Beneficencia Pagochiquense

Roberto Payró


Cuento


De las sociedades de beneficencia formadas por señoras que había en Pago Chico, la más reciente era la de las «Hermanas de los Pobres», fundada bajo los auspicios de la augusta y respetable logia «Hijos de Hirám» que le prestaba toda su cooperación. La primera en fecha era la sociedad «Damas de Benefícencia», naturalmente ultra católica y archiaristocrática, como se puede —¡y vaya si se puede!— serlo en Pago Chico.

Las «Hermanas de los Pobres» se instituyeron «para llenar un vacío» según dijo La Pampa, y la verdad es que en un principio hicieron gran acopio de ropas y artículos de utilidad, cuyo reparto se practicó no sin acierto entre pobres de veras sin distinción de nacionalidades, religiones ni otras pequeñeces. Distribuían también un poco de dinero, prefiriendo, sin embargo, socorrer a los indigentes con alimentos y objetos dándoles vales para carnicerías, lecherías, panaderías, boticas, todas de masones comprometidos a hacer una importante rebaja. La sociedad prosperó con gran detrimento de la otra, que ni tenía su actividad ni usaba de los mismos medios de acción, ni aprovechaba útilmente sus recursos. Se hablaba muy mal de esta última. «Las Damas de Beneficencia» no servían ni para Dios ni para el Diablo según la opinión general. Es decir, esa opinión estaba conteste en que servía, pero no a las viudas, ni a los huérfanos, ni a los pobres, ni a los inválidos y enfermos, sino a su digna presidenta misia Gertrudis, la esposa del tesorero municipal, quien hallaba medio de ayudarse a sí misma, no ayudando a los demás, con los recursos que le llovían de todas partes. Pero, eso sí, la contabilidad de la asociación era llevada «secundum arte», limpia y con buena letra, como que de ello cuidaba el mismo tesorero, esposo fiel y servicial.

Tendrían o no tendrían razón de ser las hablillas circulantes, viviría o no viviría misia Gertrudis de lo que se daba —con bastante generosidad— para los pobres; esquilmaría o no esquilmaría el óbolo común; el hecho es que estrenaba anualmente dos o tres vestidos de seda que hacían poner rojas y verdes y amarillas de envidia a la comisaria, a la valuadora, a la misma intendenta; que de cuando en cuando compraba un nuevo solarcito en las afueras del pueblo; que en su casa no faltaba nunca una copa de oporto de regular arriba, para obsequiar las visitas de cierta distinción, y que no se comía mal ni mucho menos en los almuerzos que ella y el tesorero daban a sus amigos, enemigos más bien.

Porque si no nos equivocamos, en todo el pueblo no había una persona que no hablara pestes de la tesoreril pareja, hasta entre las que más la festejaban. Claro está, entonces, que «la calumnia fue creciendo, fue creciendo» y no tardó mucho en llegar a los propios oídos de la mismísima misia Gertrudis, en alas de la voz pública representada esta vez por una vieja pagochiquense, infatigable en la tarea de llevar y traer chismes y habladurías. Doña Dolores, digna esposa del escribano Martín Martínez y enemiga a muerte de misia Gertrudis, la despellejaba implacablemente, pero fingía ser su amiga, y hasta puede que lo fuera en el instante en que conversaba con ella.

Un día, pues, no resistió el deseo imperioso de contar a la interesada cuanto se decía en el pueblo, unas veces en voz baja, otras veces a gritos.

—Usted que es una señora decente, esposa nada menos que del tesorero municipal, no debe dejar que hablen esas cosas de usted, y darles una lección.

Misia Gertrudis la escuchaba furiosa, no interrumpiéndola sino con dicterios dirigidos indistintamente a todos los notables de Pago Chico. La presidenta no dejó de rabiar desde entonces. Loca de ira y de indignación llegó hasta jurar que presentaría su renuncia —cuya sola enunciación la hacía estremecer— y declaraba a voz en cuello que lo único que no podía soportar era la ingratitud, la injusticia de que se la hacía víctima inmaculada y dolorosa.

—¡Calumniarme a mí, a mí!... ¡A ver si hay una sola de esas hijas de una... tal por cual, que sea capaz de «alministrar» tan bien como yo! ¡Que vengan, que vengan a examinar mis libros!...

Y ostentaba los modelos de caligrafía pacientemente ejecutados por su marido; pero allá en el fondo, su conciencia hacía un balance que nunca se habría atrevido a presentar, ni a esas ni a otras damas cualesquiera, y le imponía la visión, como implacable libro diario, de los kilos de carne, de yerba, de azúcar, de arroz, de fideos y los litros de leche, de vino, de aguardiente, de aceite de petróleo que debía a los pobres. E imaginábase que entre ellos se arguía la figura odiosa y acusadora de su colega la presidenta de las «Hermanas de los Pobres», esa «masona» que solamente por vil espíritu sectario, por hacer daño a la iglesia y a los católicos y a Dios mismo, llevaba sus libros peor escritos sí, pero con arreglo a la verdad.

Una mañana míster Kitcher, el acopiador de frutos del país, un inglés que nunca se ocupó de saber lo que ocurría en el pueblo, le envió un donativo de bastante importancia para el objeto, sin sospechar que aquel dinero pudiera extraviarse antes de llegar a su verdadero destino.

Misia Gertrudis había notado aquel día, no sin pena, que el bolsón de terciopelo cerrado por un cordón de seda, en que guardaba «aparte» el dinero de los pobres, estaba completamente vacío, sin el más mínimo resto de limosna. Es de imaginar, pues, con cuánta satisfacción recibió la de míster Kitcher, y el buen humor con que se hubiera puesto a coser la bata —que proyectaba lucir en la próxima función que a beneficio de la sociedad iba a dar en el circo la compañía acrobática, del celebérrimo Tomate IV— si se hubiera podido apartar de la imaginación el recuerdo de las comprometedoras hablillas y el encono cada vez mayor que sentía hacia las «Hermanas de los Pobres», sobre quienes hacía llover las maldiciones de más grueso calibre. Así es que apenas se sentó y sin advertirlo, se puso a murmurar dicterios enardeciéndose cada vez con el propio rumor y la propia ponzoña de sus rezongos.

—Aquí le manda esto el sastre —díjole la chinita Liberata, cuando apenas había dado dos puntadas.

Era la cuenta de una compostura de ropa de su marido y del arreglo de la levita negra para el «Te Deum» del nueve.

—A ver, dame... ¡Ah, sí, ya sé! —exclamó misia Gertrudis, tomando el papel qué Liberata le presentaba y devolviéndoselo acto continuo—. Decile que vuelva el sábado... Ahora estoy muy ocupada.

Pero en ese instante recordó la ofrenda de míster Kitcher, cuyo dinero tenía aún en el bolsillo, e iluminada por súbita inspiración —¡lo que puede la costumbre!— bolsiquió por la manera, asió el bolsón de terciopelo, e inmovilizó a la chinita que ya iba a salir, gritándole:

—Esperate.

Muy grave, con una gravedad que imponía como siempre, respeto, añadió:

—No le digas nada. Tomá...

Y sacando los cuatro pesos que importaba la cuenta, los dio a Liberata que corrió a entregárselos al cobrador del sastre, mientras la señora, reanudando el hilo de sus pensamientos y el curso de sus imprecaciones murmuraba indignadísima entre dientes:

—¡Pícaras! ¡Sinvergüenzas! Sospechar de que robo, yo, yo! Quisieran que estuvieran un momento en mi lugar, para ver las cochinadas que harían...

Pero se arrepintió de haber invocado tan peligrosos testigos, y paseando la mirada recelosa por el cuarto, tanteose el vestido, a ver si el bolsón de terciopelo continuaba en su sitio para seguir socorriendo a los pobres acreedores.


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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