Los Patos

Roberto Payró


Cuento


Era la tarde del 31 de diciembre. Ruiz, el tenedor de libros de una importante casa de comercio —aquel españolito capaz y relativamente instruido que acababa de llegar al pueblo, después de una escala en Buenos Aires, provisto de calurosas recomendaciones para su compatriota el doctor don Francisco Pérez y Cueto, que no tardó en procurarle la susodicha ubicación— se hallaba, como de costumbre, en la frecuentada trastienda de la botica de Silvestre, sorbiendo el mate que echaba Rufo, el nunca bien ponderado peón criollo del criollo farmacéutico.

Merced a su irresistible don de gentes, el boticario era ya íntimo amigo del tenedor de libros, a quien había enseñado en pocas semanas a tomar mate —como se ha visto—, a jugar al truco y a opinar sobre política, tarea esta última siempre fácil y agradable para un español. El aprendizaje de las otras dos, y sobre todo de la primera, había costado mayor esfuerzo...

Ruiz, a pesar de su renegrido bigote, de sus ojos negros y brillantes y de su continente resuelto, no sabía andar a caballo ni conducir un carruaje —observación que no parece venir a cuento, pero que es imprescindible, sin embargo—, de modo que, los domingos, cuando obtenía prestado el tílbury de su patrón, veíase en la obligación de buscar compañero ayudante que lo sacara de posibles apuros. Su primer invitación iba siempre enderezada a Silvestre, cuya obligada respuesta era:

—No puedo abandonar la botica, ¡como te suponés!...

Porque ya se trataban tú por tú —o tú por vos, para ser más exacto— a pesar de lo reciente de la relación.

Y lo curioso es que no pudiendo abandonar la botica, Silvestre andaba siempre merodeando por el barrio, a caza o en difusión de noticias, aunque Rufo no estuviera para cuidarle los potingues... Ante la voluntad negativa, Ruiz, que se pasaba allí las largas horas en que el Mayor, el Diario y la Caja no reclamaban la esgrima de su pluma, permanecía un rato en silencio, o hablando de cosas indiferentes, para terminar insinuando:

—¿Rufo, no podría acompañarme?

—¡Cómo no! ¡Que vaya no más!

Y casi todos los domingos ambos montaban al tílbury, empuñaba las riendas Rufo, y al trote del moro, allá iban los dos por esas calles, dando vueltas, hasta cansarse de mirar muchachas en las puertas, para salir entonces a dar largos paseos por las quintas sin árboles y las chacras sin sembrados.

Ahora bien, aquella tarde del 31 de diciembre, y como le consta al lector, terminado el inacabable machaqueo de la pomada mercurial, y el sempiterno lavado de frascos y botellas a gran fuerza de munición, Rufo acarreaba mate a la trastienda, en que Silvestre y Ruiz departían mano a mano.

—Mañana es primero de año... ¿qué piensas hacer? —preguntó de pronto el tenedor de libros.

—¿Yo?... ¡Ya sabés que no puedo abandonar la botica!...

—Pues yo pienso salir de caza, en el tílbury, así como te lo digo.

—¿A cazar qué?

—¡Patos, hombre, patos! ¿No sería excelente un guisado de patos para festejar el año nuevo?

—Sí, pero tenés que ir muy lejos...

—¡Quiá!

—No hay patos por aquí. Están muy perseguidos, se han puesto matrerazos y no se encuentran mas que en los lagunones del Sauce y muy arriba del río Chico...

—¿Que no?... ¡Pues pululan!... Deja que Rufo me acompañe, y en dos o tres horas me comprometo a traerte un par de docenas... ¡Los comeremos mañana mismo!...

—¡Qué vas a traer! Si no hay un pato ni p'a un remedio por aquí...

Ruiz medio sulfurado, se encaró entonces con Rufo, que entraba llevando el mate:

—¿No hemos visto centenares de patos el domingo, cuando salimos en el tílbury?

Rufo sonrió con sonrisa indefinible, y contestó muy afirmativo:

—Negriaban, sí, señor... Hasta en los charquitos...

—¡No puede ser! —exclamó Silvestre, incrédulo; y en seguida apeló a su sistema predilecto—: Te apuesto a que no tráis ni cinco en todo el día.

—¡Apostado! ¿Qué jugaremos?

—Que si cazás cinco patos, yo pago el vino bueno, los postres y el champán para nosotros y tres amigos más; si no cazás nada o menos de cinco, vos pagás una buena comida en lo de Cármine... ¿Te conviene?

—¡Va apostado!

Era aún temprano, el pueblo dormía, cantaban los pájaros, y el sol bajo el horizonte iluminaba ya blandamente la tierra, cuando Rufo fue a buscar a Ruiz con el tílbury tirado por el moro.

El criollito socarrón iba tan alegre que el látigo chasqueaba en su mano como petardos, a pesar de que el moro llevara un trote bastante ágil en el aire vivo de la mañana.

El tenedor de libros estaba vestido y aguardaba ya, armado hasta los dientes, con escopeta de dos cañones, cuchillo de caza, morral, cinturón y cartuchera con más de cien cartuchos cuidadosamente cargados.

Salieron y ya a pocas cuadras del pueblo comenzó el tiroteo: —¡Pim, pam; pim, pam!— y el caer de patos era una maravilla. Mansos, mansitos los animales se dejaban acercar bien a tiro, casi sin moverse junto a la misma orilla, y cuando uno quedaba espachurrado y flotando sobre el agua cenagosa de los pantanos, los otros parecían más sorprendidos que espantados por aquel estrépito y aquella matanza, como si nunca se les hubiese hecho un disparo... Después, convencidos de la abierta hostilidad, tendían el vuelo bajito levantando el agua con las patas, como si navegaran a hélice, e iban a detenerse poco más lejos, de tal manera que el tílbury, hábilmente dirigido por Rufo, no tardaba en dejarlos a tiro otra vez...

Y ¡pim, pam; pim, pam! la escopeta de Ruiz continuaba el estrago, amenazando dejar sin patos la comarca entera. Uno, dos, diez, veinte, cuarenta. ¡Cuarenta patos mató esa mañana el cazador forzudo delante del Señor, sin haber tenido siquiera que bajarse del tílbury!

Los ojos le brillaban de júbilo y entusiasmo.

Aquel éxito colosal lo había puesto tan nervioso que hasta marró algunos tiros, seguros sin embargo, con el apresuramiento y la avidez...

Cuando llegó a los cuarenta patos era aún temprano y Rufo cada vez más satisfecho, rebosándole la alegría por todos los poros, quería que continuase la hecatombe. Ruiz modestamente se negó, quizá apiadado de los inocentes palmípedos.

—Llevo ocho veces más de lo necesario para ganar la apuesta. ¡Ocho veces!... Silvestre va a trinar.

Se detuvieron a la puerta misma de la botica, y Etifo comenzó a bajar del tílbury y a introducir en el despacho el producto de la milagrosa cacería. Silvestre estaba en la trastienda, dale que le das al pildorero, preparando una de las fructíferas recetas de «agua fontis y mica panis» que extendía el Dr. Carbonero, enemigo de la farmacopea, más no de la voluntad de los clientes que no querían curarse sin remedios. Pero ante la algazara de Ruiz, que bailaba y cantaba castañeteando los dedos, en una ruidosa pírrica alrededor de los patos, no pudo menos que abandonarlo todo y precipitarse a la tienda para ver aquello...

En el patio se oía un desordenado repiqueteo de almirez. Con desusado celo, como si una terrible urgencia lo impulsara, Rufo machacaba febrilmente la pomada mercurial, hecha ya sin embargo. Y acompañando el redoble del mortero, sonaba algo entre regaño y risa reprimida.

Una carcajada homérica sacudió de pies a cabeza a Silvestre, en cuanto se vio delante del informe montón de los cuarenta patos; y sin dar tiempo a que Ruiz volviera de su asombro, habíase lanzado como una flecha, atravesado la calle y entrando como un ventarrón en la imprenta de La Pampa, en cuyo interior siguieron estallando sus inextinguibles risotadas.

Ruiz, perplejo, se había quedado inmóvil y aturdido, en medio de la farmacia, con la boca entreabierta y los brazos colgando frente a su botín cinegético.

Siguiendo a Silvestre, apareció Viera, director de La Pampa, y el administrador, y los cajistas, y luego otros más, atraídos por el ruido y el movimiento, hasta formar cola a la puerta.

Y el boticario «indino» continuaba en sus carcajadas, interrumpiéndose sólo para exclamar:

—¡Miren los patos que ha cazado Ruiz! ¡Miren los patos p'año nuevo que ha cazado Ruiz!...

Y el público le hacía corro, y allí en el patio el repique del almirez adquiría sonoridades de campana echada a vuelo.

Ruiz quería hablar, desconcertado, llorando casi con aquella burla inacabable; pero las risas, las exclamaciones y los chascarrillos no lo dejaron meter baza, ni averiguar la causa de semejante tremolina. Por fin oyó la clave del enigma:

—¡Son gallaretas!

Y aunque no supiese lo que es una gallareta, comprendiendo que había cazado gato por liebre, tomó el sombrero, abriose paso, trepó al tílbury y manejando por primera vez en su vida, puso al moro al trote largo para escapar de las risotadas, cuyo eco lo perseguía hasta volver una esquina...

Pasada la primera impresión y disuelto el corro, Silvestre creyó prudente reprender a Rufo, por honor de la jerarquía. Al fin Ruiz era su amigo...

—¿Por qué lo has dejado matar tanta gallareta?

—¡P'a que aprienda, pues!

—También hubiese aprendido si le hubieras dicho antes...

—¡Qu'esperanza, patrón! ¿No está viendo que se podía haber olvidau?... ¡Y lo qu'es aura, no se olvida ni a tiros!...


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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