Era precisamente la hora en que el sol recalienta la selva, poblándola de los espesos vahos vegetales que atormentan a las grandes fieras, empujándolas a buscar los espacios claros para poder respirar. Y entre las fieras que buscaban aire fresco se encontraban ahora el Yacaré y la Boa.
El Yacaré, asoleándose en la orilla del río, permanecía arrojado como un tronco en el fangal, apoyada la achatada quijada en un felpudo de hierba. La Boa, en cambio, estaba enroscada a un corpulento cedro, en cuya corteza se friccionaba un espacio de vientre fenomenalmente abultado.
Sin embargo, más sociable que el silencioso Yacaré, no pudo aguantar mucho tiempo el silencio, y dijo:
—¿Qué novedades cuenta Su Excelencia?
El Yacaré entreabrió los adormilados ojillos y, clavándolos en la Boa, dijo:
—¿Qué le importa a vocé las novedades que dejan de ocurrirme? ¿Le pregunto yo a vocé cómo está su parentela? No. Déjeme vocé tranquilo y no me ponga motes, que caro le ha de costar como la trinque —dijo, y volvió a descargar la quijada verde oscura en la orilla fangosa, mientras que la Boa constrictor, con su hórrida cabeza estirándose horizontal bajo el aéreo entretejimiento de ramas, insistió:
—Pues Su Excelencia no me maltrataría de palabra si supiera de cierto lo que yo he sabido esta mañana. Grande es la noticia, pero Su Excelencia no tendrá el gusto de ponderar que yo se la informe.
Así era de redicha la Boa, a pesar de su espantosa apariencia; pero el Yacaré, inmutable, continuó aplastado en el fangal, mientras que sus hipócritas ojillos espiaban la monstruosa serpiente, que, arrollada al cedro, restregaba su tronco amarillento para terminar de deglutir un jabalí que había atrapado.
Lo que la Boa afectaba ignorar era que había atrapado al jabalí en la jurisdicción del Yacaré, cuando éste, al amanecer, había ido a beber a aquel brazo del río. El Yacaré, interiormente, estaba furioso contra la Boa, que le había quitado una presa apetecida; pero la Boa, con sus ocho metros de longitud, le inspiraba respeto, a pesar de que el Yacaré estaba acorazado por un verdadero blindaje.
La Boa ya se había hecho cargo del secreto resentimiento del Yacaré. Pensó que algún día tendría que reventarlo entre sus poderosos anillos. Todavía no le había llegado su hora al saurio, de manera que hasta entonces convenía mantener floreciente aquella apariencia de amistad. Dijo, afectando un interés que estaba muy lejos de sentir:
—¿Y continúa Su Excelencia tan seco de vientre como el mes pasado?
—Menos brincadeiras, menos brincadeiras señora Boa —rezongó el Yacaré—. ¿Y cuál es la descomunal noticia que no termina de desembuchar?
La Boa, a quien ya se le pudría el chisme, estiró una vara más fuera del árbol su hórrida cabeza y dejando ver el serrucho de su dentadura, entre cuyos triángulos quedaban aún sangrientos trozos del pellejo del jabalí, dijo:
—Pues le diré a Su Excelencia: el Puma ha formalizado sociedad amistosa con el Ciervo.
Fue tal el asombro del Yacaré, que materialmente rugió:
—¡No!...
—¡Sí!...
—¡No!...
—Pues ya ve Su Excelencia. Trato y amistad.
—Pero ¡eso es una inmoralidad! —tornó a rugir el Yacaré—. Y ¿cómo lo ha sabido Su Merced?
—Pues le contaré a Su Excelencia. Y le contaré para que repare cuán extraños son los sucesos que acontecen en este rincón de la selva, y cuán necesario es que nosotros, los Gobernadores Mayores de la Fiereza, vigilemos esta provincia y no permitamos, en manera alguna, que se efectúen alianzas inconsultas o improcedentes.
Calló la Boa y se quedó mirándolo durante un instante al Yacaré, que, atónito, también la miraba; y luego continuó:
—Resulta que anoche, subida la luna, y no pudiendo conciliar el sueño, me dije: “Vamos a ver qué es lo que pasa por el mundo.” Eché a caminar; sin ninguna mala intención de mi parte, debajo de los árboles. Hacía un fresco tan delicioso y la luna brillaba tan armoniosamente, que le aseguro a Su Excelencia que, como una estúpida, dejé escapar a varias liebres que pasaron triscando por al lado. El espectáculo de la madre naturaleza me había emocionado.
—¿Por qué no abrevia Su Merced?
La Boa restregó furiosamente su estómago contra el tronco del cedro y prosiguió:
—¡Maldito jabalí! Lo tengo atravesado en el estómago como una piedra. Bueno, pues como le informaba a Su Excelencia, iba por las ramas del bosque más fresca que una lechuga, cuando de pronto escuché voces distintas, que precisamente porque las reconocí me causaron la impresión de que estaba delirando.
—Bien, bien. —Y aunque el Yacaré entrecerró los hipócritas ojillos, el movimiento de su cola revelaba que estaba bien despierto y atento.
—Una voz, mi querido señor, era bronce, agria y dura, y evidentemente brotaba del gaznate de ese miserable.
—¿Quién es el miserable?
—El Puma.
—Cierto, cierto. Continúe Su Merced.
—La otra voz, fina, suave, completamente femenina, era del Ciervo. Puma y Ciervo, aunque os parezca disparate, se habían sentado en un claro del bosque tapizado de florecilias silvestres. Con suma precaución trepé a un árbol para poderles ver mejor. Allá abajo estaban los compinches; el Ciervo recostado sobre sus sabrosos muslos...
—No me hable de muslos Su Merced que estoy en ayunas y se me hace agua la boca.
—Sobre los cuernos del Ciervo estaba la luna. A su lado, bostezando groseramente con las dos patas estiradas frente a su hocico, estaba el miserable, relamiéndose en paz.
—¿El Puma?
—¡El Puma!
—Continúe Su Merced. —Y el Yacaré, que como todos los de su especie mantenía la cola junto al agua, chapuzó durante instantes en el lodazal; luego, levantando la cola, dijo:— Me han enfermado el estómago los muslos del Ciervo.
Continúe Su Merced, continúe, y hágame gracia de toda descripción carnívora o alimenticia.
—Lo que aquí continúa le pondrá las escamas de punta a Su Excelencia. El miserable le decía al Ciervo, y éste escuchaba muy complacido:
“—Tú y yo nos asociamos para ayudarnos como buenos hermanos. Tú podrás pastar en los prados más hermosos y yo te mostraré algunos donde podrás engordar con la conciencia tranquila. Yo te protegeré contra los ataques de las fieras, siempre que tú, naturalmente, me sirvas de cebo para atraer a los otros animales con tu inocente presencia.
”—La idea no me parece del todo honesta —respondió el Ciervo—; pero tú debes comprometerte a no atacar a mis hermanos los Ciervos ni los Venados.
”—Muy razonable me parece esa exigencia. —Y después de pronunciadas estas palabras, los dos compinches, como si sospecharan de mi presencia, se callaron; luego olieron el aire y yo comprendí que no sacaría nada más en claro de lo que había escuchado. ¿Qué piensa ahora Su Señoría?”
—Pienso que es una inmoralidad —insistió el Yacaré. Y aunque era sumamente bruto, no se podrá afirmar que carecía de sentido común, porque a continuación agregó:— ¿No ha pensado la señora Boa que si las fieras comienzan a pactar alianzas con las bestias que no son fieras, vamos a llegar a una situación en la cual será cosa de preguntarse: ¿Quién se come a quién?
—Eso es lo que yo me digo —repuso la Boa—: ¿Quién se come a quién? Los buenos, quiero decir los malos ejemplos se propagan con una rapidez tal, que cuando queramos acordarnos la selva íntegra habrá fraternizado. —Y como era sumamente política, agregó:— Y los únicos perjudicados seremos Su Excelencia y yo.
El Yacaré volvió a menear las aguas con su cola, de manera que se le derramaron por la corteza del lomo, y dijo:
—Su Merced ha hecho muy bien en hablarme de este asunto, porque será una medida de buena policía indisponer a esos audaces.
—Yo tengo un proyecto —dijo la Boa, comenzando a desenroscarse del árbol; pero el Yacaré se sumergió rápidamente en las aguas, al tiempo que decía:
—No se mueva Su Merced del cedro, que yo tengo el oído muy fino y también tengo un proyecto.
Y aquí el saurio y la Boa bajaron la voz, y durante un largo rato se les oyó cuchichear.
El Puma, encogido en la orilla del brazo del río, con el hocico junto al agua, bebía a sabrosos lengüetazos, cuando se encogió como un resorte y dio un salto hacia atrás, mostrando los dientes.
Frente a él, abierta la tragadora bocaza, estaba el Yacaré. Éste se sonreía:
—¿Qué tal, hermano Puma, qué tal?
Por diez pulgadas había salvado el Puma su hocico de los dientes del Yacaré. ¿Y ahora el muy hipócrita le preguntaba qué tal estaba?
El Puma, de una mirada oblicua, espió el camino por donde podía retroceder. El Yacaré, retrepando penosamente la orilla con sus ganchudas y torpes garras, dijo:
—No tenga miedo, hermano, no tenga miedo y dígame: ¿No le avergüenza a vocé el andar en tratos con un Ciervo cobardón? ¿No se avergüenza vocé de renunciar a las tradiciones de sus padres, de andar en lenguas de los venados como un puma provinciano?
El Puma, erizado el pelo del lomo, retrocedía mostrando los dientes, a medida que el Yacaré retrepaba la cuesta del río. El Yacaré prosiguió:
—Haya paz entre nosotros, hermano Puma. Haya paz y buena amistad. No se diga que he sido yo el que he roto la tregua de Dios...
—¿Y tiene vocé el coraje de decirme eso después del tremendo tarascón que me ha tirado desde adentro del agua?
—Fue para espabilarlo a vocé; pero escúcheme, señor Puma. Vocé se ha convertido en el hazmerreír de la república de los antílopes. ¿Sabe qué es lo que se anda diciendo por allí? Que a vocé el Ciervo le ha hecho comer, mezclada entre la carne, la hierba que pone cobarde el corazón.
Como si un enjambre de avispas le enloqueciera con sus aguijonazos, el Puma apoyó los cuartos traseros contra el tronco de una palmera, al tiempo que manoteaba furiosamente con las zarpas el aire frente a su nariz. El Yacaré, aplastando la verdosa panza en el fango, prosiguió:
—Vocé sabe que a mí no me gusta ocuparme de los asuntos ajenos, pero ¿qué ejemplo es éste que ha hecho cundir en la selva? ¿Qué necesidad tiene vocé de desprestigiarse en compañía del Ciervo? Piense que si la naturaleza le ha dotado de excelentes dientes y sólidas garras, no es para que se ande por los bosques haciendo filantropía con la caza menor.
Súbitamente, el Yacaré se calló y se metió en las aguas. El Puma volvió la cabeza. Allá a lo lejos, arrastrándose cautelosa, avanzaba la Boa.
El Puma arrimó la cola a las patas y se alejó a grandes saltos. Durante un rato cruzó una ruta abierta entre la selva por el paso de todas las bestias; luego, desfogado su malhumor, se echó sobre una rueda negra de hierba quemada por un rayo. No estaba contento, no, ni mucho menos. Las palabras del Yacaré le roían por dentro el amor propio. Lo que no era cierto, es que él se hubiera dejado engatusar por el Ciervo.
¿Cómo lo iba a engatusar el Ciervo si la propuesta había sido de él, el Puma, y no del Ciervo? Pero ¿y si el Ciervo le había hecho meter alguna hierba mágica entre la carne? Muchas cosas ocurrían en la selva sin que tuvieran explicación. Así, ¿cuál era la razón por la cual los Yacarés no devoraban a las Ibis? ¿Existía algún trato entre las Ibis y los Yacarés? ¿Y por qué ellos mismos, los Pumas, no atacaban jamás al Hombre? Sin embargo, a él le constaba que el Hombre, a veces, atacaba al Puma con sus flechas.
El Puma comenzó a lamerse la piel que le cubría las zarpas. Evidentemente, había estado precipitado al cerrar trato con el Ciervo. Sin embargo, ¿de qué manera se podía haber enterado el Yacaré? ¡El trato se había realizado a muchas leguas de distancia de la orilla del río! ¡He ahí otro misterio! Evidentemente, las cosas no marchaban decentemente en la selva. Probablemente el Yacaré hablaba de envidia, porque desde que el Ciervo le servía de cebo, él, el Puma, no tenía que andar errabundo por la selva, acechando durante horas y horas una presa suspicaz. Lo que probablemente sucedió es que el Ciervo, envalentonado con el trato, se debió dejar ir de la lengua y hablar más de lo necesario.
Confiado en el trato habido con su mayor; un tierno Venado mordisqueaba las florecillas de un claro. El Puma se agazapó y, alegremente, describió una trayectoria en el espacio. El Venado, con el cuello roto del zarpazo, se desplomó en el suelo; el Puma lo tomó entre sus dientes y, arrastrándolo, lo condujo hasta la cueva, donde estaba dormitando su asociado el Ciervo. Al entrar el Puma a la cueva, el Ciervo abrió los párpados. El Puma clavó las bolas de vidrio amarillo de sus ojos en los femeninos ojos del Ciervo, y dijo calmosamente:
—He cazado este animal. ¿Quieres ayudarme a desollarlo?
Sin pronunciar una palabra, el Ciervo se puso de pie, dispuesto a obedecer al Puma.
Pero mientras le arrancaba el pellejo al Venado muerto, las lágrimas corrían de sus ojos.
El Puma pensó: “Le servirá de lección. De aquí en adelante hablará menos.”
Tendido cuan largo era, el Puma dormía su excelente digestión. Un ronquido se escapaba de entre las fauces, cuyos belfos, ligeramente separados, dejaban ver la brillante hilera de los dientes. Melancólicamente sentado sobre sus patas recogidas, erguida la cornamenta, el Ciervo meditaba.
Estaba perdido si no encontraba la forma de imponerse al Puma. Cualquier día de estos el Puma podía matarle de un zarpazo. Y ¿cómo escapar a la vigilancia de la fiera? Desde que el Puma había asesinado al Venado lo cuidaba celosamente, y el Ciervo no podía ir al prado sino bajo la vigilancia del carnicero. Sin embargo, no se le ocurría ningún expediente.
Un imperceptible y distante zumbido entre la hojarasca lo hizo poner de pie. El Ciervo salió a la puerta de la cueva.
No se había equivocado.
Allá lejos, alevosa entre la hojarasca, avanzaba la Boa constrictor. Se veía su inmenso tronco triangular ondular entre las hierbas, con las escamas brillantes como si las hubieran espolvoreado de limaduras metálicas. El Ciervo, de pronto, sintió en el fondo de su conciencia el frío imperio de una mirada magnética, y aunque sus finísimos ojos descubrían cualquier objeto pequeño a incalculables distancias, el Ciervo no podía descubrir los ojos que lo miraban en la hórrida cabeza de la Boa. Sin embargo sabía que la Boa lo estaba mirando y pensando en él.
El Ciervo estaba aún a tiempo para ponerse a salvo. Pero sabía, por esa conciencia misteriosa heredada de sus mayores, que la Boa no iba en su busca. El ofidio, deslizándose entre la hierba, dejaba ver su cuerpo triangular y gordo como el muslo de un oso y más largo que el tronco de un tilo. Por momentos parecía una hoja de plata. Avanzaba sigilosa, la aplastada cabeza levantada algunas pulgadas del suelo, impacientes las mandíbulas revestidas de piel apergaminada.
Los ojos pequeños y semejantes a granos de pimienta centellaban con fría luz malvada. El Ciervo comprendió que aún estaba a tiempo para despertar al Puma. Pero el Puma había violado el pacto. Ahora dormía como un cerdo, estirado cuan largo era.
El Ciervo inclinó la cabeza y movió los cuernos hacia la cueva.
La Boa distinguió perfectamente la señal. La Boa tenía hambre, estaba contenta. El plan del Yacaré había dado resultado. Primero estrangularía al Puma, y dentro de algunos días vendría en busca del Ciervo, aunque aquella cornamenta enorme que le adornaba la cabeza lo tornaba incomestible. ¡Y no era cosa de comportarse imprudentemente! ¿Su prima Anaconda no había muerto, precisamente, por devorarse a un Venado, cuyas astas le perforaron el estómago? Pero de cualquier manera, había que exterminar al Puma, cuya presencia, emboscada por la inocente presencia del Ciervo, tenía alarmadas a todas las bestias del contorno.
El Ciervo y toda su raza, desde siglos, le tenían un miedo angustioso a la Boa; pero esta vez una curiosidad cruel y femenina y el deseo de saciar el odio que le daba grandes saltos en el corazón retuvieron al Ciervo en el lugar.
La Boa también acababa de detenerse a la entrada de la caverna. Su hórrida cabeza examinaba la cueva con curiosidad. Grandes manchas de sangre tapizaban el suelo, y el Puma, tendido como un indiecito desnudo, dormía con los belfos entreabiertos, dejando ver la brillante hilera de los dientes.
Con pasos imperceptibles se acercó el Ciervo.
Ahora la Boa se enroscaba sobre sí misma. El Ciervo, golosamente aterrorizado, miró su enorme masa. El ofidio, elásticamente, se concentraba en sí mismo. Finalmente, de la Boa no quedaron nada más que una serie de anillos superpuestos. La cabeza, rígida, horizontalmente dirigida hacia el Puma, vigilaba el momento del ataque.
El Ciervo obedeció la secreta orden; y gritó:
—¡Hermano Puma, hermano Puma!...
El Puma, aún adormilado, se puso de pie. La Boa salió despedida del suelo, se estrelló contra la corpulenta masa del Puma e, instantáneamente, su escamosa franja ciñó el tronco de la fiera de tres anillos contráctiles.
El Puma lanzó un rugido y se precipitó contra la pared de la caverna para aplastar a la Boa. Esta cerró tan bruscamente su ligadura que el salto del Puma se aflojó en un rugido lastimero. La fiera, estirada cuan larga era, maullaba como un gato gigantesco. La Boa, aceleradamente lenta, se dilataba en torno de su tronco.
El Ciervo pensó que la presión de la Boa debía ser terrible. El Puma acabó por lanzar un rugido que se escuchó en toda la selva. La Boa terminaba de aplastarle las costillas; los lazos se hundieron bruscamente en la carne de la fiera; la Boa enroscó otra vuelta en el cuerpo del Puma, y el felino empezó a echar las entrañas por la boca.
El Puma, las bolas de sus ojos fuera de las órbitas, intentó el postrer esfuerzo. Se encabritó para dar un gran salto en el aire, luego se desplomó inerte en el suelo, mientras la Boa multiplicaba sus anillos.
El Ciervo miró alegremente al Puma, lanzó al aire un bramido triunfal y echó a correr. Estaba vengado.
(El Hogar, sin fecha)