La Escena y los Actores

Roberto Payró


Cuento


Fortín en tiempo de la guerra de indios, Pago Chico había ido cristalizando a su alrededor una población heterogénea y curiosa, compuesta de mujeres, de soldados, —chinas— acopiadores de quillangos y plumas de avestruz, compradores de sueldos, mercachifles, pulperos, indios mansos, indiecitos cautivos —presa preferida de cuanta enfermedad endémica o epidémica vagase por allí.

El fortín y su arrabal, análogo al de los castillos feudales, permanecieron largos años estacionarios, sin otro aumento de población que el vegetativo —casi nulo porque la mortalidad infantil equilibraba casi a los nacimientos, pero cuyos claros venían a llenar los nuevos contingentes de tropas enviados por el gobierno.

Mas cuando los indios quedaron reducidos a su mínima expresión —«civilizados a balazos»—, la comarca comenzó a poblarse de «puestos» y «estancias» que muy luego crecieron y se desarrollaron, fomentando de rechazo la población y el comercio de Pago Chico, núcleo de toda aquella vida incipiente y vigorosa.

Cuando ese núcleo provincial adquirió cierta importancia, el gobierno provincial de Buenos Aires, que contaba para sus manejos políticos y de otra especie con la fidelidad incondicional de los habitantes, erigió en «partido» el pequeño territorio, dándole por cabecera el antiguo fuerte, a punto ya de convertirse en pueblo. El gobierno adquiría con esto una nueva unidad electoral que oponer a los partidos centrales, más poblados, más poderosos y más capaces de ponérsele frente a frente para fiscalizarlo y encarrilarlo.

Como por entonces no existían ni en embrión las autonomías comunales, el gobierno de la provincia nombraba miembros de la municipalidad, comandantes militares, jueces de paz y comisarios de policía, encargados de suministrarle los legisladores a su imagen y semejanza que habían de mantenerlo en el poder.

La vida política de Pago Chico sólo se manifestó, pues, durante muchos años, por la ciega obediencia al gobierno, del que era uno de los inconmovibles bourgs pourris, baluarte en que se estrellaba todo conato de oposición. Los «partidos» incondicionalmente oficiales, eran el gran cimiento de la situación, y entre ellos Pago Chico aparecía como una de las herramientas más dóciles y eficaces. Recibía en cambio algunos subsidios para el sostenimiento de sus autoridades, y de vez en cuando gruesas sumas destinadas a obras públicas y de fomento, que las mismas autoridades se repartían en Santa Paz, cubriendo las apariencias con algún conato de construcción, verbigracia, la del puente sobre el río Chico, que aún está en veremos, el ensanche de la iglesia, siempre en las mismas, la terminación de la Municipalidad, o la mejora de los caminos, las acequias o los mataderos...

Oposición no existía sino tan embrionaria que su exteriorización más grande eran los chismes y las hablillas, las protestas de algún desdeñado o perseguido y los anónimos al gobernador de la provincia o a los periódicos de la capital, ora reveladores de verdaderos abusos, ora simples especies calumniosas envenenadas.

El programa político de los descontentos era el rudimentario «quítate para que yo me ponga» de manera que la oposición no salía nunca de su estado de nebulosa, por poco que, cuando amenazaba consolidarse, los más ardientes recibieran un mendrugo inspirador del quietismo y la tolerancia.

Bermúdez, por ejemplo, indignado ante la negativa de una concesión que pidiera a la Municipalidad, proclamó urbi et orbe que iba a revelar los latrocinios del puente sobre el Chico, denunciando a la prensa bonaerense la verdadera inversión de los fondos, robados por los municipales como en una carretera. Hizo, en efecto, una exposición circunstancial de las defraudaciones, a la que agregó cálculos de precio de materiales, la descripción de lo hecho y un cúmulo de comprobantes... Firmó el terrible documento, consiguió que otros vecinos expectables lo refrendaran, robusteciendo la denuncia, leyó el factum ante un grupo numeroso en el café y confitería de Cármine, agitó los ánimos, despertó el patriotismo pagochiquense, convulsionó al pueblo, pronto ya a la revolución y el sacrificio...

—Usted es un zonzo, amigo Bermúdez —le dijo en esta emergencia el escribano Ferreiro, deteniéndolo en la calle.

—¿Por qué? —preguntó el prohombre opositor muy sorprendido.

—Porque ha obligado al intendente a romper el contrato por diez años del peaje del puente.

—¿Y a mí qué?

—Que la Municipalidad se lo concedía a usted por una bicoca... ¡Un regalito de tres a cuatro mil pesos por año!...

Bermúdez se puso verde, luego amarillo, después rojo como un tomate, enseguida pálido otra vez, y tomando el brazo del ladino Ferreiro con la mano trémula de emoción y avaricia:

—¿Y eso no se podría arreglar? —preguntó.

Se arregló, y admirablemente. Bermúdez dio vuelta al poncho. Los parroquianos del café de Cármine le sacaron el cuero; pero nuestro hombre, desollado y todo, siguió tan campante enriqueciéndose y figurando cada vez más...

Ese café de Cármine y otros puntos de cita no podían, entre tanto, dejar de convertirse en centro de difamación, y lo fueron con tal eficacia que al cabo de pocos años el pueblo se halló dividido en varios bandos que se odiaban a muerte, y cuya lucha iba a dar origen a una oposición organizada.

Entre estos bandos destacábase el de don Ignacio Peña (don Inacio, allí) y su acólito el boticario Silvestre Espíndola, enemigo personal este último del intendente y su camarilla, porque el médico municipal, doctor Carbonero, habilitó al italiano Bianchi para que abriese otra farmacia contando con la clientela obligatoria de sus enfermos, los pedidos de la municipalidad para el hospital, y los de la comisairía para su botiquín, pues Carbonero acumulaba también las funciones de médico de policía y director del hospital.

Esto ahondaba la división, porque los otros dos facultativos, el doctor Fillipini, italiano, y el doctor don Francisco de Pérez y Cueto, español, sin cargo ni prebenda alguna, eran naturalmente opositores a todo trance.

Añádase a esto la competencia comercial, creadora de enconos por sí misma, y exacerbada aún por el favoritismo de las autoridades, que para algunos llegaban a extremos inconcebibles; los celos de las mujeres; las envidias de los hombres; la sempiterna vida en común; la falta casi total de horizontes, y se tendrá idea de aquel terreno preparado ya para convertirse en teatro de una lucha homérica.

El primer síntoma de guerra fue una disputa ocurrida en el Club del Progreso entre el intendente municipal don Domingo Luna y el juez de paz don Pedro Machado, a raíz de un envite en que el juez cantó treinta y dos y se fue a baraja sin mostrarlas, apuntándose los tantos después de no querer el rabón. Casi hubo cachetadas, y quizá hubiera sido mejor, porque la venganza de Machado, a quien el intendente llamara «tramposo» con todas sus letras, fue terrible: fundó un periódico, «El Justiciero», para atacar a su enemigo y sacarle los cueritos al sol. «Los cueritos al sol» dicen en la campaña, porque allí se acostumbra que los niños duerman sobre pieles de cordero, y cuando éstas se sacan a la luz... ¡ya se adivina el resto!

Hizo Machado llevar una imprentita de Buenos Aires, y como era completamente analfabeto, la puso en manos de Fernández, que ya había dragoneado de periodista en otro pueblo, encargándole que pusiese «overo» al intendente, sin asco y sin lástima.

«El Justiciero» debía aparecer dos veces por semana: jueves y domingos. Apareció, sin embargo, un solo jueves, pues el «deux ex machina» pagochiquense, el escribano Ferreiro, se encargó de poner paz entre los príncipes cristianos.

—Mire, don Pedro —declaró al belicoso juez de paz—; esto va a ser como pelea de comadres de barrio. «¡Usté es esto!» «¡Y usté es más!» Cuanto pueda decirle a Luna, él se lo puede repetir a usté, porque todos hemos hecho y estamos haciendo lo mismo. Tráguese la rabia y cállese la boca, porque lo más que sacará será lo que el negro del sermón; los pies fríos y la cabeza caliente. Sigamos como hasta ahora, que así va lindo no más. Si no vamos a tener que enojarnos con usté, se va a enojar el gobierno, ya no le caerá ni un negocito para hacer boca, y en cambio Luna se encargará de decirle cuántas son cinco, y él y usté, usté y él serán la risa de todo el mundo.

Como don Pedro no cediera a las primeras de cambio, Ferreiro se entretuvo en enumerarle todos los negocios dudosos y hasta escandalosos en que había tenido participación, las arbitrariedades por él cometidas en el desempeño de su cargo...

—Piór ha hecho él —gritaba Machado, como lo pronosticara el escribano, que le tapó la boca con esto:

—Habrá hecho peor, no digo que no. Pero él no está en posesión de un campo sin título de propiedad, ni de seis o siete lotes urbanos, que la Intendencia puede reivindicar de un momento a otro...

«El Justiciero» no reapareció hasta meses más tarde, cuando «La Pampa» de Viera arrojó en aquel terreno abonado la semilla de la oposición, provocando por parte del oficialismo una defensa desesperada que tuvo la virtud de acabar con las rencillas de Machado, Luna y demás «dueños del pueblo».

Este Viera, hijo de Pago Chico —joven de veintidós años que había vivido algún tiempo en Buenos Aires, codeándose, gracias a su pequeña fortuna, con la juventud frecuentadora de cervecerías, teatros y comités—, era un bien intencionado y un cándido, con escasa ilustración y más escasa experiencia, a quien el surgimiento de la Unión Cívica infundió ideas redentoras. A raíz de aquel vasto movimiento de opinión volvió al Pago resuelto a reformar el mundo, y para hacerlo compró también una imprentita, gastándose la mitad de su capital, y fundó «La Pampa», dispuesto a sostenerla con la otra mitad.

Ya lo veremos en la acción. Entretanto pasemos a otra cosa, para dar una idea general de aquel pueblo privilegiado.

Las reuniones más «chic» y mejor concurridas eran las que Gancedo celebraba frecuentemente en su casa, para ir creándose una popularidad que pudiera llevarlo a la diputación, sin darse cuenta de que en Ferreiro tenía un rival tanto más peligroso cuanto más discreto y solapado.

Las tertulias de Gancedo eran todo lo amenas y agradables que podían serlo en Pago Chico. Precedíalas siempre «una comida íntima» según el dueño de casa, «un banquete» según los invitados no venenosos. Llenábase de gente el vasto comedor, y como la ciencia culinaria pagochiquense estaba todavía en pañales, el menú se componía generalmente de jamón, pavo fiambre, conservas de toda especie y empanadas criollas, de tal modo que la mesa parecía la de un lunch de viajeros en una parada del camino.

Terminada la comida y apuradas las últimas botellas del buen vino de postre, comenzaba a llegar el resto de los invitados, las niñas con sus mamás, los jóvenes solteros; el pianista Mussio aporreaba el teclado sin darse tregua, y los valses, las polkas y los lanceros se sucedían hasta muy cerca del amanecer.

Las demás reuniones eran muy parciales y ese excepto las masculinas del Club del Progreso y la confitería de Cármine —los dos puntos de reunión que se disputaban opositores y oficialistas, quedando el uno y el otro tan pronto en manos de éstos, tan pronto en manos de aquéllos, como en las figuras de una contradanza.

Pero, eso sí, sólo tratándose de un caso de enemistad declarada y odio manifiesto, ningún pagochiquense distinguido faltaba al bautizo, la boda, el velorio y el entierro de otro distinguido pagochiquense. Era de regla olvidar aparentemente las pequeñas rencillas en estas solemnidades.

Pero si escaseaban las fiestas y las tertulias de música y de baile, abundaban en cambio las «tenidas» de murmuración y desollamiento. Los hombres las celebraban en el club y el café; las mujeres en sus casas y las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en sala, despellejando aquí a las que acababan de dejar allá, mientras eran despellejadas a su vez por aquéllas y por otras, en una madeja de chismes, embustes, habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job con toda la paciencia que se le atribuye aún, pese a las protestas, clamores y vociferaciones que llenan su libro del vicio testamento. Tales misteriosos cuchicheos empañaron más de una fama limpia y pura, y pronto no quedó en Pago Chico, sino para los interesados, ni hombre decente ni mujer honrada.

—Si uno fuera a creer tanta inmundicia —decía Silvestre—, tendría vergüenza hasta de mirarse al espejo sin testigos.

Y lo más curioso es que Silvestre solía ser el vehículo por excelencia, de la difamación.

«La Pampa» atacó el mal en varios artículos violentos contra los calumniadores. Todo el mundo los leyó, comentó, aprobó, aplaudió, ensalzó; pero todo el mundo siguió impertérrito haciendo lo mismo, y hasta puede que exagerando la nota. De aquella célebre campaña periodística sólo quedó el dicho de «Pago Chico, infierno grande», epígrafe de uno de los artículos de Viera, y el buen efecto causado por este párrafo, glosa de la frase silvestrina:

«Si cuanto se dice fuera cierto, habría que cercar de murallas el pueblo y convertirlo en una cárcel que fuera al propio tiempo manicomio y reclusión de mujeres perdidas».

El comercio tenía bastante importancia, sobre todo desde que llegó el ferrocarril, pues entonces comenzaron a establecerse «barracas» para el acopio de frutos del país —lana, cueros, etc.— Estos establecimientos fueron pronto los más importantes y prósperos, llegando a efectuar ciertas operaciones bancarias —depósitos en cuenta corriente y a plazo fijo, descuentos, giros— que antes hacían fácilmente las principales casas de comercio.

Entre estas últimas, la más notable era la de Gorordo, que reunía en un inmenso edificio de un solo piso con techo de hierro galvanizado, los ramos de tienda, mercería, almacén, despacho de bebidas, corralón de madera, hierro y tejas, mueblería, hojalatería, papelería y droguería, amén de otras especialidades.

Aún quedaban otros establecimientos análogos, restos de la época en que era necesario acapararlo todo para realizar alguna ganancia, y en que todos estos comercios se complementaban todavía con la compra-venta de frutos del país. Pero iban perdiendo terreno ante la especialización, pues año tras año surgieron tiendas y mercerías, almacenes de comestibles, boticas, mueblerías, platerías, sastrerías, zapaterías de diverso orden, hoteles, fondas y bodegones, hasta un conato de librería y una cigarrería pequeña —casas entre las que sobresalía como una perla de incomparable oriente la


SAPATERIA E SPACIO DI BEVIDA
DI ROMOLO E REMO
DI GIUSEPPE CARDINALI
 

Pago Chico tuvo, por consiguiente, sus Bon Marché y sus Printemps antes que París, o al mismo tiempo, para perderlos luego y verlos sin duda reaparecer cuando se complete el cielo de su evolución progresiva.

La primera industria mecánica que nace en un pueblo de provincia, y la primera que nació en Pago Chico, es la de fabricación de carros. En un principio los carros se compran en otra parte, pero inmediatamente se nota la necesidad de una herrería y carpintería para componerlos. Establecida ésta, por poco que la población adelante, el taller prospere y el obrero no sea muy torpe, la simple herrería se convierte en fábrica y la industria ha nacido sin esfuerzo.

A la fábrica de rodados había ya que agregar en Pago Largo el floreciente molino y fideería de Guerrim, construcción chata y mezquina emplazada a orillas del arroyo presuntuosamente llamado Río Chico, cuya escasa corriente bastaba apenas para mover una pequeña rueda que molía el grano con lentitud y como desganada. Las tormentas y la humedad, azotando y carcomiendo sus paredes de ladrillo sin revoque, les habían dado una pátina verdinegra, triste pero característica. Había que agregar también fuera de los hornos de ladrillos y las licorerías falsificadoras de toda clase de bebidas, la talabartería de Tortorano, que realizando buenos negocios, sin embargo, debía luchar con la competencia de los trenzadores criollos, que en los ranchos de las afueras hacían primorosos mancadores, lazos, bozales, mancas, prendas de gran lujo disputadas por los paisanos y los mismos «paquetones» del pueblo, y en las que un solo botón llevaba a veces más de un día de trabajo. Tortorano tenía que limitarse a vender arreos, ordinarios, pero cobrándolos a peso de oro se vengaba del arte purísimo que convertía los «tientos» el simple cuero sobado, en bridas moriscas, suaves como la seda, en cabezadas caprichosas y elegantes, sutiles trabajos en que el gusto y la paciencia realzaban diez y más veces el valor de la materia prima. Y, a la larga, Tortorano venció: hizo que los trenzadores trabajaran exclusivamente para él, almacenó sus obras sin venderlas, imponiendo los artículos de su fabricación, y cuando logró que se olvidara la moda de los aperos criollos, dejó sin trabajo a los trenzadores, que debieron levantar campamento para no morirse de hambre.

Como industria, no podemos olvidar tampoco la de Tripudio, que con los desmirriados racimos de las parras de su quinta y otros ingredientes menos inofensivos, fabricaba un chacolí con «gusto a olor de ratón», que luego expendía con el ingenioso título de «Vino Cható».

Completaban la población trabajadora de Pago Chico, varios ejemplares de hojalateros, sombrereros, modistas, tipógrafos, pintores, blanqueadores y empapeladores, planchadoras, panaderos, lavanderas, cigarreras, carniceros con tienda abierta y verduleros que también vendían carbón, leña, maíz y afrecho...

...Y como esto basta y sobra para dominar el escenario y tener siquiera barruntos de algunos pocos actores, pasemos sin más preámbulos a relatar y puntualizar varios episodios de la sabrosa historia pagochiquense, preñada de hechos trascendentales, rica en filosófica enseñanza, espejo de pueblos, regla de gobiernos, pauta de administraciones progresistas, norma de libertad, faro de filantropía, trasunto ejemplar de patriotismo...

—¡Flor y truco! y si hay más flor ¡contra flor el resto! —agregaría Silvestre, afirmando con esta salva de veintiún cañonazos los colores de Pago Chico.


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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