Antígona

Roberto Payró


Novela



I. LA BORDADORA

Su belleza era grande, asi como sus ojos negros, llenos de luz; pero nadie hubiera sospechado que bajo esa corteza frájil y hermosa se escondieran un alma varonil y un carácter enérjico.

Aunque hubo un tiempo en que la fortuna sonreía á su familia, ese tiempo habia pasado, como todas las cosas de este mundo, y don Miguel Arelio, su padre, obligado á ganar el sustento por medio del trabajo diario, ocupaba un mal empleo en la Direccion Nacional de Rentas. Sus desdichas no se detenian ahí; Eugenia, la madre querida que la cuidara con tanto esmero en los no lejanos dias de la infancia, herida desde mucho tiempo atrás por una enfermedad incurable, la tísis, iba muriéndose poco á poco, con agonía lenta y dolorosa.

La anciana no abandonaba ya su lecho, y permanecia largas horas adormecida, agobiada por la enfermedad.

Muchas noches pasó Manuela con la vista fija en su madre, escuchando la tos que parecia desgarrarle las entrañas.

Vanos eran todos los remedios; el mal seguía su curso sin que pudieran detenerlo ni los medicamentos, ni los amorosos cuidados de la niña, que no se separaba un solo minuto del lado de la enferma.

Los honorarios de don Miguel eran tan pobres que apenas bastaban para la subsistencia de su familia. Así, las dos piezas ocupadas por ésta en una casa de los confines de la calle Bolívar, estaban tan miserablemente alhajadas que parecían la habitación de la pobreza misma. Sin embargo, el trabajo y la infinita paciencia de Manuela, que trataba de que todo estuviera siempre en órden, parecian llevar á la triste vivienda algo como un rayo de luz.

Nunca desaparecia de su rostro la sonrisa del que espera, y cuando su padre se quejaba de la suerte, tenia tales palabras de ternura y consuelo, que hacia que el buen anciano la tomara en sus brazos, besándola en la frente y derramando una lágrima de agradecimiento.

Manuela era el ángel tutelar de aquella casa, sobre la que el génio de la desdicha habia abatido el vuelo. A pesar de todo, aún eran dichosos, cuando á la tarde, juntos los tres, se prodigaban esas dulces palabras que con tanto placer se escuchan siempre. Pero un nuevo golpe debia herirles.

Hay una enfermedad terrible que se presenta á veces rápida como el rayo.

Las pupilas de la persona atacada quedan de pronto inmóviles, conservando sin embargo el ojo toda su trasparencia y toda su limpidez. Pero la ceguera es completa en la mayor parte de los casos.

Nadie supondria al primer golpe de vista que el paciente está ciego; pero á los pocos instantes se comprende la triste verdad. Los ojos brillan, pero están inmóviles, fijos siempre; parecen mirar un objeto oculto para los demás; el enfermo seria comparable á una persona en éxtasis, á uno de esos elejidos que, segun la religion, perdían casi el conocimiento contemplando en el infinito la imágen del Creador.

Esta dolencia es la amaurósis; nosotros la conocemos con el nombre de gota serena.

Una tarde, al volver de su trabajo, la vista de don Miguel se oscureció de pronto. Vió la sombra, la sombra inmensa que lo rodeaba.

—Qué tienes, papá? preguntó Manuela al ver que se detenía en medio de la habitacion, buscando con las manos un objeto en que apoyarse, mareado por las tinieblas.

—No veo! exclamó él.

—No ves? gritó Eugenia incorporándose en el lecho.

El pobre hombre comprendió al instante lo terrible de su nueva situacion, pero no quiso darlo á entender.

—No te asustes, Eugenia, dijo. Esto no será nada Es un vahido. Pronto pasará. Manuela, llévame a una silla.

La niña tomó el brazo de su padre y lo condujo á un sillon, que estaba al lado del lecho de Eugenia.

—Iré á buscar un médico, papá, dijo Manuela.

—Aguarda; irás luego, si no he mejorado; pero esto pasará, y pronto.

La tarde se deslizó lentamente; los tres permanecian en silencio, adivinando quizá la desgracia que les amenazaba.

Cuando el sol, oculto ya por completo, difunde esa media luz indecisa y vaga, mas débil aún que el resplandor de la luna, don Miguel se levantó lanzando un grito:

—Veo! dijo.

— Ves! preguntó la niña corriendo hácia él alegremente.

—Sí; tengo algo turbada la vista, pero eso no importa. Pronto estaré completamente bien.

—La poca luz.... murmuró Manuela. Encenderé la lámpara.

Y corrió á hacerlo.

Pero apenas se esparcieron por el cuarto los rayos luminosos que lanzaba el quinqué, don Miguel dejó escapar una exclamacion, y como la vez primera buscó un objeto en que apoyarse.

—Apaga esa luz, Manuela, dijo sordamente. Nada veo. Apaga esa luz.

Las dos mujeres quedaron consternadas.

No podian esplicarse lo que estaba sucediendo.

La lámpara fué apagada, y las sombras invadieron de nuevo la habitacion.

—Es estraño lo que me pasa, murmuró don Miguel; ahora veo—¿no estás junto á la ventana, Manuela?

—Sí, papá.

—Es estraño, es estraño, repitió él, y volvió á permanecer silencioso.

Estaba atacado por esa especie de amaurósis que se llama nictalopia; no veia sino de noche, es decir cuando los rayos luminosos están muy debilitados.

Su desgracia era, pues, completa.

Despues de la frugal comida, Manuela se acercó á su padre besándolo en la frente.

—Deja que vaya en busca del médico, dijo. Así mañana podrás estar completamente bueno.

—Vé, respondió el anciano.

Y luego murmuró para sí, como un desahogo:

—Quizás mañana estaré bueno, pero, ¡cuánto lo dudo!

Despues de varios dias de enfermedad, las esperanzas se desvanecieron casi por completo. El médico dió á entender que la dolencia no desapareceria fácilmente, y don Miguel tembló al pensar en la miseria que reinaria en su casa, mientras no pudiera llenar sus obligaciones y asistir á su empleo.

Así es que dia y noche permanecia silencioso, casi mudo. Manuela le prodigaba los mayores cuidados, y se desvivia por complacer en todo á su padre abatido completamente por la desgracia. La niña no tardó en comprender el por qué de su pena. Entónces ella tambien comenzó á cavilar.

Una tarde don Miguel la hizo sentar á su lado. Sus ojos inmóviles estaban húmedos.

—¿Por qué lloras, papá? preguntó Manuela con esa voz dulce que emplean las madres para hablar á un hijo enfermo.

—Si no lloro! murmuró él.

—Sí, lloras, y yo sé la razon. Lloras porque

—Calla .. Eugenia puede oírte.

— Oh! papá! Tu pena proviene de que estás ciego, no puedes trabajar y recuerdas nuestras necesidades...

— Hija mia!

— Pero todo puede arreglarse.

— Ah! si yo estuviera bueno!...

— Pronto lo estarás. Entre tanto yo... trabajaré y todo marchará á las mil maravillas.

— Cómo! Trabajar!... tú! exclamó don Miguel conmovido.

— Sí, papá; yo bordo regularmente y ...

— Calla, por Dios, Manuela. Tú, trabajar! Pobre hija mia.

— Escucha, dijo la jóven, viendo que su padre no accederia con mucha facilidad, y queriendo usar de un medio seguro. Mamá está enferma, necesita cuidados y remedios, así como tú. Estamos tan pobres que dentro de poco no tendremos ni siquiera qué comer. Cuando ese instante llegue, qué será de tí, y sobre todo qué será de ella! ...

— Tienes razon. ¡Pobre Eugenia!

— No te acongojes, papá; yo trabajaré!

Don Miguel se resistió aún, pero al dia siguiente Manuela salió en busca de trabajo.

Desde entonces su familia no careció de lo necesario, gracias á ella.

Inclinada sobre el bastidor, sin descansar un instante, buscaba por medio de su habilidad en el bordado, un poco de dinero con que sostener á sus desgraciados padres. En la vecindad no se la conocia mas que por «La Bordadora».

Despues de tres meses de enfermedad, don Miguel recibió una esquela en la que se le notificaba que habia sido separado de su empleo, á causa de su prolongada ausencia. Pero la jóven no se afligió por ello. Tenia esperanzas, y apenas habia salido de la niñez. No conocia la sociedad y creía que todos eran nobles y buenos, porque ella lo era. Su alma pura é inocente habíase encontrado al despertar con dos almas gemelas, las de sus padres, niños viejos, que amaban la paz del hogar, y que no separándose de él, ignoraban las miserias del mundo y las infamias de los hombres. En tal escuela poco aprendió de la ciencia de la vida, por suerte ....

Cuando brilló para ella el sol de la juventud, solo fué para enseñarle el camino de la abnegacion por sus padres. Eugenia, postrada en el lecho, necesitaba cuidados; no se separó un instante de su cabecera . La pobre habitacion en que ocultaban su estrechez á los ojos de todos, pedía una persona que hiciese de ella una morada risueña. Manuela tenia la juventud, y todo cuanto la rodeaba parecia revivir á su contacto, porque la juventud es la alegria...

Una noche su pobre madre, ahogada por la fatiga, revolcábase en el lecho. El aire faltaba á sus pulmones doloridos, y sufria un martirio insoportable.

Manuela, desconsolada, corrió en busca de un médico.

A la puerta encontró á un jóven, que ocupaba una habitacion contigua á la suya y que por primera vez le dirijió la palabra. Hasta entonces habíase limitado á saludarla cuando se encontraban en el patio de la casa comun.

— Señorita ¿sale Vd. á estas horas? preguntó él. Son ya las once.

— Sí, señor Gonzalez; mi madre se agrava y...

— Va Vd. á buscar un médico?

— Justamente.

— Qué médico?

— El doctor Alvarez.

— Ah! sí; vive aquí á la vuelta. Permita Vd. que vaya yo.

— No, señor; de ningun modo....

— Es que nada tengo que hacer; son las once y hace mucho frio; no salga Vd. Es cosa de un minuto; yo iré. Además no debe Vd. separarse de la señora...

Manuela no opuso resistencia, y el joven salió. Poco despues volvió acompañado por el médico.

Desde aquella noche Ernesto Gonzalez no dejó pasar un solo día sin informarse de la salud de los enfermos. Muchas veces permanecia largas horas con ellos, haciéndoles por medio de su conversacion olvidar, casi, sus desdichas.

Gonzalez era un excelente jóven. Causábale admiración ver los infinitos cuidados de que Manuela rodeaba á sus queridos padres. Poco á poco esa admiracion fué convirtiéndose en un sentimiento que se le parece mucho: el amor. Quien ama admira.

Manuela, por otra parte, merecia ser amada.

Cuando Ernesto la conoció no pudo explicarse lo que sentía. Creíase cerca de una divinidad, y experimentaba al propio tiempo algo como si la pasion y el temor se agitaran mezclados en su alma. La amaba y lo sabia. Pero lo sabia vagamente, sin darse cuenta de ello. Era como si presintiera el despertar de su corazon, dormido hasta entónces. Una vez, sobre todo, le conmovió su presencia. Don Miguel dormia en un sillon. Eugenia agobiada por la enfermedad estaba en ese estado semejante al sueño, pero que tanto dista de él, en que se ven visiones horrorosas, en que uno parece descender vertiginosamente á los abismos... Manuela, junto á su madre, bordaba, dirigiendo hácia ella, de vez en cuando, sus ojos que decían tántas cosas. Cuando Ernesto entró, saludóle afablemente y volvió al punto á su trabajo.

La imágen de Manuela, sentada junto al lecho de su madre, no se separó desde entónces de la imaginacion de Ernesto. Aquel día comprendió que la amaba.

II. LUCHA SILENCIOSA

Desde entonces todos sus pensamientos fueron para ella. La joven habia despertado su corazon, lo habia hecho latir por vez primera; comenzaba á vivir.

Hasta aquel dia, Ernesto ignoraba lo que es amar. Su juventud habia pasado entre los trabajos y las desdichas. Luchando á todas horas contra la miseria, no habia tenido tiempo para pensar en esos sentimientos que elevan el alma y la acercan á lo infinito. Cierto es tambien que, apartado por completo del mundo, no habia encontrado en su camino uno de esos séres que impresionan, arrastran y hacen que se les adore; la mujer era para él un enigma; el amor un misterio. Era ignorante, pero bueno y de brillante inteligencia. Apenas estuvo dos años en el Colegio Nacional; la muerte de su padre le obligó á salir de él para dedicarse al trabajo, de modo que su instruccion, interrumpida muy en los principios, era nula ó poco menos. Sin embargo esta ignorancia era suplida en parte por su instinto natural. Adivinaba el mundo, pero no lo conocia. Su alma cándida á veces, se tornaba perspicaz en muchas ocasiones; entonces era dificil engañarlo.

Al comprender que amaba á Manuela, conoció que ese espíritu inocente y puro era un tesoro, y que, por lo tanto, le sería disputado.

—¡Si ella me quisiera! murmuraba á veces.

Si ella lo quisiera! Entonces le sonreiria la dicha,. seria feliz. Pero había un obstáculo que se oponia á su cariño. El era pobre, muy pobre. Trabajaba en una casa de comercio y su sueldo reducido apenas bastaba para él solo.

¿Cómo ofrecerle, pues, su amor?

El queria para Manuela todas las comodidades. Ambicionaba una corona para ponerla á sus piés. Casarse con ella era por lo tanto imposible.

¿Cómo sostener una familia, con dinero tan escaso? ¿Cómo hacer desgraciada á una mujer, sacándcla de una miseria para llevarla á otra miseria, mayor aún? El la amaba demasiado para ofrecerla su mano. No lo haría hasta que la fortuna se hiciera mas propicia.

La lucha era inmensa, pero nada, en el exterior, revelaba las tempestades que rujian por dentro. Acostumbrado á sufrir, Gonzalez supo ocultar á la vista de todos su pena y sus dolores.

A veces, cuando estaba solo, estallaba su ira. Con los ojos humedecidos y las manos crispadas, pedia al cielo la razon de su pobreza. Entonces envidiaba á los que se pasean ostentando insolente­mente su dinero y su poder. Pero pronto reaccionaba.

— Toda cambiará, decía. La fortuna me ha de favorecer como á tantos otros. Tengo confianza en ella.

Y el sol del siguiente dia alumbraba el mundo sin que su suerte hubiera mejorado.

Aquel amor lo torturaba, porque no tenia una persona amiga en cuyo pecho pudiera depositar sus penas. El amor necesita expansion, al menos él lo creia así. Los dolores parece que se aminoran cuando se confían á un amigo.

Manuela, entre tanto, trabajaba para sus padres. Cuando Gonzalez entraba á visitarlos, sonreía. ¿Por qué? Porque el jóven llevaba siempre consigo un poco de alegria, algunas palabras de consuelo para los dos infelices ancianos, cuya existencia hubiera sido un martirio insoportable sin el amor de un ángel: Manuela, y la amistad de un hombre: Ernesto.

—¿Y por qué mas? ¡Quién sabe!

— Gonzalez ama á Manuela, decia algunas veces Eugenia á su esposo.

— Por qué lo supones? preguntaba él.

— Porque nunca la mira.

— Estás loca!

— No; esa es la verdad. No la mira porque teme, que sus ojos digan lo que ocultan sus lábios. De vez en cuando fija en ella la vista, pero inmediatamente la separa. Su modo de conducirse es afectado. La quiere, no tengas la menor duda.

No se engañaba, ya lo hemos dicho.

— Y ella? preguntó un dia D. Miguel.

— Creo que no deja de amarlo un poco.

— Cómo lo sabes?

— Esta mañana la dije que Ernesto la queria. Ella se turbó. Ya ves que hay razon para sospechar.

— Ernesto es un excelente jóven! añadió el ciego, como hablando consigo mismo.

—Si se casara con ella!....

— Te parecería bien?

— Oh! ya lo creo! exclamó la madre. Manuela sería dichosa á su lado.

— Oh! Si yo pudiese ver esa felicidad! Pero, por desgracia, no hay esperanza! Estoy atado á las sombras!...

El médico habia dejado comprender que la enfermedad era incurable. D. Miguel estaba condenado á vivir rodeado de tinieblas!

— De qué hablan Vds.? preguntó Manuela, que acababa de entrar.

— De... nada, contestó el anciano que no podia encontrar una mentira para salir del paso.

La niña volvió á permanecer silenciosa. Adivinaba que ella era el objeto de la conversacion.

— Oh! si pudieras ver cómo trabaja! murmuró la anciana. Pobre niña! y un acceso de tos la impidió continuar.

Manuela se levantó.

—Toma el remedio, mamá, dijo. Es ya la hora.

— De todos modos será inútil, suspiró ella sin dejar de toser.

— Qué quieres decir? Si pronto estarás buena: el médico me lo ha dicho. Dentro de pocos dias no toserás más.

— Es cierto, no toseré! contestó la madre, pensando en la muerte.

— Dices eso de un modo!...

— Es que no me engaño, hija mía. Comprendo que pronto habré dejado de sufrir... y para siempre.

— Vaya! Cállate Eugenia, dijo D. Miguel enjugándose una lágrima que pugnaba por salir de sus ojos inmóviles. El médico asegura que antes de un mes estarás buena.

— Los médicos aseguran tantas cosas!...

En ese instante se presentó Ernestom poniendo de este modo fin á una conversacion que amenazaba ser muy triste.

Aquel hogar era tranquilo. Pocas veces se quejaban los pobres mártires. Cualquiera que entrase en aquella casa diria que la felicidad se habia detenido allí, tal era la resignacion con que sufrian sus dolores aquellas almas heridas por la mano de la desgracia que habia hecho de ellas su presa. Todo en el exterior era sonrisas; todo en el fondo lágrimas. Manuela tenia inmensas energias; el trabajo que hubiera postrado á una naturaleza menos firme, era para ella un consuelo y lo consideraba como el cumplimiento de un deber que la habia señalado el destino; se enorgullecia al pensar en que sus padres se lo debian todo....

Una tarde Eugenia la llamó á su lado.

La cabeza de la enferma, reclinada en las blancas almohadas, parecía la cabeza de un moribundo.

— Manuela, murmuró.

— Qué quiéres, mamá?

— Ven... aquí... mas cerca... tengo que hablarte.

Manuela se acercó.

— Pronto voy á morir, prosiguió ella: ya apenas siento dolores y sé que los que estamos atacados por esta enfermedad cesamos de sufrir cuando la muerte se acerca.

— Pero mamá ¿a qué hablar de eso? dijo la jóven sollozando.

— Quiero que te acostumbres á la idea de la separacion. Deseo que el terrible instante no te tome de sorpresa, para que no sufras mucho!...

— Madre mia!

— Pero tambien voy á pedirte algo.

— Pedirme! Pero si todo lo que tengo es tuyo! Sabes que te pertenezco.

— No por entero.

— Qué quieres decir?

— Amas á Ernesto, no es verdad?

— Oh! mamá!

— Dílo, no calles. Uno debe avergonzarse de los malos, pero no de los buenos sentimientos! Y el amor es, Manuela, algo de lo mas noble que el Hacedor ha puesto en nuestras almas. Le quieres ¿no es cierto?

— Pues bien, dijo la niña titubeando aún, creo que sí.

— Hija mia! murmuró la anciana.

Luego permaneció largo rato silenciosa.

¡Quién sabe qué proyectos hacia para el porvenir de ese pedazo de su corazon!

— Amale mucho, dijo despues; él lo merece. Es un noble jóven y será

s dichosa.....

— Pero si él... se atrevió á suspirar la niña.

— El te ama; yo lo sé.

Manuela besó la mano de su madre. ¡Ss silencio queria decir tantas cosas!

Ernesto no sabia nada de lo que pasaba. Siempre en su pecho existia la misma silenciosa lucha entre la esperanza y el desaliento. A fuerza de desear la vida del espíritu, anhelaba el oro, fuente de la vida material. Para él la riqueza ó la medianía, significaban la felicidad. Sus esperanzas le sostuvieron mucho tiempo.

Un dia uno de sus superiores le llamó aparte.

— Mi sócio y yo estamos muy contentos de Vd., le dijo, y hemos resuelto aumentarle el sueldo. Desde hoy será Vd. nuestro segundo dependiente, y si sigue como hasta aquí, no dude Vd. que lo haremos adelantar.

Gonzalez volvió á su casa radiante de alegria; habia visto el porvenir de color de rosa.

A la noche fué á ver á sus amigos, y les relató su dicha. D. Miguel le estrecho la mano.

Manuela, turbada, no acertó á decir una sola frase.

Las horas pasaron alegremente; la felicidad en su volar inconstante parecia que en ese momento se hubiera detenido sobre aquellas tres personas.

Sin embargo el aumento de sueldo era muy pequeño; pero con él iba envuelta una promesa!....

Cuando Ernesto se encerró en su habitacion, habia cambiado. No estaba abatido como de ordinario: su rostro expresaba el contento mas grande.

— Trabajo! Trabajo! murmuraba. Tú lo vences todo, tú sabrás ,ayudarme!

Y se durmió feliz y descuidado.

III. EL RIVAL

En un café de los mas centrales de la Capital, estaba de codos á una mesa, teniendo por de1ante una copa de rom, un hombre como de veinticinco años, no mal parecido y de porte elegante.

Armando Dupont, llamado Házlo todo, era una persona escepcional.

Hijo de padres franceses habia recibido una buena educacicn, que, á la verdad, de mucho le servia.

Las nueve de la noche acababan de dar en el reloj del café. Armando bebió el contenido de su copa, y luego pidió la segunda y un diario.

Media hora haria que estaba leyendo, cuando penetró al café otro jóven, exajeradamente vestido á la última moda. El bigote rubio muy perfumado, las manos, que jugaban con un rico baston, cubiertas de fino guante, los pantalones angostos, cayendo sobre el botin de media vara, y eljaquet muy corto, é imitando atrás las alas de un pato recien nacido.

— Creía que no ibas á venir, dijo Dupont.

— Son las nueve y media tan solo.

— Siéntate y pide alguna cosa.

El jóven, sentándose, pidió. chartreuse.

— Me has citado para un asunto importante. dijo Dupont. ¿Qué asunto es ese?

— Ya te lo diré. ¿Estás pronto para ayudarme?

— En todo y por todo. ¿Qué es lo que deseas?

— El hecho es que estoy enamorado.

— Sí. Pues ahórcate!

— Déjate de bromas.

— No bromeo sinó cuando es necesario.

— Es que ahora las chuscadas están demás.

— Las suprimiremos, entonces.

— Puedes encontrar el medio de que yo entre á casa de ella, tú, el hombre de los espedientes?

— Si no hay cosa mas fácil! ¿Pero quién es ella? ¿Dónde vive?

— En la calle Bolívar.

— Cómo se llama?

— Manuela Arello.

— Mañana me enseñarás la vivienda de esa jóven. Estudiaré el terreno para poder sitiarla con todas las reglas del arte, porque comprendes que sin saber de quien se trata no puedo hacer nada por tí.

— Eres una joya, Armando.

— Muchas gracias Lindoro.

Este último se levantó.

— Espera, dijo Dupont, riendo alegremente. ¿Crées que yo voy á pagar? No tengo dinero.

— Es justo, respondió el jóven.

Luego pagó y al salir del café:

— Mañana á las doce me esperarás aquí mismo, dijo.

— Sí, eh? Yo me levanto á las cuatro y media. Tú me esperarás á esa hora.

— Bien.

— Vas al teatro?

— Si. — Te acompañaré...

— Pero si no tienes dinero!...

— Y eso qué importa? Creo que tu lo tienes y me basta.

Los dos amigos salieron.

Dije al principio que Dupont era conocido generalmente por Hazlo todo. Este sobrenombre tenia su razon de ser. Nada era dificil para él; todo lo sabia, pero cierto es tambien que todo lo sabia mal. Su mayor placer era asegurar siempre lo contrario de lo que otro decia. Su inteligencia, su talento, mejor, hubiera dado ópimos frutos, si el vicio no se hubiera apoderado de él.

Desde mucho tiempo atrás vivia del juego y del dinero de sus amigos. Por otra parte sabia atraerse la proteccion de los que, intelectualmente, valian menos.

No habia fiesta á que no se le invitara; era un bufon de buena sociedad. En una mesa bebia y comía mas que cualquier otro, sin cesar de hablar, y haciendo reir á todos los circunstantes... Pero, apesar de esto, jamás se le vió beodo; nunca daba ocasion para que se rieran de él; sabia que cayendo en el ridículo estaria perdido. Sus compañeros no seguirian sufriendo el yugo de su superioridad.

Hubiera sido simpático para cualquier persona, si hubiese dejado de ser perverso. Pero escondia su maldad como el gato esconde sus uñas.

Entre todos sus amigos el que al parecer, se llevaba su cariño era Lindoro Acuña, el petimetre que hemos presentado hace un instante. ¿Por qué? Nadie sabia la causa. La verdad es que Dupont era el instrumento del jóven, y que nunca le negaba nada.

Acuña era rico, porque sus padres lo eran. No se ocupaba mas que de divertirse. Todos le respetaban, no por él: por su familia. Su nombre era sinónimo de riqueza y poder en la capital entera, de modo que todas las atenciones eran para Lindoro, que ni por su talento, ni por su instruccion las merecía...

Cuando terminó la funcíon los dos jóvenes salieron del teatro y como de costumbre, se fueron á cenar. Reuniéronse á ellos varios amigos, personas que formaban en las filas de los que pasan su existencia de diversion en diversion y de fiesta en fiesta, durmiendo de dia y apareciendo cuando el sol está á punto de ocultarse.

Al llegar á los postres Lindoro alzó su copa.

— Señores, me caso, dijo.

— Yo haré el epitalámio, gritó uno de los comensales que se creía poeta.

— Hombre al agua! murmuró otro, casi anonadado por el vino que habia bebido.

— Brindo por mi futura! prosiguió Lindoro.

— Quién es ella? preguntaron varios.

— No puedo decirlo.

— Y cuándo te suicidas? dijo un chusco.

— Dentro de dos meses.

Armando miró á su amigo.

— Ni tu harás el epitalámio, dijo al poeta, ni Lindoro es hombre al agua. No se suicida, es decir, no se casa. Lo cierto es que le gusta una chica, pero ¡qué diablo! no se encadena uno á una mujer por el mero hecho de que le guste. Si fuera así yo tendria que hacerme musulman!

— Bien dicho! esclamó el poeta.

— Eres un tonto, dijo Armando por lo bajo á Acuña. Estas cosas se tienen calladas.

— Es verdad, respondió él.

Hazlo todo, declama un poco, murmuró el borracho.

— Dejáte de declamaciones, respondió el pseudo vate. Para ir declamar se vá á los teatros. Si quieres que te recite mis últimas poesías....

— Sí, sí, esclamaron algunos.

Se compuso el pecho, abotonóse el jaquet y comenzó con voz enfática.


Á UNOS OJOS

Si os viera como yo os ví
Ojos, César, que atrevido
Dijo: Vine, vi y vencí,
Sin duda dijera así:
Vine, cegué y fui vencido.
 

— Eh! gritó Armando. Quieres hacernos pasar gato por liebre? Esos versos son de Quevedo y si no para probarlo, voy á decirte la estrofa siguiente, que es esta:


Yo vine, donde el volver
Será morir, y acabar;
Y vi donde el mismo ver
Fué ocasion para cegar
Y gloria del padecer.
 

— Ya ves que no puedes engañarnos. Nos insultas al creernos tan ignorantes.

— Es cierto; nos insulta! murmuró el borracho que en su vida habia abierto un libro.

— Fué una broma y nada mas, dijo esforzándose por reir el derrotado bardo. Brindo por la mujer! esclamó tratando de hacer olvidar su fracaso, por medio de la algazara.

— Por la mujer! gritaron todos, alzando las copas, simultáneamente.

Los jóvenes estaban, en su gran mayoria, en ese estado que tan poco dista de la embriaguez y que se le parece tanto.

— Yo no brindo, dijo uno; no brindo porque la mujer es la fuente de todos los males!...

— Es cierto, murmuró el borracho haciendo pesadamente una señal afirmativa con la cabeza.

— No es verdad, contestó Armando. A la mujer se lo debemos todo. Y sinó recordemos á nuestras madres!...

— Tiene razon! dijo el borracho.

— No tengo razon, añadió él; queria solamente demostrar á Alberto que no sabe lo que dice. Sin la mujer, no hubiéramos nacido, y no seríamos tan desgraciados.

La escena era animadísima y repugnante. Los manteles manchados estaban cubiertos por los vasos medio vacíos. Los ojos de los circunstantes resplandecian con la fosforencia de la embriaguez. Llegaron los licores, y se levantó una algarabia infernal. Todos hablaban á la vez, todos gritaban....

Las cabezas de algunos se movian pesadamente á uno y otro lado de los hombros, abrumadas por el alcohol. Dos ó tres jóvenes dormian ya, con los brazos estirados en la mesa, y el rostro caido sobre el mantel. Lindoro era uno de ellos.

Dupont contemplaba aquella escena sonriendo sarcásticamente.

— Oh juventud que prometes tanto á tu patria, murmuraba, pues el vino, aunque no habia turbado sus ideas, le hacia filosofar. Aquí estás. Yo te veo... Blasonas de tener sentimientos nobles, y vienes aquí á olvidarte de que vives. Luego dirán que yo soy el abyecto, porque no peroro ante el mundo, defendiendo la virtud! Y estos? .... Dicen que son puros y se emborrachan!.... Gritan que el país no abre .sus puertas al adelanto, que no se protejen las tras que las artes no se desarrollarán nunca á causa de que nadie les tiende la mano ... Y luego, en lugar de dedicarse al estudio, en vez de aprovechar su inteligencia, van anonadándola entre todo lo infame; hé aquí los talentos de la República, los talentos jóvenes de que hay que esperar tanto, ocupados en vaciar botellas..... Bah! Pero qué me importa! Gracias á eso vivo yo; si no tendria que trabajar. «Tout est pour le mieux au monde», como decia Pangloss, el de Voltaire!

Y agitando á Lindoro, le despertó.

— Vamos; voy á llevarte á tu casa, le dijo.

— Yo .... puedo .... ir.... solo .... Estoy .... bien ....

—Bah! Estás ébrio. ven, vamonos.

Y lo llevó consigo.

Al dia siguiente á las cuatro y media, Lindoro. esperaba á Dupont, que no tardó en presentarse.

— Estás bueno? preguntó.

— Sí, por qué?

— Como anoche no estabas muy bien que digamos.

— Eso pasa pronto; ya no tengo nada.

— Me alegro; ahora hablemos de tus asuntos. Recuerdo que dijiste que piensas casarte. ¿Es verdad?

— Sí.

— Con ella?

— Con ella.

— Permite que me ría.

— Por qué?

— Porque eres un tonto.

— Muchas gracias.

— Voy á probártelo. ¿Cuándo la conociste? ¿Qué has visto en ella? ¿Cómo te has enamorado?

— La conocí hace un mes, en casa de una modista que me relató su historia. Su familia ha ocupado una buena posicion, pero hoy está en la miseria. Su madre está tísica, su padre ciego. Ella borda pára sostenerlos. En fin, es un ángel!

— Has leído novelas?

— Sí, ¿por qué me lo preguntas?

— Porque es mala comida para un cerebro hueco como el tuyo. Has tomado por ciertas cuantas patrañas has visto en las obras del viejo Hugo. Los amores de Dea y de Gwynplaine, de Marius y Cosette , de Cuasimodo... En fin, te has vuelto romántico ó crees serlo.

— Yo la quiero!

— Y te casas con ella? Vaya un tonto! Ámala pero no te cases. Casarse es renunciar á la vida.

— Quizá tengas razon.

— El tiempo te lo probará. Yo haré que puedas visitar á tu Manuela, y ya verás como antes de dar el paso que separa la vida tuya con la muerte del que se casa, has de arrepentirte. Vamos, pongámonos en camino. En la calle de Bolívar ¿nó?

— Sí.

Media hora despues Armando y Lindoro se separaban.

— Vete á esperarme en tu casa, dijo Dupont. Iré á comer llevando resuelto el problema.

— Estás seguro del triunfo?

— No, pero de todas maneras te prometo hacer lo posible por salir airoso con mi plan.

— Adios.

— Espera. Tengo algo que preguntarte. Si la familia de Arello está en la miseria ¿cómo es que habita esa casa? Es demasiado grande y los alquileres...

— Ocupan en ella dos piezas solamente.

— Ah!

— ¿Qué más quieres saber?

— Eso me basta. Puedes irte.

— Si no puedo entrar á esa casa por otro medio, trataré de vivir en ella, pensó al quedarse solo. Tengo que tener contento á Lindoro: me conviene que asi sea.

Al ir á pasar por quinta vez delante de la casa de Manuela vió salir á Gonzalez.

— Vivirá este aquí? se preguntó examinándole con cuidado. Si así fuera me alegraria infinito.

Ernesto caminaba en direccion contraria, de modo que pronto estuvo cerca de Dupont.

— Gonzalez! exclamó este.

— Caballero?

— ¿No te acuerdas de mí?

— No, señor, dijo el jóven despues de mirarle atentamente.

— Soy Dupont. No recuerdas que estuvimos juntos en el Colegio Nacional?

— Es verdad! Como hace ya diez años de eso! Cómo estás? Dónde te has metido que hace tanto tiempo que no te veo?

— Es cuento largo y estoy ahora de prisa. Aquí tienes mi tarjeta; ve á visitarme á casa.

— Yo vivo en aquella de que acabo de salir. Cuando pases por ella, entra á estrecharme la mano.

— Lo haré. Adios.

— Adios.

Y Armando al alejarse murmuraba.

— Si no se alegra Lindoro, que el diablo lo lleve, amen.

Subió al tramway, y pocos minutos despues estaba junto á su amigo.

— Cómo te ha ido? preguntó Acuña, dominado por la impaciencia.

— A las mil maravillas.

— Encontraste el medio de que yo la visite.

— No me llaman Hazlo-todo?

— Si.

— Entonces?...

— Tienes razon; vamos á comer.

— De mil amores; tengo ,un apetito .... atroz!

— Cuándo podré ir á verla? preguntó Lindoro una vez que estuvieron sentados á la mesa.

— Dentro de un mes.

— Cómo!

— Si; necesito hacerme amigo de la familia ante todo, para poder presentarte.

— Es cierto; nada se te escapa. Pero, podrás hacerlo?

— Con toda facilidad.

— De qué manera?

— Un amigo mio vive en la misma casa. Hace diez años que no nos veíamos, pero él es un excelente muchacho, que no me ha olvidado. Le visitaré, trataré de que me presente á sus vecinos y... yo sé captarme las simpatías de cualquier persona, y el viejo será mio. Esto es lo que se llama bloquear una plaza fuerte y bloquearla bien.

— Vales un Perú! ¡Cómo podré pagarte lo que haces por mí!.....

— No pagándomelo. Es lo único que puedes hacer.

Y luego añadió para sí:

— No busques la retribucion, que yo sabré encontrarla y será mas grande de lo que piensas.

Despues de comer, Lindoro invitó á Dupont para ir al teatro. El no aceptó. Eso era política. Queria hacerse pagar caro, y rehusaba.

— Iremos al café, entonces, dijo Lindoro.

— Gracias, tengo que hacer y me voy inmediatamente.

— Irás á cenar con nosotros esta noche, supongo.

— Imposible; estaré ocupado hasta muy tarde. Adios.

Y salió.

Lindoro, fumando con toda tranquilidad un rico cigarro habano, dejóse llevar por sus pensamientos que nada tenian de sublimes á decir verdad. Porque nunca se ocupaba mas que de su ropa, de su calzado, del modo de peinarse, de adquirir ademanes llenos de gracia... Media hora estuvo al espejo, ántes de ir al teatro, pero al salir podia decirse que vestia irreprochablemente.

Dos dias despues Armando visitó á Gonzalez.

— Te has acordado de mi? preguntó éste al verle entrar.

— Ya lo ves. He venido.

Las relaciones se estrecharon. Dupont habia escondido las uñas y Ernesto cayó en el garlito. No podia suponer que el jóven fuese impelido por un móvil tan infame, asi es que se dejó engañar fácilmente.

Diez dias despues, le presentaba á la familia de Arello, cuyas simpatias supo atraerse por medio de su hábil política. Dupont habia trabajado bien.

Esa misma tarde envió á Acuña la siguiente esquela:

Lindoro:

Dentro de una semana podré presentarte á la bordadora y á su estimable familia.

Armando.

Al otro dia por la maañana recibia un anillo con un magnífico brillante, y una carta en que su amigo le invitaba á comer con él.

— Bien! pensó. Ya comienza á pagarme mas carode lo que se sospechaba.

IV. CONFERENCIA

Aquella misma noche fué Dupont á visitar á Ernesto. El jóven era ya su amigo porque, como es natural, no sospechaba de él. Así es que lo recibia con marcadas señales de contento, como se recibe siempre á una persona querida. Armando no lo ignoraba; veia en Gonzalez tal candidez, tan inmensa confianza, que creyó desde el primer momento poder servirse de él para la realizacion de sus planes. Pero debía desengañarse pronto.

Al jóven no le cabia su amor en el pecho, anhelaba depositarlo en un amigo, contárselo todo; desahogarse era una necesidad.

Y á quién elejir que valiera mas que Armando?

El número de sus amigos era reducido.

Así pues, elijió á Dupont para confidente. Ernesto creia que el alma de aquel hombre era semejante á la suya. Le habia oido hablar del amor con sumo respeto, asi como si sintiera veneracion por los que aman.

— Creo que eres mi amigo, le dijo.

— Y no te equivocas.

— Estoy seguro de ello, y voy á probártelo. Necesito mostrar á alguien lo que guardo dentro de mi, lo que me hace soñar despierto.

— Estás enamorado?

— Sí.

Ernesto calló un instante. Había hecho lo mas dificil, que es empezar.

— De quién? preguntó Armando.

— De Manuela.

— De Manuela!

— Qué! Te asombra?

Dupont no contestó; habia estado á punto de venderse.

— No me asombra, dijo por fin. Pero ¿la conoces bien? ¿Estás seguro de que es buena? ¿La quieres verdaderamente?

— Si la conozco? Ya lo creo! No hay en el mundo criatura mejor. —Dia y noche trabaja para sostener á sus padres. — Vivo en su misma casa y me preguntas si la conozco bien! Ciego seria si no hubiese visto su abnegacion... y su martirio! Pero qué! Su padre que es ciego no deja de verlo. ¿Que si estoy seguro de que es buena? Armando, la mujer que se olvida de que es jóven y hermosa para dar toda su existencia á las personas que ama, es un ángel; y Manuela lo es! ¿Que si ya la quiero verdaderamente? Escucha...

Y Ernesto se detuvo un instante.

— Las paredes de este cuarto me han visto llorar muchas veces, prosiguió. He llorado porque veia mi impotencia. Soy pobre, muy pobre y no puedo aspirar á casarme con ella, porque me seria imposible darla ni aun lo mas necesario. Nunca la he dicho que la quiero, ni se lo diré hasta que pueda ofrecerla una posicion. ¿Crées que la amo?

— Sí, dijo Dupont.

— Crees que es buena?

— Sí.

— Puedo conocerla bien?

— Si,

— De modo que. . .

— De modo que te puse un pero, y que tú me demostraste que no debia existir.

— Me alegro.

— Te ama ella?

— No lo sé. Ya te dije que no la he confiado mi secreto, secreto que nadie conoce mas que tú y yo.

— Yo lo guardaré. Pero no te ha dado á entender por miradas, ó palabras, ó hechos que tu amor es correspondido? No has visto en ella nada que te lo haga suponer?

— No; me demuestra amistad, cariño de hermana.

— Debias haber tratado de sondar su corazon, de ver si te quiere.

— Es tan dificil!

— Nada es dificil cuando uno se pone á ello.

— Pero ¿cómo lo haré?

— Deja eso á mi cuidado.

— Cómo! tú. . .

— Si; en una de las visitas que haga á casa de Arello trataré de saber si Manuela te quiere.

— De veras!

— Te lo aseguro.

— Cuánto te lo agradezco!

— No me lo digas, pues de otro modo no te creeré.

La amistad me impele á ayudarte; no lo hago porque me lo agradezcas.

— Y cuándo irás?

— Mañana.

— Por qué no ahora?

— ¡Cuánta prisa tienes! ¡Así son todos los enamorados! Hoy me es imposible ir á casa de Arello; tengo que hacer; pero mañana iré, te lo he prometido y yo cumplo siempre lo que prometo.

Armando salió.

El agradecimiento del jóven era grande. Reconocia el talento del francés como le llamaban en el Colegio Nacional, y no dudaba que con su ayuda no le seria dificil ni aun tomar á la luna por los cuernos.

Dupont, entre tanto, llegó al Hotel Frascati, donde habitaba, subió á su cuarto y despues de encender una lámpara, sentóse á meditar. Preparaba, sin duda, alguna combinacion, pues sus cejas arqueadas, decian claramente que estaba muy preocupado. Largo rato despues acercóse á la mesa y tomando papel y pluma escribió lo que sigue:

«Estimado Lindoro: «Un negocio urgente me obliga á emprender viaje hoy mismo para el Rosario; de modo que me es imposible seguir, por ahora, ayudándote en tu empresa.

«De todos modos, te comunico con sumo disgusto que veo difícil la realizacion de tus planes.

«Manuela ha sido pedida á sus padres y se casará. dentro de poco.

«Si quieres luchar todavia, avísame al hotel esta misma noche; pero es mejor que te dés por vencido.

«Luego hablaremos mas largamente, si es que lo deseas.

«Te esperaré hasta la una y media.

A. D.»

Luego puso un sobre á su carta, llamó á un criado y la envió á Colon, al palco número 18. Tenia la seguridad de que Acuña estaba allí.

— Esta carta no lo obligará á desistir, murmuró en cuanto estuvo solo, al contrario; he puesto fuego á la pólvora. Pero ¡qué importa! Ya encontraré yo medio de que desaparezca de la escena.

¡Es tan tonto que sin mi ayuda no podrá hacer nada!

Comenzó á pasearse á grandes pasos por su habitacion.

— Veamos. Creo que no me alcanza el dinero, dijo al cabo de un rato. Tengo que permanecer quince dias sin ver á nadie y necesito algunos nacionales.

Registró su escritorio, y halló en él cerca de cuatrocientos pesos.

— Es demasiado, prosiguió. No creia tener tanto. Diez mil pesos de la antigua moneda, poco mas ó menos.... soy casi millonario.

Despues de un instante de silencio:

— Es verdad que anoche gané, dijo. Estaba de suerte. El pobre vate ha sido muy desgraciado. Bah! Se consolará con las musas y le robará versos á Quevedo, como la otra vez!. ...

Media hora despues se presentó Lindoro.

— Con que estás de viaje! exclamó al entrar.

— Sí; tengo que hablar con un hombre político del Rosario que trata de fundar un periódico y quiere nombrarme director; partiré mañana en el Tridente.

— Y me dejas...

— Es necesario: ya sabes.... el porvenir antes que todo.

— Tienes razon.

— Hablemos de tí. Ya habrás resuelto abandonar tu empresa amorosa, supongo.

— Al contrario! Nunca he querido mas á esa mujer!

— Bien lo sabia yo.

— Eso prueba que me conoces. Los obstáculos me irritan y mi amor crece á medida que se presentan....

— Así debieran ser todos los hombres.

— Y no lo son?

— Bah! Quieres compararte con ellos? Crées que hay muchos tan brillantemente dotados como tú?

— Te burlas!

— Nunca he hablado con mayor seriedad.

Allora vi ringrazio.

— Hablas en italiano?

— Voy á Colon durante toda la temporada lírica.

— ¡Cómo tendrás de música la cabeza! Pero hablemos sériamente. ¿Qué intentas hacer con respecto á Manuela?

— Escribirle una carta y luego....

— Y luego?

— Si me contesta iré á verla sin presentacion preliminar, si no, haré que me presenten.

— Bien pensado!

— Y cuando vuelvas seguirás ayudándome?

— Sin duda ninguna.

— Gracias! gracias! dijo Acuña estrechándole la mano.

Armando lo miró.

— Qué lindo alfiler de corbata llevas! dijo .

— Lo quieres? Es un ónix.

— Tiene una ancla de pequeños brillantes en el centro. Es muy bonito!

— Guárdalo, hombre. Toma...

— Qué! Piensas deshacerte de él!

— Llévalo como un recuerdo mio.

— No, de ningun modo.

Acuña lo colocó sobre una mesa.

— Ahí lo dejo; si no lo quieres puedes tirarlo.

— Qué tonto eres!

— Deseaba hacerte un regalo y no sabia qué elejir. Te gusta mi alfiler, yo te lo ofrezco. ¿Qué cosa mas natural?

— Ciertamente.

— Y volviendo á Manuela, qué me aconsejas tú que haga?

— Que sigas tu plan; no puedes hacer nada mejor.

— Qué te ha parecido la chica?

— Así, así. Es regularmente bonita....

— Pues á mí me parece muy bella!

— Vaya, no te disgustes por eso.

— No, respondió secamente.

— Ya sabes que sobre gustos ....

Acuña no contestó.

Al poco rato y tomando su sombrero se preparó á salir.

— Escríbeme todo cuanto te pase, dijo Armando.

— Con qué direccion.

— Mándame las cartas á este mismo hotel; yo pediré que me las envien; tú olvidarias las señas.

— Perfectamente. Hasta la vuelta.

— Hasta la vuelta, Lindoro.

Acuña salió.

— Le ha hecho efecto mi frase, murmuró Armando. Es regularmente bonita.... Si hubiera dicho que es una hermosísima mujer.... Con que va á escribirle una carta? Ja! ja! ja! ¡Qué plan tan bien urdido!... Acuña tiene ideas maquiavélicas.

Y el jóven se arrojó en un sillón, riéndose de su amigo.

V. HAZLO-TODO

— Preparemos las cosas, murmuró al poco rato.

Y levantándose, apretó el boton de la campanilla eléctrica.

— Señor? preguntó un criado presentándose.

— Vas á hacerme un favor, Francisco.

— Ordene Vd.

— Mañana me mudaré de aquí; y no quiero que se sepa dónde voy.

— Perfectamente.

— Como se han de recibir cartas para mí, deseo que las guardes tú. Enviaré á buscarlas. A cualquier persona que te pregunte dónde estoy, le dirás que en el Rosario. ¿Entiendes?

— Sí señor. Pero si averiguan á dónde voy á enviar las cartas ¿qué contestaré?

— Que las dirijes á Juan Murray ó Augusto Lúcas ó cualquier nombre que se te antoje, en aquella ciudad, y que ese individuo está encargado de entregármelas. ¿Has comprendido bien?

— Sí, señor.

— Te olvidarás?

— Oh! no!

— Toma para que no pierdas la memoria; el dinero es tan eficaz como los palitos de las pasas.

— Gracias, señor, no me olvidaré, pierda Vd. cuidado.

— Mañana á primera hora me buscarás un peon de confianza para que lleve los pocos objetos que tengo aquí.

— Sí, señor.

— Ahora puedes irte.

El criado salió.

A las doce del siguiente dia, Armando se alojaba en un pequeño hotel, situado cerca de la habitacion de Manuela.

— Va á permanecer el señor mucho tiempo en casa? preguntó el intendente ó mayordomo.

— Unos quince dias, poco mas ó menos, que le abonaré ahora mismo.

Dupont quedó instalado. Esa noche fué á ver á Ernesto, como se lo habia prometido.

— Escondiéndome así, pensaba en el camino, Lindoro no podrá incomodarme con sus tonterias y no me pedirá que lo lleve á casa de Manuela. Las cartas, si es que me escribe, me pondrán al corriente de todo lo que haga..... Ganaré la partida!

Ernesto lo esperaba.

— Vas á ir ahora? le preguntó al verlo.

— Sí.

— Te acompañaré?

— No.

— Por qué razon?

— Porque necesito tener libertad ámplia y completa. Ya comprendes que ella delante de tí trataria de ocultar sus sentimientos, si son favorables.

— Es verdad.

— Al salir de casa de Arello entraré á verte.

— Te espero entonces.

Gonzalez quedó en la mayor ansiedad.

¿Qué resultaria de aquella prueba?

El lo ignoraba. Mil dudas hacian presa de su mente.

— Me amará? No me amará? ¡Dios mio!

Y cada minuto era un siglo. El tiempo pasaba con espantosa lentitud. Ernesto contaba los latidos de su corazon, midiendo por ellos cada segundo que trascurria...... En su impaciencia paseábase á grandes pasos por la habitacion, sin cansarse, sin detenerse un momento.... Tenia fiebre: estaba en una inmensa sobreexitacion de los nérvios..... Temblaba sin temblar, si se me permite la frase. Sentia por todo su cuerpo una especie de fluido, algo como si una corriente eléctrica pasase bajo su epidérmis...

Entretanto Dupont habia entrado á casa de Arello.

Eugenia dormia. Don Miguel tenia entre sus manos una de Manuela, acariciándola sin cesar; la niña, sentada á sus piés y con la vista fija en su semblante, lo miraba con cariño.

Dupont, despues de saludarlos, habia ocupado una silla cerca de ellos. La conversacion se arrastraba lánguida y entrecortada. Armando no se atrevia á romper el fuego. Pero poco despues, haciendo un esfuerzo, comenzó el ataque.

— Veamos si lo quiere, se dijo.

— Estraño es que Ernesto no haya venido, añadió en alta voz.

— Es verdad, contestó el anciano.

Manuela miró á su padre.

— Hace tiempo que anda preocupado, prosiguió Armando. Creo que hay amores de por medio.

— Sí? esc1amó la niña, sin poderse contener y con ese acento indefinible del que quiere estar seguro de algo que le hace daño.

— Sin duda! Hasta he oido que amenudo pronuncia un nombre de mujer.

— Qué nombre?

— No puedo decirlo. Eso seria revelar un secreto sorprendido por mí. Sin embargo puedo asegurar que yo la conozco y que es digna de que se la ame, dijo él sonriendo.

Manuela, permaneció silenciosa, bajando la cabeza.

Dupont no necesitaba mas. Sabia á qué atenerse.

— Lo ama, pensó.

Luego pasó á conversar de otras cosas.

Cuando se retiró estaba plenamente convencido de que la niña amaba á Ernesto.

El jóven le esperaba con impaciencia cada vez mayor. Al verle detuvo su paseo permaneciendo

de pié en medio de la habitacion; su rostro demostraba que la esperanza y el temor sostenian una ruda batalla en su pecho. No acertó á pronunciar una palabra.

— Sentémonos, dijo Armando.

Ambos se sentaron en silencio.

— Escúchame con calma, dijo por fin el jóven.

— Qué! Tienes malas noticias para mí? ¡Bien lo sabia yo!

— Espera.....

— Que he de esperar! Todo lo adivino. Ella no me quiere, ni me ha querido jamás, ni me querrá lo que es peor, mil veces peor.

— Espera te digo. Tengo que esplicarme. No pretendas comprender antes de haberme escuchado. Ten mas calma, repito.

— Te escucho! exclamó nerviosamente Ernesto.

— ¿Sabes algo de historia?

— No; ni me importa.

— Sin embargo si la supieras, conocerias una de las mas nobles figuras que nos ofrecen los tiempos fabulosos. Era una mujer y se llamaba Antígona. Cuando Edipo, su padre, se arrancó los ojos al saber el crímen que cometia, arrastrado por el destino, y desapareció de Tebas para ocultar su desdicha á los mortales, Antígona, olvidándose de todo, dejando amor y patria y familia, salió en su busca. No tardó en encontrar á su padre, y desde entonces fué su guia, no separándose de su lado un solo momento.

— A qué viene eso?

— Manuela es la nueva Antígona. No pensará en amar, mientras don Miguel necesite de su brazo.

— Ah!....

— Qué! Vas á llorar? Ten esperanza, hombre, no te amilanes. Mereces su cariño y ella te lo dará tarde ó temprano, pero por ahora no te ilusiones. La niña no ha pensado en tí.

Ernesto hizo una transicion.

— Cómo lo sabes? preguntó con ira.

— Dispénsame si no te contesto. Estás muy agitado. Todo te lo diré cuando te calmes.

— Ya estoy tranquilo!

— Pues, hablé de tí, y ella dió muestras de la mayor indiferencia. Llegué hasta decir que estabas enamorado de otra, pero ni un movimiento, ni una exclamacion, ni un suspiro ...

— Sigue! Sigue!

— Entonces me convencí de que no te queria.

Ernesto volvió á pasearse desesperadamente.

— Puede haber finjido! exclamó deteniéndose de pronto.

— Lo crees?

— Lo espero por lo menos!

— Quizá tengas razon.

— Sí, sí! Ha finjido! No puede ser de otro modo La quiero tanto!.. Es imposible que no me ame; si así fuera, si ella no me amara, el Dios en que creo, sería injusto... y no lo es!

Ernesto estaba convencido de lo que decia. Armando buscó un medio para concluir de engañarlo.

— Una jóven de dieciseis años y capaz de engañar! ... murmuró en voz bastante alta para que el jóven le oyese. ¡Qué pobre idea de su espíritu dá ese hecho! ... ¡Oh! ¿Por qué se esconderán almas capaces de finjir en cuerpos tan hermosos? El amor noble no se oculta, el amor indigno huye las miradas de los demás ...

Gonzalez, de pié en medio de la habitacion, tenia la vista fija en Armando, cuya cabeza caía sobre el pecho, en ademan de íntima pena.

— Crees tu eso? preguntó con enerjia.

— Qué? dijo Dupont, fingiendo asombro.

— Lo que acabas de decir.

— Pero si yo nada he dicho!. ...

— Que Manuela, es capaz de finjir; que su semblante es una máscara que oculta su corazon que ....

— Oh, no!

— Ni yo tampoco!

Y el jóven se dejó caer en una silla, ocultando la cara entre sus manos. Armando se levantó...

— Adios, pobre amigo, dijo. Ten valor. El mundo es así: un caos de infelicidad en que apenas se alcanza á distinguir una luz!....

Y salió de la habitacion.

VI. LA MUERTE

El jóven no durmió aquella noche. Imaginábase la vida triste y dolorosa sin el amor de Manuela, que era para él la única aspiracion, el único lazo que lo uniera verdaderamente al mundo. Pobre pária, sin familia, sin amigos, cifraba toda su dicha en su cariño inmenso, que creia fuese recompensado y correspondido. Pero Armando le habia hecho creer que su sendero, en que crecian flores hermosas, estaba cubierto de guijarros y espinas en que dejaria los trozos de su alma y de su corazon. A las primeras palabras del jóven, sus ilusiones habian emprendido el vuelo, así como una bandada de palomas al escuchar el disparo de la escopeta del cazador. ¿De qué le servia esperar? Manuela no le amaba; es decir, su vida era un infierno. ¡Cuán inmensas proporciones asume una pasion al encontra obstáculos! Los simples caprichos se convierten en amores; la pasion verdadera pasa á ser un tormento eterno, un suplicio terrible que se hace mas doloroso cuanto mas tiempo pasa, cuanto mas lejos se encuentra el que ama del objeto amado, cuanto mas imposible es ese amor.

Todo era negro al rededor del jóven. Cuando las primeras ráfagas de luz tiñeron el oriente, salió á la calle. —Corrió al Paseo de Julio. —Todo estaba solitario y silencioso. —Apenas se escuchaba ese murmullo, imperceptible casi, de la ciudad que despierta y comienza á moverse y agitarse.... El río de la Plata se rizaba apenas á impulsos del aire y en su crespa superficie cabeceaban algunas embarcaciones, con ese dulce movimiento que se imprime á la cuna de los niños. ¡Que triste le pareció ese despertar de la naturaleza! Entre las hojas cantaba uno que otro pájaro, haciendo recordar el campo de los alrededores; los árboles del paseo dejaban caer á sus piés las gotas de rocío que la noche habia depositado en sus ramas; el rio murmuraba al lamer mansamente las escaleras de piedra y los anchos maderos del muelle.... Todo para Ernesto era doloroso. Comparaba el canto de las aves con los gemidos de su alma, las gotas del rocío con las lágrimas que habia derramado, el murmullo del agua, siempre igual, siempre el mismo, con la monotonía de su existencia sin amor y sin esperanza!...

El rumor, poco antes imperceptible, fué aumentándose. De cuando en cuando una ráfaga llevaba á sus oidos el éco de las pesadas ruedas de los carros que hacian retemblar las calles. Ya se veia claro. El horizonte negro hácia el poniente, estaba rojo en la línea en que las aguas parecen unirse con el cielo. Los faroles comenzaban á apagarse uno por uno, y en los tres largos muelles que se internan paralelamente en el rio, se notaba ya algun movimiento. Pocos instantes despues el rumor se convirtió en algazara. El sol habia salido y las piedras parecían brotar gente. Las aguas vivamente coloreadas por la luz poderosa del astro, tomaron ese color ceniciento verdoso, peculiar á los riós. Gonzalez miraba todo sin darse cuenta de ello ... Su alma estaba en tinieblas, y tinieblas veia en torno suyo. El ruido lo mareaba; habia pasado la noche sin dormir y su cerebro parecia entorpecido completamente. La imágen de las personas que pasaban cerca, llegaba á él confusa, vaporosa...

Comenzó á caminar á lo largo del paseo, pero como un autómata, sin saber lo que hacia... La ciudad habia despertado ya... Oleadas de ruido iban á herir sus tímpanos, produciéndole una sensacion de dolor. Dieron las ocho. Su cuerpo pareció volver del letargo en que yacía. Sintió hambre. Entró á un café y se desayunó. Luego, con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos en los bolsillos, se dirigió tristemente á su trabajo, para ocuparse de él todo el dia, sin ganas, con esa especie de amodorramiento que sufre quien tiene el espíritu herido de muerte. Así pasó casi una semana. Salia muy temprano y volvia á su casa, cuando todos dormian en ella. Tenia miedo de encontrar á la jóven; no queria verla. E iba apagándose poco á poco, sufriendo mas cada hora que transcurría, sin ilusiones, sin esperanzas...

Entre tanto en casa de Manuela tenía lugar un drama doloroso.

La enfermedad de Eugenia estaba ya en su último período. Pasaba largas horas silenciosa, adormecida. La tos habia cesado por completo, pero la muerte se acercaba á grandes pasos. Todo era inútil ya; la enferma estaba colocada en esa pendiente rápida que conduce de una á otra existencia, sin que la mano del hombre pueda poner un obstáculo para detener en su caida á la persona que resbala por ella.

D. Miguel, sentado á la cabecera del lecho, miraba con los ojos del espíritu á la infeliz moribunda, estreclando á veces entre las suyas la mano sudorosa de Eugenia. Manuela rodeaba á su madre de cariñosos cuidados; la esperanza habitaba todavia en su corazon, derramando en él algo como un bálsamo suave y bénefico que calmaba sus dolores. Pero Eugenia no se daba ya cuenta de ello. No veía á su hija, no veía á su esposo. La vida material habia cesado casi por completo; la vida pura del espíritu, libre del cuerpo, iba á comenzar.

No solo inquietaba á la jóven el estado de su madre,sino tambien la prolongada ausencia de Ernesto que, como se sabe, no se presentó en su casa en esos dias.

Eugenia iba decayendo cada vez mas. El cútis de su rostro completamente demacrado, iba tomando poco á poco un color azul blanquecino, que le daba un aspecto de cadáver.

Una mañana, sin embargo, pareció revivir. Sus ojos; tenian luz, no estaban apagados y adormecidos como en los dias anteriores. La anciana vió á Manuela que se inclinaba á ella con esa tierna solicitud que tienen los hijos buenos por sus padres cuando estos están postrados en el lecho del dolor. Su primer mirada fué para ella, la segunda para D. Miguel, que estaba á su lado.

— Estoy mejor, murmuró, mucho mejor— Acércate, Manuela; mas cerca aún; así: ... quiero verte— Ahora tengo esperanza; deseo estar pronto buena. Y lo consiguiré.... ¿no es verdad?

— Oh! sí! mamá! exclamó la jóven.

D. Miguel dejó escapar un sollozo y tomó entre las suyas una de las manos de su hija. El no se engañaba!...

— ¿Por qué lloras? prosiguió Eugenia. No seas tonto! Dentro de poco no tendré ya nada!...

Pero esta lucidez solo duró un instante. Un segundo no mas brilló en la pobre vivienda ese relámpago de alegria. La tarde pasó tristemente.

La respiracion de la anciana fuése haciendo cada vez mas dificil. Sus pulmones aspiraban con ánsia, pero faltaba el aire para ellos. Al anochecer hubo que mandar buscar el médico, pues la enferma se revolcaba, asfixiándose....

— Nada resta que hacer, murmuró el doctor. Tiene ya cavernas en los pulmones.

Y se retiró prometiendo volver mas tarde.

Lo que siguió fué terrible. Presa de convulsiones espantosas, la enferma se agitaba violentamente en el lecho, con sacudidas inmensas, la mirada fija en el vacío y los lábios espumantes.... Mil veces hubiera caido si Manuela, ahogada por las lágrimas, perdido casi el conocimiento, loca de angustia y desesperacion, no la hubiese sostenido, agotando en esa dolorosa tarea sus débiles fuerzas de niña....

D. Miguel estaba anonadado... Creía que las tinieblas que lo rodeaban eran mas grandes, mas espantosas que nunca.... Lloraba.... queria gritar, pero parecíale tener un nudo en la garganta, nudo que lo ahogaba martirizándole, volviéndole loco!...

Sin embargo, la escena era silenciosa. Ninguna de las tres personas dejaba escapar una palabra. Solo de cuando en cuando salía del pecho de Eugenia , algo comparable á un rujido, á un estertor.... algo sobrehumano, algo de ultratumba.

Parecía que el alma de la muribunda sostuviera una reñida batalla con el cuerpo, y que ambos lanzaran en el calor de la lucha gritos de esos que se oyen solo en los combates ....

Ya Manuela, agotadas las fuerzas, iba á renunciar á su noble tarea, cuando las convulsiones de la enferma fueron disminuyendo. Un instante despues yacia con los ojos cerrados y el rostro vuelto hácia el techo.... Se la hubiera creido muerta, si no-hubiese continuado ese estertor que conmovia todo su cuerpo....

Manuela se arrodilló á la cabecera de la cama. besando y mojando con sus lágrimas una de las manos de la enferma que pendia fuera del lecho. Ni D. Miguel ni ella pronunciaron una sola palabra.

El médico entró, silencioso tambien. Tocó las estremidades: estaban frias. Tomó una vela de sobre una mesa y levantando el párpado de la muribunda, le presentó de lleno la luz.

La enferma hizo un movimiento. Cerró inmediatamente los ojos, y murmuró con voz apenas inteligible:

— ¿Porqué.... no me dejan .... en paz?... ¡Abrirme los.... ojos!

Luego volvió á permanecer silenciosa. Dos horas despues su rostro se contrajo, sus ojos se abrieron de nuevo y un ronquido se escapó de su pecho. Despues.... silencio! Los párpados entornados dejaron ver sus ojos vidriosos. Habia muerto ....

D. Miguel se arrojó sollozando en brazos de su hija.

— Eugenia! .... rugió, mordiendo el pañuelo.

— Madre mía, suspiró Manuela cayendo de rodillas ante el lecho, anonadada por su desgracia inmensa.

Luego el silencio de la muerte volvió á reinar en la habitacion.

VII. AL ROSARIO!....

Lindoro Acuña habíase dirijido á su casa, inmediatamente despues de la entrevista que tuvo con Dupont en la de este último.

Púsose á reflexionar, una vez que estuvo cómodamente arrellenado en un sillon, sobre la mejor manera de acercarse á la dueña de sus melancólicos y románticos pensamientos.

— Lo de la carta, pensaba, no está mal urdido, pero ¡qué diablos! puedo encontrar un medio mas fácil y sencillo. Esto de esponerse á que le den á uno una negativa rotunda, no es diplomático!...

El jóven miró su reloj.

— Las once, murmuró. Es aún muy temprano. ¿Qué puedo hacer en casa? Vamos! A la calle!

Y saliendo de su casa dirijióse al teatro Colon.

— Este Armando! decia entre dientes. Me ha hecho ir á buscarlo para hablar de tonterías, para decirme que renuncie á Manuela. ¡Vaya! ¡vaya! Entre tanto he perdido la funcion!....

Despues de un instante de silencio:

— Me parece que Armando tiene razon, prosiguió. La muchacha no es tan bonita que digamos.... y luego es.... así no mas.... Yo ocupo una posicion en la sociedad y ella al fin y al cabo es una bordadora.... ¡La bordadora! como si dijéramos la que hace zapatillas para el que las desea. ¡No me caso, ni pretenderé hacerlo! ¡Qué más quisiera ella! ¡Rebajarme hasta ese punto! No, no!.... He sido un tonto!

Y caviló durante un momento.

— Sí, dijo por fin. Eso es! Bien pensado! La enviaré un billete citándola para cualquier parte. Pero, se me ocurre: Yo no puedo firmar ese papel ¡me comprometería!.... ¡Otra idea! ¿Si le enviara dinero, mucho dinero junto con la carta? ¡Eso es! Así comprenderá que soy una persona de posicion!...

Estaba frente al teatro; cesó en su monólogo y entró á él. La ópera iba ya á terminar.

¡Pobre Manuela! ¡Nunca sospechaste que hubiera un ser bastante bajo para ofrecerte. dinero á cambio de tu amor! Verdad es que no conoces el mundo, que no sabes que bajo muchos de esos trajes resplandecientes que pasean esos jóvenes llenos de orgullo, se esconden corazones viles, tan viles que creen que la pureza es una farsa, el amor una mentira, el pudor una estupidez.

Un instante mas tarde, Lindoro salia del teatro. Sus ideas habian tomado otro rumbo. Pasó delante de sus amigos, saludólos con la mano y prosiguió camino. Queria estar solo.

— Armando se vá al Rosario, pensaba. ¿Qué irá á hacer allí? A mi no me engaña. Dice que vá á ponerse al frente de un periódico. ¡Que lo crea quien quiera, lo que es yo!...

Luego apresuró el paso para llegar pronto á su casa. La noche estaba fria y Lindoro temblaba bajo su abrigo. Cerca de él pasó un coche, con esa lentitud comun á los vehículos de alquiler que van desocupados.

— Carruaje, niño? preguntó el cochero al pasar, como de costumbre, volviendo hácia él la cabeza.

Lindoro se detuvo.

— Estoy solo á cinco cuadras de casa, pensó, pero hace tanto frio!...

Subió al carruaje.

— Calle Victoria, número.... dijo al cochero.

El vehículo echó á andar.

Lindoro sacó un puro, raspó un fósforo y comenzó á encenderlo lentamente, retorciendo el cigarro entre los dedos de la mano izquierda para ablandarlo. Luego arrojó la cerilla que quedó encendida en el fondo del carruaje. A su luz el joven distinguió un papel. Movido por la curiosidad, que en él era un vicio, lo levantó. Era un fragmento de carta. Metiólo al bolsillo con intenciones de ver lo que decia en cuanto llegara á su casa, y continuó fumando tranquilamente.

Poco despues volvia á arrellanarse en uno de los sillones de su habitacion, cerca de un buen fuego, que entibiaba dulcemente la atmósfera.

— Veamos que dice esa carta, murmuró.

Y desdoblándola pudo leer lo siguiente:


si te parece mejor
y pasar agra-
gunos dias,

Rosario, pues
rá grandes fies-
esta semana.
baile y te
ió porque sé
uy amante de
osiones. No
de venir, pues

Tuyo

Eduardo.
 

— Eureka! esclamó Lindoro en cuanto hubo visto el papel. Hé aquí el periódico de Armando! ¡Bien decía yo que á mí no me engañaba! Dias agradables.... en el Rosario.... grandes fiestas .... ¡Claro está!... Baile, y por fin un «No de venir, pues» que será sin duda «No dejes de venir, pues».

Guardó el fragmento en el bolsillo, murmurando:

— Este Dupont es un mal amigo! Quiere divertirse solo. — ¡Y las fiestas han de ser magníficas, cuando él concurre á ellas.... Si yo fuera tambien!...

Permaneció un momento indeciso.

— Mañana parte él; el vapor sale á las dos de la tarde. Tengo tiempo.... é iremos juntos .... Sí; qué diablos! ¡Al Rosario!...

VIII. EL ENTIERRO

La noche pasó tristemente para don Miguel y Manuela. El padre infeliz, el esposo desdichado, quedó inmóvil y en silencio, llorando pero sin pronunciar una queja, sin que un ¡ay! se exhalase de su pecho dolorido.... La niña con el rostro sepultado en las ropas de la cama, sollozaba y en cada uno de sus sollozos iba envuelto todo un poema de ternura y desesperacion!... La madre, la compañera de la infancia, la amiga siempre noble y desinteresada, siempre amante, cariñosa siempre, acababa de emprender el vuelo .... ¡Jamas volveria á verla! ¡Jamás escucharia de nuevo su voz amada, esa voz que habia oido desde la cuna!...

En vano quería darse cuenta de ese horrible acontecimiento. En su cerebro no cabia la idea de la eterna separacion. ¿Qué es la muerte? Es la nada, y la nada no puede ser comprendida!

Parecíale que ese cuerpo inerte y adorado, iba á despertar de su sueño, iba á hablar otra vez... De cuando en cuando fijaba la vista en el rostro del cadáver, y donde creia encontrar la sonrisa de la vida, hallaba solo la espantosa tirantez de: los nervios que han detenido su movimiento, para no volver á obedecer el mandato de la voluntad.

Iban á dar las diez de la noche.

De pronto don Miguel se irguió.

— Manuela, dijo.

La niña no le oyó. Los mil pensamientos estraños, nuevos para ella, que la dominaban, apartábanla del mundo, obligándola á hacer abstraccion de cuanto véia á su al redor, No tenia oidos mas que para escuchar el silencio de la muerte, por decirlo así; no tenia vista mas que para contemplar la inmovilidad de ese cadáver adorado.

— Manuela, repitió el anciano.

Entonces ella levantó la cabeza.

-Es necesario llamar á alguien, prosiguió él. Hay que vestirla!

Y dejó de nuevo caer su cabeza sobre el pecho, desalentado, loco, moribundo de dolor.

Manuela se levantó y tambaleando, tropezando con los muebles, enceguecida por las lágrimas, salió de la habitacion, á buscar en la vecindad una mano caritativa que quisiera ayudarla en la triste tarea de vestir á su madre muerta!...

Al salir, el frio de la noche la reanimó un poco.

— Madre mia!. gritó, ¡madre mia!...

Pero no dijo mas. Esas fueron las únicas palabras de desahago que pronunciaron sus lábios.

— Tendré valor! murmuró en seguida. Mi padre reclama mis cuidados; no dejaré de dárselos un solo instante.

Luego golpeó h puerta de la habitacion de una de sus vecinas, y relatándole con pocas frases su inmensa desgracia, le rogó quisiera ayudarla. La buena mujer saltó del lecho á toda prisa y con esa complacencia de las personas de la clase media, de quienes tan mal se habla, se comenzó á vestir para correr á ponerse á la disposicion de los desgraciados.

En ese instante llegó Ernesto que no tardó en saberlo todo. Entró á la habitacion, saludó á don Miguel, luego á Manuela, y acercóse en seguida al lecho mortuorio. Una lágrima asomó á sus ojos.

Por mas que hiciera poco que la habia conocido, esperimentaba por Eugenia un cariño respetuoso que le hacia sentir en esos momentos la muerte de la anciana casi tanto como si fuera la de su misma madre. Además, Manuela era hija de ella.

La vecina se presentó.

— Pobre señora! murmuró. ¡Qué descanse en paz!

La lámpara alumbraba de lleno las nobles facciones de la muerta.

— Vamos á vestirla, prosiguió. Señor don Ernesto, déjenos un minuto solas.

— Es verdad, pensó el jóven al salir. ¡Hasta la muerte tiene su pudor!

Poco rato despues la anciana estaba vestida.

— Pongámosla sobre una mesa, dijo Dolores. El calor de la cama ayuda la descomposicion.

Esa frase hirió á Manuela. Esas lágrimas, que por un esfuerzo de su voluntad habian cesado de correr por sus mejillas, emprendieron de nuevo su curso, surcando su rostro! Oh! La muerte! ¡Qué cosa tan terrible es!.... ¡Pensar que ese cuerpo querido iba á descomponerse, á podrirse! Ah!.. ..

Dolores la miro.

— Pobre nifia, dijo. ¡Es triste. pero es así!

Don Miguel escuchaba, pero estaba trastornado.

Las palabras llegaban á él como el zumbido de un centenar de abejas.

Las dos mujeres hablaban en voz baja. No hay nada que infunda mas respeto que la presencia de un cadáver. Al lado de una tumba se está junto á la puerta de la eternidad; al mirar á un cadáver nos parece ver, adivinar la eternidad misma.

El cuerpo de Eugenia fué colocado en una mesa, con las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cuidadosamente cerrados, y la cabeza apoyada en un almohadon. Cuatro velas colocadas simétricamente la alumbraban con fuerza, dejando en una media luz indecisa y vaga lo restante de la habitacion.

Hecho esto, Manuela se dejó caer en un sillon, agobiada por el cansancio, la emocion y los sufrimientos. Dolores se puso de rodillas.

Desde aquel instante no se pronunció una sola palabra. Ernesto volvió, y al ver la actitud de esos tres personages mudos y llorosos, permaneció en pié, oculto en las sombras de un rincon.

¿En qué pensaban, qué ocupaba á ese esposo sin esposa, á esa hija sin madre?

Quizá la esperanza de reunirse en lo futuro, quizá los recuerdos!

Solo en esas dos cosas puede pensarse, solo ellas pueden ocuparnos en el momento de la separacion eterna, cuando vemos cerca de nosotros á un sér querido que no es ya, á una persona amada que nos ha dejado para emprender el vuelo hacia lo desconocido, hácia lo que no nos es dado comprender.

Dolores se levantó, hizo fuego en un braserillo y sirvió té.

— Esto les hará bien. No se puede pasar una noche sin tomar nada. ¿No le parece? murmuró mirando a Ernesto.

— Si.

Todos aceptaron el té, sin pronunciar una palabra, sin mover los lábios siquiera.

¡Qué largas fueron las horas siguientes! ¡Qué silencio abrumador! Solo se oía el monótono tictac del reloj colocado en la pared, y la respiracion desigual de los cuatro.

Por fin llegó el amanecer, que con su luz cenicienta desvaneció las sombras de la noche. Dolores hizo té nuevamente y obligó á D. Miguel y á Manuela á que lo tomasen, pues estaban desfallecidos.

Era necesario conseguir el certificado del médico, el permiso de enterrar y tambien alquilar una sepultura, si no se queria que Eugenia fuese arrojada á la fosa comun.

Ernesto se encargó de todo.

A las doce llegaron cuatro hombres con un cajón de pino, forrado en merino negro. Esos séres, endurecidos por el alcohol y el contínuo trato con la muerte, reían y bromeaban, mientras estaban ocupados en colocar en el ataud á la infeliz Eugenia.

Tanta indiferencia, hizo que Manuela sintiera que el alma se le desgarraba. Sus lágrimas corrian de nuevo. Dolores se acercó á ella.

— No llore Vd., niña, dijo.

Pero luego comprendió que todo consuelo era vano y no añadió una sola palabra. A los golpes del martillo que clavaba el ataud, don Miguel pareció despertar. Levantóse de su silla y comenzó á pasearse por la habitacion, pero luego tuvo que volver á sentarse; tropezaba en los muebles y se golpeaba en ellos. Por un instante habíase olvidado de que estaba ciego, pero la realidad volvió muy pronto.

Ernesto regresó.

— Dentro de media hora estarán aquí los carruages, dijo en voz baja.

Los cuatro hombres concluyeron la fúnebre tarea é iban á retirarse, pero el jóven los detuvo; era necesario que le ayudasen á poner el ataud en el coche; don Miguel no podia de ningun modo prestar su cooperacion, y á él solo le hubiese sido imposible hacerlo.

Quedaron, pues, en el patio, riendo y fumando con la mayor sangre fria, como si se tratase de una alegre fiesta. Sus palabras obcenas llegaban hasta la habitación, turbando su silencio magestuoso.

Escena horrible que parecerá mentira, pero que se vé á cada paso, á cada minuto que trascurre; esos hombres ignorantes y groseros no tienen respeto para la muerte. Diríase que se creen inmortales.

Los carruajes llegaron; al ser sacado el ataud de la habitacion, Manuela lanzó un grito desgarrador, un ¡ay! inmenso, un supremo adios. Aquel cuerpo querido que fué la cárcel de esa alma adorada que no existia ya para el mundo, iba á desaparecer de su vista para siempre, iba á ser depositada en la tierraa lejos de todos los que la amaban!....

Imposible seria comprender lo que pasó en ese instante por el alma de Manuela. Parecíale que su corazon, hinchándose, no cabia ya en su pecho, y que iba á estallar!....

Su vista se oscureció, faltaron fuerzas á su cuerpo estremecido, y hubiérase dejado caer, si Dolores no la hubiese tomado en los brazos.

Cuando pudo ver de nuevo lo que pasaba á su alrededor, encontróse sola con la buena mujer!....

Entre tanto don Miguel y Ernesto habian subido al único carruaje que componia el acompañamiento.El viaje fué largo. Llegaron á la estacion situada á espaldas del 11 de Setiembre, y esperaron allí el tren.

Bajóse el ataud y se colocó en el depósito fúnebre, que está separado por un tabique de madera, únicamente, del salon que se destina á los pasajeros que esperan la llegada del tren que debe conducirlos al cementerio de la Chacarita. Esto hace que en los dias calurosos del verano y aún algunas veces en los de invierno, llegue hasta los vivos el olor espantoso de los cuerpos en descomposicion.

Por fin llegó la máquina, arrastrando tras ella dos wagones de pasajeros y uno de carga, destinado á llevar los ataudes. Ernesto hizo que D. Miguel subiese á uno de los primeros, acompañándolo él. El ataud fue colocado en el wagon. Escuchóse un silbido agudo y destemplado, y el convoy púsose en marcha.

Nada mas horrible y espantoso que ese tren de la muerte. Las maderas viejas, crujen con sonido siniestro; las maderas oxidadas se mecen á compás, produciendo una música que crispa los nérvios; la máquina arrastra pesadamente los coches unidos á ella, lanzando por su chimenea súcia y negra, gigantescos resop1idos que en esos instantes se comparan á los últimos suspiros de un moribundo.

Las gentes que pasaban por las calJes, deteníanse á mirar con torpe indiferencia el paso del tren.

Para las personas que habitan allí cerca, acostumbradas á ese espectáculo, nada de estraño tiene ese último viaje de los que fueron sus semejantes. ¡La costumbre puede siempre mas que el sentimiento!

Por fin se detuvo el tren en el cementerio. El ataud fué bajado; Ernesto entregó la boleta de la Municipalidad á uno de los empleados del cementerio; una carretilla sirvió para conducir el cuerpo hasta la sepultura: un sacerdote dijo á toda prisa las últimas oraciones; los sepultureros bajaron el ataud por medio de unos gruesos cordeles; luego.... la tierra cayó con estrépito sobre el cajon negro, semejando al redoble de un tambor....

¡Como resonó ese sordo ruido en el corazón del infeliz esposo!

Ernesto se enjugó una lágrima.

Ya todo habia concluido. Un pequeño monton de tierra señalaba el lugar ocupado por Eugenia. Nada restaba que hacer allí.

Don Miguel y Ernesto salieron del cementerio, cuya callada soledad infundia ese respeto y sentimiento inesplicables y vagos, que tanto se parecen al temor.

Esperaron e1 tren á la puerta, y una hora mas tarde llegaron á la casa. Don Miguel no habia almorzado; Dolores quiso obligarlo á que lo hiciera, pero fué imposible. Hay momentos en que el hombre se olvida de todo!...

Manuela, retirada á un extremo del cuarto, permanecia inmóvil, anonadada por el dolor.

IX. LINDORO ACUÑA

A las doce en punto del dia que siguió á la noche en que Lindoro Acuña resolvió embarcarse para el Rosario, tomaba este el tren que sale de la Estacion Central para San Fernando, no sin que antes le causara no estrañeza ver á Dupont en ninguna parte.

Recorrió todos los coches del tren, pero fué en vano: Armando no parecia.

— Bah! sedijo. Habrá partido en el tren anterior.

Y tranquilizado por esta reflexion, tomó asiento y comenzó á fumar, mirando por la abierta ventanilla el paisaje cambiante siempre, que se ofrecia á sus ojos.

Llegó á San Fernando, pero alli tampoco encontró á su amigo.

—¡Demonio! Si habrá resuelto Armando suspender el viaje! pensó ¡Me hubiera lucido!....

Subió al vapor, lo paseó de un estremo al otro pero esta vez, como la primera, no consiguió ver al jóven, cosa que no estrañará á nadie, siendo tan natural. Lindoro supuso entonces que su amigo se embarcaria en el vapor siguiente y no se inquietó mas. El fragmento de carta hallado en el carruaje, dábale la seguridad de que Dupont iria al Rosario.

— Pasaré un dia sin él, pero ¡eso qué importa! Ya encontraré amigos con quienes divertirme en esa ciudad. Con dinero nada es difícil.

Pensando en esto, instalóse en un camarote de primera clase y tumbándose en la cama, durmió hasta que la tradicional campanilla anunció que la hora de comer habia llegado. Fué al comedor teniendo aún la esperanza de que encontraria en él á Armando, pero tuvo que convencerse de que su amigo no habia emprendido aún el viaje. Comió, bebió, charló, gesticuló, hizo arrumacos á una viajera vieja y fea que estaba al lado suyo, y por úitimo, á los postres, levantó su copa para brindar á la salud de todos los que en el vapor estaban.

La noche pasó, como pasan las noches en los vapores , cuando viajan en ellos personas de buen humor. Todos, mas ó menos, se rieron de Lindoro, de las sandeces que decia, queriendo hacerlas pasar por gracias de buena ley, de su traje, de sus modales afectados, y sobre todo de su voz de tiple, que la convertia en un ente completamente ridículo.

Un hombre de campo que habia estado mirándolo mientras duró la comida, sin desplegar los labios. acercándose á uno de sus compañeros le dijo al oido:

Mirá, ché — Este es una de los mocitos de Buenos Aires, de esos que llaman jilifes. ¿Qué te parece?

— Qué me ha á parecer! ¡Que la facha está gritando que no sirve nada!

Por lo comun, cuando una persona del campo ve á uno de esos almibarados mozalbetes, exclama:

— Este es de Buenos Aires!

Porque se tiene la idea de que solo en esta capital se cuecen habas, y de que esos tipos híbridos que andan paseando á la luz del sol su ridiculez, su ignorancia, y lo que es mas, su pedanteria, son frutos indígenas de la ciudad bañada por el Río de la Plata.

A las siete de la mañana del siguiente dia llegó el vapor al puerto del Rosario. Lindoro desembarcó y se hizo conducir al mejor hotel de la ciudad. Desayunóse allí y luego trabó conversacion con el mozo que le habia servido, haciendo referencia á las fiestas que se preparaban.

— Nada sé de esas fiestas, dijo el criado. No he oido una palabra referente á ellas á las personas que vienen aquí. Sin embargo no seria estraño que tuviesen lugar, pues las hay muy á menudo.

Esta vez Lindoró se desalentó.

— Si no hay fiestas, habré hecho un lindo viaje! se dijo.

Salió á pasearse por la ciudad, volviendo á las once, cansado, aburrido, fastidiado. Ordenó le sirvieran de almorzar y como no hubiera con quien trabar conversacion, pidió al mozo le llevase un libro para entretenerse leyendo.

Pero apenas habia deletreado dos pájinas, cuando lo cerró con disgusto.

— ¡Qué tontos son los que se pasan la vida leyendo! murmuró. Prefiero dormir.

Y en efecto, en cuanto concluyó de almorzar, encerróse en el cuarto que le habian preparado, y se acostó para dormir á pierna suelta hasta las cuatro de la tarde. Comió y bajó al café. Allí encontró á cuatro ó cinco jóvenes de esos que no viven sino al rededor de una mesa de billar, con quienes le fué muy fácil relacionarse, tanto mas cuanto que les invitó varias veces á beber con él.

Un poco mas tarde hizo una partida de billar con ellos, para pasar mas alegremente la noche; y de partida en partida y de pérdida en pérdida, comenzó á jugar el dinero que llevaba, que como buen dinero fué desapareciendo poco á poco de su bolsillo. Lo cierto es que á media noche no le restaba ya un solo centavo. Pensando desquitarse no abandonó el juego, y continuó perdiendo, pero sin pagar esta vez.

Por fin, sus compañeros, viendo que la cuenta crecia, reclamaron sus derechos, y Lindoro se vió en un trance apuradísimo, teniendo al cabo que confesar su ruina.

Uno de los gananciosos echóle en cara su mal proceder, él se indignó; un insulto brotó de sus lábios, contestóle otro, sonó una bofetada, luego otra, en seguida otra; despues ... la mar! ... " Bancos, sillas, tacos, bolas de billar volaban por los aires. Algunos se pusieron de parte de Lindoro, que quiso ganar la puerta, pero cuando ya comenzaba su desfile, presentóse la policia, que llevó consigo á los causantes de tan mayúsculo desórden.

El comisario dispuso se pagaran los daños y perjuicios al dueño del hotel, con mas una multa de ocho nacionales por barba ó por cabeza, por mas que Lindoro no tuviese ni una ni otra.

Pagaron todos los gananciosos que fueron puestos en libertad, pero cuando llegó el turno de Acuña, tuvo que confesar con lágrimas en los ojos que su dinero habia emprendido la fuga y estaba ya muy lejos. Por esta causa, pues, tuvo que pasar esa noche y el dia siguiente á la sombra.

Cuando fué puesto en libertad eran las tres de la tarde. Corrió al muelle; un vapor se preparaba á emprender la marcha; tenia el boleto de vuelta en el bolsillo; se embarcó bendiciendo la feliz casualidad y maldiciendo al Rosario, á Dupont y al fragmento de carta, que tan mala pasada le habian jugado. Su maleta, llena de ropa, quedó en poder del dueño del hotel, en pago de los destrozos y del almuerzo y la comida, cuyo importe no habia satisfecho.

En cuanto pisó la cubierta del buque, exhaló un suspiro de satisfaccion inmensa. Tenia algunos cardenales de mas en el rostro y en el cuerpo, y muchos pesos de menos en el bolsillo, así es que pudo exclamar en tono de sentencia:

— ¡Todo lo he perdido... menos el pasage!

Su ropa estaba españtosamente sucia, y eso causaba su desesperacion. Su jaquet de faldones cortos se habia desgarrado por varias partes en la lucha; el aspecto de Lindoro era desolador.

— ¡Qué dirán de mi los que me vean! exclamaba; acosado por su eterna pesadilla del bien parecer.

¡Y habia niñas en el vapor! ¡Eso no se podia sufrir!

Encerróse en su camarote y no salió de él ni aun á la hora de la comida. ¡Qué diria la sociedad, si él se presentase de ese modo! No, no; de ninguna manera; era imposible dejarse ver en aquel estado deplorable! Y no comió, y no almorzó al dia siguiente.

Al llegar á Buenos Aires, su primer cuidado fué correr á mudarse, y luego ir al Hotel Frascati, á pedir á Armando cuentas de su felonia. La recibió el mozo que tenia la consigna de Dupont.

— Y Armando? preguntó Acuña.

— Está en el Rosario, caballero.

— Desde cuándo?

— Hace cuatro dias que partió.

El jóven estaba perplejo.

— Sí, pensó; me he olvidado de mirar el interior de los camarotes. Quizá estuviera enfermo. Y ahora recuerdo que habia uno que permaneció cerrado durante todo el viaje....

X. NOBLEZA

Al anochecer Manuela volvió de la especie de letargo en que parecia sumida. Era domingo, de modo que ni Ernesto ni Dolores habian tenido que separarse de su lado. Por esa causa encontróse rodeada de los mas solícitos cuidados. El anciano, fatigado por los sufrimientos y por la noche pasada en vela, habíase dormido en la silla que ocupaba. La jóven se levantó y acercándose á Ernesto; le dijo:

— Vd. debe tener la cuenta de los gastos ocasionados por la muerte de mi maure. ¿Quiere Vd. dármela?

— Señorita... no es este el momento de hablar de esas cosas.

— Es verdad, añadió Dolores.

— Si, este es el momento, puesto que yo lo he elejido.

— Pero...

— Hágame Vd. el favor de dármela; quiero pagar inmediatamente.

— Es que... yo no tengo la cuenta.

— Cómo! ¿Ha pagado Vd?

— Sí.

— Oh! Muchas gracias, muchas gracias! No sabe Vd. cuanto se lo agradezco!

— Era mi deber!

— No digo que no; pero Vd. á su vez, permita que yo haga el mio. Soy su deudora, hágame Vd. el favor de indicarme la cantidad.

— Mi deudora! Vd. mi deudora!

— Sin duda alguna.

— Yo no lo he hecho con la intencion de que Vd. me devuelva esta corta suma. Yo...

— Ah! Ahora comprendol Vd. quiere robarme el placer de ese último sacrificio por mi madre! Eso está mal hecho!

— Señorita, se equivoca Vd.; mi intencion no ha sido esa.

— Pruébemelo.

Ernesto titubeó un instante y luego dijo una cantidad, mucho menor que la verdadera.

La niña fué á un cajon, sacó lo poco que en él habia y comenzó á contar el dinero. Pero tuvo una idea:

— Quién sabe! se dijo. Quizá quiera pagar él una parte, y por esa razon me engañe. Véamos.

Y luego en voz alta:

— Vd. debe tener los recibos ¿no es así? ¿Quiere dármelos para evitar toda equivocacion? Podrían intentar cobrarnos de nuevo.

El jóven se puso rojo, luego pálido.

— Los recib... murmuró.

— Claro está, dijo Dolores. ¡Los ricos son tan indinos, y se aprovechan tanto de la desgracia!...

No habia medio de escapar. Ernesto, lleno de vergüenza, buscó en sus bolsillos y luego entregó á Manuela tres ó cuatro papeles.

— ¡Cómo! exclamó la niña, finjiendo indignacion. ¡Me engañaba Vd. así! ¡Eso está mal hecho, está muy mal hecho!...

— Señorita, tartamudeó el jóven.

— No pretenda Vd. disculparse. No le perdono su accion.

— ¿Qué ha sucedido? preguntó Dolores asombrada.

— ¡Que Ernesto me ha dicho que yo le debia la mitad de la suma verdadera!

— Oh! Don Ernesto! exclamó la buena mujer conmovida hasta las lágrimas; y levantándose, fué á estrechar entre las suyas la mano del noble jóven.

— Cuente vd. con mi agradecimiento, que durará toda mi vida, murmuró Manuela entregándole el dinero. Lo que vd. ha hecho es muy honroso, muy digno de vd. Yo le doy las gracias en nombre de mi madre, y con las lágrimaq en los ojos!...

El jóven permaneció mudo. Por una parte le agradaba esa frase de agradecimiento y cariño, por la otra le dolia que Manuela no hubiese querido aceptar la ofrenda que le hacia de todo corazon.

— Claro está, pensaba. Si no me hubiera devuelto el dinero, hubiera aceptado en cierto modo un lazo de union entre nosotros. Y ella no lo quiere, bien lo sé!....

Pocos instantes despues salió de la habitacion para ir á encerrarse en la suya y no salir de ella basta el dia siguiente.

Las dos mujeres quedaron solas. Don Miguel seguia durmiendo.

— Don Ernesto es un excelente jóven, dijo Dolores en voz alta, y como si reflexionase.

— Es verdad, murmuró Manuela.

— Y qué le pareceria, prosiguió ella, guiñando los ojos, sí...

— Qué quiere Vd. decir?

— Que... si se tratase de casamiento...

— Hágame Vd. el favor de no hablar de semejante cosa.

Dolores calló, no sin murmurar antes para sí.

— Ya te veo! Te gusta el jovencito, eh! Pues no te desesperes que él no te despreciaria por nada de este mundo. ¡Tal para cual! Y qué linda pareja formarán los dos!...

Manuela comenzó á ocuparse de los quehaceres de la casa. A fuerza de valor habia conseguido acallar su pena, ó mas bien esconderla en lo profundo de su alma.

Entre tanto, Ernesto, encerrado en su cuarto, leia con afan. Desde que su vida se habia iluminado un instante con la presencia de Manuela, para sumirse de nuevo y poco despues, en la sombra, habíase hecho ambicioso. Queria brillar, y trataba de instruirse para poder conseguirlo. Hacia media hora que leía cuando se presentó Hazlo-todo en su habitacion.

— Sabes lo que ha sucedido? preguntóle en cuanto lo vió.

— Qué? Algo extraordinario?

— Sí.

Y el jóven le relató la muerte de Eugenia, el entierro, el dolor de la infeliz familia, y por fin la entrevista con Manuela, que acabamos de narrar.

— ¡No haberlo sabido antes! pensó Dupont.

— ¿Qué consecuencia sacas del resultado de esa entrevista? preguntó Ernesto. ¿No te parece que ella no quiere aceptar ninguna de esas pequeñeces que implican siempre un lazo de union?

— Ya te lo habia dicho.

— Yo lo creía tambien! exclamó el jóven.

Nadie es tan fácil de engañar como un enamorado, cuando se trata de desvanecer sus esperanzas.

— Vamos, no te desesperes; confía en la suerte.

Yo voy á casa de Arello.

— Adios.

— Ah! me. olvidaba! Mañana es mi cumpleaños y deseo que comas conmigo; en seguida iremos al teatro; quiero que olvides tus penas.

— Acepto, murmuró él.

Armando salió y Ernesto entregóse de nuevo á la lectura, apartándose de todo cuanto le rodeaba. Hazlo-todo se presentó en casa de Manuela, é hizo comprender por medio de hábiles frases, su pesar por la muerte de Eugenia, sin incurrir en esa crueldad de los que, al hacer la visita de pésame, renuevan con sus mentidas palabras de dolor, las heridas no cicatrizadas aún, de los que han sufrido una pérdida irreparable. Dupont era todo un diplomático.

Llevó la conversacion al punto que deseaba, es decir á que se tratase de Ernesto. Como la vez primera, encontró en falta á la jóven, y no le quedó ni la sombra de una duda. Manuela amaba á Gonzalez.

Al salir, Dupont iba mrumurando:

— Le quiere, le quiere...Pero mañna... a cena... ¡Ya veremos!

XI. LA NOCHE

Armando se presentó en casa de Ernesto. Eran las seis de la tarde.

— Estás pronto? le preguntó.

— Sí; saldremos cuando quieras.

— ¿Qué hacias cuando llegué?

— Estaba leyendo.

— ¿Quiéres instruirte?

— Quiero poder escribir.

— Ah! ah! ¿Y no sabes que los que escriben se mueren de hambre?

— Y eso?

— Si no te importa has hecho la mitad de tu carrera. Vamos.

Los dos amigos salieron.

— No sabes, desgraciado, continuó Dupont, que el que escribe, bien ó mal, no hace mas que romperse la cabeza, sin sacar provecho alguno? La carrera de las letras parece creada en este país para las personas ricas. Para escribir es necesario exponer un capital que se pierde la mayor parte de las veces.

— Esplícate; no alcanzo á comprenderte bien.

— Parte de este principio: antes de que tengas un nombre, es decir, que seas conocido, no habrá nadie que quiera editar tus obras. Asi, pues, tendrás que hacerlas imprimir tú mismo y por tu propia cuenta, si no quieres que permanezcan en un cajon para in eternum, apolillándose y cubriéndose de polvo. Suponte que puedas reunir el dinero necesario para hacer la edicion (y los trabajos tipográficos están por las nubes); pones en venta los ejemplares que te sobren, despues de mandar uno ó dos á cada una de las imprentas de la Capital, que no son pocas, y para vender esos ejemplares tienes que prometer un veinte por ciento á los libreros, que si no, no aceptan la comision.

— Prosigue.

— Ya verás. ¿Quiénes crées que comprarán tus — obras: los conocidos ó los que no saben ni aún que existes?

— Toma! Los conocidos!

— Ja, ja, ja! ¡Qué inocente eres! Estos te encontrarán en la calle y te dirán poco mas ó menos «¡Hombre! Sé que acaba de publicar Vd. un libro. Lo he visto anunciado en los diarios. Dicen que es muy bueno!. .. ¿No tiene Vd. un ejemplar? Lo leeré con gusto.» Y te ves, de este modo, obligado á regalar las tres cuartas partes de la edicion. ¡Parece que en esta tierra el escritor tiene que pedir lo disculpen por haberse atrevido á publicar sus trabajos! Te resta pues, la cuarta parte de los ejemplares que has mandado imprimir, la que permanece en los escaparates de las librerias, hasta que la mano del dependiente saca de allí ese «estorbo» y lo coloca en un rincon, donde nadie puede verlo. Total: te has roto la cabeza escribiendo, has perdido tu tiempo con los libreros é impresores, y has gastado en vano un dinero que te seria necesario para otras cosas.

— Pintas eso con exageracion.

— Sí, eh? Pues pregunta á cuanto individuo ha publicado una obra. Ya te dirán todos si exajero.

— Pero hay escepciones....

— Sí; para los libros indecentes. Si escribes algo que no dejarias fuese leido por tus hijos ni por tu esposa, ten por seguro el éxito. Ya verás que no queda un ejemplar ni para remedio.

— Estás muy al corriente... !

— Hé escrito.

— Sigue, sigue. Me interesa la conversacion.

— ¿Qué mas quieres que te diga? Los libros se escriben para regalarlos ó para quedarse con ellos; no sé si los maestros venden sus obras, pero puedo asegurarte que entre los muchachos no hay uno solo que se jacte de ello.

— Pero he oido decir que algunos diarios pagan por artículos sueltos que publican, y este es ya un medio de ganarse la vida escribiendo, y sin dejar de estar libre.

— Es verdad, y voy á relatarte lo que me sucedió con un diario de la mañana, de cuyo nombre ni aun quiero acordarme. Pero hemos llegado al hotel; seguiremos en la mesa.

Armando condujo al jóven á un pequeño comedor que habia hecho preparar desde por la mañana para esa comida, y despues de que les hubieron servido continuó:

— Excasísimo de fondos andaba hace algunos meses, y sabiendo que un diario pagaba por los artículos que le eran enviados, resolví hacer una visita á cierto establecimiento que está á algunas leguas de la Capital, y hacer su descripcion. Tomé el tren, luego un caballo, pasé el dia haciendo anotaciones y visitando edificios, volví al anochecer y escribí un largo reportaje. «Vamos, decia para mí, aquí tengo con qué salir de penas. El viaje y el almuerzo me han costado cuatro nacionales; por poco que me paguen, siempre me darán diez ó quince.» Y halagado por estas ilusiones, terminé el artículo y lo envié á la imprenta. Al dia siguiente lo vi en las primeras columnas del citado diario, como cosa buena (y lo era á decir verdad, y dejando á un lado la modestia.) Las hojas de la tarde reprodujeron varios fragmentos; en fin, el reportaje, tuvo el mejor éxito. «¡Cuánto me irán á pagar! pensaba yo. Sin duda no tendré que quejarme.» Y al dia siguiente envié por el dinero. ¿Cuánto crees tú, que me dieron por lo que tanto trabajo me habia costado?

— Vaya! Ya lo has dicho: quince nacionales.

— No, hombre, tres! Perdí un nacional, el tiempo y el trabajo. que no fué poco.

— Entonces aquí se escribe .....

— Para gastar tinta y papel, nada mas. Pero comamos; la sopa se enfria.

La comida fué alegre. Armando hizo beber á Ernesto mas de lo regular, de modo que al levantarse los manteles estaba bastante achispado.

— Son las ocho y cuarto. dijo Dupont. Vamos. al teatro. ¿Tienes la llave de tu casa?

— Sí; por qué?

— Porque es probable que nos retiremos tarde.

— Siempre la llevo en el bolsillo.

Durante toda la representacion, Ernesto estuvo atento á la pieza. Disgustóle mucho, segun dijo á Armando en uno de los entreactos, la costumbre que tienen varios caballeros y señoras, de llegar á la mitad del acto, interrumpiendo así la atencion del público.

Cuando terminó la funcion, salió junto con Armando.

— Poco he venido á los teatros, dijo, pero creo que es la mayor inconveniencia eso de levantarse de sus sitios y dirijirse atropelladamente á la salida, antes de que termine el espectáculo. ¡Todavia si lo hiciesen sin ruido, pero lo hacen de tal modo!... He notado además que en todos los palcos se conversa, casi en voz alta... ¿Es el teatro una sala donde van á hacer tertulia todos esos caballeretes que tienen dinero, pero no seso? Me parece que seria mejor que se fuesen con la música... á sus casas; allí conversarian mas cómodamente y sin fastidiar á nadie, lo que es mejor.

— Tienes razon, contestó Armando.

— Ah! Si yo pudiera tomar una pluma y castigar á esa sociedad sin espíritu, hasta que sudara sangre ¡con qué placer lo haria! Nunca me han hecho mal aquellas personas que se pasean arrogantemente, mostrando su insuficiencia y su dinero, pero sin embargo las ódio!

— De veras? preguntó Armando, alegre por encontrar uno que compartiera su encono hácia aquellos á costa de quienes vivia.

— Ah! Ya lo creo! Los ódio con todo mi corazon. Pero, aquí está el tramway. Me voy á casa.

— No, hombre. Vamos á cenar. Es necesario que festejemos mi cumple-años en toda regla.

— Pero... mañana tengo que trabajar y ...

— Que demonio! Una hora mas ó menos.

— Vamos, ya que te empeñas.

Los dos jóvenes se dirijieron nuevamente al hotel donde habian comido, y hallaron ya el mismo comedor arreglado con todo esmero.

— Tomaremos un poco de Jerez para abrir el apetito, dijo Armando.

— Hombre, lo que tú quieras. Yo por mi parte. tomaré cualquier cosa.

Pidieron Jerez, y despues de vaciar unas cuantas copas, pusiéronse á cenar. Armando hizo beber á su amigo una exorbitante cantidad de distintos vinos. En un principio, Ernesto solo bebia á las repetidas instancias de Armando, pero en cuanto las sombras de la embriaguez comenzaron á oscurecer su cerebro, lo hizo sin tasa, y sin necesidad de ser impelido á ello.

— Antígona! exclamaba con voz enronquecida cuando los vapores del vino habian ya debilitado su cabeza. ¡Si supieras, Dupont, cuanto la quiero! ¡Oh! Pero ella no piensa en mi, ni pensará jamás. ¿Cuando viste al águila enamorarse del pajar

illo? Tienes razon, tienes razon; es igual á la hija de Edipo; ayer he leido esa historia; por su padre ciego lo olvidó todo, amor, riqueza, juventud, poder!... Ella no se bajará hasta mí!... Su padre es ciego; ella es Antígona, Antígona ... Antígona!

Armando, que habia bebido muy poco, le dejaba hablar.

— Ahora pienso, continuó Ernesto, en que es mas bella que lo que parece. La rodea una aureola de luz. Recuerdo cuando la vi junto al lecho de su madre.... Estaba bordando.... He hecho unos versos sobre ese asunto.... ¿No te parece que yo puedo ser poeta?... Cómo no! Lo son tantos otros! Yo soy joven y sin estudio!.. .. Pero en fin, lo cierto es que ahora no tengo dinero. Dame mas vino.

Apuró la copa de un solo sorbo y continuó!

— A veces me desespero, porque soy pobre y no tengo esperanzas de mejorar mi suerte. ¡Que tonteria! Si yo fuese rico y ella me quisiera, me pareceria que me amaba por el dinero. Si pudiese quererme, me querria pobre como soy .... Porque el amor es así. ¿No te parece?... Lléname la copa.

Permaneció en silencio un instante. Tomaba aliento para.volver á su verbosidad febril.

— Nunca he sentido lo que sentí ayer cuando no quiso aceptar esa miseria. Me pareció una diosa irritada porque un mortal le ofrecia apoyo. Y ella es diosa ¿no es cierto? ¡La quiero tanto! ¡Pero hombre! Hace media hora que no me das que beber; eso está mal hecho!

Armando le miraba atentamente, y sonreía, como si el placer le hiciera cosquillas en el cuerpo. A la luz del gas, con su espaciosa frente, sus ojos brillantes y su sonrisa sarcástica, parecia el ángel de las tinieblas, cebándose en una presa indefensa é inocente...

— Beberemos coñac ¿no te parece? preguntó.

— Coñac, rom, cualquier cosa. ¡Qué me importa á mí! ¡Quiero beber; tengo sed!...

Las pupilas de Ernesto fulguraban de una manera extraña; los músculos de su rostro parecian adormecidos; toda la movilidad estaba únicamente en los lábios y en los ojos; la lengua torpe, se negaba casi á articular las palabras, que salían penosamente de su boca. Estaba beodo y por completo! Dupont llamó á un criado y pidió licores!

— ¿Qué más quieres? preguntó en seguida á Ernesto.

— Nada, nada! Todavia queda champagne; mira!

Y el jóven, tomando la botella y como para probar á Armando que no estaba vacia, derramó el espumoso líquido en los manteles. Luego exclamó con voz de borracho, y entornando un poco los ojos:

— Ja, ja, ja! Se ha derramado. ¡Que risa!...

Aquello era repugnante. Ernesto no acostumbrado á beber, estaba loco ya. Su rostro habia sufrido un cambio inmenso; estaba sudoroso y amarillo...

La llegada de los licores fué saludada por él con gritos y risas estrepitosas.

— Bebamos, dijo.

Y comenzó á llenar dos copas; pero como su mano temblaba, derramó la mitad del contenido de la botella en la mesa.

-Dame un cigarro, añadió. ¿Crées que no fumo?

Y bebió la copa, buscando fósforos con que encender el puro que le diera Armando.

Pero un instante despues sus ojos se fueron cerrando poco á poco, y no tardó en dormirse, teniendo aun el puro encendido entre los lábios. En el primer momento quedó firme en la silla, pero luego fué inclinándose hasta llegar casi al suelo. Despues continuó su descenso sin notarlo, hasta que cayó del todo y quedó tendido bajo la mesa; pero, ni siquiera esta vez se dió cuenta de lo que sucedia. Armando miró su reloj.

— Las cuatro y media, murmuró. A las ocho... veremos!

Y tomando un libro que habia llevado se puso á leer, después de haber hecho desembarazar la mesa, y dejando á Ernesto dormido en el suelo. El libro tomado por Dupont, era una coleccion de poesias de Victor Hugo. En la página abierta podia leerse:


Le soleil s'est couché ce soir dans les nuées
Demain viendra l'orage...

 

XII. EL DIA SIGUIENTE

A las ocho de la mañiana Ernesto se despertó, llamado por Hazlo-todo. Las sombras que invadieran su cabeza la noche anterior no se habian desvanecido aún. Sus piernas flaqueaban, zumbaban sus oídos.... Encontrábase, pues, en el estado de anonadamiento del que sin tener costumbre de hacerlo, ha pasado la noche en una orgia.

— Qué hora es? preguntó con voz enronquecida.

— Las ocho contestóle Armando.

— Voy á casa á mudarme de traje, para ir despues á trabajar.

— Me parece bien.

— Me acompañas?

— Nó; tengo que hacer.

Ernesto salió, tambaleándose. Caminó penosamente las cuadras que lo separaban de su casa, tratando de ocultarse y creyendo que todos los que le miraban adivinarian su vergonzoso estado.

Al llegar á ella sintió que el corazon le latia con violencia. Entró dando traspiés y sumamente turbado.... Manuela estaba en el patio. Al verla creció su temor; trató de conservarse en equilibrio, de ocultar su semi-embriaguez, pero en vano..... La niña lo miraba con asombro. Se acercó á ella, pensando que un esfuerzo bastaria para poder ocultar lo que le pasaba, pero el temor, la vergüenza y mas que todo la creciente flojedad que iba apoderándose de sus miembros, hicieron que caminase haciendo eses. Ella le miraba siempre. Un paso mas y estaria al lado de Manuela...... Pero, al ver su rostro desencajado, las huellas espantosas que habia impreso en sus facciones esa noche terrible, sus lábios grietados, por cuyas estremidades aparecian pequeñas partículas de espuma blanquecina, y la aureola azulada que rodeaba sus ojos fosforecentes, la jóven dió un paso atrás, lanzando un grito.

— ¡Qué horror! esclamó entrando presurosamente á su habitacion. ¡Qué vergüenza!

El jóven permaneció en medio del patio, tan inmóvil como si fuese de piedra. Su espíritu habia recobrado la lucidez de siempre, y el infeliz habia comprendido su desgracia.

— ¡Soy un miserable! murmuró. Sí! Merezco que me desprecien! ¡Me he emborrachado... Puah!...

Entró en su cuarto y arrojándose en el lecho, se puso á sollozar, sepultando su rostro en la almohada. En esa posicion permaneció largo tiempo; pero no hay cosa que postre mas que las lágrimas y por fin se quedó dormido, olvidándolo todo. Cuando despertó era ya tarde.

Reflexionó sobre lo sucedido y comenzó á desesperarse. ¿Qué diria Manuela? ¿Qué pensaria esa niña que era para él la esperanza en la dicha futura, el móvil que lo empujaba hácia todo lo que es digno, hácia todo lo que es grande, hácia todo lo que es noble? ¡Ah! Nunca se atrevia á presentarse ante ella!.... Le seria imposible soportar su mirada de desden y de disgusto!... «¡Qué horror! ¡Qué vergüenza! habia exclamado al verle. Estaba perdido .... y para siempre! ¿Cómo rehabilitarse?

Entre tanto Dolores se presentaba en la habitacion de Manuela con un diario en la mano, y haciendo los mayores gestos de asombro, como una persona que no quiere creer lo que han visto sus ojos, por mas que esté cierta de ello.

— ¡Quién lo hubiera pensado! exclamaba. ¡Cómo suponer semejante cosa!

— Qué hay Dolores? pregunto Manuela, alzando la vista.

— Lea, lea Vd. lo que dice este diario!

— Dónde?

— Aquí, y Dolores señalaba una noticia colocada casi en la última columna de la hoja.

Manuela leyó. Pero apenas hubo concluido, lanzó un grito, levantándose y arrojando el diario lejos de sí. Un instante despues volvió á sentarse, tan pálida como una muerta. Lo que habia leido era esto:


EN LA SECCION 4a.— Anoche fué conducido á la comisaria de la Seccion 4a. de esta Capital el individuo Ernesto Gonzalez, por ebriedad y escándalo.

Parece que este jóven se ha entregado desde tiempo atrás y por completo á la bebida, provocando por esa causa los mayores desórdenes. Así, pues, no es esta la vez primera que visita las comisarias.

Anoche, sentado en el cordon de una vereda, se entretenia en insultar á cuantas señoras pasaban por su lado, diciéndoles las mayores desvergüenzas Un hombre de edad que acompañaba á una niña, le exijió moderase sus palabras, pero Gonzalez por toda contestacion insultóle tambien, y no hubieran parado las cosas ahí, á no haber intervenido un vigilante que prendió al beodo y lo llevó á la Comisaria respectiva, de donde ha salido esta mañana.
 

— ¿Qué le parece á Vd? preguntó Dolores. ¿Lo hubiera Vd. creido?

Manuela no respondió.

— Sin embargo puede ser que no sea él, murmuró la vecina. Quizás haya otro Ernesto GonzaIez.

Pero la jóven tenia la certidumbre de que. era él. Lo habia visto llegar esa mañana, tambaleándose todavia. La duda no podia existir.

Don Miguel estaba en la otra habitacion, por lo cual no se enteró del suceso.

Manuela permaneció muda é inmóvil, mirando como distraida el bordado de su bastidor. ¿Qué pasaba por ella en ese instante? Algo muy doloroso debia ser, pues sus ojos brillaban por las lágrimas agoladas á ellos. Quizá recordaba á Eugenia que tanto queria á Gonzalez; quizá pensaba en él, por mas que no lo mereciese ya. Dolores, de pié á su lado, mirábala como con miedo. Temia haber hecho daño á esa criatura tan débil al parecer.

— Quién me meteria á traerle este diario? pensaba. ¡He hecho mal, he hecho mal sin duda ninguna!

Y era una casualidad que ella lo tuviera, pues lo habia encontrado en el suelo del zaguan. Algun vecino lo habria dejado caer allí, sin la menor intencion. ... ¡Lo que puede el destino! pensaba.

— Señorita, murmuró, yo siento ....

Pero como Manuela no levantara la cabeza, interrumpióse un instante.

— Si yo hubiera sabido ....

La misma inmovilidad. Entonces ella, en su deseo de que se la escuchase, trató de tocar la cuerda sensible.

— ¡Y Vd. que le quiere! exclamó.

Manuela se irguió en la silla; estaba pálida, pero serena.

— ¡Que le quiero! esclamó. No. Dolores.... ¡Le desprecio!

Y levantándose fué a reunirse con su padre, que echado de codos sobre la mesa del comedor, pensaba en Eugenia.

Asi fue como terminaron las relaciones entre Manuela y Ernesto.

XIII. LOS DOS AMIGOS

Armando que habia salido temprano del hotel, dirijíase hácia él á medio dia, sonriente y contento, como el que vé que sus deseos se cumplen. Pero, al volver una esquina, se halló de manos á boca con Lindoro Acuña; el encuentro no podia ser mas enojoso. El petimetre le miró con una mezcla de asombro y de alegria.

— Cómo! exclamó ¡tú por aquí! ¿Cuándo llegaste?

Hazlo-todo mintió.

— Ayer, dijo.

— Cuánto me alegro! Has de saber que yo tambien estuve en el Rosario, en busca tuya. Creí que habias ido á divertirte en unas fiestas, y me dije que no estaria mal que yo fuese á acompañarte.

— Fiestas?

— Sí. Casualmente aqui tienes el fragmento decarta que encontré y que me hizo suponerlo.

— Vamos á ver: Sí, está claro. Fiestas ... baile ... Sí; pero aqui en el reverso tiene una fecha: 5. I: Cinco de Enero y estamos en Julio. Ya ves, ya ves: Fuiste á las fiestas con seis meses de atraso. ¡Pobre amigo!

— Y lo peor es que tuve fiestas, y en grande.

— De veras?

— Ya lo creo!

Y Lindoro relató á Armando lo que le habia sucedido en el hotel. Dupont reia de todas veras. Al concluir el jóven le dijo:

— Iré á verte luego á la tarde.

— Y yo te recibire con gusto, contestó Armando, separándose de él.

Durante el camino iba murmurando:

— ¡Diablo! Este encuentro viene á estorbar mis planes. ¡Maldita casualidad! Pero tambien es cierto que estamos en la grande aldea, donde todo el mundo se vé. Ya estrañaba yo el silencio de este mentecato. Ja, ja, ja! Se fué al Rosario en busca mia y creyendo divertirse! ... Pero se ha divertido; sí señor; ya lo creo! Ja, ja, ja! De todos modos ya trataré de que no me perjudique en nada. Hacerlo no me será dificil; es tan tonto!. ....

Llegó al hotel y encerrándose en su habitacion se puso á reflexionar.

Largo rato despues tomó un libro y leyó, sin preocuparse de otra cosa. Asi pasaron las horas cuando Dupont, cerrando el libro de pronto, lanzó un juramento.

— ¡He olvidado decirle que vivo aquí! exclamó. Habrá ido al Frascati y Francisco le habrá dicho que estoy en el Rosario! Quizá sea tiempo aún.

Y tomando el sombrero dirijióse á toda prisa hácia el hotel , para remediar su falta en lo que fuese posible. Pero en ese mismo momento llegaba Lindoro al Frascati.

— Armando Dupont? preguntó.

— Está en el Rosario, señor, respondióle el mozo.

— Como así?

— Es la verdad, no ha vuelto aun.

— Pero si está. en Buenos Aires!

— El señor se equivoca. Don Armando tiene aun alquilado su cuarto aquí, y en cuanto vuelva no dejará de venir á habitarlo.

Lindoro se retiró con despecho.

— Sin duda alguna Dupont se ha quedado en Buenos Aires, pensaba, y se ha ocultado de mi para hacerme alguna mala partida. Esto lo sabré dentro de poco.

Armando llegó al hotel y lo supo todo por el mozo.

— Heme aquí cautivo en mis propias redes, se dijo. Pero yo sabré arreglarlo. Si así no lo hiciera no necesitaria llevar el sobrenombre que llevo. Si Lindoro fuese otra persona tendria que temer; pero siendo como es... ¡Bah! No hay miedo de que me haga daño nunca. Yo sabré tenerle á raya, dominarlo ... He hecho cosas mucho mas difíciles. Pero me preocupo demasiado de este asunto que no merece tanta atencion. Dejemos esto.

Y salió del hotel, dirijiéndose á casa de Lindoro.

— Es tan pobre de espíritu este muchacho. pensaba, como rico de fortuna; así es que lo engañaré con cuatro palabras que le diga. Lo que me conviene es que abandone á Manuela, y es muy probable que ya se haya olvidado de sus proyectos, tanto mas cuanto que su cabeza hueca no podrá nunca comprender lo que vale esa niña. ¡Ah! Y vale: mucho, mucho!... Al llegar á la casa, supo que Lindoro no habia aparecido aun.

— Está bien, le esperaré, dijo al criado.

Y tomó asiento entreteniéndose en examinar la espléndida habitacion del jóven.

Media hora haria que estaba ocupado en esto, y ya comenzaba a aburrirse, cuando se presentó Acuña.

— Ah! has venido! exclamó este al entrar.

— Claro está; te he estado esperando hasta hace un rato y como no parecias me decidí á venir en tu busca.

— He estado en el Frascati.

— Ya lo sé.

— Y me dijeron que aun permanecias en el Rosario.

— Quien?

— El mozo que te sirve cuando estás en el hotel.

— Francisco no me ha visto; he estado desde ayer en mi habitacion.

— Sabes que me parece que estás engañándome?

— Engañarte? Bah!

— En qué vapor partiste?

— Como!... En el que te dije que iba á hacerlo.

— Estabas enfermo?

— No; al contrario. Pasé la noche bailando con una jóven viajera muy bonita y ...

— ¡Dupont!

— ¿Que hay? ¿Por qué me interrumpes?

— Yo fuí al Rosario en ese vapor y te aseguro que no ha ido en él ninguna viajera jóven y bonita, que no has bailado, y lo que es mas, que no has hecho el viaje!

Armando quedó perplejo y silencioso ... Se habia. enredado él mismo y le era imposible salir de la maraña.

— Ya comienzo á jugar mal, pensó.

— ¡No has salido de esta capital! exclamó Lindoro. Me has engañado, mal amigo!

Armando se levantó.

— Si, dijo friamente. No he ido al Rosario, ni he pensado en tal cosa.. Lo único que queria, lo que deseaba de todas veras y lo que he conseguido durante algun tiempo, ha sido separarte de mí, porque me aburres, porque me hastias, porque me cansas.

— Para qué vienes hoy, entonces?

— Para qué? ... Para... Para demostrarte que tengo educacion y no para otra cosa.

Armando no era él mismo en aquel momento. Estaba perdido, extraviado en un laberinto hecho por él, y cuya salida no encontraba.

— Y por qué esa enemistad? preguntó Lindoro.

— Por qué? Por qué? Porque no quiero ayudarte en tus planes; porque no quiero que te acerques á Manuela.

— Lo conseguiré sin tu ayuda. Ah! Ah! Estás enamorado de ella! Pero ¿qué vas á hacer en contra mia? Yo tengo dinero; tú no le tienes. Yo valgo mas que tú, á los ojos de todo el mundo, y á los mios tambien!

— Oh! ¡No lo conseguirás!

— Ya veremos! ¡Caballero ... de industria!

— Lindoro!!...

Y Armando se puso verde de ira.

Pero un instante despues tomó su sombrero y salió, mirando á Acuña con aire de desafio y diciéndole:

— ¡No la conseguirás para tí! No! No! No! Yo la amo y tendrás que luchar conmigo, frente á frente, y te inutilizaré, como he inutilizado á ese Ernesto!...

XIV. REFLEXIONES

La vida de Ernesto estaba envuelta en sombras. Cuando despertó, ya lo hemos dicho, púsose á reflexionar sobre todos los acontecimientos de ese dia y de la noche anterior. Midió su desgracia y la encontró inmensa, infinita, mas grande que cualquiera otra que pudiese haberle sucedido, mas espantosa, porque era la pérdida de la estimacion de la mujer amada ... Imaginábase que Manuela no le queria, no podria quererle jamás, y esa idea lo volvia loco. Poco tiempo antes habia creido que la jóven no la amaba, pero sin embargo la esperanza no le abandonó entonces. Mas, en aquel instante, comprendiendo la degradacion en que se encontraba encenagado cuando ella lo vió, no podia esperar.

— Si! murmuraba. Al verme huyó de mí como de un leproso!... ¡Oh! He inspirado horror á esa alma pura y adorada! ... Soy un miserable!... Pero Armando tiene la culpa! El me hizo beber; él me empujó á este abismó!... Si supiera el mal que me ha hecho!... Pero no puedo quejarme, no puedo acusarlo ... Yo soy el culpable y no él. .. Yo, porque tengo bastante entendimiento para no dejarme arrastrar al vicio que ódio!... La culpa es mia, solamente mia... Tambien hay circunstancias atenuantes ... El cumpleaños de un amigo, la poca costumbre de beber... Pero ¿cómo decírselo? ¿Cómo vindicarme? Jamás me atreveré á aparecer ante su vista. ¡Qué horror! ¡Qué vergüenza!... ella lo ha dicho. Solo desprecio es lo que inspiraré de aquí en adelante á esa niña inocente y bondadosa ... ¡Oh!...

Y se paseaba por la habitacion, agitado, nervioso.

— ¿Qué será de mí sin ella? ¿Qué puede ser mi vida sin la esperanza de que me ame alguna vez? Su imágen aparecia en mis sueños, alentándome y mostrándome el camino que debia seguir. En la lucha por la existencia, su nombre, que yo invocaba como el del Dios de mi alma, me daba nuevos brios, hacia que los mayorea trabajos fueran para mi un juguete!... Y hoy?.. No tengo ya esperanza ... no creo que me ame ... y mis fuerzas se estinguen, y mi frente se inclina hácia el suelo!... ¡Mi vida es un suplicio! Todo lo que me rodea es tenebroso; veo sombras en todas partes; no vislumbro ni la luz mas débil, que me guie y me aliente... Me siento desfallecido y el trabajo me parece un martirio ... Recuerdo el murmullo de las olas del rio, cuando, aquella mañana, me paseaba á sus orillas... La veia llamarme... y me esperará aun... ¡La muerte! No la temo, porque es la cesacion completa de todos los sufrimientos, de todas las penas que roen el corazon... ¡Sus abrazos atenuan los dolores producidos por ese dardo que parece destrozarme el alma!

Dejóse caer en una silla, ocultando el rostro entre las manos. Su dolor era inmenso, inaguantable. Como él lo habia dicho, las sombras espesas lo rodeaban; las sombras de la ilusion perdida!...

— Mi falta es imperdonable!... Me he degradado; he dormido bajo de una mesa!... Yo mismo me horrorizo de lo que he hecho!...

Permaneció un instante silencioso, aterrado.Su crimen le parecia mayor que un homicidio... ¡Habia arrastrado su título de ser humano por el suelo fangoso de una taberna!...

— Pero ella es tan buena! murmuró por fin. Quizá me perdone esa falta. ¡La quiero tanto que merezco sin duda un poco de compasion y ella la tendrá de mí! El tiempo se encargará de borrar de su mente ese recuerdo funesto. ¡Ah! Si volviesen aquellos momentos en que me conceptuaba desgraciado siendo feliz! ¡Solo una cosa me inquietaba entonces; tenia confianza en que ella me amaria, y trataba únicamente de encontrar el medio de vivir sin pena... Y hoy ... Hoy no me inquieta ya nada, ni nada me importa!... Si me perdonase!... Si yo pudiera probarle que la fatalidad solamente me ha impelido á cometer esa falta!... Y se lo probaré! El trabajo purifica y yo he de purificarme con él ... entonces volveré á su lado, me arrojaré á sus plantas y la pediré perdon... ¿Cómo ha de negármelo? Estoy arrepentido...

Encendió una lámpara y tomando un libro comenzó á hojearlo. Era «La vida es sueño», de Calderon. Sus ojos se detuvieron en una página en la que leyó estos dos versos:


...que toda la vida es sueño
y los sueños, sueños son!
 

— Un sueño! exclamó! ¡Ah! El poeta se equivoca; cuando la existencia es como la mia, no es sueño, es pesadilla horrorosa!... Un sueño? No! Que cuando yo sueño miro colmados mis deseos, y despierto sufro!...

Entonces levantóse de nuevo y comenzó á pasearse, agitado siempre, siempre sufriendo. La lámpara derramaba una viva claridad sobre la mesa, alumbrando los libros y papeles que sobre ella estaban. La vista de Ernesto se fijó en ellos.

— Sé lo que debo hacer! exclamó de pronto. El trabajo constante hace que las penas se olviden. Voy á trabajar, ¡Quiero llegar á la cumbre, por mas que estoy en el abismo, y lo conseguiré!...

Y volviendo á sentarse, tomó entre sus manos otro libro y se puso á leer, quedando por completo embebecido. Muy tarde era cuando terminó la lectura. La hora de comer habia pasado. Sintió hambre, pues, por mas fuerte que sea el espíritu siempre está encadenado á la materializacion de la debilidad: el cuerpo.

XV. ANTÍGONA

La jóven habia recibido un golpe terrible, pero no desfalleció por eso. Amando á Gonzalez, no habia llegado á esa ceguedad que hace que no se perciban los defectos, y la noticia del diario la habia espantado, haciéndola lanzar un grito de horror. Su desgracia hízola creer que el verdadero amor es un imposible en este mundo, y se juró no amar á nadie, para no incurrir nuevamente en equivocaciones tan peligrosas para su felicidad futura. Habia tomado á Ernesto por un modelo de hombres y habíalo visto rebajado, pervertido, vicioso.... ¿No ocultarian los demás bajo una capa de nobleza los defectos mas vergonzosos? ¿Quién podria asegurárselo? ¿Quién podria guiarla? No le era posible contar con su padre, pobre anciano agobiado por los sufrimientos. ¿Cómo hacerle partícipe de una nueva desgracia? Eso no era justo.

Manuela sufria horribles martirios, pero nunca asomó una lágrima á sus ojos, ni una queja á sus lábios. Noche y dia trabajaba, como antes, tratando de dulcificar la situacion de D. Miguel, pero ya no se la escuchaba reir mientras bordaba. Las plantas que regaron sus manos en dias mas felices, se inclinaban mústias, casi secas, por la ausencia de sus cariñosos cuidados. Su espíritu no podía soportar estos dos golpes: la muerte de su madre y la muerte de su esperanza.

Don Miguel se asombraba del silencio y la tristeza de su hija; comprendia que la muerte de Eugenia no era su única causa. Muchas veces, acercándose á Manuela, guiado por ese tacto inmenso de los ciegos, le preguntaba con amor:

— Qué tienes, Manuela? Qué sufres?

— Nada, papá. No tengo nada, contestaba ella invariablemente, y el anciano hacia como que quedaba conforme, creyendo, al parecer, que nada extraordinario acontecía.

La jóven, sostenida por el deber, demostraba enerjías inmensas. La bordadora para quien trabajaba, disminuyó sus honorarios, con esa crueldad de las personas que se enriquecen á costa del sudor de los demás.

Manuela nada dijo tampoco esta vez á su padre. Contentóse con trabajar mas que de ordinario, para que entrase siempre á su casa la misma cantidad de dinero.

— Mi padre me necesita, murmuraba de vez en cuando, y estoy obligada á hacer por él todo lo que pueda. ¡Cuánto le debo! Jamás podré pagarle sus cuidados y su amor!

Casi todas las noches se le aparecia en sueños la imágen de su madre, que la alentaba, derramando en su corazon el bálsamo del cariño. Al despertar, la realidad la entristecia, mas luego recobraba su presencia de ánimo.

— ¡Oh! ¡Cuánto te quiero, madre mia! murmuraba. ¡Y tú tambien me quieres! ¡Ah! Yo te ruego que jamás dejes de aparecerte en mis sueños, porque así sé que siempre estas á mi lado!....

A veces veía tambien á Ernesto, pero en el estado mas horrible, así como lo vió la mañana aquella, tambaleante y desfallecido en medio del patio. Esto la hacia sufrir.

Don Miguel comenzó á extrañar la prolongada ausencia del jóven, y un dia preguntó á Manuela. por él.

— No sé por qué razon no viene, murmuró la niña.

— No le has visto?

— No.

— Extraño mucho que no vengá.

— Quizá esté ocupado. -Es verdad, pero siempre quedan algúnos minutos para visitar á los amigos, ó cuando menos para saludarlos desde la puerta.

Manuela calló.

Deseaba que Ernesto no apareciese para no tener que demostrarle disgusto. El gérmen del amor no se habia esterilizado. La fuerza de voluntad de la jóven le habia hecho ocultarse en el fondo de su corazon, pero allí vivia y viviria siempre!.... El amor verdadero no desaparece al primer golpe, pues necesita que el tiempo vaya poco á poco haciéndolo desvanecerse; pero para esa evolucion no bastan dias, sinó meses, años.... Por otra parte, la jóven ignoraba que ese sentimiento existiera en ella, lo que la hacia exclamar:

— Odio á ese hombre, y con él á todos ]os hombres. Jamás diré á ninguno una frase de cariño, jamás obtendrán un pensamiento de amor; seré de mi padre, solo de mi padre, que nunca ha de engañarme con falsas apariencias de lealtad y honor. He amado á Ernesto, pero ningun otro hará despertar mi corazon muerto ya. Cuando él, que parece tan bueno, está encenagado en el vicio hasta tal punto, qué puedo esperar de los demás?... Si quisiera á alguien, seria otra vez á Ernesto.... pero nunca sucederá, nunca, nunca!.. ..

¿Se engañaba?

XVI. PRIMERAS HOJAS

Gonzalez concurria a su empleo sin faltar un solo dia, pero al volver á su casa, á la tarde, entregábase con ardor al estudio. Nada le hubiera apartado del camino que se habia propuesto seguir.

Deseaba poder aparecer alguna vez entre esa brillante pléyade de jóvenes que escriben, y que él contemplaba respetuosamente desde su oscuridad.

A menudo llegaba hasta él la noticia de un nuevo libro dado á la luz pública. Entonces su ambicion se hacia mas grande.

Tenia esa espécie de envidia que nos hace emprendedores; esa que no se ocupa en denigrar las obras de los demás, sinó que quiere llegar á hacerlas tan buenas ó aún mas, si es posible.

A cada noticia leida por él á ese respecto, redoblaba su estudio, sin desalentarse, sin desfallecer un solo momento.

— Dicen que el trabajo constante lo vence todo, pensaba. Yo trabajaré, estaré siempre firme! Así conseguiré algo, sin duda.

El recuerdo de Manuela no se apartaba un instante de su imaginacion. Veía á la jóven, sentada junto al lecho de su madre, y bordando sin levantar la cabeza. Nunca olvidaba ese cuadro. Habia escrito unos versos, como lo dijo á Hazlo-todo, pintando esa escena, y su alma estaba retratada en esas estrofas que eran su primer obra, el despertar de su inteligencia.

En cuanto llegaba de la calle encerrábase en su habitacion, sin tratar de ver á Manuela, huyéndola, por decirlo así. Pero nunca sospechó que la enemistad de la jóven fuese tan grande.

No conocia la noticia que, como por casualidad. habia llegado á manos de la jóven, y por lo tanto ignoraba los motivos de aversion que tenia Manuela pasa con él.

Hazlo-todo se habia presentado en casa de Arello la noche del dia en que tuvo lugar tan inmenso cambio en la situacion del jóven.

Permaneció allí durante cortos momentos, pero su mirada escudriñadora alcanzó á descubrir la tristeza de la niña, expresada bien por su doloroso silencio, y mas que todo, un papel de diario arrugado y caido en un rincon. Era el que contenia la condenacion de Ernesto.

Al salir, los lábios del jóven sonrieron con aire de triunfo. ¡Gonzalez estaba vencido!

Despréndese fácilmente de lo que antecede, que Armando era el autor del suelto. No es muy dificultoso insertar en un diario una infamia así, ni aún una mucho mayor. Él llevaba otro ejemplar en el bolsillo, por si el otro no hubiese llegado á la persona á quien se destinaba. El golpe habia sido bien dado.

Pasó algunos dias Armando sin mostrarse por la casa de Arello ni por la de Gonzalez. Esperaba que la primera impresion de los dos actores de ese drama, hubiera desaparecido. Despues se proponia seguir obrando.

Nada arriesgaba. ¿Quien supondria jamás que él fuese el causante de todo? Solo á Dios le era posible saberlo, y quizá ni él mismo lo sabia!

Una noche rué á visitar á su «amigo» y le encontró leyendo.

— Qué haces? preguntó.

— Estudio, estudio siempre.

— ¿Así, pues, estas decidido á dedicarte á las letras?

— Completamente decidido.

— ¿No te arredra el cuadro que te presenté hace poco?

— No! Lo que me arredra es ser de nuevo una de las principales figuras del cuadro que vimos despues!

— Pero corres á la miseria! El comercio ....

— Cuando uno siente que la ambicion despierta en sí; cuando se cree llamado á cumplir una tarea en este mundo; cuando le parece que alguien murmura en su oído; estudia! escribe! debe dejarlo todo para escuchar esa voz y seguir ese consejo. Es lo que hago. Por otra parte, no creo caer en la miseria; bien se puede estudiar y trabajar al propio tiempo, pues no es difícil escribir y ocuparse en otra cosa.

— ¿Ignoras entonces que el que escribe no puede ocuparse de nada mas? El dia debe darlo á las obras agenas; la noche á las propias.

— ¡Falso!

— ¿Por qué? En qué te fundas?

— En que la mayoría de los autores de la antigüedad y unos pocos de hoy, trabajaban y trabajan, dando á sus obras el tiempo que otros dan á las diversiones. Ahí tienes á Esopo, por ejemplo: ¿quieres «empleo» mas penoso que el de esclavo? ¿Crees que le quedaria mucho tiempo para dedicarlo al cultivo de las letras?

— No; pero Esopo ha dejado pocas obras.

— Pocas? Estas equivocado; ese es un error. Ha dejado mas que los cientos de volúmenes de otros autores. En cada línea encierra un precepto; en cada fábula un libro entero!.. ..

— ¡No me pareces el mismo!

— Sí, siempre soy el mismo. Durante largos años he leido, he leido siempre, pero sin darme cuenta de ello, á ciegas, sin sacar provecho alguno. Cuando desperté y comprendí que lo que habia leido podia servirme, lo recordé todo y supe encontrar el secreto oculto por el autor en cada línea que escribe , el móvil que le impulsa, el fin que se propone, y mas que todo, los medios que emplea para atraerse las simpatías de ese mónstruo de mil ojos y mil cerebros que se llama «el público».

— Explícame eso.

— Es imposible. Cada autor tiene su modo. Lo que se puede aprender, lo que nace con el individuo, es ese tacto que no puede ser enseñado ni por el mismo autor.

— Cómo has hecho para progresar tanto en tan poco tiempo?

— Despertar. Es lo único que se necesita. Cuando el hombre está despierto, se siente mas dueño de sí mismo que cuando duerme. ¿No es verdad?

— Y quién te ha despertado?

— La ambicion.

— Vaya! Qué cosas tienes!

— Te parecen extrañas?

— Ya lo creo!

— Pues nada de extraño tienen si se miran juiciosamente y poco á poco. La ambicion es uno de los móviles mas poderosos que existen. ¡Cuántas cosas se han hecho por su causa! Tú, que tanto sabes, no ignoraras que las primeras obras de Lord Byron fueron silbadas por la Inglaterra entera. Si el gran poeta no hubiese sido ambicioso, hubiera sin duda dejado de escribir, y para siempre, pero el orgullo le sostuvo, la ambicion le hizo adelantar, y su Don Juan recorre hoy el universo entero, traducido á todos los idiomas! Ahí tienes un génio mas, dado al mundo por la ambicion.

— Habria mucho que discutir sobre eso, aunque en el fondo tengo tus mismas opiniones. Así, pues, pobre Gonzalez, te arrojas al mar de la existencia llevando por único salvavidas las obras que vas á escribir.... y el trabajo, ya que trabajarás en otra cosa al propio tiempo?

— Si.

— Te deseo felicidad, pero te auguro desdicha.

— ¡No podrás desalentarme!

— Ni lo deseo, Emprendes la subida al Calvario. y has elejido la senda mas escabrosa y mas difícil. La literatura, Ernesto, dá pocas veces un pedazo de pan. Nunca escribirás un poema como As Lusiadas de Camoens, y Camoens pidió limosna de puerta en puerta! ¿Qué te quedará á tí?

Ernesto no contestó. Permaneció silencioso y ensimismado. Quizá pensaba en su destino.

De pronto la fisonomía de Armando se iluminó; habia encontrado una idea.

— No tratas á la gente que escribe, dijo. Voy á presentarte á un amigo mio, que es uno de los buenos poetas que tenemos. Esa relacion te hará bien.

— ¡Cuánto te lo agradezco! exclamó el jóven. Muchas veces he pensado en la manera de acercarme á una persona así. Tú me abres las puertas de la dicha. ¡Parece que hubieras escuchado mis deseos para hacer que se cumplieran! Y cuándo lo veré?

— Mañana vendré á buscarte.

Y luego añadió para sí:

— Lo presentaré al de los versos de Quevedo, que es el mayor pedante y el mayor calavera que se conozca. Quizá consiga él arrastrarlo á esas fiestas de que tantas veces he sido testigo. Entonces.... yo no tendria ya nada que temer!. ...

Pocos instantes despues se retiró.

Ernesto púsose á releer sus composiciones.

— ¡Cuándo los veré publicados, primeros hijos de mi imaginacion, murmuraba. En cada una de estas líneas, en cada uno de estos versos, he derramado todo lo que contenia mi alma. Aquí está mi amor, aquí mi ambicion, mis sentimientos, mis dolores; aquí estoy yo en fin!.... Si los demás supieran cuántas horas me ha costado cada una de estas pájinas! Si se pudiera calcular cuántas noches he pasado leyendo y estudiando, impaciente, febril, loco, para poder arrojar estos borrones en el papel!.... y el público inexorable gritará «¡Es malo!» sin decir siquiera una frase de aliento al que ha pasado su vida alejado del mundo, y torturándose el cerebro, mientras él se divertia en los teatros, en los bailes, en los paseos!.... ¿No es digno de estimacion todo el que escribe? ¡Sí! El que trabaja merece el aplauso, y el que escribe trdbaja mas que el que lleva sobre sus hombros cargas que hacen doblegar el cuerpo. ¡Oh críticos! Si presenciárais la elaboracion de cada una de las obras que condenais, sin duda tendríais un poco de conmiseracion para sus autores!

XVII. DOLORES

Mucho sentia Dolores «el mal rato» que dió á Manuela. De mal rato lo calificaba la pobre mujer, pues apenas conocia á la jóven, y no se daba cuenta aún de su fuerza de voluntad que la hacia ocultar sus penas. Creía de todas veras que la exclamacion de desprecio y disgusto que dejaron escapar sus lábios, era, solo, efecto de la impresion del primer instante, y que su amiga olvidaria pronto la falta cometida por Ernesto. Sufria por haber sido, en cierto modo, la causa de esa ruptura de relaciones, y se proponia trabajar para que todo quedara en el mismo estado que poco tiempo atrás.

— En último caso, pensaba, hablaré del asunto á D. Miguel, que es una excelente persona, y que quiere la felicidad de su hija. Despues de todo, me parece que D. Ernesto no es tan malo como lo hace creer esa noticia. Quizá, tambien, no sea él el aludido. ¿En qué me fundaría yo para pensar que Gonzalez es capaz de olvidarse de sí mismo hasta ese punto? Jamás lo he visto en tal estado. aunque hace ya dos años que vivimos en la misma casa, y lo que de él dice el diario, dá la seguridad de que la otra noche no fué la primer vez que hizo de las suyas. Esa ceguedad mia es extraordinaria y no alcanzo á comprenderla.

Ernesto, ya lo hemos dicho, no habia caido nunca en la tentacion, ó mas bien muy pocas veces, porque nadie está exento de culpa, de modo que Dolores tenia razon cuando dudaba así.

Impelida por estas y otras reflexiones, la buena mujer corrió al encuentro de Manuela, para cerciorarse del estado en que la jóven se encontraba, y para saber á qué atenerse con respecto á sus sentimientos hácia Gonzalez. Abordó la cuestion desde la primera palabra.

— ¿No ha venido D. Ernesto? preguntó.

— No, por suerte para él, contestó Manuela.

— ¿Cómo por suerte?

— Si; porque si hubiese venido lo hubiera yo tratado con la frialdad que se merece.

— Pero Vd. no sabe si lo que dice ese diario es cierto. Puede que sea una calumnia, una venganza.

— Ah! No! Yo le ví llegar. Eran las ocho de la mañana. Estaba.... beodo todavia, y entró tambaleándose!.... Qué horror!.... Ah!

Manuela se detuvo. En el modo de decir esas palabras habia dejado comprender cuán honda pena le causaba el recuerdo de ese instante.

Dolores calló aterrada. Sus dudas se habian desvanecido. Ernesto era culpable!

En ese momento entró D. Miguel, que ya podia caminar por toda la casa, sin guia, gracias á ese tacto de los ciegos, que parecen ver en las tinieblas.

— ¡Oh! Vd. no sabe lo que pasa! exclamó Dolores al verle.

Manuela le hizo señas para que callase. Pero ya no era tiempo.

— ¿Qué sucede? preguntó él.

— Que D. Ernesto ....

— Ah! calle Vd., calle Vd., no se lo diga, gritó Manuela. Que no lo sepa; lo hará sufrir.

— Hable Vd., Dolores, dijo el anciano.

Ya era punto menos que imposible seguir callando. La buena mujer relató, pues; al ciego todo cuanto sabia, repitiéndole palabra por palabra el infame suelto que echaba por tierra la reputacion del jóven, y que ella guardaba cuidadosamente.

La fisonomia de D. Miguel expresó los mas encontrados sentimientos al escuchar la relacion que le hacia Dolores.

Manuela, en silencio, bordaba apresuradamente, casi sin ver lo que hacia, pues las lágrimas nublaban sus ojos.

Cuando Dolores terminó, don Miguel se puso en pié.

— Eso es una mentira infame, gritó rojo de cólera·

— ¿Qué dices, papá? preguntó Manuela.

— Que eso es una calumnia, una calumnia odiosa, repitió el anciano. Ernesto es incapaz de semejantes bajezas, ¿entiendes? Oh! Quizá no pueda yo probarlo pero el tiempo me dará la razon, no lo dudes.

Un rayo de alegria iluminó el rostro de Manuela, pero solo duró un instante.

Dolores sonrió con placer: desde entonces creyó lo mismo, ó mas bien tuvo la conviccion de ello.

XVIII. AL REDEDOR DE UNA MESA

Al dia siguiente fué Armando en busca de Ernesto segun se lo habia prometido. Como era muy temprano, aun no habia vuelto el jóven de sus ocupaciones, por lo cual tuvo que esperarlo. Entretúvose en husmear en la pequeña biblioteca de Gonzalez, examinando los libros con toda atencion.

— No está malo, pensaba. Las obras son pocas, pero excelentes. Ernesto ha tenido buena mano para elejir; no lo hubiera creido... Temo que pueda todavia hacerme daño en mis proyectos .... Pero ya trataré de anonadarlo!

Pocos instantes despues se presentó el jóven.

— Estaba viendo tus libros, dijo Armando.

— ¿Qué te parecen?

— Decia entre mí que has elejido muy bien.

— La casualidad ....

— Y el tacto; se necesita mucho espíritu para elejir los buenos autores cuando no hay una persona que nos guie.

— Es cierto; pero al decir «casualidad» no te mentía.

— ¿Por qué?

— Porque hace algunos años se deshizo de su biblioteca una persona que ha ocupado un hermoso lugar entre los hombres de talento de la República; concurri al remate de sus libros y adquirí lo que ves en mis estantes.

— Has tenido suerte. — Ya lo creo! Pero ¿me vas á presentar á tu poeta, como me lo has prometido?

— Si. Vamos á comer con él. Ya estarán esperándonos.

— Nos estarán? .... ¿Son varios?

— Si; he invitado á algunos amigos; pero toda es gente que entiende algo de literatura.

— Corriente.... me alegro!

Los jóvenes salieron.

Un cuarto de hora despues llegaban al hotel, donde los esperaban el poetastro aquel que ya hemos conocido , que se llamaba Juan Lovez, un noticiero de un diario de la tarde, y algunas otras personas, conocidas de Armando.

El poeta iba vestido de negro, exageradamente elegante y usaba melena y anteojos. Era un lindo mozo, y lo hubiera sido mas, si, hinchado por la vanidad, no fuera tan pedante. Miraba echando la cabeza hácia atras, con gesto majestuoso, y al hablar lo hacia con voz lenta, dejando caer las palabras una tras otra con afectacion ridícula. Acostumbraba alargar algunas sílabas, por lo general una en cada tres palabras, deteniéndose en ellas mas que en las otras. Por lo demás hablaba con forzada correccion, tratando siempre de elejir las voces menos comunes. Seguramente su pedanteria no llegaba á ser como la del D. Herméjenes de Moratin. Era mucho menos, pero existia sin embargo. Cuanto vió llegar á los dos amigos se adelantó hácia ellos.

— Tengo el gusto de presentarte al jóven Juan Lovez, dijo Armando á su amigo. Es un muchacho que hará carrera; escribe excelentes versos.

— Oh! Es favor que me haces, dijo el poeta con énfasis. No le crea Vd., prosiguió, dirijiéndose á Ernesto. Es mi amigo y por esa razon me lisonjea.

Gonzaiez, entre tanto, habia examinado atentamente á Lovez. De este exámen no debió resultar nada satisfactorio para el que era objeto de él, pues Ernesto permaneció con completa seriedad, murmurando por lo bajo:

— No habla su aspecto en favor suyo.

En seguida Armando lo presentó á los demás comensales.

— Vamos á la mesa, dijo Lovez. No debemos olvidar que es ya hora de comer.

— Vamos, contestaron todos á una.

Ernesto se acercó á Dupont.

— ¿Escriben todos estos? le preguntó.

— Mas ó menos ...

— ¿Quién es el que escribe mejor?

— Lovez; ya te lo he dicho. Te he traido aquí con el objeto de presentarte á él. Eso es una prueba de que lo conceptuo muy por encima de los otros.

— Es verdad.

Llegaron al comedor y poco despues se sirvió la comida. Mientras estuvo la sopa en la mesa reinó el mayor silencio; pero apenas hubo desaparecido comenzaron las conversaciones.

Ernesto estaba colocado junto á Lovez, teniendo á Dupont á su izquierda, y frente de él al noticiero.

— Qué le parece á Vd. el nuevo drama de Echesraroy, representado anoche? preguntó Lovez á Ernesto.

— No lo he visto, de modo que no puedo juzgarlo. Además no soy perito en la materia.

— Cómo! No ha visto Vd. el nuevo drama?

— No.

— Mucho ha perdido Vd., sin duda. No he asistido yo tampoco, pero he visto en los diarios largas y detalladas crónicas que hablan muy alto en favor del dramaturgo.

— Usted se guia para juzgar una obra de lo que dicen los diarios? Creo que para emitir una opinion uno debe tenerla, y no repetir la que oye. Tambien yo he leido esas crónicas, pero no me atrevo á ser del mismo parecer. Vd. sabe perfectamente que la pasion ciega muchas veces á ..los críticos de diario, así como á los otros, y les hace aplaudir una obra mala y echar por tierra una buena.

— Si, pero el solo nombre de Echegaray ...

— No dudo que el drama sea excelente; pero eso de aplaudir una obra porque A ó B la ha escrito, es una aberracion. Un buen autor puede escribir un mal drama y vice-versa.

— Me parece que lo que dices es exacto, en cierto modo, dijo Dupont, aunque exajeras algo. El nombre de un escritor notable puede decirse que es un salvo-conducto para la obra, una recomendacion. por lo menos.

— Es la verdad, dijo el reporter.

Dupont llenó las copas.

Al llegar á Ernesto, este rechazó el vino.

— No bebo, dijo.

— No bebes? preguntó Hazto-todo.

— No.

— Malo, pensó Armando: Creí que fuese mas débil. Pero veremos mas tarde.

Y siguió conversando alegremente.

— A pesar de que no desconozco el mérito de los dramas, dijo, prefiero la comedia. Se va al teatro á divertirse, á reir y no á llorar.

— Soy partidario del drama, dijo Ernesto.

— Por qué razon? preguntó Lovez.

— Porque en el drama se presentan siempre á nuestra vista desdichas inmensas, que son, las mas de las veces, mayores que las que nosotros sufrimos. En la comparacion resultamos, pues, dichosos. y eso nos dá un cierto contento.

— Falso!

— Por qué?

— Porque uno recuerda que esa desdicha no existe. y por lo tanto se halla desgraciado siempre.

— Que se hable de otra cosa, exclamó uno de los comensales.

— No; esta comida es esencialmente literaria. dijo otro.

— Debian haberlo dicho con antelacion, gritó un tercero. De ese modo podríamos habernos quedado en nuestras respectivas casas. Una comida literaria puede causar una terrible indigestion al que asiste á ella!

Todos rieron.

— Así pues, continuó, propongo que se hable de carreras, de mujeres, de bailes, de paseos, de todas esas cosas alegres, en fin; de nada nos serviria otra clase de conversaciones.

La mocion se aceptó, no conversándose mas de dramas ni comedias. ¿Para qué serviria eso, sino para calentar las cabezas, y no dar resultado alguno?

En cambio se bebió, y mucho.

Dupont instó varias veces á Ernesto para que lo hiciese tambien, pero el jóven permanecia firme.

— Gracias; no bebo, contestaba siempre.

— Por qué?

— Porque no quiero embriagarme.

— Pero una sola copa... — Una copa lleva á otra, esta á una tercera, y así, sucesivamente, se vá bebiendo, y cuando uno menos piensa no se puede tener ya.

Armando vió la imposibilidad de arrastrar á su amigo. Eso lo desesperaba.

El noticiero y Lovez estaban ya muy cerca de la embriaguez.

Este último comenzó á hablar con Ernesto en voz baja.

— Me dice Armando que Vd. escribe.

— A qué género se dedica Vd?

— Trato de hacerlo, por lo menos.

— Aun no me he decidido. Ese es un problema árduo, en el que no se debe partir de lijero. ¿Quién me dice que no equivoque mi vocacion, cultivando un género en que me sea imposible adelantar un paso?

— Me parece que está Vd. equivocado. Un hombre que tiene dotes de escritor puede dedicarse tanto al drama como á la comedia, tanto á la novela como á la poesia lírica.... Todo está en que sepa contentar á sus lectores. Recuerde Vd. lo que decia Calderon.


El vulgo es necio, y pues lo paga, es justo
Hablarle en necio para darle gusto.
 

— Permita Vd. que le haga notar que Calderon nunca ha dicho eso. Fué Lope de Vega.

— Lo mismo dá. Los dos escribian comedias.

Ernesto se mordió los lábios para no reirse.

En aquel mismo instante el noticiero trababa conversacion con Hazlo-todo.

— Y tu enemigo? preguntó.

— Qué enemigo? dijo Armando con extrañeza.

— Ese del suelto, hombre! ¿Conseguiste tu objeto, eh?

Dupont se puso rojo.

— No sé lo que quieres decir, murmuró.

Ernesto escuchaba.

— ¡Qué poca memoria tienes! continuó el noticiero en quien ya habia producido efecto el vino. ¿No recuerdas el suelto que me diste, diciendo que era para vengarte de un enemigo tuyo? Ese que hablaba de un jóven que habia sido llevado á una comisaria, completamente beodo .... Armando estaba en áscuas.

— Ah! sí! dijo, pasando en seguida á otra conversacion, y llenando el vaso del imprudente.

Este bebió el contenido de la copa y no prosiguió en sus preguntas, con gran contento de Hazlo-todo, que por un instante se habia creido perdido.

La algarabia era infernal. El vino habia desatado las lenguas, y los comensales hablaban todos á un tiempo.

— Señores, dijo Armando, mareado por el ruido, y deseando conseguir un instante de silencio. Hay entre nosotros dos poetas, uno que conocemos todos, otro que acabo de presentar. Bueno seria que nos recitaran unos versos ¿no les parece á Vds.?

— Sí, sí! clamaron todos.

— Ernesto, empieza tú, prosiguió Dupont.

El jóven se turbó; no tenia bastante mundo para comprender que aquella no era una asamblea de críticos, y temia los juicios que se hicieran sobre lo que él escribía. Así es que se negó desde un principio, pero á las repetidas instancias de sus nuevos amigos, no pude menos que recitar algunos versos. Todos, menos Lovez, aplaudieron la composicion. Cierto es que no merecia las exajeradas alabanzas que se le hicieron, pero, teniendo en cuenta el poco estudio que habia podido hacer Ernesto en sus horas de descanso, no era justo tampoco dejar de decirle una frase de aliento.

Armando fué, entre todos, el que habló mas seriamente.

— Puedes escribir bien, dijo, pero necesitas trabajar mucho todavia, para conseguirlo. Cuida mas la forma, sobretodo.

Entre tanto Ernesto pensaba en la conversacion que habia escuchado poco antes. Habia entrevisto que Armando solia vengarse de sus enemigos por medio de los diarios, hecho que hablaba muy en control suya. Sin embargo, no dió entero crédito á esas palabras. La accion le pareció tan baja y tan despreciable que no quiso creer que Armando fuese capaz de cometerla. Pero la idea se fijó en su cerebro. No la olvidaria así no mas. Hay veces en que se escucha una voz interior que dice que uno juega un papel principal en algo que le parece no se relaciona en nada con él. Esto habia sucedido á Gonzalez . Presentia la desgracia que le habia herido ya. Pero la presentia sin saberlo, sin darse cuenta de ello.

Los demás seguian hablando en voz u!ta, sin parar mientes en nada de lo que pasaba á su alrededor. Armando se encargó tambien esta vez de dejar restablecido el órden por algunos instantes.

— Ahora le toca á Lovez. Que nos recite una de sus composiciones, dijo.

— Sí, sí! que recite! gritaron los demás.

— Tenemos bastante con la dósis que Gonzalez nos ha propinado, murmuró uno, en quien cualquiera hubiese reconocido al jóven que, en la cena de que hemos hablado en uno de los primeros capítulos, estuvo beodo desde que se sentó á la mesa.

— Que recite! repitieron los demás.

— No recuerdo ..... murmuró el vate que temia la erudicion de Armando, y no pensaba en apropiarse otra vez versos de un poeta, fuese ó no conocido.

— Ya que se empeñan los demás, dijo el bebedor con voz lenta, como si le costase pronunciar las palabras, debes recitarnos algo, pero no aquella composicion de Quevedo, eh!

Lovez se puso rojo y Armando pudo apenas contener la risa. Ernesto miraba á los actores de aquella escena, como preguntando el por qué de esas palabras, de esa turbacion, y de esa risa.

— Que recite! decian todos, haciendo un ruido infernal.

— Que recite! exclamaba el bebedor con voz ronca.

Lovez estaba fuera de sí. No le importaban tanto las burlas, como perder de la consideracion que parecía tenerle el poeta novel.

— Creo que Vds. se burlan de mi, dijo, ciego de cólera.

— Burlarse de tí? Ja! ja! ja! respondió Armando. El vino te hace ver visiones!

— El vino no me hace nada!... gritó él, furioso.

— Fuera! fuera! gruñó uno, por hacer gracia.

La algarabía se hizo infernal.

— Que recite! Que recite! decia cualquiera.

— Sí! Sí! Qué recite! contestaba el coro.

Lovez que habia tomado el asunto por lo sério, se levantó de su silla, pálido de rábia.

— Son Vds. insoportables! gritó.

Y tomando su sombrero se dispuso á salir.

— Que no se vaya! exclamó Armando.

— Que no se vaya! repitieron los otros jóvenes, entre carcajadas y burlas.

Lovez salió, cerrando con furor la puerta tras de sus pasos.

— Está borracho, murmuró el bebedor.

— Está borracho. repitió otro que lo estaba mas.

Ernesto habia permanecido silencioso.

— Vámonos, dijo á Dupont.

— Como quieras, respondió Hazlo-todo.

Y salieron sin despedirse de nadie, y casi sin ser apercibidos, tal era el estado de sus compañeros de mesa.

— A qué me has traído aquí? preguntó Ernesto en cuanto estuvieron en la puerta de la calle. Esto es espantoso!

— Te he traído para que vieras como pasa la mayor parte de sus noches, la juventud de la Capital, contestó Dupont, tratando de ocultar así el verdadero objeto que se proponía.

— Te doy las gracias, dijo Ernesto. Ya sé á qué atenerme. Y ese Lovez que me has presentado como poeta, preguntó en seguida ¿quién es?

— Uno de los muchos individuos que adquieren un título que no merecen por ningun concepto.

— Pero tú me lo presentaste como un jóven de mérito; aún mas, antes de llevarme á esa comida, me ofreciste presentármelo, diciéndome que era uno de los buenos poetas del país.

— Lo hice para ver si podrias conocerle en una noche.

— Sabes que me parece que tratas de engañarme?

— Yo! ....

— Sí, tú. Algun móvil te ha impulsado á hacer lo que has hecho. Eso no se me oculta. ¿Cuál es ese móvil? Dímelo.

— Vaya! Estás loco, ó te ha embriagado el vino bebido por los demás. Adios.

Y Armando se fué, cortando así en su principio la conversacion.

Ernesto se quedó mirándole largo rato, mientras murmuraba para sí:

— No sé porqué me parece que no eres lo que yo creía. Aquello de la noticia del diario, que he sabido por casualidad, parece asegurarlo. En fin, allá veremos! y dirijióse á su casa, con la cabeza trastornada por el ruido infernal que habia estado escuchando por espacio de mas de dos horas.

Los otros jóvenes permanecian aún al rededor de la mesa, bebiendo el contenido ce las últimas botellas.

— Cómo se llama ese jóven? preguntó el noticiero á un amigo suyo que estaba á su lado, aludiendo á Ernesto.

— Gonzalez, contestó el interpelado.

— Y el otro nombre?

— Me parece que Ernesto.

— Ernesto! exclamó él. ¡Así se llamaba el otro ... el de la notícia!

— Qué quieres decir?

— Nada, nada. Son cosas mias.

Y añadió para sí:

— Ahora me explico la turbacion de Hazlo-todo. ¡Eh! no estoy tan sin sentido. ¡Pobre jóven! ¿Si yo se lo contase? ¿Qué interés tendrá Armando en jugarle esa mala pasada y en estrecharle la mano despues, y ser tan su amigo? Aquí pasa algo. Mejor es que lo revele todo. Lo haré .... mañana mismo!

Pero en seguida se acordó de que ignoraba el domicilio de Ernesto.

— No importa, yo lo averiguaré, se dijo, y tomando su sombrero se despidió de los demás y salió, tratando vanamente de ocultar su embriaguez.

XIX. COMIENZA LA LUCHA

Ernesto pensó detenidamente aquella noche en la sospecha que habia nacido en él acerca de Armando. Nada en el exterior le probaba que no se habia equivocado; Hazlo-todo parecia un perfecto caballero, tanto por los hechos como por las palabras que le habia visto y escuchado, pero la sospecha habia nacido y nada era bastante para borrarla. Aquel suelto á que se refirió el reporter amigo de Armando, pesaba en su cabeza como una revelacion del carácter de ese hombre en quien habia depositado toda su confianza.

Entre tanto, Dupont no dormia. Sus fondos se iban agotado, y pensaba en el modo de aumentarlos nuevamente.

Para él eso era fácil. No se trataba mas que de engañar a uno de sus amigos.

Pero á cuál? Lindoro, el mas rico de todos, el que vivia de rentas, se habia separado de él, y por su culpa.

Pero esta situacion de espíritu duró solo algunos minutos; Armando tenia demasiada práctica para embrollarse en tan poca cosa, así es que al rato tenia resuelto el problema, acostándose tranquilo y dejando la realizacion de sus planes para el dia siguiente.

Cuando se despertó era ya tarde; vistióse y se encaminó en seguida á casa de Lindoro Acuña.

Este buscaba en vano la manera de presentarse en casa de Arello; habia desechado todos los medios de que hemos dado cuenta antes, por improducentes unos, por peligrosos los demas.

Asombróle mucho la visita de Armando, cosa que, en verdad, no esperaba.

— Extrañas mi presencia aquí? dijo éste al entrar.

— Yo? ... no sé por qué...

— Con que has creido le que dije la otra vez?

— Cómo? Qué quieres decir?

— Simplemente que eres muy niño

— Explícate.

— Yo no amo á Manuela.

— Entónces?

— Te engañé por hacer que pasases un mal rato.

— De veras?

— Te lo juro!

— Me alegro, dijo Lindoro, no convencido completamente aún.

— Y para que no lo dudes, quiero darte una prueba de ello.

— Una prueba?

— Sí; voy á llevarte á casa de esa jóven.

Acuña dejó escapar una exclamacion de alegria.

— Cuándo? preguntó.

— Ahora mismo, si quieres.

— Oh! Armando! ¡Cuán agradecido te estoy! Y yo, torpe, que creí que me habias engañado!

— Ahí tienes lo que son las cosas.

— Pero ¿de qué pretexto vas á valerte para presentarme?

— Ya sabes que borda, y es un medio muy usado el de ir á encargar un trabajo para presentarse á una niña.

— ¡Es verdad! No se me habia ocurrido. Vamos, vamos al punto!

Y Lindoro tomó a toda prisa su sombrero, preparándose á salir.

— Ah! Se me olvidaba! exclamó Armando.

— Qué?

— Tienes dinero?

— Sí. Necesitas algo?

— Solo algunos pesos que me prestarás y te devolveré en tiempo oportuno.

— Toma.

Y el jóven sacó algunos billetes de su cartera, entregándo!os á Armando, que los colocó cuidadosamente en la suya.

— Y por qué hiciste lo del viaje al Rosario? preguntó Lindoro, que tenia aún sus dudas.

— Voy á decirte la verdad. Queria que me dejases libre para poder entregarme por completo á los planes que tenia para favorecer tus amores.

— Permíteme que no lo crea.

— Te debo tantos favores, Lindoro, que si no hiciera por tí todo cuanto está en mi mano, dijo Armando con acento conmovido, seria reo de ingratitud para contigo. Trato de pagarte á mi manera y te pido no lo dudes.

Y luego añadió para sí:

— Quieres luchar conmigo? Hénos aquí frente á frente, querido Acuña. Pero hasta ahora yo llevo las ventajas; nada podrás, nada!.... Vas á ver á Manuela; observaremos lo que haces.

— No me has dicho que la bordadora tiene novio? preguntó el petimetre.

— Sí, y tendrás que tratar de vencerlo. Yo no lo he podido conseguir.

— Ella le quiere?

— Mucho.

— Y él á ella?

— Con locura.

— Si lo hiciéramos alejarse de esta Capital...

— Imposible es que lo consigas.

— Por qué?

— Porque es rico.

— Ah! Un instante despues llegaban á casa de Manuela. D. Miguel estaba sentado junto á su hija que bordaba una relojera. Su dolor habia tenido una trégua; la esperanza de reunirse en un dia no lejano con su adorada esposa habia hecho que sus padecimientos se aminoraran. Además tenia á la jóven, en cuya voz parecía hallar el éco fiel del acento de la compañera de su vida. No le faltaban consuelos y se habia resignado.

Dupont saludó á los dos, presentando en seguida á Lindoro que se habia quedado tras él.

— Me he permitido traer á este jóven, amigo mio, dijo, que tiene necesidad de mandar hacer una papelera bordada, y como la señorita es tan hábil no he dudado un momento en indicarle la encomiende ese trabajo, sabiendo que lo hará á las mil maravillas.

Manuela fijó los ojos en Lindoro y lo examinó durante un solo segundo.

Inmediatamente le asaltó una idea.

¿No sería ese un medio puesto en práctica por el jóven para acercarse á ella, con intenciones mas ó menos honradas?

La inocencia suele adivinar los lazos que se la tienden.

Desde el primer momento, Acuña la fué antipático, de modo que por lo que pudiera acontecer mas adelante, resolvió negarse á trabajar para él.

Todas estas reflexiones las hizo instantáneamente, así es que en cuanto Dupont dejó de hablar tenia ya pronta la respuesta.

— Agradezco mucho á Vd. su recomendacion, dijo á Hazlo-todo, como tambien á este caballero e haberlo tomado en cuenta; pero, por desgracia, tengo mucho trabajo encargado, y no puedo aceptar mas, por ahora.

— Eso no importa, se apresuró a decir Lindoro. Puedo esperar, pues no corre prisa ninguna.

— ¿Por qué no hace Vd., entónces, el encargo á la casa para la cual bordo? Ese es un medio mas sencillo y mas fácil.

— Es que yo desearia que lo hiciera Vd. misma y ....

— Pidiendo que lo haga yo, no dude que me lo darian. Además he convenido con los dueños de la casa de bordados no ocuparme mas que de lo que ellos me ordenen. ¡Son tan aficionados á ganar mucho á costa nuestra!

— Pero Vd. podia hacerlo sin que ellos lo supieran.

— No; he empeñado mi palabra y la cumpliré.

Lindoro no tenia pretexto para permanecer allí por mas tiempo, así es que se despidió y salió seguido por Armando, que murmuraba:

— Está vencido, vencido y sin que me cueste trabajo! Ahora le tengo en mi poder. Se me ocurren á veces cosas excelentes! Hé aquí un ejemplo.

— Me ha dicho « no venga Vd. mas» ¿no es cierto? preguntó Lindoro.

— Esa es la verdadera traduccion de sus palabras.

— Oh! Pero caerá en mis manos!

— Si! Ya lo creo! Como que yo seguiré ayudándote. Lo he hecho cuestion de amor propio, Lindoro, y verás como tus deseos serán satisfechos!

Y los dos amigos se separaron, estrechándose la mano amistosamente.

En cuanto se retiraron, D. Miguel preguntó á Manuela.

— ¿Por qué no has aceptado ese trabajo? Te hubiesen pagado mucho mas que en el taller.

— Justamente no lo acepté por eso, contestó Manuela.

XX. AGONIA

En uno de los cuadernos de Ernesto podia leerse lo que sigue:

«Por regla general una persona que comienza á sufrir, no vé muy pronto el término de sus pesares.

«La desdicha tiene su séquito, como el rey su corte.

«Ese séquito se compone de desdichas tambien; por eso se ha dicho y se repite aún: «Los males nunca vienen solos.»

«La desdicha es el soberano que tiene mayor número de súbditos, porque nadie puede asegurar que es completamente dichoso.

«Su reino se estiende por todo el mundo: para "ella no hay diferencia de razas, ni de paises, ni de lenguas, ni de religiones; todos los hombres son iguales ante la ley del dolor, que es su código.

«Pero esa majestad terrible tiene, come las majestades de la tierra, sus favoritos.

«En estos es en quienes recae la mayor parte de favores, es decir, la mayor parte de las penas».

Ahora bien, Manuela y su familia estaban en ese caso: eran favoritos de la desdicha.

Varios dias despues de la presentacion de Lindoro, salió la jóven de su casa para llevar á la tienda los bordados que habia concluido.

Cuando estuvo de vuelta, D. Miguel notó en su voz que estaba llorosa, y la atrajo con cariño hácia su pecho.

— ¿Qué tienes? la preguntó.

— Yo.... nada.... nada.

— No me engañes, Manuela; algo te ha pasado.

— Pero ....

— Habla. Quiero saber lo que te aflije.

— Si nada me hace sufrir!

— Manuela .... Y la voz del anciano encerraba un reproche.

— Si, tienes razon. Hago mal en no confiarte este — nuevo pesar .... Tarde ó temprano tendrias que saberlo ....

— Habla, habla.

Manuela permaneció un instante silenciosa.

D. Miguel la tenia abrazada estrechamente.

— Cuéntame pronto lo que te ha pasado. No me tengas en esta ansiedad!

— Ya no tengo trabajo!

— Cómo!

— Sí; se me ha pagado lo poco que se me debia, y luego se me han dado las gracias, diciendo que no se necesitaba mas de mi!

— Oh! exclamó D. Miguel, viendo el abismo.

La joven comprendió que habia hecho mal al decirle lo que le pasaba.

La debilidad que se habia apoderado de ella por un momento, desapareció, quedando la jóven enérjica, la mujer de alma bien templada.

— No te asustes, papá, dijo con acento enteramente tranquilo. Ya encontraré donde trabajar. En Buenos Aires nadie se muere de hambre!

En la manera de decir esas palabras estaba retratado el carácter de la jóven. Estaba convencida de que, mientras tuviera ánimos, ni su padre ni ella tendrían que pedir limosna. Aquella niña era casi una heroina. Tenia la conciencia del deber, lo que la hacia fuerte en la lucha. Cada golpe sufrido por ella, la engrandecia, la daba mas vigor, por decirlo así. Cierto es que, por un instante, se habia sentido­ desfallecer; pero esa flaqueza duró poco; fué como esos momentos en que la batalla se detiene, no porque alguno de los bandos haya sido vencido, sino porque ambos repliegan sus fuerzas, para volver á la lid con nuevo ardor.

No era Manuela una de esas mujeres bellas y melancólicas, cuya vida, pintada por los poetas, es un eterno idilio. Sentia, sí; su corazon era tierno y amante; pero su voluntad pasaba antes que su corazon. Dió una prueba de ello cuando, creyendo á Ernesto una persona despreciable, arrancó de sí el amor que le tenia, ó mas bien, lo hizo ocultar en el fondo de su pecho.

Así, pues, consoló á su padre lo mejor que pudo, é hizo renacer en él la esperanza que lo habia abandonado un instante.

Dolores entró en ese memento y se impuso de todo.

La buena mujer habia estrechado relaciones con esa familia desamparada y la prestaba todos esos pequeños servicios que nada cuestan, al parecer, y que son siempre una prueba de bondad y de simpatía.

Mucho la apesadumbró la triste noticia. Ella sabia Jo que era estar un mes sin trabajo, sabia lo que eran necesidades.

Aunque jóven, pues no pasaba de los treinta, habia perdido ya á su marido — un buen sujeto empleado en el ferro-carril del Oeste— y tenia que ganarse la vida cosiendo ropa blanca.

Despues de una pequeña enfermedad se encontró sin ocupacion, y la hubiese faltado hasta lo mas preciso, si no hubiera tenido algunos ahorros, reunidos á fuerza de privaciones.

Compadeció mucho á Manuela, pero.... ella nada podia hacer.

La jóven buscó trabajo en todos los dias subsiguientes, pero en vano. ¡Hasta el modo de ganar para comer falta algunas veces!

Sin embargo no desesperaba.

— ¡Oh! Dios me ayudará, se decia. Mi madre. que está junto á Él, ha de hacerle recordar mis sufrimientos, y el consuelo vendrá pronto.

La fé es lo último que abandona á los corazones formados como el de Manuela.

D. Miguel, entre tanto, sufria en silencio. Sus motivos de pena eran muchos y sin embargo nunca dejó escapar una queja contra su destino, injusto por demás.

La muerte de su Eujenia; la depravacion de Ernesto, en la que, á pesar de todo, él no creia; su imposibilidad absoluta de dedicarse al trabajo; la miseria que iba acercándose paso á paso, terrible, espantosa, con todos sus gritos de agonia, oon todas sus desesperaciones inmensas.... la abnegacion de su Manuela, de esa niña débil é inocente, que estaba destinada á sufrir tanto por su causa...

Todo esto lo volvia loco, lo atormentaba sin descanso, haciendo que su vida fuese un martirio lento é insoportable. A veces deseaba la muerte, pero luego se arrepentia. El era un apoyo para su hija, aunque no lo pareciera. Sus consejos podian guiarla, si la pobreza la empujara al precipicio ...

¡Ah! Pero eso era imposible! ¿Caer Manuela? No! Las personas como ella no caen ... Morir de hambre, sí... Caer ¡no!

La cabeza del infeliz anciano era un caos, caos horroroso donde se mezclaban, chocándose unos con otros, los pensamientos mas terribles; agudos y penetrantes á veces, como la hoja del estileto, pesados, formidables, contundentes, otras, como la maza del soldado, que destroza un cráneo á cada golpe...

Dolores contemplaba desolada la ruina de esa familia, amada por ella ya como la suya propia. Veia la poderosa voluntad de la niña, que no se amenguaba por mas golpes que recibiera. Comprendia á aquel anciano, de cuyo pecho no se escapaba un ¡ay!, por mas que estuviese completamente destrozado. Admiraba á los dos, viendo en don Miguel al hombre que sufre sin doblegarse ante el pesar, y en Manuela al ángel cuyas fuerzas nunca desfallecen, porque están sostenidas por la mano omnipotente del Creador.

Era una mujer del pueblo, si; pero las que son como ella era, comprenden mejor todas esas luchas que pasan desapercibidas, que otras cuyo corazon se ha endurecido en los salones, al contacto de una sociedad frívola, que solo encuentra la poesia en los versos de los poetas y no en los sufrimientos continuos de los pobres, en las plegarias que dirijen al cielo, en los esfuerzos que hacen para no desaparecer arrastrados por el torrente furioso de la. desdicha.

El escaso dinero con que contaban don Miguel y su hija, iba concluyéndose poco á poco.

Dolores lo supo y corrió á ver á Ernesto.

Relatóle en pocas palabras lo que estaba sucediendo, y el jóven, enternecido, no dudó ya en presentarse á Manuela.

No iba á solicitar su perdon, iba á pedir que aceptara su ayuda, quizá pensando en que fuera retribuida con un poco de amor.

Así es que, sin perder un minuto, presentóse en casa de Arello, acompañado por Dolores.

Manuela lo saludó friamente. Don Miguel le estrechó la mano.

— Señor, dijo él, turbado por completo, Vd. dispensará mi atrevimiento, pero... voy á hacerle un pedido.

— Un pedido? á mí?

— Si, señor, á Vd.

— Si está en mi mano acceder á él...

— Si, señor.

— Entonces ...

Ernesto no pudo continuar.

— Hable Vd., dijo don Miguel— ¿Qué le detiene?

— Es que ... no sé si debiera ...

Dolores acudió en su ayuda.

— Don Ernesto ha sabido, ignoro de qué manera, la triste situacion en que estaban Vds., y queriendo ofrecerles una pequeña suma á título de préstamo, fué á consultarlo conmigo; como yo le dije que podia hacerlo perfectamente, ha venido. Pero ahora no se atreve á decir lo que le trae ... quizá tema herir la delicadeza de Vd. Y de Manuela.

— ¡Noble jóvenl exclamó don Miguel.

— Esta es la pequeña cantidad, tartamudeó Ernesto, no completamente seguro de sí mismo todavia.

Manuela se levantó.

Sospechaba que el jóven la habia tendido un lazo,

para volver á acercarse á ella.

— Muchas gracias, señor, dijo con voz lenta. Tanto mi padre como yo, agradecemos esa muestra de amistad, pero no la aceptamos. Aun no nos falta lo necesario, y si nos faltara, haríamos mal en contraer una deuda que, puede ser, no podamos pagar nunca.

— Pero... señorita...

— No insista Vd., por favor.

Don Miguel y Dolores escuchaban ese diálogo con asombro.

— La suma es tan pequeña!... murmuró Ernesto.

— Tengo motivos para no aceptarla.

El jóven dió un paso atrás.

— Motivos? .. dijo. Yo ... pensé ... que ... Y el rubor coloreó su frente.

— Que me habia olvidado? No, caballero; hay cosas que no se olvidan nunca, y la escena de «aquella mañana» está siempre fija en mi mente.

— Ah! suspiró el jóven y tomando su sombrero salió tambaleando de la habitacion.

— Qué has hecho, Manuela? preguntó don Miguel, pálido como un cadáver.

— Señorita! exclamo Dolores.

— Mi deber, dijo con tranquilidad la jóven. Sin envilecernos, no podriamos recibir la limosna ofrecida por un hombre como él.

— Pero él es una persona digna, murmuró Dolores.

— Lo prueba el mismo paso que ha dado, dijo don Miguel. Siendo casi tan pobre como nosotros, ha venido á ofrecernos lo que tenia. Y aun no se atrevia á decirlo por no herir nuestra suceptibilidad!

Manuela calló un instante.

— Sabes que te quiere, agregó tristemente don Miguel.

— Me quiere! me quiere! exclamó ella con sarcasmo. ¿De qué sirve un amor cuando no es bastante poderoso para hacer olvidar el vicio?

— Pero quién sabe ... interrumpió Dolores.

— Lo he visto yo ¿debo dudar aún? ¡Todavia si me lo hubiesen contado podria no creerlo!

— Has visto que es un noble jóven; quizá las malas compañias ...

— Oh! calla, calla por Dios, papá! Es muy probable que haya dado este paso que tanto te agrada, solo por acercarse nuevamente á mí, y reconquistar el aprecio hácia él, que sabe he perdido. ¿Las malas compañias, dices? No estimo yo á un hombre que se deja llevar por la corriente. ¡Las malas compañias! Buen pretexto para encubrir las faltas de los que caen! ¿Por qué nos las huyó? ¿No tiene inteligencia suficiente para distinguir lo bueno de lo malo? Pues si no la tiene ¿por qué me pides, indirectamente, que lo escuche?

Manuela estaba desconocida.

En aquel instante era ella misma.

— Quizá tengas razon, murmuró don Miguel bajando la cabeza.

Dolores salió en silencio de la habitacion.

Manuela calló, y sus ojos se empañaron.

Despues de vencer, se encontraba vencida á su vez, por un instante...

¡El amor puede tanto!

XXI. NOCHE TERRIBLE

Despues de permanecer largas horas silencioso y meditabundo, encerrado en su cuarto, Ernesto salió de su casa, medio loco de dolor.

Era ya tarde. La noche extendia su manto de tinieblas sobre la ciudad, casi por completo adormecida.

Mucho habia reflexionado el pobre jóven acerca de los sucesos de aquella tarde. Sus fuerzas estaban desvanecidas. Manuela no podria quererlo nunca; le habia arrojado al rostro la seguridad de ello, en la frase que lo hizo huir de sus miradas, sin tratar de vindicarse siquiera. La jóven recordaba el estado en que le habia visto, y no lo olvidaría, por mas tiempo que los separase de aquella escena de degradacion.

Además aquel recuerdo la heria. Él lo comprendia así.

Vislumbró un poco de cariño, un poco de amor quizá, perdido por su culpa. Porque de otra manera no podia esplicarse la crueldad de la jóven; su falta era grande, si, pero podia ser perdonada por una amiga, no por una mujer que lo amase, porque era noble y bueno. Sin embargo, le parecia que Manuela debia tener otra causa de enojo; él habia hecho una cosa indigna, pero no tan infame que mereciera ese desprecio, velado si, pero no menos grande por eso. Las palabras de la jóven habian sido, en cierto modo, medidas y corteses, pero tras esa apariencia engañosa se ocultaba una acusacion.

Estas reflexiones eran hechas por él en la calle, delante de la puerta de su casa, inmóvil y silencioso, mirando con indiferencia las pocas personas que pasaban por su lado. Habia salido porque se ahogaba en su cuarto, pero una vez fuera permaneció sin saber dónde dirijirse, sin darse cuenta de nada de lo que sucedia á su alrededor. El frio de la noche lo hirió, haciendo que comenzase á caminar á lo largo de las calles desiertas y abandonadas, cuyo éco respondia á sus pasos con otros pasos fuertes y sonoros. La noche estaba oscura y fria. Gruesas y pesadas nubes se cernian en el espacio, como gigantescas bolas de algodon teñido de negro, y entre alguno que otro intersticio se veia relucir una estrella, comparable á un ojo lleno de luz, que mirara fijamente al mundo desde el espacio.

El jóven, acosado por mil pensamientos, á cual mas triste y doloroso, solo atendia á lo que pasaba en su interior. Su cabeza parecia querer estallar. Su frente ardia. La fiebre habia hecho presa de él. Poco á poco fué acelerando su marcha, sin darse cuenta de ello. Por fin caminó tan de prisa que la luz de los faroles pasaba rápidamente ante él, proyectando su sombra, gigantesca á veces como la de un coloso, ó pequeña y rechoncha como la de un enano, segun se aproximaba ó se apartaba de los radios iluminados. Ernesto sintió que sus miembros comenzaban á entumecerse.

Con las manos en los bolsillos y el sombrero calado hasta las cejas, trataba en vano de calentar su cuerpo del que se habia apoderado un frio mortal. La rapidez de su marcha no bastaba para hacerlo entrar en calor. De pronto un relámpago cruzó la inmensa oscuridad del cielo, y se escuchó, lejano, el sonido de un trueno que semejaba una descarga de fusileria, oida á larga distancia. Sus ojos cegaron al resplandor de la chispa eléctrica, y su cuerpo se estremeció al ruido del trueno. Gruesas y anchas gotas de lluvia empezaron á caer de tiempo en tiempo, y su imaginacion calenturienta creia ver en ellas las lágrimas de alguien que, desde la altura, se apiadara de su suerte y llorara al pensar en su desgracia. Los truenos comenzaron á sucederse con rapidez, semejando, no ya descargas lejanas de fusileria, sino el estampido del cañon, junto al fragor de la batalla.

Los pensamientos del jóven se hacian mas dolorosos cada vez; en frente suyo solo veia la larga fila de las casas, negras y sombrías, alumbradas apenas por la luz de los faroles, que oscilaba, agitada por el fuerte viento que comenzaba á levantarse. Su estado era escepcional, pues apenas se daba cuenta de lo que sucedia á su alrededor.

En su cerebro parecia no caber mas que una idea. y esa idea hacia su desesperacion.

— No me amará; nunca me amará, repetia con frecuencia, hablando consigo mismo.

Las palabras de la jóven habian hecho que viese negro el porvenir. Estaba desesperado. No habia podido llorar, y su corazon estaba hinchado por las lágrimas. Se ahogaba.

Y entre tanto seguia caminando siempre.

Las gotas de la lluvia, que arreciaba á cada minuto, empapaban sus ropas y llegaban hasta su cuerpo, produciéndole la mas desagradable impresion. Pero esa impresion no hacia que despertase. Era el sonámbulo del dolor.

Estaba ya lejos, muy lejos de su casa. El silencio de los suburbios reinaba á su alrededor. Entonces se detuvo. Esa detencion, completamente maquinal, hizo que volviera en sí. Estaba cansado por su larga escursion sin rumbo fijo. Sentía todos sus miembros casi dislocados por la fatiga producida por la inmensa distancia que habia recorrido. Se quitó el sombrero, para refrescar su cabeza caldeada por la fiebre. Miró á su alrededor. La soledad de esos sitios le aterraba. Exhaló un suspiro, encaminándose hácia su casa. No queria permanecer un instante mas en aquel lugar, pues allí no se adivinaba la existencia de ningun sér humano, mientras que en el centro, en el corazon de la ciudad, sentia y comprendía que estaba próximo á sus semejantes, y eso aminoraba sus penas en cierto modo. Pero allí, caminando sobre las veredas de ladrillo, en cuyas endiduras multiplicadas hasta lo infinito, se habia depositado el agua, produciendo inmensos charcos, viendo las calles llenas de lodo, y las casas viejas y verdinegras, amenazando ruina, encontraba sus dolores mas grandes, su desamparo mas inmenso. Largas, muy largas horas habia caminado. Sus oidos zumbaban y sus miembros entumecidos, se estremecian al contacto de la brisa, convertida ya en viento helado y penetrante que azotaba su rostro.

Mucho tiempo duró ese viaje de vuelta y cuando llegó á su casa, el reloj de Cabildo anunciaba á la poblacion dormida que las cinco habian sonado ya.

Entró en la habitacion tambaleando como un beodo, y una vez en ella arrojóse de rodillas, ocultando el rostro entre las ropas de la cama, y quiso llorar. Pero fué en vano . . . . Le faltaban lágrimas.

Entónces su cerebro perdióse nuevamente en las tristes ideas que lo estaban volviendo loco, pero un instante despues tuvo que volver á la realidad.

Su ropa empapada y pegada á su cuerpo, iba helándolo poco á poco. Su cabeza ardía. La fiebre babia aumentado.

Se desnudó casi sin darse cuenta de ello y se acostó.

Los sollozos que pugnaban por salir de su garganta, sin poder conseguirlo, estaban ahogándole. Sufría mucho . . .

Por fin el cansancio moral y material en que estaba, le vencieron por completo. Sus párpados se cerraban.

En vano quería apartar de si el sueño para entregarse á sus pensamientos disparatados, producto de la fiebre.

Por fin se vió vencido, y este se apoderó de él; pero, aun dormido, continuó sufriendo.

Volvió á ver á Manuela junto al lecho de su madre, tejiendo y velando el reposo de esa prenda adorada, pues aquella escena de amor filial y de paz doméstica, no se apartaba nunca de su imajinacion. Parecióle en seguida verse él mismo, que penetraba en la estancia con paso sigiloso, para no turbar el sueño de la anciana enferma. Arrodillóse junto á la jóven para confesarle el amor que sentía por ella. Manuela le escuchaba atenta y y sonriente. Cuando concluyó, levantóse esta, lanzando una burlona carcajada, y exclamando a propio tiempo:

— ¡Qué cosas tan absurdas dice Vd!

La anciana despertó, y fijando en él sus ojos que la fiebre hacía brillantes, murmuró, como en un estertor de agonía:

— El vicio! Es un vicioso! Apártate, Manuela! Él mancha!

Entónces quiso llorar, pero, como cuando estaba despierto, sintió algo como una mano poderosa que le apretára la garganta, y no lo consiguió tampoco.

XXII. SUCESO

A pesar de todo, ni don Miguel ni Dolores estaban convencidos de que Ernesto se hubiera hecho despreciable. La conducta de Manuela para con él, les disgustaba mucho.

El anciano y Dolores habían congeniado, por decirlo así. Se confiaban uno á otro sus penas, tratando de consolarse del mejor modo posible. Los unía el parentezco de la desgracia, en que, mas ó menos, ambos yacían.

Sin embargo, el respeto de Dolores hácia don Miguel era siempre el mismo. La amistad y la confianza que reinaban entre ellos, no la habían hecho olvidar de que este ocupaba en la sociedad un puesto mas alto que el suyo, á pesar de que fuese tan pobre cono ella. Por otra parte,

tenía la ventaja de ser instruido, ventaja que acatan siempre ]as personas que carecen de ilustracion.

Pocos dias despues de la escena que causó tan honda impresion en Ernesto, se hallaban D. Miguel y Dolores en el aposento contiguo á aquel en que trabajaba Manuela. La jóven, gracias á los infinitos esfuerzos de la buena mujer, había encontrado empleo en casa de una bordadora. Cierto es que las ganancias eran pocas, pero le bastaban para las necesidades de la vida.

Reinaba en la casa la economía mas completa. Como único objeto de lujo se veía en ella un canario encerrado en sencilla jaula, que la niña colocaba al lado de su puerta, para que le llegase un rayo de sol.

Los cantos del pajarito parecían llevar á la modesta vivienda un poco de la alegría que comenzó á faltar desde la muerte de Eugenia. La jóven lo adoraba y no tenia ratos de mas contento que aquellos en que el ave dejaba escuchar sus armoniosos trinos.

Aquella tarde, como siempre, don Miguel y Dolores se ocupaban de Ernesto y de Manuela. — Pobre joven! decía la buena mujer. Oh! Si usted le viera. Está tan triste!.... Parece que la otra noche estaba como loco. Al dia siguiente ví sus ropas empapadas. Estaba en cama. Tenia fiebre...

— Cómo lo sabe usted?

— Porque fuí á su cuarto. No ignora usted que yo soy quien lo pone en órden. Cuando entré, se ncorporó en el lecho. Me dijo que sufria y pude ver sus ropas completamente empapadas. Ese dia no comió. Pero al siguiente, levantóse muy temprano y se fué á trabajar. Desde entónces lleva la cabeza inclinada sobre el pecho, como si estuviese agobiado por un inmenso dolor.

— Desgraciado! — Sí, desgraciado. Yo sé que no se sufre tanto por un desden recibido, cuando no se ama verdaderamente. El quiere con locura á Manuela.

— Usted lo crée?

— Estoy cierta de ello.

— Y Manuela?

— No lo sé, pero ha dado pruebas de lo contrario. Yo he sufrido casi tanto como Ernesto, cuando le dijo aquellas palabras...

Hubo un instante de silencio.

— He oido hablar de un suelto aparecido en un diario, dijo don Miguel, y que se ocupa de Ernesto como de un mal individuo. ¿Cómo llegó ese papel á manos de mi hija?

— Yo tuve la culpa de ello. Lo encontré en el zaguan, lo leí, y fuí á mostrárselo al instante, sin pensar en lo que hacía. Despues de leerlo, la indignacion de Manuela no tuvo límites...

— Eso lo sé. Su tristeza duró muchos días.

— Lo que hacía sospechar que sintiera un poco de amor hacia Ernesto.

— O de amistad solamente.

— Usted supone, entonces, que hemos sido engañados respecto á la conducta del jóven?

— Sí.

— Así, pues, debíamos haber averiguado la verdad.

— Nos resta un remedio todavía.

— Cuál?

— Averiguarla ahora.

— Pero cómo?

— Hablando con él.

— Y quién se encarga de hacerlo

— Usted.

— Yo?

— Sí. A mi no me es posible. Podría ver en ello miras interesadas, y si nos engañamos tambien en lo que respecta á ese amor que nos parece que tiene á Manuela, habría yo dado un paso en falso.

— Es cierto.

— Es necesario no hacer las cosas atropelladamente.

— Ya lo creo! Podría resultar una nueva desgracia y es preciso evitarlo.

— Así, pues, usted se encarga de todo?

— Sí, señor.

— ¿Cuándo lo hará usted?

— Ahora mismo. Ernesto llegará de un instante á otro.

— Tenga usted mucho tacto. Que no sospeche las intenciones que la impelen á hablar con él.

— Pierda Vd. cuidado. Nada sospechará.

Dolores se asomó á la puerta.

— No ha vuelto aun, continuó. Su aposento está cerrado.

— Qué hace Manuela?

— Borda en la otra habitacion.

— Pero, ya debe ser tarde.

— Sí; está oscureciendo.

— Lo sé porque comienzo á ver. ¡Por desgracia solo de noche distingo vagamente los objetos! Manuela trabaja, sinó me hubiese muerto ya de hambre! ¿No le parece á Vd, que mi suerte es muy dolorosa? Comprendo que mi hija sufre en silencio, y resignada; pero no puedo prestarle ayuda. Ah! Si Vd. supiera lo que es estar ciego! ¡Las sombras por todas partes!... Cuando camino, tengo que ir con los brazos extendidos, tambaleándome como un beodo ... Y luego me es imposib!e trabajar!.... Sus débiles manos de niña tienen que ganar mi sustento. Ah! Si pudiese serle útil en algo!...

Manuela se presentó. Habia escuchado las últimas palabras de su padre.

— Serme útil en algo! dijo. ¿Crées, papá, que si no estuvieras á mi lado, seria yo tan felíz? Oh! nó! Comprendo que apesar de todo tu serás siempre mi guía. Cuando trabajo, cumplo con un deber de reconocimiento hacia tí, que tanto me quieres. Eso halaga mi amor propio, y me contenta. A tu lado soy dichosa, muy dichosa. Si yo nada hiciera y tu llenaras con tu trabajo todas nuestras necesidades , yo sufriria. ¡Es tan dulce pagar los favores inmensos qne todo hijo debe á sús padres! Y, además, si tú trabajaras, estarías lejos de mí la mayor parte del día; y estando lejos de mí lado, mis penas serian mas grandes. Oh! papá. No sufras, porque debes ser dichoso.... como yó!

Don Miguel acercó la cabeza de su hija á sus lábios, y depósitó en su frente un beso, en el que se expresaba todo el cariño que tenia á la jóven.

Dolores se habia retirado á un extremo del aposento, para ocultar su emocion.

— Voy á sacar la comida que he preparado, continuó la niña. Hoy estamos de fiesta y Dolores nos acompañará.

— Ah! Con mucho gusto, exclamó la buena mujer.

Manuela salió.

— Es muy hermosa, no es cierto? preguntó don Miguel.

— Oh! Sí!

— Tengo su imágen grabada en mi mente. Es lo único que veo entre las tinieblas que me rodean! ¡Es tan buena como bella! Si viviese su pobre madre... Dolores ¿quiére Vd. hacerme un favor? Dígame como es, hágame su retrato, de palabra.

— Oh! Eso me seria imposible. Pero yo sé quién puede hacerlo á las mil maravillas.

— Quién?

— Don Ernesto. El otro dia ví sobre su mesa un cuadernito lleno de versos, entre los cuales habia una composicion que se titulaba «Retrato». Yo la conocí, era Manuela.

— De veras?

— Ya lo creo! Estaba hablando.

— Diga, dígame Vd. esos versos.

— Solo recuerdo unos cuantos del principio; como es tan larga la composicion y tengo tan poco tiempo....

— Diga. Vd. los que sabe.

Dolores comenzó á recitar, deteniéndose al final de cada uno de los versos, como todo el que no tiene costumbre de decirlos:


No la conoces? Es bella.
Tiene unos ojos ¡qué ojos!
y bajo sus labios rojos
Se esconden perlas del mar,
y son mas negros sus rizos
Que es negro y oscuro el cielo,
Cuando la cruza en su vuelo
La sombria tempestad.
 

Dolores se detuvo aquí. Su memoria no guardaba un solo verso mas.

— Solo esos sabe Vd.? ¡Qué lástima! Son muy hermosos! dijo don Miguel.

Y despues de un instante de silencio:

— Pero nos olvidamos de Ernesto, prosiguió. Vaya Vd. á hablarle. Ya debe haber vuelto.

— Voy al instante.

Y Dolores salió. Al mismo tiempo llegaba Manuela al lado de don Miguel.

— Se vá Dolores? preguntó.

— Sí, pero volverá dentro de un rato.

— Ah! Entonces la esperaremos.

Entre tanto la buena mujer habia entrado á la habitadon de Ernesto. El jóven estudiaba.

Al escuchar pasos levantó la cabeza.

— Ah! Es Vd, dijo.

— Sí, don Ernesto. ¿Sigue Vd. bien?

— ¿Qué quiere Vd. decir?

— Como el otro dia se quedó Vd. en cama y con mucha fiebre...,

— Ya estoy bueno, gracias, murmuró dulcemente, agradeciendo con los ojos á Dolores esa muestra de interés.

— Su ropa estaba empapada.

— Sí; tuve que salir por un negocio ....

— A esas horas! ....

Ernesto calló. No sabia mentir y temia hacerlo mal.

— Hace tiempo que queria hablar con Vd., continuó Dolores.

— De qué queria Vd. hablarme? preguntó el jóven. aciendo que se sentara cerca de él.

— De muchas cosas.

— Pues comienze Vd. La escucho atento.

— Usted sufre, no es verdad? dij o ella despues de na breve pausa.

El jóven hizo un movimiento de sorpresa. No pensaba que la conversacion tomaria ese giro.

— Usted bien lo sabe, murmuró.

— Sí, lo sé perfectamente, porque lo estoy vieno á cada instante. Pero Vd. tiene mucha parte en a causa de sus dolores ¿no es verdad?

El jóven fijó en ella sus ojos, pero no contestó; arecia preguntarla qué derecho tenia para acusar. La pobre mujer lo comprendió así.

— Oh! dijo, yo sé porqué se lo pregunto. No es mera curiosidad lo que me impele. Desde que le conozco á usted le estimo, y deseo que sea feliz Tenga Vd. confianza en mí. Dígame que confia en mi amistad, que eso no ha de pesarle.

Tenia tal acento de conviccion que el jóven la creyó,

— Sí, contestó, confio en Vd.

— Necesito que me lo pruebe.

— Haré lo que Vd. me diga.

— Prométame decir la verdad en todo lo que le pregunte. Esa es la única prueba que le exijo.

— Lo prometo.

— Ha sucedido lo que dice este diario? preguntó Dolores, enseñándole la infame noticia publicada por Dupont.

El jóven tomó el papel y lo leyó una, dos, tres veces. No daba crédito á lo que veia. Sus facciones iban desencajándose poco á poco; parecia presa de la locura. De pronto se levantó, rígido, de su asiento.

— Ella la ha visto? preguntó con voz que silbaba al salir de su garganta, y señalando la noticia.

— Sí, respondió débilmente Dolores.

— Oh! Ahora me lo explico todo, ahora comprendo el desvio de Manuela. El ha sido el causante de mi desdicha; él en cuya amistad confiaba yo. Armando, Armando! Mi corazon presentia que me engañabas, mi corazon sabia que eras el autor de estas líneas infames, aun antes de que supiera que existian. ¡Merecido lo tengo! Inexperto en todo, me dejé arrastrar por él, ignorando que deseaba hundirme!... Mis sienes arden, mi cabeza estalla!... Si estuviera al alcance de mi mano... Pero no! ni aun merece que le mate, porque es un miserable! ¿Vd. sabe? El lo ha hecho. ¿Por qué? Lo ignoro. Quizá para obtener el amor de Manuela!... Ah! Y ha conseguido engañarme, y hacerme beber, y luego me ha llevado nuevamente á respirar el aire que rodea á esa sociedad que ódio, y que se encenaga en los vicios!... Quizá pretendia hacerme caer en la degradacion mas completa.... Por suerte no lo consiguió ... Ah! Pero me ha perdido en el concepto de esa jóven que amo, de esa mujer que venero y adoro con todas las potencias de mi alma, de esa niña de cuyos lábios quisiera oír una palabra de amor aunque me costara la existencia, de ese ángel cuya imágen no se aparta de mí un solo momento, de esa reina por la hermosura y el corazon, á cuyo cariño aspiro, cuyo nombre me alienta cuando me siento desfallecer, y cuyo desden me hace el mas desgraciado de Jos hombres!... Estoy loco, frenético; siento en mi interior algo como si toda mi sangre afluyera á mi pecho!... Ah! Ahora tengo el misterio ... ya encontré una persona en quien vengarme de todo lo que sufro, de todo lo que he sufrido, de todo lo que sufriré. Armando, Armando!...

Y se dejó caer en una silla, extenuado, sin fuerzas, sin aliento. Del diario que habia despedazado con ira inmensa, solo quedaban algunos fragmentos esparcidos á su alrededor. Dolores le miraba con asombro.

— Cálmese Vd. murmuró.

— Sí, es cierto; ya estoy tranquilo. De todas maneras!.. .. dijo con voz que expresaba el desaliento.

Dolores permaneció un instante sin pronunciar una palabra, pues queria que pasase la primera impresion, para seguir en sus preguntas.

— ¿Es verdad lo que dice esa noticia? dijo por fin.

Ernesto la miró fijamente, y distraido. Al cabo de un momento como despertando:

— No! exclamó.

— Estaba segura de ello.

— De veras? murmuró el jóven, sin saber lo que decia.

— Sí, y tanto don Miguel como yo, no creiamos en que Vd. hubiese llegado hasta tal extremo.

— Ah! Pero Manuela!... sollozó el jóven, dando á entender que no sucedía lo mismo á la mujer que mas queria.

— Ella no lo creerá tampoco.

— Pero.... ahora lo cree!...

— Se le dá una prueba de que se engaña.

— Si, una prueba, una prueba ¿y cuál?

— El tiempo todo lo descubre; tenga Vd. esperanza siempre; hay alguien que vela por los desgraciados. Entre tanto, me voy. Despues hablaremos mas largamente.

Y la buena mujer salió, sin que Ernesto lo notara; tan embebido estaba en sus pensamientos.

La situacion se habia definido.

Lo habian calumniado.

Tenia un rival en la persona en quien poco antes confiaba todos sus secretos.

¿Qué móviles impulsaban á Armando? ¿Amaba á Manuela?

¿Queria vengarse de algo que él le hubiese hecho. sin saberlo?

No hallaba una esplicacion á esta série de preguntas.

Armando iba poco á casa de Arello.

Él no recordaba haberle causado daño alguno.

¿Se habria equivocado?

Ese Ernesto Gonzalez ¿seria otra persona?

El suelto de que habló el reporter ¿seria otro?

Pero pronto abandonó el problema, por no poder resolverlo.

Entonces trató de hallar el modo de vindicarse.

¿Creia Manuela que la noticia habia mentido?

Y ¿cómo probarle la verdad, si siguiera dudando?

Ernesto estaba abatido.

Por fin se levantó de su asiento, haciendo un esfuerzo, y como si hubiese tomado una determinacion.

— Sí, dijo .. Algun dia he de encontrar una prueba, si me ocupo en buscarla. Y la buscaré.

Entre tanto en casa de Arello se habian puesto ya á la mesa.

Dolores no habia tenido tiempo de relatar á don Miguel el resultado de la entrevista.

Sin embargo esta vez se atrevió á dirijir algunas indirectas á la nina, recordándole el amor de Ernesto.

Don Miguel comprendió entonces que el resultado habia sido satisfactorio.

Con efecto, la buena mujer no tenia ya ni la menor sombra de duda.

Para ella Ernesto decia la verdad.

A cada indirecta de Dolores, Manuela eludia hábilmente la cuestion, mostrando sinembargo su modo de pensar respecto al jóven.

Lo creia culpable. El estado de sobreexitacion de Ernesto pasó muy pronto.

Siquiera entonces sabia á qué atenerse. No marchaba á tientas en medio de la oscuridad, pues una luz habia brotado. Tenia en su poder un hilo que podia llevarlo lejos. Pero la necesidad de luchar con Armando lo arredraba; comprendia que el jóven le era superior, intelectual, ya que no moralmente. El método de la intriga le era por completo desconocido, ventaja que le llevaba Hazlo-todo. ¿Cómo ponerse frente á frente á un hombre del talento de Armando?

Por otra parte aun no estaba bien seguro de que él fuera el autor de la noticia.

En aquel momento se le ocurrió que podia probar su inocencia, y llamó á Dolores.

— ¿Qué desea Vd? preguntó esta al entrar.

— Puedo encontrar una prueba de que no he sido puesto en prision, dijo el jóven.

— ¿Cuál?

— Siéntese Vd. primero, y hablemos despacio.

Dolores obedeció.

— ¿Qué prueba es esa? preguntó nuevamente.

— Ir á la comisaria señalada en ese suelto y pedir que declaren que no he sido yo el individuo llevado allí.

— Y cómo lo harán?

— Creo que tienen un libro de entradas, en el que anotan todos los arrestos.

— Si ¿pero anotan tambien las señas particulares de cada una de las personas llevadas allí?

— Me parece que no.

— Entonces ...

— Como no ha pasado tanto tiempo, recordarán que el individuo en cuestion llevaba otras señas. Además creo que no hay mas Ernesto Gonzalez que yo; por lo tanto, si no existe ese asiento en los libros, no se negarán de ningun modo á declararlo.

— Y una vez hecho esto?

— Me presentaré á Manuela y le diré todo cuanto ha ocurrido.

— No me parece bien eso.

— Por qué?

— Porque implica que Vd. comprende que Manuela ha dudado de su conducta. Vd. la quiere mucho, sí; pero jamás debe Vd. posponer su dignidad á ella.

Ernesto quedó admirado de tal lenguaje en boca de una mujer que en mil otras cosas daba muestras de no tener instruccion alguna. Pero, muchas veces, el buen sentido vale tanto como el estudio mas concienzudo.

— Esperando, continuó Dolores, quizás encuentre Vd. otro modo mejor de probar su inocencia, con el que no rebaje su dignidad de hombre.

La buena mujer habia crecido inmensamente en el concepto de Ernesto, que la dejó continuar sin interrumpirla.

— Deseche Vd. ese medio, que no le conviene en manera alguna. Su retiro puede explicarse por la vergüenza de una falta que ese xcusable en cierto modo. Yo sé que Manuela le ama, por mas que trate de ocultarlo hasta á ella misma. El tiempo lo cambia todo, y Vd. ha de ser feliz á su lado algun dia. Ahora permita Vd. que me vaya. Tengo que trabajar.

Y Dolores salió, dejando á Ernesto completamente asombrado.

En ese intermedio, Armando habia llegado a casa de Manuela.

Lo llevaba el deseo de descubrir á la niña sus intenciones, que habian estado ocultas tanto tiempo.

La casualidad le protejió.

Don Miguel no estába con ella; así pues esa entrevista no tenia testigos

Despues de saludar á Manuela, Hazlo-todo permaneció un instante en silencio.

Tomaba distancia para dar el salto, como el tigre que se arroja sobre su presa.

— Señorita, dijo por fin, con voz clara y vibrante. Quiero hacerle una revelacion.

— Una revelacion? A mí? preguntó ella con extrañeza.

— Si; voy á hablarle de algo que he tenido oculto durante meses enteros; algo que interesa á Vd.

— Diga Vd., repuso Manuela, que no se explicaba lo que pudiera ser aquello, aunque lo suponia.

— Desde la primer vez que la vi, he comprendido lo que Vd. valia. Poco á poco la estimacion de los dias primeros fué convirtiéndose en cariño. Hoy ese cariño es amor. Tal es lo que queria revelarle.

Manuela fijó sus ojos en Armando.

Toda su actitud demostraba la frialdad mas absoluta. Parecia que aquella revelacion no le hubiera causado emocion alguna.

El silencio se prolongó algunos instantes.

Armando completamente dueño de si mismo, estudiaba el terreno.

Habia visto la expresion del rostro de la jóven. comprendiendo por ella que su causa estaba perdida, sin embargo no desesperaba aún. La respuesta de Manuela podia no ser terminante, dándole así tiempo de ir captándose poco á poco sus simpatías.

Por fin, viendo que la jóven no decia una sola palabra, continuó:

— La he revelado mi secreto y ahora quisiera hacerle una pregunta. ¿Me ama Vd?

— No, respondió la jóven sencillamente.

— Podrá Vd. amarme algun dia?

— No lo creo.

Armando estuvo por desconcertarse, pero haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se dominó.

Ya hemos dicho que era un ser excepcional.

Por mas que en aquella ocasion estuvieran en juego sus sentimientos, por mas que amara verdaderamente á Manuela, tenia tal poder, tal fuerza de voluntad, que lo que pasaba en su interior no se reflejaba en su rostro. Su voz era natural, como en las circunshncias normales de su vida, su ademan reposado, su mirada intensa é investigadora.

— Me permitirá Vd., por lo menos, continuó, que venga de cuando en cuando á su casa, para tratar de que cambien sus sentimientos á mi respecto?

— No veo en ello inconveniente alguno. Pero estoy asi segura de que Vd. perderá su tiempo lastimosamente.

Y Manuela se levantó, dando así por terminada la entrevista.

Armando hizo lo mismo.

— Adios, Manuela, dijo. Crea Vd. en la sinceridad de mis palabras. Yo la quiero, quiérame Vd. tambien, y seremos felices.

Y salió.

El jóven habia hablado de amor, como se habla de negocios.

No quiere decir esto que no fuera vehemente, ni apasionado; no.

Era solo la costumbre de hacerlo así.

En la vida de los garitos y los cafés, se adquiere un aplomo, y una especie de indiferencia ficticia, que se revela en la mayor parte de las ocasiones.

Los que así obran, llevan el rostro perennemente cubierto por máscara; Armando habia olvidado de quitársela entonces.

Manuela, por su parte, habia espresado lo que sentia: indiferencia completa.

No la habia tomado de nuevo la declaracion del jóven.

Hacia tiempo que la esperaba.

Las mujeres en general, comprenden inmediatamente mente los sentimientos que hacen nacer en los corazones.

Por mas que Armando pareciese á primera vista un hombre de hielo, la niña habia adivinado el fuego bajo esa fria corteza, pero no habia hecho caso de él.

Queria a Ernesto, y poco le importaba el amor que pudieran tenerla los demás.

XXIII. LINDORO

Aquel dia fué fecundo en acontecimientos.

Poco despues de haberse retirado Armando, Manuela recibió una carta.

Esto la extrañó mucho, pues no sabia quién podia escribirla, siendo sus relaciones muy reducidas.

El contenido de la carta era el siguiente:


«Señorita:

«Quizás tome Vd. á mal el que yo la escriba, no teniendo ningun derecho para hacerlo .

«Pero las circunstancias me impelen á tomar esa determinacion, pues de otro modo me seria difícil hacer que Vd. comprendiera lo que pasa por mí.

«Hace ya mucho tiempo que la he visto á Vd. por vez primera, y desde entonces siento latir violentamente mi corazon, á impulsos del cariño hácia Vd., que vive silencioso, encerrado en mi pecho, y que ha ido tomando proporciones gigantescas, desde que la contemplé tan bella hasta hoy, dia aciago, en que me dan poco á poco la muerte el fuego de su mirada y las gracias infinitas con que la natura pródiga ha adornado á Vd.

«Su juvenil belleza y las prendas deíficas de que está Vd. dotada, han hecho que mi corazon dormido despertase lleno de amor y de vida, proclamándola á Vd. el objeto de todas sus entusiastas ilusiones.

«Sé que Vd. es un ángel, y que yo, mortal indigno de tanta dicha, no puedo pretender una sola de sus miradas, que haria el encanto de mi existencia, arrancándome de las sombras en que estoy sumido, para colocarme en un lampo de luz vívida y pura.

«Oh! Si yo fuese poeta; cuántas y cuán magníficas estrofas haria, para alabar ese pié breve, solo comparable al de un niño, esa cintura de avispa, esas manos de hada, esa magnífica cabellera, negra como el ébano, esos ojos que parecen lanzar rayos de una luz que mata, esa boca semejante á una guinda, esos dientes que no son dientes, sinó perlas!...

«Pero ¡ay de mí! la natura tan pródiga para con Vd. ha sido madrastra para conmigo!

«Solo puedo decide que la amo, y que su imágen no se aparta de mi ardorosa imaginacion, ni aun cuando la oscura noche me trae el restaurador descanso que repara mis perdidas fuerzas!

«Así le pido con lágrimas en los ojos y postrado á sus piés, que escuche mi humilde súplica, como la de un corazon enamorado, que daria por Vd. hasta la última gota de su sangre!..

«Por suerte la fortuna me ha sonreido; pertenezco á una de las principales familias de esta capital, y soy rico.

«Cuando fuí á casa de Vd. con el pretesto de encargarle un trabajo, me proponia solo hallar la ocasion de acercarme á Vd.

«Como esta estratagema me dió mal resultado quiero hablarle lisa y llanamente.

«Soy rico, ya lo he dicho, y quiero poner á sus piés la humilde ofrenda de un corazon que solo por Vd. late .

«Si Vd. quiere aceptar mi amor, mi fortuna entera le pertenecerá, como yo le pertenezco en cuerpo y alma.

«El portador de la presente volverá á saber lo que Vd. resuelve, dentro de un rato, y su contestacion puede causar ya la muerte, ya la vida, ya la desgracia, ya la felicidad de este rendido amante que solo espera la hora de poder demostrar á sus ojos la pasion que lo enagena.

L. A.
 

La jóven iba á indignarse, pero la risa se lo impidió.

Aquella carta demostraba claramente el talento y la discrecion de Lindoro Acuña, pues no podia ser otro el que la enviara semejante cúmulo de frases pasadas de moda.

Pero (debemos decirlo en honor de la verdad) esa epístola no era obra del elegantísimo jóven, sino de su amigo el pseudo-poeta, que invirtió en su confeccion toda una noche.

Sin tomar en cuenta la tonteria que respiraba cada una de las letras de la carta, Manuela se fijó en un detalle importantísimo.

¡Se la habia ofrecido dinero, á cambio de su amor, como si se tratase de una mercancia cualquiera!

Esto la hubiera desesperado, si no fuese Lindoro Acuña el autor de semejante infamia.

Sin embargo el hecho existia.

Guardó la carta, sin decir una palabra á don Miguel, y tomando la pluma escribió la siguiente lacónica contestacion:


«Señor L. A.

Me ha parecido Vd. por su carta el hombre mas impertinente y mas osado. No vuelva Vd. á incomodarme nunca.»
 

Y no firmó.

Media hora despues se presentó el emisario de Lindoro, á quien dió la carta que hemos copiado mas arriba.

XXIV. POR TELEFONO

Varios dias despues, presentóse en casa de Ernesto, un jóven que hemos entrevisto apénas: el cómplice de Dupont, el reporter que habia publicado la noticia que tanto daño causó á nuestro amigo.

— No esperaba que Vd. me hiciera el honor de visitarme, dijo Ernesto, despues de saludarlo.

— Lo creo. Esta visita debió ser hecha ántes, pero desgraciadamente no sabia las señas de su casa de Vd.

— Segun eso, Vd. tiene que comunicarme algo.

— Sí. Voy á hablarle de un asunto que le interesa muchísimo.

— Tome Vd. asiento. Estoy á su disposicion.

El jóven se sentó.

— Hace ya mas de un mes, dijo, y ántes de que conociera á Vd., he hecho una cosa que puede traerle sérios perjuicios.

— No comprendo. ¿Cómo puede Vd. haber hecho algo que pueda hacerme daño, sin haberme visto una vez siquiera?

— Ya se lo esplicará Vd. todo. Entre sus amigos hay uno en quien Vd. fia, y á quien Vd. dá la preferencia ¿no es verdad?

— Sí.

— Este amigo es Armando Dupont.

— No se equivoca Vd.

— Pues bien ¿qué pensaría Vd. si yo le dijera que ese amigo no lo es verdaderamente?

— ¡Quién sabe! exclamó Ernesto, recordando sus sospechas.

— Pues bien, yo le digo ahora que Dupont le engaña!

— Sí! exclamó el jóven, palideciendo.

Comprendió que el impenetrable velo que se extendia ante su vista iba á desgarrarse. Supuso que el enigma indescifrable que le habia hecho cavilar durante tanto tiempo, iba á tener explicacion.

El mas profundo silencio reinó en la habitacion, durante un minuto.

— Siga Vd., dijo Ernesto, completamente tranquilo.

— Ha llegado á su conocimiento un suelto referente á su persona, publicado en uno de los diarios de esta Capital?

— Sí, lo conozco.

— Yo he sido quien lo ha publicado.

— Vd!.... exclamó el jóven, clavando en él sus ojos centelleantes.

— Sí, pero permita Vd. que me explique. Una tarde se presentó Armando en la imprenta, y dándome el suelto de que nos ocupamos, me dijo estas palabras, que recuerdo perfectamente: «Estoy interesado en que esto se publique, y vengo á rogarte que lo hagas. Se trata de un muchacho que se ha echado á perder por completo, y que es conveniente correjir de algun modo. Al ver que se dice esto de él, se enmendará sin duda alguna. Por otra parte, debo añadir que todo lo que aquí se dice es verdad. No encontré impedimento para hacer lo que me pedia», y en el número siguiente apareció esa calumnia, pues tal creo que es. Cuando vi á Armando unos dias mas tarde, me dijo que, gracias á mí, se habia vengado de un individuo que le hizo mal una vez. Entonces comenzé á sospechar. Pero esas sospechas se convirtieron en temores fundados cuando conocí á Vd. y lo vi tan amigo de Dupont. Ese dia me propuse relatar á Vd. todo, y lo hubiera hecho antes á haber sabido las señas de su casa.

Ernesto estaba asombrado.

Cierto es que sospechaba de Dupont, pero no tenia la certidumbre de que él fuera la causa de su desdicha.

— Es verdad todo eso? preguntó con voz reconcentrada. — Sí, es verdad, y estoy dispuesto á probarlo en cualquier momento.

— De qué manera?

— ¿Quiere Vd. seguirme? Pronto se desvanecerán sus dudas.

Ernesto tomó su sombrero.

— Si señor, dijo. Me interesa saber la verdad mucho mas de lo que Vd. cree. Esa noticia infame ha sido causa de inmensas desdichas que me aflijen aún.

Los dos jóvenes salieron.

— ¿A dónde nos dirijimos? preguntó Gonzalez.

— Vamos á la imprenta.

— ¿Qué haremos allí?

— Ya lo verá Vd.

Y siguieron caminando, sin dirijirse una palabra durante el trayecto.

Ernesto estaba agitado. Creia las palabras del reporter pero deseaba tener la certidumbre de que eran verdaderas.

Llegaron á la imprenta.

— Dupont está aquí? preguntó Gonzalez.

— No.

— Y qué venimos á hacer, entónces?

— Ya lo verá Vd.

— Vá á venir?

— No, pero le hablaremos.

Ernesto calló y amhos entraron. La casa estaba solitaria y silenciosa, pues aún no era hora de que allí estuvieran los empleados.

El reporter se acercó al aparato del teléfono, y pidió comunicacion con el hotel en que vivía Armando. Hecho esto, rogó al que le hablaba, quisiera llamar á su amigo, pues tenia necesidad de hacerle una pregunta.

— Tome Vd. una bocina, dijo á Ernesto. Así podrá escuchar lo que él diga.

A pénas he:ho esto, oyeron una voz que preguntaba:

— Quién me llama?

El reporter se apresuró á contestar:

— Soy Coleti.

— Ah! Cómo estás? qué quieres?

— Simplemente hacerte una pregunta. ¿El jóven que cenó con nosotros la otra noche, es el mismo del suelto aquel?

— Si.

Ernesto se puso rojo de vergúenza.

Parecíale que él era el verdadero culpable.

— Ja! ja! ja! Está bueno! exclamó el reportero ¿Y cómo son Vds. tan amigos? ¡Apuesto á que hay una historia por medio!

— No te equivocas.

— Vamos! Cuéntame. ¡Qué demonios! ¡Entre amigos! ¿De qué se trata?

— No puedo decírtelo. Es un secreto.

— Cuenta, hombre, cuenta!

— Te vuelvo á repetir que es un secreto.

— Pero yo puedo guardarlo; me parece que no será el primero que me confias. Además soy tu cómplice y....

— Se trata de una mujer.

Ernesto palideció.

— ¿De una mujer? preguntó el reporter, cuyo acento denotaba el interés que tenia en el asunto.

— Sí. De una mujer que él quiere.

— Y que tú tambien quieres ¿no es verdad?

— Sí.

— Y para qué hiciste publicar esa noticia?

— ¡Que tonto eres! Manuela, que asi se llama la heroina, amaba á Ernesto, y era necesario hacer que ese amor desapareciese, para que pudiera obtenerlo yo ....

— Prosigue.

Ernesto temblaba de cólera. Mil veces estuvo tentado de gritar é insultar á ese infame, pero lo detuvo el deseo de saberlo todo.

Asi es que no decia una palabra, limitándose á escuchar atentamente.

Coleti lo miraba de vez en cuando, para estudiar el efecto que le hacian las revelaciones de Dupont que no sospechaba tener tal oyente.

Completamente descuidado creia confiar su secreto á una persona á quien de nada podia servirle. No pensaba ni remotamente en Gonzalez que, con una bocina junto al oido, seguía, como loco, el curso de esa conversacion que se le descubría todo el mal que le habian hecho.

— Prosigue, habia dicho Coleti.

— Al dia siguiente de publicar el suelto, dijo Armando, dejé el diado en casa de Manuela, para que al verlo perdiese su estimacion por ese muchacho.

— Y?...

— Ella lo leyó, y ha sucedido lo que yo deseaba.

Ernesto estuvo á punto de lanzar un grito. Coleti o detuvo.

— Y te ha escuchado?

— No, pero espero que me escuchará.

— Dónde vive esa jóven?

— ¡Eres muy curioso!

— Si no quieres decírmelo no me lo digas; de todos modos no tengo ningun interés en saberlo.

— Creo que ya estarás satisfecho?

— Plenamente, y te doy las gracias por la confianza za que me has demostrado. Eres un buen amigo, Dupont.

— Gracias ¿no quieres preguntar mas?

— No, adios.

— Adios.

Y ambos se separaron del teléfono.

Coleti miró á Ernesto. Estaba pálido y desencajado. Aunque sospechara de Hazlo-todo, no habia creído completamente, hasta entonces, en su culpabilidad. Desde aquel instante no habia lugar á dudas; la verdad se habia presentado clara ante sus ojos.

La idea de que Manuela lo creyese hasta tal punto culpable, á causa de la traicion de un hombre en cuya amistad se habia fiado, lo volvía loco. A intérvalos sentia deseos de correr á casa de Dupont y golpearlo hasta quitarle la vida.

Su indignacion era terrible, pero solo se traducía por la pítlídez de su semblante.

— He cumplido con mi deber, dijo Coleti mirándolo. Hice un mal y he tratado de repararlo en lo que me ha sido posible.

— Es verdad, murmuró Ernesto.

— Así, pues, confio en la benevolencia de usted.

Creo que se dignará darme su amistad. asi como yo le doy la mia.

El jóven lo miró.

— No! dijo. Por culpa de usted se me ha hecho un daño terrible, que quizá no pueda ser reparado. Esas cosas no se perdonan nunca. Aunque la felicidad vuelva á brillar para mí, siempre me parecerá usted reo del crímen mas bajo que existe: la calumnia... Vd. ha sido cómplice de Armando, debe tambien llevar su parte de castigo.

Y tomando su sombrero salió de la habitacion, y un instante despues, de la casa.

XXV. ARMANDO DUPÓNT

Ernesto volvió á su casa, pensando en lo que debia hacer. ¿Cómo relatar á Manuela cuanto habia pasado? La cuestion era mas árdua de lo que parecía á primera vista. Asi es que no la resolvió al punto. Una vez en su cuarto tuvo una idea. Para ponerla en práctica llamó á Dolores.

— En cuanto se presente Dupont en casa de Manuela, le dijo, hágame usted el favor de avisarme.

— ¿Qué intenta usted? preguntó ella, creyendo que se tratara de un desafio, y por lo tanto llena de susto.

— Ya lo verá usted. Voy á demostrarle ante Manuela que es un calumniador. El es el autor de la noticia que tanto mal me ha hecho.

La buena mujer se retiró llena de esperanza. La perspectiva de que se reanudaran las relaciones entre Manuela y Ernesto, la llenaba de gozo.

Pocos dias despues, Armando fué á visitar á la jóven. Ernesto fué avisado inmediatamente, y se presentó cuando menos lo esperaban. Hazlo-todo lo miró con extrañeza. La niña sintió latir con violencia su corazon, como si quisiera anunciarle que iba á tener lugar ante sus ojos una escena de la mayor importancia.

— Señorita, dijo Ernesto, de pié en medio de la habitacion, hace algunos meses se me ha calumniado de la manera mas villana, y hoy quiero vindicarme ante usted. Este caballero, que está aqui presente, es el autor de la noticia que me ha hecho perder en su concepto, noticia completamente incierta, por otra parte.

Armando se levantó, rojo de cólera, pero consiguió dominarse.

— Ignoro de qué quieres hablar, dijo tranquilamente, clavando su mirada en Ernesto. Yo no me he ocupado de tí, y no he dicho nada que te sea desfavorable.

Manuela permaneció en silencio.

— Se ha dicho de mi, por medio de un diario, prosiguió el jóven, que soy un vicioso, y que he sido conducido á una comisaria, por ebriedad y escándalo. Eso no es mas que una inícua mentira, y el que la ha dicho, un infame. Señor Dupont, de usted hablo.

— Haces mal, pues me insultas gratuitamente, dijo Armando, tan tranquilo como antes.

Manuela temblaba, ¿Qué iba á resultar de todo eso? ¿Quién diria la verdad?.... Entre tanto no pronunciaba una palabra.

— No insulto nunca gratuitamente á nadie.

— Entonces pruébame lo que dices.

— Lo probaré; me basta con relatar los detalles que usted mismo me trasmitió por teléfono, creyendo hablar únicamente con su cómplice, que está por otra parte, arrepentido de lo que ha hecho.

Dupont se levantó lívido. No habia duda: estaban descubiertas sus maquinaciones. Quiso contestar, pero su garganta no articuló sonido alguno. El golpe inesperado lo aterraba. Manuela miró á los dos y comprendió en su aspecto á quien pertenecia la razon en aquella lucha.

— Señor, dijo dirijiéndose á Armando. Veo que usted ha calumniado á una persona de quien se decía amigo, y no ignoro con qué fines. Asi pues, tengo el disgusto de comunicarle que desde ahora le retiro mi amistad.

Y se dirijió al aposento contiguo donde la esperaba su padre que lo habia oido todo, y que se arrojó en sus brazos.

Dupont miró á su ex-amigo, con gesto de desprecio, y exclamó al salir, dando un rujido:

— ¡Ya me las pagarás!

Llevaba el propósito de vengarse.

XXVI. EXPLICACIONES

Apenas salió Armando de la habitacion, Manuela y su padre volvieron á ella.

La jóven tendió la mano á Ernesto, con ademan conmovido.

— He sido injusta con usted, le dijo, y pido que me perdone.

— Yo te lo habia dicho, murmuró don Miguel.

— Señorita ..... articuló Gonzalez, sin saber qué decir.

En ese momento entró Dolores, que habia esperado con la mayor ansiedad la salida de Hazlo-todo, para enterarse de lo sucedido.

En cuanto la vió entrar, Manuela se acercó á ella.

— Venga usted, la dijo. Usted tenia razon cuando decia que Ernesto era calumniado. Todo lo ha hecho Dupont, ese hombre que ódio, porque es un miserable.

Había en su voz un timbre sonoro, que demostraba su íntimo contento.

Dolores dejó escapar una exclamacion.

Tenia dos motivos para alegrarse.

Primero: la prueba de que Ernesto no era culpable.

Segundo: la alegria de la jóven, clara muestra de que Gonzalez no le era de ningun modo indiferente.

Don Miguel sonreia.

El semblante de Manuela estaba radioso.

Dolores tenia ganas de reir y llorar al propio tiempo.

Solamente Ernesto temblaba de emocion. Al verse rehabilitado, no sabia que partido tomar, si alegrarse ó entristecerse.

Durante largo rato, aquellas cuatro personas que volvian á la amistad de otros tiempos, no pronunciaron una sola palabra. Por fin don Miguel rompió el silencio.

— Sentémonos, dijo.

Todos se sentaron maquinalmente.

— Asi pues, continuó el anciano, dirijiéndose á Ernesto, ese jóven Dupont es el autor de la noticia en que tan mal se hablaba de usted?

— Sí, señor.

— Y por qué causa ha hecho tal cosa, qué motivo lo ha impelido á ello?

— Lo ignoro.

Manuela se ruborizó, y el anciano hubiera hallado la respuesta á su pregunta, á haber podido ver el calor rojo que invadió las mejillas de su hija.

— Oh! dijo Dolores. Yo bien sabia que don Ernesto no era capaz de hacer eso. Lo he dicho muchas veces. Don Miguel era de mi parecer ¿no es cierto?... y, por otra parte, no podia suceder otra cosa. Tarde ó temprano la verdad se descubre siempre.....

— No hablemos de eso, murmuró Manuela. Me hallo culpable al escuchar palabras que se refieren á este asunto doloroso.

— Usted estuvo en su derecho, se atrevió á decir Gonzalez. Todas las probabilidades estaban en contra mia. Se ha engañado usted, ¿qué hemos de hacerle?

La conversación tomó otro rumbo y se habló de todo, menos de los sucesos anteriores.

Poco rato despues Ernesto pidió permiso para retirarse, haciéndolo en seguida.

En cuanto hubo salido, la escena cambió de aspecto.

Mil preguntas se cruzaron, se hicieron las mas distintas reflexiones.

Pero la alegría dominaba á los tres.

La vuelta de Ernesto se consideraba como un acontecimiento, que debía ser señalado con piedra blanca. Ese dia todos eran felices, todos se mostraban sonrientes y contentos.

De pronto, Manuela se puso séria.

— He partido de lijero al volverle mi amistad, murmuró. Si lo que decía el diario es una calumnia, lo que he visto con mis propios ojos, no puede serlo.

Dolores oyó ó mas bien adivinó por casualidad estas palabras, pronunciadas casi sin conciencia de ello.

Eso salvó al jóven. — Yo puedo explicarle lo que ha sucedido, dijo la buena mujer.

La niña fijó en ella su mirada.

— Hable usted, dijo.

— ¿De qué se trata? preguntó don Miguel, que no habia oído las palabras de su hija.

— Voy á decirlo al instante, respondió con seriedad Dolores.

Y permaneció un instante en silencio.

— La noche anterior al dia en que usted vió á Gonzalez en ese estado, prosiguió, Dupont vino á invitarlo á comer, diciéndole que era su cumpleaños. El lo acompañó gustoso, pues esa clase de invitaciones no se rehusan nunca. ¿Quién se niega á festejar el cumpleños de un amigo? Comieron en un hotel, yendo en seguida al teatro. A la vuelta, don Ernesto quiso retirarse, pero su compañero se opuso, pidiéndole que lo acompañara á cenar, á lo que accedió él despues de algunos ruegos. En la conversacion se olvidaron, ó mas bien se olvidó Gonzalez solamente de la hora, y cuando acordó era ya de dia. Despues de una noche así, por mas que lo que en ella ha sucedido no sea abominable, no se puede estar en el estado normal. Esa es la explicacion.

La buena mujer hizo una pequeña pausa.

— De esto se comprende muy bien, que Dupont ha preparado un lazo, no diré con qué motivo, que eso los sabemos todos más ó menos exactamente, pero estoy pronta á asegurar que no lo guiaba nobleza ni la lealtad.

Dolores habia desfigurado los sucesos un poco, porque le parecía mejor relatarlos así, y otro porque no recordaba bien todos los detalles que le había hecho conocer Emesto ligeramente.

Como era de esperarse, la armonía se restableció; el jóven se habia retirado tan feliz como puede serlo el enamorado que, habiendo permanecido largo tiempo lejos de la mujer querida y sin esperanzas de reunirse á ella, vé cambiar de pronto su situacion y vislumbra un rayo de felicidad posible.

Sin embargo, permanecía en el mismo estado que al principio de sus amores. Era amigo de Manuela, pero nada mas. Esto no le bastaba, era de todo punto imposible que le bastára.

Entre tanto, en casa de Arello tenia lugar una escena agradable bajo todos los puntos de vista.

— Ya te lo dije, decía don Miguel; Ernesto no puede ser un perdido; la casualidad solamente lo ha condenado. Bien sabía yo que tarde ó temprano iba á descubrirse todo, por que ninguna calumnia puede aparecer como verdad durante muy largo tiempo.

— Es verdad, respondía Manuela.

— Ernesto es un excelente jóven, y lo has tratado con mucho rigor, tanto que estoy seguro de que lo lo has hecho sufrir horriblemente.

— Oh! papá!

— Bien sé que te disgustan mis palabras, pero son verdaderas. Ese jóven merece todo tu aprecio y lo has tratado como un bandido, un canalla de la peor especie.

— Pero ¿por qué me acusas? El daño está hecho, y no es irreparable, puesto que acabo de repararlo.

El anciano calló tomando una mano de Manuela entre las suyas, y atrayendo á la niña hácia sí.

— Tu madre lo quería, dijo con la voz mojada en las lágrimas que agolpó ese recuerdo á sus ojos; él, por lo tanto, merece tu cariño...

La jóven suspiró.

— Un dia te ha de decir, quizás, que te ama, y ese dia no está lejos; yo sé que solo piensa en tí, que tú eres la única ambicion que lo alienta. Sé tambien que tú lo amas, por mas que ese cariño esté oculto para todos en el fondo de tu corazon, y por último, no ignoro que recibirás con alegria sus palabras cuando te diga que te quiere.

— Oh! suspiró la niña.

— ¿No es cierto, Manuela?

Ella permaneció un instante sin pronunciar una sola palabra, pues la pregunta no era de aquellas que se contestan inmediatamente.

Por fin, haciendo un esfuerzo:

— Sí, contestó.

— Bien lo sabia yo!

En aquel momento se presentó Dolores, interrumpiéndose asi la conversacion. La buena mujer habia ido á su pobre aposento á ocultar su llanto de gozo. La amistad la habia hecho formar parte de aquella familia, y al verla casi feliz, gozaba de la felicidad mas completa, como si á ella le tocase tambien la dicha que comenzaba á sonreirle.

Las horas de la noche se deslizaron en agradable conversacion cuyo asunto eran los sucesos de aquel dia.

El rostro de Manuela tomaba de vez en cuando un pronunciado tinte de carmin, lo que no dejó de llamar la atencion de Dolores.

¿Qué pensamientos le causaban esos súbitos rubores? ¿Era, acaso, el recuerdo de las palabras de don Miguel? ¿Pensaba en el instante en que Ernesto se acercara á ella para decirle que la queria?

No lo sabríamos decir.

Lo cierto es que muchas veces las preguntas que se le hacian quedaban sin contestacion, tan distraida estaba.

Cuando llegó la hora de retirarse, y quedó Manuela sola en su habitacion, arrojóse de rodillas ante un pequeño retrato de Eugenia, colocado á la cabecera de su cama, mientras murmuraba esta frase:

— Oh! Yo lo sabia! Era imposible que no mereciera el inmenso cariño que le tengo! ¡Madre! Bendícenos á ambos desde el cielo, donde estás!

Aquella noche fué para ella una de las mas felices. Soñó con la felicidad completa, con Ernesto, con Eugenia, con su padre, con Dolores.....

Al otro dia su aspecto alegre pareció llevar á su morada, antes tan triste, cantos de pájaros y rayos de sol.

XXVII. LO ESPERADO

Pasó un mes de esa manera, siendo todos tan felíces como los amigas que se reunen tras larga ausencia y tienen mil cosas que relatarse; sin embargo una nube de tristeza oscurecía sus semblantes, cuando recordaban á la que habia dejado alli un lugar vacio, para no volver á ocuparlo jamás....

No era esto todo lo que pesaba sobre el corazon de Gonzalez: la esperanza de ser amado por Manuela habia vuelto á sonreirle, pero junto con ella habian aparecido los tristes pensamientos que lo atormentaron antes. Su situacion no habia mejorado; encontrábase tan pobre como meses atrás, cuando se desesperaba viendo que no podia ofrecer su amor á la jóven, por falta de medios para velar su existencia.

Mil veces intentó escribir algo para los diarios, y mil veces dejó caer la pluma con profundo desaliento pues creia imposible crear nada digno de ser leido. Pero los deseos de mejorar su suerte le hicieron mas audaz. Escribió, enviando á varios periódicos artículo tras artículo, sin que lograra ver aparecer uno solo. Por fin uno fué publicado. Corrió á percibir la paga, que fué tan exigua, que no le rezarcia ni aun del tiempo empleado en escribir. Desde entonces su pluma permaneció colgada, sin que la usase mas que para algun desahogo íntimo, de esos que á veces necesita el hombre, y que tanto consuelo proporcionan.

Su fracaso lo desanimó mucho. Ernesto era un hombre perdido para las letras; de aquellos que comienzan á crear y que al ver que sus esfuerzos se estrellan contra lo infranqueable, abandonan el camino que se proponian seguir, para emprender otro mas fácil y de resultados menos dudosos.

La lucha por la vida malogra muchos ingenios. Quizá Gonzalez era uno de ellos ó estaba llamado á serlo algun dia; pero no seria justo asegurarlo, puesto que el jóven tiró la pluma aun antes de que ella pudiese prometer algo, ó dejar que se viese lo que podria producir mas adelante.

Resuelto el problema, se dedicó con mas ahinco á sus tareas comerciales, por mas que no las hubiese descuidado nunca. Comprendia que en la casa en que estaba haria carrera, pero no tan pronto como parecian exigirlo sus deseos, de modo que no era completamente feliz.

En aquel tiempo no habia vuelto á oir hablar de Dupont. Su ex-amigo estaba retirado de la escena, quizá para volver á sus proyectos un poco mas tarde, quizá para abandonarlos para siempre. Pero ahora no es el instante de ocupamos de él.

Ernesto habia dado toda su amistad á Dolores, y la buena mujer se mostraba agradecida por ello. Era el único confidente del jóven, con quien conversaba diariamente largas horas. El asunto de la conversacion era siempre Manuela, como se supone.

Una noche hablaban los dos en el aposento de la viuda.

— Así, pues, decia Dolores, ¿usted no la ha dicho nada? ¿Está usted tan adelantado como al principio?

— No la he hablado una palabra.

— De veras! exclamó ella con cierto asombro, por mas que esperara esa respuesta. ¿Y, por qué?

— Ah! usted lo comprende muy bien. ¿Que porvenir puedo ofrecerla yo, que soy tan pobre como ella, si no lo soy mas? ¿Qué hogar podemos constituir de esa manera? Lo que yo gano, ni aun el doble, podría alcanzar para sostenernos, y en cuanto á que ella trabaje, usted ve que es imposible. Nunca lo permitiria, mientras hubiera en mis venas sangre que pudiera subir á mi rostro. Todos saben perfectamente que se pierde la dignidad en las cosas mas leves. ¿Sostenido por mi mujer? Eso seria corno el eclipse total de mi vergüenza. La persona que se estime, no debe ni siquiera pensarlo.

Dolores, conmovida, hizo comprender al jóven que pensaba lo mismo en cuanto á eso.

— Pero, añadió, me parece que si ella le quiere á Vd., por mas pobres que vivan, serán Vds. felices...

— ¡Falta saber si ella mee quiere! exclamó Ernesto.

Ambos callaron. Esa era una pregunta sin contestacion posible; la que pudiera haberla dado no estaba presente.

Poco rato despues Ernesto, al retirarse, se encontró con Manuela que entraba en aquel punto.

— Quédese Vd., dijo la jóven con acento dulce.

Estaba fuertemente sonrosada y su corazon latía con violencia. Apénas entró se detuvo un instante como para tomar aliento, y luego murmuró:

— Casualmente pasaba por delante de la puerta y como vi que ... Vds. conversaban, quise tambien tener un rato de descanso.

Ernesto no supo que posicion tomar; el asombro mas grande se habia apoderado de él, sin que comprendiese la razon.

— Muy mal me tratan, continuó la jóven, sobre todo Vd., Ernesto, que me vé entrar y le tengo que pedir que se quede, porque sinó...

— Señorita... murmuró él.

Manuela se sentó; la expresion de su rostro daba á entender que se proponia llevar á cabo algun proyecto de graves consecuencias.

— ¿De qué se hablaba? preguntó.

— Yo ... ella... tartamudeó Ernesto, profundamente turbado.

— Hablábamos de Vd., dijo Dolores que, como mujer, comprendió al instante de lo que se trataba.

— Cómo de mí? ¿Que me han encontrado Vds. en falta? ¿Puedo saber lo que se decía? Porque será sin duda algo malo, exclamó la jóven fingiendo hacer broma, por mas que las circunstancias fuesen muy érias para todos tres.

Dolores miró á Ernesto, como invitándole á que contestase; pero el jóven no pudo articular una palabra. Sin darse cuenta de ello, presentía sin duda lo que iba á pasar.

— No; hablábamos de Vd., y hablábamos muy bien, sobre todo don Ernesto, dijo la buena mujer, mirando fijamente á este último.

— Cierto? preguntó la niña, mirando tambien á Gonzalez. ¿Y qué decía Vd?

— Yo que... es Vd. muy buena, djo él, no hallando en aquel instante nada mas espiritual.

Dolores se rió.

— No decia Vd. tal cosa, dijo sin demostrar piedad.

— ¡Por Dios! exclamó Ernesto, que estaba en áscuas.

Manuela interrogó á su amiga con los ojos...

— Decia que la quiere á Vd. Y que Vd. no le quiere! continuó la buena mujer, estudiando el efecto que iba a producir su frase.

Los dos jóvenes se miraron y enrojecieron intensamente. Ambos se daban en esa mirada y en ese rubor, el «si» tan deseado, y que tantas esperanzas encerraba.

XXVIII. IDILIO

A partir de aquella noche, todo cambió de aspecto. Los jóvenes se rezarcian de los pasados sufrimientos, y pasaban largas horas uno al lado del otro, mirándose con expresion de cariño, y hablando de esas mil tonterias que se dicen en esos casos, cuando se teme abordar cuestiones mas sérias.

Dolores y don Miguel estaban al corriente de todo.

Ella le habia relatado la escena que presenció en su habitacion, lo que causó al anciano la mas viva alegria.

— Así, pues, los veremos casados un dia ú otro! exclamaba, porque se casarán; no le parece á Vd? Se casarán ¡ya lo creo!

La buena mujer no le habia dado cuenta de los pensamientos del jóven, sin lo cual, la alegria de don Miguel no hubiera sido tan grande.

Sin embargo la resolucion de Ernesto no se habia alterado en nada. El dia de la felicidad completa estaba aún muy alejado para él, no debiendo brillar sino cuando pudiera ofrecer á Manuela una posicion desahogada.

Entre tanto ninguna explicacion habia mediado entre la niña y su padre, pues este esperaba á que el asunto adelantase mas. Sin embargo no pudo permanecer por mucho tiempo alejado de esa felicidad que adivinaba en torno suyo, de modo que una tarde que se enncontraba solo con Manuela entabló con ella la siguiente conversacion.

— Me ha parecido, dijo buscando un rodeo, que estás ahora mucho mas alegre que hace poco. Todo el dia te oigo cantar, á la par de tu canario, que no hace otra cosa. ¿Qué te ha pasado? ¿Cual es la causa de tu contento? Porque estoy seguro de que tu contento tiene una causa; si no fuese así no duraria tanto.

— Estoy contenta, es verdad, pero ignoro la razon...

— Tratas de engañarme y eso está mal hecho.

Sé porqué estás alegre, y por el mismo motivo me alegro yo á mi vez. Dolores me lo ha hecho saber todo!...

La niña enrojeció ligeramente.

— Si es así... murmuró.

— Ah! Confiesas tan pronto! exclamó el ciego, sonriendo con bondad. No creas que voy á reñirte; Ernesto es un excelente jóven, que merece tu cariño y mi aprecio como ya te lo he dicho muchas veces. ¡Pobre Eugenia! Si viviera, á estas horas lloraria de placer...

Y los ojos del anciano se llenaron de lágrimas, al pensarlo solo.

— ¡Papá! exclamó ella, abrazándole, y sin poder añadir una sola frase, tanto la habian conmoviqo las palabras de aquel hombre, que lloraba al recordar á la que fué su compañera...

— ¿Le quieres? preguntó él.

— Oh! Tú bien lo sabes!... Si no le quisiera, no hubiese tratado de hacer que me ofreciera su cariño!... Le quiero, si; le quiero mucho mas de lo que tú puedes suponer! Jamás podrá saber Ernesto lo que he sufrido en el tiempo que ha estado léjos de mí... ¡Cuánto he tenido que hacer para dominarme, para que no se tradujera en gritos de desesperacion la horrible tempestad que me conmovía!... Pero, por suerte, todo eso pasó, y la dicha parece sonreirnos ahora.

— Tienes razon, Manuela. De aquí en adelante vamos á ser felices, muy felices. Tengamos fé en el porvenir, dijo el anciano, reclinando su cabeza encanecida, en el hombro de la jóven.

Ernesto, por su parte, era tambien feliz; la única nube que empañaba su horizonte (ya lo hemos dicho), era la dificultad de procurarse dinero, de hacer que cesaran sus penurias, para poder llegar entonces á Manuela y ofrecerle su mano, al mismo tiempo que una posicion desahogada...

Por otra parte, cuando estaba á su lado lo olvidaba todo, para ocuparse en mirarla, apartándose por completo del mundo.

Eran casi dichosos.

Don Miguel hablaba de ello con Do!ores, que temia revelarle la ambicion de Ernesto, y la causa que le impedia dar el paso tan deseado por todos.

Manuela lo habia adivinado, y lo agradecia al jóven, no sin guardarle rencor por ello sin embargo.

— No quiere casarse conmigo ahora, porque no tiene dinero, y le parece que no debe permitir que yo trabaje, pensaba. Eso está mal hecho, y si no estuviera bien segura de que su cariño hacia mí existe, dudaría de él. ¡Trabajaría con tanto placer esperando que volviese de su empleo! Y luego, mis quehaceres disminuirian, en lugar de aumentar. ¡Si yo me atreviera á decirselo!...

XXIX. PRELUDIOS

La dicha habia comenzado á sonreir á Gonzalez, pero le guardaba aun mayores sorpresas. El primer dependiente de la casa de comercio en la que trabajaba, murió por aquellos dias, pasando él á ocupar su puesto. Despues de tanto luchar conseguia al fin la posicion anhelada. ¡Podia casarse con Manuela! Si alguna vez Ernesto fué cruel, lo fué en aquella ocasion. Llegó á alegrarse de la muerte de su compañero, no por su muerte misma sinó por el bien que le ocasionaba. No hay que extrañarlo. En los corazones mas nobles cabe siempre un poco de egoismo.

Cuando le comunicaron la fausta nueva no quiso retardar el instante de su felicidad. Corrió á su casa, presentándose poco despues en la de don Miguel, á quien pidió una entrevista á solas.

Todo quedó arreglado y Manuel. estrechó la mano de Ernesto como la de su prometido. A los dos meses debia celebrarse la boda.

Dolores creyó terminada su mision, pues comprendia que una parte de aquella felicidad era obra suya; y lo mismo creeriamos nosotros si, por desgracia, no supiésemos que nuevos acontecimientos iban á desarrollarse en aquella casa, testigo de tantas y tan profundas aflicciones.

Todas las tardes, al volver de sus quehaceres, Ernesto pasaba varias horas al lado de Manuela. Aquellas entrevistas tenian algo de sublimemente bello. Para los jóvenes, todo lo que les rodeaba era color de rosa.

Don Miguel y Dolores presenciaban aquellas escenas en que parecian oírse gorgeos de pájaros.

Aquellas cuatro personas eran felices.

No sucedia lo mismo con Armando Dupont, que devoraba en silencio el desden de Manuela, buscando la ocasion de vengarse de aquella dicha. Su amor se habia convertido en ódio. ¿Es difícil que esto suceda? No. Basta con un poco de agua derramada sobre el fuego. La combustion no cesa, antes por el contrario se hace mas grande. Pero es de otra naturaleza; las llamas desaparecen y el calor terrible de las brasas aumenta, haciéndose capaz de devorarlo todo. Del amor al ódio no hay mas que un paso. El amor es la llama que alumbra y purifica; el ódio es la brasa que consume y anonada cuanto encuentra cerca. Asi como unas gotas de agua hacen desaparecer las llamas, así una frase de desden hace desaparecer el amor.

Armando odiaba á Manuela, amándola al mismo tiempo, por mas que esto parezca imposible, y queria vengarse de ella y de Ernesto.

Para pensar en su venganza se habia apartado de todos. Acuña no le incomodaba ya; lo habia arrojado de su casa para no volver á verle. En aquella alma de hierro se ocultaba una tempestad próxima á estallar. ¡Infelices de los que encontrara á su paso!

Lindoro, por su parte, estaba contento. Ese carácter incomprensible, esa cabeza en que las ideas mas contrarias se sucedian sin interrupcion, ese ser caprichoso y voluble, estaba hecho sin duda para vivir feliz en este mundo. Cuando recibió la contestacion de Manuela, estrujó el papel entre sus manos, arrojándolo en seguida lejos de sí, mientras murmuraba:

— Muchachuela!... Creerá sin duda que me voy á suicidar! Já, já, já!...

Y no pensó mas en el asunto.

Pocos dias despues comenzó á hacer la corte á una niña de la buena sociedad, mujer tan desprovista de seso como él mismo. Sus frases de amor fueron escuchadas con complacencia, y el desdichado tipo aparecerá sin duda hoy, revistando en las filas de los casados. No nos ocupemos mas de él.

Varios dias despues de aquel en que quedó convenida la boda de Manuela y Ernesto, conversaban ambos en voz baja y, como de costumbre, en presencia de don Miguel y Dolores, la que, por la amistad, parecia ya formar parte de la familia.

— Qué tienes? preguntaba Ernesto, fijando los ojos en el semblante de Manuela. Estás triste y pensativa...

— Nada, contestaba la jóven, pasándose la mano por la frente, como para apartar de su cerebro una idea fija. No tengo nada... O mas bien, si. ¿Para qué negártelo? Hoy he visto pasar por frente á casa á ese jóven Dupont que era tu amigo. Yo salia en ese momento , y él fijó en mí los ojos.... Es una tonteria, pero me dió miedo. Quizá sea un presentimiento .. El es capaz de hacernos mucho daño....

Y era la verdad. Por mas que Manuela fuese una niña de ánimo entero y varonil, la mirada de Armando le causó un malestar indecible.

Ernesto se rió de esos temores que, aparentemcnte no tenian razon de ser.

Entre tanto Hazlo-todo se ocupaba de la manera de vengarse de quien habia desvanecido sus esperanzas. Era su idea fija. Estaba decidido á todo; solo le faltaba el plan de lo que iba á hacer.

La dificultad estribaba en que no podia buscar ayuda, ni aun penetrar en la casa de Arello. Tenia que trabajar de lejos.

Cuando vió salir á Manuela fijó en ella los ojos atrevidamente. La niña enrogeció é hizo ademan de volver atras, siguiendo su camino despues de un instante de indecision. Armando vió claro entonces. «Todo se ha de haber arreglado, pensó. Dá muestras de disgusto al verme, lo que prueba que ama á Ernesto; quizá se hayan dado palabra ya y se casen pronto. Es necesario impedIr que sean felices. ¿Cómo conseguirlo?»...

A pocos pasos de allí encontró á Coleti, su cómplice en el asunto de la noticia. Se dirijió á él. Deseaba echarle en cara su felonía, y hasta golpearlo....

El reporter le esperó sonriedo y antes de que pudiera decir una palabra:

— Sé que vas á censurarme, le dijo. He hecho mal, muy mal, pero estoy pronto á reparar mi falta. Ese Gonzalez me parece un estúpido, y tengo ganas de jugarle una mala pasada. Como me parece que á tí te sobran, te ofrezco mi cooperacion mas eficaz; no has de rechazarla, segun creo.

Armando, asombrado, tomó el brazo de su oficioso camarada, alegre al encontrar un instrumento del que podia servirse en contra de Ernesto. Asi le seria mas fácil conseguir su objeto. Sin embargo, no quiso decir nada aventurado; Coleti le habia hecho traicion una vez, y estaba resuelto á no dejarse burlar nuevamente.

— No te equivocas, dijo á pesar de eso. Gonzalez me ha vencido, y quiero vengarme.

— Yo te ayudaré. Ese jóven me ha dado motivos para que le ódie.

— Sí? Qué te ha pasado?

— Despues de descubrirle lo que habias hecho, le ofrecí mi amistad, que él rechazó, despreciándome. Esto es algo que no se perdona, y estoy dispuesto á hacerle todo el mal que pueda.

Armando confió entonces. Tenia razon de creer en la sinceridad del reporter, pues conocia perfectamente á Ernesto.

— Es preciso que averigües en que estado de relaciones se encuentra con respecto á Manuela, dijo.

— Lo haré.

— Por ahora no te encargo mas. Veremos como cumples tu cometido.

Al dia siguiente supo Armando el próximo casamiento de los jóvenes, cosa fácil de averiguar, por otra parte, porque se hablaba mucho de ello en el barrio.

— Es necesario poner manos á la obra; pensó Hazlo-todo. ¡Ya tengo un medio! Cierto es que ha sido usado por otros, antes que por mí, pero eso no obsta. Aunque así sea, no dejará de servirme.

Y luego, en voz alta y dirijiéndose á Coleti:

— Mucho te agradezco lo que has hecho, le dijo. Ya no necesito de tus servicios; haré lo que falta, sin la ayuda de nadie, y Ernesto nos pagará lo que nos debe!...

— Cual es tu intento?

— No te lo haré conocer. ¿No te parece que con una broma es mas que suficiente? preguntó Armando, sonriendo.

— Desconfias de mi?

— No; pero me basta con una leccion.

Poco despues Coleti se retiró dejando solo á su amigo.

— Por ahora lo que tengo que hacer, pensaba Armando, es escribir esa carta. Si no dá resultado ya buscaré otro medio. Y en último caso.... la violencia .... Con tal que pueda vengarme, nada me importará lo que me cueste!

A pesar de que el aspecto del jóven no daba á comprender lo que pasaba en su interior, una tempestad horrible rugia en su pecho. Amaba á Manuela odiándola, porque le hacia sufrir y consideraba que su vida seria un martirio insoportable y sin término, porque la jóven no le daria jamás ni la menor prueba de cariño.

Dupont estaba entonces en una nueva faz. Celoso, era feroz. Nada lo detendria hasta deshacer el casa­miento de Manuela y Ernesto Gonzalez. Nada...

Se sabe cuánto quiere decir esta palabra.

Aquella tarde escribió una carta y la envió a Manuela. En el papel solo habia dos frases:

«No intentes unirte á Ernesto. Seria hacer una desgracia, y eso no lo querrás.»

XXX. LA BODA

Cuando la jóven recibió esa esquela, adivinó de donde provenia. Vió que su temor acerca de las intenciones de Armando tenia fundamento, y acongojada y llena de susto relató á Gonzalez lo que pasaba. Este se rió. ¿Podia alguien, acaso, turbar su felicidad? No lo creia. En cuanto á don Miguel permaneció ignorándolo todo.

Pero, como Armando no se mostrara una sola vez, la niña se tranquilizó, olvidándose poco á poco de la amenaza, y creyéndola el fruto de un momento de furor. No conociendo á Dupont era fácil creer que no cumpliera lo tácitamente prometido. Pero se sabe que nada le importaba con tal de ver satisfechos sus deseos de venganza.

El dia señalado para el casamiento iba acercándose . Manuela era completa, inmensamente feliz, asi como Ernesto. Se hacian á toda prisa los preparativos. Dolores, robando algunos instantes al descanso, se ocupaba en coser ropa, destinada al canastillo de Manuela. Esta, por su parte, no descuidaba tampoco esa tarea. Don Miguel sonreia, adivinando el contento de todos, y creyendo haber vuelto á los años de su juventud. El hombre renace en sus hijos.

El dia señalado llegó por fin.

Desde por la mañana, que pareció á todos mas brillante y esplendorosa que de ordinario, reinó en la casa la mayor alegria, no turbada ni aun por la frase continuamente repetida por don Miguel: «Si viviera Eugenia!» á la que contestaba Dolores; «¿Crée usted que hoy no está junto á nosotros?»

La ceremonia debia celebrarse al anochecer, sin ninguna clase de fiesta.

Aquella mañana Armando lo supo. Frenético, sin darse cuenta aún de su desgracia, pero créyéndola inmensa, permanecia sin saber qué hacer, sin que una sola idea aclarara un poco él caos que reinaba en su cerebro, dominado por la sed de venganza. pero ignorando aún el modo de satisfacerla, loco, embrutecido por el dolor y por la rábia de la impotencia. Sentado, de codos á una mesa, y mordiéndose los puños, los ojos casi fuera de las órbitas y la mirada fija en el vacio, rugia y sollozaba, lanzando á veces una imprecacion, suspirando á veces un ruego. De pronto, lívido, desencajado, convulso, se levantó ... ¡Tenia una idea!... En ocasiones semejantes, una idea cualquiera es la salvacion. Y, sin embargo, entonces es cuando el cerebro trabaja en vano, asi como la rueda del vapor que, á causa de un golpe de mar, voltea vertiginosa é inútilmente eh el aire. Habia encontrado el hilo con que salir del laberinto en que se hallaba. Ese hilo era una palabra; una palabra que habia visto ante sus ojos escrita con letras de fuego, dict:ida quizá por su locura, «¡Mata!» La palabra encerraba un mandato vago. ¿A quién? ¿A él? ¿A ella? ¿A los dos? A él!... Armando tomó un revólver, y guardándolo en un bolsillo de su pantalon corrió á apostarse frente á la casa de los jóvenes, medio oculto en el quicio de una puerta... En ese instante salia Ernesto... Por un movimiento instintivo, Armando echó mano al arma. Un pensamiento le detuvo. «Que ella le vea morir, se dijo, mi venganza será mas grande así.» Pero este pensamiento engendró otro en él. Matando á Ernesto á la vista de Manuela ¿podria llegar á obtener su amor alguna vez? ¿no cerraria por completo las puertas á la felicidad? ¿no se haria infinitamente odioso? . .. Si la matara... á ella? Porque ella, ella sola era la causante de su desgracia, ella que habia dado á otro lo que él pedia para sí, ella, que le habia arrojado de su casa, no comprendiendo que todo lo que habia hecho era impulsado por su amor sin límites... De ese modo acabarian sus desprecios, de ese modo Ernesto no gozaria de su amor. Matarla, sí! Mas, qué le quedaria á él entonces? Por todas partes se le presentaba la vida sin ella: Manuela era de otro. Ah!... y un rujido se escapaba de su pecho, y su mano oprimia el cabo del revólver. Para él era necesario matar; su razon, encerrada en un círculo de hierro, no podia salir de él. Solo que, quitando la vida á Ernesto levantaba ante Manuela una muralla infranqueable; herirla era herir á su esperanza misma... Presentóse entonces á su imaginacion la idea del suicidio; pero vagamente, sin llegar á tomar cuerpo.

Ernesto se acercaba nuevamente á su casa. Iba acompañado por el señor Luna, uno de los dueños de la casa de comercio de la cual era el principal dependiente, quien habia querido asistir á la boda. Esta vez pasó por Armando lo mismo que la anterior; pero como aquella, le detuvo el deseo de que fuera completa su venganza. Gonzalez le vió, y un estremecimiento involuntario recorrió sus miembros. Pero no hizo caso de Dupont y siguió adelante.

La hora señalada iba acercándose.

La impaciencia devoraba á Armando, que estaba decidido á todo.

Entre tanto, Manuela, en su aposento, se vestia ayudada por Dolores. Don Miguel, el señor Luna y Ernesto estaban en el cuarto de este último, esperando con no mucha calma el instante de dirigirse al templo.

— Va á ser Vd. muy feliz, y don Ernesto tambien, decia Dolores á Manuela.

— Oh! murmuraba ella, enrojecida de júbilo, mientras pensaba: «¡No creeria en mi dicha; me parece imposible que sea tan grande! ¡Bien sabia yo que mi madre no me abandonaria!. .. ¡Si estuviera ahora á mi lado! Ella, que amaba á Ernesto como si fuera hijo suyo! ¡Con cuantas lágrimas de gozo veria hoy cumplidos sus deseos!...

Colocábase entonces los azahares en la hermosa cabeza, pero cesó de hacerlo, y tomando el retrato de Eugenia, lo besó repetidas veces, mientras sus ojos se humedecían.

Hazlo-todo, inmóvil siempre en el quicio de la puerta, no apartaba su vista de la casa de los jóvenes. De su mano que oprimia el cabo del revólver, estaba pendiente el drama que pasaba en su interior desde tiempo atrás. Mientras que dentro de la casa se regocijaban todos, él estaba allí, mudo y airado, erigiéndose en juez del destino, que le parecía cruel, aun mas, criminal. En las horas que permaneció esperando, habia pasado revista á todo lo sucedido. Cierto es que había usado de malas artes para separar á Ernesto de Manuela, pero su amor le disculpaba. ¿Quien no es capaz de todo cuando ama, y cuando de un hecho suyo depende, quizá, su dicha de siempre? Esa revista hacia que su cólera creciera, que su encono hacia Ernesto se hiciese mas grande. .. Este le robaba la felicidad, pero él, en cambio, iba á robarle la existencia. Ya estaba decidido.

En aquel momento dos carruajes se detuvieron á la puerta de la casa. En el primero debian partir Manuela, don Miguel y Dolores; en el segundo Ernesto y Luna. Los vecinos que sabian de qué se trataba, asomáronse á sus puertas, acercándose algunos á los carruajes, con la intencion de ver á la novia. Varios curiosos fueron á aumentar el grupo.

Armando sintió un estremecimiento en todos sus nervios, y se puso pálido. Iba á llegar la hora, la hora terrible... Su labio inferior temblaba y su cabeza ardia... Era el instante de obrar.

Entonces atravesó la calle y, temeroso de errar el tiro, colocóse á pocos pasos de la puerta...

Manuela, ruborizada y gozosa, salia de su habitacion, del brazo de su padre.

El vigilante que estaba de pié en la esquina, atraido por la curiosidad, fué á formar parte del corro; pasando justamente al lado de Armando Dupont, que pálido como la cera, esperaba la salida de los novios con impaciencia cada vez creciente. Al pasar, el brazo del gendarme rozó uno del jóven que se estremeció...

Una ligera exclamacion se escapó de su pecho.

Acababa de presentarse á su mente una imágen. salvadora y terrible á la vez. Él, pensando en la venganza, habia olvidado que hay una justicia; no habia visto mas que la muerte de su enemigo donde existia tambien la pérdida de su libertad; no habia comprendido que al labrar la desdicha de Manuela, labraba tambien la suya. ¿Qué era lo que le esperaba? La cárcel; es decir, su separacion eterna del mundo, la imposibilidad de volver á ver á la jóven. Alevosia — Premeditacion. Estas dos palabras se presentaban á su vista. El amor que impele á cometer un crímen de esa naturaleza, es indigno...

Pero ¿no era un crímen, un crímen inmenso y sin castigo, cosa que lo hace mayor aun, robar la felicidad de un hombre, matar su alma y conservarle, sin embargo, la existencia?

Esta idea tomó cuerpo, creció, se agrandó, se hizo infinita...

La sangre se habia agolpado á su cabeza y sus sienes golpeaban, mientras una sonrisa plegaba sus labios.

— La justicia humana! murmuró con sarcasmo.

La gente del grupo se arremolinó. Los novios iban á salir... Una nube pasó por, la vista de Armando.

Cuando pudo ver, Manuela subia al carruaje.

Hizo un movimiento nervioso. Su revólver brilló en su mano derecha. Se oyó una detonacion, y dos gritos desgarradores. Los caballos se encabritaron y echando á andar, pasaron por encima del rostro de Manuela. Luego se escuchó una segunda detonacion, seguida por un inmenso clamoreo. La gente salida quién sabe de donde llenó la cuadra...

Nada se veía. Solo se escuchaban los confusos comentarios de los curiosos.

— Era un loco! decian algunos.

Cuando la policía hizo despejar la acera vióse algo terrible.

Un hermoso cuerpo de mujer, cuyas facciones estaban destrozadas. extendido junto á la vereda, y á los pocos pasos el cadáver de Armando, tendido de espaldas, cuyos ojos abiertos y vidriosos miraban al cielo y cuya mano derecha oprimia aun el revólver.


Publicado el 2 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
Leído 13 veces.