Fiestas Patrias

Roberto Payró


Cuento


—¡Tatachin, chin, chin!, ¡Tatachin, chin, chin!

—Shuitzsjsss... ¡pum!

Y vuelta a empezar.

Uno que otro pilluelo desarrapado seguía a la charauga y a don Másimo, el viejo portero de la Municipalidad, cargado con un mortero y dos docenas de bombas de estruendo para la salva reglamentaria de veintiún cañonazos.

Porque, eso sí, lo que es cañones, Pago Chico no los tenía sino en la pasiva condición de postres, a la puerta del antiguo fuerte que, adobe por adobe, iba derrumbándose en plena plaza principal.

Era el amanecer de un día patrio.

Olvidados los vecinos de la gloriosa fecha, despertaban sobresaltados al oír los estampidos y la música marcial, a puro bombo y platillos, creyendo que por lo menos, la grave cuestión política había sublevado al pueblo en masa, y que los Krupps estaban haciendo estragos y sembrando de cadáveres el pueblo.

Es de advertir que, ya en aquel entonces, Pago Chico sentía del uno al otro extremo y sobre todo en su corazón —el pueblo propiamente dicho— los estremecimientos precursores de la honda y trascendental agitación que había de perturbarlo durante tanto tiempo, dando socorrido tema a los historiadores futuros.

«La grave cuestión política» no está puesta, pues, a humo de pajas, ni era ilógico el sobresalto de los pacíficos vecinos, despertados por las descargas sin malicia de don Máximo.

—¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Hoy es nueve.

Y dándose vuelta en el lecho abrigado, los pagochiquenses volvían al interrumpido sueño, fastidiados, renegando de esa música y esas bombas pluscuam-matinales, pero contentos en el fondo de ver disipados sus temores de guerra y exterminio.

Alguna que otra madre afanosa se levantaba de un salto, a pesar del intenso frío, para preparar los trajecitos de los «escueleros», que debían ir en corporación a la iglesia y luego a la Municipalidad a pronunciar discursos, a decir versos patrióticos, y sobre todo o comer masitas de la confitería de Cármine, hechas con sebo de la riñonada, tan útiles para Pérez y Cucto, Carbonero y Fillipini, y para el pobre Silvestre.

Después de dar diana a las autoridades y al cuerpo diplomático —los vicecónsules Grandinetti, Sánchez Gómez y Petitjean—, quienes por excepción no hallaron propicia la oportunidad para un discurso, la charanga y las bombas volvieron a su punto de partida, al pie del cono truncado, obelisco de la plaza pública; rasgó el cielo blanqueado por la luz del alba, el humillo de dos bombas lanzadas una tras otra y que estallaron allá arriba, formando una aureola como de copos de nieve; el astro rey saltó al oriente, al imperioso mandato dorando la cima de la pirámide y el techo de las casas, y en el aire tenue y frío vibraron las notas solemnes de la introducción del Himno que ni los mismos asesinos de la banda de Castellone, que por chuscada se apellidaban a sí mismos «bandidos», haciendo un juego de palabras no desprovisto de base sólida, lograban echar a perder para nuestra eterna sugestividad. Los pilluelos corrían y gritaban, entretanto, alrededor del mortero que se aprestaba a disparar otra bomba (le faltaban cinco para la salva de veintiún cañonazos), y en las calles dormidas del pueblo sólo cruzaba de vez en cuando, al trote de su caballo, y con el repique de los panes sacudidos dentro, el carrito negro de algún panadero, a caza de puertas abiertas...

Terminó el Himno, los músicos se fueron a su casa, el pueblo entró lentamente en el movimiento habitual, esperando el mediodía con su procesión infantil a la municipalidad, sus «versadas» en el salón alfombrado ex profeso, sus cohetes, sus dulces, el vino de San Juan hecho por Cármine como las masas, con algún sucedáneo de sebo —y el rompe cabezas, y la corrida de sortijas, y el palo jabonado, y quizá, si quisieran trabajar gratis en la plaza— los volatines, que en aquella época hacían las delicias de la población en una gran carpa de lona.

Un poco más entrada la mañana, los guitarreros, payadores de menor cuantía, salieron cada cual por su lado a dar alboradas a las personas de viso, a las puertas de su casa, con la esperanza generalmente fallida de hacer buena cosecha de centavos para la mañanita o la chiquita, las copas de la tarde, y la farra de la noche.

El viento parecía que cortaba; las gentes pasaban por la calle con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza entre los hombros. ¡Qué invierno aquél! Pero la baja temperatura no impidió que el negro Urquiza, payador o mandadero, según las circunstancias, cantara a la puerta del municipal Bermúdez, acompañado con terribles rasgueos de guitarra.


¡Qué bello día de primavera!
¡Qué panorama consolador!...
 

Se quedó sin centavos, a pesar de la ardiente fantasía que primaveraba el invierno y convertía en panorama consolador al yermo aquél. Porque Pago Chico, pelado como la palma de la mano, más que pueblo parecía paradero de caravanas en un arenal.

Se almorzó temprano y fuerte en aquel día, frío seco y radioso como una gema. Pero en las casas reinaba gran bullicio; los niños no podían estarse quietos y a los padres les hormigueaban las piernas. Las niñas mayorcitas no quisieron almorzar, ocupadas en la tarea homérica de disfrazar el vestido del 25 de mayo, obra que les había absorbido toda la semana.

Sólo cuatro o cinco (las de Tortorano, Bermúdez, Luna, Gancedo), estaban libres de ese trabajo, pero no de las zozobras que en todo corazón femenino provocan las inevitables tardanzas de la costurera.

La prensa de la localidad había salido de gala, en buen papel y con grabados. La Pampa, el diario popular, cuyo programa era la redención de Pago Chico, presentaba una alegoría de libertad, hecho por un tipógrafo de último orden, e impresa en Buenos Aires sobre papel de oficio. Una gorda matrona con bonete puntiagudo y amplias ropas de hojalata, alzaba en el rollizo brazo un destrozado cadenón de buque, sostenía en la diestra la histórica balanza de Bermúdez, que en tiempo de los indios tuvo hilos para manejarla a capricho y estafarlos a gusto y bajo el pie colosal y descalzo para mayor vergüenza, oprimía una bestia apocalíptica, erizada de púas en el cogote, y de ojos casi más grandes que la cabeza. En segundo término, artísticamente esfumados y en el aire, bailaban cuadrillas unos doce a catorce muñecos, que según por el texto del diario se supo, querían representar a los próceres de la patria.

La alegoría (alegría pronunciaba Tortorano), llevaba estas leyenda:


Y A SUS PLANTAS RENDIDO UN LEÓN
 

El doctor Pérez y Cueto, que se hallaba en la redacción con Viera, Silvestre y otros, al ver el verso sacó el lápiz, tachó con rabia la palabra «león» y puso debajo «ratón».

—¡Qué león, ni qué león! —exclamó— Cuando mucho habrán vencido a un ratón.

—No hable mal d'España —le dijo con sorna Silvestre—. ¡No es tan ratón, doctor!

—¡Vaya usted al caramba! —gritó Pérez y Cucto, saliendo de allí como una bomba para evitar un desagrado.

Viera se limitó a lamentar que su alegoría pudiera prestarse para interpretaciones belicosas o hirientes. Ni se había pasado por la imaginación que aquello pudiera suceder.

Entretanto El Justiciero, el organito de Luna, como le solían llamar, era todavía más patriota que La Pampa, pues publicaba también litografiado e impreso en papel de oficio un gran retrato del gobernador de la provincia, orlado de roble y laurel, modesta y conmovedora manera de honrar el día glorioso y quedar bien con el patrón al mismo tiempo.

En estos prolegómenos y otros muchos que sería prolijo relatar, pasose la mañana entera y verdadera.

A las doce volvió a oírse por esas calles el aullido de la banda de Castellone, tocando una marcha que el «maguestro» (así se llamaba él mismo) había rapsodiado para aquella circunstancia solemne; rimbombaron en la desnuda plaza —tenía eco— los cohetes de don Máximo, muy estirado, enorgullecidísimo de sus altas funciones, y la gente fue introduciéndose por grupos en la iglesia, casa del Señor y más inmediata y exclusivamente, del cura Papagna.

El cortejo oficial no tardó en presentarse. Iban a la cabeza don Domingo Luna, intendente municipal, vistiendo ancha levita negra de talle corto y mucho vuelo de faldones, y prehistórico sombrero de copa; don Pedro Machado, juez de paz, con indumentaria aproximada y oliendo a alcanfor y pimienta, como el intendente; el doctor Carbonero, presidente de la Municipalidad, mejor puesto, con más aire de gente, sin haber perdido del todo el ligero barniz de los años de Colegio Nacional y los pocos de Facultad de Medicina (era médico de «guardia nacional», como practicante en la guerra del Paraguay); a su lado quebrábase el comisario Barraba, de saco y botas altas bajo el pantalón, mirando a todas partes con ojos de mando y desafío; el recaudador de la contribución directa y el valuador, empleados provinciales, de jerarquía por consiguiente, iban detrás y de a dos los municipales acaudillados por Ferreiro y muy compinches con Bermúdez; el comandante militar Revol, Fernández, director de La Pampa, su escudero Ortega, el doctor Fillipini, Amancio Gómez, tesorero municipal, todo el oficialismo, en fin, sin que faltara Benito Mendoza, dragoneante de oficial de policía y revistando como agente... El cuerpo diplomático o sea los vicecónsules Grandinetti, Petitjean y Sánchez Gómez, seguía muy enlevitado, muy grave, muy posesionado de su papel, infundiendo respeto a los mismos pilletes que, cuando estaba cada uno de ellos tras el respectivo mostrador lo trataban tan a la pata la llana «como si se hubieran criáu en el mismo potrero», decía Silvestre. Formaban la cola del cortejo los empleados municipales, inspectores, comisario de tablada, inspector del riego —gran potencia— recaudador del impuesto de naipes y tabaco, pero nadie, nadie que no ocupara un puesto público, rentado o no, salvo uno que otro concesionario o contratista enredado con fruto en los negociones municipales.

Tanto gritaba Viera en La Pampa que ya en el pueblo comenzaba a divorciarse y huir de las autoridades, pero no muy ostensiblemente, para no dar pie a las represalias. La oposición era placer no saboreado sino de corto tiempo atrás, y los pagochiquenses no sabían aún a derechas, cómo se hace, por qué se organiza, qué caminos debe seguir, ni a dónde conduce. Ya lo aprenderían a su costa y quizá en su beneficio...

Pues, como íbamos diciendo, al rato llegaron procesionalmente los alumnos de las escuelas. Con las caritas moradas y las manos azules de frío, niños y niñas, bajo la brisa cortante y el sol radioso, marchaban también de dos en dos, a las órdenes de sus maestros que, soberbios y fastidiados, maldecían de la fiesta y sus incomodidades, pero se pavoneaban orgullosos de aquel mando a vista y paciencia del pueblo entero. Los chiquilines avanzaban con resolución, si no con marcialidad, luciendo en sus ojos a esperanza de los dulces municipales —infinitamente más ricos que los caseros—, después de los discursos y los versos aburridores e interminables.

El cura Papagna cantó el Te Deum como hubiera podido roncar un De Profundis. Imposibles es decir cómo cupo tanta gente en la iglesita, simple galpón le dos aguas con una torre ancha y baja, como hecha le cuatro naipes, en una esquina. Muchos se quedaron a la puerta, éstos sencillamente porque no cabían aquéllos porque no cabían y también porque se hubiesen quedado aunque cupieran, para hacer pública gala de despreocupación religiosa. ¿Cómo creer que un Papagna pudiera representar a nadie, ni siquiera al gobierno de Andorra, por muy ministro que se dijera de la corte celestial?...

Y entre tanto el bueno de don Másimo, dale que le las a las bombas cuya larga mecha encendía con un apestoso y húmedo cigarrillo negro, para agazaparse enseguida y echar a correr casi en cuatro pies huyendo del mortero, mientras resonaba el primer estampido y la bomba ascendía recta, con ligerísima espiral, para estallar allá, muy arriba, sobre la seda celeste del firmamento irradiando pedacitos de papel que el sol convertía en lentejuelas de oro...

En tropel salió la gente de la iglesia y apresurada atravesó la plaza para invadir los salones de la Municipalidad, en que ya esperaban los menos incautos, deseosos de no perder nada de la fiesta... Los niños de las escuelas salieron en fila como habían entrado, bajo las órdenes de sus maestros y medio entumidos por la larga espera de plantón. Llevaban su bandera de seda —orgullosos y fatigados los porta estandartes— y si las niñas vestían de blanco y banda celeste, los niños ostentaban todos la patria divisa atada al brazo, como en primera comunión.

Los salones se llenaron y la fiesta comenzó, junto a la larga mesa del refresco, que grandes y chicos miraban con ojos ávidos.

Pocas, muy pocas señoras, temerosas con razón, de los estrujones inevitables; pero no faltaban ¡qué habían de faltar! las madres de los niños preparados para declamar o pronunciar discursos alusivos, ni las dignas esposas de los más dignos miembros del gobierno comunal, con la intendenta a la cabeza.

El inacabable cotorreo que llenaba el salón fue apagándose poco a poco, cada cual buscó la manera de estar cómodo viendo mejor lo que iba a ocurrir, y una voz infantil surgió sobre el mar de cabezas como un grito subterráneo y prolongado. Decía versos.

Nunca se ha sabido cómo podía el chiquillo manejar las manos entre los apretones de aquella multitud. El hecho es que —enseñado por el maestro de primeras letras—, se debatía virilmente y lograba hacer con gesto rítmico y acompasado, ademanes de acróbata que envía besos al público, una vez con la derecha, otra con la izquierda, alternando sin equiparse, mientras las notas de su voz, agudas como puntas de alfileres, clavaban palabras en los oídos cercanos:


Al cielo arrebataron nuestros gigantes padres
el blanco y el celeste de nuestro pabellón...
 

oyó ni entendió una palabra —salvo los muy próximos— pero ¡qué aplaudir aquél! Hubiera sido de cosa nunca acabar si una niñita vestida de raso celeste con un gorro bermellón, no se abre paso para contar al pueblo soberano:

—Hoy es el grande, el inmenso aniversario...

Y como advirtiese que su movimiento instintivo no era el enseñado por la maestra, interrumpiose roja de vergüenza y de temor, y con la voz húmeda de llanto, temblorosa y baja, repitió después de corregir el ademán:

—Hoy es el grande, el inmenso aniversario...

Y a medida que iba diciendo las frases triviales del dómine de aldea, como si comprendiera lo que había debajo de aquel palabreo insulso, la intención que ennoblecía y agigantaba tanta vaciedad, la chiquilina iba acentuando sus palabras, su voz se robustecía, siempre monótona y sin inflexiones, el rojo de la vergüenza era substituido por el carmín del entusiasmo, brillaban sus lindos ojitos negros y cuando al final dijo:

—¡Y juremos defender esta bandera!

Muchos miraron instintivamente la que sostenía un bebé rubio y rosado como un Bebé Jumeau, y por los circunstantes rodó una ola de emoción rompiendo al fin en un aplauso cerrado, sin que nadie parara mientes en que a los diez años una futura patricia no puede jurar a sabiendas si será o no defensora de enseña alguna.

Pero los pagochiquenses eran patriotas a su modo y por sugestión, mientras «no queman las papas» según Silvestre.

Terminados los aplausos, la niñita con la cara colorada, como si fuese una flor de ceibo, gritó: «—¡Viva la Rep...!»

No se oyó más, porque don Másimo había creído oportuno el momento para regalar al pueblo con media docena de cohetes voladores, vanguardia de tres bombas de estruendo.

Terminada esta parte de la fiesta, comenzó el desfile de los niños por delante de la codiciada mesa. Con gracia encantadora, la intendenta, una mujerona gorda y flácida, daba a cada uno su ración de dos pastelitos elásticos, que a pesar de su heroica resistencia al diente, pasaban en un abrir y cerrar de ojos a los infantiles estómagos. En otra jira dieron a cada cual un vasito de horchata, y siempre en fila, militarmente, comandados por maestros y maestras, los niños se retiraron de la Municipalidad, dirigiéndose a las escuelas, punto de reunión y de licenciamiento.

Entre tanto, la oposición, sin tomar parte activa en los festejos oficiales, no los había obstaculizado ni criticado siquiera. Por el contrario, los cívicos padres de niños o de niñas, permitieron gustosos que concurrieran a las escuelas, al Te Deum y hasta la Municipalidad. Un grupo se había cotizado días antes para dar un asado con cuero en una de las chacras de los alrededores, y allí hubo tras de mucho apetito, mucha alegría y muchísimos brindis patrióticos, en los que, si se mezcló la política fue generalizando, lejos de toda alusión personal. Pero no se tome esto como raro signo de cultura, como inesperada manifestación de una tolerancia que nadie sentía, no. La fiesta patria era un hermoso pretexto para divertirse, y allí había ido todo el mundo a pasar un buen rato, a reír, a cantar, a bromear, pero no a calentarse los cascos con el recuerdo de las diarias perrerías y los continuos sofocones. —Estaban en el corro, devorando la sabrosa y blanca carne de la vaquillona, los prohombres de la oposición, pues el festín criollo, el cielo claro, el sol tibio y rubio, el silencio ambiente, la paz regocijada de la naturaleza despertábanles el apetito y el buen humor.

El negro Urquiza había hecho el asado de acuerdo con todas las reglas del arte, en una hoguera de leña fuerte y huesos; y los trozos de carne, bien a punto, más sabrosos para los catadores que el faisán trufado, salían del fuego como negros pedazos de carbón, rodeados de cáscara carbonizada, ganga protectora de aquel riquísimo tesoro culinario criollo. El moreno había estado «a la altura de sus antecedentes» se dijo para felicitarlo, desde los primeros bocados. Luego, las congratulaciones y los plácemes fueron subiendo de punto, hasta acabar todos gritando:

—¡Te has lucido, Urquiza!

El negro que, como tantos otros, llevaba el apellido de la familia a quien sirvieran sus padres o sus abuelos, no tuvo otra cosa que contestar que un clamoroso:

—¡Viva la patria!

El almuerzo criollo había terminado cuando comenzó a bajar el sol, y los comensales, unos a caballo, otros en americana, algunos en tílbury, comenzaron a volverse a las casas —como decían indicando el pueblo— después de haber solemnizado con el estómago —como en la más refinada civilización— el magno aniversario de la declaración de nuestra independencia.

Pero volvamos a los concurrentes de los salones municipales en el punto en que los dejamos, es decir a la salida de los niños.

Llegó, pues, el turno de las personas mayores, que asaltaron las bandejas de pastelillos y las botellas de vino, de cerveza, de licores, con un ímpetu arrollador.

En un momento quedó el tendal de cadáveres, la mesa limpia de vituallas pero no de manchas, y los brindis comenzaron, iniciándolos el vice-cónsul francés, M. Petitjean, quien pronunció las siguientes sentidísimas palabras:

«Señogas y señogues:

»Como rapresentant' de la Fráns, yo levant' mi vás, pog brindag en esta fiest, paga las diñas otoridades y diño pueblo de Pago Shic!

»Señogues:

»Viv' la Fráns!

»Viv' la Republic' Aryantín!»

Brindaron en términos análogos Grandinetti, agente consular italiano, y Sánchez Gómez, vice-cónsul español, el uno con pronunciado acento zeneize, el otro muy pulido, sin más pero que alguna confusión de g con j y o con u, sabroso condimento regional de sus entusiastas palabras.

Susurrábase que allá en los comienzos de su carrera oratoria, nombrado maestro de primeras letras, pronunció al hacerse cargo de la escuela, un memorable discurso:

«Venju —dicen que dijo— a tratar del retrocesu de Paju Chicu, este pueblo que antes fue jobernadu por los indius y que hoy sije en manus de la misma familia».

Pero esto debía ser calumnia levantada por los envidiosos de sus altas prendas ciceronianas, y lo hace sospechar así la insistencia con que Silvestre propalaba la especie, alterando según las circunstancias el texto del discurso. Quizá no sea aventurado considerarlo apócrifo.

Las autoridades no hablaron, porque entre ellas no había lenguaraz alguno, así es que se dio por terminada esa parte de la función, la concurrencia salió de la Municipalidad, y cada cual tomó el rumbo que más le convino: éstos a sus casas, aquéllos a los volatines, los de más allá a la corrida de sortija, y los pilluelos al rompecabezas y el palo jabonado con premios.

Aquel día fue como un compás de espera en la turbulencia pagochiquense, un día de fraternidad no muy efusiva, pero siquiera respetuosa y confundible con una comunión en un solo sentimiento...

Ridículas las fiestas de Pago Chico... Pero ¡caramba! ganas nos dan de poner aquí como cierre del capítulo, la frase que Viera, contagiado con la elocuencia de Pérez y Cucto, muy romántico, muy año 10, murmuró aquella noche al oído de su novia, mirando el cielo cuyo azul profundo daba una sensación de leve movimiento con el titilar de las estrellas:

—Parece que las grandes alas de la patria se cernieran sobre nosotros y nos acariciaran desde allá arriba.

Pero no. No la pondremos. Está harto pasada de moda para que alguien la lea sin reírse.


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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