me he imaginado. No es posible pretender que una muchacha a quien se la planta con tres cuartos de narices el día de su boda, baile de alegría en el momento que se entera del suceso.» Y al tiempo que examina amistosamente el avinagrado semblante del mozo de solapas moradas, se dice: «Oh, dígase lo que se quiera, es un consuelo pensar con lógica».

¿Y si me caso...?

Ahora Stepens camina a lo largo de fachadas grises, que encajonan veredas silenciosas, rayadas por las siluetas de árboles, que lanzan a través de los follajes los globos del alumbrado eléctrico. Cruza bajo bóvedas de árboles, cuyos troncos torcidos simulan paralizados ademanes de un desesperado, pasa junto a cortinas metálicas corridas y en la muda cesación de vida de la noche, él está contento. Entrevé la liberación.

«Supongamos que me quede... me case. Mis veinticinco años se convertirán rápidamente en cincuenta y los cinco mil pesos que ingenuamente puse en un banco para “los malos tiempos”, se derretirán como la nieve al sol... Menos mal que fui prudente y no compré muebles, so pretexto que los primeros meses los podíamos pasar en un hotel. Realmente, tienen razón los libros sagrados de todos los países cuando dicen que el hombre no se arrepiente jamás de ser prudente. Soy un hombre prudente, y la prudencia es un galardón. Además de sensible, prudente. Cuántas virtudes me descubro esta noche, Dios mío. Soy lógico, sensible y prudente. Y sería un hipócrita si no confesara que me admiro a mí mismo. Sin embargo, no se trata de divagar, sino de establecer: ¿Y si no me voy y me caso? Julia me quiere. Esto es innegable. Cierto es que no ha podido darme ninguna prueba de ese amor que siente hacia mí, pero en esa dirección ha procedido cautamente, porque cuando una mujer da pruebas de amor, le es dificultoso sostener que no se las ha dado con prioridad a otros, y entonces...

»¿Casarse? Casarse es una forma de suicidarse. Y yo no estoy dispuesto a morir; todavía quiero vivir. Cierto que Julia me quiere, pero Julia a su edad, al mismo diablo está dispuesta a jurarle amor eterno. Y si me quiere, es con un amor natural y simple. De la misma manera podría querer a un hombre distinto a mí. Yo soy alto, pero si fuera bajo, Julia me querría lo mismo, soy rubio, pero si tuviera el pelo renegrido me querría también. Mis dos piernas funcionan perfectamente, pero si fuera rengo me querría lo mismo, porque lo que ella necesita no es un determinado hombre, sino el hombre..., cualquier hombre. Pensarlo resulta trágico... pero, ¿acaso soy yo el culpable? En cierto modo sí; porque al fin y al cabo, no debí permitir que las cosas llegaran a este punto. Mas ¿fui yo o fue ella quien encaminó los sucesos en semejante dirección?

»Dios mío!... Nos conocimos en cualquier parte. Fue un baile; sí, un baile. Cuando quise acordarme, ella me había aislado en la fiesta; cuando nos despedimos me presentó al hermano y a la madre; al día siguiente me habló por teléfono, no sé con qué pretexto; a los cinco días me invitaban a tomar té; una semana después tuve que ir para examinar ciertos negativos que no sé qué cosa rara tenían. A la semana, ella, el hermano, la madre, el amigo del hermano, querían convertirse en mis hoteleros, surtirme diariamente de viandas.

»¡Oh, es simplemente maravilloso!

»Me invitaron tantas veces, que fui...; fui con esta tremenda cara de idiota que Dios me ha dado.

»Fui sencillamente, ingenuamente. Me atracaron de ñoquis y capelletis. Todo el repertorio de las hermosas pastas italianas. Me convidaron con exquisitos licores. Hubiera sido una crueldad negarse a comer o a beber allí, máxime si se tiene en cuenta que los manjares habían sido exquisitamente cocinados en puro aceite de oliva y ofrecían un máximo de garantías para mi estómago delicado.

»Me convertí en un habitual frecuentador de la casa. Mi timidez me impedía faltar. Cuando recuerdo, se me enrojece el rostro de vergüenza... Allí jamás ni el palco del cine me permitieron pagar. El que obsequiaba los palcos era el hermano. Este tampoco los compraba, sino que a él se los regalaba un compinche, el boxeador. Incluso llegaron a querer presentarme al sastre de la familia, y abrirme un crédito..., pero por prudencia rechacé semejantes operaciones comerciales... Y este noble gesto mío me enalteció ante los ojos de la familia, que comenzó a presentarme a sus amistades, con ese ambiguo gesto con que se exhibe a una larva de marido. En compensación de no haber aceptado el crédito, reconoceré que diezmé tremendas fuentes de tallarines, agoté innúmeras parrilladas de bifes de ternera; por mi gaznate pasaron litros y más litros de café y licor y un repostero se vería verde para calcular los kilos de masas y cremas que despaché, a pesar de tener el estómago sumamente delicado.

»¡Lo que es la codicia humana!

»Yo, que al principio creí me regalaban de tal manera por mi bonita cara, descubrí en breve tiempo que si esa dadivosa familia me trataba a cuerpo de rey, se debía a que albergaban profundas esperanzas de convertirme en legítimo esposo de la niña llamada Julia.

»Y cuando me presentaban como novio de la “nena” hubiera podido decir: “No, señora...; no soy el novio de su hija, sino una simple amistad, a quien ustedes atienden muy amablemente”, pero no me atreví. Mi ingénita timidez me obligó a proceder mal. Me creo obligado a aceptar que muchos, puestos en mi dificultoso caso, hubieran procedido lo mismo, porque ¿cómo es posible, sin herir susceptibilidades, desmentir una presentación como la que dejo consignada?

»Si faltaba un día a la casa, me hablaba por teléfono el hermano (el de la pistola automática de calibre cuarenta y cinco), después su amigo el boxeador, después la madre, más tarde Julia.

»Un día la madre, revolviendo en su memoria fojas de gloria para los archivos caseros, recordó incidentalmente que su hijo era un héroe. “Francisco es un hombre de un genio terrible”, me decía. “Usa una pistola automática de calibre cuarenta y cinco y casi mata a un hombre el otro día.” Después de esta cordial referencia a las virtudes que hermoseaban el carácter de su primogénito, me insinuó que vería con sumo agrado que le “diera los anillos a la nena. Francisco se pondría muy contento y su amigo el boxeador también”. Cuando argüí que carecía de dinero, la señora no sólo que no se afligió, sino que se alegró, y al día siguiente me regalaba los anillos, diciéndome:

»—Julia no sabe absolutamente nada de este regalo que le hago. Ofrézcaselos, que la pobrecita se va a morir de alegría.

»El escepticismo es un vicio peligroso.

»Tres días después le “regalaba” los anillos, deseando comprobar si Julia se moría de la sorpresa, pero no ocurrió tal. Ese día ella se atracó con una cantidad de capelletis, tan desmesurada, que estoy seguro hubiera puesto en peligro la vida de otro ser menos espiritual. No negaré que, insensiblemente, con la robusta ayuda de la dueña de casa, de su hijo, del amigo de su hijo, el boxeador, que obstinadamente quería convertirme en un pugilista, me fui acostumbrando a la idea de constituir una parte integrante de esa honorable casa.

»Edifiqué mi sueño.

»Era el mío, si se me permite la frase, el pesadillón de un desocupado en trance de convertirse en padre tornero de un convento. Transcurría siestas interminables, despatarrado como un cerdo en fuentes más vastas que los lagos de Palermo, y cargadas de pequeñas montañas rusas de tallarines. Cuando me acuciaba el deseo, por valles de lomos de ternera, avanzaba hasta una especie de catedral de crema de leche y zambayón congelado. Bajo una cúpula de crema de chocolate, en una nívea cama de repostería, me aguardaba Julia. Caía en sus brazos, luego me apartaba y en un crepúsculo verdoso de roquefort, lento como un gusanazo avanzaba hacia una loma de ravioles o un monte de ñoquis.

»Tales eran las perspectivas intelectuales que decorarían mi existencia junto a Julia. No alardearé de ser un hombre delicado, pero no puedo ocultar que casarme con Julia en esa circunstancia me producía más repugnancia que convertirme del día a la noche en dependiente de una carnicería.

»Su hermano, el hombre de la pistola automática, calibre cuarenta y cinco, era un excelente imbécil... de manera que, dentro del tiempo y del espacio, ese negocio marchara perfectamente, si, para mis desdichas, la mala suerte a través de la lotería no me favorece con un premio de cinco mil pesos. La familia, después de felicitarme, se creyó obligada a darme a entender que ahora no quedaba ningún pretexto para no firmar mi sentencia de muerte... y yo... acosado por la madre, las amigas, Julia, su hermano, el amigo de su hermano, el boxeador, dije que sí..., y fijé fecha.

»Y ahora heme aquí ante el terrible trance.

»Si me caso, dentro de quince días volveré a la oficina. Los amigos me examinarán el rostro, para deducir por la profundidad de las ojeras los estragos que he hecho en mi luna de miel. Luego... aquí no ocurrió nada y a deslomarme como siempre, que el ser jefe de familia no le autoriza a trabajar menos a uno. Dentro de nueve meses tendré un hijo y dentro de un año haré también lo que hacen todos los hombres casados: mirar a las otras mujeres y cometer sus pequeñas infidelidades. Algunos no esperan un año para cometer “sus pequeñas infidelidades”.

»Dentro de dos años no cometeré pequeñas infidelidades, sino sabrosos adulterios, actitud que no me impedirá despotricar contra los inmorales que se pavonean con una querida ostensible. Ni vicios ni hipocresía me impedirán ser simultáneamente un buen padre y en rueda de amigos elogiaré espontáneamente a mis hijos, porque al ventosear ruidosamente o inundar la cuna de pis compiten con los del vecino. A su vez, mis amigos encomiarán las excelencias de su progenie por revelar una bestial capacidad para desgañitarse gritando o defecar espesamente. Cuestión de gustos. Luego eructando las anchoas del vermut, acariciaremos con los ojos, desde la ventana del café, las pantorrillas de las mujeres que pasan, y como no se tratará de nuestras hermanas, ni nuestras esposas, con la fácil filosofía de los burgueses satisfechos de su encanallamiento, diremos que todas las mujeres son unas putas.

»Y la vida pasará así. ¡Oh, sí, así! Podemos felicitarnos. Julia, a su vez, me narrará chismes respecto a sus amigas, la última camorra de Mengana con su esposo, el aborto de la mujer de Fulano. ¡Delicioso!

»Iremos al cine los días de moda. Ella, silenciosamente, admirará al babieca fotogénico de más actualidad entre los ovarios de la presente sociedad femenina. Me comparará con ciertos galopines de película y descubrirá que soy viejo, desagradable, feo, tosco; como yo por mi parte, llegaré a la conclusion que sería cien veces más agradable acostarse con Kay Francis o Joan Crawford que meterse bajo las sábanas en su compañía.

»Cuadro de nuestra vida. Gris como el fondo de un hornillo. Pensaremos disciplinadamente con el almacenero de la esquina y el tenedor de libros de la media cuadra, ambas personas honorables, por otra parte. La justicia nos inspirará saludable terror, admiraremos los brillantes uniformes del ejército, con ingenua curiosidad nos preguntaremos si el arzobispo cree o no en la existencia de los ángeles y cuando nos hablen de comunismo vomitaremos esa espantosa sarta de lugares comunes que circulan para estupidizar a la clase media y terminar de invadirles los restos de cerebro que no han inutilizado por completo los castradores sistemas de educación.

»Algunas arrugas se formarán en mi rostro, el brillo que ahora me hermosea los ojos desaparecerá. Paulatinamente me convertiré en una larva amarilla y taciturna, en uno de esos desdichados que tiemblan cuando piensan que pueden perder el empleo.

»De tanto en tanto, como quien se asoma a la rendija de un sueño a mirar un país perdido y descubre en él neblinas de oro y arboledas musicales, falso espejismo, virtud de todo lo que fue, evocaré los tiempos en que Julia era mi novia, y estas groserías actuales, limadas por los años, sombreadas por la muerte, me parecerán pintados frutos, fragantes dones que por inexperiencia no supe aprovechar.

»¿Dónde se encuentra un marido que no recuerde a veces la estación aquella de su verano, cuando la mujer no era esposa, sino su novia? Y yo pensaré en Julia, y, encontrándola cambiada, me diré: “La Julia novia es un sueño comparada con la Julia esposa”. Ahora bien: si en vez de casarme mañana con Julia, me voy, desaparezco de esta ciudad, me marcho a Europa, dentro de dos años, cuando piense en ella, Julia también me parecerá un sueño, con la ventaja, por supuesto, de no encontrarme casado con ella.

»¿Que debí hacerme estas reflexiones con anterioridad a mi compromiso? ¡Oh!, de acuerdo.., de acuerdo, pero ¿cuándo se tiene sensación de la cárcel, sino en el momento de trasponer su umbral y tropezar con su férrea puerta?

»En estos momentos estoy jugando a cara o cruz la libertad o una celda. Cuando me alejé de la puerta de su casa, mi corazón daba saltos. Parecía que gritara:

»—Huye..., huye, incauto... Aún estás a tiempo.»

Ricardo Stepens enciende la lámpara en su cuarto.moradas, se dice: «Oh, dígase lo que se quiera, es un consuelo pensar con lógica».

Es como todas las mujeres

Un cuartito de soltero, la cama de bronce de una plaza en el centro, a un costado el lavatorio, en un ángulo el ropero. Stepens se cubre los pies con una manta y coloca sobre el velador un rollo de dinero. Cavila un instante y envuelve el rollo en un trozo de diario; mira el reloj. Son ya las tres de la mañana.

«Hoy a las diez me casaré. Mejor dicho, me tendría que casar. ¿Qué hacer? Julia es como todas las mujeres. Me quiere. Pero si yo la dejo, dentro de dos años querrá a otro. Y si el otro la deja, al año volverá a querer a un tercero. Supongamos lo contrario. Que yo me casara y falleciera. Julia se casaría después de algunos años. Claro está que aduciría un montón de causas para poder casarse otra vez. Razonaría de esta manera: “Si yo me hubiera muerto, Ricardo también se hubiera casado con otra mujer”. Es notable. Con razonamientos se desmontan los mecanismos más arduamente combinados por la tontería humana. Estudiemos el asunto desde otro ángulo. ¿Puedo encontrar una mujer mejor que Julia? Es difícil. Más fácil es que me enamore de una muchacha peor que Julia. Julia y yo somos dos seres humanos de carne y hueso. ¿Por qué entonces me voy a casar con Julia? Por piedad. Para no proporcionarle el monstruoso día de hoy. Porque si desaparezco, el día que hoy pasará esa mujer será terrible. Pero un día no tiene nada más que veinticuatro horas. Y en el caso de que sufra, mucho más padecería, por ejemplo, si el tranvía le hubiera cortado una pierna. De manera que el sufrimiento es relativísimo. En cambio, si no me voy y me caso, amontonaré repentinamente mi vida para arrojarla a un tacho de basura y monotonía. Y ella me dirá alguna vez, en uno de esos momentos de amargura o de riña en que se descubre el cáncer que nos roe el alma:

»—Si hubiera sabido que el matrimonio se reducía a esto, me hubiera quedado soltera.

»Y yo me arrepentiré en el alma de no haberme ido. Y ella y yo nos preguntaremos tonterías como ésta:

»“¿Por qué cuando uno es joven no tiene la experiencia que dan los años?”

»¿Y si Julia ya sabe hacia qué desengaños vamos? Ella es como todas las mujeres. Sentimental, cuando no cuesta nada ser sentimental. Con ideas, cuando las ideas no tienden a modificar el curso de los sucesos prefijados. Si yo le expusiera mis pensamientos a Julia, Julia me diría:

»—Querido, sos muy inteligente, pero casémonos. —Mis pensamientos merecerán su respeto, siempre que yo prácticamente responda a sus puntos de vista..., que son casarse. Ella dice que se moriría sin mí... Eso no le impidió pensar positivamente respecto a todos los detalles que regulaban nuestras relaciones. ¿Puede pensar positivamente un ser humano que está dispuesto a morir por otro? No, no y no. Entonces miente... si a su mentira... se la puede llamar mentira... que no lo es, ya que todas las mujeres dicen lo mismo.

»Porque lo curioso es que ella fue la que reguló el ritmo de nuestras relaciones. Tranquila, pisando terreno firme. No puedo reprocharle que sus procedimientos no fueran claros, y tanta claridad acertada revela una ausencia completa de sentimientos. Supo elegir perfectamente el momento en que me sugirió la conveniencia de formalizar nuestras relaciones.

»¿Que borda a las maravillas? ¿Que es una cocinera sin par? ¡Dios mío, todas las mujeres bordan y cocinan, mas hasta ahora no se ha descubierto que cocinar y bordar sea un factor de felicidad! Además, llegaría un momento en que los platos por ella preparados me serían tan familiares que sólo llamarían la atención a nuestros invitados. En cuanto a bordar, el día que ella tenga hijos, mandará al diablo el bordado y como mujer práctica comprará ropas mucho más lindas de las que puede confeccionar... y a precio menor.

»En cuanto a tocar el piano..., cierto, toca el piano, no lo puedo negar... Pero seamos sensatos... ¡Dios mío!... Seamos sensatos. Ni ella se va a pasar la vida tocando el piano, ni yo escuchándola. Además, casarse con una mujer porque toca el piano es absurdo. Más barato resulta adquirir una victrola ortofónica, y uno compra los discos que prefiere y los escucha cuando se le da la gana. Con la ventaja de que estarán cien veces mejor ejecutados de lo que ella pudiera tocarlos.»

Ricardo Stepens enciende un cigarrillo. Pasea la mirada por su habitación. Arruga la frente, trata de concentrar sus pensamientos dispersos.

«¿Que debí pensar todo esto antes? ¿Pero, y ella? ¿Cuál de nosotros es el culpable? Comenzamos una relación inocente: miradas, sonrisas, yo el entusiasmo que suscita la flor fresca, ella el recato de la “chica que se va a casar”. Luego la madre, después el hermano... ¡Dios mío! ¿Quién es más culpable de los dos? Cuando mi ardor se enfriaba, ella desaparecía, de manera que irritaba mi amor propio. Yo he sido peón en ese juego. Me ha movido en la dirección que le convenía. Cierto es que yo me dejaba mover. "No te pediré nunca nada", me decía. Y sin pedirme nada, heme aquí en el día en que me tengo que casar con Julia. Yo puse sinceridad y entusiasmo en mis sentimientos. Ella, tranquila, dejaba arder la mecha. Cuando el fuego se apagaba, echaba una gota de aceite. ¡Qué inteligencia para maniobrar! ¡Cuánto tacto!»

Domg. Domg. Domg. Domg.

Stepens salta de la cama. Son las cuatro de la mañana. Las cuatro. Faltan siete horas para ir hasta el Registro Civil. Echa mano al bolsillo. Saca una moneda. Piensa:

«Vamos a ver qué dice la suerte. Si sale cara, me caso. Si sale cruz, me voy. Una es la definitiva».

En el espejo del ropero se refleja el níquel volteando en el aire. Cae sobre la colcha. Cara. Ricardo observa la moneda, luego se la echa al bolsillo sonriendo y dice:

«Hay que hacerle trampa al Destino. No me casaré. Que el Destino me cobre si es brujo».

Ahora...

Stepens ha detenido una mirada triste sobre el rollo de dinero:

«Esta plata era para casarnos. Con ella íbamos a comprar los muebles después que volviéramos de nuestro viaje. Estoy a tiempo todavía. Puedo casarme. Nada ya tiene remedio. No sé lo que se ha roto adentro mío. Quizás hubiéramos sido felices... Es dificil.»

Lentamente se han cerrado sus ojos. El hombre fatigado, nuevamente se duerme...

Domg. Domg. Domg. Domg. Domg. Domg.

Ricardo Stepens salta de la cama. Tiene el cuerpo helado. El traje arrugado. Son las seis de la mañana. Piensa vertiginosamente.

«A las siete sale el vapor para Carmelo...»

Abre el ropero, deja en el suelo los cajones del lavatorio.

Precipitadamente arroja su ropa en un baúl. Hunde a puñetazos las camisas, los trajes. Con los pañuelos van entremezclados paquetes de cartas. Un retrato de Julia cae entre sus manos. Lo va a mirar... rechaza la tentación y lo arroja con algunos libros entre los intersticios que en el baúl floreado deja una colcha. Mira en redor. Todo ha terminado. Baja la tapa del baúl. Gira la cerradura con la llave, y se detiene. Le tiemblan las piernas. Un recuerdo terrible le conmueve toda la blandura de ternura que yace insepulta en él. Distingue a Julia, tomándole el rostro para besarle la boca... y se recuesta en la cama desfallecido.

—Andate —persuade el corazón...

—¿Qué vas a hacer? ¿Estás loco? —le grita el deseo.

Son las seis y media.

El pecho de Ricardo se hincha como la presión de un fuelle. Se levanta tambaleándose. Se inclina sobre el baúl, lo carga a su espalda, trastabillando baja la escalera de la pensión, se detiene en la puerta inundada de sol, le hace un gesto a un chófer. Ricardo coloca el baúl en el asiento delantero, y en aquel momento postrero, piensa:

«¿Y si le dijera que fuera a la casa de Julia?»

Un hombre modestamente vestido asoma a una puerta. Encogido camina por la vereda arrastrando los pies, cuando en el portal del que ha salido aparece una mujer con la cara envuelta en una servilleta, que le grita roncamente:

—No te olvides de traer el dinero, Jaime...

Ricardo Stepens se estremece. Mira al chófer y con cierta ansiedad, le grita:

—Dársena Sur, chófer.

Y mientras cierra la portezuela, un pensamiento triste cruza su mente:

«¿Qué harán en lo de Julia con los regalos?»

Odio desde la otra vida

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:

—Yo no le conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?

El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:

—Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda, era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.

Lo que decía el desconocido era cierto. Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:

—Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.

Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul de agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:

—Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.

Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:

—Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.

Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque esta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:

—Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo —y acto seguido el misterioso oriental comenzó con un lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.

Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizá estaba viviendo un ensueño. Quizá estaba loco. Quizá el desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.

El árabe prosiguió:

—Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: «Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así». Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es o no es cierto que ella le dijo eso?

Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:

—Usted y Lucía se odian desde la otra vida.

—...

—Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.

Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía.

El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía:

—Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman el odio porque ninguno de ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.

Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:

—¿Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.

Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong, y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro «assani», presto como un galgo le trajo el vuelto y, de pronto, Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.

Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.

Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces, se abrió aún más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda.

Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:

—Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.

Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:

—Rakka, trae la pipa —y dirigiéndose a Fernando, aclaró—: Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.

Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas, él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba ni triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.

Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.

Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que, por un juego de luz, parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos de flechas de cristal. Lo notable fue que al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en redor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!

Fernando examinó el filo de su yatagán —era reciente y tajante—, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil, sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.

Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí: era una talega de seda. La abrió, y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.

Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allí a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.

Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.

No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.

De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, este lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:

—Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.

Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:

—Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscrito allí.

Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.

—Hijo de un perro, ¿de dónde has sacado tú ese caballo?

Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:

—Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...

Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.

Transcurrieron así algunas horas; de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:

—Lucía, Lucía, soy inocente.

Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.

El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:

—Hija mía: este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza de él.

—Soy inocente —exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente —y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a «Lucía». Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. «Lucía», rodeada de sus eunucos le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando, de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. «Lucía» lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:

—Afcha, échalo a los perros.

El esclavo como hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...


* * *

El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv, dijo:

—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.

Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:

—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.

Tell Aviv continuó:

—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.

—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima otra vida.

Tell Aviv insistió:

—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.

Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:

—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.

Y levantándose salió.

Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:

—Si no me hubiera ido tan lejos, creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...

Pequeños propietarios

Cierta noche, Eufrasia, poco después de cenar, le dijo a Joaquín, su esposo:

—¿Sabes?, tengo el presentimiento de que el de al lado le roba materiales al infeliz a quien le está construyendo la casa.

Joaquín la soslayó hosco, con su ojo de vidrio.

—¿De dónde sacas eso?

—Porque hoy al oscurecer vino con el carrito cargado de polvo de ladrillo y tapado con bolsas, para disimular.

—No puede ser.

—Sí, porque ayer traía unos mosaicos debajo del brazo, también envueltos en una bolsa rota. Y se les veía el canto.

—Entonces... ¡quién sabe!...

—Sí... también me fijé cuando tenía la otra obra. Al principio llegaba temprano con el carrito, después, cuando estaba por terminar, mucho más anochecido, y siempre el carrito tapado. Con ese material deben haber construido la marquesina.

Taciturno, replicó Joaquín:

—Claro, así es fácil construir obras para darle envidia a los otros.

Luego no hablaron más. Cenaron en silencio y el ojo de Joaquín, el corredor y pequeño propietario, estaba tan inmóvil como su otro de vidrio.

Solo al acostarse, cuando Eufrasia iba a apagar la lámpara, dijo sin mirar a su esposo, con la voz ligeramente desnaturalizada por el deseo de que fuera natural;

—Si el dueño de la casa lo supiera...

—Lo hace meter preso —fue el único comentario del tuerto. Luego se acostaron y ya no hablaron más.


* * *


Los dos propietarios se odiaban con rencor tramposo.

Tal sentimiento había madurado al calor de oscuras ignominias, y lo teñía de colores distintos la desemejanza de desgracia que se deseaban. Cosme, el albañil, invocaba sobre la propiedad de Joaquín una catástrofe súbita. No podría especificar, si se lo preguntaran, qué clase de catástrofe era la que le deseaba a su vecino, ya que esta no llegaba sino en excepcionales casos a la muerte. Y esta falta de imaginación le atormentaba con iras fugaces pero tormentosas, pues estaba seguro de que si concretara su deseo, sería feliz.

En cambio, Joaquín había objetivado este anhelo.

Deseaba que el albañil se arruinara.

Se imaginaba que su vecino no podía pagar las mensualidades del terreno que con poca diferencia de tiempo habían comprado a plazos, y el sencillo acto de representarse la roja bandera de remate flameando en el jardín de Cosme le regocijaba siniestramente. Crujíanle los dientes y su ojo de vidrio traslucía un fulgor más intenso que el otro, al acecho, bajo un fino párpado siempre arrugado.

Dos hechos fueron el origen de este odio.

Cuando Joaquín compró el terreno, pidiole presupuesto, para la casa que pensaba construir, a Cosme, y luego, lógicamente, le dio la obra a otro albañil.

Pero como necesitó utilizar la medianera de su vecino, este, furioso, le exigió un precio superior al valor natural, y Joaquín, rechinando los dientes, se negó a pagar. Una mañana en que el albañil estaba ausente, hizo colocar las vigas del techo sostenidas provisoriamente por unos parantes, de modo que cuando Cosme llegó era demasiado tarde para detener la obra.

Mas como el importe de esta era inferior al de la cantidad requerida para sustanciar un litigio ante los tribunales (imposibilidad que lo puso furioso al albañil, pues deseaba arruinar a Joaquín) el asunto fue a parar a un Juzgado de Paz y en el plazo de un año y medio Cosme cruzó sombrío y tempestuoso, sucios salones atestados de oficiales de justicia y palurdos aburridos. Conoció todas las triquiñuelas de los que no quieren pagar y durante numerosos meses buscó en su caletre arduos sistemas para asesinar a su vecino, mas como era muy bruto no se le ocurría nada y al fin, cuando ya desesperaba de la justicia terrestre, cobró.

Pasó el tiempo y este odio creció, ya no con la energía brutal del primer año; porque ahora que ellos estaban en reposo, el rencor maduraba a la sombra, destilando en el alma de los propietarios un jugo que les engordaba los tuétanos rezumándoles en el alma feroces proyectos y cierto goce oscuro y vigilante: el presentimiento de que algún día el otro se “las pagaría”.

La primera puñalada trapera partió del albañil.

Joaquín construyó una piecita sin presentar el plano a la municipalidad, y lo más grave es que no se hizo colocar el contrapiso, de acuerdo con lo reglamentado en el digesto.

Cosme lo supo, charlando con el peón de Joaquín en el despacho de bebidas del almacén de la esquina, y puso esta gravísima infracción en conocimiento del Inspector Municipal de zona.

Vino este y el corredor tuvo que abonar una fuerte multa, pero no si haber visto antes cómo el inspector destrozaba su hermoso piso de pinotea, a fin de comprobar la infracción.

Aquel día una lágrima cayó de su ojo de vidrio, mientras Eufrasia maldecía en la cocina el poco carácter de su esposo en no irle a buscar querella al albañil. Y este esa noche se sumergió en su camastro mascullando dulces palabras torvas.

Siete meses después el albañil compró un carro y un caballo para transportar sus materiales a la obra, pero por negligencia, no construyó la caballeriza de acuerdo a las disposiciones del Digesto Municipal. Joaquín, so pretexto de examinar su techo, subió al de Cosme, estudió aquel establo provisorio, luego se hizo recomendar a un inspector, y un buen día el albañil fue sorprendido por una multa, amén la orden de construir la caballeriza que le costó más que el carro y el caballo.

El éxito de estas cuchilladas lubrificadas con jurisprudencia, no marchitaba aquel odio.

Joaquín no podía verle a Cosme sin estremecerse de rabia, y la grosera figura del otro le espantaba hasta la repulsión física, pues el albañil era pequeño, morrudo, cargado de espaldas, y en su cara biliosa, había siempre sonriendo, impúdicos, dos ojuelos verdes. Su voz surgía sesgada, recargada del sonido “guee”, y cuando Joaquín le escuchaba se escalofriaba hasta el malestar físico. Y sin embargo charlaban.

Porque a veces conversaban. El tema era el desmesurado costo de los ladrillos, o cualquier otra cosa.

Joaquín, que necesitaba mil ladrillos para el invierno próximo, comentaba:

—Dicen que van a subir a cuarenta el mil.

—A cuarenta y cinco.

—Pero eso es un escándalo. ¿Se da cuenta usted? Diez pesos de aumento el mil.

Y por esos cinco pesos de exceso que tendría que pagar dentro de cuatro meses, se estaba una hora protestando con el otro contra el país y sus leyes, solidarizados por la común desgracia del costo del material.

Sentían el placer de ser avaros, y, a la inversa de la gente de otra condición, en vez de ocultar el defecto lo exhibían como una virtud, regodeándose en su tacañería.

Y Joaquín, que era más sensible y romántico que Cosme, cuando conversaba de estas miserias, le parecía ser igual al dueño de un conventillo de la calle Loyola, y entonces insistía en su argumento, esperanzado de llegar a ser algún día un propietario gordo, que a la puerta de su casa remienda la tapia con un balde lleno de tierra romana.

Y lo único que se reprochaba era no ser demasiado mezquino.

A pesar de esta aparente cordialidad, cuando conversaba con el albañil, le parecía entrever en las verdes pupilas del otro, un alma inmóvil, pesada como un monstruo de carne cruda, que entorpecía sus sensaciones, suspendiéndole en una sonrisa tímida, de la áspera cháchara de Cosme.

Y no discutía con él, sino que, por lo general, asentía a lo que el albañil decía, mientras que todos los nervios se le sublevaban en una contracción silenciosa, que al transcurrir los siguientes días se traducía en sus pensamientos en una crispadura roja, como la de una epidermis cicatrizada después de una quemadura. Y sus pensamientos, semejantes a sanguijuelas, se movían en un mundo homicida y fangoso.

En cambio, el albañil se veía caer sobre Joaquín con un puñal en la izquierda.

Era en la esquina lúgubre de su casa, con los desperdicios de basura en la vereda de tierra, y el farol de nafta iluminando con su luz amarilla un círculo del que Cosme brotaba cuando pasaba el tuerto.

En tanto, sus deseos no se consumaban, desacreditaba la casa, y cuando Joaquín quiso venderla, y recibió la visita de un comprador, Cosme, que escuchó la conversación por la baja tapia del fondo, siguió al desconocido, y una vez que este se hubo separado de Joaquín, lo interpeló, convenciéndole de que la casa estaba construida con pésimos materiales, lo cual era cierto.

Además, este odio era cuidado, abonado, puesto en tensión como las cuerdas de un violín, por sus respectivas esposas.

Se deseaban padecimientos atroces, lo que no les impedía hablarse sonriendo, adulándose respecto a insignificancias, dedicándose en los saludos sonrisas melosas, cambiando entre sí melifluos “sí, señora” y “no, doña”, porque la mujer del corredor, que usaba sombrero y medias de seda, era “señora” para la otra que solo gastaba batón para salir y no se cortaba melena. Y como las propiedades estaban divididas por un cerco de alambre, conversaban a la hora de la siesta, buscándose a su pesar, yendo al jardín a recortar las rosas mondadas por las hormigas, o a preguntarse la hora, motivos estos que eslabonaban conversaciones inagotables, donde se sacaba a relucir la vida de la carbonera y la posibilidad de un tranvía en la calle próxima, dándose con solicitud conmovedora consejos sobre compotas y modos de podar las plantas.

En estos diálogos ocurría a la inversa que en los de los hombres, y era que la mujer de Cosme daba siempre la razón a la de Joaquín, imitando el modo de conversar de “la señora Eufrasia”, sonriendo con sonrisas que le doblaban el vértice del labio hacia el ojo izquierdo, mientras que, a su vez, la “señora” movía en gesto de comprensión la cabeza hacia la pechera de su batón, gesto que era característico en la analfabeta que se había hecho de este tic, para no demostrar ignorancia. Pues tal movimiento era un compuesto de comprensión e indulgencia, o sea, las condiciones de inteligencia elevadas a su máximo, descubrimiento inconsciente pero que utilizaba con acierto la mujer del albañil.

Y el odio que no podían enrostrarse, la casi repulsión que las separaba, ponía en estos diálogos una atracción, y, sin repararlo, cuando ambas conversaban, estaban como esas criaturas que temiendo el vacío se asoman a los altos ventanales.


* * *


Ahora Joaquín no podía dormir.

Súbitamente se había introducido una incomodidad en su conciencia. Era aquello algo extraño, cierto apresuramiento del tiempo a través de sus nervios, de modo que la sangre empujada por el frenesí de los minutos, corriendo más rápidamente, tornaba anhelosa su respiración.

Bruscamente se le había transformado la vida, ¿mas, por qué su esposa no lo miró antes de acostarse?

Recordándolo, le parecía raro el tono de su voz, que ahora se le presentaba un poco desnaturalizada por el deseo de que el pensamiento expresado pareciera la consecuencia de una actitud natural.

Y, aunque desasosegado, no se movía.

El tiempo no pasaba nunca en las tinieblas, pero descentrado por una ansiedad de espera, sentía que la mitad longitudinal de su cuerpo pesaba más que la otra debido a un repentino descentramiento de la conciencia.

Y no quería asomarse a sus pensamientos, porque le parecía que de levantar la cabeza chocaría la frente con ellos.

Luego, entornando los ojos, miró por el intersticio de los postigos el cilindro amarillo que en el fanal del farol oscilaba tristemente y se dio cuenta que en la calle soplaba el viento.

Pero no se movía; tan inmóvil estaba, que lo sobresaltó la voz de su esposa preguntando:

—¿Qué te pasa que no dormís?

Y a las doce de la noche estaba aún despierto.

Tal silencio pesaba en el cubo negro de la estancia, que el silencio parecía el susurro tibio de los fantasmas desprendiéndose de los muros. Había algo de horrible en esa situación.

Tenía la impresión de que su esposa estaba incorporada junto a la almohada, pero él no la reconocía, porque de aquel semblante amable durante el día solo restaba un perfil de hueso de nariz rampante y terrible mirada lechosa, que, atravesando su carne, estampaba en su conciencia un dictado terrible.

Tan fuerte era el llamado implacable, que se revolvió espantado en su cama, al tiempo que con su voz suave le preguntaba su esposa:

—¿Qué te pasa que no dormís?

No podían dormir.

Los atenaceaba el mismo deseo pesado, la igual perspectiva de desastre que podían desencadenar sobre el albañil; y la figura de Cosme surgía ante sus ojos, desmesurada en la soledad de la callejuela, encorvada en el pescante de su carrito, con el pelo enredado sobre la frente y soslayando con sus ojuelos verdosos la carga roja de polvo de ladrillo.

O veían esto otro: y era el sargento de policía llegando en el crepúsculo a la casa de Cosme, golpeaba las manos, y de pronto, ellos, escondidos detrás de la ventana que daba al jardín, escuchaban:

—¡Señora... su marido está preso por ladrón!...

Un grito desgarrador cruzaba la perspectiva y la mujer caía desvanecida en el patio de mosaico, mientras que ellos solícitos acudían corriendo y preguntando:

—¿Qué le pasa, señora... qué le pasa?

Y ya Joaquín, no pudiendo soportar más su pensamiento, dijo en voz alta:

—No; por eso no lo van a condenar.

—¿Por qué?

Dejó él caer el brazo en la almohada de su esposa y dijo:

—Le darán dos años de cárcel... pero condicional... Lo único es el dolor de cabeza.

—Te entiendo.

—De lo que me alegro, porque uno es sensible aunque no quiera. Eso sí... lo más que le va a pasar es que le rematarán la casa...

—¿Quién?...

—El dueño de la otra obra... por daños y perjuicios.

En silencio se refocilaron los cónyuges, asomados a la siniestra perspectiva judicial de una tarde de domingo, con la callejuela recorrida de honestos propietarios, excitados por un remate ordenado por el juez. ¡Qué plato para la ferocidad del barrio!

Veían la bandera roja flameando en la caña tacuara, mientras que ellos, seguros, calafateados en su “casa propia” comentaban en rueda con el carbonero y la panadera las ventajas de ser honrados y esas desgracias que ocurren por “ensuciarse por una miseria”.

Paladeando sus frases, Joaquín agregó:

—A nadie le gusta pagar... y el dueño de la obra va a encontrar admirable el pretexto de que Cosme lo robaba para hacerlo meter preso y no aflojar la plata que le debe...

—¿Pero por una miseria así?...

Joaquín replicó indignado:

—¿Una miseria? ¡Estás loca tú! El otro día lo pusieron preso a un carpintero por llevarse unas alfarjías y un paquete de clavos de la obra. ¿Dónde iríamos a parar si cada uno hiciera lo que quisiera? ¡No, m’hijita, hay que ser honrados!

—Sí, la frente limpia... ¿pero cómo vas a hacer?...

—Mañana me averiguo dónde está la obra... la dirección del dueño...

—No le vas a escribir, ¡eh!...

—Sí... pero le hago un anónimo a máquina.

—¡Cómo se va a poner la hipocritona de su mujer! Fijate que ayer, con pretexto de enseñarme un figurín, me dice: “Ah, ¡no sabe?, cuando mi marido termine la obra le vamos a poner persiana a todas las puertas”. Y todo, ¿sabés para qué?, para hacerme “estrilar”.

—¡Qué gentuza!

—Y pensar que uno tiene que tratarse con ellos...

—Dejá... mañana lo arreglamos.

Bostezó Joaquín un instante, y ya cansado, dijo:

—Me voy a dormir. Hasta mañana, querida.

—¿Y no me das un beso?

—Tomá... y que duermas bien.

Rahutia la bailarina

En el arrabal morisco de Tetuán, en la callejuela de Dar Vomba, precisamente junto a los arcos que la techan dándole la apariencia de un subterráneo azulado, vivía hasta hace pocos años Ibu Abucab, comerciante y fabricante de babuchas.

Algunos niños, de nueve y diez años, respectivamente, trabajaban para él. El babuchero era un hombre de baja estatura, morrudo, con ojos como manchados de leche y tupida barba sobre el pecho.

Ibu Abucab había repudiado a su esposa, Rahutia, cuando ésta cumplía dieciséis años. Sospechaba que ella, desde la terraza de su finca, le engañaba con su vecino Gannan, el platero.

Sin embargo, no había tenido oportunidad de olvidarla. Mientras los niños moros recortaban las sandalias, Ibu recordaba pensativamente el compacto cariño de Rahutia y sus caricias espesas. Ciertas imágenes le roían la conciencia como los agudos dientes de un ratón. Era aquélla una sensación de fuego y enloquecimiento que le cubría los ojos de blancas llamaradas de odio.

Rahutia, después de refugiarse en Fez, se dedicó a la danza. En pocos años se hizo famosa en todos los bebederos de té que se encuentran yendo de Uxda a Rabbat y de Tremecen hasta Taza, la vieja ciudadela de los bandidos.

Las danzas de esta mujer fea eran un temblor de rodillas y crótalos que exaltaban a los espectadores. Presagiaban la muerte y el zarpazo de la fiera.

Ibu Abucab odiaba a su mujer, pero la odiaba consultando sus intereses, y, precisamente, fueron sus intereses los que le impidieron cortarle la cabeza cuando sospechó de ella.

Ahora Ibu Abucab prosperaba. Dentro de algunos anos, con ayuda de Alá, se enriquecería, y podría, como otros vecinos, mantener un harén. También la humillaría a Rahutia.

Pero una noche, a las diez, en el mismo momento que se disponía a cerrar su tienda, entró a ella un joven. Ibu Abucab comprendió que su visitante pertenecía a la aristocracia indígena, pues su chilaba era de muy fina lana, y de su espalda colgaba una capa con capucha revestida de seda. Una barba fina sombreaba el rostro del desconocido, que, llevándose las manos a los labios, saludó:

—La paz en ti.

—La paz.

El joven dijo:

—Tú no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti. Soy hermano de El Mokri.

Ibu Abucab barruntó que tendría que tratar un asunto grave, y se excusó:

—Permíteme que cierre mi tienda, y estaré contigo.

Y acompañó a su visitante a la trastienda.

El joven dejó sus babuchas a la entrada, y avanzando descalzo por el suelo esterillado, se sentó en cuclillas en un cojín. Luego encendió un cigarrillo, y su mirada dura se paseó por la habitación revestida de tapices hasta la altura de sus hombros.

Nuevamente entró Ibu, y también descalzo, fue a sentarse frente al hermano de El Mokri. No sabía quién era El Mokri, pero su instinto le advertía que aquel joven sentado frente a él y fumando un cigarrillo egipcio podía tener influencia en su vida.

El comerciante inclinó la cabeza sobre el pecho y reposó las manos sobre el vientre. El otro dijo:

—Yo no imitaré a los gatos que rodean un pedazo de pescado y maúllan inútilmente… ¿Conoces a El Mokri?

Ibu Abucab tuvo que convenir que no conocía a El Mokri.

El joven, cruzado de brazos, reconsideró al comerciante. Por más que se esforzaba por ocultar el desprecio que le inspiraba ese hombre, la hostilidad traslucía de él. Finalmente exclamó:

—El Mokri murió por culpa de tu mujer Rahutia.

El babuchero repuso, fríamente:

—Rahutia no es mi mujer. Hace tiempo que la repudié a causa de su mala conducta.

El joven aclaró su posición en Tetuán:

—Mi hermana Fátima es "mulett ettal" del Califa. Habla con sinceridad: ¿Por qué no le cortaste la cabeza a tu mujer?

Ibu Abucab se mesó, pensativamente, la barba. De modo que el desconocido era hermano de una favorita del Califa. Aquel hombre podía hacerle mucho daño. Respondió con dignidad:

—Un humilde babuchero no puede manchar con sangre las esteras de su tienda.

El joven encendió otro cigarrillo, y continuó, obcecado:

—Por culpa de Rahutia, mi hermano ha muerto. Esa sepulturera ha hecho daño a muchos hombres.

El joven decía la verdad, aunque la cólera lo cegaba. Prosiguió:

—Allí tienes al hijo de Ber, enjuto como un perro, y loco como un camello cuando llega la primavera. Y también Alí, que ha despilfarrado en el Tremecen la hacienda de su padre… Tú no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti.

El comerciante pensó que podía responderle a ese energúmeno que él no era Rahutia, pero las palabras del joven, en vez de ofenderle, despertaban el odio doloroso enterrado en el fondo de su pecho. En verdad que lamentaba ahora haber dejado con vida a aquella mujer, cuando un pocillo de veneno lo hubiera simplificado todo. El joven, pálido de ira, continuaba:

—¿No es una iniquidad que tales abominaciones ocurran y que la responsable sea la mujer de un babuchero?

Ibu Abucab miró el rostro del joven atormentado, y experimentó piedad por él. Repuso:

—¡Qué puedo hacer yo!… ¿No la he repudiado acaso por su mala conducta?

El joven insistió:

—Debiste haberle cortado la cabeza…

Melancólico, repuso el babuchero:

—Sí; pero no se la corté.

El joven insistió:

—¿Por qué no tomaste ejemplo del piadoso Mohamet, que mató a su mujer a palos cuando supo que le era infiel? Dogmático, repuso el babuchero: —El Profeta ha dicho que no debe golpearse a una mujer ni con una rosa.

El hermano de El Mokri repuso rápidamente:

—Cortarle la cabeza es diferente.

Ibu Abucab intentó la suprema defensa:

—Estaba escrito.

El visitante no se dejó apabullar por la respuesta:

—¿Puedes jactarte tú de haber amarrado al camello a una buena estaca?

Con esta frase de Mahoma el joven le quebraba las patas a la fementida teoría de la Fatalidad. En efecto, el Profeta ha escrito que el creyente no debe abandonarlo todo en las manos de Alá sino después de asegurarse que ha cumplido minuciosamente con todas las precauciones que un hombre precavido debe observar.

El babuchero comprendió que la Fatalidad marchaba a su encuentro. Entornó los ojos hacia los tapices del muro, y finalmente, descargando su pecho en un suspiro, preguntó :

—¿Que puedo hacer yo por tu hermano muerto y el honor de tu familia ?

El visitante se puso de pie, aderezó la capa sobre su espalda, y con los ojos dilatados, acercando el rostro al pálido semblante del comerciante, dijo :

—Invítala a tu mujer que venga a tu tienda mañana a la noche… Dile que un hombre de Taza te ha ofrecido un collar de perlas. Ella es conocedora de piedras preciosas, y querrá verlo…

Salió el hermano de El Mokri… El comerciante se prosternó en dirección a La Meca, y comenzó devotamente su oración :

"En nombre del Clemente, del Misericordioso… "

Rahutia, la bailarina, había corrido a través de las decepciones con el mismo gesto doloroso de un guerrero que tiene las sienes atravesadas por una saeta.

Su corazón estaba empapado de odio a los hombres.

Era una mujer pequeña, sombría y delgada, de manos ardientes y labios fríos. Su rostro, endurecido por la adversidad, inspiraba respeto, pero cuando sonreía, súbitamente su alargado semblante se llenaba de tanta luz e ingenuidad que hasta a los granujas más recios les temblaban las manos. Había bailado en Taza, la ciudad de los bandidos ; conocía todos los bebedores de té, desde Uxda a Rabbat, en Tremecen. Un cadí enloqueció al perderla. Aunque su carrera de bailarina había comenzado en los tugurios de Tánger, que están arrimados a las murallas de la época de la dominación portuguesa, su sensibilidad la había convertido en una danzarina que hacía aullar a las masas cuando se presentaba en los tabladillos.

¿Qué era lo que atraía de esa mujer fea ? ¿Acaso su corazón, más seco que la arena, y un tedio cargado de versatilidad, o su enorme desprecio por el dinero, que la tornaba tan grande e inconquistable como el mismo Califa, que todos los viernes acudía a la mezquita, seguido de un escuadrón y un descabalgado caballo de guerra ?

Esta era la mujer por quien se había perdido El Mokri. El Mokri había ido a Fez, encargado de una misión oscura acerca del Sultán. Conoció a Rahutia en un cabaret, y perdió la cabeza. Un mes después se ahorcaba en la casa de la bailarina.

Rahutia se encogió de hombros. Los hombres eran locos. Sufrían cuando eran felices por miedo a perder la felicidad. Ella no se encadenaría jamás a nadie.

Pero después de siete años volvió a Tetuán, a vivir en la entrada de la plazuela de la calle de Attarin del Suk el Fuki. ¿Qué era lo que la atraía de aquel espacio empedrado con guija de río? … Durante todo el día se oía disputar allí a las campesinas del Borch con los esclavos negros, cuyas motas estaban cubiertas por redecillas de conchas marinas. Las parras sombreaban con sus pámpanos las paredes encaladas y las piedras manchadas de aceite.

Rahutia vivía allí, a la entrada de un túnel, donde constantemente flotaba una crepuscular luz azul; en una casa cuya puerta de cedro estaba defendida por agudas puntas de hierro como la carlanca de un mastín. Frente a la casa, de las vigas que abovedaban la calle, colgaba un inmenso farolón de bronce, tallado al modo morisco. Servía a la bailarina una criada de color de chocolate, con la luna y las estrellas tatuadas en la frente, en las mejillas, en el dorso de las manos y en los talones.

¿Por qué Rahutia había vuelto a Tetuán? Ella misma no hubiera podido contestarse a esta pregunta. La atraía el arrabal moruno, el batir de los tamboriles durante las noches de esponsales y la tristeza de la vida de todos aquellos esclavos, mientras que ella no era una esclava, sino que estaba libre, definitivamente libre…

El ex marido, el babuchero, no le inspiraba curiosidad ni odio. Era el hombre que acumula dinero, mueve parsimoniosamente la cabeza y trata de estar bien con todo el mundo porque así conviene a sus intereses. Sin embargo, Ibu Abucab debía despreciarla. Jamás había intentado comunicarse con ella. Bajo ese silencio, probablemente se consumía un amor humillado y cargado de rencor. Quizá la hubiera olvidado, pero cuando pensaba que a ese hombre de ojos lechosos le había regalado dos años de matrimonio, su sensibilidad se crispaba de soberbia y frialdad. No; Ibu Abucab no la olvidaría nunca.

De manera que aquella mañana soleada no se extrañó cuando después de muchos años, vio entrar a su casa a la vieja Menana, nodriza de su ex marido. La anciana, después de saludarla e informarse de un montón de bagatelas, fue al asunto:

—Ibu Abucab desea verte… Un hombre de Taza ha dejado en su tienda un collar de perlas, y quiere mostrártelo, pues sabe que tú entiendes de piedras preciosas, y él en cambio no conoce sino pellejos y babuchas.

Rahutia miró una mancha de luz sobre el alto muro encalado, luego fijó la mirada en su esclava, que derramaba un odre de agua en un ánfora de bordes dorados, y respondió, calmosa:

—Dile que iré esta noche…

Cuando Rahutia, en compañía de Ibu Abucab, pasó a la trastienda del comercio comprendió que no tendría que examinar ningún collar.

Un negro, con bombachas anaranjadas y chaleco verde, custodiaba la puerta por donde había entrado. Soportaba una alfombra arrollada bajo el brazo. Del centro de la alfombra salía la punta de una espada. En un cojín permanecía sentado el hermano de El Mokri. El joven no se dignó responder el saludo de la mujer, pero, dirigiéndose al babuchero, le dijo:

—Tú puedes aguardar afuera.

El babuchero salió sin pronunciar una palabra.

Rahutia miró en derredor. Estaba en presencia de misteriosos enemigos. El negro corrió la cortina de la entrada, y Rahutia, después de examinarle despectivamente, le preguntó:

—¿No eres tú el aguatero que chilla como una mujerzuela todas las mañanas frente a la tienda de Alí?

El negro no respondió una palabra. Bajo el sobaco soportaba la alfombra arrollada, de cuyo centro salía la punta de la espada.

El hermano de El Mokri intervino:

—¿Tú eres Rahutia, la bailarina?

Rahutia miró fríamente al joven:

—No has respondido a mi saludo ni me has ofrecido asiento. Tu apariencia es la de un señor, pero tu conducta es más grosera que la de un esclavo.

El joven se levantó, las mejillas ruborizadas de furor:

—Yo soy hermano de El Mokri, el hombre que por tu culpa se mató en Fez. Te he condenado, y he venido a cortarte la cabeza.

Rahutia avanzó serenamente hasta un cojín, se dejó caer allí, levantó los ojos hasta el pálido semblante del joven:

—¿De modo que tú eres hermano de El Mokri? ¿No has sido tú quien, en Tremecen, mandó echar veneno en mi baño?…

—Soy yo…

Rahutia hizo jugar los alambres de oro que se arrollaban a sus muñecas; luego, cruzándose de piernas y mostrando sus pantalones de seda recamada de plata, apoyó el mentón en el puente de las manos entrelazadas. Reflexionó un instante:

—Hace mucho tiempo que me persigues. ¿Qué puedo hacer yo por ti?

—¡Hacer por mí!…

—Naturalmente. Tu hermano ha muerto de muerte que se dio con sus propias manos, y tú me persigues queriéndote cobrar con mi vida. ¿Qué calidad de hombre eres tú?

Rahutia hablaba sin cólera, con la triste lentitud de una mujer que ha presenciado demasiados sucesos para ignorar que el Destino los resuelve casi siempre de un modo inesperado y en un minuto muy breve.

El hermano de El Mokri estalló:

—Yo soy un señor y tú eres una hiena de sepulcros. ¿Cómo te permites hablarme en ese tono? No estoy aquí para cambiar contigo palabras inútiles. He venido a cobrarme con tu vida la vida de mi noble hermano. .

Una ola de sangre subió hasta las sienes de Rahutia. Dominó su cólera, y dijo:

—Haz salir a ese esclavo, y te diré muchas cosas.

El joven vaciló. Rahutia sonrió:

—Tienes miedo de una bailarina.

El joven hizo una señal al negro, y el aguatero salió con su alfombra y su espada.

—¿Qué tienes que decirme?

Rahutia se levantó y fue a sentarse junto a su enemigo. El capuchón de su capa blanca se le había caído sobre la espalda, y su cabello enmarcaba con finas ondas su rostro largo y fino, encendido por una llama de madura gravedad. Con firmeza puso la mano sobre la espalda del joven:

—Yo no lo empujé a la muerte a tu hermano. Tu hermano traicionaba por igual al Califa y al Sultán. Tu hermano me encontró cuando el hacha del verdugo estaba muy cerca de su cabeza. Se comunicaba con Alí, el negro de Taza, agente de Abd-el-Krim. Quería huir del Magrebh y llevarme consigo. Yo no le amaba… ¿Por qué iba a seguir a un hombre que ya estaba muerto? Tu hermano se había enredado con extranjeros terribles. Tu padre lo supo, y antes que el Califa le cubriese de vergüenza, vino a Fez y visitó a El Mokri, amenazándole matarle con sus propias manos si él no lo hacía. Y cuando tu hermano, borracho de kif, se ahorcó en mi casa, todos los lavadores de escudillas de Fez dijeron: "La culpable es Rahutia".

El joven reflexionó:

—Tus palabras son graves e increíbles. ¿Qué pruebas tienes? Mi padre ha muerto. Mi hermano también. Los franceses han fusilado al negro Alí. ¿Cómo creerte?

Rahutia frunció el ceño.

—Yo ignoraba, cuando venía hacia aquí, que encontraría al enemigo de mi vida.

Hablaba, pero sus manos continuaban jugando con las ajorcas de oro.

El hermano de El Mokri se sintió afectado por esa calma. La bailarina le dominaba a su pesar con aquella infinita serenidad.

—Estás mintiendo.

—Mírame a los ojos.

El hombre apartó los ojos de un versículo que en oro culebreaba en el tapiz, y los fijó en la mujer.

Aquel rostro largo, fino, que había besado apasionadamente su hermano lo perturbaba. ¿Mentiría ella o no?… Iría a caer entre sus garras. Lo atraía. A través de la tela de su chilaba sentía que la temperatura de aquella mano tan ardiente se iba filtrando a lo largo de su ser como un filtro de aborrecida y ansiadísima debilidad.

Apelando a su voluntad, estranguló la ola de emoción que se le subía a los ojos, y, entristecido, fatigadísimo, habló como a través de un sueño, con palabras muy pesadas:

—Que Alá me condene si eres inocente…

Rahutia comprendió que no debía esperar más, y una ajorca de oro cayó de su mano y rodó por el esterillado. El hombre se levantó y corrió hasta la ajorca, se la entregó a la bailarina, y Rahutia, más angustiada que nunca, bajó la voz:

—Te diré algo terrible. Algo que te convencerá. Tu hermana puede dar testimonio.

Y su cabeza se inclinó hacia el oído de su enemigo, que también acercó la cabeza a los labios de la bailarina.

El brazo de la mujer cortó el aire como la correa de un látigo, y el mozo tuvo en el corazón la sensación de la cornada de un becerro. El puñal de Rahutia se había clavado en su pecho, quiso gritar, pero únicamente pudo morder la palma de aquella mano ardiente y perfumada que le amordazaba. Y mientras las sombras de la muerte llenaban sus ojos, alcanzó a escuchar aún aquella dulce voz femenina que le decía:

—Te he dicho la verdad… , toda la verdad…

El cuerpo del moribundo se desplomó sobre los cojines, y Rahutia retiró su mano ensangrentada por la cruel mordedura. Miró en derredor.

Levantó una cortinilla y entró a una pequeña habitación donde había un operario dormido. De allí pasó al jardín: un escalerilla de ladrillo, sin pasamano, conducía a la casa de Gannan, el platero. Las estrellas lucían como faroles en el alto cielo; las palmeras recortaban el espacio semejante a fatigados abanicos.

Rahutia corría a través de las terrazas como un fantasma; las mujeres de otros harenes la veían pasar, pero con esa solidaridad cómplice que liga a todas las musulmanas, fingían no verla…

Finalmente llegó a un jardín cuyos "parterres" desbordaban sobre las antiguas murallas, saltó un parapeto, bajó por una escalerilla, pasó frente a un soldado español, y se encontró en la calle negra que conduce a los montes. Con rápido paso se internó en la sombra de África.

Y así como Rahutia, la bailarina, desapareció de Tetuán.

Regreso

Allí, doblado, con las puntas al aire sobre la mesa, está el papel con la dirección de Elena. De Elena, que ya no es una señorita sino una señora.

La vanidad de Julio puede reposar satisfecha en el recuerdo. Ha conocido los más desemejantes tipos de mujeres bajo diferentes constelaciones. Muñecas con trajes diversos expresando en idiomas distintos sentimientos análogos. Sara en Lisboa, más tarde Lina en Madrid, después Rjimo en Tetuán, Vaiolete en Londres, Teresita en Génova. Julio entrecierra los ojos y sonríe con sonrisa fatigada... ¡Cuántas son en diferentes climas! ¡Igualmente amadas, igualmente recordadas con gratitud! ¡Qué bondadosas y humanas han sido las extrañas para con él! Y ahora ya no están. Es probable que en este mismo momento que él recuerda a Lina, Lina, en una avanzada de Madrid, vigile una bocacalle al pie de una ametralladora. O que ya esté muerta, haciendo florecer las margaritas. ¿Y Rjimo? Camino a Fez, quizás en Casablanca, apoyada en la barnizada orilla de una mesa de ruleta frecuentada por la hez internacional del espionaje y del contrabando.

Julio sonríe con fatigado rostro. ¡Cuántas en diferentes climas! Treinta y cinco. No más. Podrían ser trescientas cincuenta, pero no son nada más que treinta y cinco. Bien puede reposar satisfecha su vanidad, filtrada a través de la pulpa de tan diferentes labios, pero su corazón aún aguarda acongojado. ¿Qué será de Lina, de Lina que como un pequeño atleta movía graciosamente los hombros al caminar por el Paseo de la Castellana y apoyando las ardorosas mejillas en su hombro? ¿Y de Rjimo? Rjimo, tenebrosa en el zoco de Tetuán, embozada como una monja, deslizando bajo las farolas de bronce sus chinelas doradas. ¡Oh, los tatuajes de Rjimo y la temperatura de la palma de su mano!

¡Es agradable, por cierto, haber mordido en tan diferentes linajes de felicidad! Julio entrecierra los ojos. ¡Qué bondadosas y humanas han sido las extranjeras para con él! Con cuánta gratitud contempla sus fantasmas proyectados ahora en el lento trompo del tiempo que gira su peonza gris en el solitario hall del hotel. Fantasmas de trajes vaporosos, voces distantes, sombras que dejan al descubierto el dorado talón de la felicidad que fue. ¡Cuán penoso recordar tanto amor que ya nunca más será! Y ahora esta Elena, esta María Elena, que ya no es señorita sino señora, y cuya dirección le ha procurado la Agencia de Informaciones Privadas.

¡María Elena, señora, y señora de otro!

Cuando le informaron se sorprendió como si ignorara el casamiento de María Elena, y lo más extraordinario del caso es que él ya sabía, antes de partir, que María Elena se había casado. Una mañana, yendo por la calle, tropezó con Simona, hermana de María Elena. Con maligna alegría la muchacha le dijo: “María Elena se ha casado.” Él miró sorprendido a la fea joven y se apartó no creyendo que fuera cierto que María Elena se había casado. Y ahora, a su vuelta, al cabo de los años, ahí en una esquina, el hermano de María Elena, complacido secretamente, le había confirmado la historia.

María Elena se había casado con un honorable recaudador de impuestos de Bahía Blanca. ¿Entonces era cierto? ¿Por qué no lo creyó él la primera vez que se lo dijeron? Antes fue Simona, ahora Demetrio. ¡María Elena se había casado!

Claro está, Julio quiso decir “¡qué pena!”, pero retuvo el impulso. Allí estaba Demetrio contándole con cierta sarcástica meticulosidad el casamiento de su muy amada hermana. Sí, se había casado con un hombre que fumaba tres paquetes de cigarrillos diarios, pero a quien ella, María Elena, había ahora sujetado a fumar un solo paquete. Julio preguntó con cariño por el piano viejo, en el cual María Elena ejecutaba, pero Demetrio replicó que ahora María Elena había comprado un piano nuevo. Fue una magnífica ocasión. Una familia que dejaba apresuradamente Bahía Blanca. El viejo piano permanecía en la casa paterna para uso de Simona.

Julio sonreía un poco irónico y dolido por dentro. Evidentemente, Demetrio era el mismo zopenco bondadoso. ¡Curiosa la vida!

Una mujer tenía relaciones con un individuo, le acosaba con fiereza, luego desaparecía, semejante a un topo, cavaba un camino oscuro bajo la ceniza del tiempo y un día aparecía comprando un piano de ocasión porque se había casado con un señor que era recaudador de impuestos. Y si el recaudador de impuestos no se hubiera casado con María Elena, María Elena se hubiera casado con un fabricante de muñecos de cartón piedra, y si no se hubiera casado con el fabricante de muñecos de cartón piedra, contraería matrimonio con el primero que se presentara. Pero siempre, casada con el primero, segundo o tercero, al marcharse de su casa, hubiera dejado el viejo piano para comprarse uno nuevo, que en este caso era de ocasión. Famoso piano. Cuando María Elena era su novia, había gestionado la venta del viejo piano para poder comprar con el importe dos pasajes de recreo para Europa. Y ahora usufructuaba el piano la fea Simona...

En el solitario hall del hotel, Julio inclina la cabeza sobre el respaldar, un poco agobiado por el transcurso de las emociones. Encima de la mesa está el papel con la dirección de María Elena. ¿Qué hacer? ¿Irá a visitarla? ¡La casa de la señora María Elena! ¿Cómo estará puesta? “El padre del marido de María Elena tiene dinero.” Sin embargo, María Elena no parecía darle importancia. El detalle probablemente es accidental. María Elena habrá contraído nuevas relaciones. Amistades con los parientes de su esposo. ¡Qué simpático resulta el círculo de familia en provincias! A Julio le agradaría encontrarse en una rueda de familia en Bahía Blanca, conversar con señoras y caballeros, y que de pronto aparezca la señora María Elena en compañía de su esposo. Julio se levanta y correctamente como si en su vida la hubiera visto..., ¡pero, María Elena, la de los ojos verdosos, en ese instante pálida como una muerta, las pupilas atigradas de atención, examina atenta, indagando sus propósitos, al tiempo que le extiende débilmente la mano! ¡Qué hermoso y agradable esto! Todos conversando como en familia. Julio tratando de “usted” a esta mujer, que todos los que le rodean ignoran que ha llorado sobre su pecho, que le ha dado de comer con su propia mano, que le ha adormecido sobre su regazo.

Julio pasea ahora por el hall del hotel. ¿Puede solicitar su odio una situación más atentamente maravillosa?

El ceño del hombre se arruga. ¿Por qué María Elena no ha tenido hijos? Él le perdonaría este estúpido casamiento en nombre de la maternidad. Si María Elena tuviera un hijo, ¡cuánta curiosidad tendría por conocerlo! Lo apretaría contra su pecho, lo besaría, ¿no había soñado muchas veces en tener un hijo de aquella mujer? Y he aquí que “aquella mujer” se casa... “hace tres años que se ha casado y no tienen hijos”, le ha dicho Demetrio.

“¿Y por qué se ha casado, entonces?”, se pregunta Julio.

—Estudia francés —le ha dicho Demetrio.

Una mujer no se casa para estudiar francés, tuvo ganas de contestarle Julio, pero se abstuvo. Cada vez le resultaba menos comprensible la lógica de los actos humanos.

Luego el deseo secreto lo hace regresar al punto de partida:

¿Y si él, bruscamente, sin previo aviso, se presentara en la casa de María Elena? Para llegar hasta ella no necesita más que un mínimo de voluntad: sacar un boleto en la estación de ferrocarril. Detenerse después de algunas horas de viaje frente a un timbre, apretar el botón..., sale la criada, o asoma la misma María Elena..., de cualquier manera él entra en la casa desconocida. ¿Qué diría María Elena al verle presentarse después de tantos años de ausencia?

Se puede rechazar a un desconocido. Se puede arrugar enérgicamente la frente ante un intruso. Pero él no es un desconocido, ni un intruso. Él es el hombre que toda mujer esconde en el más remoto repliegue de su conciencia, secreto del tiempo perdido, cuando las manos se levantan hasta los cielos, cuando la noche está poblada de mil ruidos misteriosos y cuando se cruza con pies descalzos el suelo helado, que convierte en quemante la impaciencia y el sigilo. Él es todo aquel cúmulo de circunstancias que se atornillan bajo siete llaves y que conceden al ser humano que así ha procedido el definitivo don de la comprensión y la indulgencia. Sea hombre o mujer.

Si él se encontrara a solas con María Elena, ahora sí que sería bien cierto que hablarían en un idioma terrible, cuya sustancia entonces era inaccesible a la jovencita. Un idioma que aun el recaudador de impuestos no sospecharía plegado en el entendimiento de María Elena. Ellos dos, Julio y María Elena, hablarían con frases cortantes y auténticas, sin adjetivos ni circunloquios, un idioma compuesto de raíces nerviosas que descascararon de mentiras los días y las noches.

Julio, abandonado en el sillón, entrecierra los ojos. ¡Maldita mujer! Ella, la más amada, es la que le entorpece más la existencia. Posiblemente se ha casado por despecho. Recuerda claramente: debió ser en la fecha, algunos meses antes que María Elena formalizara su compromiso. Bruscamente apareció, imponiendo condiciones. Él se negó. Pero después que María Elena subió al tren, la evidencia surgió en su entendimiento. Ella había venido a jugarse su última posibilidad y él la había rechazado. Y cuando un año después se encontró con Simona, y Simona le dijo que María Elena se había casado, él no le creyó. Lo cierto es que había rechazado esta verdad, aterrorizado en su interior. Había tratado de olvidarse que María Elena se había casado. Y casi consiguió su propósito, cuando nuevamente surge en la esquina perdida de la ciudad, ante sus ojos, Demetrio para confirmarle el hecho olvidado.

El antiguo proceso se reactiva. Con los mismos síntomas.

Recuerda a María Elena en la primera vez que la conoció. Ella vivía en las afueras de la ciudad, un pueblo de provincia. Julio dejó de verla, sin tener una noción precisa de los motivos vacilantes de su conducta. Al cabo de un año quiso encontrarla, pero postergó para otro año este encuentro, y después para otro..., hasta que ella, así como quien descubre un gran amor oculto en la entraña y que ha permanecido apagado, lo buscó. Y más tarde volvieron a separarse..., a separarse hasta este mismo momento, con la prolongación de tiempo, que nuevamente le enciende fuego al cartucho de dinamita que ella ha dejado asentado en su conciencia. Ahora, allí sobre la mesa, está el papel con su dirección. Pero ahora también, como hace diez años, se reproduce en la conciencia de Julio el idéntico proceso letárgico..., desea ver a María Elena..., pero simultáneamente el sillón en el cual reposa pensando en ella, le amarra a la inercia. Especie de cansancio corporal inusitado, como si fuera su entero cuerpo el que repudiase la presencia de aquella mujer que le ha sacudido como una tempestad. Y no se trata aquí de que la imagen de ella sea borrosa en su recuerdo, no; la recuerda con tal precisión que podría escribir un índice de recuerdos. María Elena en el comedor de su casa. En la sala tocando el piano. En una acera estrecha, paseándose tomada de su brazo. Echándole las cartas para adivinar su destino. Llorando una medianoche de tormenta. Acompañándole una mañana por el Palacio de Justicia. Una tarde en la cazuela del Colón.

Una noche cruzando la kermesse del pueblo. La última vez que la ha visto, María Elena tiene un dedo de la mano derecha envuelto en gasa, se ha cortado con un cuchillo. María Elena contándole sucesos de su casa, “Mamá ha estado enferma. He tenido yo que hacerme cargo de muchas cosas”.

Julio traduce la palabra inercia que asoma a sus labios en tristeza de su encariñamiento. Inevitablemente ha querido a esta mujer; como inevitablemente uno puede enfermar de cualquier dolencia específica. Y dejar de ser una integridad fisiológica para transformarse en una unidad patológica. Un amor impreso en el subconsciente con firmeza de relieve en medalla. La medalla ha caído al fondo del océano, el agua y las arenas ondulan sobre ella, pero la imagen no se borra. Un relieve dolido y resignado. ¡Si al menos ella tuviera un hijo! Entonces ese matrimonio se justificaría. Sería maravilloso encontrarla, provocar él, con ignorancia de María Elena, la casualidad de un tropiezo en la calle. Julio se inclinaría sobre la criatura, que vestiría unos pantaloncitos cortos y un cuello de seda sobre el terciopelo de la blusita, y le diría: “Hola, ¿cómo te va, hombrecito?” Esta suma de actos cordiales es imposible. “Se ha casado, no tiene hijos y estudia francés.”

¿Qué hombre será el marido? No es menester pensarlo mucho. Un ciudadano cien por cien de prejuicios, frases hechas y retumbantes, afirmaciones categóricas en política criolla. Resuelto partidario del caudillo. María Elena, con sus estriados ojos de gata, le escudriñará fría sabiendo que la vida “es así”, y porque “es así” no se le puede corregir.

“Mamá la visita constantemente.” Es natural. Una señora que no tiene hijos necesita la compañía de la madre. Ese hogar envasa un secreto sentimiento que ha sido defraudado y que es menester apuntalar. ¿En quién depositará ahora María Elena el excedente de su amor? ¿En un perro o en gato? Los gatos nunca le han sido simpáticos a María Elena. La electricidad de que está cargada la piel del gato fue siempre repulsiva para el tacto de esta mujer. Quizá tenga un perro; uno de esos perros barbudos, que parecen corchos montados sobre cuatro escarbadientes. Pero él quisiera verla. Descubrir dentro de qué nuevas características se desenvuelve su vida afectiva. Ella ha sido siempre de poco hablar. No en vano ha reprimido impulsos y ha escondido su otro secreto, hasta que él, Julio, lo desenterró del profundo foso en que María Elena lo había cubierto de voluntarios escombros. En lo subconsciente de esta mujer, ¿qué dirección habrán tomado los más flamantes secretos? ¿Se han producido fermentaciones ricas para un psicólogo o será la misma criatura cargada de la tensión de una voluntad sorda, pero sin norte? De hecho debe dominarlo al marido. Este casamiento de María Elena no es el triunfo de María Elena, sino su fracaso. Si así no fuera, ¿la madre la visitaría tan asiduamente? En ese hogar sin hijos, ¿qué desilusiones acude a apuntalar la madre? Posiblemente una bancarrota secreta. Si María Elena hubiera tenido un hijo de su actual marido, es más que seguro que Julio se hubiera borrado rápidamente de su conciencia, pero este hijo que no ha venido es en la conciencia de esta mujer una caverna que, secretamente, a través de los años, tiene que colmar él, Julio, con su imagen antipática. Los años carecen de valor en las profundidades del alma cuando las fuerzas que se encuentran adormecidas en la conciencia y bajo la forma de instintos no obtienen una satisfacción definitiva. El que habló de olvidar se olvidó de agregar que para olvidar hay que transformarse. Y María Elena continúa siendo la misma mujer que conoció Julio y que conoció a Julio. En la partida de odio que un día jugaron ambos, el ganador es él, Julio. Allí, allá está un ser humano que no ha querido escucharle. Pretendió caminar las rutas de la vida en compañía de una brújula loca; la brújula hoy ya no señala ningún norte. ¿Qué hace María Elena junto a ese marido aburrido y vacío? Estudiar francés. Esto sí que es irrisorio. Y quizá recordarle. Porque María Elena debe recordarle. Ambos se han desmantelado mutuamente con excesiva crueldad para que las ruinas palpitantes que han sobrevivido en uno y otro hayan terminado por desmoronarse. Fue aquélla una lucha tan tremenda que por cierto era digna de mentarse y escribirse en largas parrafadas. Terminaron por convertir sus pensamientos en las palancas de una máquina de voluntad. Se detestaron con fruición tan salvaje, que hubo una época en que Julio sólo imaginaba procedimientos de tortura para despedazar aquel cuerpo tan odiado y querido.

Ahora todo ha terminado en la dirección del rencor. Allí sobre la mesa está el papel blanco con la dirección en negro. La vida ha corrido bajo del arco del puente de diez años de separación. ¿Irá a ver a María Elena? ¿No irá?

Julio se levanta despacio, coge el papel y arrugándolo en la estrechez del bolsillo lo deja allí. Puede ser que en el fondo de su bolsillo, como en el fondo de su conciencia, una mañana, una tarde o una noche, la dirección escrita despierte como impulso que aún no ha madurado suficientemente. Y entonces él irá a la estación, comprará un pasaje, viajará algunas horas en tren, llegará a la ciudad, caminará unas cuadras, tocará un timbre, se abrirá una puerta, asomará ella y...


(La Nación, sin fecha)

¡S.O.S.! Longitud 145° 30’, Latitud 29° 15’

Interesantísimo relato de una fantástica aventura en el océano, que mantiene en suspenso al lector ante la pregunta: ¿cómo se salvarán estos náufragos?


En el comienzo de aquel nefasto cruce de San Francisco a Honolulú, jamás chicas americanas se habían divertido tanto con un hombre del Sur como en mi compañía. Para entonces hablaba yo un inglés de perro; pero ¿qué tendrá que ver mi inglés con la “Travesía del Terror”, como se la llamó más tarde?

Acabo de examinar una fotografía relacionada con aquel suceso que en pocas horas emblanqueció el cabello de más de un intrépido marino. Son cabezas, espaldas de multitudes detenidas frente a las vidrieras de los diarios, leyendo en las pizarras noticias telegráficas referentes a nuestra agonía.

¡Qué veinticuatro horas de horror! Y el Pacífico sereno, y el sol luciendo, luciendo en el cielo como si quisiera multiplicar las ansias de vivir de los condenados a muerte. El horizonte sin una nube y el Look Suzanne, el Blue Star y el Red Horse deslizándose en círculo de calesita “hacia un eje de pavor desconocido”. Así lo denominó el corresponsal del Times. Y no le faltaba razón.

El público, detenido frente a la pizarra de los diarios, terminaba por comprender, estudiando la espiral dibujada con tiza, que abarcaba una periferia de trescientos kilómetros, cuál era la situación real de estas tres naves. Tres naves perdidas, perdidas bajo un cielo azul, sin tempestad, con las máquinas en perfecto estado de funcionamiento, con los cascos sin una grieta y con las tripulaciones y el pasaje atemorizados en la borda, cogiéndose de los brazos de los oficiales taciturnos, algunos de los cuales terminaron por saltarse la tapa de los sesos.

¡Y tan deliciosamente como comenzó la travesía! ¡Y tan dulcemente quieto como estaba el océano! ¡Y tan luminoso como se presentaba el sol todas las mañanas a cumplir su oficio en el horizonte!

Salimos de San Francisco el 17 de octubre. Yo iba adjunto a la Comisión Simpson, que debía examinar la eficiencia de una nueva patente acústica para sondear las grandes profundidades del Pacífico. En Honolulú transbordaría al buque sonda H—23. En tanto, me divertía. No puedo jurar que el aparato acústico y las profundidades oceánicas me interesaran violentamente, pero la perspectiva de aventuras y desembarcos en playas indígenas, las deudas de tierra, la cara torcida que dibujaban mis parientes al verme aproximarse a su mesa, me determinaron a lanzarme a lo desconocido. Lo desconocido en este caso era la Comisión Simpson, a la cual debía agregarme en Honolulú. No sé por qué, siempre he tenido la secreta convicción de que mis parientes tenían la esperanza de librarse de mí mediante el auxilio de los antropófagos que aún suponen existen en los islotes de los mares del Sur.

Aparte de algunas familias inglesas, viajaban en el Blue Star algunos señores exóticos, entre ellos un árabe con pantuflas, chilaba y fez. ¡Que Dios maldiga al árabe! Probablemente él atrajo la desgracia sobre nuestra nave. Nadie me quita este disparate del entendimiento. El hombre merodeaba, taciturno, de un puente a otro, luciendo su perfil de cera dorada, su barba de azabache, sus ojos almendrados y su cortesía de saludar siniestramente a las damas tocándose la frente, los labios y el corazón con los dedos de la mano. Este bergante terminó por trastornar a una vieja escocesa cuyo rostro parecía un colador de pecas y que acarreaba una Biblia descomunal de una hamaca a otra. Al tercer día de navegar, la vieja escocesa estaba resuelta a convertir al árabe del islamismo al anglicanismo..., pero ésta es otra historia. También venía a bordo un insignísimo estafador. Todo el mundo lo sabía, pero a nadie le irritaba la particularidad. El estafador también leía la Biblia.

Al cuarto día de perder el tiempo entre cielo y tierra, descubrí un secreto. El médico de a bordo, en cuanto el pasaje se metía a la cama, se reunía con el señor X (nunca puedo recordar el nombre del señor X), agregado comercial de la embajada de Estados Unidos en Japón, un pintor mejicano y otro señor que no podría asegurar si era un filósofo o un contrabandista de opio. Estos cuatro caballeros, por riguroso turno, se introducían en el consultorio del médico, destapaban unos frascos con ciertos tremendos rótulos que decían “Veneno”, y bebían hasta que al amanecer confundían alegremente sus respectivas camas. Vendí mi silencio por el derecho de usufructuar los frascos de veneno. Así me emborraché cuatro noches seguidas con un noble whisky de indiscutible procedencia escocesa.

Durante el día, es decir, durante la tarde, le hacía el amor a las inglesitas, declamando en un english bárbaro y desaforado párrafos de Romeo y Julieta. Las señoras se reían a mandíbula batiente, viéndome remedar a Otelo, con la cara tiznada de betún y envuelto en una sábana. El árabe auténtico, el de la chilaba, las pantuflas y el fez, al pasar me dirigía una mirada saturna. Probablemente invocaba el rigor de Sidhi Mahomet sobre mi mala cabeza.

Así pasaron seis días de navegación, hasta que sobrevino el 23 de octubre.

Me había acostado tarde. Mi amor hacia Annie progresaba. ¡Ah, Annie, Annie! Nunca he conocido criatura más deliciosa, a pesar de la química industrial. Porque Annie era ingeniero químico. ¡Qué grande y terrible es el mundo!, como decía aquel amigo del Amigo de las Estrellas. Aquella noche, Annie, a pesar de su química, había pasado su brazo tibio sobre mi cuello peludo, y yo permanecía en éxtasis apoyado en la pasarela. El viento cálido adhería el vestido a sus formas y las modelaba. ¿En qué cielo me encontraba yo en aquel momento? Lo ignoro. Pero cuando ella susurraba un my sweetheart, estoy seguro que si llega a pedirme que firme mi sentencia de muerte, no vacilo.

Me acosté al amanecer. Cuando me detuve frente al ropero de mi camarote, tenía la cara tatuada de muescas rojas. Era la pintura de sus besos.

Me acosté sopesando las probabilidades que tenía de desistir de mi absurdo viaje de sondaje de las profundidades del Pacífico. ¿No sería más conveniente seguir con la familia de Annie hasta Shangai? Bien podía yo dedicarme a la química en China. Este pensamiento contribuyó a adormecerme en la satisfacción medida que se supone acompaña a los hombres de buena voluntad.

Eso fue el día 23. El día 24, a la mañana, alguien me sacudió brutalmente tomándome de un brazo. Me incorporé sobresaltado. Era el señor X (maldito sea su nombre, que nunca puedo recordar) inclinado sobre mi litera. Dijo:

—Oiga, Sprus, ocurre algo muy grave.

Estas palabras, pronunciadas en medio del océano, son siempre suficientes para despabilar a los Siete Durmientes de Efeso. Súbitamente mi cuerpo se vació de sueño; miré atentísimo al agregado comercial.

—¿Qué pasa?

—No lo comente, pero...

—No...

—Usted sabe que nos encontramos sobre una de las hoyas más profundas del Pacífico...

—Sí, diez mil metros...

—Bueno, parece que nos ha cogido el radio vector de un remolino de agua, de cien kilómetros de diámetro...

—¿Un remolino?...

—Semejante al que se forma en la superficie del agua de una bañadera cuando se va desaguando. La única diferencia es el diámetro... En la bañadera mide diez centímetros, aquí cien kilómetros.

El señor X era calmoso. Semejante particularidad le permitía expresarse con claridad didáctica. Sentado en la orilla de mi litera, conjeturó:

—Lo más probable es que se haya hundido un trozo de corteza de suelo oceánico sobre una gran caverna plutónica. Al volcarse el agua en su interior se ha producido el remolino. De otro modo no se explicaría la formación de un remolino de semejante diámetro.

—Sí, así debe ser. ¿No estaremos en las proximidades de una catástrofe cósmica?

—No, no creo. Una simple hendidura, nada más. La profundidad submarina más acentuada equivale a una ranura de diez milímetros de profundidad trazada en una esfera de un metro de diámetro.

—¿Y nosotros?

—Desde anoche que el jefe de máquinas intenta dar marcha atrás para sustraerse a la corriente circulatoria, pero ha sido inútil. Otros barcos están allí, cogidos como nosotros en la maldita trampa.

Me vestía apresuradamente. El cielo de la mañana relumbraba con grandes caracoles de estaño sonrosado en las alturas celestes. En el horizonte, cruzando con la vista extensas llanuras de agua soleada, se distinguían otros buques, cuya posición respecto al nuestro se mantenía inalterable, pues eran arrastrados circularmente a la misma velocidad que nuestra nave. Los mástiles, tristemente inclinados sobre los cascos negros, moviéndose paralelamente a otros cascos y otros mástiles, componían el dibujo de una calesita gigantesca e insignificante.

El señor X, con la visera de la gorra hundida hasta la punta de la nariz, me observó:

—Fíjese que la superficie del agua ha cambiado. En vez de estar rugosa, parece ahora una tapadera de aluminio girando sobre su eje...

El símil era exacto. El buque estaba empotrado, por decirlo así, en un inmenso disco de aluminio que giraba aparentemente con una velocidad periférica de treinta millas por hora. Cada diez horas dábamos una vuelta de remolino completa, para acercarnos más a su centro.

—Esta vez me parece que estamos atrapados —dijo nuevamente el señor X—. Voy a ver si veo algo.

Yo no soy hombre susceptible de experimentar un extraordinario apetito cuando se trata de asomarse a la muerte. En verdad, estaba lo suficientemente sobrecogido para asustarme, pero no aún lo suficientemente asustado para perder el sentido de la curiosidad que algún día me arrastrará a mi definitiva perdición.

En un buque, la oficina de novedades es la ventanilla de la estación radiotelegráfica. Allí se tejen chismes, se comentan las subrepticias aventuras nocturnas, pero cuando yo me acerqué, observé que los oficiales no estaban deseosos de conversación. Con el rostro grave, se inclinaban sobre el operador de guardia que hacía teclear el brazo del manipulador. A esa hora de la mañana todos los periódicos del mundo recibían la información del silencioso drama que vivíamos. A las tres de la tarde el drama comenzó a convertirse en tragedia. Un tripulante de color descubrió en los corrillos de los oficiales la gravísima novedad. Dando gritos de horror se arrojó a las aguas, y ya no fue posible mantener el secreto. El cadáver del negro, cogido por el mismo torbellino, seguía a estribor de la nave, como si una invisible mano lo soportara por encima de las aguas. Con repugnancia la gente se apartó de aquel costado pasando a babor.

Al anochecer, el espanto de la tripulación aumentó. Desde el horizonte, la invisible caverna submarina rugía el estertor de un moribundo. En cada puente el pasaje formaba corrillos de sombras que gesticulaban alarmadas. Sin embargo, las aguas se mantenían tranquilas y el cielo estrellado. El remolino, compacto en su masa de agua, giraba como el seguro volante de un motor que recién se pone en marcha.

Salió la luna y era un espectáculo sorprendente esta llanura convertida en una tersa rueda de plata, cuya pulimentación reflejaba la claridad lunar sobre nuestra nave como el reflector de un foco voltaico. Nos veíamos los rostros, inundados de grandes sombras, como si estuviéramos viviendo en un continente lunar.

A las tres de la mañana un comunicado lanzado por el Reed Horse informaba:


“El capitán del Reed Horse, míster Henry Topman, se ha suicidado de un balazo en su camarote.”


En nuestro buque las cosas no marchaban mejor. La disciplina de la tripulación se había quebrantado totalmente. Ninguno de los hombres se encontraba en su puesto, salvo los radiotelegrafistas. En tercera clase, los pasajeros que no yacían en sus literas agotados por el terror se habían embriagado, entregándose a todo género de excesos. Un grupo de árabes acuchilló a un grupo de judíos; un pasajero que se introdujo en el departamento de máquinas y descargó su revólver sobre los manómetros de la máquina a vapor fue muerto de un pistoletazo por el segundo maquinista.

Annie, tomada de mi brazo, no se apartaba un solo instante de mí. Los rulos de su cabellera negra enmarcaban su rostro pálido, de grandes ojos dilatados por el espanto. Yo no sabía a qué palabras apelar para consolarla. Sentados uno frente a otro en una mesa esquinera del comedor dorado, nos mirábamos poseídos por la más extrema fatiga.

En tierra, a esa misma hora, los periódicos comentaban nuestra situación en los tonos más dramáticos. La agencia Argus describía a doscientos quince diarios de Europa y América nuestra situación en estos términos:


“Las tripulaciones han abandonado sus tareas habituales y vagan enloquecidas por los puentes. Doscientas mujeres y quinientos hombres se encuentran en los actuales momentos apoyados en las pasarelas de las naves, mirando con ojos dilatados por el espanto los concéntricos círculos de agua plateada que los aproximan cada vez más al centro hueco del torbellino. En todos los buques se han apagado las calderas, muchos pasajeros, atemorizados, se han encerrado en su camarote; se ignora si esta gente vive o se ha dado muerte por su propia mano.

”Es evidente que se ha producido una catástrofe suboceánica, de consecuencias incalculables para la economía del planeta en los presentes momentos. El eje del remolino se encuentra en la parte del Pacífico conceptuada la más profunda. Es probable que la costra submarina se haya desplomado sobre una caverna gigantesca cuya capacidad es incalculable por ahora. El astrónomo Delanot asocia este fenómeno al de las grandes manchas solares en actividad, aunque, como todos los directores de observatorio, está asombrado, pues los sismógrafos no han registrado ningún movimiento sísmico, cuyo epicentro corresponda al paraje de que nos ocupamos.”


A las cuatro de la mañana el telegrafista Reignert transmitía:


“Con nuestros compañeros nos hemos comprometido a transmitir hasta último momento los horrores de esta catástrofe única en historia de navegación del mundo. El segundo de a bordo, Jenkins, ha perdido toda esperanza de salvación. El capitán ha sufrido gravísimo ataque cardíaco, que le imposibilita hacerse cargo comando del buque.

”Los hechos más importantes ocurridos son: En la riña habida entre árabes y judíos, han resultado muertos cuatro judíos y heridos de suma gravedad dos árabes. El señor Ralph, comerciante de la isla de Aoba, después de intentar ahorcarse, mató a su mujer y se arrojó a las aguas. Esta noche no ha funcionado el servicio de cámara ni de cocina. En este mismo momento acaban de informarme que el mayordomo ha sido hallado en su camarote con la garganta seccionada con su misma navaja de afeitar. Dos marineros, uno irlandés y uno americano, han reñido armados de hacha. El americano ha muerto y el irlandés está encerrado en una escotilla de proa, negándose a salir por temor a las represalias que la tripulación pueda tomar contra él.”


La nave parecía haberse transformado en un asilo de dementes. El estafador, que leía la Biblia para madurar sus planes, se asoció a la señora escocesa de las pecas, y en el centro del comedor establecieron un permanente servicio religioso. Más allá, junto a la popa, el árabe rico, a quien yo atribuía las desgracias que llovían sobre nuestro buque, invocaba la protección de Sidhi Mahomet.

El estafador y la señora escocesa leían, alternándose, versículos de la Biblia, mientras que un coro de señoras desgreñadas y llorosas, y viajeros enjutos y niños asombrados, formaban un círculo en redor de ellos. Annie, a pesar de su química industrial, acabó por abandonarme y sumarse a esta gente que rezaba inagotablemente. Yo, a las cuatro de la mañana, me refugié en el camarín del médico para dar cuenta de los frascos de “Veneno”. El señor X, siempre con su gorra absurda, formaba tertulia allí con el pintor mejicano, que estaba indecentemente bebido, y el médico canadiense. El médico, recordando sus estudios, sugería, a modo de consuelo:

—Cuando el buque llegue al centro del remolino, el eje de cavío se lo tragará como una paja. Nosotros nos deslizaremos a una velocidad fantástica a lo largo de un embudo cristalino que irá oscureciéndose hasta que el tremendo choque nos despedace en el fondo de la caverna.

El señor X, recordando también sus estudios universitarios, oponía a esa tesis esta otra hipótesis:

—En cuanto lleguemos al centro del remolino, tropezaremos con una corriente de aire vertical, en dirección hacia arriba, es decir, que nosotros caeremos a lo largo de un tubo de vacío, que a los pocos segundos de descenso nos habrá asfixiado.

Es curioso. Yo, que un día antes pensaba en ligar mi destino a la voluptuosa Annie, no me acordaba de ella ahora. Cuando pasaba por el comedor y la veía leyendo en la Biblia el libro de Jonás, entre la pecosa escocesa y el lacrimoso estafador, pensaba que el espectáculo que esta gente ofrecía era francamente ridículo. El árabe rico, postrado hacia la Meca, haciendo sus oraciones, no me resultaba tampoco más divertido.

Además, por donde se ponía el pie se tropezaba con montones de basura. En el fumoir de primera clase, encabeza dos por el segundo oficial, los fogoneros, con los maquinistas, habían organizado un Concejo de Urgencia. Hablaban mucho, bebían whisky cada uno por cuatro, y nuestra posible salvación de aquella trampa no aparecía por ninguna parte. Nunca me olvidaré de un pelirrojo, comisionista de motores eléctricos en Cantón. Había despedazado la puerta de un camarote; a cada cuarto de hora arrojaba un trozo de tabla a las aguas y, apoyado en la pasarela, se quedaba mirando cómo el trozo de madera acompañaba al buque en su carrera circular. Otro, en el comedor; inmovilizado como un sonámbulo frente a una brújula de bolsillo, seguía con ojos de enajenado el lento rodar de la aguja magnética. Una mujer, desmelenada como una furia, con el vestido rasgado sobre el pecho, permaneció ocho horas aferrada a un mástil, fija la mirada en aquel redondo espejo de plata, pulimentado por la claridad lechosa del amanecer. Luego se desplomó. Estaba muerta.

Sobrevino un amanecer rojo. El estafador, Annie y la señora escocesa continuaban en el comedor leyendo los versículos del libro de Jonás, que fue salvado por Jehová del interior del vientre de una ballena. De pronto el árabe, que no creía en Jonás, introdujo la mano entre los pliegues de su chilaba, extrajo una pistola automática y se saltó la tapa de los sesos.

Y de pronto, en el enrojecerse de esta aurora mortal, cargada de vahos fríos, comenzó a sonar el gong furiosamente y apareció un oficial radiotelegrafista, gritando:

—Estamos salvos..., estamos salvos... Vienen los hidroaeroplanos a salvarnos.

Del confín comenzaron a partir zumbidos de sirena. El mar estaba colmado de columnas de sonidos. ¡Salvos, salvos! Yo me eché a llorar como una criatura. Y abrazando al estafador, a la señora escocesa y a Annie, comencé a gritar no sé qué cosas.

Esta vez una racha de locura cruzó por el buque. La gente se abrazaba, gritaba, cantaba. Las mujeres se arrodillaban en la cubierta, y estrechando a sus párvulos recuperados los mostraban al sol, y luego los arrojaban en brazos de los oficiales radiotelegrafistas, que eran los héroes de las jornadas. En tanto, las sirenas sonaban cada vez más estrepitosas. De todos los ángulos brotaban hombres barbudos, ojerosos, con botellas. Se organizó una manifestación de hombres, mujeres y niños que llevaban en andas a los radiotelegrafistas. Se bebía; hubo cantos en coro. Dentro de unas horas abandonaríamos la nave; cada cual debía llevar exclusivamente sus valores en metálico y documentos, pero nadie lamentaba los bienes terrestres perdidos. En cada pasillo, frente a cada camarote, había un tumulto de personas con vasos en las manos que ofrecían champagne, y a medida que aumentaba la alegría de salvarse, el ruido humano aumentaba de altura, y aunque las sirenas ensordecían, los agudos que lanzaban las gargantas eran más rabiosos y ululantes. Annie, que hasta hacía una hora leía la Biblia, cuando volvió a reencontrarme en un pasillo, me tomó entre sus brazos. Por sus mejillas corrían las lágrimas, pero sonreía tan maravillosamente, que yo sólo atiné a estrecharme a ella con más violencia. Un viento sordo nos empujaba a través de los pasillos; cuando entramos al comedor se desvaneció en mis brazos. Luego nos besamos, más ávidamente que nunca. Era aquélla una especie de locura, a la que puso fin el zumbido grave de la flotilla de aviones plateados. Y entonces salimos... Teníamos que volver nuevamente a la tierra...

Y a pesar de que yo salvaba mi vida, en aquel minuto me sentí triste.


(El Hogar, 22 de noviembre de 1937)

Un argentino entre gángsters

Tony Berman descargó la ceniza de su cigarro en el piso encerado, y prosiguió:

—Los ingenieros han inventado los fusiles ametralladoras, y eso está bien; porque sin ametralladoras resultaría dificultoso asaltar un banco. Los ingenieros han inventado las granadas de mano, y las granadas de mano son la gracia del Altísimo sobre los hombres de buena voluntad, porque sirven para aliviarles de más de un apuro. ¡Dios bendiga a los ingenieros!...

Así habló Tony, el homicida de pie desnivelado. El achocolatado Eddie Rosenthal, hijo de un rabino excomulgado y de una negra, levantando la motuda cabeza que tenía inclinada sobre su camisa de seda verde, anotó:

—Pido un voto de aplauso para el ecuánime Tony.

Frank Lombardo, especialista en acciones violentísimas, asintió con un visaje de rojiza cara de perro bull—terrier. Tony, reconfortado por estas muestras de admiración, prosiguió:

—Pero lo que no han perfeccionado los ingenieros es la ruleta con trampa. Y eso está muy mal. La ruleta con trampa le permitiría al croupier dirigir la suerte según las conveniencias de la banca. ¡Y las conveniencias de la banca son sagradas!... Ahora bien, señor ingeniero: si ustedes han inventado los submarinos, las ametralladoras y los aeroplanos, ¿por qué no han de inventar la ruleta con trampa?...

El señor ingeniero, representado en la figura de Humberto Lacava, no pestañeó. Hacía tres horas que estos gentlemen de la automática le habían secuestrado, apoyándole el caño de una pistola en los riñones, y ningún hombre razonable se permite discutir este frío y redondo argumento.

El ecuánime Tony se restregó las manos y continuó:

—Señor Humberto Lacava; usted era, o mejor dicho, es el mejor estudiante sudamericano de ingeniería eléctrica de Wisconsin. Estamos informados que su familia reside en la Argentina. La Argentina es un hermoso país, y usted deseará regresar a él. Cuando estudiamos su posición, semejante particularidad nos pareció ventajosa. Si nosotros le hacemos desaparecer, los riesgos de una investigación son tan inmediatos como si usted fuera miembro de una honorable familia bostoniana. Pero nosotros no tenemos el propósito de asesinarle...

—Al menos por ahora —insinuó Frank Lombardo.

Tony Berman continuó:

—Usted ha ganado una medalla de oro en la universidad, y la Argentina tiene derecho a enorgullecerse de su hijo. Fabríquenos usted una ruleta eléctrica cuya bola se detenga en el número que fijemos de antemano. Fabríquenos usted una ruleta con trampa que, estando desarmada, no se diferencie en ningún detalle de una ruleta corriente. Nosotros le pagaremos veinte mil dólares.

Eddie Rosenthal, que sumergido en el sillón de cuero, balanceaba suavemente un amarillo zapatón, murmuró:

—Por la décima parte, me tiroteo yo solo con todo el Estado de Kentucky.

Era nativo de Kentucky, y todos sus pensamientos iban dirigidos a la patria lejana que lamentaba no poder hospedarle entre los muros de su sólida cárcel. Lacava, que apoyaba el codo en la mesa, miró los blancos muros del living—room, y abrió la boca:

—¿Y si me niego?

Nadie podía negarle a Tony Berman don de gentes. Respondióle, amable:

—Entonces no le pagaremos veinte mil dólares. Le meteremos veinte mil balas dentro del cuerpo.

Lacava tomó el vaso de whisky y bebió lentamente. Era un hombre serio. No le gustaban las aventuras turbias; pero la “cosa” no tenía remedio. Los tres asesinos, robustos, afeitados, elásticos, con corbatas de seda adornadas de perlas y solitarios centelleantes en los huesudos dedos, no eran hombres que se detuvieran a darle importancia a la vida de ningún Humberto Lacava y su correspondiente medalla de oro. Por otra parte, no debían ser ellos quienes financiaran el proyectado negocio. A espaldas de los tres actuaría un sindicato del vicio.

Pensaba Lacava y pensaban ellos. El achocolatado Eddie Rosenthal, que evidentemente demostraba una hereditaria inclinación hacia la filosofía, murmuró:

—Hay muchos hombres que se lamentan de que nunca les ha sido concedida una oportunidad...

—Así es —caviló Frank Lombardo, que era corto de palabras y largo de acciones.

Tony intervino, consecuente:

—Nosotros le ofrecemos la oportunidad. Honradamente, usted no puede pensar en escaparse y en defraudarnos. Eso no sería leal, aparte de que nosotros no lo permitiríamos. Usted tiene que fabricarnos un dispositivo eléctrico, que como el de un ascensor, le permita al croupier detener el disco en el número menos cargado de apuestas. Los hombres son seres humanos —yo siempre he sostenido esto— y es razonable que se entiendan sobre alguna base. Usted planeará aquí esa ruleta. De acuerdo a sus dibujos nosotros haremos fabricar las piezas afuera; pero usted montará el aparato en nuestra presencia. De hecho, será nuestro prisionero hasta que haya cumplido con su compromiso. Si le agrada la compañía femenina, no tendremos inconveniente en presentarle algunas damas que sean de su agrado. Dar al hombre lo que es del hombre constituye uno de mis principios.

Lacava no pudo evitar una sonrisa. Aquel sujeto era de cuidado. No en vano le llamaban Tony “el Abogado”. Ciertamente que Tony no se había especializado en jurisprudencia, como no fuera la carcelaria; pero se le adjudicaba el asesinato de un honorable self—made man que se ganaba la vida gestionando ante los políticos la libertad de ciertos convictos. De allí el origen de su apelativo. Su dicción era correcta. Humanamente no se puede ser más exigente con un hombre cuya profesión es descargar la pistola al pecho de sus prójimos.

Humberto Lacava no hablaba. Se acordaba de Buenos Aires, el barrio de Palermo, al tiempo que observaba a los tres hombres entre sus párpados medio cerrados. Tony Berman jamás debió secuestrar a hombre semejante para lograr sus propósitos. Pero Tony no era perfecto. Además, ¿qué daño podían esperar de este sudamericano, delgado, de cinco pies de estatura, que entre las yemas de los dedos se estiraba pensativamente el labio inferior? Finalmente el ingeniero habló.

—Puedo fabricarles la ruleta. Pero quiero por adelantado los veinte mil dólares.

—Mañana le traeremos el dinero —replicó Tony.

—¡All right!...

Después que el achocolatado Rosenthal cerró la puerta con llave, Lacava examinó su prisión. Consistía en un dormitorio anexo a un cuarto de baño. Le bloqueaban sólidos muros. Se habían preocupado por su confort. Había allí una mesa escritorio, un sillón de cuero, libros en un anaquel, un aparato de radio, cajas con cigarros, y frascos con bebidas. Abrió el ropero adosado al muro. Camisas de su medida y pijamas.

Se recostó. Estaba tranquilo. No podía forjarse ilusiones. Cuando terminara de fabricar la ruleta, esta gente, en vez de dejarle marchar con sus veinte mil dólares, le perforarían la cabeza con balas de acero. Y él no volvería a proyectar canalizaciones eléctricas.

El problema técnico era fácil. El disco de la ruleta podía ser frenado a voluntad frente a un número determinado por un juego circular de electroimanes. En síntesis, se trataba de proyectar un freno magnético sincronizado. El asunto era fácil: pero ellos no lo sabían. La imposición de fabricar las piezas afuera obedecía al deseo de privarle de manejar instrumentos que él pudiera utilizar para fugarse. No eran zonzos. Quizá pensaran fabricar ruletas en serie. Veinte mil dólares constituían un capital respetable. Entrevió posibilidades. Sí. El disco de la ruleta comenzaría a ser frenado cuando alcanzase una velocidad determinada, independiente de la fuerza con que había sido puesto en marcha. Sí. Era posible. Las ganancias que acumularía de esa manera un grupo de estafadores podían ser inmensas. Al mismo tiempo debía confeccionar un sistema desajustable de frenaje, de modo que al corregirlo le permitiera ganar tiempo para poder fugarse, porque en cuanto la ruleta funcionara correctamente, ya no lo necesitarían. Esos hombres de ojos azules y mejillas rasuradas le acribillarían a balazos. Ahora bien, Lacava sabía que ni aun armado de un revólver podría reducir a los tres atléticos asesinos que manejaban las pesadas pistolas con más facilidad que él las ecuaciones de tercer grado.

Lacava no era un sentimental. Sabía que a un hombre que posee tamaño secreto, no se le abren las puertas para que vaya a desperdigarlo entre gentes que pueden estar muy interesadas en conocerlo. Ellos, para estimularle a trabajar, le traerían los veinte mil dólares. Él tenía que quedarse con los veinte mil dólares y matar a los tres hombres.

Se quedó dormido.

Por la mañana le despertó el hombre de pie desnivelado. Tony Berman traía en la mano una maleta. La depositó en el suelo:

—Ingeniero, aquí están sus veinte mil dólares —dijo.

Lacava saltó de la cama y abrió la maleta. Allí estaba el dinero. En paquetes precintados de mil billetes de un dólar. Rompió una faja y comenzó a examinarlos al trasluz.

—Son auténticos —aseguró Tony.

—Son —respondió Lacava, pensando que este dinero había sido robado en algún banco. Y no se equivocaba. Tony se explayó:

—Frank le servirá el desayuno. Es un excelente cocinero. Sea indulgente con Frank. Cierto que él ha tomado por caminos torcidos; pero no seré yo quien juzgue al pobre Frank, porque está escrito: “No juzgues si no quieres ser juzgado.”

Mientras que el paticorto se sentaba en la orilla de la cama, sobre la colcha azul, Lacava se preguntó cuál sería la razón que impulsaba a ese hombre a expresarse siempre burlonamente. Retornando a la realidad, objetó:

—Este cuarto sin luz ni aire es desagradable para trabajar.

—No se preocupe. Durante el día tendrá a disposición el living—room. Me permitiré aconsejarle que no intente escaparse. Ni Eddie ni Frank le matarán. Son hombres que tienen una puntería espantosa, y sólo le quebrarán los huesos de las dos piernas. No creo que sea satisfactorio hacer cálculos de electricidad conteniendo los huesos quebrados dentro de las piernas.

Trocó luego el tono burlesco por el grave:

—¿Cree que podrá fabricar la ruleta que queremos?

—Sí.

—Fíjese que nosotros pondremos en marcha el disco.

—Sí...

—¿Y se detendrá la bola donde le indiquemos?

—Sí.

—¿Tardará mucho en conseguir esos resultados?

—No puedo fijarle plazo. Ninguna máquina nueva funciona correctamente en la prueba. Hay que ajustarla, graduarla.

—¿Cuándo piensa ponerse a trabajar?

—Hoy. Necesito un equipo de diseño para ingeniero.

—Todo lo que usted guste.

Tony Berman sonrió satisfecho. Un rizo de romanticismo encrespó su alma de asesino. Dijo:

—Yo siempre aseguré que los ingenieros son la sal de la tierra. Querido señor Lacava, ¿quiere almorzar macarroni hoy?... Frank Lombardo es especialista en macarroni. Señor Lacava, sea amable con Frank que es un buen chico. Cierto que su profesión no se presta para canonizarle; pero, “¿quién puede tirar la primera piedra?”, como dijo Nuestro Señor Jesucristo.

Lacava sonrió con amabilidad. Recordaba su casa de Palermo, sus hermanas. ¿Se imaginarían que estaba en esos momentos secuestrado por una banda de gángsters?... Una rabia fría se desenroscó en su corazón.

Tony Berman, labio sonriente y corazón traicionero, también pensaba:

“Enterraremos a este hombre en el bosque que está al fondo del valle.”

De 36 números, la ruleta marcaba a voluntad del croupier 21 números.

El ingeniero Lacava, de codos en la mesa y rodeado por Tony Berman, Frank Lombardo y Eddie Rosenthal, tomaba notas de las fallas. Tony Berman opuso una vez esta réplica:

—El disco se ha detenido con excesiva rapidez. Se notó la frenada brusca.

Lacava se echó a reír. Eddie Lombardo repuso:

—El disco se detuvo naturalmente. No había corriente.

Lacava trabajaba. Sus manos levantaban constantemente la tapa de la mesa, dividida en numerosos sectores, que, como tapas, estaban asegurados al borde por bisagras de bronce. Lacava trabajaba. Sus ojos vigilaban constantemente las enjoyadas manos de los hombres. Una vez era Tony quien había dejado olvidada su mano sobre una de las bisagras; pero en cambio Eddie y Frank estaban fumando. El ingeniero esperaba. Otra vez eran Frank o Tony los que apoyaban los codos desnudos en las bisagras de bronce; pero Eddie, con los brazos cruzados, miraba la saltante bola de marfil y narraba:

—Una vez, en la ruleta de Florida, el número 14 estuvo 27 días sin salir.

Y era cierto. Los asesinos estaban satisfechos. Lacava trabajaba honradamente. Cada día que pasaba se cumplía más y mejor el ajuste del freno magnético. Los hombres se turnaban para poner en marcha el disco. Frank cantaba:

—Detener en cero.

La bola de marfil revoloteaba sobre los alvéolos metálicos del disco girante, pasaba de los números más opuestos, hasta que, insensiblemente, se engastaba en una casilla, que rodando cada vez con más lentitud, iba a detenerse frente al cero. Y los gángsters aplaudían a rabiar. Tony exclamaba por centésima vez:

—Los ingenieros son la sal de la tierra.

Lacava vigilaba las enjoyadas manos de los hombres. Estaba siempre inclinándose sobre el círculo de electroimanes que graduaba a tornillo. Anotaba cifras, hacía operaciones algebraicas, respondiendo pacientemente a los que le rodeaban:

—Paciencia... Paciencia... Ya quedará ajustada.

En quince días había reducido a ocho los quince números que fallaban. No tenía prisa. Aguardaba su oportunidad. Cuando la ruleta funcionara correctamente, ellos le matarían. Conectando palabras sueltas, podía ya afirmar que los secuestradores eran simples testaferros. Con la ruleta eléctrica se emprendería una estafa a gran escala, y únicamente un ingenuo podía soñar en su próxima liberación. Y él no estaba acostumbrado a trazar cálculos sobre buenas intenciones. Su infancia, transcurrida en los arrabales porteños le había cargado de una socarronería fría y vigilante; no sería el humorismo de Tony “el Paticorto”; pero sí otro humor que probablemente les pondría a ellos los pelos de punta.

Lacava esperaba; esperaba pacientemente.

Los gángsters, sentados alrededor de la mesa, le miraban, ardientemente interesados en verificar cada número en el cual el disco de la ruleta, frenado magnéticamente, parecía que se detenía frente a un número prefijado por efectos de la inercia natural. Lacava espiaba con ansiedad la llegada de un minuto que podía ser fácil, pero que estaba distante. Y los brazos velludos de los asesinos estaban frente a sus ojos, los dedos enjoyados se movían; por momentos los veía como a través de un sueño: el puño de seda de la camisa de Frank, arremangado sobre el codo, la piel oscura de Eddie con los tremendos músculos siempre tensos y vibrantes. Lacava espiaba con ansiedad la llegada de un minuto que podía ser fácil; pero que estaba distante...

Tony, Frank y Eddie se inclinaron sobre el disco que debía detenerse frente al número 36, Lacava sintió que una ola de sangre le abrasaba las mejillas: el desnudo brazo de Frank pasaba sobre la espalda de Tony, al tiempo que Eddie, con sus enormes manos de chocolate, apretaba sobre las bisagras del canto de la mesa, igual que Tony y Frank.

Los tres hombres lanzaron un grito, abrieron desmesuradamente la boca. Lacava acababa de apretar un resorte. Los asesinos se enderezaron bajo la acción de la corriente eléctrica. Paralizados por la superficie electrizada de las bisagras, Eddie, Frank y Tony permanecían envarados, los ojos aterrorizados se dilataban con la mayor abertura de las bocas, que en el comienzo de la asfixia parecían tres agujeros negros.

No podían despegarse de la mesa, y sus cabellos se erizaban bajo la creciente ola de la quemadura que les echaba hacia atrás, semejante a fantoches abrasados por el fuego.

Lacava les soslayó de una rápida mirada; subió corriendo a su dormitorio. Tomó la maleta con los veinte mil dólares y salió. En el garaje oscuro puso en marcha el motor del coupé.

Allí junto a la mesa quedaban pegados tres hombres que se enfriaban lentamente.


(El Hogar, 23 de enero de 1937)

Un chiste morisco

Abdul el Joven, encaramado en lo alto del camello, se dejaba llevar hacia Tánger. Le parecía ver todas las cosas como desde el repecho de una torre.

Había salido de Larache, hecho noche en Arcila y, ahora, bajo el sol de primavera, se acercaba a Tánger conjugando unos verbos holandeses.

Las camellos, avanzando con largas zancadas, en el extremo de su cuello encorvado movían sus cabezas de reptiles hacia todas las direcciones, como si les interesara extraordinariamente lo que ocurría en la carretera y los sembradíos laterales. Pero a los costados de la carretera no ocurría nada extraordinario. De tanto en tanto, pesados, enormes, pasaban vertiginosos camiones cargados de mercadería, y Abdul el Joven pensaba que el tráfico de carga económica servido por camellos no se prolongaría durante mucho tiempo.

¡Malditos europeos! ¡Lo destruían todo!

Abdul el Joven venía pensando en numerosos problemas. Aparentemente estaba al servicio de Mahomet el Sordo, pero, secretamente, trabajaba para Alí el Negro. Alí el Negro había vivido durante cierto tiempo en Francia y se había jugado la piel muchas veces al servicio de Abd El Krim Jartabi. Evidentemente, Alí el Negro estaba vinculado al gran movimiento panislámico y algún día moriría ahorcado, apuñalado o ametrallado por algún terrorista europeo.

“—Tú irás muy lejos —le decía Alí el Negro a nuestro joven camellero—. Eres más astuto que una mujerzuela y hablas el inglés. ¡Quién hablara el inglés! Prepárate a sustituirme aquí en Tánger para cuando me asesinen, pero no te olvides que todavía te falta mucho que aprender. ¿Cómo distinguirías un vulgar trabajo de cemento de un clandestino preparativo de fortificación? ¿Cómo distinguirías una apócrifa cancha de tenis de la base de cemento para una pieza de grueso calibre? ¿Cuándo vas a aprender a usar el telémetro y el teodolito? Lo único que conoces es el inglés, porque tu honorable padre, posiblemente en un momento de locura, te obligó a estudiarlo.

Como Abdul el Joven no tenía nada que hacer, escuchaba respetuosamente estos discursos de su tío, y Alí el Negro, con la boquilla de su narguile prendida entre los carnudos labios, proseguía, al tiempo que olía, una rosa amarilla:

—Acuérdate de estudiar el holandés, que es el idioma de toda el África. Aprende el alemán también, si puedes. Mézclate con el pueblo. Vive constantemente con el pueblo. Mientras no puedas pasar por un cargador de agua, por un domador de serpientes, por un bebedor de fuego, no serás un perfecto espía. A tu próxima vuelta de Larache te tendré alistado un hombre que te enseñará a domesticar serpientes. Ello te será muy útil.

Bajo un sol de fuego que iluminaba los ondulantes prados herbosos, Abdul el joven venía conjugando verbos holandeses y recordando al mismo tiempo estas conversaciones con Alí el Negro. De paso, meditaba en una extraña confidencia que le había hecho un agente de Alí el Negro.

Fue en Arcila. Hacía ya horas que había salido de Arcila. El agente de Alí el Negro en Arcila vivía a unos pasos del famoso y abandonado palacio del cherif Muley Hamed. No lejos del palacio del cherif había un tinglado, y bajo el tinglado un montón de paja. Allí, sentados en cuclillas sobre la paja, se reunían los conductores de camellos, esquiladores de burros y campesinos de los alrededores. En tanto que los haraposos, con el pelo remojado, esperaban a que les afeitaran la cabeza, el barbero que trabajaba al servicio de Alí el Negro solía escuchar, aparentando indiferencia, curiosas noticias e interesantes informes. Luego, diligentemente, los transmitía a su amo.

Pues bien; Abdul el Joven fue y se sentó en cuclillas bajo el tinglado. Un adolescente de labios rojos se acercó a Abdul, le besó con familiaridad en la boca y luego le remojó la cabeza. A continuación, con su gran navaja, se le acercó el barbero, y mientras le afeitaba la cabeza, le susurró al oído:

—Comunícale a Alí el Negro que hace dos semanas viven aquí dos extranjeros. Son alemanes. No se mueven de la costa y meten sus coloradas narices en todos los rincones del río Lecuss. También puedes decirle que el otro día estuvo aquí con ellos Mahomet el Tangerino...

—¿El de la cicatriz en la cara?

—Sí. ¿Lo conoces?

—Hermano, creo que lo conozco.

—Bueno, Aboulcasin se hizo el encontradizo con los hombres de la nariz colorada en la playa, y estuvieron toda la mañana charlando allí, tendidos al sol como tres tiburones.

—Cuidado con mi cabeza.

El barbero se alejó unos pasos, observó el afeitado cráneo de Abdul, y le dijo:

—Estás más hermoso que una hurí.

Abdul sonrió y, luego de arrojarle unos cobres, salió. Varias ideas giraban en su cabeza. ¿Qué tendría que ver Mahomet con los alemanes? ¿Qué significaba ese paseo de cuarenta kilómetros de Tánger a Arcila? Mahomet no era hombre que se costeara tan lejos para recrearse con el paisaje del agua. Si quería ver agua tenía de sobra con el paisaje de Tánger. Allí había gato encerrado. Mahomet se entendía con los hombres que parecían alemanes. ¿Qué significaba eso?

Mahomet tenía un bacalito, un puesto de seda en la Luneta de Tánger. Pero más de una extranjera se detenía frente al bacalito de Mahomet a mercar seda y a dejar entre las pesetas de papel órdenes escritas. Y, ¡oh casualidad!, Abdul el Joven era amigo de una de las tres mujeres de Mahomet. Las esclavas de Mahomet y las dos mujeres de Mahomet sabían que su marido y amo era engañado por su tercera esposa; pero, con ese inquebrantable sentido de la solidaridad que existe entre las mujeres musulmanas, ninguna delataba la infidelidad de Amina. ¡Antes hubieran soportado el tormento!

Abdul sabía que había cubierto de deshonor la casa de Mahomet y, que si eran descubiertos, él y Amina sólo podían esperar la muerte. Pero jamás hubiera sospechado que Mahomet se dedicara al espionaje. La información del barbero era extraordinaria. ¿Y si él utilizara a Amina para que le sonsacara la verdad a su marido?

El adolescente le alcanzó una jofaina de cobre y Abdul se lavó la cabeza; pero mientras se enjabonaba pensaba en lo que diría Alí el Negro cuando se enterara de semejante novedad. ¡Mahomet el Sedero trabajando de espía!

Lo más curioso del caso es que nadie estaba informado en Tánger de la salida de Mahomet hacia Arcila. Una hora atrás Abdul se había cruzado con un agente de Alí el Negro que iba hacia Larache, y el agente no sabía que Mahomet estaba ausente de Tánger. ¿Cómo había escapado Mahomet a la vigilancia que controlaba la salida de todos los hombres desde Tánger hacia las afueras? Sin embargo, Mahomet no podía haber salido volando de Tánger. Únicamente que hubiera partido muy tarde por la noche, por el lado del barrio europeo, y embarcado en una lancha. Eso era probable. Existían en su partida una serie de particularidades raras a investigar. ¿Quién mejor que Amina, la tercera esposa de Mahomet, podía informarle?

Al caer de la noche llegó Abdul a Tánger. Dio cuenta de todas las peripecias del camino a su amo el Sordo; luego, cautelosamente, se dirigió a la casa de Alí el Negro.

Lo encontró apoltronado entre cojines en su jardín, bajo el tupido ramaje de un cedro, leyendo el Corán y fumando su eterno narguile. Abdul sentóse junto a él y dijo:

—¿Sabes quién está complicado en amistad con los alemanes de Arcila?

—No.

—Mahomet el Sedero de la Luneta.

—No.

—Sí.

A continuación Abdul le narró al Negro todo lo que había observado el barberillo de Arcila, mientras arrastraba sus babuchas frente al pórtico del palacio del cherif Muley Hamed.

—¿Cómo iría hasta Arcila? —murmuró el camellero.

—Salió por mar —repuso el Negro—, Ahora me acuerdo que un hermano de Mahomet tiene una finca en las mismas orillas del mar en Arcila. —Y pensativamente, agregó:— Los dos hermanos deben trabajar para los alemanes. ¡Nunca lo hubiera creído! ¿Quieres fumar un narguile?

Abdul levantó la cabeza. Una constelación titilante de luces azules brillaba en la altura de la noche. Pensó en los besos de Amina y dijo, sentencioso:

—Tío, no cambies nunca los besos de una jovencita por las graves palabras de un sabio.

Y sonriendo, besó la mano de su tío y salió.


Mahomet, el sedero de la Luneta, estaba sentado a una mesa del bar de Benavides el Renegado, junto a Mahomet estaba Baba, el estudiante de teología, y Beddrin Hassán, el propietario de una flamante línea de camiones que hacía el servicio entre Tánger y Ceuta. Los tres eran moros y los tres decían, el uno del otro, cuando hablaban a sus amigos cristianos:

—Fíate de un moro cuarenta años después que se haya muerto.

Sin embargo, un espía sabe que siempre algo conveniente se encuentra en el trato de hombres de diversa profesión, aunque a veces se oculta entre esa gente aquél que puede arrastrarlo hasta la muerte.

De pronto, a pedido de Baba el Estudiante, la orquesta, refugiada en el fondo del café bajo una arcada, comenzó a tocar el plañidero Ya asafi. La melodía era tan triste que, súbitamente, el rostro de los tres hombres se cubrió de gozosa angustia. Beddrin Hassán no pudo contenerse y comenzó a canturrear la letra de la canción:


“¡Cómo recuerdo el pasado distante! ¡Oh, Alá; oh, Alá!
¿Qué se han hecho de aquellos días de alegría,
de aquellas tardes y noches de placer dulcísimo?
¡Oh, morada de Andalucía que abandonamos,
no podremos olvidarte nunca!”


Canturreaba Beddrin Hassán y canturreaba el estudiante y, a pesar de su gravedad, el sedero no se pudo sustraer al deseo de acompañarles, y con voz grave se sumó a la canción. En aquel momento se olvidaron de sus bribonadas, y de sus bellaquerías, y de sus intereses, y la penetrante música del Ya asafi estuvo en sus corazones como la mirada negra de una muchacha que ansia ser besada en la boca.

“¡Oh, morada de Andalucía que abandonamos, no podremos olvidarte nunca!”, repetían ahora los tres hombres.

De pronto, los labios de Mahomet se cerraron. Allí, junto a la mesa, barbudo, infamante, estaba el mendigo Namiah.

—¡Dadle una caridad a este pobre huérfano, oh, creyentes! En el día de la Resurrección, esa caridad pondrá a vuestra derecha el libro de las buenas acciones.

Fríamente Beddrin Hassán le arrojó un cobre al mendigo, y éste salió. Algunos minutos después Mahomet recordó una olvidada obligación y se despidió de sus amigos. El estudiante de teología dijo entonces al propietario de los camiones:

—Ten por seguro que ha ido a reunirse con el mendigo.

Efectivamente, el haraposo Namiah se había detenido en el hueco de un pórtico. Refugióse allí, donde nadie lo podía ver; y cuando Mahomet se le acercó, le dijo:

—Escúchame, señor. Abdul, el camellero, está cubriendo tu casa de deshonor.

Una llamarada de fuego subió hasta las sienes del sedero.

Miró en derredor. En el recodo de la callejuela oscura no había presente nadie. ¿Y tras de las persianas? Se volvió cautelosamente hacia Namiah. Tratando de ganar tiempo para ordenar sus pensamientos, repuso:

—¿Estás seguro de que era Abdul? ¿No te habrás equivocado? ¿Comprendes la magnitud del testimonio que estás levantando contra un creyente?

Namiah se retorció bajo su chilaba andrajosa como si un cólico le desgarrara las entrañas, e insistió:

—¡Oh, gloria del Magreb! ¿Cómo puedes dudar de mi palabra? ¿No te he servido siempre tan devotamente como un humildísimo perro?

Mahomet, con sus renegridos ojos de traficante cauteloso, volvió a mirar en derredor. Allá, a veinte pasos del entrante donde ambos estaban refugiados, tras los nudos de una reja, se recortaban los rombos de una persiana espesa. ¿Estaría espiándole desde allí alguna mujer? El mendigo, impaciente, le observaba, esperando su recompensa con tanta avidez que ya se veía a sí mismo en un puesto de pescado mercando un grueso trozo hervido en aceite e hincándole los dientes.

—Abdul. Abdul el camellero. No es posible, Namiah...

—Te lo juro por las barbas del profeta, señor. El mismo. Con una magnífica chilaba y perfumado como una mujerzuela de la Luneta.

Sin embargo, no en vano Mahomet trabajaba de espía. Retorció su furor apretando los dientes y, oprimiendo sobre la chilaba una mano contra su corazón, calculadamente despacio, susurró:

—¿Quién lo sabe además de ti?

—Nadie, señor.

—¿Y cómo sabes que Abdul está en mi casa?

—La puerta del jardín de tu casa se abrió cuando yo pasaba y él entró.

El sedero se mesó la barba: el mendigo podía hablar. Echó la mano a la faltriquera para sacar algunas monedas y extrajo una pequeña bolsita atada. El mendigo comenzó a desatarla, y el puñal del sedero rebrilló su curva en el aire, enganchó con su punta el corazón del haraposo y se retiró. El mendigo se apoyó, temblando, contra el muro, con la bolsa aún entre sus manos. Mahomet le retiró delicadamente la bolsa, volvió el cuchillo a su vaina frente al moribundo, que lo miraba desencajado, y se apartó. Cuando Mahomet volvió la cabeza, Namiah estaba tendido en el suelo en el último sueño.

El sedero se dirigió a su casa. La ley era explícita. Podía condenar a muerte a cualquiera de sus tres mujeres que le fuera infiel, y podía hacerlas ejecutar en su casa, o en la casa del padre de la infiel, contratando los servicios del verdugo. También la ley lo autorizaba a ejecutar al maldito camellero. Sin embargo, la prudencia no dejó de hacer escuchar su llamado.

Si mataba al camellero, perdería el único cabo que le permitiría establecer quién era el organizador del espionaje nacionalista en Tánger. Sin embargo, el furor que encrespaba sus pensamientos era tan recio, que sus ojos lucían como los de un leproso. La esclava de Amina tuvo apenas tiempo de entrar en la habitación donde Amina y el camellero Abdul se reían cara a cara, recíprocamente enganchados por sus brazos:

—¡Estrella de la mañana, que llega el león encrespado!

—¡Me han delatado! —rugió Abdul.

—¡Cállate, fuego del paraíso! —suspiró Amina, y besándolo en la boca lo empujó hacia un arcón—. Métete allí.

Ella misma levantó la tapa, y Abdul empalideció al penetrar en aquel pozo de madera que podía ser su ataúd. Amina bajó la tapa, extendió el tapiz y se dejó caer en su sitial, donde continuó un bordado abandonado. Siniestramente pálido apareció el sedero tras de una cortina. Amina comprendió que estaba descubierta. El sedero miró en derredor. Amina se levantó, avanzó hasta su dueño, le tomó la mano derecha y se la besó. Luego le dijo, sonriendo:

—¡Oh, mi señor, si llegas un minuto antes encuentras aquí a mi amante!

Mahomet dio un salto hacia atrás y echó mano a su puñal.

—Pero como has llegado un minuto después, tuve tiempo para esconderlo en ese arcón.

Con paso inseguro y mirada torva, Mahomet se dirigió al arcón, pero entonces la carcajada de Amina estalló tan vibrante, que el sedero se detuvo como si hubiera recibido un latigazo en el rostro, mientras que su tercera esposa le decía:

—¡Ah, hombre crédulo entre los hombres crédulos! Has creído en una mentira y perdiste tu sabiduría. Paga la pena. Vete inmediatamente a la tienda de Masud y cómprame un pañuelo de seda verde que tiene bordados un ruiseñor de oro, una rosa de plata y un clavel de sangre.

El sedero retrocedió, sonriendo. El honor estaba salvado. Entonces, con el corazón rezumando un odio que lo enloquecía, respondió amablemente, deseando huir de allí:

—¡Oh, gloria de las esposas fieles! He perdido la sabiduría y pagaré mi falta. ¿Has dicho que es...?

—En la tienda de Masud. Un pañuelo...


(Mundo Argentino, 15 de marzo de 1939)

Un error judicial

De pronto, el señor Roeder, levantándose de entre el círculo de herederos que escudriñaban el semblante de la señora Grummer, exclamó:

—Sí, ¡usted es la ladrona!

La señora Grummer, una anciana de sesenta años, al escuchar a Roeder se echó a llorar. Las lágrimas corrían por su ruinoso rostro amarillo; pero el señor Roeder, impasible, continuó:

—Señora..., de la caja del finado Rumpler faltaban veinte mil pesos. Del libro de «haberes» ha sido arrancada la hoja donde figuraba la cantidad de acciones que Rumpler había comprado al frigorífico «El Triángulo», ¡y qué casualidad!, hoy un agente de investigaciones, al revisar el baúl que usted tenía depositado en la casa de la señora Gaster, encuentra una boleta de depósito por veinte mil pesos.

Un círculo de cabezas canosas y rostros ceñudos escuchaba con ansiedad al señor Roeder.

Roeder, comerciante en cereales, había sido nombrado depositario por los parientes de Rumpler, el día que este había fallecido, de lo que quedaba como posible herencia, pues los negocios de este estaban un poco embrollados. El mismo día, al hacer el arqueo de caja, Roeder descubrió que faltaban veinte mil pesos. Lo que no podía comprobar era si lo defraudado consistía en dinero o valores negociables.

La ex cajera de Rumpler se mesaba desesperadamente el cabello con sus manos resecas.

Quería huir, proclamar con alaridos inmensos su inocencia; arrodillarse frente a Roeder, que antes la llamaba «una buena mujer», para convencerlo de que no era una ladrona; pero inútil todo, porque a medida que examinaba los rostros de los parientes, comprendía que estos la habían condenado ya.

Quince días antes de fallecer Rumpler, Anastasia Grummer había cumplido veinte años de trabajo en la perfumería. Ya no era empleada de él, sino su casi socia. Y esa atmósfera de odio que ahora la estrangulaba con manos visibles, provenía de los parientes ancianos que deseaban saciar el odio que le tuvieron a Rumpler en ella, y todo por un legado de diez mil pesos que en testamento le dejo, aparte de un reconocimiento de deuda que ascendía a varios miles de pesos.

Otro de los herederos hizo uso de la acusación. Era estudiante de derecho y el único joven entre los silenciosos ancianos.

—¿De dónde salen entonces esos veinte mil pesos que usted tiene depositados en el banco?

—Los gané en la lotería hace tres años.

Carcajadas coléricas acogieron esta respuesta.

—Sí; con el señor Rumpler jugamos hace tres años un billete entero. La mitad de lo ganado fue para mí.

—¿Y cómo hace ocho días que usted los ha depositado en el Banco?

—Los había prestado a mi sobrino...

Grave se levantó el señor Broquin Rumpler. Hacía muchos años que trabajaba de peletero y había redondeado una fortuna. Dijo:

—Esta señora Grummer tiene respuesta para todo. Las tachaduras y asientos arbitrarios que ha hecho en los libros explica que le fueron ordenados por Rumpler... Rumpler le debe... Rumpler le deja herencia... Rumpler ha trabajado y regalado su dinero a la señora Grummer. Perfectamente. Como nosotros no creemos todo esto, es mejor que usted, señora, trate de convencerlo al juez.

Era ya la una de la madrugada, y Ernesto Goice, sentado frente a su escritorio, pensaba en el terrible destino de su tía Anastasia Grummer. Él sabía perfectamente que la tía Anastasia era inocente; pero, ¿cómo demostrarlo? Todas las apariencias estaban contra ella. Libros mal llevados, asientos falsos a hoja desaparecida. Y ahora, para colmo, la tía Anastasia, aniquilada por el golpe, no recordaba detalles que pudieran aclarar su situación. Y como de costumbre, su pensamiento se volvió hacia el señor Roeder, el depositario de las llaves. Le era odioso sin saber por qué.

El reloj marcaba la una y treinta. Goice se detuvo un instante frente al escritorio, luego apoyó la frente en el vidrio de la ventana y esta frescura le pareció que aclaraba sus ideas. Y se dijo:

—Si yo salvo a tía, podré casarme..., pero ¿cómo salvarla? Sin embargo, ese Roeder...

Y otra vez sus ojos se detuvieron en el escritorio. Esta vez se asombró. Allí en medio del escritorio, había una página arrancada a un libro que él había comprado: un curso de electricidad.

—Pero, ¿por qué he arrancado esa hoja? —se preguntó.

Picado por la curiosidad se acercó. La página cortada del libro traía unas fórmulas que le interesaba recordar. Pero él no acostumbraba arrancar las hojas de los libros, y pensó que estaba un poco afiebrado. Luego se asomó otra vez a la ventana. Y de pronto, sus ideas se aclararon.

Eso es: el que arrancó la hoja del libro de Rumpler lo hizo porque en ella había cosas que le convenía recordar o hacer desaparecer. A mí me ha pasado lo mismo ahora. Freud tiene razón cuando interpreta los sueños. Yo estaba soñando. El único que puede haberla amaneado es Roeder. Pero ¿qué había anotado en esa hoja? ¿Dinero? No. ¿Las acciones? ¿Por qué no? Han quedado sesenta mil pesos en acciones...

Súbitamente una gran alegría congestionó el semblante de Goice. Indudablemente, el ladrón era Roeder; pero había que demostrarlo. Caviló un instante; dio varias vueltas entre sus manos a la hoja del curso de electrotécnica, y, sonriendo, se fue a la cama. Roeder era el ladrón. Estaba seguro de ello.

Pocos días después, en varios periódicos dedicados a especulaciones bursátiles, se leía este aviso:

«Se gratificará a quien informe qué personas compraron acciones del frigorífico "El Triángulo" entre los días 8 y 11 de agosto».

Al tercer día de publicarse el aviso, Goice recibió la visita de un dactilógrafo. Este le comunicó que el día 8 de agosto su patrón Broquin Rumpler...

—¿Cómo ha dicho? —interrumpió Goice.

Sí. Broquin Rumpler compró en doce mil pesos veinte acciones de mil pesos al señor Roeder.

—¿Y cómo lo sabe usted?

—Porque hice el cheque. El señor Roeder llegó a las siete de la noche...

—Pero ¿usted no sabe que Broquin Rumpler es pariente del difunto Rumpler?

—No. Sólo sé que me ha echado a la calle porque Roeder le dijo haberme encontrado conversando con su sobrina.

—¿Y cómo reparó usted en que eran acciones de «El Triángulo»?

—Porque Broquin Rumpler se hizo firmar un recibo en el cual constaba eso.

—Perfectamente, amigo...

—Aloisi... Ernesto Aloisi...

—Bueno, amigo Aloisi, todos estos datos que usted me ha dado le serán gratificados, por lo menos, con mil pesos, pero, en tanto, vayamos a los tribunales. Todo esto es necesario contárselo al juez.

Y Roeder fue detenido en la mañana del mismo día en que el fiscal del crimen solicitaba tres años de cárcel para Anastasia Grummer.

El cerealista quiso negar su participación en el delito, pero cuando se le presentó el recibo firmado a Broquin Rumpler, recibo que se le secuestró, Roeder, llorando, confesó su situación.

Había perdido mucho dinero, etc., etc..., y Broquin Rumpler, para quedarse con la parte de la anciana, lo había obligado a sustraer las acciones.

Tres días después, Anastasia Grummer salía de la cárcel. Y las primeras palabras de Goice, el pícaro, fueron:

—Tía..., necesito diez mil pesos para casarme, ¿podés regalármelos?

Anastasia Grummer miró la puerta de la cárcel que se cerraba a su espalda, y dijo:

—Hijo, estoy cansada ya..., y quiero que todo lo mío quede para tu futuro hijo. Cásate nomás...

Una aventura en Granada

Esteban cargaba su pipa, fingiendo estar entregado exclusivamente a este trabajo. Sin embargo, su pensamiento estaba en otra parte. Adiviné el proceso mental con tanta seguridad, que le afirmé:

—¿Estás cavilando si contarme o no tu secreto?

—¡Oh!, esto sí que es gracioso.

—No, no es gracioso. Tú has cambiado mucho, amigo Stifel. Desde que has regresado de España eres otro hombre.

—¿Qué dices?

—Cuando te fuiste eras un hombre jovial, despreocupado. Aquí, en Fleet, no había camarada más agradable que tú.

Esteban se aproximó pensativamente al ventanal y miró la calle de agua, a cuyo final, entre la neblina, se distinguía la torre de la iglesia de San Miguel. La sirena de un transatlántico que abandonaba el puerto de Hamburgo resonaba en la noche, y Esteban, alejándose pensativamente del ventanal, sentóse frente a mí y suspiró:

—Nunca debí haber ido a España.

—¿Por qué?

—No te has fijado...

“Clink”, y el barrilito de agua destilada que había en un rincón del consultorio cayó reventado al suelo. Sin sobresaltarse, rápidamente, Esteban apagó la luz y me dijo:

—Vamos adentro.

—¿Qué ha pasado?

—Han intentado matarme otra vez.

—Otra vez... ¿Por qué?

—Vamos adentro.

Le seguí, y ya en el interior del viejo edificio, entramos en una biblioteca. Cerró la puerta y me dijo:

—No te extrañe que no salga a la calle a buscar al que ha intentado matarme. Ya está lejos.

—Pero, ¿por qué quieren matarte?

—¡Oh! Es una vieja historia que está relacionada, precisamente, con el viaje de España. Escucha:

“Después que me diplomé como médico en Berlín, mis padres me regalaron cierta suma de dinero, que resolví gastar en viajes. Debido a que hablaba el castellano, pues cuando pequeño viví hasta los quince años en la República de Chile, en Sudamérica, ansioso de aventuras, resolví visitar España. ¿No era la clásica tierra de los romances, del Quijote, de la Celestina y del Buscón? Así que hube llegado a Granada y depositado mis maletas en un hotel llamado El Amoroso Molinero, situado en el Paseo del Salón, lo primero que hice fue lanzarme a la calle a conocer la Alhambra.

”Recuerdo que el corazón me saltaba dentro del pecho cuando crucé la Puerta de las Granadas, entré al pétreo palacio de Carlos V y desde allí divisé los rojizos muros de ladrillo de la Roja. Esos días fueron famosos para mí. Me paseaba sobrecogido por el Patio de los Arrayanes y el mirador de Daraxsa. Pero si la Alhambra me emocionó, los jardines del Generalife, sembrados de surtidores que desgranaban todo el día sus varas de agua entre los penachos de los cipreses, me embargaron de sabrosa melancolía. En el hotel de El Amoroso Molinero únicamente se me podía encontrar a la hora de almorzar o cenar, porque, desafiando los bravos calores, me lanzaba en todas direcciones a catar antigüedades.

”Una noche que me paseaba a lo largo del Darro, embebida el alma en la verdosa fantasmagoría de sus arcos de piedra tendidos entre las dos riberas de casas antiguas, y mientras que trataba de imaginarme cómo transcurriría la vida de la población morisca en siglos pasados, no bien había dejado atrás la vetusta iglesia de Santa Ana, de una callejuela que en rústicos escalones trepaba hasta la terraza del Albaicín, surgió una moza como nunca jamás veré otra semejante. Vestía una acampanada saya de raso amarillo y dos renegridas trenzas caían sobre sus hombros, mientras que bajo los arcos de sus cejas, los ojos, de negras aguas verdosas, centelleaban falsía y voluptuosidad. Bajo la misma vela de una hornacina de la Virgen y el Niño se detuvo y, allí, sonriéndome zalamera, me dijo:

”—Oye, niño: ¿no eres tú el médico extranjís que yanta en El Amoroso Molinero?

”Si yo, ateniéndome a normas de elemental prudencia, le hubiera respondido: ‘No; no soy el médico extranjís, sino su amigo, me habría librado de un horrible destino; pero como no era nada más que un jovenzuelo imbécil, la vanidad me perdió. Instantáneamente supuse que la hechicera desconocida me había visto pasar con anterioridad, y cautivada por mi figura, me había hecho perseguir por un zagalillo o alguna celestina, quien la informó de mi nombre y condición. De modo que, detenido frente a ella, con ojos desencajados de admiración, le respondí, intentando imitar su gracejo:

”—Por Dios y la Virgen que yo soy el médico a quien tú buscas. Con mucho gusto te serviré a ti y a tu bendita madre y a tu hermanita, si la tienes.

”—Vaya que tienes ángel —repuso ella, y yo me quedé contemplándola un poco atontado, vacilando si debía tomarla o no de una mano y comenzar a besársela, cuando ella prosiguió:

”—Escucha, doctor de mi alma, y no me pierdas, que yo te pagaré con el sol y con la luna. Un hermanico mío, afilando su navajilla, cayó sobre ella y se desgarró las carnes. Quisiera que tú le curaras, que yo y mis padres, y sobre todo yo, te estaremos agradecidos por mil años. Que vaya, no me negarás tú, bendito, este favorcillo, ¿verdad que no?

”Yo la escuchaba y pensaba que ella era falsa y zalamera como siete mil mujeres, y que su hermanito debía ser un bribón de siete suelas, más forajido que el mismo Caco; pero los ojazos de la muchacha, clavados en mis ojos, derretían mi voluntad, y yo la miraba, y cuanto más la miraba, menos medía la profundidad del abismo en que estaba por lanzarme. De manera que, olvidado de mis deberes, le respondí:

”—Como tu hermano esté muerto, yo lo resucitaré. Espérame cinco minutos: llegaré hasta el hotel a buscar mi botiquín de primeros auxilios. ¿Está grave él?

”—Ha perdido mucha sangre...

”—Bueno; vendré corriendo...

”—No tardes. Que no se entere nadie.

”—Tú y yo, y nadie más, paloma —le dije. Y felicitándome de mi habilidad salí disparado como alma que lleva el diablo, que en verdad era el diablo el que esa noche me llevaba hacia mi perdición.

”Cuando retorné por la carretera del Darro y dejé atrás la vetusta iglesia de Santa Ana, allí bajo la hornacina de la Virgen y el Niño aún estaba ella inmóvil, aguardándome, semejante a un pastel de bronce. Pero la carrera me había ya espabilado a medias, de manera que, cuando siguiéndola a ella, eché a caminar cuesta arriba hacia la montañosa cornisa del Albaicín, entre serpenteantes senderines trazados entre casonas milenarias, le dije:

”—¿Ha reñido con alguien tu hermano?

”—¡Oh, no!; que te he dicho que ha tropezado y ha caído encima de su misma navajilla abierta...

”—¿Y cómo sabías tú que yo era el médico?

”—Porque hoy una criada del hotel me le señaló a usted y me dijo: ‘Allá va el médico extranjís...’

”La cuesta tornóse más empinada.

”Ella andaba delante de mí, con la agilidad de un andarín. La noche se había echado completamente encima. Cuando levanté los ojos descubrí que las estrellas habían desaparecido. Gruesos nubarrones tomaban sofocante el aire que respirábamos y mi frente estaba mojada de sudar. Al volver la cabeza descubrí que las luces de Granada quedaban abajo. Repentinamente me sentí inquieto, más ya era tarde para retroceder. La doncella misteriosa, a grandes pasos, me encaminaba ahora a través de chumberas y de cactos. Nuevamente el terreno tornóse tan accidentado, que ella me tomó de la mano, una mano de dedos largos y tibios, y yo, perdiendo a medias el sentido, comencé, arrastrado por ella, a ir y venir por el monte. Su brazo rozaba mi brazo. El tiempo parecía que volaba a través de las hendiduras de una tempestad. No terminábamos nunca de llegar: yo estaba destrozado por la fatiga y los pies doloridos. Una vez que intenté hablar, ella me dijo:

”—Calla. —Y de pronto nos detuvimos frente a un corte vertical hendido en el flanco de un monte que parecía un cerro de sal. En el flanco de este cerro, a su mismo pie, había una portezuela de madera. Ella golpeó con los nudillos; la puerta se abrió y me encontré frente a un subterráneo abierto en el mismo corazón de la montaña. Me detuve irresoluto. Una bocanada de aire húmedo y frío me golpeó el rostro; pero ella me empujó hacia adentro diciendo:

”—Vamos, que el pobrecito aguarda...

”Al fondo del subterráneo aparecía un trozo de abovedamiento de caverna completamente iluminado. Me encaminé hacia allí. La desconocida cerró la puerta, yo terminé de avanzar algunos pasos y me detuve sorprendido.

”—Tres hombres, cubiertos de pies a cabeza de dominós negros, como los que usan los hermanos penitenciarios de ciertas comunidades de Sevilla durante las procesiones de la Semana Santa, custodiaban a otro que, tendido en el suelo, dormía, completamente amarrado con cordeles de pies y manos. Una de las personas de dominó al observar a través de los agujeros de su capuchón mi gesto de sorpresa, me indicó melifluamente:

”—Evite toda actitud extemporánea. Se encuentra entre caballeros. No deseamos proceder con violencia contra usted.

"Siguiendo un impulso de curiosidad me incliné sobre el prisionero. Pocas veces he encontrado en mi vida un rostro hermoso que pudiera parecerse a éste. Cierta melancolía adornaba su expresión: más parecía el semblante de una noble joven que el de un vigoroso hombre porque, evidentemente, el prisionero era un membrudo ejemplar masculino. Las cuerdas, apretadas, ceñían su musculatura firme. Se adivinaba que dormía bajo la acción de un narcótico poderoso. Despierto debía ser terrible e irresistible.

"Entonces el desconocido que primeramente me habló por debajo del capuchón de su dominó, porque durante la escena que sucedió los otros no pronunciaron una palabra, extrajo de su bolsillo una pistola automática y, mostrándomela, dijo:

”—Caballero, he traído esta pistola para saltarle la tapa de los sesos si se le ocurre desobedecernos.

"Yo los miraba atónito, la valijilla de primeros auxilios colgante de mi mano, los ojos desencajados. El otro continuó pacíficamente, después de guardar la pistola en el bolsillo:

”—Permítame que nos expliquemos. Le hemos elegido a usted por ser extranjero y porque, después de la escena que va a ocurrir, probablemente tendréis más que prisa por retiraros de esta noble ciudad.

"Él hablaba así, hidalga y campanudamente. Sin abandonar la pistola, echó la otra mano al bolsillo, sacó una cartera, la abrió, extrajo de ella dos billetes de mil pesetas, me los entregó o, mejor dicho, me los puso en el bolsillo, mientras yo, atónito, le miraba, y prosiguió:

”—Acaba de recibir usted dos mil pesetas; el importe de su operación.

”—Yo estoy loco o ustedes se burlan de mí. ¿Qué operación es la que he hecho?

”—La que vais a hacer —repuso el hombre del dominó.

”—¿Qué esperan ustedes de mí?

"Entonces, el caballero del dominó, malditos sean él y sus hijos por los siglos de los siglos, me respondió:

”—Muy sencillo. Le cortaréis la nariz y las dos orejas a este caballerito que yace en el suelo.

”¡Ah, qué claro lo recuerdo!

"Respingué como si a mis pies se hubiera abierto un pozo, mientras que el caballero del dominó prosiguió:

”—Ya veis que no os pedimos que matéis a este hombre, ni que le torturéis, ni que le hagáis una cura prohibida por la ley. No. Le cortaréis la nariz y las dos orejas, nada más.

"—Yo no haré eso.

"—¿Preferís, acaso, que os sepulten en esta húmeda cueva?

"El hombre del dominó parecía burlarse de mí.

”—Sed razonable, doctor. No todos los días de vuestra vida os llegará una intervención quirúrgica que os beneficie con dos mil pesetas. Si ahora nosotros os pusiéramos en libertad, es casi seguro que denunciarías nuestros propósitos a las autoridades de Granada, y también es muy posible que éstas se apresuraran a oponerse al cumplimiento de nuestros deseos. En cambio, cuando este caballerote —le tocó despreciativamente con el pie— haya perdido su hermosa nariz y las orejas, vos mismo comprenderéis que toda denuncia es improcedente. Obedecednos, caballero. Os hemos pagado cumplidamente. Nobleza obliga...

”—Una copita de oporto —susurró la doncella que me había guiado hasta la cueva, extendiéndome una bandejilla.

”Entonces yo ya no pude contenerme y exclamé:

”—¡Idos al diablo con vuestro oporto! De ninguna manera esperéis de mí tamaño crimen. Si queréis cortarle las orejas a ese pobre joven, cortádselas vosotros...

”—De ninguna manera —interrumpió mi melifluo interlocutor. —Nosotros no somos cirujanos y jamás nos atreveríamos a intervenir empíricamente ni en la nariz ni en las orejas de este mozo...

”Una voz ronca proveniente de debajo de la capucha de otro dominó que hasta ahora había permanecido silencioso, cortó en seco la discusión:

”—¡Qué tantas palabras con este mediquillo del...! —Aquí el sujeto lanzó una palabra de imposible reproducción. Ahora se dirigió a mí: —O usted le corta la nariz a este individuo, o nosotros le hacemos polvo a usted.

”Y antes que yo pudiera evitarlo, el individuo se abalanzó sobre mí, me tomó enérgicamente por las solapas y, apoyando el cañón de su revólver en mi pecho, ladró más bien que habló:

”—¿Qué resuelve su merced? No demore..., no demore...

”¿Qué iba a resolver? Vencido, contesté:

”—Conste que cedo a la fuerza. Pero ¿no podré saber cuál es la causa por la que se ha condenado a tan terrible pena a este desdichado joven?

”Entonces, el hombre de las argumentaciones melifluas me respondió, mientras yo entreabría mi maletín quirúrgico:

”—Este hermoso galán ha cubierto de deshonor a muchos hombres de nuestra ciudad, que, por supuesto, no es Granada. Últimamente una doncella ha muerto por su culpa y una virtuosa casada ha perdido su hogar al perder por él la cabeza. De manera que, no sintiéndonos con derecho a quitarle la vida, queremos quitarle esa fatal hermosura con que se jacta y pierde a nuestras mujeres, hermanas, hijas o esposas.

”Después que vos le hayáis separado de su nariz y de sus orejas, el bendito conquistará únicamente el paraíso, porque nadie querrá perderse con él ni por él.

”—¡Qué arzobispo hubierais hecho! —exclamó entonces el tercer dominó, que hasta ahora había permanecido callado.

”—¡Arzobispo! —replicó el de la voz ronca— Cardenal primado, y ¿por qué no Papa?

”No describiré lo que ocurrió después, pero durante una hora estuve ocupado en transformar en un monstruo al más hermoso hombre que había conocido. Los tres dominós negros me rodeaban vigilando mi trabajo y elogiando de tanto en tanto mi habilidad carnicera. Cuando la funesta operación estuvo terminada y dejé al galán convenientemente vendado e insensibilizado bajo la acción de otra inyección de morfina, mis secuestradores dijeron:

”—Ahora, caballero, convendréis con nosotros que no sería prudente dejaros en libertad. Servios beber este bebedizo, que os hará dormir hasta mañana. Mañana regresaréis a vuestro hospedaje, El Amoroso Molinero, y todos habremos quedado contentos como unas pascuas, hasta este bendito. —Y señaló al prisionero, cuya cabeza ahora estaba envuelta en vendajes.

”Dieciséis horas después desperté en la cueva, que estaba totalmente a oscuras.

”Tenía la boca abrasada por la sed, la cabeza pesada de incoherencias, el cuerpo quebrantado de un tan largo sueño, sobre un simple lienzo tendido sobre la piedra. Extendí el brazo, encontré la botella de oporto, bebí un trago, volví a echarme y otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, encendí un fósforo y salí hasta la puerta de la cueva.

”Grandes estrellas lucían sobre la vega de Granada. En una altura opuesta a la que me encontraba se distinguía el Sacromonte con las entradas de sus cuevas totalmente iluminadas. Frente a las cuevas danzaban grupos de gitanas y el eco del jaleo llegaba hasta mí.

”Abajo, Granada, iluminada por cordones de lámparas eléctricas, parecía llamarme a la vida. Recordé los tres negros dominós de la noche anterior. Aquel trance me parecía el pasaje de una pesadilla infernal; pero cuando retorné al interior y recogí mi maletín descubrí que del rollo de vendajes no quedaban más que unos hilos, dejé de dudar de mi participación en la horrible aventura. Por si acaso no quisiera saberlo, en mi bolsillo se encontraban los dos billetes de mil pesetas.

”‘Nobleza obliga’...

”Entonces, agobiado de remordimientos de vergüenza y de temores, bajé por el camino retorcido que conducía a la carretera del Darro, que corre entre viejas casas de piedra de tres pisos de alto. Sonoridades de guitarras y voces de canto se escapaban de alguna tabernilla con vidrios ahumados; pero la nota de color, la vocinglería de la gente en tomo de los tíos vivos y todo el alboroto que veinticuatro horas antes me hubieran encantado, no encontraban en mí la más mínima relevancia. Compré los periódicos del día para informarme de si traían noticias de la extraña aventura, pero en ninguno de ellos decía palabra.

”Granada se me hizo odiosa. No me hubiera asombrado que en el hotel me aguardara una pareja de guardias civiles; pero cuando llegué a El Amoroso Molinero, el único con quien tropecé fue el granujiento camarero que, guiñándome familiarmente un ojo, me dijo:

”—¡Se jaranea!, ¿eh?

”—Sin responderle, entré en mi habitación, preparé el equipaje y, a las diez de la noche, siempre temeroso, subí al tren que salía para Madrid. De Madrid tomé el avión para Barcelona; en Barcelona tuve la suerte de encontrar un steamer que salía para Hamburgo, y recién entonces, cuando desembarqué en Alemania, comencé a respirar tranquilo.

”—Cinco meses después de esta desdichada aventura, al salir de mi casa, un tiesto de flores se desprendió de una ventana y estalló a mis pies. Dos meses después de este accidente, al volver de atender a mi hermana que se encontraba enferma, un desconocido me descerrajó un tiro. Esta noche alguien que nos estaba vigilando me ha disparado un tiro de fusil. ¿Y quién puede ser el autor de esos atentados sino el hombre desnarigado de Granada?”

—Pero tú no eres responsable...

—Ya sé.

—¿No te has dirigido a la policía?

—¿Cómo..., cómo?... Tendría que confesar mi delito. De callarme, tendría que mentir y, si mintiera, pronto descubrirían las contradicciones.

El problema de Esteban era grave.

—¿Y si te marcharas a América?

—Lo estudiaré.

Me despedí de Stifel. Al día siguiente averigüé por mi cuenta si había desembarcado en Hamburgo un hombre sin orejas y nariz; pero la policía no tenía la más mínima noticia acerca de semejante desfigurado. ¿Sería algún hermano de aquel hombre el que perseguía a Stifel?

Un mes después, en circunstancias que yo y un amigo mío escoltábamos a Esteban desde la casa de su hermana al consultorio, un segundo después de salir de debajo del arco de piedra de la antigua callejuela de Graskeller, escuchamos tres explosiones. Esteban lanzó un grito, vimos que un hombre huía seguido de algunas personas. De pronto Esteban cayó sobre sus rodillas y le tendimos en el suelo. Estaba moribundo. Su agresor, al que le seguían dos gendarmes, entró en la callejuela de Plan, alcanzó la de Wandrahu y ya no le vieron más.

Al día siguiente, a la misma hora en que Esteban moría, un transeúnte, en el paraje donde se sospechaba que le había aguardado su asesino, encontró en el suelo una oreja de cera.


(Mundo Argentino, 22 de marzo de 1939)

Una clase de gimnasia

—Un... dos...; pierna izquierda adelante...; manos a la nuca...

La fila de hombres, con pantalón azul hasta la rodilla, alpargatas enyesadas y busto desnudo, avanza en puntas de pie por el tablado del gimnasio. Los brazos del profesor resaltan como las bielas de un motor sobre el rojo de su camisa y el azul de su pantalón prendido con presillas bajo el arco de las zapatillas. Los alumnos de gimnasia caminan dificultosamente, tensos los músculos del cuello por el esfuerzo que hacen al mantener la punta de los dedos envarados sobre la nuca.

—Pecho adelante, barba recogida, doblen bien las rodillas...

Caminan como si nunca lo hubieran hecho, y más padecen los de gigantesca estatura que los pequeños y esmirriados.

Simoens, el telegrafista, cierra los ojos, luego los abre, y no pierde nunca la noción de la distancia. Después del poste donde se marcan los puntos que se hacen jugando al “baseball”, está la barra; después las escaleras horizontales; luego el estante con las clavas y los bastones; después las poleas. Un “puchimball” cuelga en un ángulo su pelota de cuero ennegrecido por los puñetazos, y Simoens se divierte cada vez que pasa frente al “puchimball” en lanzarle un golpe al soslayo. Esta travesura de escolar es imitada por alguno que otro hombre. Todos tienen más de veinte años de edad y distintos motivos para hacer gimnasia.

Las paredes del gimnasio están barnizadas de blanco hasta tres pies de altura, luego la muralla de alfajías sube su color madera ahumada hasta el techo, de cuyas cabriadas pintadas de rojo cuelgan sogas gruesas con argollas de hierro. Simoens, que no ha navegado nunca, piensa que así es el interior de un navio, y se imagina transportado a toda velocidad en el coche de primera de un ferrocarril de lujo. Posiblemente, son las alfajías las que provocan dicha extraña asociación de barco y vagón. Sus pensamientos revolotean torpemente, y con ello Simoens se divierte...

El telegrafista retiene una maldición. El delgado que marcha frente a él ha vuelto a cambiar otra vez el paso. Piensa:

“Como cambie otra vez el paso, le saco la alpargata de un pisotón.” Pero ahora un ardor se infiltra en sus bíceps y, mirando al profesor, le dice con los ojos: “¡Bien podría cambiar de posición!...”

—Brazo izquierdo a la derecha, derecha en alto.

Simoens sopla hasta que el estómago se le contrae por completo, luego por la nariz absorbe aire vehementemente, y resopla otra vez. Una angustia asoma la sensación hasta su alma. No quiere pensar; camina, y las puntas de los dedos de los hombres, al pasar junto a las sogas mueven las argollas sobre sus cabezas.

Simoens piensa:

“Aquí está la salvación”.

—Manos a la cintura..., paso vivo.

Por fin se respira. Simoens detiene los ojos en la espalda del que camina delante suyo, salpicada de brillante barniz.

“Debo estar sudando.”

Luego lo envuelve en una mirada despectiva al que lo precede, y continúa el soliloquio que despertó su angustia:

“Pongamos que me sea infiel. Si no lo es ahora, llegará a serlo... Tengo un metro y setenta y cuatro de estatura.”

—¡Trote!...

La fila corre despacio. A Simoens no le gusta el trote. Siempre que comienza, resopla y frunce la nariz. Pero trota, enojándose contra la debilidad de su cuerpo, que no está entrenado. Si la fatiga lo alcanza a los tres minutos de correr, lo insulta mentalmente.

—¡Más vivo ese trote!...

“Pongamos que me sea infiel. Ella dentro de un año será la misma y yo seré distinto de lo que soy ahora...”

—¡Vivo!... ¡Levantando las rodillas!...

Los hombres corren. Simoens jadea. Aspira el aire por las fosas nasales y lo expulsa con tal fuerza por la boca que sus labios zumban como los de una foca. La fatiga de su cuerpo se oculta ahora en un misterioso rincón. Pero ya aparecerá. Simoens corre más libremente, y se dice:

“Seré otro hombre con el mismo rostro, nada más.”

Los muros del gimnasio pasan ante sus ojos rápidamente. A veces levanta la cabeza, y por la claraboya abierta entre las cabriadas distingue un trozo de muro rosado, una ventanita de madera, luego lo observa con envidia al que corre frente a la columna, un hombre de cuarenta años, el cabello engominado, la caja del pecho enorme, las piernas con rígidas anfractuosidades de músculos. Un odioso sufrimiento entra hasta el corazón de Simoens:

“¿Sería ella capaz de enamorarse de un hombre así?... Corré, cuerpo maldito...” Y la fuerza de sus palabras desatan con tal violencia la voluntad que envasa, que Simoens desea ahora que la carrera no termine, quiere ver quién se fatiga primero, si él o el que va a la cabeza de la columna. Y, sin saber por qué, su sufrimiento se evapora, la inteligencia se le despega del cuerpo, y el telegrafista corre, mirando con voluptuosidad las paredes blancas y las sogas amarillas. Al pasar frente al “puchimball” le tira un puñetazo, y se ríe: “Hay que ser fuerte. Cuando se es fuerte, se tiene derecho a despreciarlo todo, incluso la infidelidad”.

—¡Al paso!... Aspiren...

Los hombres levantan los brazos como si fueran a tirarse a una pileta, luego, lentamente, respiran, y el salón se llena de más zumbidos que un árbol en una noche de invierno cuando sopla el viento.

Simoens se aprieta la pierna con los dedos. Palpa la rigidez de sus músculos:

“Dentro de un año seré otro hombre. Tendré otro brillo en los ojos. Otra epidermis. Otros brazos”. Se mira malhumorado los brazos flacos, luego el pecho, por el que corren gotas de sudor más gruesas que lentejas. Mira a sus compañeros. “Sin embargo, hay otros más flacos que yo. Y ese gordo. Seguramente ha venido para rebajar. Y rebajará el maldito. Claro que rebajará si quiere. Será esbelto y ágil siempre que tenga voluntad.”

—¡Alinearse por la derecha!...

Los alumnos se tocan por la punta de los dedos con los brazos extendidos.

—¡Firmes! ¡Girar la cabeza por la izquierda!...

Es fácil, así siempre lo pensó el telegrafista. Diez torsiones de cabeza a la derecha, diez a la izquierda, colocando en cada torsión la barbilla paralela a la línea del hombro.

Simoens gruñe satisfecho, mirándolo al profesor que, con las manos en la cintura, gira la cabeza sobre su camiseta roja:

“¡Oh canalla! Sos un buen profesor.”

Tiene que dejar de pensar. No puede pensar. Cada vez que tuerce la cabeza tan violentamente, una extraña debilidad le vela los ojos. A momentos le parece que las paredes del salón ondulan ante él.

—Firmes. Tocando con la punta de la mano los pies.

El profesor se ha arqueado sobre el tablado, su mano derecha toca la punta del pie izquierdo, mientras que el brazo izquierdo, rozándole la oreja permanece tenso sobre su cabeza.

Simoens rabia alegremente. No le gusta tampoco ese ejercicio. Piensa:

“Debían inventarse máquinas en las que uno se colocara e hicieran el ejercicio por uno, pero entonces la voluntad no se educaría.”

Y a la segunda vez de efectuar el movimiento torciendo el busto, un escalofrío le corre por el cuello.

—No inclinen la cabeza..., la cabeza mirando adelante.

“Endiablado profesor..., y pensar que los boxeadores hacen todos los días..., cierto es que tienen ‘training’.”

—Mirando al frente, Simoens. Enderece ese brazo. No haga garabatos con los dedos.

Todos miran al telegrafista y al profesor. Simoens está orgulloso de que el profesor lo haya observado. Le tiene cariño al profesor. Le obedece en absoluto. Sabe que de él depende “ser otro hombre”.

—Más inclinado..., más...

Sonriendo, el profesor se acerca a Simoens, apoya la mano en la columna vertebral, y forzando la curva lo inclina. Los otros miran con cierta envidia al telegrafista.

¿Por qué el profesor no los corrige como al telegrafista? Ellos también necesitan perfeccionarse, “convertirse en otros hombres”.

—¡Firmes! Respiren. Otra vez.

Simoens, al levantar los brazos como un nadador que se va a arrojar de un trampolín, mira al suelo. A los pies de cada gimnasta hay chispas de agua.

—Atención. Tocando con los dedos la punta de los pies.

El profesor levanta su pierna izquierda, de modo que el pantalón azul hace un perfecto ángulo recto con la vertical roja de la camisa. El brazo tenso sobre el paño parece una biela de bronce con los dedos rígidos sobre la tela blanca de la alpargata.

—Uno..., dos..., tres..., cuatro...

Simoens divaga:

“En realidad, es imposible establecer si una mujer lo quiere a uno o no. Pero yo seré otro. ¿Qué cara pondrá el día que nos encontremos?... ¡Cómo pesa esta pierna!...”

—Ocho..., siete..., seis..., cinco... Sacando pecho, recogido el mentón...

“La voluntad... En esta ciudad habrá un millón de hombres. ¿Cuántos somos haciendo gimnasia?... Tendré otra piel, otros ojos, otros brazos. Ir lejos. Tendría que aprender esgrima y también tiro. Pero no estoy entrenado. ¿Qué estará haciendo ella en este mismo momento?”

Simoens cierra los ojos. No quiere pensar. Esquiva ciertas imágenes de angustia, con la misma desesperación que un morfinómano se negaría a aceptar una inyección, deseándola ardientemente.

—...levantado el cuerpo sobre los puños...

El profesor está en posición horizontal, los antebrazos como postes verticales junto a los flancos, el cuerpo rígido cargado sobre los puños y la punta de los pies. Deja caer su cuerpo hacia el suelo, luego lo levanta por simple distensión de brazos.

—Una..., dos..., tres..., cuatro...

El telegrafista cierra los ojos. Claro está que no va a abandonar la clase. Ha dejado de pensar. No puede pensar. El esfuerzo es tremendo... Cuando su pecho toca el suelo, se dejaría estar allí, sabe que puede hacerlo, pero no lo “hará”. Una violencia más enérgica que la voluntad de su fatiga lo hace crujir allí a la par de los otros. Un hombre gordo abandona, tambaleándose, la clase. Simoens sonríe vanidosamente. Cierra los ojos y aprieta los dientes...

—...cuatro..., tres..., dos..., uno. ¡Firmes!

Simoens mira consternado en derredor. Ha perdido la conciencia del tiempo, percibe los movimientos después que los alumnos los efectúan varias veces, su voluntad no “puede” obedecerle. Respira con dificultad, afanosamente. El sudor corre por su pecho como la lluvia por un tejado. Continúa en la clase de gimnasia porque allí hay hombres que “están”, pero casi sin conocimiento de ello. Los movimientos se suceden en su retina, rapidísimos. Los efectúa pero no sabe cómo, automáticamente. La verdad es que está “grogui”. Simoens se detiene asombrado. ¿Cómo? Recién empieza la clase, ¿y ya termina?

-Rompan fila.

Es posible. Mira el reloj. Sí, ha pasado media hora.

En el vestuario se desviste temblando como si estuviera con fiebre. Un furor sordo sube de su carne ebria de movimientos. Quisiera continuar trabajando en el gimnasio. Envuelto en una toalla entra al baño. No hay duda, ha hecho la clase completamente “grogui”. Pero resistió.

Simoens anda en la calle. A pesar de que se siente fatigado, su cuerpo se mueve con más agilidad que el de sus prójimos. Se dice:

“Dentro de un año seré otro... Dentro de seis meses seré otro. Hay que resistir. ¿Qué cara pondrá ella cuando me encuentre transformado?”

Y se acaricia con infinita dulzura los adoloridos músculos del brazo, por sobre el tejido de la ropa.


(El Hogar, 30 de enero de 1931)

Una historia de fieras

Era precisamente la hora en que el sol recalienta la selva, poblándola de los espesos vahos vegetales que atormentan a las grandes fieras, empujándolas a buscar los espacios claros para poder respirar. Y entre las fieras que buscaban aire fresco se encontraban ahora el Yacaré y la Boa.

El Yacaré, asoleándose en la orilla del río, permanecía arrojado como un tronco en el fangal, apoyada la achatada quijada en un felpudo de hierba. La Boa, en cambio, estaba enroscada a un corpulento cedro, en cuya corteza se friccionaba un espacio de vientre fenomenalmente abultado.

Sin embargo, más sociable que el silencioso Yacaré, no pudo aguantar mucho tiempo el silencio, y dijo:

—¿Qué novedades cuenta Su Excelencia?

El Yacaré entreabrió los adormilados ojillos y, clavándolos en la Boa, dijo:

—¿Qué le importa a vocé las novedades que dejan de ocurrirme? ¿Le pregunto yo a vocé cómo está su parentela? No. Déjeme vocé tranquilo y no me ponga motes, que caro le ha de costar como la trinque —dijo, y volvió a descargar la quijada verde oscura en la orilla fangosa, mientras que la Boa constrictor, con su hórrida cabeza estirándose horizontal bajo el aéreo entretejimiento de ramas, insistió:

—Pues Su Excelencia no me maltrataría de palabra si supiera de cierto lo que yo he sabido esta mañana. Grande es la noticia, pero Su Excelencia no tendrá el gusto de ponderar que yo se la informe.

Así era de redicha la Boa, a pesar de su espantosa apariencia; pero el Yacaré, inmutable, continuó aplastado en el fangal, mientras que sus hipócritas ojillos espiaban la monstruosa serpiente, que, arrollada al cedro, restregaba su tronco amarillento para terminar de deglutir un jabalí que había atrapado.

Lo que la Boa afectaba ignorar era que había atrapado al jabalí en la jurisdicción del Yacaré, cuando éste, al amanecer, había ido a beber a aquel brazo del río. El Yacaré, interiormente, estaba furioso contra la Boa, que le había quitado una presa apetecida; pero la Boa, con sus ocho metros de longitud, le inspiraba respeto, a pesar de que el Yacaré estaba acorazado por un verdadero blindaje.

La Boa ya se había hecho cargo del secreto resentimiento del Yacaré. Pensó que algún día tendría que reventarlo entre sus poderosos anillos. Todavía no le había llegado su hora al saurio, de manera que hasta entonces convenía mantener floreciente aquella apariencia de amistad. Dijo, afectando un interés que estaba muy lejos de sentir:

—¿Y continúa Su Excelencia tan seco de vientre como el mes pasado?

—Menos brincadeiras, menos brincadeiras señora Boa —rezongó el Yacaré—. ¿Y cuál es la descomunal noticia que no termina de desembuchar?

La Boa, a quien ya se le pudría el chisme, estiró una vara más fuera del árbol su hórrida cabeza y dejando ver el serrucho de su dentadura, entre cuyos triángulos quedaban aún sangrientos trozos del pellejo del jabalí, dijo:

—Pues le diré a Su Excelencia: el Puma ha formalizado sociedad amistosa con el Ciervo.

Fue tal el asombro del Yacaré, que materialmente rugió:

—¡No!...

—¡Sí!...

—¡No!...

—Pues ya ve Su Excelencia. Trato y amistad.

—Pero ¡eso es una inmoralidad! —tornó a rugir el Yacaré—. Y ¿cómo lo ha sabido Su Merced?

—Pues le contaré a Su Excelencia. Y le contaré para que repare cuán extraños son los sucesos que acontecen en este rincón de la selva, y cuán necesario es que nosotros, los Gobernadores Mayores de la Fiereza, vigilemos esta provincia y no permitamos, en manera alguna, que se efectúen alianzas inconsultas o improcedentes.

Calló la Boa y se quedó mirándolo durante un instante al Yacaré, que, atónito, también la miraba; y luego continuó:

—Resulta que anoche, subida la luna, y no pudiendo conciliar el sueño, me dije: “Vamos a ver qué es lo que pasa por el mundo.” Eché a caminar; sin ninguna mala intención de mi parte, debajo de los árboles. Hacía un fresco tan delicioso y la luna brillaba tan armoniosamente, que le aseguro a Su Excelencia que, como una estúpida, dejé escapar a varias liebres que pasaron triscando por al lado. El espectáculo de la madre naturaleza me había emocionado.

—¿Por qué no abrevia Su Merced?

La Boa restregó furiosamente su estómago contra el tronco del cedro y prosiguió:

—¡Maldito jabalí! Lo tengo atravesado en el estómago como una piedra. Bueno, pues como le informaba a Su Excelencia, iba por las ramas del bosque más fresca que una lechuga, cuando de pronto escuché voces distintas, que precisamente porque las reconocí me causaron la impresión de que estaba delirando.

—Bien, bien. —Y aunque el Yacaré entrecerró los hipócritas ojillos, el movimiento de su cola revelaba que estaba bien despierto y atento.

—Una voz, mi querido señor, era bronce, agria y dura, y evidentemente brotaba del gaznate de ese miserable.

—¿Quién es el miserable?

—El Puma.

—Cierto, cierto. Continúe Su Merced.

—La otra voz, fina, suave, completamente femenina, era del Ciervo. Puma y Ciervo, aunque os parezca disparate, se habían sentado en un claro del bosque tapizado de florecilias silvestres. Con suma precaución trepé a un árbol para poderles ver mejor. Allá abajo estaban los compinches; el Ciervo recostado sobre sus sabrosos muslos...

—No me hable de muslos Su Merced que estoy en ayunas y se me hace agua la boca.

—Sobre los cuernos del Ciervo estaba la luna. A su lado, bostezando groseramente con las dos patas estiradas frente a su hocico, estaba el miserable, relamiéndose en paz.

—¿El Puma?

—¡El Puma!

—Continúe Su Merced. —Y el Yacaré, que como todos los de su especie mantenía la cola junto al agua, chapuzó durante instantes en el lodazal; luego, levantando la cola, dijo:— Me han enfermado el estómago los muslos del Ciervo.

Continúe Su Merced, continúe, y hágame gracia de toda descripción carnívora o alimenticia.

—Lo que aquí continúa le pondrá las escamas de punta a Su Excelencia. El miserable le decía al Ciervo, y éste escuchaba muy complacido:

“—Tú y yo nos asociamos para ayudarnos como buenos hermanos. Tú podrás pastar en los prados más hermosos y yo te mostraré algunos donde podrás engordar con la conciencia tranquila. Yo te protegeré contra los ataques de las fieras, siempre que tú, naturalmente, me sirvas de cebo para atraer a los otros animales con tu inocente presencia.

”—La idea no me parece del todo honesta —respondió el Ciervo—; pero tú debes comprometerte a no atacar a mis hermanos los Ciervos ni los Venados.

”—Muy razonable me parece esa exigencia. —Y después de pronunciadas estas palabras, los dos compinches, como si sospecharan de mi presencia, se callaron; luego olieron el aire y yo comprendí que no sacaría nada más en claro de lo que había escuchado. ¿Qué piensa ahora Su Señoría?”

—Pienso que es una inmoralidad —insistió el Yacaré. Y aunque era sumamente bruto, no se podrá afirmar que carecía de sentido común, porque a continuación agregó:— ¿No ha pensado la señora Boa que si las fieras comienzan a pactar alianzas con las bestias que no son fieras, vamos a llegar a una situación en la cual será cosa de preguntarse: ¿Quién se come a quién?

—Eso es lo que yo me digo —repuso la Boa—: ¿Quién se come a quién? Los buenos, quiero decir los malos ejemplos se propagan con una rapidez tal, que cuando queramos acordarnos la selva íntegra habrá fraternizado. —Y como era sumamente política, agregó:— Y los únicos perjudicados seremos Su Excelencia y yo.

El Yacaré volvió a menear las aguas con su cola, de manera que se le derramaron por la corteza del lomo, y dijo:

—Su Merced ha hecho muy bien en hablarme de este asunto, porque será una medida de buena policía indisponer a esos audaces.

—Yo tengo un proyecto —dijo la Boa, comenzando a desenroscarse del árbol; pero el Yacaré se sumergió rápidamente en las aguas, al tiempo que decía:

—No se mueva Su Merced del cedro, que yo tengo el oído muy fino y también tengo un proyecto.

Y aquí el saurio y la Boa bajaron la voz, y durante un largo rato se les oyó cuchichear.

El Puma, encogido en la orilla del brazo del río, con el hocico junto al agua, bebía a sabrosos lengüetazos, cuando se encogió como un resorte y dio un salto hacia atrás, mostrando los dientes.

Frente a él, abierta la tragadora bocaza, estaba el Yacaré. Éste se sonreía:

—¿Qué tal, hermano Puma, qué tal?

Por diez pulgadas había salvado el Puma su hocico de los dientes del Yacaré. ¿Y ahora el muy hipócrita le preguntaba qué tal estaba?

El Puma, de una mirada oblicua, espió el camino por donde podía retroceder. El Yacaré, retrepando penosamente la orilla con sus ganchudas y torpes garras, dijo:

—No tenga miedo, hermano, no tenga miedo y dígame: ¿No le avergüenza a vocé el andar en tratos con un Ciervo cobardón? ¿No se avergüenza vocé de renunciar a las tradiciones de sus padres, de andar en lenguas de los venados como un puma provinciano?

El Puma, erizado el pelo del lomo, retrocedía mostrando los dientes, a medida que el Yacaré retrepaba la cuesta del río. El Yacaré prosiguió:

—Haya paz entre nosotros, hermano Puma. Haya paz y buena amistad. No se diga que he sido yo el que he roto la tregua de Dios...

—¿Y tiene vocé el coraje de decirme eso después del tremendo tarascón que me ha tirado desde adentro del agua?

—Fue para espabilarlo a vocé; pero escúcheme, señor Puma. Vocé se ha convertido en el hazmerreír de la república de los antílopes. ¿Sabe qué es lo que se anda diciendo por allí? Que a vocé el Ciervo le ha hecho comer, mezclada entre la carne, la hierba que pone cobarde el corazón.

Como si un enjambre de avispas le enloqueciera con sus aguijonazos, el Puma apoyó los cuartos traseros contra el tronco de una palmera, al tiempo que manoteaba furiosamente con las zarpas el aire frente a su nariz. El Yacaré, aplastando la verdosa panza en el fango, prosiguió:

—Vocé sabe que a mí no me gusta ocuparme de los asuntos ajenos, pero ¿qué ejemplo es éste que ha hecho cundir en la selva? ¿Qué necesidad tiene vocé de desprestigiarse en compañía del Ciervo? Piense que si la naturaleza le ha dotado de excelentes dientes y sólidas garras, no es para que se ande por los bosques haciendo filantropía con la caza menor.

Súbitamente, el Yacaré se calló y se metió en las aguas. El Puma volvió la cabeza. Allá a lo lejos, arrastrándose cautelosa, avanzaba la Boa.

El Puma arrimó la cola a las patas y se alejó a grandes saltos. Durante un rato cruzó una ruta abierta entre la selva por el paso de todas las bestias; luego, desfogado su malhumor, se echó sobre una rueda negra de hierba quemada por un rayo. No estaba contento, no, ni mucho menos. Las palabras del Yacaré le roían por dentro el amor propio. Lo que no era cierto, es que él se hubiera dejado engatusar por el Ciervo.

¿Cómo lo iba a engatusar el Ciervo si la propuesta había sido de él, el Puma, y no del Ciervo? Pero ¿y si el Ciervo le había hecho meter alguna hierba mágica entre la carne? Muchas cosas ocurrían en la selva sin que tuvieran explicación. Así, ¿cuál era la razón por la cual los Yacarés no devoraban a las Ibis? ¿Existía algún trato entre las Ibis y los Yacarés? ¿Y por qué ellos mismos, los Pumas, no atacaban jamás al Hombre? Sin embargo, a él le constaba que el Hombre, a veces, atacaba al Puma con sus flechas.

El Puma comenzó a lamerse la piel que le cubría las zarpas. Evidentemente, había estado precipitado al cerrar trato con el Ciervo. Sin embargo, ¿de qué manera se podía haber enterado el Yacaré? ¡El trato se había realizado a muchas leguas de distancia de la orilla del río! ¡He ahí otro misterio! Evidentemente, las cosas no marchaban decentemente en la selva. Probablemente el Yacaré hablaba de envidia, porque desde que el Ciervo le servía de cebo, él, el Puma, no tenía que andar errabundo por la selva, acechando durante horas y horas una presa suspicaz. Lo que probablemente sucedió es que el Ciervo, envalentonado con el trato, se debió dejar ir de la lengua y hablar más de lo necesario.

Confiado en el trato habido con su mayor; un tierno Venado mordisqueaba las florecillas de un claro. El Puma se agazapó y, alegremente, describió una trayectoria en el espacio. El Venado, con el cuello roto del zarpazo, se desplomó en el suelo; el Puma lo tomó entre sus dientes y, arrastrándolo, lo condujo hasta la cueva, donde estaba dormitando su asociado el Ciervo. Al entrar el Puma a la cueva, el Ciervo abrió los párpados. El Puma clavó las bolas de vidrio amarillo de sus ojos en los femeninos ojos del Ciervo, y dijo calmosamente:

—He cazado este animal. ¿Quieres ayudarme a desollarlo?

Sin pronunciar una palabra, el Ciervo se puso de pie, dispuesto a obedecer al Puma.

Pero mientras le arrancaba el pellejo al Venado muerto, las lágrimas corrían de sus ojos.

El Puma pensó: “Le servirá de lección. De aquí en adelante hablará menos.”

Tendido cuan largo era, el Puma dormía su excelente digestión. Un ronquido se escapaba de entre las fauces, cuyos belfos, ligeramente separados, dejaban ver la brillante hilera de los dientes. Melancólicamente sentado sobre sus patas recogidas, erguida la cornamenta, el Ciervo meditaba.

Estaba perdido si no encontraba la forma de imponerse al Puma. Cualquier día de estos el Puma podía matarle de un zarpazo. Y ¿cómo escapar a la vigilancia de la fiera? Desde que el Puma había asesinado al Venado lo cuidaba celosamente, y el Ciervo no podía ir al prado sino bajo la vigilancia del carnicero. Sin embargo, no se le ocurría ningún expediente.

Un imperceptible y distante zumbido entre la hojarasca lo hizo poner de pie. El Ciervo salió a la puerta de la cueva.

No se había equivocado.

Allá lejos, alevosa entre la hojarasca, avanzaba la Boa constrictor. Se veía su inmenso tronco triangular ondular entre las hierbas, con las escamas brillantes como si las hubieran espolvoreado de limaduras metálicas. El Ciervo, de pronto, sintió en el fondo de su conciencia el frío imperio de una mirada magnética, y aunque sus finísimos ojos descubrían cualquier objeto pequeño a incalculables distancias, el Ciervo no podía descubrir los ojos que lo miraban en la hórrida cabeza de la Boa. Sin embargo sabía que la Boa lo estaba mirando y pensando en él.

El Ciervo estaba aún a tiempo para ponerse a salvo. Pero sabía, por esa conciencia misteriosa heredada de sus mayores, que la Boa no iba en su busca. El ofidio, deslizándose entre la hierba, dejaba ver su cuerpo triangular y gordo como el muslo de un oso y más largo que el tronco de un tilo. Por momentos parecía una hoja de plata. Avanzaba sigilosa, la aplastada cabeza levantada algunas pulgadas del suelo, impacientes las mandíbulas revestidas de piel apergaminada.

Los ojos pequeños y semejantes a granos de pimienta centellaban con fría luz malvada. El Ciervo comprendió que aún estaba a tiempo para despertar al Puma. Pero el Puma había violado el pacto. Ahora dormía como un cerdo, estirado cuan largo era.

El Ciervo inclinó la cabeza y movió los cuernos hacia la cueva.

La Boa distinguió perfectamente la señal. La Boa tenía hambre, estaba contenta. El plan del Yacaré había dado resultado. Primero estrangularía al Puma, y dentro de algunos días vendría en busca del Ciervo, aunque aquella cornamenta enorme que le adornaba la cabeza lo tornaba incomestible. ¡Y no era cosa de comportarse imprudentemente! ¿Su prima Anaconda no había muerto, precisamente, por devorarse a un Venado, cuyas astas le perforaron el estómago? Pero de cualquier manera, había que exterminar al Puma, cuya presencia, emboscada por la inocente presencia del Ciervo, tenía alarmadas a todas las bestias del contorno.

El Ciervo y toda su raza, desde siglos, le tenían un miedo angustioso a la Boa; pero esta vez una curiosidad cruel y femenina y el deseo de saciar el odio que le daba grandes saltos en el corazón retuvieron al Ciervo en el lugar.

La Boa también acababa de detenerse a la entrada de la caverna. Su hórrida cabeza examinaba la cueva con curiosidad. Grandes manchas de sangre tapizaban el suelo, y el Puma, tendido como un indiecito desnudo, dormía con los belfos entreabiertos, dejando ver la brillante hilera de los dientes.

Con pasos imperceptibles se acercó el Ciervo.

Ahora la Boa se enroscaba sobre sí misma. El Ciervo, golosamente aterrorizado, miró su enorme masa. El ofidio, elásticamente, se concentraba en sí mismo. Finalmente, de la Boa no quedaron nada más que una serie de anillos superpuestos. La cabeza, rígida, horizontalmente dirigida hacia el Puma, vigilaba el momento del ataque.

El Ciervo obedeció la secreta orden; y gritó:

—¡Hermano Puma, hermano Puma!...

El Puma, aún adormilado, se puso de pie. La Boa salió despedida del suelo, se estrelló contra la corpulenta masa del Puma e, instantáneamente, su escamosa franja ciñó el tronco de la fiera de tres anillos contráctiles.

El Puma lanzó un rugido y se precipitó contra la pared de la caverna para aplastar a la Boa. Esta cerró tan bruscamente su ligadura que el salto del Puma se aflojó en un rugido lastimero. La fiera, estirada cuan larga era, maullaba como un gato gigantesco. La Boa, aceleradamente lenta, se dilataba en torno de su tronco.

El Ciervo pensó que la presión de la Boa debía ser terrible. El Puma acabó por lanzar un rugido que se escuchó en toda la selva. La Boa terminaba de aplastarle las costillas; los lazos se hundieron bruscamente en la carne de la fiera; la Boa enroscó otra vuelta en el cuerpo del Puma, y el felino empezó a echar las entrañas por la boca.

El Puma, las bolas de sus ojos fuera de las órbitas, intentó el postrer esfuerzo. Se encabritó para dar un gran salto en el aire, luego se desplomó inerte en el suelo, mientras la Boa multiplicaba sus anillos.

El Ciervo miró alegremente al Puma, lanzó al aire un bramido triunfal y echó a correr. Estaba vengado.


(El Hogar, sin fecha)

Una tarde de domingo

Eugenio Karl salió aquella tarde de domingo a la calle, diciéndose: “Es casi seguro que hoy me va a ocurrir un suceso extraño”.

El origen de semejantes presagios lo basaba Eugenio en las anómalas palpitaciones de su corazón, y éstas las atribuía a la acción de un pensamiento distante sobre su sensiblidad. No era raro que atenaceado por un presentimiento vago tomara precauciones concretas o procediera de forma poco normal.

Su táctica en este sentido dependía de su estado psíquico. Si estaba contento admitía que el presagio era de naturaleza benigna. En cambio, si su humor era sombrío evitaba incluso salir a la calle por temor a que se le cayera encima de la cabeza la cornisa de un rascacielos o un cable de corriente eléctrica.

Pero, generalmente, le agradaba abandonarse al presagio, ese incierto deseo de aventura que subsiste en el hombre de temple más agrio y pesimista.

Durante más de media hora siguió Eugenio al azar por las veredas, cuando de pronto observó a una mujer envuelta en un tapado negro. Avanzaba hacia él sonriendo con naturalidad. Eugenio la reconsideró con el ceño enfoscado, sin poder reconocerla, y pensando simultáneamente:

“Las costumbres de las mujeres afortunadamente son cada vez más libres.”

De pronto ella exclamó:

–¿Cómo le va, Eugenio?

Karl despegó instantáneamente de la neblina que envolvía curiosidad:

–¡Ah! ¿Es usted, señora? ¿Cómo le va?

Durante una fracción de segundo Leonilda lo reconsideró con sonrisa lacia, equívoca, mientras que Eugenio se informaba:

–¿Y Juan?...

–Salió, como de costumbre. Ya ve, me dejó solita. ¿Quiere venir a tomar el té conmigo?

Leonilda hablaba despacio, indecisa, con su sonrisa relajada por una fatiga lasciva que inclinándole la cabeza sobre un hombro la obligaba a mirar al hombre entre los párpados semicerrados, como si tuviera ante los ojos un sol centelleante.

Una chispa de agua gris temblaba en el fondo de sus pupilas, y Karl se dijo:

“Ella tiene curiosidad de acostarse con un hombre que no sea su marido”, y no bien hubo terminado de pensar esto, cuando sus pulsaciones aumentaron de setenta y cinco a ciento diez. Le pareció que acababa de correr doscientos metros, tal emoción le producía la puerta desconocida que frente a él Leonilda entreabría con laxitud. Pero no pudo menos que relampaguear un escrúpulo en su mente:

“Sola. A tomar té con ella. No sabe que una mujer sola no debe recibir a los amigos de su esposo.” Y entonces tartamudéo:

–No; muchas gracias… Si estuviera Juan… Era suya la voz de una criatura a quien le ofrecen una moneda y dice: “no, gracias”, porque le han acostumbrado a no recibir regalos, y tan es así que inmediatamente se dijo:

“¿Por qué soy tan estúpido? Debí aceptar.

Ojalá me invitara otra vez.” Y habló en voz alta:

–Fíjese, Leonilda, en que no la reconocí –pero su pensamiento estaba clavado en otra parte, y la mujer parecía comprender la diversidad de sensaciones que conmocionaban al hombre, y Karl se decía: “¿Por qué fui tan estúpido de no aceptar su invitación?” Pero Eugenio, a fin de disolver un comienzo de obsesión, insistió:

–No la reconocía. Y cuando vi que usted sonrió, me pregunté: ¿Quién será esta mujer?

En tanto hablaba, un deseo bailaba en él:

“¿Será capaz de invitarme otra vez a tomar té?”

Leonilda lo miraba insinuante a los ojos. Su sonrisa era un esguince lacio, taladrando perspicazmente la hipocresía del hombre que trataba inútilmente de desempeñar la comedia del ciudadano virtuoso. Su mismo silencio le parecía a Eugenio el fragor de una tempestad, entre la cual se diferenciaba asombrosamente la insinuación de Leonilda:

“Atrévase. Estoy sola. Nadie lo sabrá.”

No tenían ya nada que comunicarse.

Más permanecían en la vereda atornillada (sic) por el llamado de su sexo y la contradicción de sus sentimientos subterráneos. Eugenio balbuceó pesadamente, con los labios rígidos de tensión nerviosa:

–¿Así que su esposo no está? ¿Salió… y la dejó solita?

Ella se echó a reír, luego, abandonando la cabeza ligeramente sobre su hombro izquierdo, se puso a reír, retorció el cordón de su cartera y, mirándolo, desafiante, respondió:

–Me dejó completamente sola. Solita.

Y yo me aburría tanto que fui a dar una vuelta. ¿Por qué no viene a tomar el té conmigo?

Las pulsaciones de Karl ascendieron de ochenta a ciento diez. Hubo un tembleque de irresolución en el fondo de sus pupilas. “Perder quizá un amigo. Solos los dos. ¿Hasta dónde será capaz de llegar?”

Leonilda lo escrutó semiburlona.

Discernía sus escrúpulos, y allí, de pie en la vereda, con la cabeza ligeramente caída sobre un hombro y la sonrisa insinuante como la de una “cocotte” lo espiaba a través de sus párpados entornados, al tiempo que pronunciaba con vocecita burlona:

–Fíjese que le digo a Juan que como siga dejándome sola voy a tener que buscarme un novio. ¡Ja, ja! Qué gracia.

Un novio a mi edad. ¿Puede quererme alguien a mí? ¿Pero, por qué no viene?

Toma un té y se va. ¿Qué tiene que está tan triste?

Y era cierto. Karl jamás como en aquel instante se sintió triste. Pensaba que iba a traicionar a un amigo. Qué remordimiento, para después cuando apartara su vientre sucio del vientre de esa mujer. Sin embargo, la sonrisa de Leonilda era tan insituante. Y volvió a repetirse:

“Traicionar a un amigo por una mujer.

Y él tendría entonces derecho a decirme:

¿No sabías que el mundo está repleto de mujeres? Y vos fuiste hacia mi mujer, mi única mujer. Vos. Y el mundo está lleno de mujeres.” Aquí está la sorpresa que presentía para hoy.

El corazón de Eugenio palpitaba como después de una carrera de doscientos metros. Y no podía resistirse. Leonilda lo vencía con la estática actitud de la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo y la desgarrada sonrisa que dejaba entrever la hilera de sus dientes blancos y encías sonrosadas.

Una laxitud terrible se apoderaba de sus miembros. Caía perpendicular entre ellos, y aplomado, oblicuo en la vereda chapada de luz amarilla, percibía la movilidad del espacio, como si se encontrara en la cimera de una nube, y los mundos y las ciudades estuvieran a sus pies.

Y, simultáneamente, ansiaba desmoronarse en el desconocido universo de sensualidad que le ofrecía la “mujer casada”, pero a pesar de su deseo no podía vencer la inercia que lo mantenía oblicuo en la vereda ondulante, bajo sus ojos.

Ella, muy bajo, volvió a la carga.

–Toma el té y después se va… Él, resueltamente, dijo:

–Vamos. La voy a acompañar. Tomaremos juntos el té –pero en tanto pensaba:

“Cuando estemos solos le tomaré una mano, después la besaré y de allí tocarle un seno; todo y nada es lo mismo; ella posiblemente me dirá: `no, déjeme´, pero la llevaré a la cama, a su cama matrimonial que es tan ancha, y donde hace tantos años que se acuesta con Juan.”

Ella comenzó a caminar a su lado con tranquila confianza. Karl se sentía ridículo como un hombre de madera que se bambolea sobre pies de aserrín.

Por decir algo, Leonilda preguntó:

–¿Sigue separado de su esposa?

–Sí.

–¿Y no la extraña?

–No.

–¡Ah! Cómo son ustedes los hombres… cómo son… Durante dos segundos, Eugenio tuvo inmensos deseos de echarse a reír ruidosamente y repitió para sí mismo:

¿Cómo somos nosotros los hombres… ¿Y usted, usted, que me lleva a tomar té en ausencia de su marido?”; pero al volver el pensamiento de estar solo con Leonilda en un cuarto, no pudo soslayar la imagen de Juan. Lo veía terminada la hora de trabajo ir corriendo hacia un prostíbulo clandestino, escogiendo las rameras de trasero extraordinario, y entonces observó con cierta curiosidad a Leonilda, preguntándose si él la habría adaptado a ella a sus preferencias sensuales y de pronto se encontró frente a una puerta de madera; Leonilda extrajo un llavero, y sonriendo laciamente, abrió. Subieron una escalera, y ahora apenas si se atrevían a mirarse a los ojos.

“Si me encontrara junto a una catarata, no habría más ruido en mis oídos”, pensaba Eugenio.

Rechinó otra cerradura, se hizo más oscuridad ante sus ojos, luego entrevió el moblaje del escritorio, giró una llave y curvas de luz amarilla rebotaron en el cuello de los sofás. Distinguió carpetas verdes suspendidas de los muros, y repentinamente, fatigado, se dejó caer en un sillón. Le dolían las articulaciones, había corrido mentalmente con demasiada velocidad hacia el deseo, y ahora sus articulaciones estaban como enmohecidas de ansiedad. La sangre parecía precipitarse en un inmenso bloque coagulado hasta una línea horizontal de su corazón, y cierta blandura deslizándose entre la coyuntura de sus rodillas lo postraba allí en ese sillón de cuero frío, mientras que la voz del marido ausente parecía susurrarle en el oído:

“Canalla, mi única mujer. ¿No sabías?

¡Mi única mujer en el mundo!”

Una sonrisa burlona se dibujó en el semblante de Eugenio:

“Todos los maridos tienen una única mujer, cuando ésta se encuentra en trance de acostarse con otro.”

Se dio cuenta que ella aún estaba en la habitación, cuando dijo:

–Permiso, Eugenio, me voy a sacar el tapado.

Leonilda desapareció. Karl, haciendo un gran esfuerzo, se levantó del asiento, y manteniendo inmóvil el busto comenzó a sacudir la cabeza con energía.

Conocía este procedimiento por haberlo visto utilizar a los boxeadores cuando están al borde del “knock–out”. Aspiró profundamente aire, y ya dueño de sí mismo, se arrinconó en el sofá. Experimentaba curiosidad hacia sí mismo.

¿Cómo se comportaría frente a la mujer?

Leonilda apareció ahora ajustada en un traje de calle, de merino oscuro.

Ella también parecía dueña de sí misma, y entonces Eugenio lanzó casi burlón la preguntita:

–Así que se aburre mucho usted, ¿eh?

Ella, sentada en un sillón lateral al sofá, cruzando las piernas, aparentó pensar y ya decidida, respondió:

–Sí, mucho.

Se produjo un silencio tenebroso, en el cual ambos intercalaban examen, mirándose a los ojos, y una como película parlante deslizaba en los oídos de Karl, estas palabras:

“Solos. Diez minutos antes ibas por las calles de la ciudad, apestabas del tedio dominguero, sin saber en qué ocuparías tus horas y esperando una aventura centelleante. ¡Oh, la vida! Y ahora no sabes de qué modo iniciar la comedia. Tomarla de la cintura, besarle una mano, apretarle un seno inadvertidamente.

Ninguna mujer se resiste a un hombre, cuando él le acaricia los senos.”

Un ruido de catarata se desmoronaba junto a los oídos del hombre, y entonces otra vez forzando las palabras que estaban allí atrancadas en el fondo de su garganta seca y de su lenguaje torpe, murmuró con la sonrisa falsa de quien no encuentra tema de conversación:

–¿Y no hace nada para no aburrirse?

–Voy al cine.

–Ah. ¿Qué actriz le gusta?

Se soslayaron otra vez con miradas densas. Leonilda oblicuamente apoyada en el pasamano del sillón, sonreía incoherentemente, entrecerrados los párpados, de cierto modo que las pupilas chispeaban una luz maligna, intolerable, tal si individualizara cada pensamiento de Karl, y se burlara de él por no ser atrevido. Manteniendo una rodilla tomada entre sus manos finas y largas, en algunos instantes aparecía ebria de su aventura, y Karl insistió otra vez:

–¿Así que se aburre usted?

–Sí.

–¿Y él qué dice?

–¿Juan? ¿Qué quiere que diga? A veces piensa que no debíamos habernos casado. Otras veces, en cambio, me dice que tengo todo el aspecto de una mujer que ha nacido para tener un amante.

¿Le parece que tengo tipo para ser querida de alguien? Y yo también me digo:

¿Para qué nos habremos casado?

Eugenio recurrió al cigarrillo. Había observado que la inquietud se descarga subconscientemente en algún íntimo trabajo mecánico. Rechupó lentamente el cigarrillo hasta llenarse la boca de humo, luego lo lanzó lentamente al aire, y, con voz sumamente tranquila, ya dueño de sí mismo, le preguntó:

–¿Y nunca Juan le preguntó si usted no deseaba tener un amante? Mejor dicho: ¿nunca le insinuó que tuviera un amante?

–No… –¿Y entonces para qué me ha propuesto usted hoy que viniera? Desea serle infiel a su esposo. ¿Y para eso me ha elegido?

–No, Eugenio. ¡Qué barbaridad! Juan es muy bueno. Trabaja todo el día… –¿Y porque trabaja todo el día y es bueno, usted me invita a tomar el té en su compañía?

–¿Qué tiene de malo?...

–Efectivamente, de malo no tiene nada. Lo único que corre el riesgo de dar con un atrevido que trate de tumbarla en la cama.

Leonilda se incorporó violenta:

–Gritaría, Eugenio, no le quede ninguna duda. Además, yo me aburro, y también trabajo todo el día. Pero me aburro entre estas cuatro paredes. Es horrible.

¿Usted sabe lo que pasa por la mente de una mujer metida todo el día entre las cuatro paredes de un departamento?

Ella se rebelaba. Había que tener cuidado.

–¿Y él no se da cuenta de lo que pasa en su interior?

–Sí.

–¿Y…?

–Estoy cansada.

–¿Por qué no se distrae leyendo?

–Déjeme, por favor, de libros. ¡Son horribles! ¿Qué quiere que lea? ¿Puedo aprender algo en los libros?

Ahora se había arrellanado en el butacón y parecía triste a la luz confusa que teñía su epidermis de un matiz de madera.

Destapó con ansiedad sus anhelos:

–Me gustaría vivir en otra parte, sabe, Eugenio… –¿En qué parte?

–No sé. Me gustaría irme lejos, sin saber adónde parar. Y en cambio, ¿sabe lo que hace Juan cuando llega? Se pone a leer los diarios.

–En los diarios aparecen noticias muy interesantes.

–Ya sé, ya sé… Es gracioso usted. Él lee los diarios y contesta a todo lo que le pregunto con un “sí” o un “no”. Eso es todo lo que hablamos. No tenemos nada que decirnos. A mí me gustaría irme lejos… Viajar en tren, con mucha lluvia, comer en los restaurantes de las estaciones… No crea que estoy loca, Eugenio… –No creo nada.

–Él, en cambio, no se muda de casa, sino cuando yo ya no resisto más. Parece el hombre de los rincones. Eso, Eugenio. El hombre de los rincones.

Todos los hombres parece que al llegar a los treinta años quieren arrinconarse, no moverse más de su sitio. Y a mí me gustaría irme lejos. Vivir como los artistas de cine. ¿Usted cree que es verdad lo que dicen en los diarios de la vida de los artistas de cine?

–Sí…, un diez por ciento, es cierto.

–Ve, Eugenio… ésa es la vida que me gustaría hacer. Pero eso es imposible ahora.

–Así es… pero, ¿para qué me invitó?

–Tenía ganas de conversar con usted (movió la cabeza como si rechazara un pensamiento inoportuno). No, yo no podría serle nunca infiel a Juan. No.

Dios me libre. Se da cuenta… Si los amigos de él supieran… Qué vergüenza horrible para él. Y usted sería el primero en decirlo: “La señora de Juan lo engaña, y conmigo”… –¿Y usted esperaba que yo la besara?

–No.

–¿Está segura? –Eugenio no pudo evitar una sonrisa socarrona e insistió:– No sé por qué me parece que me está mintiendo.

Leonilda vaciló un instante. Giraba los ojos como si se encontrara en una altura movediza. Y, aunque Eugenio hubiera querido explicarse dónde radicaba el secreto, en aquel momento era imposible.

Ella aparecía afinada por la diafanidad de una atmósfera inconcebible, como si se encontrara entre cielo y tierra.

–¿Me promete no contárselo a nadie?

–Sí.

–Bueno; una vez un amigo de Juan me besó.

–Y usted esperaba que yo la besara.

–No; fue así…, de sorpresa.

–¿Y a usted le gustó o no?

–En ese momento me dio una rabia tremenda. Lo eché de casa. Hace de esto varios años.

–¿Y él volvió?

–No... pero usted va a pensar mal de mí.

–No.

–Bueno; muchas veces pensé con pena, por qué ese amigo no habrá vuelto más.

–¿Se hubiera entregado usted a él?

–No…, no…. Pero dígame, Eugenio, ¿qué le pasa a un hombre cuando besa así bruscamente a la mujer de un amigo?

De un amigo que quiere, porque él lo quería a Juan.

–Por lo general es difícil de establecer lo que ocurre, si se coloca uno en un terreno metafísico. Ahora si interpreta la cuestión desde un punto de vista materialista, lo que debía pasar es que ese hombre se sentía excitado en su presencia y, posiblemente, usted se daba cuenta. Y más probablemente es que usted deliberadamente haya contribuido a excitarlo. Usted es uno de estos tipos de mujeres que les gusta enardecer a los amigos del esposo.

–Eso no es verdad, Eugenio… porque ya ve… entre nosotros no pasa nada… –Porque me domino.

–¿Usted se domina? Pues no me pareció.

–De allí que me haya invitado a tomar té. Pero sí, me domino y, además, me divierto cuando me domino.

–Se divierte… ¿de qué modo?

–Observándolo al otro. Es algo así como el juego del gato con el ratón. La miro a los ojos y veo en el fondo de ellos la tormenta del deseo y del escrúpulo.

–Eugenio.

–¿Qué?

–¿Le va a contar a su señora que yo lo he invitado a tomar té?

–No… porque estoy separado de ella.

Y, aunque no estuviera separado, tampoco le contaría, porque a ella le faltaría tiempo para írselo a contar a sus amigas: “¿Saben que la mujer de Juan lo invitó a mi esposo a tomar té a solas con ella?...”

–¡Qué perversa!

–De ningún modo. Es una mujer honrada.

Todas las mujeres honradas son más o menos como ella. Más o menos impúdicas y más o menos aburridas. A momentos les gustaría acostarse con los hombres que las encaprichan; luego retroceden y ni con el mismo marido casi se acuestan.

–¿Y qué pensó usted cuando lo invité a tomar…?

–Cuando usted me invitó, yo me rehusé; luego pensé inmediatamente: Fui un estúpido en no aceptar. Si me invitara otra vez, aceptaría. Cuando usted insistió en que entrara, experimenté una gran emoción y curiosidad… –Siga…, siga…, me gusta mucho escucharlo.

–Curiosidad y emoción. Eso. Aventura futura. Pensé mientras caminaba a su lado. Hace mucho tiempo que no me acuesto con una mujer casada, y sobre todo con la esposa de un amigo.

–Usted es un bárbaro. No le permito que diga eso.

–Me callo entonces.

–No; siga.

–Bueno; como le decía, ¿en qué íbamos?...

en estos últimos años me he dedicado al amor espiritual…, es decir, al amor de las jovencitas. No me explico por qué dicen que las mujeres jóvenes son espirituales.

–¿Se enamoró de alguna?

–Oh, no, pero tuve pequeñas tenidas que me han demostrado que las más inteligentes son de una estrechez mental espantosa. Por ejemplo, vea: vez pasada conozco a una jovencita, medio literata y medio tuberculosa. Vamos a tomar un café juntos; a los cinco minutos me hablaba de pijamas de colores, de sus manos “marfilinas y pálidas”, del tabaco rubio y de la música de Debussy… ¿Sabe lo que hice? Pues paré en seco sus confidencias de arte trascendental, preguntándole si menstruaba con regularidad y si movía todos los días el vientre… Las carcajadas de Leonilda resonaban estrepitosas.

–Eugenio… Eugenio…, usted es un perfecto salvaje.

Karl continuó:

–Ella no se enojó, y, como la vi tan flaquita, me dio lástima. Resolví ayudarla.

Le preparé un programa de vida magnífico… gimnasia sueca, frutas cítricas en el desayuno, y créamelo, Leonilda… hasta llegué a preocuparme no sólo si de si hacía sus necesidades todos los días, sino de la misma naturaleza de sus excrementos, diciéndole que el excremento ideal era aquel que presentaba toda la apariencia de una compota de manzanas.

–Eugenio, cambie de tema… –No, Leonilda… quiero que vea qué buen corazón tengo. No es el de un salvaje.

Le decía a esa muchacha: primero tenés que aumentar diez kilos y después perder la virginidad. ¿No opina, Leonilda, que las mujeres desde los catorce años debían tener derecho a acostarse con quien se les diera la gana?

–¿Y los hijos?...

–Se evitan, Leonilda. Pero es horrible obligarla a una mujer a custodiar su propia virginidad… Bueno, el caso es que esa muchacha encontró poco espirituales mis lecciones y me abandonó, posiblemente por un hombre de pelo rizado, que había leído a Jean Cocteau y usaba guantes color patito.

Mientras Karl hablaba, Leonilda se decía:

“Qué charlatán es este hombre”. Pero cuidando de no exteriorizar un súbito mal humor que se le desperezaba entre los nervios, estiró un brazo para arreglar una flor de trapo en su florero, y dijo:

–¿Contaba usted, Eugenio?...

–¿Se aburre?

–¿De dónde saca eso, Karl?

–Cuando menos estaba con el pensamiento en otra parte.

–Tiene razón, Eugenio. Me acordaba de lo que usted pensó cuando nos encontramos.

–El primer impulso, como le contaba, fue el de encontrarme al principio de una maravillosa aventura. Cuando menos de una aventura turbia. Por otra parte, es un cierto modo agradable eso de correr el riesgo que el marido y el amigo lo maten a uno de un balazo. Y quizá ni eso. Qué le parece a usted… ¿Juan sería capaz de matarme?

–No… creo que no. El pobre se llevaría un disgusto… –Ya ve… nosotros los maridos modernos ni somos capaces de retorcer el pescuezo a un canalla que nos roba la mujer. Cierto es que esto de no retorcer el pescuezo a la cónyuge es una conquista del pensamiento y de la civilización… pero, de cualquier forma, a veces es agradable asesinar a alguien… en nombre de una superstición. Y, además, Leonilda, si Juan no la matara a usted ni a mí, no lo haría por bondad, sino simplemente comprendiendo que al ponerle usted unos cuernos grandes como una casa, no hacía sino tomarse un poco de justicia por su mano…; pero, volvamos al punto de partida…; cuando entré, yo pensaba de qué modo iniciaría la comedia amorosa con usted… besándole la mano o tomándole un seno.

–Eugenio… –Eso era lo que pensaba.

–No le permito… –Ahora es usted la que hace la comedia… –Bueno…, pero no hable así.

–Perfectamente… suprimida la descripción de la sección masaje.

–Eugenio… –Leonilda… Usted no me deja expresar con coherencia.

–Hable decentemente.

–El caso es éste. Cuando entramos yo esperaba que usted se pusiera a bailar y me dijera: “Vea, qué valiente soy, hoy he resuelto ponerle cuernos a mi marido”.

Yo deseaba que me dijera eso, Leonilda.

O que, desprendiéndose la bata, me dijera:

“Béseme el nacimiento de los senos.” O, si no, “arrodíllese aquí, a mis pies, y apoye la cabeza en mis rodillas”.

También cuando entró… durante un instante, dije “Qué maravilloso sería si apareciera desnuda, pero envuelta en una robe de chambre”.

–Pero usted está loco… –Leonilda…, son suposiciones…; yo no digo que usted debió hacer forzosamente eso, ni nada parecido… me limito a insinuar qué agradable hubiera sido que ello ocurriera… –Gracias a Dios.

–Ya sé… no ocurrió… Cuando entramos, usted me dijo: “Me aburro”, y entonces, créame, el alma se me cayó a los pies.

–¿Por qué?

–No sé. Instintivamente usted y Juan me dieron lástima.

–Lástima…, lástima él… –Y usted –ahora Eugenio caminaba de un rincón a otro del escritorio–. Claro; me dio lástima., Vi su problema..., y su problema era el de todas las mujeres casadas. El esposo continuamente en la oficina; ellas eternamente solas, entre las cuatro paredes que usted contaba.

–No tenemos nada que decirnos, Eugenio.

–Y es natural, Leonilda. ¿Cuántos años hace que se casó?

–Diez… –¿Y usted quiere tener algo nuevo que decirle a un hombre después de vivir diez años, o sean tres mil seiscientos días con él?... No, Leonilda… no… –Él llega, se arrincona en ese sillón y lee sus diarios. Los diarios son la quinta pared de esta casa. Nos miramos y no sabemos qué decirnos, o lo sabemos de memoria… –No cuenta nada nuevo usted. Eso ocurre entre todos los matrimonios y entre novios también. Los novios se aburren tremendamente, cuando no son estúpidos por demás. Y usted y yo, Leonilda, si nos tratáramos mucho terminaríamos por encontrarnos en la misma situación.

–Es posible… –Me alegro de que lo crea, Leonilda.

En realidad, conocer a una mujer es una tristeza más. Cada muchacha que pasa por nuestra vida nos oxida algo precioso adentro. Posiblemente cada hombre que pasa por la vida de una mujer destruye en ella una faceta de bondad que otros dejaron intacta, porque no encontraron la forma de romperla.

Estamos a la recíproca. Somos una buena cáfila de canallas… –Usted no cree en nada.

–¿Quiere que crea en usted, Leonilda, acaso?

–¿Y la vida será siempre así, entonces?...

–Y, ¿cómo quiere usted que sea?

–No sé… no sé… es decir, que todos los matrimonios se llevan como Juan y yo.

–Más o menos, el noventa y nueve por ciento… –¿Y qué hacer entonces?...

Hasta esta altura, la conversación se había desarrollado en un ritmo tranquilo y avieso; mas de pronto una magnitud de emoción estalló en Karl. Brutalmente tomó a la mujer de una mano, la impulsó hacia él y la besó en el rostro.

Ella rehuía sus labios. El la soltó, mirándola afectuosamente, dijo:

–Te besé porque sos una pobre mujercita.

La eterna mujercita que cree en las pavadas del cine. Mírame a los ojos (Ella se había retirado hacia su butacón, enrojecida de vergüenza.) Ya ves. Estoy limpio de deseo. Trate (dejó de tutearla) de quererlo a Juan. Él es un hombre bueno. Yo también soy un hombre bueno.

Todos somos hombres buenos. Pero de cada uno de nosotros se burla alguna mujer, de cada mujer en alguna parte se burla un hombre. Estamos como le dije antes: a la recíproca.

Uno frente a otro, casi tranquilos se examinaban como si se encontraran absolutamente aislados en la redondez del planeta. No tenían nada que aprender ni decirse. Karl se levantó.

–Señora, hasta pronto.

Ella sonrió ambiguamente. Cautelosamente:

–¿No se va a enojar? Cuando Juan venga esta noche le diré que usted estuvo aquí.

–¿Cómo? ¿Le va a decir?

–¿Hemos hecho algo malo acaso?

–Tiene razón. Hasta pronto.

Leonilda, sin moverse del sofá, lo miró avanzar, dándole la espalda, hacia la puerta de madera maciza.

«Ven, mi ama Zobeida quiere hablarte»

—¿Te llevaré a visitar el palacio de El Menobi?

—No.

—¿Y el palacio de Hach Idris ben-Yelul?

—No.

—¿No deseas conocer una joven de ojos de luna y rostro de diamante?

—No.

—Por Alá —gimió el lameplatos—. ¿No quieres nada entonces?

Piter se irguió ligeramente ante el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que, con un fez ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí importunándole, y le respondió:

—Sí, quiero que me dejes en paz.

El guía miró cavernosamente en rededor satisfecho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía perjudicarle, y confió:

—Pues cuídate de ese hombrecillo que te acompañaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amistad que has envenenado a tu mujer.

Piter miró cómo la magra silueta del guía se alejaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían frente a la ochava del correo inglés.

¿De modo que la historia había corrido? Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel, y la respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En la ciudad no creían en su inocencia. La muerte de su mujer volcó sobre su cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino componer una farsa dramática que se resolvió siniestramente por sí misma.

Buscando la paz, el médico dio un salto hasta Tanger. Sabía que los hombres de la costa no eran hipócritas como sus conciudadanos, pero a pesar de todo no resultaba agradable llevar a las espaldas semejante reputación. Y volvió a preguntarse si se quedaría en Tánger o marcharía a Casablanca o Fez, porque por el momento los señorones del Biti el-Mal no parecía que tuvieran intención de ocuparle. Sin embargo, algunos lo saludaban. Su historia debía andar en todas las bocas.

Piter no experimentó angustia. En aquella ciudadela amurallada, de calles tortuosas, de sinagogas sombrías de mezquitas con ciegos en los pórticos y de freiduría de pescado, en cierto modo era ventajosa una mala reputación. En África, sin honradez, se puede llegar a alguna parte.

Un asno pequeño se detuvo junto a su mesa. Piter le acercó un terrón de azúcar al hocico. El animalito lo recogió alargando el belfo. De pronto apareció un campesino que espantó al jumento con grandes movimientos de brazos. Una muchedumbre cubierta de verticales colores cruzaba el zoco de ed-Dajel. Mujeres con pantalones y fumando largas boquillas. Funcionarios con turbante violeta, esclavos de piernas desnudas, aguateros con un odre suspendido a un costado, niños de tahona cargando una tabla con panes sobre la cabeza.

Una negra gigantesca como tres barriles encimados se detuvo brevemente a su lado. Tenía el rostro cubierto con un paño blanco. Le dijo al tiempo que se inclinaba como recogiendo algo del suelo:

—¿Tú eres el médico? Mi ama Zobeida quiere hablarte. Sígueme.

La negra se alejaba sin volver la cabeza. Piter comprendió que tras la invitación de la esclava se ocultaba una aventura de consecuencias. Dejando un real español en la mesa del bar, se lanzó en persecución de la mujer. Semejante a una fragata, la negra avanzaba por la empinada callejuela de los Plateros. Algunos mercaderes, sentados con las piernas cruzadas sobre cojines a la puerta de sus tenderetes, la saludaban conceptuosos. Al llegar a una fuente, la negra entró en un corredor enyesado de celeste. La noche caía rápidamente. La esclava, imperturbable como el destino, seguía su marcha a través del dédalo de pasadizos y Piter andaba tras ella como si en esto le fuera la vida.

Finalmente entraron en una callejuela resplandeciente. En cada portal un desarrapado freía pescado o vendía canela. La callejuela, techada con gruesos troncos de árboles, estaba cargada de una atmósfera de especias, de queso y cuero en fermentación.

Hombres de todas las tribus del Magrehb se arrimaban a los mostradorcillos. Las mezquitas mostraban tremendos pórticos donde hormigueaban los fieles; en una esquina dos juglares se batían con espadas de madera estimulados por una multitud de desarrapados. La negra desapareció en la curva de un pasadizo. Nuevamente se encontraba ahora bajo el cielo estrellado. En aquel corredor solitario se veían inmensas puertas claveteadas como la poterna de una fortaleza, y la esclava extrajo una llave de dos palmos de largo de debajo de su manto y se detuvo frente a una puerta. Piter, como si estuviera soñando, la siguió.

Se encontraban en un jardín. El aire estaba rayado por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia de azahares lo llenaba todo. La esclava desapareció y de pronto, bajo el enyesado abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado.

—¿Tú eres el médico? —susurró la mujer.

—Sí.

—Entra.

Piter se encontró en una habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Pequeñas mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar. Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía flotar permanentemente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón.

Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes. Luego:

—¿Tú eres el médico que envenenó a su mujer?

—¿Quién te ha dicho esa mentira? —replicó con suavidad Piter.

Zobeida sonrió. Lo examinaba con tremenda confianza.

—Eres hermoso como la buena suerte. ¿Te gustan las piedras preciosas?

Tomó un cofrecillo de marfil, hizo girar la llavecita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado centelleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros de agua.

Piter, completamente desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó suavemente.

—¿En qué puedo servirte?

Zobeida dejó la arqueta y con aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos, dijo:

—Necesito un veneno bondadoso como una enfermedad.

—¿Qué harás con él?

—Dárselo a beber a mi marido.

—¿No te agrada tu marido?

—No.

—Yo no puedo darte veneno. Las leyes me lo prohíben. Además te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza. Zobeida se rió.

—En Tánger ya no se corta la cabeza a las mujeres. Te daré un gran puñado de piedras.

—No me interesan las piedras. ¿Quién es tu marido?

—Sidi Fodil, el cambista del Zoco Chico.

—No le conozco.

—Es un mal hombre, de genio vivo. Tiene una joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de molino en la cabeza.

—No le conozco.

—Ayúdame, tú que tienes la sabiduría. ¿No te soy agradable?

—Es inútil que me insistas, Zobeida.

Ella no se resignaba a no cumplir su deseo. Tomando una rodilla entre sus manos, busco otro rumbo.

—Embrújale, entonces.

—¿Que le embruje?

—Sí.

Piter iba a negarle la existencia del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería sus razones. Fingió.

—¿Qué me darás si lo embrujo?

—Me casaré contigo. Tú me llevarás a Francia, y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro.

—¿Cómo sabes que soy médico?

—Se lo dijeron a Aischa en el ed-Dajel cuando tú pasaste la otra noche. Que te escapaste de tu país porque envenenaste a tu mujer.

Piter trató de mirar al fondo de aquellos ojos verdosos.

—¿Te gustaría casarte conmigo?

—Sí.

La negra entró en la habitación. Zobeida le dijo al médico:

—Aischa ha sido mi nodriza.

La esclava habló algunas palabras en árabe con su ama.

Zobeida se puso de pie.

— Tienes que irte. ¿Es cierto que embrujaras a Sidi Fodil?

—Sí. Mañana mismo.

—Bueno; ahora vete. Mañana, Aischa pasará por ed-Dajel a la hora de hoy. Síguela. No la hables. Y extendiendo sus brazos se colgó de su cuello y le besó las mejillas.

Cuando Piter escuchó que la puerta se cerraba tras él tuvo la impresión de que acababa de despertar de un sueño. Echó a caminar como si anduviera sobre un suelo de algodón. De pronto, de debajo de un arco se desprendió el guía que lo había importunado en el zoco. Como siempre, comenzó:

—¿Quieres visitar el palacio de Hach Idris ben-Yelul?

—No. Llévame al Zoco Chico.

Al día siguiente marchó hasta el zoco para conocer a Sidi Fodil. En el ed-Dajel no podían traficar simultáneamente dos mercaderes jorobados.

Comenzó a pasearse lentamente, cuando descubrió que un jorobadito, sumamente tieso en la puerta de su comercio, lo observaba. Gastaba, como le había dicho Zobeida, un turbante ridículo.

Piter continuó paseándose por la ancha calle que conducía a las murallas; luego, sin ningún propósito deliberado, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al comercio del prestamista; pero, al entornar disimuladamente los ojos, se encontró con que el jorobadito lo estaba mirando. Entonces, rápidamente, le mostró la lengua. El prestamista desencajó los ojos; pero Piter, divertido, volvió la cabeza con gravedad hacia otro lado, y el jorobadito se quedó mirando de reojo como si dudara de lo que realmente había visto. Así pasaron algunos minutos. Piter parecía estar aguardando a alguien. De pronto volvió la vista; el jorobadito estaba allí observándolo, y entonces otra vez le mostró un palmo de lengua.

El prestamista enrojeció de furor hasta la raíz de los cabellos, se enderezó hasta empinarse sobre la punta de los pies, pero luego, pensándolo mejor, resolvió no darse por aludido, y mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes, aparentó mirar a su alrededor, como si no reparara en la existencia de Piter. Este, nuevamente grave, permaneció en la esquina. Sin embargo, la indignada curiosidad de Sidi Fodil llegó a ser más patente que su afán de indiferencia y antes que transcurriera un minuto estaba otra vez clavando la mirada en el médico, que llevándose rápidamente el dedo pulgar a la nariz movió los otros cuatro con el apicarado gesto del "pito catalán".

Una ráfaga de ira envolvió en su torbellino la jactanciosa alma del jorobadito. Olvidó su comercio y también la exigua estatura de su cuerpo. Rechinando los dientes, se lanzó a través de la calle, y en aquel mismo momento un gran grito de horror se escapó de los labios de Piter. Un automóvil cargado de turistas acababa de arrollar bajo sus ruedas al infeliz mercader.

Viaje terrible

Dedicatoria

Al doctor Eladio Di Lata, noble amigo de sus enfermos.

I

Cierto astrólogo me dijo una vez que el signo zodiacal que presidía la casa de mi nacimiento indicaba, entre otros accidentes, temerarios peligros en viajes de mar, y yo sonreí con dulzura porque no creía en la influencia de los astros; de manera que al iniciar mi viaje hacia Panamá ni por un momento se me ocurrió que me aguardaban aventuras tan tremendas como las que me permitirían compaginar la presente crónica, que, sumada a los informes telegráficos del corresponsal del Times en Honolulú, constituye una de las más sorprendentísimas historias que la Geología haya podido desear para completar sus estudios sobre las dislocaciones que se producen en el fondo del océano Pacífico.

Tuve el presentimiento de la desgracia el día 23 de setiembre a las 16 horas, momento en que permanecía recostado en la hamaca del primer puente del buque «Blue Star», mirando caer la tarde sobre el puerto de Antofagasta.

Humeaban las chimeneas de la ciudad al borde del desierto, y amarilleaban lentamente las fachadas de las fábricas. El arco del puerto, con sus casas escalonadas en la falda de los cerros, encajonaba calles en pendiente que parecían fundirse en la neblina azul que flotaba en los socavones de la cordillera.

Durante el día había soplado un viento fuerte y el aire estaba cargado del rojizo polvo del desierto. A un costado del puerto, sobre la superficie montuosa de un cerro trepaba la vía de un ferrocarril; de pronto, un convoy de pasajeros, chapadas las ventanillas por el oro del sol, se perdió entre un abultamiento de montañas y no sé por qué el corazón se me encogió dolorosamente. Si en aquel momento hubiera escuchado la voz de mis instintos habría abandonado el «Blue Star», pero poderosas razones me impedían bajar a tierra.

Esto hizo que apartando el pensamiento del fugitivo presagio, fijara la atención en los hombres que vagabundeaban por el puerto.

Como sobrevivientes de una catástrofe, pasaban cabalgando en mulos indígenas achocolatados. Más haraposos que limosneros, de cerca parecían leprosos; los ojos despestañados, los párpados encendidos, requemados por el salitre de las calicheras. Un manco, con un loro montado en una pértiga, canturreaba mostrando el muñón ennegrecido. A veces entre esta multitud de miserables descalzos, resonaba la bocina de un automóvil y se veía a los haraposos saltar precipitadamente a un costado para evitar que los aplastara la máquina.

El «Blue Star» estaba amarrado frente a una casa de piedra. En el zócalo del muro se veía una muestra de latón; bajando los ojos se descubrían numerosos botes que iban y venían en torno del buque, mientras que los brazos de los guinches rechinaban depositando en la cala del buque las últimas toneladas de salitre que podía estibar.

Yo permanecía recostado en la hamaca, extraordinariamente fatigado, las articulaciones adoloridas, debido a la quizá excesiva humedad atmosférica. Además, había estado engripado desde que embarqué en Puerto Caldera, donde mi familia, un poco violentamente, me recomendó que no me dejara ver por la localidad durante mucho tiempo. El recuerdo de las últimas estafas divertidas que cometiera, sumado a la debilidad, hacía que lo que me rodeaba adquiriera en mi sensibilidad una especie de vidriosidad de alucinación. A momentos, me imaginaba a mis compañeros de viaje bailando en los cabarets de Atacama, luego entrecerraba los ojos y me dejaba estar, arrullado por el ronquido sordo de los guinches. La última vez que abrí los ojos observé algunas palomas que revoloteaban en torno de la torre de la iglesia, que sobresalía en la pendiente de casas de piedra. Por el puerto continuaba el desfile de indígenas montados en mulos; entre las manchas verdes de un bosquecillo se extendía una muralla acornisada, agujereada por numerosas aberturas. Debía de ser un edificio público. Más allá una bandera inglesa flameaba sobre el llamado «castillo de Ab-el-Kader», cuya torre redonda se recortaba en el aire rojizo como la avanzada de una ciudadela antigua.

En ese instante estalló a mis espaldas la voz de mi primo Luciano.

—Tengo que comunicarte una noticia.

Levanté los ojos. Luciano compuso el gesto que le era habitual, pues se había especializado en comunicarle a sus prójimos malas nuevas, e inclinando su cara amarillenta y angulosa hacia la mía, repitió:

—Te juro que es tremenda. Si pudiera devolver el pasaje, lo entregaba ahora mismo.

—¿Qué diablos pasa?

—En la Sirena de Sal (el más importante cabaret de Antofagasta) me han informado que el barco no sólo ha cambiado de dueño, lo cual no tendría importancia, sino que también le han cambiado el nombre. Primitivamente se llamó «Don Pedro II» y no «Blue Star». Y tú sabes, barco que cambia de nombre está condenado a la desgracia.

En aquel mismo momento Luciano se dio cuenta de que Mariana Lacasa escuchaba sus palabras y levantó expresamente la voz para interesarla en su «noticia». Mariana Lacasa era una joven que en aquel viaje de circunvalación se había enredado en cierta manera con Ab-el-Korda, hijo de un remoto emir árabe. Luciano estaba ligeramente enamorado de miss Mariana, de modo que para engancharla en la conversación le preguntó:

—Señorita Mariana, ¿no tenía usted noticia del cambio de nombre del barco?

—No.

Ella se sentó a mi lado, y luego:

—¿Tiene acaso importancia el cambio?

Luciano prosiguió:

—Está archirrequeteprobado que barco que cambia de nombre concita contra sí la cólera de todas las fuerzas plutónicas. En síntesis, que estamos fritos.

Hacía unos momentos que a espaldas de miss Mariana se había detenido el señor Gastido. El señor Gastido era un millonario peruano que viajaba con su esposa y tres hermanas de su mujer, lo cual motivaba la murmuración de todos los maldicientes. Atraído por el perfume de carne de miss Mariana, trató jactanciosamente de aclarar la cuestión:

—¿Qué es lo que entiende usted, señor Camblor, por estar fritos?

Luciano detestaba a Gastido. En vez de mantenerse calmoso, respondió un poco nerviosamente:

—¿Qué entiendo por estar fritos? ¿Qué es lo que entiendo? Pues entiendo, señor Gastido, que usted, yo y todos los pasajeros de este buque seremos víctimas de terribles sucesos durante este viaje.

El peruano se sintió despectivo frente al destino, por dos razones: tenía dinero y sabía boxear. Replicó, entre un poco mordaz y otro poco escéptico:

—Entonces, ¿por qué se ha embarcado en este buque, caballero?

Luciano, amostazado por el retintín burlón que campanilleaba en ese equívoco término de «caballero», replicó hostil:

—No acostumbro a discutir mis presentimientos.

Dijo, y volviéndole la espalda al peruano comenzó ostensiblemente a cargar su pipa.

La situación se tornó desagradable. Miss Mariana tarareaba una cancioncilla insolente; el señor Gastido me miraba a mí y a mi primo como si tuviera la intención de rompernos los huesos, pero su esposa y las tres hermanas de su esposa le llamaron, y los cinco, dignamente, se alejaron. Luciano, echando una bocanada de humo al espacio, continuó en el mismo momento que el árabe se sentaba cortésmente junto a miss Mariana, a la que aspiraba integrar a su harem:

—Además, a bordo he descubierto otra particularidad impresionante.

—Diga, diga, Luciano. Le escuchamos:

—Son muchas las cosas raras que ocurren en este barco. Primero, como les dije, el cambio de nombre, después el caso de la tripulación.

—¿Qué ocurre con la tripulación?

—¿Cómo, no lo saben?

—No.

—Pues bien: la tripulación de este buque está compuesta por un atajo de facinerosos.

—¿Qué?

—Lo que ustedes oyen. Eh, tú —exclamó dirigiéndose a un camarero que pasaba— ¿qué hacías antes de embarcarte?

—Era zapatero.

—¿Nunca habías navegado?

—No, señor.

Se alejó el camarero y Luciano, presa de un ataque de desesperado pesimismo, prosiguió:

—¿Ven ustedes? Cualquier día que la mar esté un poco picada, este forajido nos vomita encima.

Dos señoras ancianas, a quienes el léxico de mi primo horrorizó, se apartaron. Luciano dirigiéndose a miss Mariana, al árabe y a mí, prosiguió:

—No he encontrado nunca una tripulación de pasado más impresionante.

Miss Mariana sonrió.

—No se ría, miss Mariana. Verá usted. El mucamo de nuestro camarote anteriormente era guardagujas en el ferrocarril a Santiago, pero como provocó el choque de dos trenes de carga, por embriagarse, fue expulsado de la compañía; el capataz de comedor ha sido elegido para ese cargo porque se sospecha que es un apache regenerado y sólo un apache podría hacerse respetar de semejantes autodidactos.

—¿Debido a qué eligieron gente semejante? —preguntó la señora Miriam, esposa del pastor protestante que iba relevado a Quito, y que se había aproximado silenciosamente a nuestro grupo.

—En la Sirena de Sal me informaron que la empresa está a punto de quebrar y en conflicto con las asociaciones de trabajadores portuarios. Tan mal se encuentran de fondos los propietarios del «Blue Star» que, sin confirmación… naturalmente sin confirmación… me han dicho que la instalación de telegrafía sin hilos está tan averiada que no funciona.

—¿Cómo ha tenido usted el coraje de embarcarse en semejante buque?

Luciano y yo suspiramos al mismo tiempo, sin atrevernos a responder que habíamos embarcado porque nos regalaron los pasajes y, además, que a mí, no a mi primo, sino a mí, me había acompañado a prudente distancia un escolta del jefe de policía. Pero ésta es otra historia…

Tal fue la conversación con que se inició el viaje que algunas semanas después, Coun, corresponsal del Times en Honolulú, clasificaba con un buen sentido de la palabra la «Travesía del Terror».

II

Acabo de examinar algunas fotografías relacionadas con los sucesos en que participamos el pasaje del «Blue Star» y el de otros tres buques y que, en pocas horas, encaneció el cabello de más de un hombre intrépido. También tengo a mano fotografías de multitudes detenidas frente a las pizarras de los diarios, enterándose codiciosamente de las noticias telegráficas, relacionadas con nuestra agonía.

¡Qué veinticuatro horas de horror vivimos! ¡Y el Pacífico sereno en las costas de América, sin dejar sospechar la existencia de un megasismo que lo atorbellinaba en una superficie de trescientas millas, mientras que el sol lucía en el espacio como si quisiera multiplicar las ansias de vivir que experimentábamos nosotros, los condenados a muerte!

¡Aún me acuerdo! El horizonte permanecía sin una nube, mientras que los buques «Pájaro Verde», «Red Horse», «María Eugenia» y «Blue Star», se deslizaban en espiral hacia un eje de catástrofe desconocida que bruscamente abrió su embudo engullidor en la plateada superficie del océano.

Los curiosos, detenidos frente a las pizarras de los periódicos, terminaban por comprender, estudiando la espiral dibujada en un plano horizontal, cuál era la naturaleza de esa fuerza oceánica que profundamente atorbellinada nos arrastraba hacia su centro como a ligeras briznas. Y era terrible contemplar estas naves, perdidas bajo el cielo resplandeciente, las máquinas en perfecto estado de funcionamiento, los cascos sin una grieta, las tripulaciones y el pasaje atemorizados en la borda, cogiéndose de los brazos de los oficiales taciturnos, algunos de los cuales terminaron por saltarse la tapa de los sesos. ¡Sí, digo que era terrible!

La única explicación del suceso, mejor dicho, la primera explicación del suceso, la proporcionó Coun, corresponsal de Times en Honolulú, citando la frase que French había engarzado en su Geología y que expone más o menos la teoría del «megasismo», diciendo:

«Las grandes diferencias de nivel entre las costas chilenas y japonesas del Pacífico convierten a éstas en lugares predestinados a una gran sismicidad, y la más verosímil es la teoría que supone que el fondo del Océano Pacífico está perturbado por vastas dislocaciones».

Pero dejemos a Coun y a sus comunicados, que ya llegaremos a ellos en las próximas páginas de mi crónica, y permítanme informarles por qué razón me encontraba a bordo del «Blue Star».

Seré sincero, totalmente sincero.

Debido a una serie de estafas con cheques sin fondo que había cometido en perjuicio de importantes mercaderes del sur de Chile, mi padre, utilizando ciertas influencias de las que me está vedado hablar, obtuvo que el gobierno me adjuntara a la «Comisión Simpson». La Comisión Simpson, compuesta de varios ingenieros, oceanógrafos y geólogos, debía examinar la eficiencia de una nueva patente acústica, confeccionada para sondar las grandes profundidades del Pacífico. Mi obligación consistía en trasladarme hasta Panamá; en Panamá embarcaría con algunos miembros de la comisión hacia Honolulú; donde trasbordaría al buque sonda del gobierno americano «H-23» en categoría de agregado honorario.

Honestamente no puedo jurar que el aparato acústico y las profundidades oceánicas me interesaran violentamente, pero las perspectivas de aventuras y desembarcos en playas indígenas, las deudas, la casi sombría atención que me dedicaba nuestro prefecto de policía y la cara torcida que dibujaban mis parientes al verme aproximar a sus mesas, me determinaron a aceptar la invitación del gobierno, que en vez de enviarme a la cárcel, como lo solicitaban mis méritos, me nombró adjunto honorario a la «Comisión Simpson de sondajes submarinos». Como dije anteriormente, yo debía reunirme con esta comisión en Honolulú, y no sé por qué se me ocurre que mis parientes tuvieron la secreta esperanza de librarse de mí mediante el auxilio de los antropófagos que aún suponen existen en los islotes de los mares del Sur. Personalmente, considero responsable de esta sugestión a mi primo en segundo grado, Gustavo Leoni, lector asiduo de Emilio Salgari.

El 12 de setiembre embarqué en Puerto Caldera con mi primo, pero inmediatamente caí a la cama atacado de gripe. El «Blue Star» hacía alto en casi todos los puertos de la costa hasta llegar a Antofagasta, donde completó su carga con salitre.

El pasaje del «Blue Star» se componía de varias familias inglesas, el señor Gastido y sus cuñadas, miss Mariana, un árabe auténtico con chilaba, pantuflas y fez. ¡Que Dios maldiga al árabe! Si mi primo creía que lo que llamó la desgracia al barco fue el cambio de nombre, Luciano estaba equivocado. El que atrajo la desgracia sobre el barco fue el siniestro Ab-el-Korda, que todas las tardes, al caer del sol, se arrodillaba en dirección a la Meca y hacía sus oraciones rebrillándole los ojos almendrados. Como lucía perfil de cera dorada y una barba de chivo, y como además saludaba cortésmente a las damas tocándose la frente, los labios y el corazón con los dedos de la mano derecha, apareció de inmediato como un peligrosísimo adversario en lances de amor. Este bergante, hijo primogénito de un emir de Damasco, dirigió primero su atención a miss Mariana, que le rehuía atemorizada secretamente de que pudiera incorporarla a su harem, pero el árabe, al verse despreciado por la joven que desde que cumpliera los treinta años se había vuelto una resuelta partidaria de los hombres de mar en las lides amorosas, se dedicó a una vieja escocesa cuyo rostro parecía un colador de pecas, y que acarreaba una Biblia descomunal de una hamaca a otra. A las veinticuatro horas de navegar, la vieja escocesa estaba resuelta a convertir al árabe al anglicanismo. Otro personaje insigne, que también viajaba involuntariamente, era el conde Demetrio de la Espina y Marquesi, caballero de Malta e insignísimo ladrón internacional, cuya expulsión decretó nuestro gobierno. Demetrio de la Espina y Marquesi, era un noble auténtico y un donoso caballero; los que le conocían estaban encantados de frecuentar su compañía, y como él era hombre prudente, para ponerse a cubierto de cualquier sospecha de hurto, entregó la llave de su camarote al Capitán, de manera que éste, sin previo anuncio, pudiera revisarlo, si algo llegaba a faltarle a los pasajeros.

Más adelante comprobaremos que dicha precaución fue muy atinada. Entretanto, como un hombre de honor, compartía el trato con la dama escocesa, que también se había propuesto llevarle por el buen camino por la «vía de los rufianes y conductores de bueyes», como llaman algunos al Libro de los Profetas.

Me he permitido distraer la atención de ustedes nombrando a estos personajes curiosos, entre los que no incluí al reverendo Rosemberg y su esposa, pastor metodista, para que ustedes adquieran el sentido de que el nuestro era un pasaje extraño, dada la diversidad de personas, psicologías, temperamentos y costumbres, pero jamás supuse que el viaje, que verosímilmente prometía ser singular, se transformara en lo que acertadamente se denominó más tarde la «Travesía del Terror».

Esta travesía tuvo un prólogo casi regocijante, dos horas después que el «Blue Star» desamarró. Aún estábamos a la vista de la costa. El cuerno de la luna lucía en un espacio recargado de estrellas gordas como nueces y yo ya había olvidado las predicciones de mi primo, que bebía un whisky en compañía del pastor Rosemberg. A la natural melancolía que me acongojara durante el crepúsculo, había sucedido cierta jovial ecuanimidad.

Pensaba que la vida es dulce en el puente de una nave. Aunque ignoramos el motivo, los días de viaje parecían días festivos, vistiendo a los astros, a la luna y a los planetas de una luz diferente de la que centellean cuando les vemos desde la humosa superficie de la tierra. Hacía estas suaves consideraciones, mientras el pastor le explicaba a mi primo en qué radicaba la superioridad de los sajones sobre los latinos, cuando, de pronto, el reverendo, como si se encontrara en el camino de Damasco y se le apareciera la figura de Jesucristo, se puso de pie, estiró el brazo y luego cayó atónito sobre su hamaca. Miramos en la dirección que señaló su dedo y lanzamos un grito.

Un torbellino de chispas y de humo escapaba de su camarote.

—Fuego, fuego, —gritaron todos, abalanzándose en busca del camarote del Capitán.

A los gritos de mis compañeros la cáfila de aventureros que se encontraban levantando los cubiertos en el comedor se largó al pasillo, las dos ancianas que por la tarde se apartaron indignadas de mi primo, rechazadas por sus pintorescas expresiones, optaron por desmayarse; el reverendo pastor que durante un instante pareció sumergido en el más total de los colapsos, bruscamente irguió la sacerdotal figura, desenfundó un revólver (¿para qué llevaría revólver el pastor?), y comenzó a descerrajar balazos en dirección al océano. Estoy en disposición de facilitar estos datos porque fui el único que no echó a correr en busca del Capitán; primero, porque los otros ya estaban en camino; segundo, porque he aprendido que siempre que se produce un tumulto a causa de un peligro lo más práctico es mantenerse apartado.

Recuerdo, eso sí, que observé al árabe funesto: mesándose la barba, se echó de rodillas sobre el puente, en dirección a la Meca, al tiempo que rezongaba sus oraciones islámicas. Mientras Ab-el-Korda invocaba el auxilio del Profeta sobre la nave, miss Mariana terminó de desprenderse del camarote del radiotelegrafista, que, sonrojado como el mismo incendio, trataba de remediar el desorden de su casaca. Cuando el radiotelegrafista se percató del rulo de fuego que brotaba del camarote, profiriendo una blasfemia, se lanzó en busca de los tripulantes, pues nadie hacía nada por apagar el fuego. Finalmente un grumete, creo que el único y auténtico hombre de mar de a bordo, cogió una manguera, hizo girar la llave del depósito y comenzó a inundar el camarote del reverendo.

Cuando el Capitán y sus ayudantes se hicieron presentes, el incendio estaba apagado. Pero el Capitán llegó a tiempo para escuchar al agorero de mi primo, que en un círculo de gente pontificaba:

—¿Han visto? ¡Esto es lo que sucede por cambiarle el nombre a un buque! Y lo que ha pasado no es nada comparado con lo que va a ocurrir.

—Deje usted de alarmar a los pasajeros o lo encierro en un calabozo —rugió el Capitán, mientras que con un gancho revolvía los bultos medio quemados, que era todo lo que quedaba del equipaje del pastor. Y como Luciano comprendió que el Capitán era un bruto capaz de poner en práctica su amenaza, no repitió palabra. A partir de aquel momento se le vio por el «Blue Star» con aspecto de hombre cuya dignidad menoscabada no le permite exteriorizar sus aprensiones, y si alguien, clandestinamente, le quería arrancar confidencias, él respondía muy enfático:

—Prohibido ser adivino a bordo.

Tal fue el accidente que «amenizó» la primera noche de viaje, después que salimos del puerto de Antofagasta. En las cuarenta y ocho horas que siguieron no ocurrió nada digno de mención. El buque, navegando lentamente, seguía paralelo a la costa del Norte.

Al iniciarse la tercera noche de nuestro crucero, descubrí un pequeño secreto. El médico de a bordo, al cual le estaba prohibido ejercer su profesión en tierra debido a su excesiva afición a la ginecología ilegal, en cuanto el pasaje se iba a la cama se reunía con el señor X (nunca pude recordar el nombre del señor X, que se suicidó el día del gran terror), agregado comercial a la embajada del Japón, el pintor mexicano Tubito y otro señor del que tengo la seguridad que llenaba el vacío de sus ocios contrabandeando cocaína. Estos caballeros, por riguroso turno, se introducían en el consultorio del médico, retiraban del armario de primeros auxilios frascos rotulados con calaveras o inscripciones que rezaban «Uso Externo» y destapándolos bebían el ron que contenían. Al amanecer confundían alegremente sus respectivas camas. Una noche el médico partero se emborrachó tan desaforadamente que a toda costa quiso introducirse en el camarote del pastor. Alegaba que la esposa del reverendo estaba por alumbrar. Armado de un pavoroso fórceps pretendía cumplir su extemporáneo despropósito. Finalmente rodó por el suelo y yo les prometí a sus compañeros guardar silencio sobre el incidente porque proyectaba usufructuar el noble néctar que contenían los frascos de «Veneno» o «Uso Externo». Sin embargo, rápidamente me desinteresé del cuadrunvirato alcohólico porque dediqué mi tiempo a cortejar a Annie Grin, que ocupaba con su madre uno de los camarotes del puente superior.

¡Annie! Jamás he conocido criatura más voluptuosa, a pesar de la química industrial, que esta muchacha. Annie era ingeniero químico. Yo me sentía arrebatado por un torbellino de sabiduría si asomaba la cabeza al pozo de sus conocimientos. Cuando a pesar de la química pasaba su brazo fresco por mi pescuezo, yo entraba en el éxtasis que debe de gozar un sapo en presencia de la rosa. A veces, de codos en la pasarela, olvidábamos el caminar del tiempo. El agua se desflecaba en coágulos de espuma contra el alquitranado casco de la nave. Un viento que venía de la India, cruzando toda la anchura del océano Pacífico, adhería el vestido a sus formas y las moldeaba. Entonces el cielo me abría sus puertas y yo, semejante a un espíritu borracho de luz, creía pasearme por un bosque embellecido de vastos árboles de emoción.

Al detenerme frente al espejo del ropero de mi camarote, mi cara aparecía tatuada de muescas rojas. Era el rastro pintado de sus besos.

Sin embargo estaba preocupado. Una de mis obsesiones consistía en sopesar las probabilidades que tenía de desistir de mi absurdo viaje como miembro honorario de la Comisión Simpson de Sondajes. ¡Qué me importaban a mí las profundidades del suelo marino del océano Pacífico! Lo que deseaba era seguir con Annie hasta Shangai. Desvariando de esta manera solía encontrarme despierto a la luz del nuevo día. Entonces, tapándome la cabeza con una almohada, trataba de dormir.

Quizá estaba desesperado. Un engranaje invisible me había enganchado la voluntad entre sus dientes. Yo me sentía triturado por toda la potencia planetaria de la Fatalidad. ¿Con qué dinero iba a vivir en Shangai? ¿No estaba acaso más pobre que una rata? Un destino negro me había amarrado a su carro, un destino cuyo definitivo aspecto no conocía aún, pero que me mantenía apretado a su designio con su poderoso puño.

A cada hora que pasaba experimentaba un rencor profundo contra mis parientes; contra mi padre, que me entregó como uno de sus rotos esclavos a la ejecución de un trabajo disparatado que no podía serme en modo alguno provechoso. Si yo era un bribón, ellos no lo eran menos. Mi mismo padre, ¿no era acaso un audaz afortunado que…? Corramos la página…

III

Annie en cambio me abría las puertas de otro mundo más allá en el Oeste.

Yo desconocía el idioma de aquel mundo amarillo y curvado, pero esto no era lo grave, lo grave consistía en que yo carecía de una profesión, lo cual me ponía en inferioridad de condiciones frente a Annie. Esta incapacidad podía transformarse en el eje de nuestra futura desdicha.

Dije anteriormente que Annie era ingeniero químico y esta referencia puede carecer de importancia cuando los informados carecen de conocimientos científicos que les permitan apreciar cuánto trabajo y estudio se requiere para alcanzar este título. Annie era un sabio o poco menos que una sabia. Su especialidad eran los coloides, y dentro de los coloides, la goma, es decir, el caucho, o mejor dicho, el látex. A lo que parece, Annie había descubierto un procedimiento para evitar que la deshidratación del látex provocara su coagulación, lo que le permitiría efectuar poco menos que una revolución en la industria de los tejidos engomados, o mejor dicho, a mi entender, en la industria de los impermeables.

Annie me hablaba constantemente de la revolución o ruina que les acaecería a los fabricantes de impermeables en cuanto su invento se pusiera en marcha. Yo no entendía una palabra de química, pero no era todavía suficientemente bruto para desestimar las confidencias de Annie.

Su proyecto, o mejor dicho, sus miras acerca de mi persona eran amplias. Ella tenía el proyecto de convertirme en su manager; yo sería el encargado de ponerle el revólver al pecho a todos los fabricantes de impermeables. Adquirían la patente de Annie o Annie los reventaba.

Pero si el método químico de Annie no daba resultados, ¿qué hacía yo? Annie daba por hecho que todos los fabricantes de impermeables se apresurarían a adquirir los derechos de su invención, pero yo dudaba y llegaba en último término a la conclusión de que un día me encontraría casado con una ingeniero químico y en terribles condiciones de inferioridad.

A nadie se le oculta que todo profesional apasionado desea tener alguien con quien intercambiar impresiones acerca de las experiencias que recoge en su profesión. Y Annie si se casaba conmigo no podría conversar de goma, ni de química, ni de coloides, en primer término porque yo no sabía absolutamente nada de química y en segundo término porque la química no me interesaba. ¿Y qué podría yo responderle a Annie el día que me dijera que llegaba tarde a casa porque se había quedado conversando con un colega amigo de especialidades de la materia?

Y si Annie se quedaba conversando con un especialista en la materia, ¿quién podía impedir que Annie se enamorase de él? No era esto seguro, pero ¿no es acaso una ley que los iguales se buscan?

Terminaba de hilvanar silenciosamente dichas reflexiones la quinta mañana de nuestro viaje, mientras formaba parte de la rueda de pasajeros que integraban la señora del pastor Rosemberg y mi primo. Luciano trataba de consolar a la señora del pastor de la pérdida que sufriera en el incendio (tres pijamas, una salida de baño, varias camisetas y fotografías de la localidad abandonada), cuando la señorita Herder, una feminista sueca que ocupaba un camarote junto a los de la familia del caballero peruano, enarbolando sus flacos y pecosos brazos, apareció corriendo al tiempo que gritaba:

—Me han robado el equipaje. Me han robado el equipaje.

Un equipaje no es un pañuelo que se escamotea a las primeras de cambio. Involuntariamente dirigimos los ojos al conde de la Espina y Marquesi que conversaba risueñamente con miss Mariana. El caballero de Malta, como si no percibiera la intención de nuestras miradas, continuó conversando con la coqueta, mientras que mi primo exclamó:

—¡Señoras… señores… está prohibido ser adivino en este buque!

Semejante golpe de mano era una advertencia seria. En consecuencia resolvimos ir en masa a protestar ante el Capitán por la falta de vigilancia y orden que esto suponía. El Capitán, a pesar de ser un perfecto bruto, como creo haber dejado establecido en otra parte, escuchó nuestras protestas con talante sombrío. A él también le impresionaba la coincidencia (llamémosla coincidencia) del cambio de nombre del buque con una serie de acontecimientos cada vez más graves, como si efectivamente se desarrollaran bajo el auspicio de esa superstición. Murmuró algo que no entendimos y luego, con pasos enérgicos, se dirigió al camarote de miss Herder. El conde de la Espina y Marquesi, por supuesto, no se movió del lugar donde conversaba con miss Mariana.

En el camarote de miss Herder se descubría el orden del vacío. Faltaban dos maletas de cuero, razonablemente pesadas, y un maletín de mano. En el maletín de mano miss Herder guardaba los originales de una novela. Yo conocía dos capítulos, y cuando me enteré de la desaparición del maletín pensé que los dioses protectores del Sentido Común trataban de impedir que miss Herder intentara estupidizar a sus prójimos, revelándoles las tonterías que germinaban en su caletre. Bueno, el caso es que, aparte de la novela, miss Herder quedaba con lo puesto. Eso no podía ser.

El Capitán dispuso que los tripulantes, incluso el radiotelegrafista, encabezando cada uno una comisión de varios hombres, registrara íntegramente el buque. El registro comenzó a la diez de la mañana. Todos los pasajeros quedamos preventivamente confinados en el comedor. Recuerdo que mi primo se acercó a un florero y significativamente sacó de allí una margarita de papel. Luego comenzó a arrancarle pétalo tras pétalo; lo hacía despaciosamente y terminó exclamando:

—No me quiere.

Con ello quería expresar que el Capitán no encontraría las maletas de miss Herder y esta conclusión era tan arriesgada que el caballero peruano dirigiéndose a mi primo le dijo:

—Le apuesto a usted cien soles que las maletas de miss Herder aparecen.

Luciano se irguió dignamente y repuso:

—No jugaré con usted un solo cobre, pero le doy a usted mi palabra de honor de que las maletas de miss Herder están perdidas.

Evidentemente, Luciano era audaz.

Después de escucharlo, miss Herder se puso a llorar desconsoladamente, pero el pastor protestante aproximándose a ella le dijo que no hiciera caso de las predicciones de mi primo. El conde de la Espina y Marquesi agregó que las predicciones efectuadas sobre la base del arrancamiento de pétalos de margaritas son únicamente válidas en casos amorosos, pero no en los de pérdidas de maletas. Esta ingeniosa sutileza del conde encontró un amplio círculo de partidarios y Luciano, enfoscándose en una sonrisa pedantesca, dijo textualmente:

—Declino pronunciarme sobre la interpretación del conde, pero sostengo nuevamente que las maletas no aparecerán.

Evidentemente, la actitud de Luciano era estúpida. Me acerqué a él y le dije:

—¿Qué diablos ganas con malquistarte con esta gente? Todos están deseando que alguien te tome de los pies y te arroje al agua. ¿Por qué no te callas?

La señora del pastor dijo, mientras su marido se sumergía en la lectura de La Vida de San Pablo, que ella sabía echar las cartas y que en broma las echaría para comprobar si las maletas de miss Herder aparecerían o no, y así lo hizo.

La mujer del pastor por medio de la baraja llegó a la conclusión de que las maletas serían halladas dentro del camarote de un hombre rubio, y todos acogieron con sonrisas estas optimistas anticipaciones y Luciano, por toda respuesta, se limitó a encogerse de hombros.

A las cinco de la tarde, con particular satisfacción de mi primo, apareció el Capitán, la cara de bulldog enrojecida hasta las orejas.

¡Las maletas no habían podido ser recuperadas! «Él, personalmente, se encargó de revisar los ventiladores y las carboneras. No sabía qué decir».

Las maletas de miss Herder evaporadas tan absolutamente, inspiraron al conde de la Espina y Marquesi, que poniéndose de pie y mirándola a miss Herder, dijo:

Mia cara signorina (al conde le gustaba mezclar palabras italianas con las castellanas). Mia cara signorina ¿no padecerá usted de accesos de sonambulismo y en uno de esos ataques habrá arrojado las maletas al mar? Miss Herder negó terminantemente padecer de sonambulismo. Por último, las mujeres del pasaje resolvieron hacer una colecta de prendas hasta que llegaran a un puerto donde la Compañía de Navegación (según el Capitán) indemnizaría a miss Herder de la pérdida de sus efectos.

Hubo un momento en que miss Herder pareció dispuesta a suicidarse, pero el hijo del emir de Damasco se dedicó a consolarla en nombre de la colectividad musulmana con tanta vehemencia, que miss Herder optó por no suicidarse y sí rendirse al encanto magnético que trascendía de los ojos morunos del gran barbián. Bruscamente, miss Herder lanzó un grito de alegría: «recordaba ahora haber dejado una copia de su novela en la casa de una prima que vivía en Puerto Caldera».

Excuso decir que mi primo se esponjaba de alegría. En un arranque de vastas intuiciones en el mundo de los espíritus, exclamó:

—¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!

La esposa del reverendo Rosemberg repuso:

—¿Cree usted en serio que va a ocurrir algo más?

—Sí.

La pobre mujer dejó caer la cabeza sobre el hombro de su esposo; el reverendo examinó a mi primo con sospechosa curiosidad; el conde de la Espina se inclinó confidencial sobre el oído de miss Mariana; Annie susurró en mi oreja: «Tu primo es un personaje terrible», y en aquel mismo momento el heroico grumete, que tan denodadamente se batiera con las cortinas inflamadas del camarote del reverendo, se nos acercó anunciándonos que «el Capitán quería hablar con el señor Luciano».

Después Luciano nos contó que el Capitán le pidió encarecidamente que no alarmara a la tripulación con sus pronósticos. Verdad es que el Capitán (y esto nos lo dijo después el Capitán) le ordenó a Luciano que se dejara de profetizar, y enérgicamente, bajo la expresa y formal amenaza de encerrarlo en un calabozo como volviera a abrir la boca para vaticinar desgracias. Pero ya era tarde. Los augurios de mi primo habían dado vida a un secreto temor que se despertaba en el subconsciente de todos los tripulantes. Hasta el último de los carboneros tenía conocimiento de que a bordo existía un pasajero con un impresionante acierto para olfatear desgracias. Las señoras sentíanse tan atemorizadas que, reuniéndose en un rincón del comedor, observaban asustadas a mi primo. Otras rezando novenas le deseaban una mala muerte. En general, todos le cobraban antipatía a Luciano a medida que se iban sobreexcitando. Varias damas llegaron a sentirse enfermas; algunas no se atrevían a abandonar la litera, como la madre de Annie, quien, con gran alegría de mi parte, sustrayéndose a la vigilancia maternal, venía a charlar a mi camarote.

Otras personas, en cambio, reaccionaban tan nerviosamente que, porque un camarero (el zapatero redimido del tirapié) dejó caer una bandeja en el comedor, la tercera hermana de la mujer del caballero peruano se lanzó a chillar histéricamente. Fue menester retirarla del comedor presa de un ataque de nervios. Era esta señorita una dama entrada en años, de peinado liso y empaque severo, hilvanada de alfileres desde la punta de los pies hasta la nuez del pescuezo. Decía de sí misma que era increíblemente virtuosa. Inútilmente acribillaba a miradas al hijo del emir de Damasco, pero el excelente musulmán, olvidado por completo de miss Mariana, a la que pretendiera al comienzo del viaje, se dedicaba empeñosamente a miss Herder, cuyas defensas eran más débiles a medida que pasaban los días. El ginecólogo de a bordo se paseaba socarronamente, augurando que miss Herder en ese viaje perdería no tan sólo sus maletas sino también la tranquilidad.

En realidad, aquél fue el viaje de los compromisos, pues miss Mariana parecía ahora dispuesta a descifrar todos los misterios del alfabeto Morse pasándose los días en que el radiotelegrafista estaba libre en el camarote de éste. En vista de semejante pérdida, el conde de la Espina y Marquesi se asoció al contrabandista de cocaína y en la sala de primeros auxilios, él, don Tubito, el médico y el señor X se entregaban a desaforadas partidas de naipes, desplumándose recíprocamente como tahúres. El Capitán transcurría sombrío sus días, encerrado en la timonera, y por intermedio de miss Mariana supe que el aparato de telegrafía sin hilos no funcionaba aún. Nuestra situación evidentemente era antirreglamentaria y extraña, ya que nos encontrábamos sumamente alejados de la costa. Hacia el Este quedaba el Perú; navegábamos ahora sobre los abismos más profundos que los oceanógrafos creen haber sondado en el océano Pacífico.

Muchos comenzaban a sentirse deprimidos. Algunos creían percibir una amenaza de muerte suspendida sobre sus cabezas. Parecía que una deidad superior tratase socarronamente de darle razón a mi primo.

Annie ya no traía sus libros de química al camarote. Sus brazos enlazándose tras mi nuca me ataban a su vida con nudo inmortal. Cuando sus labios se entreabrían para adherirse a los míos en un beso semejante al de una ventosa, el «Blue Star» pudiera haberse ido al fondo de los abismos. No nos hubiéramos enterado.

Sin embargo, una noche en que me paseaba por el primer puente, aguardando la hora de reunirme con miss Annie, me ocurrió un hecho sumamente extraño. El médico de a bordo, se acercó cautelosamente a mí y me dijo:

—¿No tomará usted a mal que le pregunte si está muy enamorado de miss Annie?

En otra persona esta pregunta no me hubiera sabido bien; en el médico borrachín semejante curiosidad me causó gracia y no tuve reparos en contestarle:

—Sí. Estoy enamorado: ¿Por qué?

—Si yo le hiciera una confidencia respecto a miss Annie, ¿me delataría usted?

Esa impertinente curiosidad que es la eterna enemiga del enamorado me perdió. Sin saber reprimirme le respondí con avidez:

—Cuente con mi discreción.

—¿Me da usted su palabra?

—Sí.

—Pues tenga cuidado con lo que hace, porque miss Annie está loca.

Me quedé mirándolo atónito.

—¡Loca!

—Sí. Ella cree que es ingeniero químico y que ha inventado no sé qué disparates…

—No es posible.

—Pues ya lo ve.

—Le digo que no veo nada.

—Sin embargo es como le digo.

—Mire, doctor. Yo he conversado con Annie muchas horas. Salvo esa particularidad de la química, de la que tiene un endiablado conocimiento…

—Pues está loca por eso… por creerse ingeniero químico…

—¿Nada más?

—¿Le parece poco?

—No, no es que me parezca poco, sino que no termino de entenderlo…

—Mire. La historia es más simple de lo que usted cree. Miss Annie tuvo un hermano que era efectivamente ingeniero químico. Miss Annie estaba sumamente encariñada con ese único hermano, que murió a consecuencia de un accidente sufrido en un laboratorio, durante la verificación de un experimento. La impresión que le causó este suceso fue tan tremenda, que acabó por sufrir un trastorno mental. ¿Duda, usted?

—Le juro que lo escucho y no sé qué pensar.

—Es terrible. La madre, por consejo de unos especialistas, ha sacado a viajar a esta desgraciada hija. Bueno, le dejo porque me esperan en la enfermería.

Desapareció el médico y yo quedé en el puente de la nave, frente al océano negro y el cielo cuajado de estrellas rutilantísimas y como quien ha visto un fantasma. ¡Miss Annie loca! ¡Y yo enamorado de una loca!

Me apreté las sienes con desesperación, y de pronto, como si alguien, como si otro fantasma quisiera salvarme de la tremenda revelación, una voz sutil murmuró en mi oído interno:

—Todo lo que te ha dicho ese médico borracho es mentira.

Respiré aliviado. Miss Annie no estaba loca. Yo no quería que estuviese loca. Lo que me contara el médico descalificado era el simple producto de una intoxicación alcohólica y tratando de desvanecer en la superficie de mi conciencia las señales perturbadoras que su revelación me causara, me puse a caminar con pasos rápidos a lo largo de la pasarela. De pronto se desprendió del horizonte oceánico una luna amarilla y enorme como la rueda de un carro, que proyectó entre el confín y la nave una vereda de agua amarilla.

Respiré aliviado. Ninguno de los juicios, de las palabras, de las actitudes de miss Annie revelaban a una persona que sufre trastornos mentales. En cuanto a su invento para perfeccionar la industria de las telas engomadas, aunque parezca disparatado a simple vista, no lo es en modo alguno, ya que la industria de la tela engomada técnicamente ha sufrido considerables transformaciones desde sus comienzos y estas transformaciones fueron obras de inventores desconocidos para nosotros, pero que en sus momentos ganaron abundantes sumas de dinero.

No. No. No. Miss Annie no estaba loca. Aquella maldita historia era producto de la descentrada imaginación del ginecólogo borracho. ¿No se le había ocurrido ya una vez la disparatada idea de que la señora del pastor Rosemberg estaba por alumbrar y no pretendió introducirse en su camarote, armado de un fórceps descomunal?

Veinticuatro horas después me había olvidado definitivamente de aquella fantasía de nuestro médico y me entregaba sin restricción alguna al amor de Annie. Las horas volaban entre los dedos de nuestras manos ligadas por caricias, como plumas aventadas. Nunca el horario de un reloj giró tan apresuradamente. Abandonada en mis brazos, la cabeza reclinada sobre mi pecho, los ojos perdidos en el espacio, Annie pasaba las horas de la noche a mi lado. Después que su madre se había dormido, se deslizaba hasta mi camarote. Semejante a un fantasma, sobre el fondo del cielo estrellado, veía su silueta obscura detenerse un instante frente al ojo de buey, luego avanzaba, sus brazos desnudos me apretaban contra su pecho y durante un montón de horas nos olvidábamos del cielo y de la tierra.

Había resuelto que la acompañara a Shangai. Conocía ahora los accidentes de mi vida, pues yo no quise disimularle mis imperfecciones, que eran muchas y graves. Annie tenía varios proyectos en los que yo iba honestamente involucrado. Esta posibilidad de no apartarnos nunca hacía que nos entregáramos a nuestros goces con desmedida seguridad.

Perdimos la noción del tiempo. Los días, las horas, voltearon ante nuestros ojos como si todo lo externo formara parte de un sueño que no nos atañía en lo más mínimo. Yo veía a mi primo en las horas de las comidas, escuchaba maquinalmente sus reflexiones; luego me apartaba de él para esperar la llegada de Annie que se deslizaba hasta mi camarote. El día en que recordé a los cuatro borrachos que se reunían con el médico en la sala de primeros auxilios tuve la impresión de que había transcurrido una enorme cantidad de tiempo.

Entonces me asombré de no haberle contado a Annie lo ocurrido noches anteriores en el puente al encontrarme con el médico de a bordo, y bruscamente le pregunté:

—¿No has tenido un hermano, tú?

Annie me miró asombrada:

—Tengo dos hermanos.

—¿No has tenido un hermano que murió en un accidente de laboratorio?

La extrañeza de Annie creció desmesuradamente:

—¿De dónde sacas esa historia?

Le conté lo que me había sucedido con el médico.

Annie se paseó cavilosamente de mi brazo por frente a los ojos de buey del comedor, luego:

—Si te digo algo, ¿me prometes que no vas a ir a pedirle explicaciones a ese hombre?

—No.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—¿Es una promesa como la que le hiciste a él?

—Te doy mi palabra. Digas lo que me digas me callaré.

—Pues bien. Fíjate que ayer… no; fue anteayer, el médico se me acercó y después de hacerme jurar por todos los santos que no te diría una palabra, me dijo que tuviera cuidado porque a pesar de tu buen aspecto estabas gravemente tuberculoso… y que podías infectarme.

—Pero ese hombre es un canalla.

—Me imagino que sí. Yo creo que no es médico sino un estudiante de medicina descalificado. La vida de a bordo lo aburre y se entretiene en inventar historias.

IV

Tipos, intrigas, mujeres y accidentes pasaron a segundo plano. El océano no merecía de mis ojos sino una mirada distraída. Creo que el mismo fenómeno le acontecía al hijo del emir de Damasco. Una noche le sorprendí entrando subrepticiamente en el camarote de miss Herder, y como también miss Mariana no se recataba para ocultar su felicidad, el pastor Rosemberg llegó a estar un poco escandalizado, e incluso a felicitarse de que faltaran pocos días para terminar el endiablado viaje.

Efectivamente, por los cálculos que pergeñó mi primo, debíamos encontrarnos frente a Illo o entre los puertos de Moliendo y Callao. El agua, como es frecuente en esas regiones, adquirió un matiz calino que ha dado origen a la definición de «mar de leche». Grandes sábanas de azogada blancura se estrellaban contra las negras planchas del casco; por la noche el océano brillaba como si estuviera pintado horizontalmente de luz muerta.

A esta altura del viaje se produjo un grave accidente.

Eran las once de la noche. Un choque conmovió el costado de la nave, estremeciendo el lado izquierdo del «Blue Star» en toda la verticalidad. En la timonera, la campana del telégrafo de órdenes comenzó a repiquetear desesperadamente, mientras que el buque, extrañamente herido, comenzó a girar suavemente. De improviso se produjo una ausencia de trepidación en el coloso:

—Acaban de detener las máquinas —susurró mi primo parándose a mi lado y con las tiras de lona del chaleco salvavidas cruzadas sobre el pecho.

Evidentemente, lo que acababa de ocurrir debía de ser muy grave. Nadie se permitió la debilidad de desmayarse. —Debemos de haber tocado un peñasco submarino— suspiré. Recuerdo que me sentí terriblemente asustado.

—No —murmuró el señor mexicano—. Si hubiéramos tocado el peñasco el barco estaría inclinándose a un costado.

La observación del señor Tubito era razonable. La gente alarmada por el tremendo silencio mecánico abandonaba apresuradamente los camarotes. Annie, en compañía de su madre y una señora irlandesa, vino a refugiarse a mi lado. Bajo sus chales, traían los chalecos salvavidas.

Sin embargo nada permitía suponer la existencia de una avería que hiciera agua en el casco. Sobre la llanura fosforescente en amarillo muerto el buque, monstruosamente silencioso, giraba sobre sí mismo, semejante a un toro que aguarda la acometida de su enemigo.

En pocos minutos el pasaje se encontraba en la pasarela buscando con los ojos, en redor, la presencia física del peligro. Todos hablaban en voz baja como si subconscientemente no quisieran con un sonido extemporáneo agravar el desequilibrio invisible, terriblemente latente en el espacio.

De pronto un marinero apareció, explicando en voz alta:

—No tengan miedo, señores. No tengan miedo. Se ha roto un perno del árbol del timón. No tengan miedo.

Respiramos. Nada mortal de inmediato. Mi primo, rodeado de una parte del pasaje que lo examinaba, atónito de su clarividencia, gritó, pues ya no podía sujetar más su lengua:

—¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!

En mi vida he visto a hombre recibir tan magnífico puñetazo. Luciano cayó sobre el entarimado arrojando un chorro de sangre por la nariz. El que acababa de confirmar sus presagios (aunque no personales) era el irritado Capitán, que vociferó:

—¡Encierren a este canalla en un calabozo!

Entre un grumete y el zapatero redimido del tirapié se llevaron a Luciano completamente exánime. Entonces, yo, plantándome frente al Capitán, comencé a chillar en defensa de mi primo; pero el Capitán, cruzándose de brazos, rugió:

—No toleraré que nadie alarme por su propio gusto a la tripulación. Este hombre se ha extralimitado y yo ya le había advertido…

—Estoy completamente de acuerdo con usted —intervino el caballero peruano…

—Usted también cállese inmediatamente o lo encierro…

Como el caballero peruano no esperaba este recipe cerró el pico, y el Capitán prosiguió:

—El desperfecto del timón será reparado dentro de pocas horas. Es un accidente sin importancia… pero no permitiré que ningún irresponsable se divierta atemorizando al pasaje.

Aquel bruto tenía razón. Es innegable que Luciano había rebasado la medida en el ejercicio de su profesión de profeta, pero los argumentos del Capitán, lejos de tranquilizar a los viajeros, terminaron por aterrorizarles. A nadie se le ocultaba que la avería no era un accidente sin importancia. Miss Mariana, que estaba al lado de Annie, dijo:

—Si no reparan pronto el timón iremos al garete. Menos mal que hay calma chicha.

Le pregunté si el aparato de telegrafía sin hilos continuaba deteriorado. Susurró:

—Sí.

El contratiempo podía ser gravísimo. Por otro costado, el pintor Tubito, como si creyera ser él solo conocedor del secreto del telégrafo, me informó:

—¿No sabe usted que el aparato de radiotelegrafía está descompuesto?

Me aparté de la pasarela con Annie. El buque permanecía detenido en medio de una llanura que parecía pintada de amarillenta luz muerta. Se escuchaba solamente el zumbido eléctrico de los dínamos. La gente iba de popa a proa hablando en voz baja, gesticulando; algunos encontraban excesivo el castigo que el Capitán propinara a Luciano; otros descubrían que era merecidísimo y las hermanas del caballero peruano, en compañía de otras señoras, resolvieron reunirse en sus camarotes para impetrar la protección divina.

Ab-el-Korda, el hijo del emir de Damasco, hombre piadoso a pesar de sus costumbres disolutas para nuestro criterio occidental, desenfundó su Corán y se dio a meditar en las apariencias que revestiría el Ángel de la Muerte cuando viniera a pedirle cuentas de su conducta terrestre. Miss Mariana tornó a sumergirse en el camarote del radiotelegrafista. Miss Herder, la feminista, me causó la impresión de estar dispuesta a convertirse al islamismo, porque junto al árabe le prodigaba los consuelos de una hurí pecosa (suponiendo que las huríes puedan tener pecas). El conde de la Espina y Marquesi se anegó con el médico y los truhanes de su compañía en otra interminable partida de poker. Los ganapanes del servicio de comedor, el exguardagujas y el apache renegado, me parecieron dispuestos a degollarnos a las primeras de cambio, excitados por esa atmósfera de fatalidad que parecía pesar sobre el buque y de la que mi primo Luciano era el único e infalible clarividente.

Aprovechando que el Capitán y sus hombres estaban ocupados en la reparación del aro del timón, bajé al compartimiento de máquinas, a cuyo costado, entre la escalera dos y tres se encontraban los calabozos, y me puse al habla con Luciano a través de los agujeros de la puerta de hierro. Su voz, sofocada por el tabique de hierro, resopló indignada:

—No te desprendas del salvavidas. Vete a mi maleta y tráeme el revólver.

—¿Para qué quieres el revólver?

—Para saltarle los sesos a ese canalla… No tengas miedo. Igual naufragaremos y nadie nos podrá pedir cuentas por la muerte de esa bestia.

Mi primo estaba trastornado de furor.

Me aparté del calabozo con el propósito de aminorar sus padecimientos.

Durante toda la noche los mecánicos, vigilados por el Capitán, repararon la avería del timón. Los hombres, encaramados en un bote y auxiliándose con faroles, martilleaban y lanzaban sobre el agua los voltaicos resplandores de los sopletes oxhídricos. Al fin, las estrellas empalidecieron; por el Este apareció el borde de un sol rojo que fue creciendo como una llanta de fuego; los marineros izaron el bote a las seis de la mañana; el buque vibró bajo la trepidación de las máquinas en marcha y un grumete anunció que la avería estaba reparada.

Media hora después el «Blue Star» seguía su ruta hacia el Norte. Habíamos perdido siete horas de viaje. No sé por qué razones, de pronto, en el diario de a bordo (una pizarra), fue colocado un parte indicando que el buque no se detendría en los puertos de Callao, Ancón ni Ferrol, sino en Malabrigo, en el límite de Ecuador.

V

Veinticuatro horas después de este accidente miss Mariana se presentó en el comedor acompañada del radiotelegrafista y nos anunció:

—Señores, les presento a mi novio. Nos casaremos cuando lleguemos al puerto de Malabrigo.

Una ovación acogió la noticia. ¡Miss Mariana se casaba! Ab-el-Korda fue el primero en felicitarla: el conde de la Espina y Marquesi al oír la noticia se alejó del comedor para regresar pocos minutos después con un hermoso collar de perlas falsas que le ofreció con el más señoril de los ademanes. La segunda hermana de la mujer del caballero peruano murmuró, en voz suficientemente alta para que la oyeran otros:

—¿Dónde se habrá procurado ese collar?

Era visible la intención de la pregunta. Fingimos no escucharla y por la noche hubo un gran baile a bordo. Mi primo Luciano, a especial pedido de miss Mariana y del radiotelegrafista, fue puesto en libertad. Del magnífico puñetazo que le propinara el Capitán conservaba la nariz hinchada como una toronja. La señora escocesa que renunciara a su esperanza de convertir al árabe y de regenerar al conde de la Espina y Marquesi, tomó bajo su tutela a mi primo. Miss Herder bailó con el árabe y Annie, tomándome de un brazo me llevó a popa. Sentados en un banquillo, juntas las mejillas, las manos pasadas por las cinturas, nos dedicamos a contemplar el océano y a soñar en nuestro porvenir. Para ella estaba resuelto que yo iría a Shangai. Nos casaríamos allí. Yo no podía evadirme de uno de los varios proyectos que tenía para convertirme en un hombre útil a la comunidad.

El proyecto o los proyectos de Annie eran sumamente razonables. Había pasado el brazo en torno de mi cuello y me decía:

—Tú abandonarás ese absurdo viaje a que te han destinado tus parientes y que es otra estafa.

—Sí.

—Vendrás conmigo a Shangai.

—¿De qué viviré?…

—Vivirás con nosotros…

—Pero…

—Escucha… Vivirás con nosotros y estudiarás inglés. No oirás nada más que hablar inglés, francés o chino…

—Hablo algo de francés…

—Estudiarás inglés. Una vez que hayas estudiado inglés, a lo cual además te ayudará el estar rodeado de gentes…

—Sí, pero sin dinero…

—Escucha. Vivirás un año como si fueras pensionado nuestro. Yo voy a trabajar en la más importante compañía de neumáticos que hay en la Concesión Internacional. Ocuparé un puesto importante en los laboratorios. Cuando tú hables y leas regularmente el inglés te conseguiré un cargo en la compañía o en la administración.

—Sí… pero en tanto…

—En tanto qué…

—No te das cuenta de que lo que me propones… en fin…

Annie se echó a reír:

—Querido mío. Tú deseas tanto como yo ir a Shangai. Te duele haber sido un pillete por temor de que la gente continúe creyendo que lo eres, pero quédate tranquilo. En la Concesión Internacional no serás ni mejor ni peor que tantos otros que allí son personajes. Y ahora dime que me quieres.

—Sí. Te quiero.

—A mí sola.

—A ti sola.

Los giros de un vals llegaban a nuestros oídos. El «Blue Star» avanzaba rápidamente en el mar de leche. Mirando hacia el Oeste, me parecía ver aparecer las amarillas costas de China. ¿Qué nos esperaba aún? El viaje emprendido bajo funestos auspicios había sido rico en sobresaltos y calamidades. No veíamos la hora de abandonar ese buque infortunado, con su pequeño comedor sombrío, sus camarotes de maderas oscuras y las negras chimeneas entre las que revoloteaba la mala suerte.

VI

Los viajeros estaban deprimidos. Recostados en sus hamacas, permanecían abstraídos, olvidados del libro que trajeran para leer. Cierto es que la atmósfera pesaba cada vez más; un sol a cada hora más brillante hacía arder la extensa llanura del océano como la boca de un crisol de plomo. El agua parecía antimonio derretido con su espuma argéntea batiendo el casco. Luciano calculaba que habíamos dejado atrás Puerto Ferrol. Nos aproximábamos a Ecuador navegando ahora sobre las más profundas «hoyas» del océano Pacífico, y que comprendidas entre los 20° y 40° de latitud bordean el casco norte de la América del Sur.

Mi condenado primo ocupaba su días estudiando astrología encerrado en su camarote y completamente desnudo. Cuando aparecía en el puente se dirigía a los pasajeros y les interrogaba sobre el día, mes, año y hora de sus nacimientos. Luego de meditar, les decía con todo misterio:

—Usted, que tiene a Marte en el signo de Virgo, debe cuidar sus intestinos… Usted…

Algunos terminaron por creerle brujo. Más de una señora, al verlo pasar, se persignaba a sus espaldas.

Por supuesto, era imposible arrancarle una sola palabra acerca del destino del «Blue Star». El castigo del Capitán obró como antídoto contra su manía agoreril, pero si alguien entraba en su camarote, podía ver ostentosamente extendido sobre la litera el chaleco salvavidas. Las ancianas que el primer día de nuestra partida se apartaron de él, indignadas por su pintoresco vocabulario, se convirtieron poco menos que en sus devotas. Le rodeaban y agasajaban como si fuera un santón. El mismo Ab-el-Korda estaba seguro de que a mi primo lo asistía un «djin», es decir, un genio. En cambio, el pastor protestante argüía que las dotes proféticas de mi primo tenían origen en una fuente diabólica. Algunos marineros pensaban que lo más práctico sería atarle un plomo al cuello y lanzarlo al mar, pero todos rezaban con más asiduidad, y semejante regresión indicaba en estas personas un saludable temor por el destino de sus pellejos. Las misas del pastor, efectuadas en el comedor, atraían a los que navegaban en el maldito buque, menos al hijo del emir de Damasco, que cumplía con su ritual muslímico, escrupulosamente encerrado en su camarote.

Pero estaba escrito que en cuanto a sorpresas no habíamos terminado. El acontecimiento más sensacional, por sus características extrañas, se produjo dos noches después que se reparó la avería del timón.

Daban las diez de la noche en el reloj del entrepuente cuando los que acabábamos de tomar té en el comedor fuimos testigos del más extraordinario espectáculo que pudiéramos imaginar, y este extraordinario espectáculo consistió en que el Capitán traía, poco menos que arrastrándola por los cabellos, a la segunda hermana de la esposa del caballero peruano. Un marinero mantenía cogida por las piernas a la escuálida señorita, mientras que las, manos de la solterona, revestidas de guantes de goma roja se agitaban poco menos que desesperadamente en el espacio. El Capitán sostenía en la mano libre una tijera. Sin ninguna contemplación, ayudado por el marinero, introdujo a la solterona en el comedor y la depositó violentamente sobre una silla, donde la mujer, sin quitarse los guantes de goma, comenzó a reparar el desorden de sus cabellos con espectacular calma.

Los testigos nos agrupamos silenciosamente en torno de los actores de este suceso y el Capitán, mostrándonos la tijera, se explicó:

—Acabo de detener a la señorita Corita en el mismo momento que con esta tijera pretendía cortar el cable principal del alumbrado de los camarotes, para producir una nueva alarma.

Estupefactos miramos a la señorita Corita como si la viéramos por primera vez. El hecho era innegable y lo comprobamos minutos después, revisando el cable mordido por la hoja de acero de la tijera que aún conservaba partículas de cobre. La solterona, sorprendida, no había tenido tiempo de quitarse los guantes. El Capitán prosiguió:

—Esta dama es la que ha incendiado el camarote del pastor Rosemberg; esta dama es la que arrojó al agua el equipaje de la señorita Herder, y ahora pretendía acrecentar la atmósfera de temor que aquí existe provocando un peligroso corto circuito. Prevengo a la tripulación y al pasaje que procederé sin contemplaciones contra todos los alarmistas y saboteadores.

Mientras el Capitán hablaba, nosotros examinábamos a la peligrosa solterona. Sentada en el borde de una silla, su piel, en la estampa demacrada y lívida, parecía erizarse como la de un gato frente a un mastín. De pronto alguien volvió la cabeza y descubrió al caballero peruano observando atónito el semblante de su cuñada. Parsimonioso avanzó entre nosotros, se detuvo en la misma línea que estaba detenido el Capitán y preguntó:

—Dinos, Corita, ¿por qué has hecho eso?

Doña Corita envolvió a su cuñado en una mirada despreciativa y sardónica. Luego, muy serena, respondió al tiempo que se examinaba las uñas:

—Como el señor Luciano presagia siempre desgracias, quise hacerle fama de adivino.

Mi primo, más que sorprendido, se retiró avergonzado; nosotros no atinábamos a pronunciar palabra, tanto nos desconcertaba el desparpajo de la incendiaria. El Capitán, que de sobras conocía las ventajas de su posición, se encaró con el caballero peruano y le dijo:

—Si usted no se compromete a pagar los perjuicios que esta señorita ha ocasionado en el camarote del buque, en el equipaje del señor Rosemberg y en el de la señorita Herder, me veré obligado a desembarcarla detenida en Malabrigo.

El caballero peruano se inclinó ceremonioso y respondió:

—Indemnizaré a todos los damnificados. Les agradecería me presentaran el monto de sus daños. El Capitán prosiguió:

—Esta señorita irá detenida en su camarote hasta Malabrigo. Allí deberá desembarcar porque constituye un peligro para el pasaje.

—Perfectamente.

Un gran círculo de silencio se había hecho en torno de los interlocutores, mientras que la incendiaria, plácidamente, con una tijera de bolsillo se recortaba las uñas.

El caballero peruano, lívido a consecuencia de la humillación que estaba sufriendo, se mordía los labios; la solterona de tanto en tanto nos envolvía en su grisácea mirada cínica; finalmente el Capitán dio término a la escena, llamando a un marinero y ordenándole que llevara detenida a la señorita Corita a su camarote. Tras ella salieron su cuñado y el Capitán, y nosotros, una vez que los tres desaparecieron, quedamos comentando el extrañísimo caso. ¡De manera que esta venenosa señorita era la que trabajaba de Fatalidad a bordo!

VII

Cuando una de las dos ancianas preguntó si no sería doña Corita la que había averiado el timón, nos echamos a reír. No; la cuñada del caballero peruano no tenía fuerzas físicas para hacer saltar los pernos de los sunchos del árbol del timón, ni el timón se encontraba al alcance de su mano dañosa, pero, por fin, esta temible compañera de viaje estaba bajo la tutela de un marinero, y no era probable que pudiera repetir sus atentados. El conde de la Espina y Marquesi opinaba que la señorita Corita era un agudísimo caso de histeria. Annie en cambio afirmaba que se trataba de una perversa vulgar obrando abstrusamente porque contaba con la impunidad. Los que no terminaban de hacerse lenguas sobre el asunto eran el pastor Rosemberg y miss Herder, quienes, estimulados por las promesas del caballero peruano, confeccionaban la lista de los efectos que perdieran. La señorita Herder afirmaba que ella no pondría en dicha lista ni una sola prenda de recargo; el pastor juraba que entraría al horno ardiendo como uno de los Macabeos antes de cobrarle un pañuelo de más al opulento garante, pero ellos estaban demasiado contentos para que podamos creerles en absoluto. Cambiando miradas de inteligencia, la feminista y el matrimonio se encerraron en sus camarotes munidos de lápices y cuadernos, y estoy seguro de que con lo que le cobraron de más al señor Gastido podían instalar una tienda de ropa blanca. Muchos lamentaron no haber sido víctimas de la malignidad de la solterona.

Después de dicho incidente no volvimos a ver al caballero peruano, que almorzaba y cenaba con su familia encerrado en el camarote. Creo que trataban de eludir la hostilidad del pasaje desviada de Luciano y dirigida a ellos. Por la noche, cuando la tripulación dormía, la extraña familia se paseaba fantasmalmente en el último puente.

Desde cualquier punto de vista que se mire, su aventura no tenía nada de envidiable. La temperatura se tornó terrible. El aire escaldaba; el «Blue Star», perezosamente, seguía su rumbo en un mar de leche caliente, aplastado en toda la extensión. La costa permanecía invisible, pero la adivinábamos en los hedores vegetales que traía el viento, desprendidos de las selvas putrefactas de los bajíos. A momentos, la atmósfera parecía cargada de chispas de fuego; nosotros, en un baño de sudor, permanecíamos inmóviles en las hamacas hasta el anochecer, en que una luna roja y ardiente subía por el cielo como un redondo incendio africano.

—Pasado mañana a la noche llegaremos a Malabrigo —dijo mi primo el atardecer del 5 de octubre—; pero antes tendremos tormenta.

Efectivamente, al Norte se veía la cúpula del cielo rayada de lívidos relámpagos. Sin embargo no se divisaba una sola nube. Pero era visible que la atmósfera estaba cargada de electricidad. Entrada la noche hubo un momento que pareció que navegábamos en un océano de fuego; el horizonte era una muralla negra lamida por el oleaje de esta fosforescencia, quieta y muerta.

Si hubiéramos visto caminar fantasmas sobre las aguas no nos habríamos asombrado, tan tétrico pintaba el paisaje donde nosotros por momentos no sabíamos si estábamos vivos o muertos.

El Capitán andaba inquieto. Hacia las once de la noche el viento ululaba cortándose en la obra muerta, pero mi primo, inclinándose sobre la pasarela, me dijo a modo de nuevo Virgilio de aquel infernal paraje:

—Fíjate; el viento sopla y el agua no se mueve.

En efecto, fuese que la densidad del océano en aquel sitio, debido a la salinidad, resultara excesiva, fuese otra la causa, lo cierto es que el agua, insensible a la impulsión del viento, permanecía aplastada como una inmensa sábana de caucho batido. No era necesario ser adivino para asegurar un inminente cambio atmosférico.

Annie, despidiéndose de mí, dijo que aquella noche no me acompañaría. Su madre estaba afiebrada, y yo no sé si por efecto de dos whiskies que bebí con el telegrafista, me marché a la cama tan fatigado que me dormí instantáneamente.

A las cuatro de la mañana alguien me tiró violentamente de un brazo. Me incorporé sobresaltado. Quien estaba despertándome era el médico. Lo acompañaban el señor X, agregado comercial a la embajada del Japón, el señor Tubito y el traficante de alcaloides. Este consorcio de vividores me miraba de hito en hito. El médico, una vez que verificó que yo estaba bien despierto, me preguntó:

—¿Usted es el que va agregado a la «Comisión Simpson de Sondajes», no?

—Sí.

—¿Usted es geólogo?

—No… no… yo no soy geólogo…

—Pero usted dijo que nos encontramos sobre las hoyas más profundas del océano Pacífico.

—Sí, pero eso no significa que yo sea geólogo… Bueno… ¿qué es lo que pasa?

El médico se rascó la barbilla y luego con una precisión de lenguaje que no hubiera jamás soñado en un trapalón de su laya, respondió:

—Parece que nos ha cogido el radio vector de un remolino de agua de cien millas de diámetro.

La terminología del médico me extrañó. Él se apercibió y aclaró:

—Yo nunca debí ser médico, sino ingeniero mecánico. En fin, creo que está claro… El buque es arrastrado por un remolino semejante al que se forma en la superficie acuosa de una bañera que se está desagotando. La única diferencia consiste en el diámetro. En la bañera el radio vector del remolino mide cinco centímetros, aquí, cien millas. Así dice el «segundo»…

Me di cuenta de inmediato adonde se encaminaba la suposición del médico. Repuse:

—Creo que su razonamiento tiende a demostrar que se ha hundido un trozo de corteza del suelo oceánico sobre una gran caverna plutoniana. El agua del océano, rodando al interior de aquella monstruosa caverna, forma el remolino que nos arrastra.

—Justamente, eso dice el «segundo».

—Lo que no acierto a imaginar son las dimensiones de semejante caverna —repuso el pintor mejicano.

Respondí:

—Para que pueda formarse una idea de las magnitudes terrestres le diré que la profundidad submarina más acentuada equivale a una ranura de diez milímetros de profundidad trazada en una esfera de un metro de diámetro, aunque lo que menos debe importarnos ahora son todos estos chismes. ¿Qué pasa en concreto?

—Pues desde anoche el jefe de máquinas, dando marcha atrás, intenta sustraerse a la corriente circulatoria que nos ha cogido en su rotación. Sus esfuerzos son vanos. Otros barcos están allí, atrapados como nosotros en la maldita ratonera.

Me vestí apresuradamente. El cielo de la mañana estaba decorado de vastos caracoles de estaño que con lentitud cruzaban hacia el Poniente la bóveda celeste. A través de las extensas llanuras de agua se veían otros buques cuya posición respecto al nuestro se mantenía inalterable, pues eran arrastrados circularmente a la misma velocidad angular que el «Blue Star». Los mástiles tristemente inclinados, los cascos como negros monstruos verticales, componían un dibujo desconcertante.

El señor X, la visera de la gorra hundida hasta la punta de la nariz, me observó:

—Fíjese que la superficie del agua ha cambiado. En vez de estar rugosa parece una rueda de aluminio en rotación.

El símil era exacto. El buque estaba empotrado, por decirlo así, en un inmenso disco de aluminio líquido, que giraba aparentemente con una velocidad periférica de treinta millas por hora. Cada diez horas dábamos una vuelta de remolino completa para acercarnos más al centro abismal.

—Esta vez estamos atrapados —dijo a mi espalda el conde de la Espina y Marquesi—. Podemos encomendar nuestras almas al diavolo.

Yo no soy hombre de experimentar extraordinario entusiasmo cuando se trata de asomarse a un peligro, y de pronto sentí que algo se desplomaba vertiginosamente en mi interior. Tuve la impresión de que me derretía; miraba en redor y no sabía hacia qué dirección escaparme. Haciendo un tremendo esfuerzo me sobrepuse al miedo, dedicándome a observar a mis prójimos. Los oficiales en compañía del Capitán conversaban animadamente en la timonera. A las once de la mañana, todos nos reunimos en el comedor para escuchar al pastor Rosemberg, que comenzó a leernos un trozo de la Biblia.

El tema de lectura del pastor versaba sobre Jonásla profecía de Jonás». Con voz cargada de dignidad comenzó a leer:

«Y tenía dispuesto al Señor un grande pez que se tragó a Jonás y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches.

E hizo Jonás oraciones al Señor Dios suyo desde el vientre del pez.

Y dijo: en mi tribulación llamé al Señor y me oyó. Desde el sepulcro clamé y oíste mi voz.

Y me echaste en lo profundo, en el remolino de la mar y la corriente me cercó, todos tus remolinos y tus ondas pasaron sobre mí».

Aquí el pastor Rosemberg se interrumpió y dijo:

—¡Qué maravillosa coincidencia nos ofrece la piedad del Señor a través de los siglos! No sólo nosotros estamos y hemos sido cogidos por un remolino, sino que en los pasados siglos hubo también un hombre, llamado Jonás, sobre el que pasaron todos los remolinos y las ondas del mar. ¿Y qué sucedió con este hombre Jonás, hermanos míos? ¿Qué pasó? Pues algo muy simple. Lo dice aquí el santo libro:

«Y vino otra vez la palabra del Señor a Jonás, diciendo:

Levántate y ve a Nínive, ciudad grande, y predica en ella el sermón que yo te digo.»

Nuevamente el pastor cerró el libro y dijo:

—¿Qué significa esto? Pues que Jonás salió del vientre del pez grande, sano y salvo, por haber orado al Señor. Y en prueba de que salió sano y salvo del vientre del pez grande, el cual algunos suponen que era un ballena, fue enviado a Nínive a predicar un sermón. ¿Qué significa, vuelvo a preguntar, esta coincidencia de hechos? Pues que nosotros, como Jonás, nos salvaremos y entraremos en nuestras respectivas ciudades para predicar y ensalzar la grandeza de Dios que nos salvó de tan grande peligro como es un remolino.

Mientras el pastor Rosemberg nos edificaba de esta sabia manera, la señora escocesa se golpeaba el pecho con los puños, llevando en cierto modo el compás de la lectura. Las mujeres estaban llorosas; mi primo, sentado en un rincón, trataba de sofocar sus sollozos. El pánico lo había trocado en una criatura. Pero no fue él solo. No. A las tres de la tarde el drama comenzó a convertirse en tragedia. Un tripulante de color oyó una conversación del telegrafista, en la que éste manifestaba que posiblemente seríamos tragados por un embudo oceánico que nos sumergiría en una caverna submarina, y su terror fue tan desmesurado que, sacando de su cucheta un revólver escondido, se descerrajó un balazo en la cabeza al mismo tiempo que se lanzaba al océano. El cadáver del negro, cogido por el mismo torbellino que arrastraba a la nave, flotaba a estribor del «Blue Star» como si una mano invisible lo mantuviera a ras del agua. La gente, para evitar el espectáculo, se reunió a babor.

A las cinco de la tarde mi primo Luciano, completamente aterrorizado, se arrastró hasta su litera. Semejante a un moribundo permaneció allí con los labios despegados y los ojos en blanco.

VIII

Annie, tomada de mi brazo, no se apartaba un solo instante de mí. Los rizos de su cabellera negra enmarcaban un rostro pálido y de grandes ojos, dilatados por el espanto. Yo no sabía a qué palabras apelar para consolarla.

El pastor Rosemberg instaló servicio religioso en el comedor. Annie, a pesar de su gran amor hacia mí, acabó por adherirse al grupo en el cual la señora escocesa, el conde de la Espina, Mariana y la señorita Herder rezaban devotamente a todos los santos. Ab-el-Korda, no soltaba un momento su Corán. A las nueve de la noche supimos que el señor X, agregado comercial a la embajada del Japón, se había colgado por el cuello de una soga.

En el comedor el conde de la Espina y la señora escocesa leían, alternándose, versículos del libro de Job. A las cuatro de la mañana me refugié en el camarote del médico que, convenientemente bebido, explicaba con lengua estropajosa al pintor Tubito y al traficante de alcaloides:

—Cuando el buque llegue al centro del remolino, el eje de vacío lo absorberá como una ventosa hacia el fondo. Nosotros nos deslizaremos a una velocidad fantástica a lo largo de un cono de agua que irá oscureciéndose hasta que el tremendo choque nos despedace en el fondo del abismo.

Yo, recordando mi física de bachillerato, repuse:

—En cuanto lleguemos al centro del remolino, tropezaremos con una corriente de aire vertical en dirección opuesta a la que sigamos, de manera que a causa de la atmósfera desalojada, es muy probable que lleguemos al fondo semiasfixiados.

¡Qué curiosos los fenómenos psíquicos que sobrevienen en los momentos de terror! Yo, que un día antes pensaba ligar mi destino al de la voluptuosa Annie, no me acordaba de ella ahora. Cuando pasaba por el comedor y la veía leyendo en la Biblia el libro de Jonás, entre la pecosa escocesa y el ladrón internacional, pensaba que el aspecto que ofrecía en compañía de esa gente era francamente ridículo. Y, sin embargo, yo no podía evitar tampoco la presión del miedo que por momentos me hacía desplomar anonadado en la primera litera que encontraba. El hijo del emir de Damasco no apartaba la vista un instante del libro santo.

En tierra, a la misma hora, los periódicos comentaban nuestra situación en los términos más dramáticos. La agencia «Argus» describía a doscientos quince periódicos del mundo la situación de los tripulantes de los otros buques (del nuestro no podían tener informes porque nuestra instalación de telegrafía sin hilos estaba averiada) en estas palabras:

«Las tripulaciones de los buques arrastrados por el torbellino han abandonado sus tareas y vagan enloquecidas. Doscientas mujeres y quinientos hombres de diferentes edades se encuentran en los actuales momentos apoyados en las pasarelas de las naves, mirando con ojos dilatados por el espanto los concéntricos círculos de agua plateada que los aproxima cada vez más al centro del hueco del torbellino. En todos los buques han dejado de trabajar los motores, vista la inutilidad de sustraerse a este nuevo tipo de megasismo. Es evidente que se ha producido una catástrofe suboceánica de incalculables proyecciones. El eje del remolino se encuentra en una hoya de las más profundas del Pacífico, 11.500 metros. Es probable que la costra submarina se haya desplomado sobre una excavación plutónica de capacidad incalculable por ahora. El astrónomo Delanot asocia este fenómeno al de las manchas solares en actividad, aunque él, como todos los directores de observatorios, está asombrado de que los sismógrafos no hayan registrado ningún movimiento sísmico cuyo epicentro corresponda al paraje de que nos ocupamos».

Llegó la noche y el espanto de la tripulación aumentó. Varios infelices consideraban a mi primo Luciano como responsable de cuanta desgracia ocurría a bordo. Cuando menos lo esperábamos, el zapatero redimido del tirapié, el apache regenerado, el guardagujas y varios otros malsines se dirigieron al camarote del desdichado, lo tomaron por las piernas y poco menos que arrastrándolo por el suelo lo arrojaron al océano.

En estas circunstancias ocurrió algo que puede calificarse de extraordinario.

Mi primo en vez de hundirse en las aguas o de flotar horizontalmente quedó verticalmente empotrado en el océano, como uno de esos muñecos de celuloide que tienen por base un casquete de plomo. Tan extraña capacidad de sobrenadar les pareció a esos malsines la evidentísima prueba de que Luciano era un brujo y de consiguiente el único responsable de todas las desgracias que nos acaecían. No había tal. Luciano no era un brujo sino un desgraciado que había cometido la imprudencia de endosarse un chaleco salvavidas debajo de su holgada bata.

Cuando vi sobrenadar a mi primo pensé que esta prueba dulcificaría el ánimo de esos borrachos, pero ocurrió precisamente lo contrario, y es que los salvajes, después de cerciorarse de que Luciano estaba vivo, llamándole para ello a grandes voces y después de contestarles él, cogieron cuanto podía utilizarse como proyectil y comenzaron a lapidarlo. Un gancho de hierro se incrustó en la cabeza de mi primo como si ésta estuviera compuesta de la tierna sustancia de un queso de bola y un lingote de plomo dio fin a la vida del desgraciado.

Así acabó mi noble pariente Luciano. Era un hombre singular, aficionado a meterles miedo en el cuerpo a sus prójimos y él mismo miedoso como una liebre. Tenía una singular predisposición para encontrarse en todos los parajes donde ocurre algo que es prudente evitar. Siempre le gustó hacerse el fantasma. Recuerdo que cuando pequeño se envolvió en una sábana y ocultándose en un recodo del jardín, en la noche, bruscamente salió al encuentro de una asustadiza tía, la cual, a consecuencia de la impresión, quedó definitivamente estúpida.

Quisiera poder expresarme acerca de Luciano en términos más encomiásticos, pero estoy seguro de que desde ultratumba él se irritaría si yo hiciera un elogio convencional de sus deméritos. En diversas oportunidades le advertí, y conmigo otros que le conocían mejor que yo, que fuera más circunspecto, pero la vanidad lo perdió. Particularidad curiosa; una quiromante le dijo que moriría en una rueda, y siempre creyó que sería bajo una rueda de automóvil y no la rueda de agua en la que pereció. Por eso huía de las calles de las ciudades, prefiriendo habitar en los pueblos tranquilos y solitarios, pero está escrito que nadie puede soslayar su destino. Si yo hubiese podido salvarle lo habría hecho, pero no me atreví a intervenir, temeroso de que también me asesinaran. El Capitán, desde su timonera, vio consumarse este crimen sin intervenir, inmóvil como un sonámbulo. A las doce de la noche llegaba ya a nosotros, desde el horizonte, el rugido tremendo que producía el agua al ser engullida por la caverna submarina. En cada puente el pasaje formaba corrillos de sombras que gesticulaban espantadas. Arriba, en el espacio, las estrellas lucían como siempre; abajo, el remolino, compacto en su masa acuosa, rotaba como el seguro volante de un motor recientemente puesto en marcha.

Salió la luna y era un espectáculo sorprendente esta llanura de agua convertida en una tersa rueda de plata, cuya pulida superficie refractaba la claridad lunar como un reflector parabólico. En ciertas partes de la nave nos veíamos los rostros inundados de grandes haces de luces y sombras, como si estuviéramos situados en un continente lunar.

A las tres de la madrugada nuestro Capitán, que entonces supe que se llamaba Henry Topman, entró en su camarote y se descerrajó un pistoletazo en la sien.

IX

La disciplina de la tripulación se relajó por completo. El zapatero redimido del tirapié, el guardagujas, el despensero y el cocinero organizaron una francachela monstruosa en el departamento de máquinas. Los cánticos y sus voces subían desde las entrañas del buque, como un coro infernal del centro de la tierra. Cuando el primer maquinista quiso intervenir casi le rompen la cabeza con una pala carbonera.

No marchaban mejor las cosas en otros buques. El «María Eugenia», que traía una tercera clase abundante, fue teatro de diversos excesos. Un grupo de árabes se acuchilló con un grupo de judíos; el segundo maquinista de guardia tuvo que matar a balazos a un fogonero enloquecido de terror; el señor Ralp, un comerciante de la isla de Aoba, asesinó a su mujer y luego se arrojó a las aguas.

Amaneció un segundo día de horror. Como los marineros del «Blue Star» habían abandonado sus tareas, el buque parecía una pocilga. Donde se ponía el pie se tropezaba con montones de basura; una sección de la carga, compuesta de carne congelada, debido a que el servicio frigorífico estaba abandonado, comenzó a heder espantosamente. Parecía que llevábamos un cargamento de cadáveres. La desmoralización se hizo tan ostensible que todos terminamos por armarnos con lo que teníamos a mano, pues no sabíamos si la muerte debía llegarnos de la mano de los hombres o del furor de los elementos.

¿Qué diré de nuestra gente? El conde de la Espina, harto de esperar a la muerte y más harto de leer versículos en la Biblia, atentó contra el pudor de la señora escocesa. La señora escocesa se defendió tan vigorosamente con un paraguas que el pobre conde salió de la reyerta con un ojo reventado. Miss Mariana, en cambio, atacada de una repentina sed de castidad suspendió su compromiso de amor con el radiotelegrafista. Arrodillada en compañía de miss Herder en un rincón del comedor oraba en voz alta, mientras que la señora de Rosemberg, el caballero peruano, su mujer y sus tres cuñadas, formaban un grupo que lanzando alaridos sincrónicamente se golpeaban el pecho como si suplicaran a los cielos que descargaran sobre ellos toda su cólera. Annie, insensible a todo consuelo, permanecía inmóvil en un rincón de su camarote, la vista fija en el vacío, teniendo asida una mano de su madre, que a cada cuarto de hora se incorporaba en la litera y aullaba:

—¡Dios mío, dime quién soy, Dios mío!

Nunca me olvidaré de un caballero pelirrojo, comisionista de motores y artefactos eléctricos. Munido de un hacha había despedazado por completo la puerta de su camarote; cada tanto arrojaba un trozo de madera a las aguas y apoyado en la pasarela se quedaba mirando cómo el trozo de madera acompañaba al buque en su carrera circular. Otro, en el comedor, inmovilizado como un sonámbulo frente a una brújula de bolsillo, seguía con ojos de enajenado el lento rodar de la aguja magnética. Una mujer desmelenada como una furia, con el vestido rasgado sobre el pecho permaneció ocho horas aferrada a un mástil, fija la mirada en aquel redondo espejo de plata, pulimentado por la implacable claridad que caía de los cielos. Luego se desplomó. Estaba muerta.

El bramido de la lejana catarata se hacía cada vez más cercano. El sol ardía en el cielo como un alto horno que vomita haces de llamaradas. El médico, el pintor Tubito y el traficante de alcaloides, rabiosos de sol, de alcohol y de desesperación quisieron secuestrar a miss Mariana y a miss Herder, pero el telegrafista tumbó a balazos al médico y al señor Tubito. El traficante de cocaína se retiró mansamente a la enfermería dedicándose a cuidar al conde de la Espina y Marquesi, que con su ojo vaciado deliraba lamentablemente. Durante su delirio reveló un ingeniosísimo plan de estafa que tenía proyectado con otro cómplice en perjuicio del Banco Canadiense de Venezuela.

Sobrevino un atardecer rojo. La banda de malsines continuaba su francachela en el fondo del compartimiento de máquinas. Se habían desnudado por completo; fue menester cerrar con candado la verja que daba entrada al compartimiento para evitar que aquellos salvajes se lanzaran al puente y cometieran desafueros.

El caballero peruano, su mujer y sus tres cuñadas, miss Herder, miss Mariana, el pastor y su esposa y la agraviada señora escocesa se procuraron unas velas no sé dónde. El caballero peruano extrajo de una de las maletas de sus cuñadas un tremendo crucifijo de oro y organizando una peregrinación por los puentes se pusieron en marcha al son de la canción: «¡Oh, María, madre mía, etcétera, etcétera…!»

Tras de la reja del departamento de máquinas, los brigantes desnudos, al pasar la procesión, le gritaban increíbles obscenidades, pero las devotas y sus acompañantes continuaron imperturbables. El telegrafista abría la marcha con un cirio en una mano y el revólver en la otra.

El hijo del emir de Damasco, postrado en el puente que se extendía frente a la timonera, batía el suelo con la frente al mismo tiempo que oraba la «oración del Miedo». Y en el instante mismo en que la procesión llegaba a popa, resonó furiosamente en el comedor el gong y el contrabandista de cocaína apareció gritando:

—¡Aviones, llegan los aviones a salvarnos!…

X

Del confín partían sordos silbos de sirena, el océano se poblaba de columnas de sonidos. ¡Salvos, salvos! Desde todas las direcciones del cielo aparecieron flotillas de hidroaviones. Yo me eché a llorar como una criatura al abrazarlo al contrabandista de alcaloides.

Esta vez una racha de locura cruzó la nave de un rincón a otro. Las mujeres se arrodillaban en cubierta, de diferentes ángulos salían hombres barbudos y ojerosos, la banda que escandalizaba desnuda en el fondo del compartimiento de máquinas tumbó la verja y en cueros como estaban se lanzaron danzando por todos los pasillos del buque, al tiempo que aullaban de alegría.

Ahora sí que nadie se irritó. Aparecieron cajones con botellas de vino y cerveza. Se bebía. Hubo cantos en coro, todos iban y venían; nadie se lamentaba de los bienes que tenía que perder; en cada pasillo, frente a cada camarote había un tumulto movedizo y siempre renovado de personas que con las manos extendídas ofrecían un vaso de champán, y a medida que aumentaba la alegría de salvarse el ruido humano crecía más resonante…

De pronto me acordé de Annie. Corriendo me dirigí a su camarote. Continuaba allí, sentada a un costado de la litera de su madre. Una expresión extraña aperplejaba su rostro:

—Annie —le grité—. Annie, ¿no me entiendes?

Ella no me miró. Sonriendo con desvanecida sonrisa de criatura, decía:

—No quiero comer. Te digo que no quiero.

Entonces comprendí. Se había vuelto loca.

Afuera zumbaban poderosamente las hélices de los primeros aviones, que partían cargados de resucitados.

—Annie —volví a gritarle—, Annie, ¿no me entiendes?

Y ella repitió:

—Te digo que no quiero.

Entonces me senté tristemente en la orilla de la litera y allí me quedé junto a ella hasta que vinieron a retirarnos.

Bajamos por una escalerilla hasta un bote. Yo iba junto a mi muchacha como un muerto. Un hidroavión se aproximó a nosotros. Annie no pronunciaba una sola palabra. Yo tomé su mano fría. Ella, su madre y yo subimos al aparato ayudados de un mecánico. Entonces la madre, cuando ya estábamos sentados, me dijo en voz baja:

—Ella siempre estuvo enferma. Siempre, sabe.

Y yo supe en ese momento que el médico de a bordo no había mentido.


Publicado el 26 de abril de 2024 por Edu Robsy.
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