Un Argentino Entre Gángsters

Roberto Arlt


Cuento


Tony Berman descargó la ceniza de su cigarro en el piso encerado, y prosiguió:

—Los ingenieros han inventado los fusiles ametralladoras, y eso está bien; porque sin ametralladoras resultaría dificultoso asaltar un banco. Los ingenieros han inventado las granadas de mano, y las granadas de mano son la gracia del Altísimo sobre los hombres de buena voluntad, porque sirven para aliviarles de más de un apuro. ¡Dios bendiga a los ingenieros!...

Así habló Tony, el homicida de pie desnivelado. El achocolatado Eddie Rosenthal, hijo de un rabino excomulgado y de una negra, levantando la motuda cabeza que tenía inclinada sobre su camisa de seda verde, anotó:

—Pido un voto de aplauso para el ecuánime Tony.

Frank Lombardo, especialista en acciones violentísimas, asintió con un visaje de rojiza cara de perro bull—terrier. Tony, reconfortado por estas muestras de admiración, prosiguió:

—Pero lo que no han perfeccionado los ingenieros es la ruleta con trampa. Y eso está muy mal. La ruleta con trampa le permitiría al croupier dirigir la suerte según las conveniencias de la banca. ¡Y las conveniencias de la banca son sagradas!... Ahora bien, señor ingeniero: si ustedes han inventado los submarinos, las ametralladoras y los aeroplanos, ¿por qué no han de inventar la ruleta con trampa?...

El señor ingeniero, representado en la figura de Humberto Lacava, no pestañeó. Hacía tres horas que estos gentlemen de la automática le habían secuestrado, apoyándole el caño de una pistola en los riñones, y ningún hombre razonable se permite discutir este frío y redondo argumento.

El ecuánime Tony se restregó las manos y continuó:

—Señor Humberto Lacava; usted era, o mejor dicho, es el mejor estudiante sudamericano de ingeniería eléctrica de Wisconsin. Estamos informados que su familia reside en la Argentina. La Argentina es un hermoso país, y usted deseará regresar a él. Cuando estudiamos su posición, semejante particularidad nos pareció ventajosa. Si nosotros le hacemos desaparecer, los riesgos de una investigación son tan inmediatos como si usted fuera miembro de una honorable familia bostoniana. Pero nosotros no tenemos el propósito de asesinarle...

—Al menos por ahora —insinuó Frank Lombardo.

Tony Berman continuó:

—Usted ha ganado una medalla de oro en la universidad, y la Argentina tiene derecho a enorgullecerse de su hijo. Fabríquenos usted una ruleta eléctrica cuya bola se detenga en el número que fijemos de antemano. Fabríquenos usted una ruleta con trampa que, estando desarmada, no se diferencie en ningún detalle de una ruleta corriente. Nosotros le pagaremos veinte mil dólares.

Eddie Rosenthal, que sumergido en el sillón de cuero, balanceaba suavemente un amarillo zapatón, murmuró:

—Por la décima parte, me tiroteo yo solo con todo el Estado de Kentucky.

Era nativo de Kentucky, y todos sus pensamientos iban dirigidos a la patria lejana que lamentaba no poder hospedarle entre los muros de su sólida cárcel. Lacava, que apoyaba el codo en la mesa, miró los blancos muros del living—room, y abrió la boca:

—¿Y si me niego?

Nadie podía negarle a Tony Berman don de gentes. Respondióle, amable:

—Entonces no le pagaremos veinte mil dólares. Le meteremos veinte mil balas dentro del cuerpo.

Lacava tomó el vaso de whisky y bebió lentamente. Era un hombre serio. No le gustaban las aventuras turbias; pero la “cosa” no tenía remedio. Los tres asesinos, robustos, afeitados, elásticos, con corbatas de seda adornadas de perlas y solitarios centelleantes en los huesudos dedos, no eran hombres que se detuvieran a darle importancia a la vida de ningún Humberto Lacava y su correspondiente medalla de oro. Por otra parte, no debían ser ellos quienes financiaran el proyectado negocio. A espaldas de los tres actuaría un sindicato del vicio.

Pensaba Lacava y pensaban ellos. El achocolatado Eddie Rosenthal, que evidentemente demostraba una hereditaria inclinación hacia la filosofía, murmuró:

—Hay muchos hombres que se lamentan de que nunca les ha sido concedida una oportunidad...

—Así es —caviló Frank Lombardo, que era corto de palabras y largo de acciones.

Tony intervino, consecuente:

—Nosotros le ofrecemos la oportunidad. Honradamente, usted no puede pensar en escaparse y en defraudarnos. Eso no sería leal, aparte de que nosotros no lo permitiríamos. Usted tiene que fabricarnos un dispositivo eléctrico, que como el de un ascensor, le permita al croupier detener el disco en el número menos cargado de apuestas. Los hombres son seres humanos —yo siempre he sostenido esto— y es razonable que se entiendan sobre alguna base. Usted planeará aquí esa ruleta. De acuerdo a sus dibujos nosotros haremos fabricar las piezas afuera; pero usted montará el aparato en nuestra presencia. De hecho, será nuestro prisionero hasta que haya cumplido con su compromiso. Si le agrada la compañía femenina, no tendremos inconveniente en presentarle algunas damas que sean de su agrado. Dar al hombre lo que es del hombre constituye uno de mis principios.

Lacava no pudo evitar una sonrisa. Aquel sujeto era de cuidado. No en vano le llamaban Tony “el Abogado”. Ciertamente que Tony no se había especializado en jurisprudencia, como no fuera la carcelaria; pero se le adjudicaba el asesinato de un honorable self—made man que se ganaba la vida gestionando ante los políticos la libertad de ciertos convictos. De allí el origen de su apelativo. Su dicción era correcta. Humanamente no se puede ser más exigente con un hombre cuya profesión es descargar la pistola al pecho de sus prójimos.

Humberto Lacava no hablaba. Se acordaba de Buenos Aires, el barrio de Palermo, al tiempo que observaba a los tres hombres entre sus párpados medio cerrados. Tony Berman jamás debió secuestrar a hombre semejante para lograr sus propósitos. Pero Tony no era perfecto. Además, ¿qué daño podían esperar de este sudamericano, delgado, de cinco pies de estatura, que entre las yemas de los dedos se estiraba pensativamente el labio inferior? Finalmente el ingeniero habló.

—Puedo fabricarles la ruleta. Pero quiero por adelantado los veinte mil dólares.

—Mañana le traeremos el dinero —replicó Tony.

—¡All right!...

Después que el achocolatado Rosenthal cerró la puerta con llave, Lacava examinó su prisión. Consistía en un dormitorio anexo a un cuarto de baño. Le bloqueaban sólidos muros. Se habían preocupado por su confort. Había allí una mesa escritorio, un sillón de cuero, libros en un anaquel, un aparato de radio, cajas con cigarros, y frascos con bebidas. Abrió el ropero adosado al muro. Camisas de su medida y pijamas.

Se recostó. Estaba tranquilo. No podía forjarse ilusiones. Cuando terminara de fabricar la ruleta, esta gente, en vez de dejarle marchar con sus veinte mil dólares, le perforarían la cabeza con balas de acero. Y él no volvería a proyectar canalizaciones eléctricas.

El problema técnico era fácil. El disco de la ruleta podía ser frenado a voluntad frente a un número determinado por un juego circular de electroimanes. En síntesis, se trataba de proyectar un freno magnético sincronizado. El asunto era fácil: pero ellos no lo sabían. La imposición de fabricar las piezas afuera obedecía al deseo de privarle de manejar instrumentos que él pudiera utilizar para fugarse. No eran zonzos. Quizá pensaran fabricar ruletas en serie. Veinte mil dólares constituían un capital respetable. Entrevió posibilidades. Sí. El disco de la ruleta comenzaría a ser frenado cuando alcanzase una velocidad determinada, independiente de la fuerza con que había sido puesto en marcha. Sí. Era posible. Las ganancias que acumularía de esa manera un grupo de estafadores podían ser inmensas. Al mismo tiempo debía confeccionar un sistema desajustable de frenaje, de modo que al corregirlo le permitiera ganar tiempo para poder fugarse, porque en cuanto la ruleta funcionara correctamente, ya no lo necesitarían. Esos hombres de ojos azules y mejillas rasuradas le acribillarían a balazos. Ahora bien, Lacava sabía que ni aun armado de un revólver podría reducir a los tres atléticos asesinos que manejaban las pesadas pistolas con más facilidad que él las ecuaciones de tercer grado.

Lacava no era un sentimental. Sabía que a un hombre que posee tamaño secreto, no se le abren las puertas para que vaya a desperdigarlo entre gentes que pueden estar muy interesadas en conocerlo. Ellos, para estimularle a trabajar, le traerían los veinte mil dólares. Él tenía que quedarse con los veinte mil dólares y matar a los tres hombres.

Se quedó dormido.

Por la mañana le despertó el hombre de pie desnivelado. Tony Berman traía en la mano una maleta. La depositó en el suelo:

—Ingeniero, aquí están sus veinte mil dólares —dijo.

Lacava saltó de la cama y abrió la maleta. Allí estaba el dinero. En paquetes precintados de mil billetes de un dólar. Rompió una faja y comenzó a examinarlos al trasluz.

—Son auténticos —aseguró Tony.

—Son —respondió Lacava, pensando que este dinero había sido robado en algún banco. Y no se equivocaba. Tony se explayó:

—Frank le servirá el desayuno. Es un excelente cocinero. Sea indulgente con Frank. Cierto que él ha tomado por caminos torcidos; pero no seré yo quien juzgue al pobre Frank, porque está escrito: “No juzgues si no quieres ser juzgado.”

Mientras que el paticorto se sentaba en la orilla de la cama, sobre la colcha azul, Lacava se preguntó cuál sería la razón que impulsaba a ese hombre a expresarse siempre burlonamente. Retornando a la realidad, objetó:

—Este cuarto sin luz ni aire es desagradable para trabajar.

—No se preocupe. Durante el día tendrá a disposición el living—room. Me permitiré aconsejarle que no intente escaparse. Ni Eddie ni Frank le matarán. Son hombres que tienen una puntería espantosa, y sólo le quebrarán los huesos de las dos piernas. No creo que sea satisfactorio hacer cálculos de electricidad conteniendo los huesos quebrados dentro de las piernas.

Trocó luego el tono burlesco por el grave:

—¿Cree que podrá fabricar la ruleta que queremos?

—Sí.

—Fíjese que nosotros pondremos en marcha el disco.

—Sí...

—¿Y se detendrá la bola donde le indiquemos?

—Sí.

—¿Tardará mucho en conseguir esos resultados?

—No puedo fijarle plazo. Ninguna máquina nueva funciona correctamente en la prueba. Hay que ajustarla, graduarla.

—¿Cuándo piensa ponerse a trabajar?

—Hoy. Necesito un equipo de diseño para ingeniero.

—Todo lo que usted guste.

Tony Berman sonrió satisfecho. Un rizo de romanticismo encrespó su alma de asesino. Dijo:

—Yo siempre aseguré que los ingenieros son la sal de la tierra. Querido señor Lacava, ¿quiere almorzar macarroni hoy?... Frank Lombardo es especialista en macarroni. Señor Lacava, sea amable con Frank que es un buen chico. Cierto que su profesión no se presta para canonizarle; pero, “¿quién puede tirar la primera piedra?”, como dijo Nuestro Señor Jesucristo.

Lacava sonrió con amabilidad. Recordaba su casa de Palermo, sus hermanas. ¿Se imaginarían que estaba en esos momentos secuestrado por una banda de gángsters?... Una rabia fría se desenroscó en su corazón.

Tony Berman, labio sonriente y corazón traicionero, también pensaba:

“Enterraremos a este hombre en el bosque que está al fondo del valle.”

De 36 números, la ruleta marcaba a voluntad del croupier 21 números.

El ingeniero Lacava, de codos en la mesa y rodeado por Tony Berman, Frank Lombardo y Eddie Rosenthal, tomaba notas de las fallas. Tony Berman opuso una vez esta réplica:

—El disco se ha detenido con excesiva rapidez. Se notó la frenada brusca.

Lacava se echó a reír. Eddie Lombardo repuso:

—El disco se detuvo naturalmente. No había corriente.

Lacava trabajaba. Sus manos levantaban constantemente la tapa de la mesa, dividida en numerosos sectores, que, como tapas, estaban asegurados al borde por bisagras de bronce. Lacava trabajaba. Sus ojos vigilaban constantemente las enjoyadas manos de los hombres. Una vez era Tony quien había dejado olvidada su mano sobre una de las bisagras; pero en cambio Eddie y Frank estaban fumando. El ingeniero esperaba. Otra vez eran Frank o Tony los que apoyaban los codos desnudos en las bisagras de bronce; pero Eddie, con los brazos cruzados, miraba la saltante bola de marfil y narraba:

—Una vez, en la ruleta de Florida, el número 14 estuvo 27 días sin salir.

Y era cierto. Los asesinos estaban satisfechos. Lacava trabajaba honradamente. Cada día que pasaba se cumplía más y mejor el ajuste del freno magnético. Los hombres se turnaban para poner en marcha el disco. Frank cantaba:

—Detener en cero.

La bola de marfil revoloteaba sobre los alvéolos metálicos del disco girante, pasaba de los números más opuestos, hasta que, insensiblemente, se engastaba en una casilla, que rodando cada vez con más lentitud, iba a detenerse frente al cero. Y los gángsters aplaudían a rabiar. Tony exclamaba por centésima vez:

—Los ingenieros son la sal de la tierra.

Lacava vigilaba las enjoyadas manos de los hombres. Estaba siempre inclinándose sobre el círculo de electroimanes que graduaba a tornillo. Anotaba cifras, hacía operaciones algebraicas, respondiendo pacientemente a los que le rodeaban:

—Paciencia... Paciencia... Ya quedará ajustada.

En quince días había reducido a ocho los quince números que fallaban. No tenía prisa. Aguardaba su oportunidad. Cuando la ruleta funcionara correctamente, ellos le matarían. Conectando palabras sueltas, podía ya afirmar que los secuestradores eran simples testaferros. Con la ruleta eléctrica se emprendería una estafa a gran escala, y únicamente un ingenuo podía soñar en su próxima liberación. Y él no estaba acostumbrado a trazar cálculos sobre buenas intenciones. Su infancia, transcurrida en los arrabales porteños le había cargado de una socarronería fría y vigilante; no sería el humorismo de Tony “el Paticorto”; pero sí otro humor que probablemente les pondría a ellos los pelos de punta.

Lacava esperaba; esperaba pacientemente.

Los gángsters, sentados alrededor de la mesa, le miraban, ardientemente interesados en verificar cada número en el cual el disco de la ruleta, frenado magnéticamente, parecía que se detenía frente a un número prefijado por efectos de la inercia natural. Lacava espiaba con ansiedad la llegada de un minuto que podía ser fácil, pero que estaba distante. Y los brazos velludos de los asesinos estaban frente a sus ojos, los dedos enjoyados se movían; por momentos los veía como a través de un sueño: el puño de seda de la camisa de Frank, arremangado sobre el codo, la piel oscura de Eddie con los tremendos músculos siempre tensos y vibrantes. Lacava espiaba con ansiedad la llegada de un minuto que podía ser fácil; pero que estaba distante...

Tony, Frank y Eddie se inclinaron sobre el disco que debía detenerse frente al número 36, Lacava sintió que una ola de sangre le abrasaba las mejillas: el desnudo brazo de Frank pasaba sobre la espalda de Tony, al tiempo que Eddie, con sus enormes manos de chocolate, apretaba sobre las bisagras del canto de la mesa, igual que Tony y Frank.

Los tres hombres lanzaron un grito, abrieron desmesuradamente la boca. Lacava acababa de apretar un resorte. Los asesinos se enderezaron bajo la acción de la corriente eléctrica. Paralizados por la superficie electrizada de las bisagras, Eddie, Frank y Tony permanecían envarados, los ojos aterrorizados se dilataban con la mayor abertura de las bocas, que en el comienzo de la asfixia parecían tres agujeros negros.

No podían despegarse de la mesa, y sus cabellos se erizaban bajo la creciente ola de la quemadura que les echaba hacia atrás, semejante a fantoches abrasados por el fuego.

Lacava les soslayó de una rápida mirada; subió corriendo a su dormitorio. Tomó la maleta con los veinte mil dólares y salió. En el garaje oscuro puso en marcha el motor del coupé.

Allí junto a la mesa quedaban pegados tres hombres que se enfriaban lentamente.


(El Hogar, 23 de enero de 1937)


Publicado el 25 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.
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