Chamijo

Roberto Payró


Cuento



Capítulo I

Es muy interesante la historia entera del divertido y simpático bribón español Pedro Chamijo, «el falso Inca», cuyas aventuras aquende la Cordillera relatamos años ha. Así, pese al tiempo transcurrido, hoy nos entra comezón de escribir, no su segunda parte (pues harto sabido es que «nunca segundas partes fueron buenas»), sino muy al contrario, la primera, la inicial, la que en aquel entonces —quizá por falta de información— dejamos en el tintero. Y esta segunda parte de la historia de Chamijo (que es en realidad la primera), o esta primera parte (que es editorialmente la segunda) tiene por animado teatro —salvo un intermedio en la Argentina y otro en Chile— al Perú de principios del siglo XVII, el Perú de los virreyes, el Perú de las riquezas fabulosas y del perpetuo holgorio.

Chamijo, que hasta entonces (contaba a la sazón veinticinco años), después de largo vagar por aquellas tierras, entre indios cuya lengua aprendió a maravilla, y de una estancia bastante prolongada en el turbulento Potosí, había tenido que contentarse —o descontentarse— con ser simple soldado, acababa de desertar de una lejana guarnición, campo miserable, fastidioso y estrecho para sus grandes facultades. La Ciudad de los Reyes era excelente refugio de bribones y buscavidas, gracias a la turba que en ella remolineaba atraída por su riqueza y en cuyo torbellino podía disimularse maravillosamente un aventurero más. Y Chamijo estaba, por lo tanto, en Lima.

No había llegado solo. Acompañábalo una chola, con quien se unió en Potosí, muy joven y bonita, criada en una casa señorial y escapada poco antes de la de San Juan de la Penitencia, de Lima, reformatorio de menores donde se la encerró, niña aún, para corregir sus inclinaciones, desde temprano harto licenciosas.

Difícil sería averiguar —pasados ya tres siglos— el cuándo y el cómo Pedro Chamijo (andaluz huérfano de padre y madre, libre de toda traba, venido a las Indias de contrabando y desertor de una tropa que se comía los codos) se avió con las ropas de caballero que vestía y con las doblas —escasas, es verdad— que llevaba en la faltriquera. Supongamos que, al ver su despejo, su garbo, su buena cara, y sus insinuantes maneras, algún desprendido protector ocasional —en el Perú abundaban los manirrotos generosos como jugadores— quiso ayudarlo y facilitarle la entrada en la corte vicerreal, dándole dineros y vistiéndole decorosamente. Supongamos, si no, que entre la guarnición desertada, y la Ciudad de los Reyes, topó Chamijo con la oportunidad de dar un buen golpe de mano y no la dejó escapar —aunque los procederes violentos no cuadraran a su carácter, como lo demuestra su vida ulterior. O supongamos, por fin, con cierto rubor, que Carmen —la linda chola se llamaba Carmen— había compartido con él los recursos que sabría lograr por sus propios medios y méritos, sin molestar a nadie —¡al contrario!—; suposición enfadosa, pero verosímil y hasta muy probable, según lo que después se vio.

Habían llegado juntos, pero no andaban juntos, pues esto hubiera contrariado los planes que el mozo se traía. Reuníanse en público, sí (era menester que, cuando menos, se les supiese amigos); pero después de estas aparentemente fortuitas exhibiciones, cada cual tiraba para su lado: Chamijo, hacia alguno de los garitos que frecuentaban hidalgos y aventureros; ella a los paseos y las fiestas populares, o recatadamente a la posada tras de cuya reja era su lindo palmito liga de atrapar incautos.

Mudando de traje, Pedro Chamijo había mudado de nombre, y en garitos, tabernas y estrados de medio pelo hacíase llamar don Pedro Bohórquez Girón, hidalgo de nobilísima sangre, y a cada triquete se disponía a exhibir sus pergaminos, despertando alguna sospecha con tanto alardear de blasones. Parece, sin embargo, que tales pergaminos existían, sólo que su verdadero dueño fue un mancebo muerto en Potosí, a quien Chamijo heredó motu proprio y sin intervención notarial. Sea como sea, llenábasele la boca como suele decirse, con los nombres y títulos de sus derechos pasados y presentes: don Pedro Téllez Girón, conde de Ureña, duque de Osuna, grande de España de primera clase, virrey y capitán general que fue del reino de Nápoles; don Juan Téllez Girón, primogénito de éste, que le sucedió; don Pedro, su nieto, virrey y capitán general del reino de Sicilia, y otros innumerables parientes —sin que faltaran las hembras, indicio de doméstica intimidad y estrecho contacto de familia.

Estos desplantes convencían a los cándidos, cuya credulidad contagiosa fue persuadiendo a los demás, nada interesados en establecer la legítima personería de un mozo apuesto y alegre, comedido y bien pergeñado de ropas y dinero, cuyas pretensiones no le perjudicaban y que era camarada agradabilísimo. En Lima sólo se hilaba delgado con quienes podían hacer algunas sombras a las ajenas ambiciones. Con prudencia, para no matar la gallina de los huevos de oro, Pedro Chamijo o Pedro Bohórquez Girón, valíase, entretanto, de sus mañas en los garitos para conservar y aun acrecentar moderadamente su escaso peculio, y mantenerse con el decoro exterior necesario a sus fines. Otros fulleros olfatearon inmediatamente que era lobo de la misma camada, pero la lealtad profesional les hizo callar, con tanta mayor razón cuanto que no veían en el advenedizo a un competidor temible. Y los pichones nacieron para ser desplumados; no iban a quejarse de las pocas plumas que el mozo les arrancaba, y que, en aquella época fabulosa, una sola hora de trabajo de los indios en las minas podía compensar ciento y más veces.

Mientras el mancebo ensanchaba el círculo de sus bien o mal colocadas relaciones, la linda chola iba, por su parte, haciendo lo mismo, pero con más rapidez; tanto que, a poco andar, no había en Lima moza de su clase tan cortejada como ella. Y como es uso entre los miembros de esta solicitada pero no venerada cofradía, jactábase la picarona ante sus amigos accidentales, de alcanzar, si lo quisiera, elevadísima posición, con sólo seguir a un hombre destinado a ser el más rico del Perú, pues poseía el secreto de las Indias, además de conocer minas estupendas y nunca vistas, en las que no había sino bajarse para recoger una fortuna. Con bien fingida candidez, como si cometiera involuntaria indiscreción, escapábasele en estos últimos coloquios el nombre de Bohórquez, que su interlocutor retenía, según el secreto deseo de la embaucadora.

Capítulo II

Lima, emporio ya de riqueza, no era todavía una gran ciudad donde los rumores interesantes o escandalosos tardan en propalarse; pese a los templos magníficos y a las casas señoriales que, edificados con piedra de Guasco, empezaban a adornar sus rectas y polvorosas calles refrescadas por las acequias, a sus conventos, a su Universidad de San Marcos, al plantel, en fin, de lo que sería poco después, era una gran aldea, una especie de vasto parador o mesón improvisado y lleno de viajeros curiosos, entre quienes la menor nueva corría con la rapidez del relámpago; una heterogénea reunión de señores, hijosdalgo, magistrados, clérigos, frailes, ministriles, estudiantes, aventureros, damas, mujeres del pueblo, mozas del partido, sin contar a los indígenas avizores, cautos y rencorosos, a los mestizos entrometidos y devorados de ambición, a los negros esclavos, presentes en todas partes, viendo y oyéndolo todo, como el perro familiar, pero menos fieles y secretos...

Con esto queda dicho que Bohórquez Girón pasó a poco andar por hombre llamado a altos destinos, y desde ese momento no faltó quienes le rodearan, agasajaran y adularan, esperando sacar provecho de su futuro encumbramiento. Entre estos cortesanos de la primera hora, Chamijo pareció distinguir y preferir a un don Leoncio de Mendoza, deudo lejano, a lo que decía, y muy pobre a lo que se veía, del virrey del Perú, don Jerónimo Fernández de Cabrera, Bobadilla y Mendoza, marqués de Chinchón. Un encuentro íntimo y fugaz con Carmen había confirmado a don Leoncio de Mendoza las noticias oídas aquí y allá sobre los valiosísimos secretos de que el caballero Bohórquez era poseedor, y éste mismo, obedeciendo luego, según dijo, a los impulsos de vivísima amistad, llegó a hacerle ver, bajo el sello de la más estricta reserva, algunas pepitas de oro como garbanzos, y aun mayores, varias piedras negruzcas con vetas visibles de plata, y diversas joyas toscamente labradas a la manera de los indios, e incrustadas con profusión de piedras preciosas.

—Estas pepitas —explicó Bohórquez— vienen de un río que las arrastra en abundancia y que corre sobre arenillas de oro. Estos minerales de plata son de un cerro perdido en medio de la Cordillera, pero muy accesible, que no siendo tan grande como el de Potosí, resulta, sin embargo, mucho más rico, pues todo él es una masa de metal sin desperdicio ni escoria, o poco menos. En cuanto a estas joyas, insignificantes en sí mismas, representan inmenso valor, pues son simple muestra de las que hinchen materialmente una ciudad de los Incas de la que todos hablan, pero cuya situación nadie ha descubierto aún... excepto yo, que ocultamente y corriendo graves peligros, la he visitado y visto sus riquezas... Pero ¡por lo que más queráis, don Leoncio!, que este secreto no llegue a oídos de nadie, y particularmente a los del virrey, quien podría obligarme a revelárselo y quitarme así lo que es mío y sólo mío.

—Mal conocéis, pues tal decís, a mi deudo el marqués —replicó don Leoncio de Mendoza, que se tenía por listo—. Incapaz de quitar a nadie lo que es suyo, más bien os ayudaría a tomar, si fuera preciso, posesión de lo vuestro... pues si habéis corrido peligro al descubrirlo será seguramente porque no lo tenéis tan en la mano...

—Así es —dijo el mancebo—; pero de nadie me fío sino a ciencia cierta, y si lo hago con vos es por la grande amistad que os tengo.

Jurole el de Mendoza que no debía recelar de él, que era su amigo, ni del virrey, que, bajo condiciones muy aceptables por lo ligeras, le proporcionaría todo lo necesario para incautarse de las riquezas en cuestión, tanto de la ciudad, cuanto del río y la montaña. Y Chamijo, cediendo al fulminante amor que a don Leoncio profesaba, desinteresado y franco, acabó de revelarle su secreto y le prometió buena parte de los tesoros si le ayudaba en la empresa de recogerlos... porque casi no hacía falta más que recogerlos. En cuanto al virrey, si convenía realmente en auxiliarlo respetando sus derechos, parecíale justo cederle la mitad o los dos tercios de cuanto se alcanzara, por mucho que esto fuese... Y sería mucho, una fortuna incalculable, aunque sólo se contara lo que había en la ciudad. Ésta era, ni más ni menos, la llamada por el vulgo el Gran Paitití, o sea el Gran Padre Blanco, y la habían creado los Incas, para seguro refugio en caso de necesidad, desde que se oyeron los pasos de los españoles en tierras de Indias. Antiguas profecías anunciaban la venida de extranjeros que se apoderarían del país y, previendo desgracias, los Incas se habían apresurado a erigir esa nueva especie de Torre de Babel para salvar en ella, junto con su persona y la de sus hijos, todo cuanto tenían de más precioso. Misteriosamente, borrando sus huellas a medida que pasaban, lograron construir la ciudad en un lugar a su juicio inaccesible, proveerla de víveres, ocultar en ella grandes riquezas, dotarla de crecida y valerosa guarnición y mantener todo esto tan callado, gracias a la ciega obediencia de sus súbditos y a los terribles castigos con que amenazaban cualquier indiscreción, que nadie sabía palabra de esa octava maravilla, salvo los incorruptibles encargados de su custodia. Desgraciadamente para los Incas, la invasión y la conquista de los españoles fue tan rápida y decisiva que no les dio lugar a instalarse en su nuevo reino, dejándoles a merced del vencedor. Sólo un hermano o un tío del Inca reinante, encargado del gobierno de la ciudad, había quedado en ella, y era el que llamaban Padre Blanco, no por el color de su tez, sino por el de sus vestiduras.

Bohórquez y Mendoza acabaron poniéndose de acuerdo. Este último hablaría con el virrey y obtendría una audiencia secreta para establecer y convenir las condiciones del negocio en todos sus detalles...

Capítulo III

—¿Y qué piensas hacer si el virrey te envía en busca de la ciudad? —preguntaba Carmen aquella noche—. No me parece que puedas hacerla brotar de entre la Cordillera, y, por consiguiente, no te arriendo la ganancia...

—No te aflijas por eso —contestaba Chamijo—. Tenemos tiempo de sobra por delante, y héteme convertido en gran señor... Ensayaré uno de los derroteros... Después vendrá lo que Dios sea servido, y muy torpe seré si no acierto a salir con bien de la jornada... Vea yo al marqués, créame él, y ya tenemos holgorio para rato.

Violo, en efecto, llevado a palacio por don Leoncio de Mendoza, creyole cuanto decía el virrey don Jerónimo Fernández de Cabrera, y don Pedro Bohórquez Girón, antes Pedro Chamijo a secas, comenzó a nadar en la abundancia. En ella seguía nadando a la hora de ponerse en acción.

Salió de Lima escoltado por veinticuatro arcabuceros para apoderarse por sorpresa del Gran Paitití. Vestido como un señor montaba magnífico potro, adquirido a mucha costa, y era blanco de las miradas envidiosas o admirativas de cuantos le veían pasar —admirativas de la plebe, envidiosas de algunos hidalgüelos a quienes no había querido hacer partícipes de su fortuna, y que olfateaban pero no sabían a ciencia cierta la empresa que iba a acometer. Algo de esta envidia despertaba el de Mendoza, que acompañó buen trecho al flamante capitán y le abrazó muy conmovido al separarse.

Carmen también se despidió del mozo a la puerta de la Ciudad de los Reyes, del lado de la montaña. Llevaba sus mejores galas, resplandeciente como una imagen, duros de anillos los dedos, alargadas por el peso de los pendientes las sonrosadas orejas, envuelto varias veces el redondo cuello por un sartal de perlas, airosa y hermosísima con su basquiña de amplio vuelo ceñida a la cintura, su mantilla de encaje, su media blanca, su menudo zapatito: daba ganas de ponerla en un altar... Quedábase pesarosa, acongojada por los presentimientos, y —según lo dijo en quichua, para que no la entendieran los soldados— abandonaría gustosa fiestas y triunfos por no separarse del mancebo... Pero era preciso que alguien guardase a éste las espaldas. Con próspera o adversa fortuna, ya se reunirían a la vuelta y para siempre.

Al lucido pelotón de arcabuceros seguía un centenar de indios cargados con la impedimenta, y la columna tomó a buen paso el camino de la montaña, internándose luego en ella. Pero los bríos de las primeras etapas no duraron mucho, pues si los indios sobrellevaban sin quejarse y masticando hojas de coca las molestias de la marcha por terrenos abruptos y difíciles, y Chamijo iba tan campante en su fogosa cabalgadura, los españoles sudaban el quilo y se destrozaban los pies entre reniegos y maldiciones, y llegaron harto mohínos a la aldea de Tarama (Tarma), que está a tres mil metros de altura en el valle de Chanchamayo y a orillas del río que lleva el mismo nombre. Aunque sólo hubieran andado setenta u ochenta leguas, creyeron que aquel sería el término de su viaje; pero aun cuando la región abundara al parecer en minerales de plata y también tuviera azogue, los indios del valle sólo poseían mezquinos adornos de metal, y bosques y otras riquezas no interesaban a los expedicionarios.

—No es esto lo que buscamos —dijo Bohórquez a los que demostraban su descontento con impertinentes preguntas—. Vamos a una gran ciudad colmada de riquezas, pero aún está lejos... quizás muy lejos. La recompensa, en cambio, será mucho mayor que todas nuestras fatigas.

Bueno es decir aquí que él mismo no creía su patraña desprovista de toda verdad; muy al contrario... Tanto había oído hablar en sus continuas correrías de las riquezas ocultadas por los Incas, de una ciudad portentosa erigida tierra adentro, en mitad del continente, quizás en pleno Brasil, que no ponía en duda su existencia; de lo que dudaba era de acertar con su derrotero, adoptado al azar entre los ciento, los mil a que se referían misteriosamente indios y cristianos, del uno al otro extremo del Perú.

Ya con ciertos síntomas de descomposición, reanudó su marcha la columna para llegar, casi abiertamente descorazonada, a orillas de la Chinchaycocha, inmensa y profunda laguna rodeada por pampas sin vegetación, que se halla a algo mayor altura que el lago Titicaca. Allí se acampó, se descansó como se pudo, comiendo de lo que llevaban a prevención los indios de carga, y en seguida, a regañadientes, los arcabuceros tomaron rumbo al norte, siguiendo cada vez de peor gana a su caudillo, cuyas intenciones eran alcanzar el Marañón, embarcarse y seguir aguas abajo, internándose en el Brasil. Pero al llegar a Mayobamba, miserable aldea escalonada en las alturas, a sólo veinte o treinta leguas del río a que Chamijo se encaminaba, el descontento de su gente estalló en forma de motín. Los arcabuceros no querían seguirle, los indios habían ido desgranándose, imposibilitados los unos, desertores el resto, y don Pedro Bohórquez Girón llegó a temer por su vida ante la irritación de los españoles. Suerte fue que, advenedizo de reciente data, no había perdido aún sus hábitos soldadescos, su llaneza de pícaro entre pícaros, y, viendo en él más a un camarada que a un jefe, los soldados no le querían mal, aunque se negaran resueltamente a obedecerle y su afecto no llegara al extremo de dejarle el magnífico caballo. Quedose solo, con cuatro o cinco indios que eran sus servidores inmediatos, pues cada cual se marchó adonde quiso, desafiando las penas inevitables si aquéllos fueran tiempos más disciplinados.

También Chamijo emprendió el regreso a pie, gachas las orejas, mustio y descorazonado. Carmen lo atraía irresistiblemente a la Ciudad de los Reyes, la última en quien debiera pensar después de su fracaso. Y hacia ella se encaminó y en ella entró, por fin, después de fatigas y penurias sin cuento, vestido de harapos, muy otro del que saliera triunfante meses atrás despedido con el fuerte abrazo del hidalgo don Leoncio de Mendoza, primo, o tío, o sobrino del señor virrey, y con las lágrimas y los besos de la linda Carmen, tan guapa y cubierta de joyas que daba gana de ponerla en un altar...

Capítulo IV

Transido por la niebla, que le envolvía como una sábana húmeda, haciéndole tiritar bajo sus harapos —Chamijo llegaba esta vez hecho realmente un «girón»—, se internó al caer la noche en las calles desiertas de Lima buscando el abrigo que sólo Carmen le podía proporcionar. La chola se había mudado de casa y sabe Dios lo que le costó saber dónde vivía a la sazón. Mejor hubiera sido no saberlo, pues la mudanza de su amante no sólo había sido de vivienda, sino también de inclinaciones. Recibiole poco menos que como a un extraño, fría y desdeñosa, demostrándole desde el primer momento que le molestaba, que caía muy mal.

—¡Bueno está el virrey contigo! ¡Bueno está Mendoza! Desde que supieron tus hazañas por un arcabucero que volvió hecho una miseria, se han puesto furiosos, y particularmente el marqués, quien jura que has de pagarle bien cara tu engañifa... Te aconsejo que no te muestres, si no quieres dar de cabeza en la cárcel y sufrir una de azotes de padre y muy señor mío, porque el de Chinchón ha husmeado también que lo de Bohórquez y demás es de mohatra, y que si algo te llamas es Pedro Chamijo, mondo y lirondo, sin arrequives ni hidalguías.

—Ya me lo imaginaba —contestó el menguado—. Por eso vengo a deshora, pidiéndote amparo y refugio... Pero voy viendo que hice mal en pensar que me acogerías con el cariño de antes... Vives en una especie de palacio, vas puesta como una princesa, algún gran señor te protegerá, y, naturalmente, ya no tienes más que desprecios para mí. ¡Mal rayo! ¡Ea! me voy, que aquí no hago falta ni tú mereces que mi amor te suplique.

Enterneciose un poco la moza y dijo:

—No es lo que crees, no... Es que quiero cambiar de vida... Así me lo aconseja un anciano oidor... ¡No imagines! es como un padre para mí; me trata como a hija... me tiene en andas, me deja hacer lo que se me antoja, y en cambio ¡ni esto! ¿oyes? ¡ni esto, como éstas son cruces!

—Será lo que sea —murmuró Chamijo, incrédulo pero resignado, porque no tenía los alientos ni la costumbre de indignarse con la chola por pecados que antes le fueron tan útiles—. El caso es que me muero de necesidad y de frío, que no tengo ni amigos, ni ropas, ni casa y que, como tú dices, el temperamento de Lima no es hoy muy sano para mí... Fallándome tú, todo me falta, pero ¡qué remedio... ¡Aguantarse, y que Dios me ayude por esos mundos! ¡Adiós!

—¡Escucha, escucha! No te marches así, desgraciado. Toma y vete en paz, que no he de olvidar lo felices que hemos sido en otros tiempos de inocencia... Pero, por tu vida, que no te quedes en Lima, si tienes lástima de tu pellejo.

Diole un bolso no mal provisto de monedas de plata, y riendo como en sus mejores días, lo despidió burlona, con la amenaza del virrey, del oidor, de la Audiencia, y hasta de la Santa Inquisición que, según ella, se la tenían jurada por embaucador y charlatán.

Con aquel viático y sus malas artes, Chamijo alcanzó no sólo a trasponer la Cordillera, sino también a cruzar el continente y llegar al Río de la Plata. Menos de un año después de salir de Lima se le veía en Buenos Aires, pequeña ciudad, o gran lugarón de cuatrocientas casas, en las que, con el título de gobernador, mandaba un don Francisco Céspedes, y donde Chamijo pensó que no podría hacer gran cosecha, dado su pobre aspecto. La llamada pomposamente ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de Buenos Aires alzábase en un ángulo de tierra algo elevado, entre un río semejante a un mar y un riacho que desembocaba en él a cosa de un cuarto de legua. No tenía fortificaciones, ni murallas, ni foso, ni nada que la defendiese, salvo, en la misma ribera, un fuertecillo de terrón armado con diez cañones de hierro y rodeado por una mala zanja, y sobre el riacho, que llamaban Riachuelo, un baluarte con tres cañoncetes de solemnidad. Las casas correspondían a la pobreza franciscana de la defensa y eran de un solo piso, bajo, hechas de barro y con techos de paja y cañas, que llegaban a la mitad de la calle, dificultando el paso de carretones y jinetes; y de barro era también la misma iglesia matriz erigida en Catedral pocos años antes, cuando fue nombrado primer obispo fray Pedro de Carranza, carmelita y sevillano. Tan modestas viviendas tenían, como compensación, anchos patios con tiestos de flores, al modo de Sevilla, y detrás huertas de árboles frutales, hortalizas y legumbres. Las calles, por fin, tiradas a cordel, y cruzadas por otras perpendiculares, formaban damero más largo que ancho y eran pantanos cuando llovía, polvaredas cuando no llovía, y en el intervalo, cuando después de una lluvia soplaba como vendaval el viento seco de las pampas, minúscula reproducción de la cordillera de los Andes, con sus montañas, sus cerros, sus valles y sus abismos.

Pero, a poco andar, Chamijo advirtió que en el mal entrazado lugar aquel reinaba la abundancia, si no la profusión, que la manducatoria era baratísima, que hasta los mendigos andaban a caballo como hidalgos, que no era preciso trabajar para vivir, que en muchas de aquellas casas como barracones había muebles lujosos, colgaduras, pesada vajilla de plata y una nube de criados... En las horas frescas de la mañana y en las templadas de la tarde, al caer el sol por las mal cuidadas calles transitaba o se paseaba una población semejante a la de Lima, señores empingorotados, ministriles, canónigos, sacerdotes seculares, frailes dominicos, recoletos, franciscanos, jesuitas, gente del pueblo, blanca y barbada, esclavos negros y mulatos, semiesclavos indios y mestizos —la plebe sometida a una servidumbre que no debía de ser muy dura, a juzgar por el aspecto de los demás—, y todos hablando o chapurreando el español con marcado acento andaluz. Pocas mujeres vio en la calle misma, pero muchas a la reja, agitando con gracia el abanico y solazándose con el espectáculo del movimiento popular, pero unas y otras, eran en su mayoría, tan bellas en su género como las peruanas, de cutis moreno, cabello ondulado, negro como los ojos, pero de belleza menos provocativa y sensual que la limeña. Algunas, seguidas por negrillas esclavas, que hacían de dueña o rodrigón, recorrían las tiendas, de pobre aspecto, pero rebosantes de mercancías. Éstas eran pocas; las señoras en general, enviaban a sus criadas a comprar o a pedir muestras, y sólo salían para ir a la iglesia, de visita o alguna reunión familiar. Por la noche sólo cruzaba la calle algún empaquetado acudiendo a una cita o a las timbas vergonzantes en que se despluman aventureros y calaveras. De pronto, aquí o allá, una alegre serenata rasgaba el silencio.

Capítulo V

Nada costó a Chamijo, aunque escaso de dinero, hacer hasta cierto punto la conquista de Buenos Aires, iniciando algunas útiles relaciones, sobre todo entre la gente de rompe y rasga, frecuentadora del matadero, la plaza de las carreras, detrás del convento de Santo Domingo, las barrancas del río y otros sitios bulliciosos y alegres, donde solían reclutarse los hombres atrevidos que iban a tomar contrabando en la colonia del Sacramento, a la otra banda del río.

En algunas de estas expediciones, no tan arriesgadas como podría creerse, porque el comercio entero o poco menos, estaba interesado en ellas y las autoridades tenían que hacer la vista gorda, so pena de malquistarse con vecinos poderosos e iniciar tremenda lucha, tomó parte don Pedro Bohórquez Girón —porque, al trashumar, el bergante no había renunciado a su hidalguía de pega. Pero, como solía decirlo, esta ocupación, aunque de peligro, no era digna de su valor, ni de su linaje, ni de sus facultades, y prefirió la holganza, el juego, los amoríos— tres oficios en que descollaba sin empañar su nombre, porque nadie era más noblemente haragán, ni mejor fullero, ni más buscado y mimado por las mozas de fortuna, merced a su señorío y gracia de buen mozo.

Sus travesuras de tahúr provocaron entretanto más de un zipizape que dio el alerta a la justicia, y una desdichada aventura amorosa que le complicó en cierta ratería muy sonada, cometida por su coima eventual —una tal Rafaela—, dio en la cárcel de la «muy noble y muy real» villa de Buenos Aires con nuestro ya famoso don Pedro Bohórquez Girón.

En la lóbrega mazmorra que, para ser verídicos, era un cuartujo, o si se quiere pocilga, en las dependencias del fuertecillo, tuvo Chamijo tiempo sobrado de reflexionar y decirse que el de Buenos Aires —abundante en vituallas pero pobre en dinero— no era teatro adecuado a sus hazañas, y que más le valdría volverse al Perú, pues no sólo de pan vive el hombre y la gente de este lado miraba más por sus durejos que la de aquel otro, donde la plata acuñada corre a raudales, sin que nadie le haga mayor caso que al chorrillo de la cordillera... Nada podía oponerse a su regreso eventual, pues a su ex amigo el virrey don Jerónimo Fernández de Cabrera, Bobadilla y Mendoza, marqués de Chinchón, había sucedido el virrey don Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera, a quien no conocía, pero quien, afortunadamente, tampoco le conocía a él.

Para poner en planta este proyecto, que era sin duda el mejor, sólo le hacían falta dos cosas: la primera y más fácil, salir del calabozo; la segunda y menos hacedera, procurarse medios para el viaje. No se amilanó sino que encaró al propio tiempo ambos problemas y puso inmediatamente manos a la obra, encantusando a su carcelero y a los ministriles que lo interrogaban, con su maravillosa historia del gran Paitití, aumentada y perfeccionada. Tanto dijo que el señor corregidor Lizarasu, informado de sus noticias, le hizo conducir a su presencia y le interrogó a su vez. Era cuanto quería el buen Chamijo. No sólo cantó y cantó grandezas, sino que sacó un papel donde groseramente había trazado la carta de los misteriosos dominios del Inca, vastos territorios con aldeas y ciudades, campos fértiles, bosques poblados de caza mayor y menor, vergeles desbordantes de frutos exquisitos, prados de hierbas olorosas y medicinales flores, especias, cuanto Dios creó. Los innumerables detalles del mapa demostraban a todas luces su exactitud, y Lizarasu creyó en ésta, como creyó en la de cuanto se refería a los pueblos y ciudades llenos de objetos de oro y plata, de joyas, de pedrería...

—Por mi desdicha —concluyó hábilmente el pícaro— caí en desgracia con el virrey marqués de Chinchón y tuve que ponerme fuera de su alcance. Pobre y perseguido, señor, un hombre todavía mozo y sin experiencia, por fuerza cae en muchas tentaciones, pero puedo juraros que nunca falté al honor, aunque las apariencias me condenen. No tuve parte en el hurto cometido por la Rafaela y que me ha llevado injustamente a la cárcel, y si jugué, ¡vamos! el juego es pasatiempo, y cuando mucho, pecado venial, de caballeros que no por esto descienden a truhanes. El mal fundado enojo del marqués de Chinchón es el único causante de mis extravíos tan explicables y perdonables en la desastrosa vida que por fuerza llevo.

—¿Pero cuál fue el motivo de ese enojo? —preguntó Lizarasu profundamente interesado.

—Contra mis advertencias y contra mi voluntad —contestó Chamijo—, mandome el virrey a descubrir y conquistar las bien defendidas tierras del Inca con un puñado de hombres, insuficientes para tal empresa. Se lo dije y repetí mil veces, me negué a salir, pero él supo obligarme, y partí con veinticuatro arcabuceros como única tropa. No eran cobardes, pero en el camino supieron que corrían a una muerte cierta, se amotinaron, me robaron el caballo y cuanto llevaba conmigo, y volvieron a Lima contando mil patrañas que hicieron montar al virrey en terrible cólera contra mí. Quise defenderme con la verdad, sin cargar mucho a aquellos desdichados que, al fin, tenían razón de no exponer la pelleja en un lance inútil y forzosamente mortal; pero al acercarme a Lima supe que se me buscaba para prenderme y quizás ajusticiarme por traidor... Otro gallo me hubiera cantado, y al virrey también, si en lugar de veinticuatro arcabuceros me hubiese dado doscientos... ¡Hoy seríamos dueños del Paitití!

El corregidor no tenía nada de cándido, pero en aquellos tiempos era tan general y tan firme la creencia en ciudades y aun en reinos maravillosos que existían en comarcas desconocidas de América, que no puso un momento en duda las patrañas de Chamijo, antes bien, compadeció a éste, condenando la actitud del virrey al no darle, por empecinamiento y ceguera, los soldados necesarios para el feliz remate de su expedición. Pero, alegrose, por otra parte, pensando que el fracaso de la tentativa patrocinada por el de Chinchón le permitiría tomar a él fructuosa parte en otra más feliz. No lo confesó al aventurero, pero éste comprendiolo inmediatamente al ver que la actitud de Lizarasu se convertía de áspera en benévola y hasta afectuosa.

—Comprendo esos pecadillos de la juventud —dijo el corregidor—. Yo también he sido mozo, y aunque nunca llegué tan lejos, más de una vez fallé por debilidad y aturdimiento. No culpo al virrey; pero quizás haya sido demasiado prudente, y la excesiva prudencia suele ser tan peligrosa como la audacia excesiva... ¡En fin! veremos de arreglar todo esto.

Por lo pronto Chamijo no volvió a su mazmorra, pues el corregidor mandó que le llevaran a su propia casa y le instalaran en un aposento, pequeño pero aseado y decoroso, que sería su cárcel mientras él no dispusiera otra cosa. Deseaba tenerle bien a la mano para interrogarlo a fondo, en interés de la justicia... y de su propia ambición. Y le visitó con tanta frecuencia en su cuartujo que fue como si vivieran en común. Chamijo desvaneció todos sus recelos, y le mareó con sus embriagadoras descripciones. Lizarasu, conquistado, acabó por dejarlo en plena libertad, darle algún dinero para sus gastos menudos y ponerse a escribir con él dos largos memoriales, dirigido el uno a S. M. el rey Felipe IV y el otro al Consejo de Indias, instalado en Cádiz, ambos sobre la positiva existencia del Gran Paitití y la posibilidad de agregarlo a la corona de España, siempre que el soberano y su gobierno suministraran los primeros recursos en hombres y dinero para acometer la empresa que iría a golpe seguro, capitaneada por quien conocía como a sus manos la maravillosa ciudad de los Incas, como que la había visitado y estudiado muchas veces y con todo detenimiento. Éste, don Pedro Bohórquez Girón, se comprometía a realizar la estupenda conquista casi sin perder un hombre, con tal de que le dieran tropa suficiente para imponer respeto y amedrentar a los indios, que eran muchos y valerosos pero que no osarían oponerse a doscientos españoles aguerridos...

Capítulo VI

De todo lo cual resultó que, poco después, mientras Lizarasu juntaba paciencia para la espera indefinida de contestación a sus memoriales enviados a España, Chamijo, dueño de algún dinero, en parte dado por el corregidor, en parte amañado con dados y naipes, montó en un caballejo y corrió a incorporarse a una tropa de carretas que algunos días antes había tomado el camino de Tucumán.

Reapareció en Lima, meses más tarde, con la mayor frescura, dispuesto a reanudar o mejor dicho, a repetir sus manoseadas intrigas. No tenía para qué forzar el caletre en la invención de otras, pues las primeras servían admirablemente, eran de probada eficacia y habían de renovarse a intervalos durante cerca de dos siglos todavía. ¡Y quién sabe si hoy mismo, a fines del primer tercio del siglo XX un embaucador genial no lograría arrastrar a centenares de accionistas cándidos —o diestros o sin escrúpulos en el juego de bolsa— y levantar capitales para el descubrimiento y conquista de un nuevo Eldorado, de un nuevo Paitití, ubicándolo en algún rincón de los pocos que en la tierra no se han explorado todavía!...

Carmen, la linda chola, después de brillar como astro de primera magnitud en las alturas de la galantería fácil, había desaparecido de pronto, a raíz de un escándalo en que hizo cómica figura el patriarcal oidor que la protegía. Ignorábase dónde había ido a parar, y Chamijo no dio con sus huellas aunque hiciere prolijas averiguaciones en el mundo del holgorio: para unos, en ello andaba la mano del virrey; para otros, la muy larga y terrible de la Santa Inquisición. A quien encontró, sin quererlo, fue al deudo del ex virrey, don Leoncio de Mendoza, más pobre y desamparado que nunca; el de Chinchón, que le tendió la mano muchas veces, pero sin sacarlo nunca definitivamente de los atolladeros en que se metía, ni darle una prebenda que le pusiera al abrigo para siempre de la necesidad, no podía prestarle ni siquiera la involuntaria protección de su parentesco, la sombra de su nombre ilustre, y el infeliz mantenía a duras penas, una apariencia decorosa. Contra lo que temía el aventurero, don Leoncio le puso buena cara y hasta afectó reírse de la candidez de su noble deudo en lo referente al Paitití, pero Chamijo, muy grave, le reprochó su actitud: ¡alto ahí! él no había querido engañarlos; cuanto les dijo fue siempre la purísima verdad; el reino oculto de los Incas era tan cierto como el sol que nos alumbra; el marqués de Chinchón y el mismo Mendoza le habían condenado sin oírle, prestando fe a las calumnias de los miserables desertores que lo abandonaron cuando el éxito estaba a punto de coronar su empresa... Pero iban a amanecer días mejores, y ya vería el de Mendoza cómo su amigo era inocente de toda falsedad, y lo hubiera hecho poderoso de la mañana a la noche, con poco más que la suerte le ayudara. Creyó don Leoncio o fingió creer por conveniencia las categóricas afirmaciones de Chamijo; no tuvo a menos mostrarse con él en todas partes, y hasta le facilitó el medio de persistir en sus planes, presentándolo con calurosos elogios a don Antonio Sebastián de Toledo, mozo muy considerado y de mucho valimiento en la Ciudad de los Reyes.

Era don Antonio nada menos que el hijo y secretario del nuevo virrey, nombrado en 1639, don Pedro de Toledo y Leiva, primer marqués de Mancera, teniente general de las galeras reales. El andaluz conquistó desde el primer momento al hijo del virrey afectando una gravedad no enteramente desprovista de gracia oportuna y mesurada, gravedad de hombre de buen entendimiento, aleccionado por el infortunio, pero que no ha perdido por completo ni la esperanza ni la alegría. Mostrose reservado cuando el de Mendoza aludió al gran Paitití, limitándose a decir que era empresa guardada para corazones bien puestos, pero en la que fracasarían siempre los pusilánimes y los que no tuvieran confianza en sí mismos ni en los demás que la merecieran. Y durante algún tiempo rehuyó con don Antonio de Toledo toda conversación acerca de la milagrosa ciudad incaica, acuciando así hasta el extremo su curiosidad y su interés. Sólo entonces, considerándole bien a punto, habló, relató cómo había descubierto el secreto cierta vez que, extraviándose en un viaje, la casualidad lo condujo al Paitití, de donde escapó milagrosamente, librándose de una muerte segura gracias al amor y al heroísmo de una india, hija del jefe de la guarnición, quien le hizo huir disfrazado de chasque o mensajero conduciéndolo ella misma hasta la frontera, por entre riscos y peñascales. Contó también su expedición, malograda porque el virrey Fernández de Cabrera no había querido darle los hombres ni los pertrechos y víveres necesarios, y por la indisciplina y falta de constancia de su gente, afeminada por las blandicias de la vida de ciudad... Acabó el embrujamiento de don Antonio mostrándole el mismo plano de que se había servido en Buenos Aires para conquistar a Lizarasu, y ya le tuvo por suyo...

Capítulo VII

No le faltaba razón, porque don Antonio se apresuró a comunicar a su padre el virrey cuanto el andaluz acababa de decirle, incitándole a tomar la empresa por su cuenta, de mancomún con Chamijo. El marqués de Mancera fue fácil de convencer. Envolvía al Perú, desde la conquista primero y desde el descubrimiento de las estupendas minas de Potosí más tarde, una atmósfera de prodigio, que forzaba la credulidad de cuantos en él vivían, sin exceptuar a los que pasaban por más incrédulos: éstos podían no creer en Dios ni en el Diablo, pero naturalmente creían en tesoros ocultos y ciudades misteriosas. ¿No se encontraban a cada paso huacas repletas de objetos preciosos, joyas y pedrería? Don Pedro de Toledo y Leiva aceptó, pues, entusiasta, las indicaciones de su hijo y secretario, llamó al pretendido Bohórquez y capituló con él. Quedó convenido que le daría cuarenta españoles —no los doscientos que Chamijo pretendía, por estar harto escasos de soldados—, quinientos indios auxiliares, aptos para llevar impedimenta y para combatir, veinte caballos, que importaban considerable suma entonces, algún dinero para el caso poco probable de necesidad en los desiertos que iban a cruzar, y abundantes vituallas para el sostenimiento de las gentes en las regiones donde no se pudiera vivir sobre el país. Bohórquez Girón, por su parte, cedía al Marqués de Mancera los dos tercios —quitado antes el quinto del rey— de cuanto descubriese y conquistase así en tierras como en oro, plata, metales de valor, diamantes, piedras preciosas y demás, y para equilibrar el reparto el virrey prometió a Bohórquez Girón concederle a su regreso altos empleos y dignidades. Chamijo discutió empeñosamente el punto menos esperado: la participación que en la empresa había de darse a don Leoncio de Mendoza, por haber mediado en el planteamiento del negocio, y a quien correspondía cedérsela, sosteniendo que esa participación debía tomarse de la parte más crecida, es decir, de los dos tercios pertenecientes a don Pedro de Toledo. Cayeron de acuerdo en que éste y Chamijo cederían generosamente al de Mendoza la veinteava parte de cuanto a cada uno tocara —insignificante al parecer, pero cuantiosa fortuna en realidad. Si el virrey dudara todavía, esta acalorada discusión le hubiera convencido de la seriedad de la empresa que acometía y de la hidalga probidad y generosidad de Bohórquez Girón que, sin verse obligado a ello, premiaba con tanta largueza los buenos oficios de un simple tercero.

Ahora no se achaque a falta de imaginación del cronista, metido estrechamente en el carril de la historia, la abrumadora semejanza de este episodio con el reciente de Buenos Aires y el anterior de la misma Ciudad de los Reyes, en tiempos del marqués de Chinchón. Como dicho queda algo más atrás, la patraña —o el ensueño— de Chamijo no había perdido su virtud fascinadora, ni la perdió en dos siglos más. Pero, para no aburrir, lo relataremos a saltos y en pocas palabras. Los expedicionarios se dirigieron a la reducción de Fray Treviño, y luego vadearon el Chambamayo entre las últimas estribaciones orientales de los Andes. Indios belicosos trataron varias veces de cerrarles el paso, pero los españoles, aguerridos y con armas tan superiores, los acobardaron y obligaron al fin a que les dejasen el camino libre. Estas luchas, las dificultades casi invencibles que la naturaleza les oponía, la pérdida de casi todos los caballos y de muchos indios auxiliares, la escasez de los víveres en medio de las montañas fueron, sin embargo, quitando bríos a la tropa, sembrando en ella el descontento, invitándola, al fin, a acabar como la primera. Chamijo comprendió que estaba a punto de desconocer su autoridad, amotinarse y abandonarlo. Buscó entonces medio de salir del atolladero, y tuvo la idea de fundar una nueva ciudad, empresa que distraería y calmaría los ánimos, dándole tiempo para madurar sus planes ulteriores.

—El término de nuestra expedición no se halla muy lejos de nosotros —dijo a sus soldados— y podríamos llegar a él con algún esfuerzo. Pero por una parte llegaríamos harto maltrechos para combatir, y por otra la estación de las lluvias se nos viene encima y puede muy bien detenernos en mitad del camino. He resuelto, pues, daros un descanso tan prolongado como bien merecido, y fundar en estos parajes una ciudad que nos asegure para hoy y para en adelante el imperio de la comarca. Será una fortaleza a las puertas mismas del gran Paitití en cuya busca hemos venido, y en un país donde nada falta, ni bosques, ni frutas, ni agua, ni caza, sobre todo, metales... Los que quieran fundar una familia verán sus deseos cumplidos a bien poca costa, pues por estos alrededores no faltan indios que vienen a las minas de sal de estos cerros, y sus hijas no son mujeres a las que pueda hacerse ascos, ni que los hagan a los españoles. ¡Ea, pues! Manos a la obra, que nos irá bien con ello. Mientras queramos, seremos ricos, libres e independientes de toda autoridad que no nazca de nosotros mismos.

Capítulo VIII

Dio a la ciudad futura el nombre de La Sal, consagrose gobernador y, para contentar a todos, nombró alcaldes, regidores, escribanos, alguaciles con tal profusión que casi no quedaba entre los cuarenta uno solo sin su correspondiente cargo o dignidad. Todos eran jefes, y no hubiera quedado a quien mandar sino a los indios auxiliares que llevaban, y a quienes poco importó la nueva aparatosa organización social y política, pues continuaban tan esclavos como antes, sin haber cambiado de título siquiera.

Con sus propias manos y bajo la vara de los españoles, construyeron algunas chozas de terrón, cubiertas groseramente de paja, a los cuatro costados de un gran espacio vacío que se llamó pomposamente plaza, y la ciudad de La Sal quedó fundada por don Pedro Bohórquez Girón, y sus soldados convertidos de la noche a la mañana en magistrados, funcionarios y ciudadanos libres. Pero no había contado el fundador con la huéspeda; mejor dicho, con las huéspedas. En primer lugar, el señor alcalde empezó a decirse que bien podría ser gobernador; cada uno de los regidores pensó que, con justo título, debía ser alcalde; los escribanos, que eran dos, envidiaron a los regidores, y desaprobaron con cierta razón sus nombramientos, como que si a ellos se les hacía escribanos era precisamente porque sabían más que los otros, «incapaces de poner una carta». No se hable de los alguaciles, que sólo podían ser envidiados por los simples vecinos, ni de estos últimos, de quienes los naturales eran ya los únicos subalternos...

Estas pasiones dieron en un principio cierta animación, simulacro de vida pública, a la ciudad de La Sal, pero a poco, autoridades y vecindario se percataron de que, en realidad, todos eran iguales, de que el único jefe seguía siendo el capitán, con su nuevo título de gobernador, y de que, si durante el penoso viaje padecieron las penas del Purgatorio, en aquel descanso urbano se hallaban en el intolerable limbo del aburrimiento. Comenzaron a burlarse unos de otros, y de sí mismos, tomando para la befa sus dignidades de mentirijillas; y de las burlas se pasó al descontento, a la irritación, casi al motín. ¿Habían salido, acaso, para fundar una miserable aldea, en regiones desiertas, incomunicada con el resto del mundo? ¿No iban a la conquista de una ciudad henchida de tesoros? ¿Habrían de quedarse allí, mano sobre mano, mientras sus compañeros de armas se enriquecían en cualquiera de los otros rincones del Perú? ¡Ni siquiera tenían para hacer menos triste su destierro las hermosas indias de que hablaba Bohórquez, pues no había vuelto a aparecer una sola por aquellos parajes!... Algunos amenazaban con desertar, y ya lo hubiesen hecho si los grupos pequeños y los hombres aislados no corrieran tanto peligro en los desfiladeros de la montaña, frecuentados por los indios bravos... y por último, todos a una se presentaron al señor gobernador exigiendo que los librara de aquel marasmo, que los llevara al gran Paitití, aunque les fuera en ello la vida.

—Al gran Paitití es imposible por el momento —contestoles Chamijo, fingiendo una entereza que ya había huido de su ánimo—. Pero precisamente ya había yo resuelto conduciros, detrás del cerro de que se saca la sal, a otro muy cercano, y en el que abunda el oro a flor de tierra. En pocos días los indios recogerán raudales que satisfarán a los más descontentadizos... y en seguida, con mayor confianza, iremos derechamente al Gran Paitití, a cuya conquista no quiero ni puedo renunciar... Esto es como detenerse en mitad del camino a recoger una espiga, cuando al final está la troja henchida de trigo. Pero lo queréis... ¡Así sea!...

Salieron alborozados de la ciudad de La Sal, encaminándose al cerro como gente sedienta a quien el espejismo ofrece un oasis. Se despearon de nuevo en malezas y peñascales. No se dio con el oro ni con nada parecido. El furor estalló y todos exigieron que se volviera atrás. Chamijo les pidió que no se desesperaran, asegurándoles el éxito, pero le acometieron espada en mano, y le hubieran muerto a no ceder.

Cuando pasaban de vuelta junto al embrión informe de la ciudad de La Sal, fue tanta su renovada cólera que pusieron fuego a los techos de paja y a los toscos muebles improvisados que las chozas contenían... Y La Sal pasó a la historia como una simple errata de imprenta.

El regreso de don Pedro Bohórquez fue aun más triste y de peores consecuencias que el anterior. En vez de ir a Lima, donde temía la cólera del virrey, se fue al Potosí, donde esperaba pasar inadvertido hasta que amainara la tormenta. Pero el marqués de Mancera no tenía nada de tierno, y en cuanto supo la historia mandó que se buscara por todas partes al embaucador y que se le trajera vivo o muerto.

Capítulo IX

Codo con codo entró Chamijo en Lima. Don Leoncio de Mendoza, que esto supo, trató de salvarlo y puso en juego cuanta influencia tenía, agradecido a su generosidad para con él —aunque fuese aparente—, porque gracias a ella había entablado fructuosas relaciones con el virrey, que lo protegió en calidad de asociado suyo y deudo de su noble antecesor. Don Antonio de Leiva, víctima de los primeros desahogos de su padre, que le trató de inocente, de crédulo y de tonto, muy humanamente olvidado de que tan tonto, inocente y crédulo había sido él —con las agravantes de su mayor experiencia y responsabilidad—; don Antonio, decimos, pidió misericordia para el pecador, según él más iluso que culpable. Pero el virrey no cedió ni a ése ni a otros ruegos, y cansado de recomendaciones, súplicas e importunidades, cortó por lo sano haciendo embarcar a Chamijo, bajo segura custodia, en el puerto del Callao, y enviándolo —algo como castigo y mucho como venganza— al presidio de Valdivia, en los despoblados de Chile...

El alcaide, Bento da Souza, aventurero portugués, recibió junto con la persona de Chamijo la orden vicerreal de tratarlo severamente como reo de graves delitos (apropiación de dineros de la corona, depravación de costumbres, desconocimiento de la autoridad del virrey, corrupción de tropas bajo su mando y, tras de otros cargos, el crimen de lesa majestad de sedición para crear un nuevo reino —decían las instrucciones muy secretas) y cumpliendo la orden, encerró al infeliz en el peor de los calabozos, mientras la mayoría de los penados, mucho más criminales, no lo pasaban del todo mal... salvo los rudos trabajos a que se les sometía, las sórdidas pocilgas que eran su vivienda, la escasa y a menudo nauseabunda comida, la ausencia de todo contacto con el resto de la humanidad, la casi imposibilidad de huir, a causa de las cadenas, el desierto, el mar y el régimen de vara y vergajo, que servía tanto de estímulo si la fatiga los rendía cuanto de castigo si olvidaban algún precepto reglamentario.

Pero Chamijo tenía, como ya sabemos, el don de la seducción, y lo ejercitó eficazmente con la única persona que iba a verle —el llavero—, quien accedió a pedir en su nombre al señor alcaide Bento da Souza una audiencia justificada por las revelaciones importantísimas que iba a hacerle el presidiario. Nada nuevo: la misma canción encantadora que a tantos había hechizado ya.

Tardó Bento da Souza en concederle lo que pedía, pero al fin cedió. Estaba perdido. Después de ensayar sin éxito el registro de la emoción y el de la piedad, Chamijo acertó con el de la codicia. El alcaide podía llegar, con sólo quererlo, a ser un gran potentado. Bastaba comprarle un secreto, dándole en cambio cierta libertad, simplemente la de poder pasearse por Valdivia, para no morir como un perro olvidado en la cadena. Él, don Pedro Bohórquez Girón, no era un cualquiera, y mucho menos un criminal. El virrey lo había hecho aherrojar por venganza, por arrancarle el mismo secreto que estaba pronto a revelar al excelente caballero don Bento da Souza: ¡todo por la bondad, nada por la fuerza! El marqués de Mancera se había equivocado, porque el rigor no hace mella en los corazones bien puestos...

Cambiando de protagonistas y cargando los colores, dijo a da Souza, del virrey don Pedro de Toledo y Leiva, lo que a éste y a Lizarasu había contado del marqués de Chinchón, jurole que a ojos cerrados le llevaría en cuanto quisiera al Gran Paitití, donde sin necesidad de tropa, con cuatro hombres solamente y unos pocos indios de carga, podían apoderarse de un inmenso tesoro, siempre que no pretendieran conquistar la ciudad.

—Sacadme del calabozo, don Benito; no pido más por ahora, que respirar libremente y no morir entumecido en ese ataúd. Y mientras os decidís a venir conmigo a la ciudad de los Incas, yo os juro que puedo prestaros grandes servicios, porque tengo mil secretos de inestimable valor. Puedo, por ejemplo, hacer cuantas piezas de artillería me pidáis, con los pocos materiales que están a la mano en el presidio. Con estos cañones, Valdivia estaría para siempre al abrigo de los piratas extranjeros que la atacan con tanta frecuencia.

—¿Pero, ¿con qué harás los cañones? —preguntó da Souza, tuteándolo como arráez a galeote.

—Sencillamente con troncos de los árboles que abundan por aquí.

Y con gran desparpajo, acercose al bufete del alcaide, tomó una hoja de papel, una pluma, y comenzó a trazar groseramente un cilindro cruzado de rayas.

—¿Esto qué es? —preguntó da Souza indicando las rayas.

—Éstos son los refuerzos que robustecen al cañón, impidiendo que el tronco se raje al estallar.

—Pero, repito, ¿con qué harás esos refuerzos?

—Con tiras anchas de cuero fresco de buey, que al secarse comprimen la madera y le dan la resistencia del bronce.

—¡Muy ingenioso, muy ingenioso! —exclamó el portugués, pensando que si el invento resultaba realizable y utilizable con eficacia, el hombre capaz de tanto no le engañaría tampoco en lo del Gran Paitití.

Chamijo había triunfado una vez más, y así lo comprendió con inmenso júbilo al oír que da Souza le decía:

—Voy a ocuparme de ti, y haré lo que pueda en tu favor... Lo de los cañones no depende de mí sino del gobernador de la plaza... Le veré... le hablaré...

—¿Y el calabozo?

—Ten paciencia hasta mañana.

El gobernador de la plaza de Valdivia, don Antonio de Cabrera Vásquez y Acuña, viejo militar de cortos alcances, de ésos a quienes no falta valor pero que, por cerrados de meollo, están condenados a no salir de una situación oscura y mezquina, fue informado de lo que decía y ofrecía Chamijo (en cuanto a los cañones, porque en cuanto al Gran Paitití, Bento da Souza guardó prudentísima reserva). Ordenó el gobernador que le presentaran al presidiario, lo interrogó muy por lo menudo, y después de meditarlo bien, considerando que no se perdía nada con ensayar, autorizó la construcción de una de las extrañas piezas de artillería, bajo la vigilancia y la responsabilidad de Bento da Souza.

Capítulo X

Chamijo salió del encierro, pudo ir y venir dentro del presidio, preparando la operación, y el alcaide le dio un par de hombres como ayudantes. De la parte más próxima a las raíces de un grueso tronco de haya hizo Bohórquez sacar un cilindro de tres varas de largo, y empezó a perforarlo con hierros calentados al rojo, para obtener el ánima del futuro cañón, tarea que no confiaba a nadie, y que exigía mucho cuidado y larga paciencia. El alcalde pasaba buenos ratos con él, siguiendo curiosamente lo que hacía, y conversando, si estaban solos, sobre su grande empresa. El aventurero aprovechó las buenas disposiciones del alcaide para alargar poco a poco el radio de los paseos que hacía en las horas de descanso, y no tardó en andar por los alrededores con tanta libertad como el menos sujeto de los habitantes de Valdivia, aunque jamás dejara de volver al fuerte antes de que cayera la noche.

Y en una de sus andanzas tuvo el más inesperado e inverosímil de los encuentros, que fue, también, providencial. Carmen, la linda chola, envejecida y desmejorada, flaca y pobre, estaba desde tiempo atrás en Valdivia. A raíz del ruidoso escándalo que provocó en Lima, al ser sorprendida por el oidor en íntimo coloquio con un galán de rompe y rasga que, tras de robarle la prenda, sacó al venerable magistrado a cintarazos de su propia casa, el virrey don Jerónimo de Cabrera, marqués de Chinchón, había metido al mozo en la cárcel y enviado secretamente a la moza a que meditara y se arrepintiera de sus pecados en el presidio de Valdivia, donde por únicos adoradores podría tener a los soldados de la guarnición.

El vuelco de su fortuna repercutió en la salud de la linda chola, haciéndola perder mucho de su belleza y lozanía, pero no la abatió enteramente, pues su sangre india le daba fuerzas para sobrellevar malandanzas, y su ardorosa imaginación le prometía nuevas aventuras.

Creyolas muy próximas al ver a su ex amante donde menos lo esperaba, y no es preciso insistir en los extremos a que se entregó en el primer encuentro, que fue como ver el cielo abierto para ambos. Chamijo compartía su júbilo: Carmen, en suma, fue piadosa con él, aunque lo alejara en momentos desgraciados, obedeciendo a su destino, risueño entonces. Hubiera sido inútil torpeza perderse los dos.

Contó la chola sus tribulaciones, el andaluz las suyas, y convinieron, enternecidos, en unirse para combatir la suerte adversa y disfrutar de la propicia, si llegaba, como había de llegar.

La delicada perforación del tronco avanzó lentamente, y con mayor rapidez la privanza de Chamijo con el codicioso Bento da Souza, cada día más impaciente por intentar el golpe de mano al Gran Paitití, desde cuando, por indicación del aventurero, escribió a don Leoncio de Mendoza, pidiéndole informes que, según aseguraba Chamijo, sólo podrían ser favorables.

Capítulo XI

La fortuna pareció sonreír al andaluz. En principalísimo término obtuvo la formal promesa de da Souza de dejarlo huir y facilitar su fuga bajo cuerda, para reunirse luego con él, apenas recibida la respuesta de Mendoza, y en segundo, pero no desdeñable lugar, al cabo de pocos meses terminó el cañón, retobado con anchas tiras de cuero vacuno fresco, y reforzado con sunchos de hierro de las pipas de vino que el gobernador Cabrera recibía. Había nevado, el tiempo muy frío endureció la madera, ciñó fuertemente el cuero al secarlo, y con ayuda de la suerte, el armatoste, montado sobre una especie de cureña hecha de piedras y argamasa no reventó ni se hizo astillas al primer disparo. Y fue milagro, de veras...

Chamijo, triunfante, recibió del buen don Antonio de Cabrera la orden de construir otros cañones y el título provisional de capitán de artillería. Esto significaba su libertad completa y ya sólo pensó en acelerar su desaparición del presidio, aunque da Souza, convencido de que los delitos enumerados de las instrucciones secretas tenían muy poco de verdad, le dijese que era innecesario recurrir a la fuga, porque el virrey no dejaría de premiar sus servicios confirmando lo acordado por el gobernador. ¿Para qué huir y exponerse a ser perseguido, cuando, días o semanas después ambos podrían, seguros y tranquilos, marcharse juntos a realizar su intento?

—El marqués de Mancera me tiene tal ojeriza que nada bueno aguardo de él —contestole Chamijo—. No dejará de atormentarme mientras no le entregue mi secreto. ¡Y eso sí que no haré, vive Dios! ¡No, no lo haré aunque me cueste la vida!

Aprovechando la marcha de un destacamento que salía en descubierta hacia el norte, y que acogió con regocijo a tan deseable vivandera, el flamante capitán de artillería hizo que Carmen quebrantara su destierro y fuera a esperarlo aguas arriba del río Cruces, en uno de los puertos que da Souza le había hablado en sus preparativos de fuga. Más vale prevenir que enmendar.

Los acontecimientos se apresuraron a darle razón: Una carta de don Leoncio de Mendoza, recibida por el alcaide, contestaba muy vagamente a sus preguntas, pero en cambio le decía que, noticioso el virrey del tratamiento de favor otorgado a Chamijo, contrariando sus órdenes explícitas, había resuelto que el gobernador de la plaza embarcase al infeliz en la primera oportunidad y atado de pies y manos se lo mandase al Callao, de donde se le llevaría a la cárcel más segura y rigurosa. «Os lo hago saber —terminaba don Leoncio— para que estéis en guardia y la orden no os tome de sorpresa, si, como decís, sois amigo de don Pedro Bohórquez Girón o como se llame, que al fin y al cabo también lo es mío».

No había que vacilar...

Puesto por él al corriente, Chamijo juró a Benzo da Souza que le aguardaría en el lugar conocido, con los indios aliados del río Cruces, y partió en una mula, que el alcaide le prestó aquella misma noche, abandonando para siempre la fabricación de cañones de palo, el grado de capitán de artillería en comisión y el presidio de Valdivia, donde ni don Antonio de Cabrera Vásquez y Acuña, gobernador, ni Bento da Souza, alcaide, tardaron en llorarlo. Y no por simple amistad.

De las hazañas de Pedro Chamijo, si se prefiere a don Pedro Bohórquez Girón, futuro Inca rebelado con las tribus calchaquíes contra el usurpador hispano, ya hace veintitrés años que tienen noticia los lectores y —como dicen los narradores de Oriente— no es necesario repetirlas.


Publicado el 2 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
Leído 7 veces.