El Diablo en Pago Chico

Roberto Payró


Cuento


Viacaba, aquel paisano tosco, bueno y trabajador que tantos han conocido, tenía en ese tiempo su rancho a algunas leguas de Pago Chico, sobre el remanso de un pequeño arroyo que, después de reflejar la barranca, perpendicular y desnuda de vegetación, los sauces desmedrados que se balanceaban sobre ella y el corral de la escasa puntita de ovejas, seguía su curso casi en ángulo recto sobre su antigua dirección, e iba lento, pobre y turbio, a echarse en el indigente caudal del Río Chico, que en realidad nunca llegó a río ni aún con aquél refuerzo, sino en época de grandes crecidas e inundaciones. Viacaba vivía allí, desde muchos años, con su mujer Panchita, sus dos hijos Pancho y Joaquín, hombre ya, su hija Isabel, morenita, feúcha, pero inteligente, y un par de peones, Serapio y Matilde, que, ayudados por el viejo y los dos mozos, bastaban y sobraban para los quehaceres habituales de la estanzuela.

Estos quehaceres estaban lejos de ser abrumadores, aunque Viacaba poseyese buen número de vacas y de yeguas, y unos pocos centenares de ovejas para el consumo, pues no era aficionado a esa clase de crianza.

El rancho era espacioso y constaba de varias habitaciones. Se veía desde lejos, sobre el albardón abierto en dos por el arroyo que, voluntarioso y caprichudo, no había querido echar por lo más fácil, aunque le sobraba campo llano en que correr y aunque no le importara un bledo de la línea recta. Quizá, cuando tendió su lecho, aquellos terrenos tendrían muy distinta configuración...

Y así como el rancho se veía de lejos, así también desde el rancho se abarcaba hasta muy lejos un horizonte curvilíneo, desierto, completamente plano, una extensión de pampa cubierta entonces de hierba reseca y triste, amarilla tirando a gris, alfombra polvorienta en que, como trazada de propósito, se destacaba la tortuosa línea verdegueante de las orillas del arroyo, como una franja de terciopelo nuevo en un inmenso manto raído.

Aquella siesta hacía un calor bochornoso. El campo reverberaba, como si fuese de sutiles y vibrantes laminillas de acero, y mareaba con sus destellos ofuscadores. El cielo estaba casi blanco, sin una nube, pero en él flotaban grandes e invisibles masas de vapores dilatados por el calor. Oíase el incesante y estridente chirrido de la chicharra, y en la atmósfera había un monótono zumbar de insectos, sin que se supiera de donde partía, pero ensordecedor, atontador de persistencia.

No es extraño, pues, que cansados del trabajo de la mañana y rendidos por el bochorno abrumador, todos durmieran en el puesto de Viacaba; los hombres bajo el alero, que daba al este, ya sin sol, y las mujeres en el interior del rancho, cuya oscuridad ofrecía una momentánea sensación de frescura.

El aire, sofocante, estaba inmóvil, como casi todos los días a esas horas, en aquella temporada de sequía, tan larga y amenazante ya, que los animales comenzaban a desmejorar y enflaquecer, síntoma de probable epidemia... Los hombres, dormidos, respiraban sofocadamente, y gruesas gotas de sudor le brotaban de los poros, bruscas y cristalinas, para correr luego en hilos por su piel morena. Dormían intranquilos, hostigados por el calor y por las moscas, zumbadoras, insistentes, pertinaces a pesar de sus instintivos manotones. Y hubieran seguido postrados por la modorra, si el galope de un caballo que se detuvo frente a la tranquera, y el furioso ladrar de los perros que, un momento antes, echados a la sombra y con la lengua afuera imitaban jadeando la locomotora de un expreso, no los arrancaran de la siesta.

Matilde, un peón santigueño, enorme y mal encarado, a quien aquel hombre de mujer sentaba «como a un Cristo un par de pistolas», se incorporó refunfuñando, levantose perezosamente, y con paso tardo, a pesar el sol que rajaba la tierra, se encaminó a ver quién era el importuno jinete. Los demás, mirando hacia la tranquera, entrevieron un tordillo, negro de sudor y de polvo, que resollaba como un fuelle y sacudía la cabeza, orejas y cola, espantando la nube de las moscas que se le había ido encima. El pasajero entraba con Matilde, que se adelantó para informar a Viacaba.

—Es un «franchute» que pid'i'agua —dijo—. ¿Le doy?

—¡Cómo no! Hacé qu'entre aquí, a la sombrita.

Cuando el hombre llegó al alero todos se habían levantado y Panchita e Isabel se movían adentro, despertadas por las voces.

—Buenas tardes, amigo. Entre y sientesé... Dale agua fresca, Serapio. Después tomará un matecito, si gusta... ¿Cómo anda, amigo, con este solazo que ni las víboras salen de las cuevas?

El francés explicó que aquella misma tarde tenía ocupaciones de urgencia en el pueblo, para poder tomar la «galera» a la madrugada siguiente.

Era un mocetón alto y delgado, muy rubio y de ojos clarísimos, frente estrecha, nariz larga, descolorida y ganchuda, como el pico de una ave de presa; tenía algo de carancho, aunque su rostro fuese largo y afilado, y su exagerada urbanidad no bastaba para desvanecer la antipática impresión que desde el primer instante produjera en aquellos hombres sencillos y toscos. Un fluido repelente flotaba en torno suyo, como si emanara de su cuerpo, y los cinco paisanos, tan distintos en el aspecto y las maneras, no podían dejar de mirarlo con desconfianza.

Bebió con verdadera avidez el agua recién sacada del pozo, y gozando de la sombra dejose estar sentado en un banco, bajo el alero, recostado en la pared de barro groseramente blanqueada, parpadeando para no dejarse vencer por el sueño. Y cuando Isabel apareció, seguida por la madre, con el mate amargo que había cebado en la cocina, se levantó ceremoniosamente, algo envarado, haciendo una gran reverencia y murmurando cumplidos a la amable «señoguita» y a la respetable «señoga».

Sorbió, no sin alguna mueca, el acre brebaje a que no estaba acostumbrado, y con nuevas cortesías devolvió el mate a la joven. Esta, al pasar para la cocina, con fragor de enaguas almidonadas, significó a Pancho, con un mohín y una miradita de soslayo, cuánto la disgustaba, también a ella, el extranjero. La señora lo examinaba a hurtadillas. Los hombres hacían esfuerzos para sostener la desanimada conversación.

Más de una hora duró la visita. Matilde dio, entretanto, de beber al tordillo y le apretó la cincha, como si con ello apresurara el momento de la separación.

Mientras armaba un cigarrillo negro con que Viacaba lo había obsequiado, el francés habló de la sequía y del triste estado de las haciendas. Llegaba de lejos, y toda la campaña que había recorrido presentaba el mismo aspecto de desolación: pastos resecos como yesca, lagunones sin agua, bañados lisos y duros como piedra, arroyos tan bajos que casi todos se podían pasar de un salto; las haciendas vacunas estaban flacas como esqueletos; las ovejas muy desmejoradas y con una sarna más pertinaz que nunca; las yeguas con huesos y pellejo...

—La suerte que aquí no lo vamos pasando tan mal tuavía —exclamó Viacaba con cierta satisfacción.

Pero alzó bruscamente la cabeza, alarmado, cuando el extranjero dijo que en muchas partes había visto grandes torbellinos de polvo que el viento arrancaba de la tierra desnuda de vegetación.

—¡Las polvaredas! —murmuró con acento medroso—. ¡Por lo visto, ya principian!...

Y se quedó profundamente pensativo, evocando aquella terrible calamidad, no sufrida desde muchos años, pero que en otro tiempo pasara por allí sembrando el estrago y la devastación, dejando la inmensa pampa despoblada de animales y como muerta y enterrada ella misma bajo cenicienta y móvil capa de polvo...

La voz atiplada y agria del viajero, salpicada con notas discordantes, aumentaba aquella impresión, y la de antipatía y desconfianza que irresistiblemente provocara en todos.

Ya con el sol algo bajo, el francés se despidió haciendo zalemas y protestas de vivo agradecimiento. Viacaba lo acompañó hasta la tranquera mientras los demás habitantes lo miraban marcharse, en fila bajo el alero... El tordillo, descansado ya, emprendió la marcha con paso más brioso, y cuando iba a lanzarlo al galope, el jinete oyó que el paisano le gritaba desde la tranquera:

—¡Cuidao con el pucho!

—¡Oui! ¡oui! —gritó el otro sin comprender.

Un momento después, Isabel, que volvía con el inacabable mate amargo, formuló el pensamiento de todos:

—¡No me gusta nadita esi hombre!

—Cosa güena no ha'eser —refunfuñó afirmativamente Matilde, recogiendo el recado para ir a ensillar.

—Parece medio... «cantimple» —zumbó Pancho, el más tolerante, después de Viacaba.

Y aunque pasaron largo rato en silencio, aquella visita debió continuar preocupándolos, porque Serapio no dijo a quién se refería cuando observó:

—Ahí va por el «fachinal».

—Efectivamente, el bulto, ya apenas perceptible, del hombre y el caballo, se alejaba rápidamente e iba a internarse en un alto pajonal que, en dirección a Pago Chico, ocupaba una vasta extensión de terreno.

—¡Cantimple decís! —objetó Joaquín, que se había quedado rumiando las palabras de Pancho— Pues a mí lo que me parece es un pájaro de mal agüero, con ese pico 'e lechuzón desplumao de la cabeza... Con tal de que no nos haiga echan algún «daño»...

—¡Dejáte de agüerías, Joaquín! —exclamó Viacaba— Los gringos «saben» tener unas caras... ¡fierazas! Pero ¿y de áhi? ¿Han de ser brujos por eso?...

Viacaba era supersticioso también, pero la edad y la experiencia atenuaban un tanto esa superstición.

Los peones salieron al campo y tomaron para el oeste, donde estaba el grupo de la hacienda, seguidos por Joaquín. Al este, pasando el arroyuelo, sólo había algunas yeguas y la tropilla de zainos.

Las dos mujeres, Viacaba y Pancho, se quedaron bajo el alero, sin ganas de moverse en la atmósfera asfixiante. El sol se acercaba al ocaso, y su luz iba enrojeciéndose por momentos.

Al oscurecer, cuando volvieron los otros, llamados por la hora de la comida, el cielo era al oeste un inmenso manto de púrpura reflejado al oriente en un tenue velo, purpúreo también. Y delante de ese velo una columna recta, de vapores terrosos, se alzaba del pajonal, como girando sobre sí misma.

—¡No digo! ¡Si ya principian las polvaredas! —exclamó Viacaba, que la vio al ir con los suyos a la cocina.

—¿Cómo había podido equivocarse aquel hombre de campo, nacido en plena pampa, conocedor de todos sus fenómenos, confidente de todos sus secretos? ¿Miró mal? ¿O la evocación terrible de las polvaredas, la obsesión de tamaña calamidad, le había paralizado el cerebro?

No era, no, el torbellino de polvo que Una corriente giratoria alza y retuerce en el aire, como columna salomónica, desde el campo reseco, para pasearla después en caprichosa danza de un lado a otro y luego dejarla caer, de golpe, disuelta, desvanecida en la atmósfera como fantástica creación de pesadilla. No. La columna estaba fija en el mismo punto e iba elevándose y ensanchándose en la atmósfera tranquila y caldeada que doraban y enrojecían los últimos parpadantes fulgores del sol.

Y el astro acabó de hundirse. Las oladas de púrpura que lo seguían, cubriendo el occidente, se derramaron también tras él, poco a poco, a manera del agua que desaparece lenta en una hendidura. Y para anunciar la noche que llegaba, comenzaron a revolotear tenues brisas mensajeras de paz, que crecían y se multiplicaban por momentos...

Era ya oscuro, y, sin embargo, la columna seguía viéndose en el pajonal vagamente luminosa, como si fuera la misma que guió a los israelitas en el desierto...

Entretanto, la familia Viacaba comía en la cocina, rodeando el fogón, más animada y conversadora, pues el airecillo, tibio aún, iba haciendo reaccionar a todos de su enervamiento, a medida que cobraba fuerzas y agitaba con más decisión las alas.

La conversación, interrumpida a ratos, seguía, persistente, rodando alrededor de la visita del francés, el acontecimiento del día. Y no había una frase simpática para él.

—¡Vaya al diablo el ñacurutú ese! ¡Nunca he visto animal más feo! —insistió Joaquín, supersticiosamente—. Y cómo miraba, con esos ojos descoloridos, a pesar de todos sus «vulevús»... A mí me parecía...

—El Malo ¿no? —interrumpió Matilde, el santiagueño— ¡A mí también! Dicen que's ansí; «payo», di ojos claritos y nariz de pico'e loro. No me le fijé en las patas porque traiba botas... Pero ha de haber tenido pesuña no más.

Como eco terrible de estas palabras, la voz angustiosa de Panchita, que acababa de ir al pozo en busca de agua fresca, sonó en el patio como un grito de alarma y de terror:

—¡Quemazón!... ¡Quemazón!... ¡Quemazón en el fachinal!...

—¡No decía yo! —murmuró Joaquín, precipitándose afuera con los demás...

La columna amenazadora que había comenzado por elevarse, ensanchándose e iluminándose con vagas vislumbres, llegó a semejar inmenso tronco de copa pequeña, redonda y blanquecina; luego, cuando el viento sopló con cierta violencia, desvaneciose de pronto; en seguida, en la sombra creciente, hubiérase dicho que el árbol acababa de desplomarse, ardiendo de punta a punta, porque, a partir del mismo sitio, apareció chisporroteando una línea de fuego, brasas y llamitas fugaces que se reflejaban en los vapores suspendidos sobre el suelo. Inmediatamente después, la línea roja y resplandeciente al ras de la tierra, se extendió, se extendió más, abareó un espacio enorme, en el este, de donde llegaba el viento, como si quisiera ocupar todo el horizonte. Desde el rancho veíanse vagar por el pajonal reflejos luminosos, anaranjados o amarillentos, que contrastaban con la noche negra y armonizaban con la raya purpúrea de la quemazón, mientras en el cielo un gran parche rojizo parecía seguir la marcha del desastre. Y el viento, entre tanto, sacudía alegremente la alta hierba, seca y sonora, murmurando y riendo como el niño que escapa después de haber hecho una travesura. Y el susurro musical llenaba el aire de coros indecisos... En el albardón, junto a «las casas», dominando el campo, Panchita e Isabel asistían con espanto al espectáculo amenazador y terrible del incendio. Los hombres, después de ensillar apresuradamente, se habían precipitado a todo galope hacia el pajonal, atinando sólo a lo más visible del peligro, tan azorados que no podían cordinar las ideas...

El viento, cansado de reír, se entretenía en combinar curiosos y devastadores fuegos de artificio. Llegaba al incendio, levantaba nubes de humo y semilleros de chispas; enredaba el humo en las matas cercanas, iluminadas por el fuego, fingiéndolas incendiadas también, y esparcía las chispas como un ramillete, o las hacía formar haces de espigas de oro; luego las dejaba apagarse o caer sobre el pasto en lluvia finísima y devastadora... O de un soplido apagaba bruscamente la inmensa línea roja, y luego, como arrepentido de abandonar tan pronto su diversión, reavivábala de otro soplo hasta hacerla llamear e incendiar también el cielo... Al sitio en que estaban las mujeres llegaban bocanadas de horno, hálitos de fragua, un fragor atenuado, como de lejanísimas descargas graneadáis de fusilería, y un olor acre de paja quemada, dilución de las densas masas de humo que corrían al ras del suelo.

Lenta a la distancia, rápida en realidad, la línea de fuego se extendía, aparentaba formar un arco de círculo cuyo centro fuera el albardón, e iba acercándose a las casas cual si estrechase un sitio que les hubiera puesto de repente con maravillosa táctica. Entre el rancho y el incendio, el campo estaba iluminado, y sombras enormes se movían y fluctuaban vagamente en él: las rechonchas de las anchas matas de paja y las alargadas de los jinetes que andaban agitados junto a la quemazón.

Un tropel, un redoble de alarma estalló de repente en el silencio rumoroso, haciendo retemblar el suelo; era la tropilla, eran las manadas que huían despavoridas hacia el oeste, martillando con sus cascos la tierra seca y sonora. Y una sombra informe pasó, envuelta en nubes de polvo, lanzando al paso reflejos de ancas y de cabezas desgreñadas al viento... Y el furioso redoble fue disminuyendo hasta perderse en la noche...

—¡La caballada! —gritó con angustia Isabel, sacudiendo un instante su marasmo.

—¡Virgen santa! ¡Quién sabe si la volveremos a ver! —murmuró la madre.

Y atrás rumores más sordos, confusos e indescifrables, poblaban, entretanto, la pampa y llegaban hasta ellas arrastrados por el viento abrasador, saturado de humo y cargado de cenizas aún calientes...

Viacaba, sus hijos y los peones, desalados, habían creído llegar a tiempo de sofocar el incendio. Pero cuando estuvieron a poco más de una cuadra, una agonía les oprimió el corazón: el alto pastizal, tupido y seco, los matorrales entretejidos y bravos, la cortadera amarillenta ya que ocultaba a un hombre de pie, ardían en una enorme extensión, hasta donde alcanzaba la vista, entre chisporroteos y llamaradas, estallando como millares de petardos incendiados por series sucesivas. Llegábanles soplos tan ardientes como el fuego mismo, y unos a otros se veían las caras sudorosas, completamente negras de hollín, en que les relampagueaban los ojos. Los caballos, con las orejas tendidas casi en línea horizontal hacia el incendio, resoplaban y sacudían la cabeza, negándose a avanzar más.

A menos de una cuadra envolviéronlos el humo y las chispas, y parecían avanzar en las nubes entre una constelación de estrellas fugaces. La acre humareda los cegaba, aunque estuviesen tan hechos a los humazos del fogón, y los soplos abrasadores les hacían volver el rostro con el cabello y la barba medio chamuscados... Sobre sus cabezas cerníase un instante la paja voladora, ardiendo, y luego seguía su vuelo, a difundir a saltos el desastre, arrebatada por el vendaval... No se oían casi, con el fragor del estallar de las pajas, y tenían que gritar para comunicarse.

—...¡Contra-fuego! —oyose vociferar a Viacaba, que echó pie a tierra. El principio de la frase se había perdido en el estrépito...

Tras el velo de llamas que ante sus ojos tendía la inmensa fogarata, la noche tomaba insólitas negruras. Parecía que el oscuro cielo, sin luna, continuara descendiendo, descendiendo, más negro cada vez, hasta llegar al incendio mismo, sólo que en su parte inferior las apretadas y rojas estrellas se apagaban sucesivamente, dejando en un momento lóbrega y vacía aquella parte de inmensidad. El horizonte se había acercado hasta pocos pasos de ellas, y creían hallarse al borde de un inmensurable abismo... La luz misma parecía rechazada hacia adelante por el viento furioso que soplaba de aquel antro...

A la voz de Viacaba, todos se apearon. Una seña les hizo acercar, y oyeron este grito:

—¡Aquí no! ¡Sería pior! ¡A la orilla del fachinal!...

Desanduvieron un trecho, teniendo del cabestro a los espantados caballos que volvían la cabeza hacia el fuego con ojos de brasa, resollaban y roncaban violentamente, hacían bruscos movimientos para desasirse y escapar, y tiritaban cubiertos de sudor, mientras por los flancos les corrían arrugas como de agua rizada por la brisa...

Y así, envueltos en rojas luces de Bengala, hombres y animales salieron a la orilla del pajonal, donde comenzaba el pasto bajo, marchito y seco también. Serapio mancó los caballos y los ató a las matas, bastante más lejos. Luego se incorporó a los demás.

Viacaba y Pancho incendiaban rápidamente la hierba baja, en un ancho de poco más de una vara, siguiendo una línea más o menos paralela a la quemazón. Joaquín y Matilde, tras ellas, dejaban arder bien el pasto, y luego lo apagaban azotándolo con escobas de la paja más verde, hasta que se incendiaban, o con las jergas del recado, sin mojarlas, porque el agua estaba demasiado lejos. Serapio los imitó...

En aquella hoguera parecían fundidores junto a un río de metal incandescente; jadeaban, sudaban; sus caras negras, encendidas y lustrosas, se hinchaban, se abotargaban, perdían sus líneas, mientras los ojos les relampagueaban y por las mejillas y la frente les corrían hilos de tinta...

¡Sacrificio inútil! El fuego se burlaba de antemano del obstáculo, que le querían oponer, levantándole una trinchera de vacío: reíase de ellos en complicidad con el viento, en cuyas alas enviaba sus emisarios y sus propagandistas más allá de los hombres y de su ciclópeo esfuerzo impotente.

Y el tropel que espantara a las mujeres llegó de pronto hasta allí como un lejano trémolo de timbales entre los chasquidos del incendio... Viacaba levantó la azorada cabeza, y con ojos saltones, enloquecidos, gritó:

—¡Serapio! ¡Matilde! ¡La hacienda! ¡La hacienda!...

Y abarcando, al fin, la magnitud del desastre, abandonaron la quemazón casual y la que ellos mismos hacían, corriendo frenéticos hacia los caballos.

Los caballos no estaban allí. Aguijoneados por el pavor, habían conseguido arrancar las matas, y roncando, despavoridos, dementes, trabados por las maneas, a grandes saltos enajenados, tropezando ciegos, allá iban, trémulos, vacilantes, chorreando sudor, hacia el oeste, hacia la salvación, hacia la vida...

Lograron alcanzarlos y, montados, salieron de carrera en distintas direcciones, como si obedeciesen a un plan preestablecido. Sin embargo, no lo tenían... ¿Dónde llevar la hacienda, en caso de que aún no se hubiese dispersado y perdido en las tinieblas de la pampa? ¿Dónde proporcionarle un refugio inmune? ¿Por dónde hacerlas escapar del tremendo estrago?...

...Las mujeres, petrificadas de pavor y de angustia, seguían como sonámbulos en el albardón, con los ojos fijos en el incendio, que continuaba avanzando, avanzando a cada minuto con mayor rapidez e intensidad, y no sólo hacia las casas, sino hacia la derecha, hacia la izquierda, al norte, al sur, para separarlas bien del mundo por aquel lado y luego replegarse, cortándoles la retirada, envolviéndolas en su línea infranqueable. Y el redoble del triunfo, la diana sin clarines se oía cada vez más cerca, más cerca, como estallidos de risas y gritos de voces ásperas y discordantes... El calor era tan intenso, que a cada instante las infelices se creían a punto de desfallecer y caer semiasfixiadas.

El fuego llegó al arroyo... La esperanza les dilató un momento el pecho... Pero el incendio se burló del caprichoso zanjón, cubierto previamente de paja voladora por su cómplice el viento. Lo traspuso redoblando sus chasquidos, llegó a la otra orilla, avanzó hasta lamer la tranquera y los sauces que le daban sombra, y, regocijado, siguio su carrera hacia el oeste, dejando más grande la noche'tras de sí, llevándola hasta los mismos pies de las mujeres que, atontadas, siguieron mirando cómo se extinguían una a una las fugaces estrellas de la quemazón en la noche de abismo que creara a su paso...

Más allá, hacia la derecha, por donde brillaba la Cruz del Sur, también la paja sirvió de puente volante a la invasión devastadora. El arroyo ardió todo en un segundo. Y desde la otra orilla, de las matas altas de albardón, el viento arrebataba cardúmenes de chispas que iban a caer a los pies de las mujeres... Algunas llegaban hasta el mismo rancho y se extinguían entre las pajas del techo, sin fuerza para incendiarlas... Ellas, en su angustia suprema, no advertían el nuevo peligro. Y chispas y pajas abrasadas continuaban su vuelo, más compactas cada vez...

—¡Mama! ¡mama!...

El grito desgarrador de Isabel anunciaba el coronamiento de la catástrofe: el techo central ardía con gran humareda en un círculo de una vara de diámetro.

—¡Agua! ¡agua! —gritó la madre, arrancada a su estupor.

Ambas corrieron al bebedero de los caballos, junto al pozo; una llenó un balde, otra una jarra; precipitáronse al fuego; sus fuerzas no alcanzaron a lanzar el agua hasta allí...

—¡Traé vos el agua! —tartamudeó la madre.

Y como pudo, valiéndose de un banco, lastimándose manos y rodillas, trabada por los vestidos, trepó al techo gritando desesperadamente, como si alguien pudiera oírla en aquella desolación:

—¡Viacaba!... ¡Pancho!... ¡Joaquín!...

Isabel le llevaba jarras y baldes de agua, de carrera, jadeantes, bañada en sudor. Ella, febril, casi sin saber lo que hacía echábase de bruces sobre el techo, tendía los brazos trémulos, alzaba el agua con esfuerzo automático, e iba a verterla en la hoguera cada vez más ancha... Y mientras hacían esta abrumadora y lenta maniobra, el viento continuaba acribillando el rancho con sus flechas incendiarias... Un momento después el techo ardía por diversos puntos...

—¡Baje, mama, baje! Se va a abrasar viva!...

La desgraciada bajó por fin. Como alegre fogarata, el rancho ardía por las cuatro puntas iluminando el patio hasta la tranquera con sus sauces descabellados, sacudidos por el viento, hasta el corral en que se revolvían, se atropellaban y se trepaban unas sobre otras las ovejas, balando lastimeramente, tratando de derribar el fuerte cerco... Y aquella siniestra y formidable iluminación desvanecía, borraba totalmente la otra, ya en el horizonte...

Los hombres vieron desde lejos aquella antorcha y regresaron uno tras otro, llenos de desesperación.

Nada había que hacer... Apenas, y con gran peligro, consiguieron sacar algunos objetos de la formidable hornalla... Las cumbreras se desplomaron con gran ruido, el alero desapareció, y a la luz roja no se veía ya más que las paredes ennegrecidas... Sentados en el suelo, anonadados por la impotencia y la desesperación, lanzaban de vez en cuando lamentables exclamaciones. Y la visita del extranjero volvía a su exaltada imaginación con caracteres diabólicos y aterradores.

—¡Ah, el gringo, el gringo!...

—Él no más nos ha tráido esta calamidá...

—Nos ha hecho «daño»...

—¡Seguro que tiró el pucho en el fachinal, indino!...

—¡No, patrón!; era el Malo, si era Mandinga!... ¡Tan cierto como que éstas son cruces!...

Y su infantil superstición iba a convertirse en hecho comprobado, al día siguiente, cuando en Pago Chico, donde fueron a refugiar su desnudez, les dijeron que allí no había llegado francés alguno, y luego a difundirse pasando de boca en boca como acontecimiento histórico, aunque el comisario averiguara y publicara que un hombre de la filiación del presunto incendiario estuvo aquella tarde en el vecino pueblo del Sauce donde, a la madrugada, tomó la galera del Azul...

Pero el alba se extendió descolorida y triste sobre el campo. Hombres y mujeres, acercados por la desgracia, formaban un grupo silencioso e inmóvil. Lo que ayer fuera bienestar y abundancia era miseria ya...

La pampa, a las primeras luces indecisas, mostróseles cubierta por inmenso tapiz de funerario pano negro, que se extendía hasta el horizonte, en todo rumbo, y el viento, fuerte aún, levantó nubes de hollín y los envolvió en impalpable polvo de cenizas...


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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