En la Policía

Roberto Payró


Cuento


No siempre había sido Barraba el comisario de Pago Chico; necesitose de graves acontecimientos políticos para que tan alta personalidad policial fuera a poner en vereda a los revoltosos pagochiquenses.

Antes de él, es decir, antes de que se fundara «La Pampa» y se formara el comité de oposición, cualquier funcionario era bueno para aquel pueblo tranquilo entre los pueblos tranquilos.

El antecesor de Barraba fue un tal Benito Páez, gran truquista, no poco aficionado al porrón y por lo demás excelente individuo, salvo la inveterada costumbre de no tener gendarmes sino en número reducidísimo —aunque las planillas dijeran lo contrario—, para crearse honestamente un sobresueldo con las mesadas vacantes.

—¡El comisario Páez —decía Silvestre— se come diez o doce vigilantes al mes!

La tenida de truco en el Club Progreso, las carreras en la pulpería de La Polvadera, las riñas de gallos dominicales, y otros quehaceres no menos perentorios, obligaban a don Benito Páez a frecuentes, a casi reglamentarias ausencias de la comisaría. Y está probado que nunca hubo tanto orden ni tanta paz en Pago Chico. Todo fue ir un comisario activo con una docena de vigilantes más, para que comenzaran los escándalos y las prisiones, y para que la gente anduviera con el Jesús en la boca, pues hasta los rateros pululaban. Saquen otros las consecuencias filosóficas de este hecho experimental. Nosotros vamos al cuento aunque quizá algún lector lo haya oído ya, pues se hizo famoso en aquel tiempo, y los viejos del pago lo repiten a menudo.

Sucedió, pues, que un nuevo jefe de policía, tan entrometido como mal inspirado, resolvió conocer el manejo y situación de los subalternos rurales y sin decir ¡agua va! destacó inspectores que fueran a escudriñar cuanto pasaba en las comisarías. Como sus colegas, don Benito ignoró hasta el último momento la sorpresa que se le preparaba, y ni dejó su truco, sus carreras y sus riñas, ni se ocupó de reforzar el personal con gendarmes de ocasión.

Cierta noche lluviosa y fría, en que Pago Chico dormía entre la sombra y el barro, sin otra luz que la de las ventanas del Club Progreso, dos hombres a caballo, envueltos en sendos ponchos, con el ala del chambergo sobre los ojos, entraron al tranquito al pueblo, y se dirigieron a la plaza principal, calados por la lluvia y recibiendo las salpicaduras de los charcos. Sabido es que la Municipalidad corría pareja con la policía, y que aquellas calles eran modelo de intransitabilidad.

Las dos sombras mudas siguieron avanzando sin embargo, como dos personajes de novela caballeresca, y llegaron a la puerta de la comisaría, herméticamente cerrada. Una de ellas, la que montaba el mejor caballo —y en quien el lector perspicaz habrá reconocido al inspector de marras, como habrá reconocido en la otra a su asistente—, trepó a la acera sin desmontar, dio tres fuertes golpes en el tablero de la puerta con el cabo del rebenque...

Y esperó.

Esperó un minuto, impacientado por la lluvia que arreciaba, y refunfuñando un terno volvió a golpear con mayor violencia.

Igual silencio. Nadie se asomaba, ni en el interior de la comisaría se notaba movimiento alguno.

Repitió el inspector una, dos y tres veces el llamado, condimentándolo cada uno de ellos con mayor proporción de ajos y cebollas, y por fin allá a las cansadas entreabriose la puerta, viose por la rendija la llama vacilante de una vela de sebo, y a su luz un ente andrajoso y soñoliento, que miraba al importuno con ojos entre asombrados y dormidos, mientras abrigaba la vela en el hueco de la mano.

—¿Está el comisario? —preguntó el inspector bronco y amenazante.

El otro, humilde, tartamudeando, contestó:

—No, señor.

—¿Y el oficial?

—Tampoco, señor.

El inspector, furioso, se acomodó mejor en la montura, echose un poco para atrás, y ordenó, perentoriamente:

—¡Llame al cabo de cuarto!

—¡No... no... no hay, señor!

—De modo que no hay nadie aquí, ¿no?

—Sí se... señor... Yo.

—¿Y usted es agente?

—No, señor... Yo... yo soy preso.

Una carcajada del inspector acabó de asustar al pobre hombre, que temblaba de pies a cabeza.

—¿Y no hay ningún gendarme en la comisaría?

—Sí, se... señor... Está Petronilo... que lo tra... lo traí de la esquina bo... borracho, si se... señor!... Está durmiendo en la cuadra.

Una hora después don Benito se esforzaba en vano por dar explicaciones de su conducta al inspector, que no las aceptaba de ninguna manera. Pero afirman las malas lenguas, que cuando no se limitó a dar simples explicaciones, todo quedó arreglado satisfactoriamente; y lo probaría el hecho de que ¡su sistema no sufrió modificación, y de que el presoportero y protector de agentes descarriados siguió largos meses desempeñando sus funciones caritativas y gratuitas.


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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