Novelas y Fantasías

Segunda serie de Scripta

Roberto Payró


Cuentos, Colección



Dedicatoria

á Jacobo Peuser

En agradecimiento

R. J. P.

¿Crímen?

(fragmentos de unas memorias)

I

Febrero 10 de 18....

....Todo está en calma; el mundo parece dormir un sueño de muerte; la atmósfera pesada me sofoca; ni un suspiro del viento llega á estremecer las hojas de los árboles, todavia marchitas bajo los besos de fuego del sol; acaba de salir la luna, rodeada por un círculo de vapores luminosos, y su luz amarillenta hace palidecer el fulgor de las estrellas, perdidas en el manto indeciso de las nubes...

Todo está en calma; todo, menos mi corazón, que late violentamente, y mi cerebro que bulle como un volcán ...

El doctor Ávila me ha dicho que no puedo casarme; me ha amenazado con terribles desgracias para el porvenir; me ha hecho ver mi hogar, el hogar tantas veces soñado, presa de la desvastación terrible de la muerte, y haciéndose eco de los gritos sin piedad de la conciencia.

¡Y, sin embargo, yo no he dudado, y en el salón contiguo me esperan los que van á acompañarme al templo, los que van á ser testigos de mi crímen!...

¡Eh! ¡qué importa! ¡El dado está tirado, y no soy, más que otro, merecedor de las desdichas que me amenazan; la suerte se apiadará de mi, la suerte que hasta hoy me ha perseguido!..

Vamos á Elisa, á mi amada, á mi esposa en breve.

Sacudamos estos negros pensamientos, y miremos impávidos el futuro, lleno de sombras ó de luces, de fulgores ó de tinieblas. ¡Qué importa!...

¡Bebamos nuestra copa, amarga ó dulce, hasta las heces, sin que tiemblen el corazón ni la mano!...

II

Abril 12 de 18....

....¡Bien hacía yo en no dudar! La dicha más inmensa me sonrie; la felicidad más completa llena mi espíritu!

¡Soy el poseedor de la belleza tantas veces deseada, y la voz de Elisa llega hasta mí como música sublime que me extasía!...

Dos meses ha que la estreché por primera vez entre mis brazos ¡Dos meses que he vivido en el Paraiso!...

Y, como si faltara aún algo á mi dicha, he escuchado hoy de sus labios temblorosos de alegría, la fausta nueva de mi próxima paternidad, lazo que unirá aun más estrechamente —si esto es posible— nuestros corazones llenos del amor más grande.

Desde ahora mi cariño hácia Elisa parece aumentar: siento algo mío, una parte de mi ser, que palpita en sus entrañas, que vive de su vida, que está en eterno diálogo con ella, relatándole lo que pasa en mi espíritu, señalándola el lugar que en él ocupan ambos.

¡Dia de felicidad! ¡Después de haber hecho llegar un rayo de sol, esplendoroso y puro, hasta el fondo de mi alma, dejas en ella un recuerdo imborrable que nunca cesará de acompañarme en las rudas batallas de la vida!..

III

Octubre 6 de 18...

...Pocos dias más, y estrecharé en mis brazos al fruto de nuestro amor.

¡Con qué ánsia le espero!

Soy rico, y me esforzaré para que la felicidad, la más completa felicidad, le acompañe.

Nada dejaré de hacer, por difícil que sea, para que mi hijo, —mejor que mi hija— no tenga que quejarse de la suerte...

IV

Octubre 14 de 18...

....A mi llamado acudió el doctor Ávila, que ha examinado atentamente á Elisa, cuyo rostro pálido casi llega á confundir su color con el de las blancas sábanas.

La ha encontrado bien, y señala el alumbramiento para esta noche ó mañana.

Cuando iba á salir el acompañé hasta el corredor.

Allí me miró, con aire severo, durante un segundo, y luego me dijo con acento de reproche:

—¡Se ha casado Vd! ¡Quiera el cielo que sus faltas no caigan sobre la cabeza de un inocente! ¡Quiera el cielo que no derrame Vd. muchas lágrimas, por no haber cumplido mis órdenes!...¡Que nunca se sepa Vd. criminal!...

—¿ Qué quiere Vd. decir, doctor? pregunté, presa de la agitación más grande.

—El tiempo contestará por mí, dijo clavándome la mirada, en que se veía algo de encono, quizás ....(me cuesta decirlo)... algo de desprecio!...

Y salió en seguida, sin estrecharme la mano siquiera.

Esas palabras, llenas de misteriosas amenazas, me han causado honda impresión, trayendo á mi memoria las terribles dudas que me asaltaron antes de mi casamiento.

Es verdad que no he cumplido las órdenes del doctor Ávila, que me he casado; pero, también es cierto que ni una nube ha venido á turbar nuestra dicha, lo que me demuestra que no se trataba más que de ráncias preocupaciones de médico viejo.

Mis antiguos males han desaparecido por completo; no tengo ya ninguna de sus manifestaciones externas ó internas, que antes me desesperaban.

¿Qué temo, pues?...

Sin embargo, las palabras del doctor han hecho nacer en mí, nuevas y terribles zozobras.

No me explicó sus frases, no puedo explicármelas; pero pesan en mi cerebro como plomo derretido y llevan á mi corazón torrentes de sangre, que amenazan hacerlo saltar.

"Quiera el cielo que sus faltas no caigan sobre la cabeza de un inocente!" ¡Frase espantosa que me hace adivinar toda la horrible verdad!...

¿Si mi hijo fuese á ser castigado por mi borrascosa juventud!...

Pero no; es mentira que la naturaleza conserve hasta la tercera generación el rencor por las faltas cometidas. ¿No he sido yo bastante castigado?...

Y ¿por qué sufriría mi hijo —ser inocente que aún no ha visto la luz del sol; que aún no ha pisado este mundo de dolores; que todavía se mantiene impecable— por los errores, por los deslices de su padre, que ya sufrió la pena de sus culpas?

¿Por qué el hijo del asesino jamás lleva en la frente sangrienta y afrentosa señal, y el hijo mio, el hijo de mi corazón ha de llevarla?

¡Ley de la naturaleza, tan cruel como la ley cristiana que nos hace nacer en el pecado!...

¡Pero no, eso no puede ser verdad! ¡El doctor Ávila padece una equivocación, una dolorosa equivocación!

¡Si tal sucediese, Dios, el Dios que me mira, no sería justo!...

V

Octubre 15 de 18....

...¡Sonó la hora fatal, que debiera ser para mí la hora de la felicidad completa, infinita!...

He podido, por fin, estrechar entre mis brazos á mi hijo, á mi Rodolfo. Pero ¡ay! he colocado sobre mi corazón la cruz pesada de mis faltas; han escuchado mis oidos el grito poderoso de mi conciencia, hasta ahora dormida; he sentido en mi cerebro el gusano roedor del remordimiento!...

¡Cuán cruel confirmación han tenido las palabras del doctor Ávila, y de qué modo me arrepiento de no haber ejecutado sus órdenes!...

¡Porque ahora ya me sé criminal, ya comprendo reo de qué espantoso crímen se hace el hombre que se enlaza á una mujer confiada en su buena fé, para envenenar su existencia!

Ahora sé que es más que asesino, el que dá la vida á un ser herido por sus mismas terribles enfermedades...

Y en mis oidos resuenan todavía las órdenes del doctor Ávila:

—No se case Vd; no puede casarse... Uniéndose á esa joven hará Vd. su infelicidad, así como la de sus hijos, si llega Vd. á tenerlos.

—¡Locuras! exclamaba yo entónces. ¡Imposible es que eso suceda! Por otra parte, yo amo demasiado á Elisa para que llegue á hacer su infelicidad. Y en cuanto á mis bijos ¿no me vé Vd. sano y robusto, lleno de vida y de salud?...

—Muchas veces, en el campo, bajo el verde y menudo cesped, agradable á la vista, que parece invitarnos á correr por él, bulle el lodo infecto y mefítico del pantano. ¡Si Vd. se casa, alguno de sus hijos recibirá un castigo aún más grande que el que Vd. sufrió!...

Y ese hijo ahí está... ¿No le véis?

Elisa, postrada en el lecho, lo abraza estrechamente, y yo, desde esta habitación, en donde escribo, veo esa escena para mí espantosa...

No sé cómo acierto á sostener la pluma en mi mano crispada, al sentir cuál se clavan en mi pecho los dientes tercamente obstinados del dolor...

Mañana, cuando mi esposa abandone el lecho; cuando pueda ver á su hijo, con tanto afán esperado; á su hijo, ciego, contrahecho, lleno de pústulas; á su hijo, masa informe de carne, sin proporción alguna, en el que apenas hay un soplo de vida, que á cada instante amenaza extinguirse; cuando escuche, como yo, la frase fria, breve y acusadora del doctor Ávila: "Su hijo de Vd. morirá, si nació bajo buena estrella; si vive, no abandonará la niñez por más años que pasen"... cuando sepa que yo, solo yo, soy el culpable, el criminal; cuando llegue á su conocimiento que obré á sabiendas de ese modo ¿quedará algún nuevo castigo para mí? ¿perderé también el amor de ese ser tierno y abnegado, que hasta hoy era mio, completamente mio?...

¡Si pudiera ocultar á Elisa el resultado de mi crímen! ¡Si pudiera hacer que nunca viese á su Rodolfo!...

Pero aun así, mirando en él la encarnación de mi castigo, no puedo menos que amarle, y no podría separarme de él!...

Y aún me parece que, si yo efectuara un cambio, mi pobre mujer había de conocerlo ¡Las madres no se engañan jamás!...

Por otra parte, no quiero hacer mayores mis delitos; no quiero ser dos veces criminal!

VI

Octubre 16 de 18...

...Imposible es describir la escena que ha pasado entre mi mujer y yo.

Cierto es que la esperaba, pero ha sido tan terrible, tan espantosa, que aún ahora tiemblo al recordarla.

Todos sus gritos de desesperación, todos sus insultos dirijidos á mí, todas sus blasfemias, repercuten aún en mis oidos que zumban, porque toda mi sangre se ha agolpado á mi cerebro.

La madre, herida en sus esperanzas más caras, es como la leona que el cazador irrita.

¿Qué es lo que me ha dicho?

No sé; no lo recuerdo con claridad.

Todas sus frases están grabadas profundamente en mi memoria; rugen en mi oido, en desorden espantoso; hacen hervir mi cerebro en confusión caótica, pero no llegan á mi, distintas y terribles, con sonoridades de rayo asolador, como hace muy pocas horas...

Lo único que sé es que mi felicidad ha sido turbada para siempre, y que de hoy en adelante no espero sinó dias tenebrosos, en que la dicha no me ha de sonreir como en otros tiempos.

Y en vano, en vano, trato de acallar mis remordimientos implacables; en vano trato de apartar de mí la idea de la muerte, que me acaricia como único término de mis dolores...

Tengo el rewólver á mi lado, sobre la mesa...

Pero un pensamiento me detiene:

—Si yo muero ¿qué será de Rodolfo, de mi pobre Rodolfo, de ese ser inocente, sobre cuya tierna cabeza ha caido sin piedad alguna el rayo del cielo, el castigo de mis delitos, la mancha que debía afrentar mis sienes y no las suyas?...

Y esa eterna niñez á que mi hijo ha sido condenado, si llega á escapar á la muerte, me cierra el paso hácia el descanso eterno...

¡Oh! qué vida, qué vida la mia!...

—¡Eres maldito! ha exclamado Elisa en su dolorosa desesperación, en su extravío de madre infeliz. ¡Eres maldito, porque has robado el alma á una inocente criatura, porque has envenenado mi vida, porque eres mal esposo y mal padre, porque eres más infame y criminal que el asesino que mata al niño indefenso!..

¡Porque ella sabía, sabía hasta el cansancio, que yo era culpable... culpable, siendo víctima mi hijo!...

¡Y sus palabras asordan mis oidos á cada instante, y me vuelven loco, y hacen que acarície de nuevo la idea del suicídio, único término, único fin!..

Si, soy maldito; he cometido el crímen más nefando. Si, soy maldito porque he atentado contra Dios, contra la sociedad, contra mí mismo. ¡Soy maldito porque, por mi causa, ha sido creado un ser sin espíritu, un cerebro en que no fulgura la luz divina del pensamiento.. un idiota!..

Y ella, su pobre madre, con el corazón lacerado por mi culpa, ha obrado con justícia al cruzar mi rostro con la azulada señal de su látigo, y hubiera obrado con justícia tambien, si me hubiese pisoteado, si me hubiese destrozado bajo sus plantas!..

VII

Noviembre 1º de 18..

...La existencia de Rodolfo se arrastra entre los padecimientos más horribles.

Elisa no se aparta un instante de su cuna.

Cuando me acerco, clava en mí sus ojos con expresión de ira inmensa.

Hoy, habiéndola preguntado cómo se encontraba, me contestó:

—Mal, muy mal, lo que á Vd. no debe importarle.

—¿Porqué nó, Elisa?

—¡Porque, después de lo que ha sucedido, todo queda terminado entre nosotros!

Dijo esto con un acento tal, que no pude menos que exclamar dolorosamente:

—¡Parece que me odiaras!

—¡Mire Vd., gritó señalando á mi hijo, mire Vd. y luego crea que no le odio, que no tengo el derecho de odiarle!

Me retiré á mi habitación sin decir una palabra, como enmudecido, presa de la mayor angustia..

¡Sin el amor de Elisa! ¡Con el ódio de la mujer idolatrada!..

¡Oh! mi vida, mi horrible vida!..

VIII

Noviembre 6 de 18..

...Hoy ha venido nuevamente el doctor Ávila.

Examinó á Rodolfo con atención, lo auscultó, cuidadoso, y luego me miró con fijeza; en su mirada había un no sé qué, extrañamente acusador que me dió miedo.

—Poca vida le queda, dijo con frialdad en seguida. Aquí está su obra, su grande obra. Debe Vd. ser muy feliz... y ella también, añadió después de una corta pausa, señalando á Elisa.

Verdaderamente... ¡Muy feliz!...

IX

Noviembre 10 de 18...

...Espesas nubes se ciernen en el espacio, haciendo más grandes las tinieblas de la noche; con lamento continuo y doloroso, la lluvia azota los cristales, que se estremecen pavorosamente; el trueno rueda, ya á lo lejos, con fragores de batalla, ya sobre mi cabeza con estampidos furiosos; el relámpago surca las tinieblas espantosas, como culebra de fuego que se lanza sobre su presa; el viento, el sarcástico espectador de las tempestades, silba el drama inmenso y grandioso de los elementos desencadenados...

Así, como esta noche, está mi espíritu que ha roto ya el único lazo que le ataba á esta tierra de dolor y de ruina....

Mi hijo acaba de morir. Elisa, fija en el espacio la ·mirada sin luz, busca sin duda las estrellas que las nubes tenebrosas le ocultan, por ver si adivina en ellas la presencia del hijo amado que la abandonó para siempre!... No habla, no suspira, no llora; cuando me acerqué á ella, hizo un gesto de horror, de ódio, de desprecio. ¡Digno castigo de mi culpa!

Ya nada me reclama en este mundo, en el que he hecho la desesperación de la persona á quien más amaba. La muerte me tiende los brazos, y me promete el descanso eterno; á ella voy, á ella corro, como al solo término de mis pesares, como al único y triste consuelo que me resta.

Nada puedo hacer por Elisa que me aborrece, y á quien hiero con mi presencia;es rica y quizá pueda ser feliz aún sobre la tierra...

¡Yo... ni siquiera me atrevo á pedirle perdón!

X

Cinco minutos más tarde.


Me he juzgado, ratificando mi condenación á la última pena.

Ningun Código se ocupa de mi crimen, —ningun Código escrito.

El Código de los corazones honrados, condena al que le comete al mismo castigo que yo!...

Quiero ser útil, siquiera en mis últimos instantes, y concluir mi vida haciendo una buena obra.

Esa buena obra es legar al público estas páginas, en que condenso la causa criminal seguida por mi contra mí mismo, para infundir valor á los que, en iguales circunstancias, estén á punto de cometer —como yo— el crímen· más espantoso y más impune!...

¡Que la execración de la humanidad recaiga sobre los que tal hicieran, ya que las leyes de los hombres no tienen un castigo para ellos!....


Córdoba, Mayo de 1887

El olvido

A Jorge F. Lynch.

I

— ¡Sonríes! exclamé tristemente al ver que su rostro se iluminaba, contrastando con el mío, pálido y demudado. ¡No has sufrido nunca como yo, cuando te muestras tan indiferente á mi desgracia!

—¡Bah! dijo Armando. ¿Es eso, acaso, una desgracia? Esa mujer no te ha engañado, no te ha mentido ¿qué más quieres? El tiempo se encargará de curarte, puesto que vas ya en camino de convalecer, gracias á ella. En cuanto á que yo sonría.... no lo tomes á mal; no se trata de tus recientes penas: evoco un recuerdo, y él me hace sonreir.

—Perdona; sé que no eres egoista, que me amas; pero, en el estado de espíritu en que estoy, se desea ver el semblante de los demás tan compungido como el nuestro. ¡Una de tantas locuras! —Por otra parte, sufro mucho.... á veces temo volverme loco!...

—He experimentado esos síntomas, dijo él; he sufrido los mismos dolores, y sin embargo... ¡ya me ves! —tú dices que soy el más alegre de todos tus amigos, y lo decías hace dos años también, cuando, al retirarme, por la noche, en la soledad de mi aposento, me anegaba en lágrimas abrasadoras, y mordía las almohadas en paroxismos de rábia... Porque cada cual tiene su pequeña historia ¿Quién puede decir que no lleva una espina clavada en el corazón?

Se detuvo un instante. Se habia puesto sério, y sus ojos brillaban más que de ordinario —Despues continuó:

—Déjame que te cuente esa historia: por ella verás que he sufrido más que tú, si el que sufre puede admitir alguna vez que el sufrimiento de los demás sea mayor que el suyo. Escúchame atentamente.

Había vuelto á su anterior jovialidad: sonriente me relató esta historia de lágrimas, que yo escuché conmovido.

II

La locura gobernaba como reina absoluta de la tierra: era Carnaval. Los hombres habían arrojado sus caretas.

De esto hace dos años.

Recordarás que en aquellos dias me; desconociste: había abandonado yo mi calma proverbial, para entregarme al placer ¡si aquello fué placer! Tú entonces eras un furioso: no había fiesta en donde no se te encontrase, y en donde no fueras el más loco de toda la reunión. Yo solía reconvenirte por ello; de modo que no sin placer me viste abandonar mis antiguas costumbres, para seguir tus huellas, y hasta para llegar á vencerte más de una vez. He observado que los hombres somos así: cuando obramos mal, es para nosotros un grande alívio ver que nos imitan los que teníamos por mejores. ¡La virtud es siempre irritante para el vicio!

Aquel cambio radical tenía — como debes comprender — una causa oculta y poderosa. Verás cual era esa causa.

Tú sabes que yo quería á Laura con locura. ¡Te lo repetí tantas veces, con esa crueldad del enamorado que hace á sus amigos víctimas de sus confidencias! ¡Tántas veces te hice su verdadero retrato físico, embellecido algo, sin embargo; y su falso retrato moral, disfrazado, sin un ápice de verdad, imposible de reconocer! ¿Lo recuerdas? Con una paciencia digna de objeto más útil, escuchabas mis interminables conversaciones sobre el color de su cabello, las gracias de su fisonomía, lo espiritual de su palabra ... "¡Es un ángel!" exclamé en mas de una ocasión, en un arranque de lirismo. ¡Un ángel! ¡Deja que me ria á carcajadas de semejante sarcasmo!...

Quizá lo habrás olvidado: el domingo, primer dia de ese carnaval, me hallaste á las dos de la mañana en el vasto salón de la Ópera, con los ojos brillantes y tambaleándome tomo un ébrio; y no estaba ébrio, te lo juro! no había bebido casi... pero en cambio sufría horriblemente.

Desde aquel día no volví á hablarte de Laura, y cuando me preguntabas por ella, mi respuesta era siempre evasiva. Tú debes haberte dicho que la había olvidado. ¡Error! Su recuerdo palpitante laceraba mi corazón, me hacía padecer infernales suplicios que yo soportaba sin quejarme, pero loco de dolor, justamente así, como te encuentras tú ahora, pero con mayor motivo, y mayor intensidad también ... Desde entónces te acompañé á todos tus paseos, á todas tus fiestas, á todas tus bacanales, hasta que, al cabo de un año, fatigado, descontento, enfermo, repugnándome á mí mismo, volví á hacer la vida tranquila que había abandonado, y á reir como ántes. Entonces fué cuando tu corazon despertó, haciéndote también huir, como á mí, de esa desastrada vida en que íbamos, poco á poco, perdiendo la salud del cuerpo conjuntamente con la del espíritu...

Entre tanto habian sucedido muchas cosas.

III

El domingo de carnaval, por la tarde, estuve con Laura. Ya sabes que era huérfana, y que vivía sola! Estúdia todo el peso de la frase. Huérfana: sin apoyo; sin la mirada vigilante de la madre querida; sin ese muro casi inexpugnable, levantado entre el mal y ella. Sola: es decir á merced de todas las pasiones, de todos los apetitos; al alcance de todas las manos! Más: había una circunstancia aún mas terrible: la configuración de su alma... Yo, soñador, joven, lleno de ilusiones, la quería y la veneraba al propio tiempo; la quería como se quiere cuando el alma bien templada no ha tenido contacto con el mundo; la veneraba, como se venera á la mujer que se ama pura, inmensamente... ¡La deseaba como esposa, y hubiera podido poseerla como querida! ... Porque era carne, solo carne, un montón de carne liviana, llena de apetitos, de pasiones odiosas, de deseos nunca saciados ... Pero no me arrepiento: al amarla no la he amado á ella, sino á un ensueño, á una ilusión que se ha desvanecido como un fantasma, después haber dejado una honda herida en mi espíritu... Hoy ella no es para mí más que una imájen entrevista en sueños...

En tu caso puedes reflexionar del mismo modo, y creer que Enriqueta es un ser ideal aparecido á tí en horas de fiébre, cuando todo es bello ó todo es horrible...

Al entrar en casa de Laura la hallé sentada en su salita de costura ya sabes que ganaba la vida cosiendo) con un libro en la mano. El libro era Pablo y Virginia, una de las obras más casta­mente apasionadas que conozco. Al verme, la jóven corrió á mí, dando muestras de la mayor alegría. Charló por los codos, con esa gracia infantil que añadía — tantos encantos á su adorable persona, hasta que yo la interrumpí:

—Es hora, Laura, la dije, de que nos ocupemos de asuntos más sérios: necesario es abandonar la broma, para hablar del porvenir. Sabe Vd. cuánto la quiero, y qué feliz soy con su cariño. Comprenderá, así, mi deseo de acelerar mi dicha completa... Además, sola, sin familia, sin amigos casi, Vd. necesita una persona en quién confiar, un apoyo que nunca le falte ... Esta persona no pude ser más que su esposo ... ¿Quiere Vd. que nos unamos?...

Palideció, sus ojos se llenaron de lágrimas, y, como por instinto, sus manos adoradas tomaron las mias, mientras que sus lábios murmuraban con pasión esta frase, que tanto dice en su sencillez:

—¡Oh!.. Armando!..

No pude contenerme, y mi boca sedienta depositó un beso en su frente; una ola de fuego subió á su rostro; se estremeció, febríl, y se puso pálida de nuevo, pero con una palidez de mármol..

¡Oh! no son los cómicos más perfectos los que aplaudimos en el teatro; hay otros mas merecedores de los laureles y de los aplausos que se les tributan!..

IV

Pasamos toda aquella tarde contándonos nuestros proyectos para después de la boda, que debía celebrarse á los dos meses. ¡Qué dichoso fui durante aquellas horas! ¡Cuántos risueños cuadros de felicidad se presentaron á mi imaginación! ¡Cuántos castillos en el aire forjé en mi locura, castillos que se desvanecieron bien pronto, como esos portentosos alcázares qué las nubes presentan á nuestra vista, y que luego un ligero soplo disuelve en la atmósfera azul!...

Cuando salí de casa de Laura estaba loco: loco de dicha. ¡Así fué de terrible el despertar!...

En las calles reinaba un bullicio inusitado. Numerosas máscaras las cruzaban en todas direcciones, esperando la hora de ir á formar parte del corso ... y yo caminaba sin rumbo, embriagado de felicidad, sin oir los gritos de los vendedores de pomos, que atronaban los aires; ni las alegres frases de los enmascarados; ni las cien piezas de música que en otros tantos puntos de la ciudad ejecutaban las bandas y orquestas de las sociedades. La tarde caía, y al acercarse la noche el murmullo iba en crescendo. ¿Te acuerdas? Aquel carnaval fué uno de los más alegres. Buenos Aires todo se había echado á la calle, sacando á relucir sus mas brillantes galas: trajes lujosísimos, carruajes espléndidos, flores en todas partes, brillantes, plumas, luces, hermosuras... La calle de la Florida, con sus numerosisímos arcos de gas, presentaba un aspecto asombroso en cuanto el corso comenzó. En una y otra vereda la multitud apeñuscada miraba curiosamente los carros adornados de cintas, hojas y flores, y llenos de jóvenes ó niñas, cada cual con su correspondiente disfraz, ya ridículo, ya elegante; los coches en que se paseaban hermosas mugeres (cuando eran hermosas), y caballeros vestidos de particular; las sociedades carnavalescas que marchaban á pié, al son de músicas entusiastas; los falsos gauchos con sus descomunales facones de plata, su rico chiripá, su poncho de vicuña, su guitarra encintada, sus hirsutas barbas postizas, su hermoso pingo, cuidadosamente ensillado, con plata en el apero y en las riendas, y en el freno, y en los estribos: una mina entera en cada caballo. Y luego todo lo que la locura humana puede inventar: deformidades ridículas, trajes imposibles , voces ultra terrestres, agitándose en una atmósfera perfumada con mil fragancias distintas... La ciudad, desde su último arrabal hasta el centro, hasta el corazón, lanzaba un grito continuado y formidable, que comenzó en la mañana con un murmullo, y que á esa hora era ya un clamor; el grito de todo un pueblo olvidado de sus penas, en el que hay carcajadas y burlas, frases soeces y bromas espirituales, sarcasmos y exclamaciones crédulas, suspiros de satisfacción, y quizás, quizás algún ¡ay! ahogado entre tantas vociferaciones nunca concluidas...

De pronto me encontré en aquel hormiguero humano, y desperté de mi éxtasis cuando cayó sobre mi rostro el agua perfumada de un pomito; iba á demostrar mi enojo de una manera inconveniente, cuando el corso que se habia detenido, continuó, y la autora de mi repentino despertar desapareció en su coche, arrastrado por dos rarísimos caballos blancos. De otro carruaje que marchaba inmediatamente detrás, partió entonces la voz de un amigo que me invitaba á acompañarle:

—Ando solo, me dijo, y me aburro soberanamente ¿Quieres tomar asiento á mi lado?

No me pude negar á ello, y subi al carruaje.

De estos dos nimios sucesos depende el drama que ha ido desarrollándose en mi espíritu durante el año más largo de mi vida: el agua del pomito, y mi paseo en carruaje por el corso.

Me preocupé de mirar de atrás á la mujer que me habia mojado. Iba disfrazada, y la acompañaba un joven, disfrazado también, que se entregaba á la alegría más bulliciosa.

—¿Quiénes son esos? pregunté á mi amigo.

—Sin duda ella es una de tantas, y él... uno de tantos tambien: una mujer alegre y un calavera.

La máscara llevaba un dominó adornado con camelias blancas, y en toda la noche —nota el detalle— no encontré otro traje igual; él vestía un dominó blanco, adornado con camelias artificiales, negras, traje único también. Ambos iban elegantísimos, y parecían haberse disfrazado el uno para el otro, en ese contraste de los dominós.

—Me aburre esto, dijo mi compañero al cabo de un rato.

—A mí me sucede lo mismo, repliqué, lleno de dicha por otra parte, á causa de mi feliz entrevista con Laura, y de la reciente resolución de casamiento.

—¿Vámonos?

Asentí al punto, tanto más cuanto que mi estómago, con esa importunidad de la materia, me gritaba que, en mi dicha, me había olvidado de comer.

Las nueve y media de la noche acababan de sonar en el Cabildo, y el corso estaba en todo su esplendor; sin embargo lo abandonamos sin pesar.

—¿Dónde te dirijes ahora? preguntó mi acompañante.

—Me voy á comer, le contesté. Por la tarde no tuve apetito, (no queria revelarle mi romántico olvido), y he esperado á la noche para hacerlo. Acompáñame y charlaremos un rato.

Fuimos á Filip, y hablando de todo un poco —de todo menos de lo que para mi era el todo— pasó el tiempo sin sentirlo casi.

Necesario es advertirte que yo jamás iba de noche á casa de Laura. ¿Por qué? La razón es sencilla: celoso de su honra, no quería que fuese el tema de las conversaciones de todo el barrio... ¡Hay dias en que me arrepiento de haber sido tan caballero!.. Tan tonto, como hubieras dicho tú hace dos años...

Cuando salimos del café era más de las once. Los bailes de máscaras comenzaban; mi amigo me tentó y —sólo por contemplar el magnífico golpe de vista que presentan los teatros en las noches de Carnaval— no me negué á acompañarle al de la Ópera, que tenía fama de ser el más concurrido. Allí fué donde me encontraste á las dos de la mañana, con los ojos brillantes y tambaleándome como un ébrio.

V

¿Para qué describirte el aspecto del teatro? Tu has asistido á aquel baile, que terminó con una cuadrilla bastante exajerada, y en el que no se perdió ocasión de reir, sobre todo á costa de los demás; viste el salón lleno de una multitud compacta, bulliciosa, enloquecida; escuchaste esas conversaciones banales y venales, que se oyen en casos así, y tomaste parte en la locura general. Yo también, pero ¡de cuán diferente manera!..

En medio del tumulto perdí mi acompañante, que no resistió al contagio de movimiento, lanzándose con una pareja cualquiera en los giros vertiginosos de un wals; é iba á retirarme, cuando la máscara de dominó negro con camelias blancas llamó mi atención: bailaba alegremente con el joven que paseaba en el corso con ella.

Si me preguntas por qué traté de colocarme cerca de ambos, no te sabré contestar: hay acciones que se llevan á cabo sin premeditación, sin causa aparente; la causa, sin embargo, tiene que existir, existe. ¿Cuál es? La respuesta se presenta fácil: el instinto, cierto don de clarovidencia que tiene el hombre en general —la intuición de las desgracias ó de las dichas... El hecho es que yo me acerqué á ellos ...

Ya habrás adivinado tú, desde el momento en que subí en el carruaje —como entonces lo adiviné yo, aunque con menos claridad— que aquella mujer era Laura. ¡Laura!... Pero yo no me daba aún cuenta exacta de ello...

Terminó el wals, y ambos fueron á sentarse á pocos pasos de donde yo estaba. Ella encontrábase fatigada: se conocía en la agitación de su pecho; él la hablaba en voz baja, suavemente, con el rostro tan cerca del suyo, que sus alientos debían confundirse. De pronto la joven, sofocada, se quitó la careta de raso ...

Ya te he dicho que yo adiviné quien era, que yo lo sabia desde que la ví en el corso... Sin embargo, el efecto que me produjo el reconocimiento definitivo, es imposible de describir. Ruégote, pues, que cierres los ojos, que te abstraigas un instante, y que reproduzcas la escena creyéndote tú el protagonista: es el medio mejor de que te formes una idea de los mil encontrados sentimientos que experimenté en ese punto; es, por otra parte, el sistema que adoptan algunos escritores para narrar lo que han imaginado, dándole tintes de verdad. En cuanto á mí, me abstengo de decir una palabra á ese respecto; perdería el tiempo sin tener resultado alguno, y te fastidiaría á fuerza de ser pesado.

Lo que sí te diré, es que estuve á punto de arrojarme sobre·ambos, con la intención de matarles. ¿Qué me detuvo? No he llegado á esplicármelo jamás...

Quedé, pues, clavado en mi sítio, hasta que —¡admírame!— en un instante en que el joven del dominó blanco se apartó de Laura, me acerqué á ella y la invité á bailar. Disfrazando la voz, segura de no ser conocida —se había puesto ya la careta— aceptó y se apoyó en mi brazo, que un segundo ántes temblaba. Sin duda, al acercarme á ella, vió en mis ojos, en la expresión general de mi fisonomía, un destello, un relámpago fugitivo, que la puso en guárdia, y no quiso negarse á bailar conmigo, por no acrecentar mis sospechas. Ponía en práctica —sin saberlo quizá— el procedimiento empleado por un personaje de La Carta Robada de Poe: se mostraba, para que no diesen con ella... Yo estaba ya en aparente serenidad absoluta.

La orquesta comenzó á tocar una habanera, la música más incitante y voluptuosa. ¡Cómo la bailó Laura!.. Hubiera sido capaz de enloquecer al hombre más indiferente; pero yo era de hielo.

Cuando la pieza terminó, vi que los ojos de la joven brillaban entre los inmóviles párpados de la careta.

—Voy á invitarte á cenar, la dije reposadamente; pero con una condición: me has ilusionado, y, aunque no trato de ofenderte, debo decir que puede que seas vieja y fea; no me agradan esos , y quiero creer que eres un portento de hermosura. Así, pues, mi condición es que no te saques la careta. ¿Aceptas?

Ella vió en eso una tabla de salvación; la propuesta no había sido hecha sin habilidad.

—No sé si soy fea, pero te aseguro que no soy vieja, exclamó riendo. Sin embargo, estoy convencida de que no te agradaría verme.

Excitaba mi curiosidad, siguiendo el mismo peligroso método adoptado.

—Es lo que yo supongo, contesté sonriendo tambien, aunque esa sonrisa me costaba un esfuerzo sobrehumano. Pero no importa. ¿Vienes ó nó á cenar conmigo?

—Tengo compañero, dijo.

—¡Bah! exclamé. Yo tambien tengo compañera... aunque no aquí. Es una muchacha á quien he hecho creer que me voy á casar con ella. Sin embargo, eso no signitica que por las noches no reciba á otros galanes, según se me ha dicho por el barrio, y que no me engañe ... muy hábilmente ... como lo hago yo, por otra parte.

La alusión era demasiado personal; sentí, por su brazo, que se estremecía toda; pero pronto consiguió sobreponerse á su emoción.

—Así, pues, repuse, un engaño á tu compañero no será el primero ni el último en el mundo. Acepta, máscara, y nos divertiremos.

—¡Acepto! exclamó con audacia, jugando el todo por el todo.

Y juntos salimos del baile, abandonando al joven del dominó blanco.

VI

Permíteme una nueva digresión; quiero que comprendas toda la importancia de algunos de los sucesos que acabo de relatarte y que has oido con indiferencia, creyéndolos, quizá inútiles para el desarrollo de mi historia, cuando son de la más alta necesidad.

Laura habíaseme presentado esa tarde como una niña candorosa, inocente, pura: cuando la hablé de casamiento contestó turbada, cubierto el rostro de rubor; estudia bien esa apariencia, y dime si tú no te hubieras engañado como yo, si no hubieras creido que Laura era una mujer angelical, si no hubieras jurado que era incapaz de pecar, no solo de obra, sinó tambien de pensamiento... Observa todos los detalles de esa entrevista, y dime si pudo Laura desempeñar su papel mejor de lo que lo hizo; por mi parte la admiro de corazón en ese punto, porque supo engañarme por completo, mostrándoseme como el ángel entrevisto en mis ensueños.

Luego —ya lo habrás advertido— ella fué quien, con cinismo extraño, llamó mi atención cuando paseaba disfrazada por el corso, volviéndome á la vida real, merced al agua de un pomito; ella fué quien, de esa manera, precipitó la catástrofe.

Y digo precipitó, porque los hombres todos, cuando sabemos de un peligro, cualquiera que sea, estamos seguros de que hubiéramos escapado á él, aun en desemejantes circunstancias. Cuestión de fatuidad, mezclada con un poco de fatalismo oriental.

Despues, al ser encontrada por mí en el baile, Laura no trató de huirme; se entregó en los brazos del destino, y quiso arriesgar el todo por el todo, como el jugador que, estando en pérdida, pone su último billete á una carta, corriendo el más dudoso albúr. Peligraba que yo la descubriese, pero suponía que no llegaría á conocerla; aun más: estuvo convencida de ello. Mostrábase á medias, para que no la adivinara por completo. Me decía, sin que su voz temblase: "Estoy convencida de que no te agradada verme", como diciendo: "¿Sabes? Yo soy Laura" Por otra parte, aceptando mi cena, ponia todas las probabilidades en su contra, aunque quizá pensara hacerme creer en una broma preparada de antemano ...

Fíjate en estas acciones, y verás cuán antitéticos son los caracteres con los que te he presentado á Laura, y con los que también se presentó á mis ojos. Inocente —viciosa; tímida— cínica; pura-carnal. ¡Era como para enloquecerme!..

El golpe había sido rudo para mí; pero la herida estaba caliente aun, y yo no sentía los dolores; esto te esplicará mi actitud en las escenas siguientes, en las que me he mostrado todo un hombre, tengo el orgullo de decirlo. Por eso yo, que hasta entonces no me había puesto careta en ninguna ocasión, logré aquella noche desempeñar mi papel á las mil maravillas; —actor infortunado que en cada frase añadía nuevos dolores á los que ya me destrozaban...; logre tambien conocer hasta lo más recóndito del alma de Laura; logré, ocultando mis sentimientos, comprender los suyos, sin engañarme esta vez.

Nadie sabe esta historia; creo que si la supieran me llamarían héroe, me creerían un personaje inverosímil; porque si Scévola metió la mano en un brasero; si Leona, la legendaria y animosa amiga de Harmodio y Aristogitón, se cortó la lengua con los dientes; si Juan Valjean, el eterno forzado, se aplicó al brazo un hierro enrojecido, — yo he dejado que mi corazón fuese quemándose á fuego lento durante una hora para mí más larga que toda una eternidad.

Escucha cómo.

VII

Frente á la Opera hay un café, hoy ya refaccionado — el café de Repetto, si no lo recuerdo mal; —en ese café, á la izquierda, habia un saloncito particular, uno solo, cuya única puerta daba al patio donde en las noches de estío se sentaban los parroquianos á beber y á tomar el fresco.

A aquel saloncito nos dirigimos Laura y yo.

Hice que nos sirvieran todo de una vez, y que nos dejarán solos para poder hablar libremente, sin temer interrupciones.

En un principio cambiamos pocas palabras, sin importancia alguna.

Ambos temíamos, aunque de diferente manera, la situación en que íbamos á encontrarnos á los pocos instantes: yo, estando cierto de quién era ella; Laura sospechando que yo la hubiese conocido, temiendo que llegara á conocerla, si no fuese así, y diciéndose, para infundirse valor, el Alea jacta est: la suerte está echada! ...

La cena estaba por terrminar.

Laura no se había quitado la careta de raso negro, como quedó convenido; comía levantando la parte inferior que, siendo flexible, no presentó inconveniente para ello.

Yo conservaba mi máscara de serenidad absoluta: comprendía toda la importanda de lo que iba á pasar de allí a poco y no quería poner en guardia á mi adversario , alarmándolo, ya por medio de mis palabras, ya por dejar traslucir mi agitación interior. Cuando entré en materia, lo hice decididamente.

—Habrás creido que soy un extravagante, —dije sonriendo,— al escuchar mi súplica de que no te descubrieras el rostro; pero te has equivocado: yo te conozco, y no quería aparecer ante tí como cómplice de tus calaveradas; esa es la causa de mi extraño pedido.

—¡Que me conoces! exclamó lanzando una carcajada homérica. ¡No seas loco, y no digas tonterías! Nunca me has visto.

—¿Y si te dijera tu nombre?

Se turbó un instante, pero luego reaccionando, creyendo sin duda que la confundía con otra:

—¡Dilo! contestó, como desafiándome.

—Te llamas... Laura, pronuncié tranquilo , recalcando cada letra, mientras llenaba de champagne su copa y la mia.

La ví palidecer detrás de la careta; se estremeció toda... Luego, viéndome tan tranquilo, hizo un sobrehumano esfuerzo, logró reponerse, y su primera acción fué descubrirse el rostro; yo la miré impasible.

Estaba muy pálida, sus lábios temblaban, aunque casi imperceptiblemente, y sus ojos lanzaban rayos.

—Sí, soy Laura, murmuró.

Incliné la cabeza, como diciendo que ya estaba convencido de ello.

Despues, un silencio de un minuto reinó en el saloncito particular.

—Bebamos, dije con cierta indiferencia, levantando mi copa de champagne para romper las hostilidades.

Ella tomó la copa del espumante vino, y llevándola á los lábios:

—Bebamos... y hablemos, contestó.

Hízose otra pausa, que ella misma terminó con estas palabras:

—¿Cuándo me has conocido?

—Cuando te ví en el corso. Sabía que ibas á ir á él, y luego al baile, y me he propuesto encontrarte... Ya ves que lo he conseguido.

Laura quería dar á aquella conversación un aspecto de frivolidad que yo tambien estaba interesado en conservar. Temía, sin duda, encarar decididamente las sérias cuestiones que estaban en tela de juicio.

Al oir aquella frase enrojeció levemente, pues de seguro la avergonzaba que yo conociera su falta, ó quizás temía por el porvenir, al ver que nuestro casamiento debía romperse, aun antes que de que se hubiera realizado...

—Si, lo has conseguido, murmuró.

—Al querer encontrarte me guiaba un objeto de importancia; y como en estas fiestas es cuando se dice la verdad, sin ambajes ni rodeos, la ocasión ha sido bien elejida y mejor hallada... Se trata de hacerte una pregunta...

Me interrumpí, sabiendo que de esa manera el golpe sería mas rudo.

Ella, ansiosa, respirando agitadamente, sintiéndose algo mareada por tantas emociones, esperó, clavando en mí sus ojos, tímidamente, quizá con cierta vergüenza, y no sin algún temor.

Yo proseguí, lentamente:

—Sabes que no puedo casarme contigo; que eso sería absurdo, insensato... Sin embargo, hay un medio de que ese grande amor que siento por tí, y que me retribuyes, obtenga su recompensa en este mundo... A tí no te importa el qué dirán; sé que eres indiferente á la crítica, y que te muestras impávida ante todos, aunque conozcan tus costumbres...

Volví á interrumpirme, añadiendo luego bruscamente:

—¿Quiéres ser mi querida?...

Al pronunciar esa frase comprendí todo su alcance. Ninguna mujer, por más abyecta que sea, puede escuchar impasible esas palabras, del mismo que poco antes la juraba amor tierno, puro, sublime. ¡La mujer, eterno niño, derrama siempre lágrimas por el desvanecimiento de sus sueños!...

Aquello era una puñalada, y una puñalada á traición.

Para los homicidios morales no hay leyes en la tierra, y uno debe hacerse justicia por su mano. Yo, —víctima de homicidio moral— me convertía en juez y en ejecutor: sentenciaba al reo, y llevaba á cabo la sentencia. Era una venganza; por lo tanto no diré que obraba bien.... ni tú lo creerás tampoco.

En cuanto á Laura, se había levantado de su asiento, ríjida y mortalmente pálida; pero volvió á sentarse, sin pronunciar una sola palabra, aturdida por el rudo golpe recibido...

—¿Quieres ó nó? la pregunté de nuevo, sonriendo implacablemente. —Supongo que no extrañas mi proposición...

Permaneció un instante en silencio, pero comprendí que quería hablar; así, pues, aguardé á que dominara su emoción.

—Vd, Armando, dijo por fin, tiene razón al insultarme de esa manera. (Nota que ya no me hablaba de tú). Yo lo he engañado, y eso nunca se perdona; le he hecho creer en mi inocencia que no existía, sin arrepentirme hasta ahora, en que comprendo cuánto sufre trás esa máscara indiferente...

—¡Que yo sufro! exclamé con una carcajada. ¡Mal me conoces, Laurita!

—Si, Vd. sufre; no trate de hacerme creer lo contrario, dijo ella.

—¡Déjate de bromas, y vamos á lo importante. ¿Quieres ser mi querida?.

Se puso aun más pálida.

—¡Oh calle Vd.! No aumente sus padecimientos... y los mios. Está Vd. sudoroso, sus ojos brillan, sus manos tiemblan, y si sonríen sus labios es gracias á un esfuerzo que denota la grandeza de su alma!... Pero si Vd. sufre, la culpa no es mia. —Escuche mi vindicación: por naturaleza, por temperamento, por instinto— no se asombre Vd. al oírme hablar así: estoy acostumbrada á decirlo todo —busco el placer en cualquier parte, hasta que le hallo; me he entregado siempre al primer hombre que me solicitaba; es una enfermedad terrible, pero es una enfermedad en la que no soy culpable... Así, por esa causa, hace dos años, desde que tenía quince, mi vida es una sucesión de amores, correspondidos siempre por mí!... Sin embargo, nunca sentí lo que he sentido por Vd.; nunca latió mi corazón como esta tarde, cuando me habló Vd. de nuestro casamiento... ¡que ya no se llevará á cabo!... De veras! me creí buena! ¡olvidé lo pasado! ¡escuché arrobada sus palabras!... Y cuando Vd. me dió un beso en la frente, ví presentarse ante mis ojos un mundo nuevo, lleno de encantos, lleno de felicidad... el mundo en que soñaba cuando mi madre posaba sus labios en esta misma frente, hoy manchada! ... Por que yo le amo... le amo...

Lancé una carcajada.

—¡Oh! ¡si! continuó casi llorando. ¡Es lo que merezco! ¡Desprécieme Vd...! pero yo le amo.... Es un vicio de mi organismo, una infamia de la naturaleza hácia mí, lo que me hizo pecar antes de ahora, lo que me ha arrojado en los brazos de ese hombre que abandoné en el baile. ¡No me culpe Vd. á mí! ¡Yo soy inocente! ¡Hay una fuerza superior que me empuja; esa fuerza es la única culpable!

Estaba abatida y había palidecido horriblemente!

Yo, sin poder dominarme más, veía el instante en que iba á estallar en sollozos.

Aquella escena me estaba matando.

Sin embargo, tuve aún fuerzas para reir con sarcasmo, mientras decía:

—Y hasta ahora no has contestado á mi pregunta, que es lo que más me interesa ¿quieres ó nó, ser mi querida?

Dejó caer su bella cabeza sobre el pecho y permaneció silenciosa algunos instantes; luego, al levantarla, ví que su palidez había desaparecido. El rostro de Laura, cubierto de rubor, mostraba sobre su tez de terciopelo las huellas de una lágrima....

—Es Vd. cruel, muy cruel, murmuró sollozante. Pero es Vd. cruel con cierta justícia... Yo lo he engañado, me he burlado de su amor, haciéndole esperar la felicidad, cuando al lado mío solo hallaría un cúmulo de pesares... Al parecer, he tratado de mostrarme como no era, vestida con galas que no me pertenecían: con la inocencia, el pudor, la ignorancia del mal, la pureza de alma y cuerpo... Y sin embagro, no he mentido: á través de todas mis liviandades, de todas mis pasiones, he pasado sin mancharme el ropaje blanco y puro... ¡Mi alma se conserva como el primer dia, límpia de todo pecado; mi cuerpo desfalleciente, ha rodado muchas veces por el fango, pero mi espíritu es todavía digno de elevarse al cielo!...

Hizo una larga pausa; luego prosiguió:

—Me cuento en esa raza maldecida de mujeres que, empujadas por el instinto, por la fuerza de la carne, pertenecen á todos, ruedan en el mundo empujadas por todas sus pasiones, y caen por fin para no levantarse más, en los centros que la civilización ha creado para saciar sus apetitos, centros vilipendiados después por los mismos que cooperan á formarlos!... Una enfermedad, un defecto de organización, me lleva hácia ese extremo... Creí encontrar en Vd. una tabla de salvación, á la que me aferré desesperada, soñando con la costa apetecida... ¡Rodemos hasta su fondo, en fin!... Pero sepa Vd. que, al despreciarme, desprecia al Dios que me hizo defectuosa, como se desprecia al artífice ó al artista que no ha sabido ejecutar perfecta su obra!... ¡Que mi caida continúe!... Quizás Vd. se arrepienta alguna vez de haberme abandonado en la pendiente!....

Yo sentía cierto temor al escucharla. Hablaba, como presa de la fiebre, con acentos de inspirada.

Sin embargo, llegué á dominar esa extraña emoción, volviendo á darle el golpe que tanto la hería.

—¡Vamos! ¡vamos! dije. Abandona el lirismo de una vez para siempre. ¿Es imposible pedirte una contestación categórica sin que te niegues á darla? ¡Una eternidad hace que te dirijo la misma pregunta! ¿Quieres ser mi querida?

Desde aquel instante enmudeció. Ví que sus ojos se llenaban de lágrimas.

Llamé al mozo que nos había servido y pagué la cena.

Luego, ofreciendo el brazo á Laura: — Vamos, la dije. Te acompañare hasta tu casa; luego me contestarás.

Bajó la vista, tomó mi brazo sin mirarme, y salimos.

VIII

Te he contado muy rápidamente esa escena, en la que apuré todos los tormentos imajinables. ¡Aún hoy me duele recordarla; tanto sufrí aquella noche!...

Y con razón: había asistido al derrumbe de todas mis ilusiones, con el rostro alegre y el corazón henchido de lágrimas; había, por placer, ido rompiendo una á una las fibras de mi pecho; había revuelto con mi propia mano el filoso puñal, en la herida horrible y sangrienta... Estas grandes pruebas retemplan el espíritu, es verdad; pero hacen sufrir demasiado... y luego ¡tardan tanto en producir sus frutos! ....

Desde aquella noche en que por primera vez me puse la careta, la he conservado cubriéndome el rostro durante un año entero. ¡Aquel año de locura en que juntos rodamos por el lodo, entre mujeres infames y hombres abyectos, respirando una atmósfera saturada por el hálito de todos los viciosos, de todos los seres débiles y desgraciados que esperan hallar alivio á sus pesares en medio de la degradación!....

¡Eso es lo que nunca perdonare á Laura; eso es lo que nunca me perdonaré á mi mismo! .....

¡Noche terrible fué aquella!

Escuchaste de mi boca las palabras de esa mujer. Estúdialas, y dime si puede llegar á más alto grado el cinismo en una joven que apenas ha pisado los umbrales de la vida, cuyo corazón debía haberse apenas abierto á las pasiones, ¡Y ya abyecta, ya cínica! ....

Tú te dices desgraciado, porque Enriqueta te niega su cariño.

¡Y yo, que habia visto en Laura todo lo contrario de lo que soñaba, que la quería con toda el alma, que iba á hacerla mi esposa, y me hallaba de pronto con una mujer prostituida, donde creí encontrar un ángel puro y casto, con un mónstruo, donde creí encontrar un portento de bondad y de pureza! ....

Porque aquella vindicación de que me hablaba, era un nuevo escárnio hecho á mi corazón herido ....

¡Oh! Puede ser que su alma haya sido pura, que sea verdad que su organismo la impelía al vicio. ¿Pero acaso podía yo creerlo? ¿Acaso podía perdonarla? ¡Por que siempre la impureza del cuerpo trae consigo la impureza del espíritu!...

¡Que me importa que fuera enferma!... Cuando tomamos una fruta hermosa y bien sazonada al parecer, y al partirla encontramos su carne roida por los asquerosos gusanos ¿nos atrevemos á tomarla, acaso? ¿no la arrojamos con disgusto, sin averiguar la causa de su repugnante estado? Y nadie, nadie, nos echa en cara ese abandono, ni aunque la fruta se haya contaminado con un motivo justo ....

¡Lo propio debía sucederme con aquella mujer! ....

Perdona si me exalto demasiado. Apesar de que todo pasó, me parece sufrir aún, como durante aquella noche, la primera de un Carnaval que duró tres dias, y de otro que duró un año... Después... ¡puede tanto la imaginación! ...

IX

Pocos pasos habíamos dado desde que salimos del café.

Laura se había repuesto de su sobre exitación, y caminaba erguida, sin dirijirme una palabra... Comprendía que ya no le era posible convencerme, y no lo pretendió.

De pronto el joven del dominó blanco, que salía de la Opera, reconoció á Laura y se colocó delante de nosotros.

—¡Detengase Vd! me gritó con enojo.

—¿Con qué objeto? pregunté.

—Con el de que me entregue esa mujer, si no quiere... y no terminó su amenaza con la voz sino con el ademán.

—Esta no es mujer, dije, impasible.

Creyó que le oponía resistencia, y sacó un revólver, con el que me apuntó al pecho.

Numerosas personas nos rodeaban.

—¡Devuélvame mi compañera, ó hago fuego! grito furioso.

Sin inmutarme abandoné el brazo de Laura. —Él creyó que se la cedía, y dióme tiempo para que yo sacara mi revólver antes de que se apercibiese de ello.

Y apuntándole también:

—Cuide Vd. de no errar el tiro, dije friamente, porque sinó le anuncio que mi pulso estará demasiado certero, para que Vd. repita estas indignas escenas.

Algunas de las personas que nos rodeaban se interpusieron.

—En cuanto á esa, que llama Vd. mujer, añadí, puede, Vd. llevarla; se la cedo de buen grado; nunca lo hubiese hecho por fuerza... Por otra parte... no le arriendo la ganancia... ¡Divertirse!...

Era el último bofetón; mi venganza estaba completa.

Ignoro qué efecto produjo en Laura.

Permanecía de pié, apoyada en la pared, temblando como una epiléptica, y horriblemente pálida; la luz de los faroles de la Ópera daba tintes extraños á su rostro.

Lo que sigue ya lo sabes.

Entré de nuevo en el vasto salon del baile, donde me hallaste á las dos de la mañana, con los ojos brillantes y tambaleándome como un ébrio. Pero — repetiré mis anteriores palabras — no estaba beodo porque no había bebido casi ... ¡en cambio sufría horriblemente!...

En la bacanal busqué el olvido, que encontré á veces. Después el recuerdo de Laura se borró para siempre, sin que haya vuelto á evocarlo hasta ahora, para demostrarte que aún esos inmensos dolores se acaban con el tiempo. Si no quieres creerlo, vuelve á verme dentro de un año; para entonces ya te habrás convencido.

No quiero hablarte de mis padecimientos, porque me sería imposible retratarlos con fidelidad. Cierra los ojos —como te he dicho ya una vez — suponte que te hallas en las mismas circunstancias, y tu imajinación te pintará, mejor de lo que yo puedo hacerlo, el estado de mi espíritu después de tan terrible golpe y durante el año más largo de mi vida ...

X

Armando permanecía silencioso.

—¿Y no te arrepentiste, como ella te lo anunciaba? pregunté.

—Nunca.

—¿Volviste á verla?

—Sí: ayer la encontré en la calle.

—¿Qué efecto te produjo su vista?

—Repugnancia.

—¿Solo eso?

Reflexionó un instante, diciendo por fin:

—Solo eso, te aseguro. ¿Y sabes por qué? Porque con su falsía me hizo dudar de la muger, que es el ángel que nos consuela en los pesares de la vida. ¡Miserables seres que son una calumnia viviente de su sexo!...

Hicimos una pausa; ambos reflexionábamos en lo mismo quizá.

De pronto, como sacando una conclusión de mis pensamientos:

—Sin embargo, yo no la olvidaré; dije.

—¿Por qué? me preguntó sonriente, y como si esperase mi contestación.

—¡Por que ella es digna de ser amada! murmuré suspirando.


Córdoba 19 de febrero de 1887.

Vindicacion

I

Jorge estaba persuadido de que una literata no era una mujer como todas las demás, pero buscaba la ocasión de convencerse de ello. Casualmente, por aquellos dias conoció en cierta tertulia á la señora de Palmares, una de esas mujeres prodigios, que reunen al talento de un hombre la belleza de un ángel, y que, como lo supiera amante y hasta cultivador de las letras, habíale rogado la visitara. El joven prometiólo, con gozo, disponiéndose á descubrir su misterio, como el lo llamaba, para lo cual se proponía visitarla en la primera oportunidad.

En cuanto á ella, tenía dos notoriedades bien distintas: la de sus escritos y la de sus costumbres. La una excelente, la otra mala. Se decía de ella cosas horribles: engañaba á todo el mundo; gustaba de abrazar al felicitarlos, por supuesto —á los literatos jóvenes; cambiaba de amantes como de dias la semana y como de fechas el mes; nunca se mostró reácia á ningún galanteo; y por fin dió márgen á que cierto francesito disgustado, ignoro por qué —la llamara epigramáticamente: Madame Tout-le-monde... A decir verdad, no faltan personas bondadosas que digan aun hoy que mucho de eso es cuento; pero como es imposible —ó por lo menos difícil— poner la cuestión en tela de juicio, lo mejor es dejarla para otra oportunidad.

Por otra parte, Soledad Palmares, era una mujer más que bella, divina. Cierto que carecía de esa hermosura indecisa de las vírgenes adolescentes: no era la mañana, pero en cambio era el medio dia con todos sus magníficos resplandores. Fernandez Espiro pudiera —él solo— retratar sus ojos negros, en que hay aún:


«resplandor de luna
mezclado á rayos de sol...»
 

Después, aquellas ámplias formas de Vénus; aquel cutis de terciopelo blanco; aquella modelación esquisita de la carne; aquellas líneas curvas acabadas de un rasgo, sin vacilaciones, sin discrepancias; aquel pecho altivo; aquella garganta escultural, digna base de su rostro griego, todo luz, todo amor; aquella mirada franca, leal, abierta, en que las pupilas se mostraban inmensas para la fascinación, lanzando rayos detrás de las pestañas largas y sedosas, —no eran de una niña inocente y llena de pudores; eran de la mujer, de la mujer temible cuando esgrime como arma su belleza.

No tardó Jorge en ir á visitarla.

II

Una primera entrevista con una mujer bella, viuda y sola, no deja de tener sus sérios inconvenientes. El que la tiene, experimenta ciertas indecisiones, ciertas timideces imposibles de eludir, que, por más hombre de mundo que sea, lo ponen en el peligro de parecer ridículo en sumo grado. Sin embargo, Jorge no pasó por eso, aunque poco fué lo que hizo de su parte para conseguirlo. Soledad lo llevó al buen camino, comenzando por hablarle de música, de pintura, de poesía, de arte, en fin —conversación con que ya no es tan dificil pensar los primeros momentos, siempre enojosos. Como se hablara de la ültima obra aparecida, tocó el turno de ser el tema á su autor, y en seguida —como si dijéramos, por extensión— á los demás autores argentinos. De allí á las escritoras había ya poca distancia.

—Vea Vd, Jorge— dijo la dama, cuando se llegó á este punto— preciso es que las que escribimos tengamos un decidido amor al arte, para no echarnos atrás desde los primeros pasos. Todas las miradas están fijas en nosotras, y lo que es ligera falta en las demás mujeres, pasa á ser crimen en las artistas; no se nos perdona que tomemos la pluma entre los sonrosados dedos; pero como eso es demasiado poco para los que quieren enrostrárnoslo, se busca otros deslices, otros pecadillos, con qué envolver el pecado grande; y así la voz "literata," ha pasado, casi, á ser el sinónimo de otra voz que callo, y no porque me costara pronunciarla.

Difícil y peligroso era contestar esta frase; Jorge permaneció en silencio.

—Por otra parte, esta reputación que se nos hace, algunas veces sin motivo, nos tiene muy sin cuidado; y se explica, porque hay mil razones para ello ...

Permaneció un instante en silencio, y luego prosiguió:

—Sé que Vd. es una persona sensata, y que va á ser más amigo mio de lo que suponemos ambos: por esto quiero darle á conocer una pequeña historia, en la que fuí protagonista, y de la que guardo profundísimos recuerdos. Pero... costaríame algo relatársela á Vd. de viva voz, y como he hecho un esbozo de ella, con el objeto de escribir más tarde una novela, voy á entregarle á Vd., confidencialmente, el manuscrito... ¡Ah! no tema Vd: son pocas páginas; créame partidaria de decir mucho en cortas frases ... Además, por las razones que Vd. comprenderá, no he puesto mi nombre á la heroina.

Y esto diciendo, levantóse con gallardo ademán, desenvolviendo toda la régia magestad de sus formas, fué á un pequeño secretaire de laca, sacó de él unas cuantas hojas de papel blanco, llenas de patas de mosca, y las dió á Jorge, que las tomó lleno de curiosidad.

—Lo que hago con Vd. ahora, hace tiempo que no lo hago con nadie, dijo á Jorge aquella reina por la hermosura y por el talento. Crea Vd. que esta es una muestra de alto estima.

El afortunado escudriñador de misterios, agradeció con agudeza.

Largo rato duró aún la entrevista, al cabo de la cual, el joven salió de la casa, decididamente encantado de su nueva amiga, que prometía serlo mucho.

Cuando llegó á su habitación, no pudo contenerse por más tiempo: tomó el pequeño manuscrito, lleno de letras finas y apretadas, en el que leyó lo que copiamos en seguida.

III

Esto podría llamarse mi vindicación, si yo tuviera necesidad de vindicarme: no es más que un relato que hago, con el deseo de recordar las épocas rientes de mi pasada juventud, en las que soñaba feliz en dichas sin nombre, halladas no ya en el rico palacio, sinó en la cabaña humilde, visitada por las aves y perfumada por las flores. Era yo una niña: contaba dieciseis años, no tenía nada de fea, y comenzaba á trasladar al papel mis ensueños y mis ilusiones, bajo la forma de estrofas más ó menos musicales, cuando conocí al primer personaje de mi novela aún no concluida. Alberto, lindo mozo y de no escasa inteligencia, aunque no dotado como para brillar en el mundo, hubo de enamorarme con su asiduidad y con sus palabras, para mí dulces como miel, y desconocidas como un himno divino: palabras de amor que nos embriagan siempre á las mujeres, cuando damos los primeros pasos en la vida. Así, en amantes coloquios pasamos largos años, esperando la época en que nos fuera posible unirnos para siempre. Aún vivían mis padres; cuando ellos murieron, había yo llegado á los diecinueve años.

El último que dejó de existir fué mi padre. Todavía recuerdo aquella noche terrible del mes de Junio, en que me abandonó para no volver á estrecharme entre sus brazos, dejándome sumida en la mayor pobreza, aunque ya con un nombre bastante conocido para poder ganar la vida escribiendo, y haciendo traducciones para los diarios. Esa noche silbaba un pampero cruel, que hacía garrear los buques en el puerto; llovía á cántaros, el frío era horroroso, y Alberto, una criada y yo estábamos solos, junto al lecho mortuorio de mi padre, cuyas últimas palabras fueron una recomendación hecha á el y á mí.

—Quiérala Vd. mucho, Alberto, dijo. Y tu, Eugenia, quiérelo mucho tambien!...

Pocos minutos despues rendía su espíritu cansado en la batalla de la vida, feliz al verme con el apoyo de aquel hombre que le acompañaba en sus últimos instantes ... No sé cómo caí llorando entre los brazos de Alberto, ni se cómo tampoco, el, más atento á su amor que á las emociones de esa noche espantosa, desfloró con sus labios los mios emblanquecidos por la fiebre ...

Algunos instantes más tarde, Alberto y la criada quedaban junto al cadáver de mi padre, mientras yo me retiraba á mi habitación á dar libre curso á mi llanto ... Arrojéme vestida en el lecho, sollozante, destrozada por los acontecimientos de aquel dia, y, vencida la materia por el rudo golpe sufrido, iba ya á dormirme, cuando sentí ruido en mi habitación: á la luz vacilante de la lamparilla, pude entonces ver á Alberto que se acercaba á mí atraido por mis ayes de profunda pena. No experimenté sobresalto alguno: comenzaba á ver en aquel hombre á mi esposo... ¿No nos habían unido, acaso, las últimas palabras de mi padre?.. Cuando llegó junto á mí, fijé en él mIs ojos bañados en lágrimas.

—¿Lloras? me preguntó.

Contesté con un sollozo. El se arrodilló á la cabecera de mi lecho, y me tomó las manos, que yo le abandoné.. Nos miramos largo rato, diciéndome él palabras de consuelo...; un fluido magnético nos atraía, y, como la primera vez, nuestros labios llagaron á juntarse... yo experimentaba un placer desconocido; un fuego extraño corría por mis venas, y mis lágrimas cesaron, como si el calor de aquellos besos las hubiera evaporado... el recuerdo de mi padre muerto iba poco á poco borrándose en mi cerebro...

Aquella noche fuí su esposa ante Dios, y ante aquel cadáver querido, en la soledad de nuestra casa abandonada...

A los dos dias, una mañana triste y helada, numerosos amigos llegaron á casa, con el objeto de acompañar los restos de mi padre: entre ellos iban varias personas de mi familia, ron el rostro falsamente mústio, que me dirigieron algunas frias palabras de consuelo; ninguna, sin embargo, llegó á ofrecerme decididamente su ayuda, que yo parecía necesitar tanto . Pero no la necesitaba: en Alberto que, vestido de luto, hizo cabeza del duelo, tenía un amigo adicto y abnegado.. Desde entónces todos los dias iba á visitarme, y en medio de mi pobreza nada me faltó, pues él á pesar de ser muy pobre también, me proporcionaba lo necesario, y yo podia adqurir lo supérfluo, merced á mis ganancias de escritora y traductora... Apesar de que yo pertenecía á aquel hombre digno, en cuerpo y alma; á pesar de que poco le hubiese costado romper con sus compromisos anteriores, sin poner en peligro mi amor hácia él, me hablaba siempre de nuestro casamiento, que debia realizarse en breve... Yo me consideraba y era su esposa, lejos de la vista de los demás, é iba á serlo tambien para el mundo, cuando la muerte, que nos habia unido, nos separó cortando de un golpe la existencia de Alberto...

Había escuchado en un café, de boca de un conocido, que yo era su querida, y una bofetada fué la contestación que obtuvo el atrevido: concertóse un duelo, y en él se apagó aquella alma varonil y fuerte, aquel espíritu noble y justo, enteramente dedicado á mí, para quien yo era el lazo más estrecho que lo unía al mundo... Para él, siempre caballero, siempre amante, siempre abnegado, tengo un altar en la memoria, donde rindo ferviente culto á su recuerdo...

Yo había sido feliz durante todo aquel año pasado junto á Alberto: había sido feliz, y no deseaba otra cosa sinó la prolongación de aquella vida durante mucho, pero mucho tiempo... Por desgracia esto no pudo ser así. Lloré amargamente á aquel hombre noble, pero llegó un dia en que, por fin, mis lágrimas terminaron.

Era en Noviembre: los árboles cubiertos de flores, las brisas perfumadas, los dias espléndidos, parecían invitar al amor, la naturaleza embriagaba, producía éxtasis divinos... Yo —¿puedo decirlo sin temor de faltar á la modestia?— comenzaba á estar en boga: mis libros se leían, se discutían, se analizaban, y en algunos círculos de personas desocupadas hablábase de mis pasados amores, de mis pasadas faltas, según ellos decían. ¡Falta mi amor por Alberto!... No pensaba de ese modo un joven poeta que, escribiendo para uno de los diarios en que yo colaboraba, pudo hallar ocasión de visitarme, —y para quien fui, desde entonces, un objeto de respetuoso amor. Jamás me decía una palabra de ello, pero no por eso dejaba yo de comprender qué clase de sentimientos le acercaba á mi. En aquellos dias de primavera, en que la sangre corre ardiendo, Arturo hízose más audaz. Yo, que esperimentaha por él algo menos superficial que la simpatía; que acostumbraba admirarme, al verme retratada en sus estrofas, llenas de vida y colorido; que habia acabado, en fin, por creerlo una parte de mi ser, —no mostré enojo al escuchar­le, antes bien sonreí plácidamente, como si, en sueños, viese un mundo de nuevas y grandes felicidades... Los pájaros cantaban amor, amor exhalaban las flores...; yo tambien amé como ellos, en esos hermosos y embriagadores dias de primavera!...

Un dia —ignoro por qué causa— se desea siempre más de lo que se posee —me habló de casarse conmigo.

—Soy pobre, me dijo; tú eres pobre; pero ambos seremos dos eternos enamorados.

—¡Loco! exclame riendo.

—¿Te parece locura unirnos para siempre?

—¡Niño! exclamé esta vez, haciendo de esta palabra, por la manera de pronunciarla, una equivalente de la anterior.

Él calló; quién sabe en lo que pensaría. Por fin:

—¡Tienes razón! murmuró. Tengo el cielo en mi poder y quiero cambiarlo por el infierno. Soy un loco, un niño.

—¿Por qué dices eso?

—Porque Vds., escritoras, mujeres que dán su espíritu, todo su espíritu, aún á aquellos hombres á quienes ódian, tienen que darse enteras á aquellos á quienes aman... Y quizá, quizá no fuese yo el único en ese caso...

—¡Loco! exclamé de nuevo, sellando con mi mano aquellos labios que acababan de decir tan profunda verdad....

Él siguió amándome: ahora mismo me ama, y por eso no descubro enteramente su nombre. Así es que cuando X... me solicitó y yo le acepté como esposo, sabiendo que me proporcionaría lo que me faltaba —riqueza y esplendor— estuvo á punto de asesinarme —tan grande era su pena ...

Hasta hoy he amado mucho en este mundo, y solo de una cosa me arrepiento de no haber tenido valor antes de ahora para repetir á los que pretenden ultrajarme, echándome en cara mis faltas, aquella frase de Arturo, tan exacta y tan justa de no haberles dicho con voz bien a la sin falsos pudores:

—Vosotros, que no me echáis en cara la acción de dar mi espíritu, todo mi espíritu, aún á aquellos hombres á quienes ódio ¿por que me enrostráis la de darme entera á aquellos á quiénes amo?...

Que conteste aquel que se crea con fuerzas para ello.

Yo creo haber obrado siempre rectamente , y no tengo aún que quejarme ni de una infidelidad, ni de un abuso cometido en mi inocencia, ni de una falsa promesa, ni de otras frases con que algunas mujeres tratan de ocultar la verdad de sus acciones, como si no fuese ley de la naturaleza la que trazo con negros caracteres al final de este relato:

Amar y ser amada

IV

Pocos días después, Jorge, habiendo reflexionado sériamente sobre aquel sofisma habilísimo, dirijióse á casa de Soledad Palmares, con el pretesto de devolverle su manuscrito. Una vez en la casa, y cuando ya hacía rato que ambos conversaban amigablemente, el joven se interrumpió, clavó sus ojos en aquel rostro peregrino, é iba á comenzar la preparada declaración amorosa, cuando Soledad se echó a reir.

—¿De que se ríe Vd.? preguntó, algo desconcertado.

—De lo que Vd. vá á decirme, contestó ella, siguiendo en su risa.

—¿Lo sabe Vd., acaso?

—Lo sé, desde el momento en que le dí el esbozo de mis memorias... Poco hábil amigo mio, poco hábil... No debía Vd. haber aguardado tanto. Ahora ya es tarde.

El se repuso fácilmente, y sonriendo preguntó á la dama:

—¿Se puede saber por qué?

—Porque yo no me ofrezco: me doy. Aquí parece que el primer paso ha sido dado por mí.... Por otra parte, quiero que seamos amigos, muy amigos; pero nada más. He cerrado mi corazón con doble vuelta, y se me ha perdido la llave...

Jorge, sorprendido, guardó silencio; luego la conversación fué animándose de nuevo. Cuando el joven iba á partir:

—¿Qué piensa Vd. de mí? preguntó ella.

—¡Tantas cosas!..

—Dígalas Vd.

—Todas quedan resumidas era una definición de la escritora que ha un momento hacia mentalmente.

Ella preguntó con sus grandes ojos negros, llenos del fulgor de la inteligencia; el contestó, saliendo:

—¡La literata es una mariposa que se ha quemado las alas en la lámpara de su estudio! ...


Buenos Aires 11 de Julio de 1887.

Amélia

Estudio de mujer

I

Las sierras se levantan, cubiertas de verdura; el arroyo, limpio y claro, cae saltando de piedra en piedra, para correr en seguida tranquilamente por la llanura inmensa, sin que un solo obstáculo se oponga á su acelerada marcha; ningun rumor se escucha, salvo el cántico de las aves, de ruido de las piedras que ruedan barbotando desde la cima, el murmullo acompasado del agua, y el monótono grito del insecto que vive oculto entre las yerbas altas y no holladas jamás por el pié humano; algunos árboles sin corpulencia adornan el paisaje; después la Pampa siempre verde, siempre igual, se extiende hasta otras sierras que, como éstas, van preparando las inmensas alturas de los Andes, como los centinelas avanzados anuncian la proximidad del ejército; estas sierras, seguidas de llanuras más ó menos prolongadas, van alternándose desde Córdoba hasta los primeros contrafuertes de la inmensa cadena de montañas que sigue paralela á las costas del Pacífico en la América del Sud.

En una de las soluciones de continuidad de esas primeras alturas, en una abra regada por las aguas de un pequeño arroyo, que se pierde en seguida en la cenagosa superficie de una cañada, cubierta de cortadera, de junco, de achira y otros vejetales amantes de la humedad, se alza una casita rodeada de jardines, perfectamente cuidada y limpia, que parece arrancada de la ciudad para trasportarla á lo más fragoroso de la sierra. Un hombre ya algo entrado en años, de porte distinguido y severo; una mujer joven y hermosa, y tres criados, uno de los cuales sirve de correo de aquella apartada colonia —habitan en la casa que, asentada gallardamente sobre la falda de uno de los cerros, blanca y limpísima, vista de lejos parece un dado de marfil sobre el tapete verde de la vegetación.

Don Juan de Aguilar, casado con una mujer de quien era veinte años mayor, había sentido desde el primer instante el aguijón terrible de los celos; por esa causa resolvió ir á habitar en aquella casita apartada del mundo, en la que poseía á Amélia por entero, sin temer que le disputaran su tesoro... Mas á pesar de que á los treinta y nueve años estaba en la plenitud de su hermosura varonil; á pesar de que su reconocido talento no decaía —pudo notar á los pocos meses que su compañera amada iba demostrándole; aunque inconscientemente, cierto desvío que hacía su desesperación: este alejamiento casi imperceptible, pero latente sin embargo, comenzó pocos meses después de aquel destierro voluntario por parte de él, pero no por eso menos penoso para ella. Mil razones ocasionaban esa frialdad: Amélia echaba de menos á sus amigas, no teniendo á quién confiar todas esas pequeñeces que la mujer solo á la mujer confía; le faltaban también las tertulias, los bailes en que siempre fué soberana por su belleza y su talento, y en que todos los hombres se apresuraban á galantearla y agasajarla, dirigiéndola esas dulces frases que tan agradables son para la mujer que se estima y se crée hermosa: además, de vez en cuando acudía á su imajinación el recuerdo de cierto joven que había encontrado en el tren, en uno de sus frecuentes viajes á Buenos Airrs, de quien ella se decía, en voz baja, —tanto, que apenas se apercibió de ello— que estaba un si es no es enamorada; por otra parte habia echado de ver que don Juan era demasiado viejo para ella: ni tenían ya los mismos gustos, ni las mismas aficiones, ni las mismas costumbres; y cierto descreimiento, cierta desilusión que se notaba en su esposo, la desesperaba, á ella, que aun creía en las virtudes y en las noblezas, en las abnegaciones y en los heroismos; á ella, que aun veía el mundo á través de un cendal color de rosa; á ella que en su rápido paso por en medio de la sociedad no había perdido aún sus alas de ángel....

Además, don Juan había tenido que confesar á Amélia un desliz de su juventud: la niña no supo sin dolor que su esposo tenía un hijo de la misma edad de ella, y á quien profesaba aquel un cariño entrañable, tanto que no titubeó en llamarle á su lado, para que fuese á compartir su soledad durante algunos meses. Arturo —el jóven en cuestión— era militar, y poco tiempo después de obtener los despachos de teniente primero, había pedido una licencia temporal para ir á abrazar á su padre. Con este motivo, Amélia vió aun más claramente la distancia que existía entre don Juan y ella: aquel hijo la robaba una parte del cariño del hombre á quien había sacrificado sus mejores años, alhagada quizás por el brillo de su inteligencia, y por sus triunfos de político ...

El teniente Aguilar debía llegar de un momento á otro.

II

La mañana del día en que don Juan esperaba á Arturo, estaban Amélia y él en el pequeño jardín del frente de la casita blanca, contemplando la riente salida del sol, que, dorando la cumbre de los cerros vecinos, los hacía destacar magníficos sobre el fondo azul del cielo. La joven, preocupada al parecer, contestaba á su esposo con monosílabos, de tal manera que este echó de ver su cavilación, tanto más cuanto que de algunos dias á esa parte iba apercibiéndose de la tristeza que demostraba, cuya causa no podía permanecer oculta para él, acostumbrado á conocer á los hombres y á arrancarles sus más ocultos pensamientos, solo con estudiar la expresión de las líneas de su rostro. Por otra parte hacía tiempo que deseaba provocar una explicación franca entre su esposa y él.

—Estás triste, Amélia — dijo — ¿por qué?

—No estoy triste, —contestó la joven con acento titubeante.— Solo que la mañana me produce cierta laxitud, cierta melancolía que no logro comprender...

Don Juan miró á su esposa, estuvo un momento en silencio, luego cobró fuerzas, como si le costara lo que iba á decir, y murmuró:

—Dime, Amélia, pero con la franqueza más absoluta: ¿no has sentido nunca pesar por haberte unido á mi? ¿no has echado nunca de ver la enorme diferencia que hay entre nuestras edades? no te has dicho jamás que serías más dichosa junto á un hombre, cuyo espíritu juvenil se adaptase más al tuyo?...

La niña le miró con sus grandes ojos negros ...; comprendía el por qué de aquellas preguntas; sabía que era su deber contestar á ellas sin ambajes ... Se puso pálida, inmensamente pálida, y suspiró más que dijo un , que no tuvo eco en las profundas cavidades de la sierra ...

Don Juan se levantó del banco de madera en que estaba sentado; dió algunos pasos por la enarenada calle del jardín, y en seguida, deteniéndose frente á su esposa, clavó en ella sus miradas, brillantes por las lágrimas que afluian á sus párpados.

—¿Eres desgraciada? preguntó sin embargo, con acento al parecer firme y sereno. ¿Qué deseas?

—Nada deseo. Pero eres cruel al esconderme en estos apartados sítios; eres cruel al confinarme en estas sierras, lejos de mi familia, de mis amigos, de todo lo que amo, en fin; eres cruel, cuando me pides que te ame á tí solo, que piense solamente en tí, que te tenga por única compañía ... Yo creí que ibas á hacer que compartiese tus triunfos, que viviese con tu vida agitada de hombre necesario, que brillase reflejamente por el brillo de tus triunfos, de tus victorias, de tus laureles... Pero me he equivocado: al casarme contigo se han apagado en tí, según parece, todas las aspiraciones, todos los deseos de renombre, de gloria, y te has apartado de los centros en que resplandecías por tu saber y tu inteligencia, para encerrarte y tenerme encerrada en un circulo de montañas que no puedo trasponer; para hacer que no oiga más que el sonido de tu voz, que va siendo antipático á fuerza de ser único ... y —quiero confesártelo, aunque me cause cierto rubor, solo porque me has exigido la franqueza— yo no me hubiese unido jamás por amor, á un hombre como tú ... sinó por ambición. No te quise nunca, como amante, y sin embargo esperaba la felicidad al lado tuyo: la felicidad en la gloria, en el orgullo, en la aureola que tu nombre colocaría al rededor del mio ... Soy ambiciosa — ¿á qué negarlo?— y tú no tienes el derecho de pasar por sobre mis ambiciones, de malograr mis deseos de brillo y esplendor ...

Estaba soberbia; con ese esfuerzo sus mejillas pálidas antes, se habían puesto rojas; ya no hablaba: las palabras escapábanse de su boca, como el torrente que se desprendía, saltando, desde lo más alto de las sierras ...

Don Juan callaba. Él había adivinado esa explicación, y la esperaba tranquilo al provocarla.

—Escucha, dijo. —Quiero que no me taches de tirano. Cuando te traje á estos sitios estaba enamorado de tí, como lo estoy ahora. Yo pensaba en lo que piensas tú, en tus largos dias de soledad; no dejé de comprender que la distáncia que mediaba entre los dos era inmensa, y temblé... temblé porque te podia ver, joven é inesperta, á merced de los ataques de aquellos para quienes la honra de la familia es una palabra vana; temblé, porque temia el instante en que te apercibieras de que en tu corazón no existe el amor para mi... ¡temblé, porque estaba celoso!...

—¡Celoso! exclamó Amélia. Solo se está celoso cuando no se tiene confianza en la mujer que lleva el nombre de uno; solo se está celoso cuando, como Vd lo temió, se teme que la esposa se olvide de todo ... Al tener celos, si bien demuestra Vd que me ama mucho, insulta mi entereza de mujer, y se rie de mis fuerzas para combatir mis pasiones... Pues bien ¿sabe Vd lo que sus celos y el confinamiento en que me tiene, han conseguido?... ¿No? Pues no callaré tampoco; quiero decirle la verdad, toda la verdad: Me han hecho recordar uno de esos insustanciales amoríos que se tienen en la niñez, una de esas pasiones efímeras que nacen en un minuto para borrarse en una hora; y hoy —sin que sean parte mis esfuerzos para remediarlo— no puedo rechazar la imágen de un hombre que pasó ante mi vista como una sombra, como un fantasma, cuyo nombre nunca supe, cuya vida no conozco, pero de quien sé que me ama como yo le amo!..

Don Juan se había puesto pálido como un cadáver, sus ojos brillaban y su lábio inferior temblaba convulsivamente; sin embargo, tuvo fuerzas para ofrecer á Amélia su mano derecha y decirle con voz conmovida:

—Oh, sí: tú eres la mujer que yo he soñado, la mujer amante de la verdad, de corazón limpio y puro... He hecho mal en estar celoso de tí, cuando eres capaz de tener semejante franqueza conmigo... Me has destrozado el corazón, pero no has querido engañarme: tengo ahora plena confianza en tí; mis celos se han desvanecido... Mañana abandonaremos estos lugares solitários y tristes, y brillaré y triunfaré de nuevo, y tú brillarás y triunfarás conmigo ...

III

Pocos instantes despues un hombre vestido de militar se acercaba á la casita blanca al gran galope de su caballo. En cuanto llegó á la puerta echó pie á tierra y entró rápidamente, haciendo resonar la espada que llevaba á la cintura en las piedrecitas de las calles del jardín. Don Juan, al verle, se adelantó hácia él con paso acelerado.

—¡Es mi hijo! exclamó.

Amélia, que no veía al recien llegado, oculto aún tras de los árboles, abandonó tambien su asiento; pero no bien pudo mirar el rostro del joven, abrió los ojos desmesuradamente, se puso pálida, del color de la cera, y lanzó una exclamación, mitad suspiro, que no fué oida por su esposo.

En su corazón revivieron todas sus acalladas pasiones: el apuesto militar que á ella se acercaba, era el hombre que se aparecía en todos sus sueños, aquel cuya imágen llevaba grabada en el alma, aquel á quien amaba sin conocerle, sin saber siquiera su nombre!.... ¡El hijo de su esposo! ¡Su hijo, por lo tanto!... Imposible describir la tempestad que este descubrimiento levantó en su pecho herido .... Sin embargo pudo sobreponerse á su conmoción: y avanzó al encuentro del joven, séria, casi ceñuda .....

Este no la había olvidado tampoco; al verla palideció ligeramente; y sonrió con tristeza, al escuchar estas palabras de boca de su padre:

—Arturo, te presento mi esposa.

Las manos se estrecharon ligeramente.

—Señora .....

—Señor ....

No dijeron más. Ambos recordaban su encuentro, ambos temían el abismo que se abría bajo sus pies... Sin embargo, Amélia era una mujer honrada; Arturo era un hombre noble. Aquel encuentro les lastimaba, les hería, les hacía sufrir tormentos inauditos, les obligaba á recordar la dicha soñada... pero tenían que acallar su corazón, que ahogar sus sentimientos, para no herir de muerte á ese pobre hombre que no adivinaria —á su parecer— el drama que estaba desarrollándose ante sus ojos ... Pero don Juan era demasiado perspicaz para no comprender que algo oculto había en esa turbación. Lo comprendió, y temió, porque recordaba las revelaciones que le había hecho su mujer. Sin embargo, pudo conservar su entereza. — Supongo, Arturo, que esta primer visita será larga, dijo con acento reposado.

El jóven titubeó, miró á Amélia, luego á su padre, y murmuró bajando la vista:

—Te escribí diciéndote que pasaría en tu casa un mes; pero, desgraciadamente, mi estadía al lado tuyo no puede ser más que de horas: asuntos urgentes reclaman mi presencia en Córdoba.

Estas palabras confirmaron más á don Juan en sus sospechas.

—¿Qué asuntos? preguntó. Sé perfectamente que nada te llama á la vieja ciudad, é ingratitud tuya sería no pasar con nosotros algunas semanas siquiera. Temes, sin duda, aburrirte; pero te aseguro que al lado de Amélia los dias parecen instantes, las horas soplos .....

Amélia creyó ver una ligera ironía en las últimas palabras de su marido; alzó la cabeza con orgullo, miró á don Juan firmemente, y dijo sin vacilaciones, con voz entera y ademán resuelto:

—Sí, Arturo: aquí tiene Vd. su hogar. Al lado de su padre..... y de su madre, hallará el cariño que tánta falta le ha hecho en el mundo, cuando solo, sin família, sin esos amores grandes y puros que solo se disfrutan bajo el techo paterno no, ha echado Vd. de menos la casa en que corrió su niñez y el cariño de la madre que le ha faltado. Olvide sus penas anteriores: Juan le ama entrañablemente, y yo, por mi parte, le ayudo á quererlo ..... Sea Vd. nuestro hijo, siquiera por algunos dias .....

Una lágrima asomaba á los ojos de don Juan, que comprendió todo aquel heroismo ..... Arturo, pálido y tembloroso, no acertaba á decir una palabra.

—¿Se queda Vd? preguntó Amélia.

—Quédate, Arturo, murmuro don Juan.

—¡Me quedo!... contestó el joven con voz ahogada.

IV

Entónces comenzó el martirio. Ellos se amaban, y aquella vida en común; aquellas entrevistas repetidas hasta lo infinito; aquellas ocasiones en que ambos se hallaban lejos de todas las miradas indiscretas; aquella pasión desbordante, á que solo esfuerzos sobrehumanos podian poner valla; aquel rostro austero de don Juan, cuyos ojos graves se clavaban en su esposa y su hijo, como una eterna prohibición, como una eterna amenaza, —era algo que les enloquecía, que les mataba lentamente...

En varias ocasiones, cuando Amélia sentada al piano ejecutaba una de esas melodías apasionadas y tiernas, en las que ponía toda su alma con sus pesares infinitos, don Juan, tirano por su temor y sus celos, deseando que Arturo no rodase al abismo arrastrándolos consigo, le decía con voz firme:

—Ve á dar vuelta las hojas de la música, para que tu madre no tenga que interrumpirse....

Y esa palabra madre la repetía con incansable afán cien y cien veces en cada hora, como si quisiese dar á Arturo un apoyo para que se detuviera en la resbaladiza y peligrosa pendiente.... Y el joven obedecía la indicación de su padre, y allí, junto al piano, apartando los ojos de la mujer amada, aspiraba su fresco perfume, nuevo Tántalo de amor...

Don Juan solía dejarlos solos intencionalmente. Entonces no se miraban tampoco, no querían mirarse, porque sabían que una chispa basta para encen­der la hoguera devoradora.

Amélia por su parte, muda y triste, pálida como el mármol, febriciente, lloraba en el silencio de la noche; sus deberes de esposa por un lado, su corazón ardiente por el otro, reñían en su pecho atroz batalla. Pensaba en aquel hombre que sufría carcomido por los celos, soñaba con la dicha desaparecida para siempre, y en medio de su soledad, cuando todos estaban lejos de ella, cuando ni un rumor despertaba los écos adormidos de los cerros, daba suelta á sus lágrimas candentes de mujer infeliz. Deseaba la muerte como término de sus pesares; quería huír de aquellos sítios, arrojar á Arturo de aquella casa, fulminar á su marido con todas las ácres palabras que su encono contra la suerte hacía asomar á sus lábios, correr al través de los campos , y quitar de sobre su pecho el enorme peso que la ahogaba... Encontrábase en un estado extraño: nada la agradaba, nada era capaz de sacarla de su atonía; porque todos los objetos, todas las personas, todos los paisajes, se le presentaban vagos, túrbios; no veía más que la gallarda figura de Arturo, con su traje de colores salientes, con su barba sedosa que apenas sombreaba el rostro, con sus grandes ojos llenos de tristeza.... Él, solo, era huminoso: parecía rodeado por una aureola; lo demás se apagaba, se disolvía....

Don Juan, casi frio, pero lleno de dolor, con su naturaleza privilegiada, con su fuerza de voluntad nunca desmentida, contemplaba aquellas escenas mudas, las estudiaba, las sentía.... Por la noche, á la hora de retirarse, besaba á Amélia en la frente: lo mismo hacía con Arturo. Después, cada uno iba á su habitación, donde los tres se entregaban á sus meditaciones, ó dejaban libre curso á las lágrimas...

Esto duró una eternidad.

V

Un mes pasó Arturo en casa de su padre. Durante todo él, la joven fué poco á poco palideciendo; sus ojos estaban rodeados por un círculo azul, y sus manos temblaban como si la infeliz mujer fuera presa de la fiebre. Don Juan mústio y aflijido, no hallaba voz en su garganta. Arturo encontrábase en un prolongado suplicio.... Un silencío triste y pesado reinaba en la casita blanca, que se vé en medio de los sierras como una paloma acurrucada en su nido de yerbas verdes; las penas más terribles habíanse apoderado de aquellos tres corazones, y la desconfianza y la envidia reinaban en ellos... Alguna vez, cuando las miradas de don Juan se encontraban con las de su esposa, ésta clavaba sus ojos en él, como asegurándole el triunfo.... ¡Jamás batalla semejante tomó por campo el corazón del hombre!...

Por fin, un dia el joven militar ensilló su caballo, preparándose á partir. Amélia, hecha un mar de lágrimas, pálida y casi moribunda, contemplaba los preparativos. Don Juan, á su lado, cabizbajo, taciturno y melancólico, habíale ofrecido el brazo para sostenerla...

El joven terminó, y acercándose á su padre le abrazó bañado en llanto. El hombre de mundo, el hombre acostumbrado á todos los combates de la vida, el político endurecido, no pudo tampoco ocultar su emoción.... Arturo, ahogado, se apartó por fin de él, y saludando á Amélia con una inclinación de cabeza, iba ya á subir á caballo, cuando don Juan le detuvo:

—¿No abrazas á tu madre? preguntó.

Y como él titubeara:

—No quiero que partas de aquí, dijo, sin ir convencido de que Amélia es tu madre ... ¿Entiendes?

Y un lijero rayo de encono brilló en sus pupilas: el hombre celoso despertaba.

Arturo, temblando, abrazó á Amélia, montó á caballo y se alejó á la carrera, creyendo que el aire faltaba á sus pulmones.

La joven, casi desvanecida, tuvo que apoyarse en el pecho de su esposo, que mojó con sus lágrimas... Sentía un sacudimiento extraño en todo su organismo, algo como si un veneno poderoso corriese por sus venas.

VI

— Prepárate, dijo don Juan, dos dias después. Mañana abandonaremos para siempre estos sitios.

—Déjame aquí, murmuró la joven. Déjame aquí... sabes que en otra parte sufriría mucho! ...

—¿Y aquí, sufres?

Ella calló, pero llevóse el pañuelo a los ojos, enrojecidos ya.

—Entonces ¿no me he engañado? ¿le amas? preguntó él con voz apenas perceptible.

Ella siguió callando. Don Juan no volvió á hacerle ninguna pregunta.

Y ambos permanecieron en la casita blanca, sin olvidar jamás aquellas escenas, pero sin recordarlas nunca en alta voz.

Una muralla elevóse entonces entre los dos; muralla infranqueable, terrible, erizada de obstáculos.

Don Juan parecía olvidado de que era el esposo de Amélia.

Esta, agradeciéndolo desde el fondo de su corazón, no dejaba de extrañarlo.

Por fin un dia le preguntó:

—¿Ya no me amas? ¿Ya pasó tu apasionado cariño de otros dias?

El la miró tristemente, con esa mirada pálida y envejecida que tenía de algún tiempo á esa parte.

—Eres una heroina, dijo, eres una santa, y como á tal te admiro y te idolatro. Pero.. amas á mi hijo, y me parecería un crimen exijirte que no solo aparecieses como mi esposa ante el mundo, sinó también que lo fueras en la soledad.

—¡Y sería un crímen! exclamó Amélia irguiéndose en su asiento.


Córdoba, 18 de Abril de 1887.

Noches de estío

Cróquis

I

... Con su canto acompasado y monótono, el vonciglero grillo rompe el silencio de la noche; solo su voz adormecedora es lo que se escucha. Después, todo es silencio...

La luna —paseante angusta— recorre con lentitud su camino, iluminado cariñosamente al mundo que duerme, y sin hacer caso de las estrellas que palidecen de envidia al verla tan hermosa.

Abajo, en la tierra, la brisa cansada de revolcarse en el polvo, bajo el ardiente rayo del sol, no tiene ya fuerza bastante para agitar las hojas de los árboles, ni deseos de entonar su cántico armonioso al deslizarse blandamente sobre la perfumada yerba de la llanura extendida....

No es tarde aún. Hace tres horas apenas que el sol poderoso se ocultó en el occidente, presentando á los ojos asombrados del hombre: el cielo convertido en una áscua roja y chispeante, en un infinito piélago de fuego.

Es el momento del descanso primero: todos los rumores se acallan, todas las aves duermen en sus nidos, todas las flores yacen mústias, agostadas ...

Dentro de poco, cuando la luna haya dado algunos pasos más, comenzarán á oirse esos rumores vagos, misteriosos, esas indecisas armonías de la naturaleza, notas suaves, cadenciosas, acordes, ideales , que luego susurran como un recuerdo lejano en el oido del músico y del poeta, que vanamente se esfuerzan por repe­tirlas, porque son intangibles, celestiales, infinitas, porque se desvanecen sin dejar rastros, porque el arte del músico y del poeta es demasiado pequeño para poder copiar esa mágica sinfonía que comienza á altas horas de la noche, para ir en crescendo hasta llegar al portentoso coro de la aurora, en que cada ser microscópico, cada yerba, cada grano de arena, cada irisada gotita de rocío, tiene una nota propia y original con qué saludar la llegada de las primeras claridades del nuevo dia...

En vano la vista se afana por divisar lo que deja en una semi-oscuridad maravillosa la luz diáfana de la luna, que parece una plateada gasa extendida sobre el universo que duerme.

Los cerros lejanos aparecen como una masa confusa, y la imaginacion nunca en reposo les presta caprichosas formas; hasta llega á dotarlos de extraños movimientos.

II

Es media noche, es la hora fantástica.

Mil ruidos se escuchan ya distintamente; —á lo lejos los perros aullan en son triste y medroso; la aguda voz del gallo vigilante, rasga el silencio de la tierra; el concierto de las ranas ha empezado; una lanzó su grito lastimero, y como si esa fuera la señal dada por la batuta del director, hace rato que resuena en medio de la noche el formidable coro que forman todas ellas con su tétrico cud cud; mil insectos sin nombre alzan también su canto en la calma augusta de la naturaleza, emitiendo notas indescriptibles, —santa y selvática armonía que nos hace soñar, con los ojos abiertos, en mundos mejores, en cosas imposibles.

El descanso primero ha terminado.

La brisa olvida sus pasados pesares, y fresca y húmeda como un beso virginal, pasa susurrando amores por las hojas de los árboles que el rocío rejuvenece ya; dicta al oido de la flor poco antes agostada, sublimes estrofas que la hacen erguirse en su tallo, llena de hermosura; riza las aguas tranquilas del arroyo que la luna platea, y va á agitar las plantas aromáticas que crecen en las hendiduras de las piedras de los cerros vecinos, que les prestan gustosas su fragancia embalsamada.

¡La brisa de las noches del estío!....

Llega hasta mí, cargada de perfumes no aspirados jamás; juguetea plácida con mis cabellos; reanima mi cansado espíritu, y deposita en mi frente un ósculo cargarlo de esencias embriagadoras!... ¡Bendita sea la brisa de las noches, que me hace levantar la vista hácia la infinita bóveda azul, en que titilan las estrellas con resplandor confuso!...

¡Las estrellas!... no solo lucen en el cielo, perdidas en la inmensidad; también la tierra las tiene: son estrellas aladas: aparecen á nuestra vista, cruzan ráudas ante nuestros ojos, brillan un instante y luego se apagan, para brillar de nuevo y apagarse otra vez; en los árboles, entre las altas yerbas, en la atmósfera en que cuelga su cendal la pálida Hécate, súrgen de pronto como un fuego fátuo, para extinguirse en seguida. ¿Son estrellas? Son exhalaciones: pasan con la rapidez del relámpago, y dejan en el aire, tras de sí, una estela luminosa. ¿Son exhalaciones?

No: son la luz misma; la llevan en su ser; ella es su vida; su vida y la luz no terminan al mismo tiempo: la luz las sobrevive; no es su vida, es su alma; no es su alma, es más... He visto esas luces sirviendo de pendientes á mi amada; eran brillantes mas espléndidos que los brillantes mismos; eran séres, era la naturaleza viva, palpitante aún, sirviendo de adorno á la hermosura; era una criatura bella, iluminando el rostro de una criatura más bella aún; era la luz, esclava de la mujer, que es también luz....

¡Las luciérnagas! Ved cómo se incéndian y se apagan, y filosofad en seguida.

¿No es la luciérnaga imágen de nuestra felicidad?... Mirad cómo resplandece aquella durante su rápido vuelo; pronto; ¡ay! ocultará sus fosforescentes fulgores bajo sus negras alas. ¿Volverá á brillar?

.... ¡Quien sabe! Puede que el infeliz insecto, caido sobre el polvo del camino, carezca ya de fuerza suficiente para agitar de nuevo sus alas; puede que no torne á darnos ocasion de admirarlo, al cruzar la atmósfera entibiada, durante las plácidas y dulces noches del estío!...

III

No ya —como en la tarde— los objetos cortan con toda energía su perfil sobre el azul del ciclo; no para este paisage son apropiados los firmes y duros toques del agua fuerte: la poética acuarela, con sus melancólicas indecisiones, con su luz vaga, con sus colores tímidos, puede pintar mejor estos claros de luna en que todo es tierno, dulce, misterioso, en que los suaves resplandores del astro de la noche vencen á las sombras sin combatir con ellas, así como nos vence con una mirada de sus ojos amantes la mujer que adoramos de rodillas....

Los cerros lejanos, como esfumados sobre la tela celeste del firmamento, desvanecen sus contornos que se hacen intangibles...

En esta hora todo tiende al azul; ellos —los cerros del color de la esmeralda durante las horas llenas de luz del medio dia— también son azules bajo el cariñoso rayo de la luna... El azul tiene algo de vago: es azul el cielo, la vaguedad infinita; es azul la onda de los rios; es azul la pupila de los niños; el tranquilo espejo de los lagos; el mar visto de lejos; las montañas perdidas en el confín del horizonte; algunas nubes; el velo con que vestimos á los ángeles soñados en los dias de la infancia; la luz de la luna... A esta hora la tierra es azul, y todo en ella es indeciso, todo impele al ensueño, todo presta alas al espíritu que —olvidando lo real— quisiera emprender el vuelo por ignotas regiones, embriagándose en las armonías admirables de la naturaleza... ¡Hora divina de la vaguedad que encanta! ¡La vaguedad es el placer, y tú no te muestras avara de ella!...

¡Pero no más!... Rómpase la lira que no puede cantar tanta belleza! ¡Arrojad, oh pintores, la paleta que no tiene tintas para copiar estas noches con todo su plácido esplendor! ¡No volváis á tomarla hasta que podáis reunir á los colores mágicos que cada objeto adquiere, esos mil ruidos, esas mil notas desprendidas de un himno grandioso, lanzadas al azar, sin obedecer á regla alguna; hasta que podáis, en fin, darnos lo real, con toda su melancólica poesía! ¿De qué sirve el arte, si no alcanza á copiar las magníficas galas de la naturaleza que —como la bellísima ninfa, dormida en medio de la selva umbrosa,— no nos oculta ninguno de sus encantadores secretos? ...


Córdoba, Febrero 1887.

El verbo amar

A Eduardo A. Sola

I

¿Por qué se casó, si no amaba á Julio? He aquí una pregunta que se hizo ella misma muchas veces, y á la que encontraba una vaga contestación, que la hacía sonrojar; no ignoraba del todo qué motivos la empujaron á aceptar á aquel hombre; —pero ya los creia enteramente banales. Con efecto: habia llegado á los veintitres años y —á pesar de su hermosura que era grande; á pesar tambien de tener multitud de adoradores— su corazón permanecia mudo, y su espíritu no irradiaba aún ninguna luz que le hiciera sospechar la proximidad del amor, ya que no la existencia del amor mismo. De aquí una pregunta que se hacía incesantemente: "¿Existe ese sentimiento ó esa sensacion, ó solo se trata de una invencion de los poetas, que nada tiene de real; de un pretesto de los autores dramáticos para conmover al público; de un medio fácil de que echan mano los novelistas para amenizar sus obras, ó para salir de alguno de esos atolladeros en que suelen meterse, á fuerza de querer dominar la intriga?"... Para hallar contestacion á esta pregunta, la bella Isabel observaba en torno suyo, sin descansar un momento. Pero la verdad es que le seria dificil darse cuenta exacta de lo que pasa en el corazón humano, estudiándolo —como lo hacia— en los grandes salones, allí donde cada uno lleva una careta, y donde todos guardan sigilosamente sus cosas íntimas, para que no las empañe alguna curiosa mirada ó algún aliento envidioso y envenado. Sin embargo, ese era su campo de accion único y solo, porque su nacimiento, su educación y su riqueza la empujaban á las reuniones de "lo mejor de nuestra sociedad," donde el amor no es— en la mayor parte de los casos— sinó una coqueteria prolongada y de buen gusto. Despues de largos estudios y de numerosos tentativas hechas para comenzar á amar, parecióle —más que nunca— que el tal sentimiento no existía sinó en alguna imaginación acalorada; y como mujer cuerda y de espíritu reposado, dijose que, antes de entregarse á un hombre, debia conocer bien y á fondo las cualidades, que le adornaban, asi como también sus defectos. No faltó alguna amiga casada que la hiciera perseverar en su propósito, relatándole, veladamente, las delícias indescriptibles del matrimonio, secreto mágico que Isabel deseaba ya descubrir, casi sin darse cuenta de ello... La curiosidad es una buena ó mala consejera —según los casos— y después de entrever ese misterio oscuro, la joven pensó decididamente en casarse. Convencida de que el amor no existía, contentóse con elegir entre sus adoradores el que contase con mejores prendas físicas é intelectuales, para hacer de él un marido estimado, ya que no amado. Poco tardó en decidirse, y un bello dia Julio Montenegro escuchaba de su boca la promesa de que sus deseos se verían cumplidos.

Y así fué. Nadie olvidará las bodas de ambos jóvenes, en las que reinó un lujo verdaderamente asiático, pero en las que faltaba una joya de incalculable précio con que los pobres suelen engalanarse en situaciones análogas: el amor.

Pocos meses después —y cuando habia llegado á conocer á fondo aquel misterio oscuro— la bella señora de Montenegro estaba convencida de que el cariño que esperimentaba hácia su esposo, era el sentimiento que con tanto ahinco tratara de estudiar en otras épocas. La amistosa confianza que reinaba entre ellos, las íntimas y largas conversaciones, los besos furtivos, y otras mil pequeñeces no menos agradables, teníanla contenta, casi dichosa. Así que no dejaba de decirse de vez en cuando —no sin cierto júbilo y con pleno convencimiento— que eso era el amor y no otra cosa.

Pero en algunas ocasiones tuvo que permanecer sola varios días, y su imaginación siempre activa y despierta —imaginación de joven y de mujer— comenzó á mostrale el lado oscuro de la cuestión. Sus caricias á Julio no eran tan sinceras como parecía; su contento al volver á verle no era tan grande como debiera ser; recordaba también que, muchas veces, entre los brazos de su esposo, había pensado en otras cosas..... ya que no en otros hombres. Después, el marido no amado tiene siempre muchos, infinitos defectos: cuida demasiado de no ajar su ropa; retarda su llegada á donde está su esposa para quitarse el sobretodo y limpiarse los botines, con el fin de no ensuciar las alfombras; tiene mal génio; por la mañana —al despertarse— bosteza y se estira antes de abrazar á su mujer; y luego no tiene esos solícitos y pequeños cuidados que tanto agradan en los días anteriores al matrimonio, y de los que solía abusar: en fin, el marido es un ente ridículo, siempre ocupado de su persona, y que no atiende á su mujer más que por egoismo, porque le es útil para conservale la ropa, y para otros pequeños detalles semejantes ... ó no semejantes.

Luego despues, ella leía, ella leía, mucho, y en todo los autores encontraha explicado el amor de muy diferente manera sí, pero explicado al fin: en Zola como una sensación, en Musset como un placer, en Dumas hijo como un ancla salvadora, en Lamartine como un rayo de sol, en Victor Hugo como extasis que acerca al cielo... Antes no había adivinado el de Marius y Cosette, pero ya comenzaba á comprenderlo, es decir á desearlo; Guiymplaine y Dea le parecían unidos solamente por el arte del novelista; había creido quimérica la pasión de Teresa Raquín, que la empuja hasta el crimen, á donde llega acompañada por su amante; era mentira Marión Delorme, era mentira Margarita Gautier, era mentira Fernanda... Sin embargo, comenzaba á decirse que no le desagradaría experimentar ese sentimiento. Aún hasta aquellos amoríos casi sin huellas —amores de mariposa— que nos cuenta Catulle Mendez, no la dejaban sin cierta envidia... Sospechase, pues, el efecto final que debia producir este estudio casi inconsciente. De todas aquellas lecturas hechas ya con más calma y con más seso, nacióle el convencimiento de que aún no había experimentado el amor, á pesar de que estuviese casada; y al mismo tiempo el de que dicha palabra, no debia ser borrada del dicionario por inútil. Y lo que es más —no cuesta el decirlo— resolvió amar y ser amada, resolvió no morir vírgen de ese sentimiento de que le hablaban clásicos, y románticos, y naturalistas con igual, convicción, aunque en diferentes tonos.

II

Hasta entonces había vivido en cierto retiro: ya no frecuentaba teatros, ni bailes, ni paseos, contentándose con olvidarse de todo entre los brazos de su marido. Pero después de aquellas perniciosas ó saludables lecturas, después de aquel deseo vago, pero grande, de amar y ser amada, comenzó nuevamente á pensar en esas brillantes fiestas, en las que reinó tantas veces por su hermosura y por su riqueza.

Los muros de su espléndida casa le parecian estrechos para las nuevas ideas que bullían en su mente, que para su desarrollo necesitaban aire, espacio, luz... Julio no dejó de notar su desasosiego.

—¿Qué tienes? preguntóla un día.

—Nada: me fastídio, contestó ella.

El se alarmó. Malo es que una mujer se fastídie, cuando es joven y hermosa; y no solo malo, sinó peligroso también. Así es que á los pocos días llevó á Isabel á un teatro, luego á un paseo, en seguida á un baile. Ella no cabía en sí de gozo: de esa manera podía buscar al hombre que la amase y que fuera digno de ser amado. Como consecuecuencia de este contento, de este inconsciente deseo de pecar, sus caricias á Julio redoblaron, y ya pudo permanecer más tranquila.

Él se engañó, atribuyendo tales resultados á la desaparición del fastídio, causa única, á su parecer, del alejamiento de la jóven, y de su silencio triste y constante. Su alarma desapareció por completo , y se entregó enteramente al amor á su esposa, que aumentaba cada día. Sin embargo, Isabel, cuando se acostumbró á esa agitada existencia de millonária que se divierte; cuando pasó muchas noches entregada al baile, hasta que la aurora se asomaba, curiosa, por el oriente, haciendo huir las sombras que no gustan de ser espiadas por la luz; cuando ya pasaban á la categoría de aires conocidos las mil palabras de amor que le dirijían sus amantes de ocasión, mariposas que revolotean un minuto al rededor de una llama, para ir en seguida á otra; cuando se acostumbró á esa existéncia extraña, que la llevaba de salón en salón y de teatro en teatro, y pudo escuchar sin asombro sus rumores nunca concluidos, sus conversaciones siempre variadas, sus galanterías ya vetustas, pero nuevas aún; cuando, en fin, olvidó su pasajero agradecimiento hácia Julio, sus caricias para él fueron disminuyendo, hasta que desaparecieron del todo...

Él, por su parte, no muy fogoso, no muy enamorado tampoco, pero fiel y galante con su esposa, conociendo lo que valía, y creyéndola incapaz de una falta, miró, es verdad, con cierta pena ese nuevo alejamiento de Isabel; pero ni le dió toda su importáncia, ni creyó prudente solicitar de la niña una explicación de su modo de proceder, suponiendo que esa frialdad seria tan pasajera como la anterior.

Además, iba á los bailes. encontrábase con mujeres hermosas y amables, que escuchaban complacidas sus galanterías, tan pronto dichas como olvidadas, y llegaba á la conclusión de que podía muy bien divertirse, aún sin el amor de su esposa... En efecto, la señora de M., graciosa rubia de encantadora conversación, viuda desde hacia dos años, mostrábase enamoradísima de Julio, comprometiéndolo muchas veces á que bailara con ella toda la noche. En un principio no agasajó á Margarita —la viuda— como le era posible hacerlo, dadas las circunstancias; pero después, herido en cierto modo por la frialdad de su esposa, buscando de alguna manera, cómo vengar su amor própio, comenzó á hacerle decididamente la corte, cosa que la señora de M. no vió sin gran placer.

Entretanto, Isabel había, también, encontrado un nuevo amor, es decir su amor primero.

III

Era Reinaldo un hermoso joven de ojos eternamente pensativos, que parecia encontrarse fuera de su centro en aquellas reuniones bulliciosas. Bailó algunas veces con Isabel, conversando con ella amigablemente, y —peligrosa casualidad— tomando en muchas ocasiones por asunto las historias del corazón. Ella comprendió que Reinaldo sabia amar, y propúsose amarlo, porque no era como sus demás galanes, frívolos y tontos, sinó que demostraba, además de su ilustración esquisita, ciertas delicadezas, ciertos cuidados, que no se tienen infructuosamente con una mujer que se halla en las circunstancias en que se hallaba la joven. Él, habituado á las conquistas de salón, no dejó de ver el efecto que producía, y estrechó el cerco; desde entonces, cada vez que se encontraban en un baile ó una tertulia, era el primero entre los adoradores de la hermosa señora que se acercara á ella, para prodigarla esos hábiles cumplidos que habían, por fin, llegado á turbar su corazón vírgen todavía.

Cuando, al retirarse, en la soledad de su aposento, Isabel se examinaba íntimamente, el amor que en ella nacía para su adorador romántico no dejaba de mostrársele grande, inmenso, infinito; y entonces daba las gracias á los libros de todos los autores, que habían contribuido á arrancarle la venda de los ojos. ¡El amor! Existía, sí, ese dulce sentimiento de que ella dudaba en otras épocas, y era más dulce aún de lo que decían los poetas, entre las notas de su lira de oro; más grato que el canto de las aves, que el perfume de las flores, que todas las armonías de la naturaleza!... ¡Oh! ella no podía ya dudar de su existencia, porque lo sentía latir en su corazón!...

Julio no sospechaba ni remotamente lo que estaba pasando; entregábase al amor de la encantadora rúbia, á quien encontraba también en los bailes, y hacía caso omiso de su mujer, que no le amaba. El fuego se estingue siempre que le falta combustible ó aire, y él creyó que lo mismo había sucedido con el amor á su esposa, á causa de la frialdad con que era correspondido.

Las cosas estaban ya en el punto peligroso, y el desenlace iba acercándose.

IV

Si alguna mujer ha escuchado con arrobamiento las palabras de un hombre que jura amarla eternamente; si ha sentido agitarse entre su pecho su corazón hasta entonces mudo; si todas sus fibras se han estremecido extrañamente al oir el eco de una voz, y al sentir la presión de una mano en su cintura, entre las vertiginosas vueltas de un vals; si, olvidada de todo, con una nube en los ojos, no ha visto ya las gentes que la rodean, no ha oido los compases de la orquesta, y se ha sentido trasladada á otras épocas y á otros lugares; si á su rostro pálido han afluido raudales de sangre, mientras sentía en todo su cuerpo una rara y agradable languidez; si á la pregunta del hombre, si á su demanda de una frase de amor, ha contestado con voz imperceptible, ahogada su alma de placer, el "sí, le amo," tan humilde y afanosamente pedido; si ha contemplado ante sus ojos un porvenir de dicha inacabable, quizás un poco criminal, pero mayor por eso; si ha estado á punto de abrazar á ese hombre, á despecho de todas las miradas, y á despecho también de la presencia de su esposo; si alguna mujer ha sentido esto, ha estado en el caso en que se halló Isabel, cuando Reinaldo se atrevió por vez primera á hablarla de su amor y á pedirla el suyo, en medio de la alegría bulliciosa de un baile, y mientras Julio obtenía de Margarita, la encantadora rúbia, una nueva promesa de cariño ilimitado y constante. Himno sublime pareció á la joven aquella oda, tan nueva para ella, que entonaba á su oido el hombre que había hecho despertar su corazón; májica armonía que hasta entonces no le había sido dado escuchar, y que la turbaba hasta el fondo del alma con sus notas aún no sospechadas por ella; sublime acorde siempre repetido y siempre único en la lira del amor, pero que es, también, siempre nuevo para la mujer que le escucha enamorada ... Reinaldo presentósele aquella noche con una gloriosa aureola que solo ella veía, con un atributo esplendente que la estremecía toda, y despertaba en ella deseos extraños, hambres de cariño, rábias de placer: él era el elejido , el adorado, el único por lo tanto, entre todos los hombres que la rodeaban ...

Largo rato hacía que duraba su amorosa conversación, cuando él, deseando sin duda huir de tantas curiosas é indiscretas miradas, para abandonarse al cariño de aquella mujer, la dijo:

—Si es cierto que me ama V., voy á pedirla un sacrifício.

—¿Cuál? preguntó ella, sonrojándose.

—Es imposible conversar aquí; cada uno de los que asisten al baile es un importuno y curioso testigo, que observa hasta nuestras más mínimas acciones...

—¡Oh! interrumpió Isabel, creyendo ya escuchar las mil habladurías de aquella sociedad selecta, los mil chismes de salón que se iban á levantar al rededor de su nombre, si llegara á sospecharse algo.

—Así, continuó él, casi inmediatamente, es bueno que abandonemos este salón, y vayamos á alguno de los gabinetes contígüos, donde podremos hablar con libertad durante algunos minutos.

Quedó convenido. Nadie sospecharía: la joven iba á fingir una lijera indisposición, causada por el calor, y saldría del brazo de Reinaldo, siempre dispuesto á acompañarla.

V

Margarita y Julio habían conversado largamente aquella noche. En medio de la multitud bulliciosa, perdida la cabeza con los mareadores ritmos de la música, loca tambien por aquel hombre, la linda rúbia habíale hecho entera cesión de su alma, embriagada de felicidad. Él, dichoso por su conquista, pero sin grandes emociones, algo frio bajo su aparente apasionamiento, escuchaba con tranquilidad las palabras de la joven, y contestaba con esas frases convencionales que nunca producen efecto en la mujer que las escucha dueña de sí misma, pero que aprisionan más y más á la mujer enamorada. Sin embargo, todo aquel ruido y toda aquella pasión que en nada reparaba, ejercían alguna presión en el ánimo de Julio: sentíase en cierto modo bajo el dominio de Margarita, y aunque aquella prolongada conversación llena de repeticiones, —conversación de mujer enamorada, que parece no disponer sinó de un solo verbo,— aquellas miradas llenas de fuego: que temía fuesen vistas por su esposa, causábanle cierto disgusto, cierto deseo de terminar de una vez; los desnudos hombros de la jóven, su opulenta belleza, su pasión desbordante, prometíanle felicidad inmensa en un futuro no lejano.... Fatigábale aquel abandono de Margarita, á quien nada importaba de los demás; temía estar haciendo un papel ridículo, pero prefería arrostrarlo todo antes que abandonar su fácil presa.

—¡Te amo, te amo! repetía la hermosa rúbia.

—Y yo también te amo, Margarita, contestaba Julio con cierto desgano, que irritaba aún más la pasión de la joven

—¿De veras?... Pero no me amas como yo, que todo lo olvido por tí, que á tí me doy, que á tí me entrego, que soy tuya, enteramente tuya! ...

—¡Cuándo seré completamente feliz! ... exclamaba él entonces, respondiendo en voz alta á las ideas que despertaban en su cerebro las frases de la joven.

—¿Y no lo eres ya? ¿no eres feliz al verme aquí, ante todo el mundo, bebiendo amor en tus ojos, extasiándome á tu vista, jurándote que ya no me pertenezco? ...

Julio hizo un mohin con los lábios, sus ojos brillaron, subió la sangre á su rostro y murmuró, mirándola fijamente:

—¡Algo más quiero! ....

Ella lo miró á su vez; una nube voluptuosa oscureció su vista, y bajando la cabeza suspiró, más que dijo:

—¡Lo tendrás!

Y él, vuelto en sí de sus temores, queriendo dominar la situación, tomar por asalto el último reducto, hacerse dueño absoluto de la plaza, preguntó con voz firme:

—¿Cuándo?

Y Margarita, haciendo entrega de ella misma, sin indecisiones, sin flaqueza, abandonándose enteramente á su amor, dándose sin condicion alguna:

—¡Siempre! contestó.

Julio calló desde entonces durante largo rato. Sentíase contento de sí mismo, y aunque pensaba que iba á faltar á su esposa, se decia que ella lo habia querido, al herirle con su glacial indiferencia. Por otra parte, estaba demasiado contento de su suerte para parar mientes en tales ideas. Su conquista era de aquellas que jamás se abandonan, de aquellas que se ostentan con orgullo, y que dan á los que las llevan á cabo cierto sello de irresistibles que les facilita el triunfo en otros mil combates amorosos. Sin embargo, y apesar de su victoria, tan completa y tan grande, continuaba en su silencio algo penoso; silencio ocasionado por esa especie de turbacion indefinible, que produce siempre en los hombres la respuesta categórica de una mujer, ya sea favorable, ya adversa; turbación que puede reprimirse merced á un grande esfuerzo de voluntad, pero que no por eso deja de ser demostrada. Además, aquel ¡Siempre! de Margarita, tan inesperado y tan vigoroso, le dejó en la imposibilidad de hallar respuesta inmediata.

Por suerte la mazurca que bailaban terminó en aquel punto. La joven fué quien se encargó de romper el silencio.

—Hace aquí mucho calor, dijó. Lléveme Vd. fuera del salón.

Y ambos, pasando por en medio de las otras parejas, dirigiéronse hácia una de las puertas que daban al patio. Margarita, deteniéndose de vez en cuando, cambiaba con algunos jóvenes, ó con sus amigas, esas palabras que nada significan y que tan necesarias parecen en todas las fiestas de la buena sociedad. Con esta estratégia logró la hermosa mujer abandonar el salón, cuando comenzaba la orquesta á ejecutar otra pieza de baile, y cuando los jóvenes y las niñas acudian presurosos á enredarse en los giros de la danza, abandonando los salones cercanos al principal. En uno de estos penetraron Julio y Margarita, ansiosos de un poco de soledad y de silencio, con el deseo de entregarse á su tierno y amante coloquio, lejos de las miradas importunas.

Isabel y Reinaldo permanecian aun en el salón. La joven no se atrevia á dar el peligroso paso, por más que no lo temiera mucho; además, no era muy práctica en eso de fingir indisposiciones, y temia fracasar en su propósito, haciéndolo tan mal que todo el mundo sospechara. Pero logró sacar fuerzas de flaqueza, y algunos minutos después que su esposo, salia del salón apoyada en el brazo de Reinaldo, que sonreia con cierto aire de triunfador romano...

Pero en el momento en que el ambiente de la noche refrescó su rostro, en medio del abierto patio, toda su firmeza la abandonó, y algo como un remordimiento fué á herirla en el fondo de su corazón, como un aviso del cielo. Detúvose un segundo, pasóse la mano por la frente, y luego, como Reinaldo le preguntara lo que tenia, hizo un esfuerzo, su corazón fué dominado por su voluntad, y entregándose en brazos del destino:

—¡Vamos! dijo con acento resuelto.

Y prosiguieron su camino, penetrando en una salita contigua al gran salón, al parecer abandonada y sola en medio del bullício de la fiesta.

Pero, apenas traspuso la puerta, Isabel se detuvo, y toda su sangre se agolpó á su cabeza: acababa de ver, sentados muy juntos, en un arrullo inacabable, á Julio y Margarita que, olvidados de todo, daban suelta, ella á su pasión, á sus deseos él. Furor inmenso experimentó la joven; aquella escena la hizo olvidar de Reinaldo, cuyo brazo abandonó; y absorta y muda, hirviendo los celos en su corazón, no tuvo ojos más que para contemplarla, no tuvo oidos más que para escuchar aquellas frases, dichas en voz baja, como un susurro, como un cántico poético y embriagador, que hacía latir sus sienes de mujer engañada... Su esposo, ciñendo con su brazo la cintura de Margarita, mirábase en sus ojos azules como las ondas de un lago, tranquilos como ellas, y como ellas fosforescentes, cuando la luz de la luna baja á besarlas. Y ella sentía algo extraño en su cerebro, olvidaba todo lo anterior, y parecía no tener nérvios sinó para experimentar la celosa sensación que la vista de aquel cuadro la ocasionaba... Un segundo trascurrió en esa situación penosa, en esa contemplación que tanto la agitaba; luego, temblorosa de rábia, acercóse de puntillas á Julio, que nada veia, que nada oia, logrando dominarse casi por completo, dijo, tocándolo en el hombro:

—Hace largo rato que te busco. Estoy indispuesta y quiero irme. Acompáñame.

Y miró furiosa á Margarita que, llena de rubor, no sabía qué actitud asumir en aquella emergencia; pero ésta, sintiéndose mirada de ese modo, levantó la cabeza; y con la frente ceñuda miró á Isabel con aire de despecho y encono. Julio no sabía bien lo que debía hacer, temía el desarrollo de esa escena y el de las que seguirían, estaba algo apesadumbrado por su falta, sabida ya por su esposa, y hubiera sido feliz logrando escapar de aquella casa, de Margarita, y de Isabel también. Esta, sin cesar de mirar á la hermosa viuda con sus ojos brillantes de rábia, la dijo cortesmente.

—Supongo que la señora permitirá que mi marido me acompañe á casa, puesto que estoy enferma...

Y tomando el brazo de Julio lo arrastró fuera de la habitación.

Reinaldo había desaparecido ántes de todo, sin lo cual hubiese visto á Margarita, sentarse en un sillón, llorosa de rábia, como toda mujer vencida en lid de amores.

—El volverá á mí, sin embargo, murmuró por fin, y, serenándose, entró al salón: donde bailó toda la noche.

VI

Miéntras el carruaje los llevaba hácia su magnífica vivienda, Isabel y Julio no pronunciaron una sola palabra. Él, arrepentido, temblaba pensando en las escenas en que iba á ser actor según creía: su esposa haría un alboroto insufrible, digno solo de mujeres del pueblo y hombres de baja estofa, en cuanto llegaran á su casa; sus celos, heridos, en lo más profundo, harian de ella durante semanas; pero aún meses, la más insoportable de las mujeres; pero, mirándose hasta el fondo de su corazón, sentíase culpable, y hallaba razón á su esposa, á quien había faltado indignamente...

Ella, pensando en todos los acontecimientos de esa noche, estudiando la casualidad que la había detenido en la resbaladiza pendiente, sirviéndose para tal resultado de una falta análoga de su esposo; recordando aquella escena de amor que había ido á turbar, casi sin derecho, porque era culpable ella misma; reproduciendo en su imaginación la belleza de su rival, y el aparente amor de Julio, sentía en su corazón tal mezcla de celos, de arrepentimiento, de encono y de rábia, que sus ojos se llenaban de lágrimas, mientras sus manos estrujaban los almohadones del carruaje. Después, había sido tan rápido, tan imprevisto su modo de proceder aquella noche, que no podía menos que preguntarse si había alguna causa oculta que la empujase; y no sin cierto placer comprendía vagamente que su corazón albergaba un nuevo sentimiento, del que era causante su marido.

Por fin llegaron á la casa; subieron la escalera, ella del brazo de él, pero sin mirarse, sin decirse una palabra, mudos, como temerosos.

En el vestíbulo, Julio quiso separarse, ir á su habitación, dejar sola á Isabel, huyendo de sus recriminaciones; pero ella, con voz temblorosa:

—Acompáñame, dijo, llevándole hácia el otro extremo, á aquel saloncito tapizado con papel de color de rosa, en que habían pasado tan largas horas en otro tiempo .... cuando ella creía amarlo.

Y en cuanto estuvieron allí, sin temor de miradas importunas, la hermosa jóven se arrojó en los brazos de su esposo, exclamando entre lágrimas y risas, con frenesí verdaderamente inesperado para él:

—¡Oh! ¡te amo, te amo! ...

Y luego, mirándose en sus ojos:

—¿No sabes? añadió. Estoy celosa, muy celosa; es necesario que me jures amarme siempre, siempre, y á mí sola; no quiero que te separes nunca de mi lado, ni que quieras á ninguna otra mujer, ¿lo juras? Sí, júralo, de ese modo seré feliz, muy feliz! ....

Él, atónito, desconcertado, como el hombre que, bajando á oscuras una escalera, crée aún hallar otro escalón y se encuentra en tierra firme, al presenciar algo tan diferente de lo que esperaba, permanecía abrazado á Isabel, sin saber si estaba soñando.

Por fin logró reponerse.

—¡Te juro amarte siempre, y á tí sola! dijo entonces con verdadero apasionamiento.

Y ella, enamorada, enloquecida, lo hizo sentar junto á sí, y comenzó á contárselo todo, desde sus incredulidades de niña, hasta sus convicciones de mujer.

—¿No sabes,? añadió. Me propuse encontrar un hombre que me amase y á quien yo amara... Poco me importaba de los medios; no los busqué, no los elejí.... Corrí los salones buscando alguno á quien dar mi corazón entero, sin restricciones, sin tibiezas... Por fin los celos me lo han proporcionado, y el hombre que amo.... es mi marido... eres tú...

Él no cabía en sí de gozo. La imájen de Margarita desvaneciase poco á poco en su cerebro, como las figuras de una linterna májica que fuese apagándose gradualmente...

Y la conjugación del verbo eterno, del verbo amar, comenzó de nuevo en la soledad de aquel saloncito, cuyos écos no repetían desde largos meses el susurro de un beso, el arrullo de una frase apasionada.

—¡Te amo!

—¿Me amas?

—¡Nos amamos! ....


Asunción del Paraguay. Agosto de 1886.

Los niños

Un dia, volviendo de lo infinitamente grande á lo infinitamente pequeño, fijando sus miradas en dos niños que jugaban en la calle, —me dijo con ese acento melanóclico que daba siempre á sus palabras:

—Amo á los niños de ojos azules y cabellos rúbios; en su mirada indecisa y soñadora veo algo dulce y vago que me encanta. Amo tambien á los de cabellera negra y ojos brillantes: los amo con todo mi corazón, porque el niño es siempre una promesa del porvenir lejano, y gozo al soñar en lo que no se ha realizado aún, en lo que solo en la imaginación existe. Algunos viven del pasado, muchos del presente: á mí me gusta vivir del futuro; por eso amo á los niños. Quizás también sea porque, como entre nubes, se me presenta ahora la imájen de mi madre santa y noble, haciéndome dormir con la cabeza entonces blonda, reclinada en su regazo, mientras me miraba con sus grandes ojos que decían tántas cosas!...

Pero, á veces, cuando los contemplo, sentados sobre mis rodillas, siento llenárseme de lágrimas los ojos. ¡Pobres almas puras y candorosas! Ellas también perderán sus ilusiones al ponerse en contacto con el mundo, como pierde la mariposa el dorado polvillo de sus alas, al escapar de sus manos, sonrosada cárcel que suele ser á veces su sepulcro. Ellas también palparán la realidad, y verán al hombre pequeño, más pequeño que lo que él mismo se crée desde que ha ahogado su corazón dentro del pecho; ellas también echarán alguna vez de ménos, los dias en que no se daban cuenta de ellas mismas, cuando vagaban por los espacios siderales, envidiando el ráudo vuelo del ave, que, embriagada en torrentes de luz, se levanta hasta las nubes; ellas se verán también pequeñas, cuando los plateados hilos de las canas les traigan un poco de experiencia, y un poco más de nieve para helar su corazón ...

¿Por qué los niños no siguen siempre siendo niños? ¿Por qué sus ojos resplandecientes hoy de alegria, irán perdiendo poco á poco su brillo, hasta convertirse en los ojos graves del hombre que lucha en la terrible batalla de la vida?...

¡Ángeles adorados, yo soy vuestro amigo! ¡Ah! no creais —porque os miro con los ojos tristes— que estoy descontento de vosotros. ¿Qué podréis haberme hecho que cause mi disgusto, si sois tan buenos como lo era yo en el tiempo en que mi madre besaba mi frente pura y tersa, en el tiempo en que yo respetaba á los hombres, con cierto respeto temeroso, calculando sus conocimientos por las hebras de su bigote? ¿Qué podréis haberme hecho, si sois mi alegria, si, al veros, olvido mis pesares, si, al rodearme, levantáis entre el dolor y yo una, portentosa muralla?...

Y, sabiendo todo esto, no espero á que se reunan conmigo; los busco porque los amo, porque me consuelan, porque vienen á probarme —cuando más dudo— que aún existe la pureza sobre la tierra, donde se cree perdida para siempre. Los busco, y al encontrarlos me olvido de mi edad, y quisiera correr con ellos á través de los campos, trepar á los frondosos árboles, entregarme, en fin, á todos sus bulliciosos juegos; para tornar en seguida con la ropa desgarrada y el corazón contento, como vuelven ellos después de sus agitados paseos... Y se esplica esto por el misterioso encanto que tienen esas horas de la infancia, en que se vé todo sin darse cuenta de nada; en que no se conocen el cansancio ni el hastío; en que se sueña con seres portentosos, con inexplicables fantasmas, con el gnomo que vela en el arruinado castillo, con la bruja que, á la noche, cruza cabalgando en un vestíglo la negra extensión del cielo cubierto de nubes, para ir á formar parte en algún aquelarre diabólico, en algun Sábato infernal... ¿Qué causas avívan nuestra imajinación durante los primeros años, y nos hacen creer en cosas imposibles; lo infinito en la maldad y lo infinito en la perfección, la bruja y el hada, el ángel de la guarda y Satán, el cielo y el infierno? La falta de estudio y de exámen: el niño, en medio de esa inmensa sala de disección que se llama mundo, encuéntrase turbado, inactivo en presencia de sus casos innumerables, enfrente de sus instrumentos desconocidos, y prefiere forjarse una humanidad, quizá mejor que la verdadera, pero no por eso menos inexacta. Porque los niños son poetas, son creadores. Aman la flor, la mariposa, el sol ardiente, la luna melancólica, la estrella que titila semi-perdida en el azul del cielo. Pero los aman á su modo, creyéndolos algo que no son: por eso, cuando han alcanzado la flor deseada, arráncanle una á una sus olorosas hojuelas; cuando la mariposa —enamorada de ellos quizas— se deja tomar por sus tiernas manos, encuentra en ellos un verdugo; por eso el juguete queda pronto hecho pedazos, todo por ver lo que tiene dentro!.. He aquí la gran batalla: lo real contra lo ideal. El niño —poeta— siente también destrozársele el alma, al palpar la reali­dad de la vida!...

Y no es solo eso.

He visto á muchos niños pasar horas enteras en silencio, con la frente pensativa y los ojos vagos: creo que son esas las señales esteriores de la meditación. ¿Qué los distrae? ¿qué los abisma? No lo sé. Pero quizá vislumbren el porvenir lejano con todas sus terribles tempestades; quizá piensen en lo que nosotros, hombres, no nos atrevemos á escudriñar. ¡Quién sabe!.. Estudiando á los niños se llegaría á comprender muchas cosas, porque el niño es, á veces, un filósofo. ¡Oh! No sonrias incrédula y burlonamente: él busca la causa y el por qué de todo lo que abarca su vista, y se remonta á veces hasta la causa primera, hasta el Dios...

—¿Qué es Dios? me preguntaba uno de ellos.

¡Qué es Dios! Conteste quien se sepa con fuerzas para dar una definicion exacta.

—¿y Dios es bueno? prosiguió el niño, sin notar ni ignorancia.

—Sí, muy bueno.

—¿Y por qué mamá le reza siempre para que mi hermano vuelva á casa, y mi hermano no vuelve? ¿Y por qué hizo que papá se muriese, para que mamá y yo llorásemos mucho?... Yo sí soy bueno, porque mamá no se enoja conmigo nunca; pero Dios nó, porque hace que llore todos los dias.

—Voy á contestarte, dije, seguro de mí mismo. En primer lugar: tu hermano permanece lejos de su familia, porque tal es su voluntad; para eso cuenta el hombre con el libre albedrío, que es la facultad de hacer lo que crea más conveniente. En segundo lugar: tu padre ha muerto, porque tal es la ley que rige á la materia; el cuerpo muere, es decir cambia de forma, se divide en innúmeros cuerpos dotados de vida también, según esa ley inevitable; pero el alma vive entera, alienta siempre completa en el infinito, y es lo único que se sustrae á esa ley de transformaciones sucesivas.....

Me miró con ojos de asombro; quizá no comprendía mucho en mi discurso, quizá lo hallaba sobrado deficiente.

—¡Ah! exclamó por fin. ¿Dios hace eso? ¿Y por qué hace eso?

Juzgué prudente no engolfarme más en tan escabrosos asuntos, y dije como última palalabra:

—Niño, los hombres marchamos en el mundo con una venda impenetrable sobre los ojos. Quizá cuando esa venda caiga de los míos, me sea posible contestarte...

¿Y quién es capáz de contestar a todas las candorosas preguntas que nos hacen esas boquitas, frescas como las flores en la aurora? ¿Qué hombre de ciencia, qué filósofo profundo tiene conocimientos suficientes para ello?...

El niño es un libro: estúdialo, si quieres conocer la vida; es el camino más corto para ver cuán incomprensible es el hombre, ser intelijente, dotado de un espíritu, que se afana por probarse á sí mismo, que es una máquina que ejerce sus funciones matemáticamente; un trozo de materia viva, que el tiempo desmenuzará para que vaya á tomar parte de otras vidas, ya vegetales, ya animales; un resultado de diversas trasformaciones que no es aún el resultado final; una evolución de esa misma materia, que seguirá evolucionando después; una apariencia del protoplasma, en fin, pero nada más que eso: alma y mentira, son ya para él una misma cosa...

Estudia los niños. A su contacto verás desarrollarse ante tus ojos panoramas nuevos, inmensos.... Porque ellos mismos plantean problemas nunca imajinados, y quizá lleguen á mostrarnos alguna vez la oculta vía que buscarnos sin hallarla jamás, el camino de la felicidad de que ellos gozan en sus juegos inocentes, sin que un pensamiento triste llegue á turbar la placidez de su semblante siempre risueño, aun hasta cuando las lágrimas cristalinas resplandecen en sus mejillas, como otros tantos diamantes sobre una fresca hoja de rosa....


Córdoba, Febrero 9 de 1887.

Doble existencia

Cuento para niños
 

Á Ana Lin Payro
 

—¿Así, pues, preguntó Arturo, hay siempre ese antagonismo entre los ricos y los pobres, y vice-versa?

—Sí, dijo el anciano. O, por lo menos, no he visto más que excepciones durante toda mi vida. Y también esa era la opinión de mi madre, cuando tenía más años que los que tengo yo ahora, y los cabellos tan blancos ya como un copo de algodón.

—¿Cómo lo sabe Vd? preguntó Luis.

—¿Cómo? Porque siempre me relataba un cuento, un cuento raro, que, según ella, debía llamarse "La existencia doble"

—¡Veamos el cuento, veamos el cuento! exclamaron todos.

—Es largo, es difícil de contar, y quién sabe si acierto en mi ignorancia: mejor es que calle.

—¡Nó, nó! ¡que lo cuente, que lo cuente! entonaron en roro.

—Si tal es el deseo de Vds... Pero quizá se arrepientan. No olviden que el cuento era relatado en aquella época por una mujer pobre; que hoy lo es por un hombre más pobre todavía; y que los que carecemos de fortuna, los que nos vemos obligados á trabajar hasta la edad más avanzada de la vida, tenemos mucha hiel que verter sobre los ricos...

—No importa, dijeron unos.

—¡Tanto mejor! exclamaron otros.

—Siendo así, comenzaré mi cuento, pero les ruego que no me interrumpan, dijo el anciano componiéndose el pecho y paseando la vista en de rededor, mientras el más profundo silencio reinaba en la sala.

I

Allá, en lejanos tiempos, cuando los pobres no pensaban, porque no tenían libertad para ello todavía, cuando ciertos hombres eran señores, y esclavos los demás, habitaba en una ciudad populosa un humilde carpintero, acompañado por su mujer y dos hijos pequeños, que, si le daban alegrías pasajeras, constituian para él una pesada carga, una fuente de disgustos nunca concluida.

Una noche en que, solo en su taller, se quejaba de su suerte, envidiando á los ricos, y maldiciendo de su destino, mientras trabajaba afanoso para ganar el pan del día siguiente, sintió de pronto que una mano ruda daba dos golpes á su puerta. Dirigióse á ella, pero antes de que pudiese abrir, se halló frente á frente con un hombre todo vestido de negro, cuyos ojos relucían extrañamente en medio de la semi-oscuridad del taller. Juan —que así se llamaba el carpintero— contempló con asombro al recién llegado, vió sus ojos chispeantes como áscuas, sus manos velludas, negras, espantosas, sus largas y retorcidas uñas, y dijo para sí, dando diente con diente:

—¡Este caballero debe ser el diablo!

Y el diablo era, sí señores, aunque Vds. no lo crean porque jamás lo han visto aparecerse á nadie; en el diablo que se presentaba á tentar al carpintero para llevarse su alma á las cavernas infernales; así me lo ha asegurado mi madre, cuando ya era anciana, aunque luego me decía que solo se trataba de un apólogo: yo no sé lo que quiere decir esa palabra, pero supongo que ella se refiere á las apariciones del demonio.

En fin, aquel enlutado era Satanás en persona.

—Sí, soy el diablo, dijo el desconocido, contestando á los pensamientos de Juan, cuyo temor aumentó más aún. Soy el diablo, y como me he propuesto protejerte, al oir tus lamentaciones de esta noche, al saber cuánto envídias á los ricos, he acudido á tí para darte una fortuna...

—¡Una fortuna! exclamó el carpintero, cuyo miedo desapareció ante tan májica palabra ¿Y qué se necesita para eso?

—Vamos por partes, y no nos apresuremos, dijo el diablo. Ante todo soy una persona ordenada, y no me gusta perder el tiempo en vano. He aquí mi proposición: desde mañana serás rico, inmensamente rico, pero solo durante el día; por la noche tendrás que volver á tu existencia anterior, no ser ya D. Juan, el magnate, sinó simplemente Juan el carpintero.

—¿Y tendré que trabajar también? preguntó el desgraciado, temiendo que continuasen sus pesadas tareas, y ya no muy contento del contrato propuesto por el demonio.

—No; pero tendrás que pensar, y ya sabes que de noche es cuando se pasan en revista todas las acciones del día: trabajo por trabajo, creo que preferirás éste.

—¿Y qué tendré que darle á Vd. en cambio? preguntó el carpintero sin perder el respeto al desconocido, pero loco de alegría.

—Absolutamente nada. Ya me servirás bastante, sin darte cuenta de ello. ¿Aceptas mi proposición?

—¡De mil amores! gritó Juan lleno de júbilo.

—Reflexiónalo bien, añadió el hombre negro reposadamente. Mira que puedes haberte equivocado; quizá la felicidad que ha de darte la riqueza no sea digna de cambiarse por tus desdichas de obrero pobre cargado de familia... Mira, también, que la fortuna trae grandes pesares para los que á ella llegan de pronto, y que no estás preparado para formar parte de esa sociedad á la que ha de llevarte tu dinero...

—¡No importa, no importa! exclamó Juan, temiendo que se le escapase la ocasión de llegar á la dicha tanto tiempo ambicionada. Concédame Vd. esa fortuna, que con ella sabré arreglármelas de modo de ser feliz.

—Bien, te la concederé; pero aún quiero darte una muestra más del desinterés de mis acciones: no trato de engañarte y te doy toda una semana de prueba; si después de transcurrida te arrepientes de tus deseos, nada habremos hablado; si persistes en tu intención, esa fortuna será tuya siempre.

—¡Oh! no cambiaré de opinión dentro de una semana, ni nunca, dijo Juan. Déme Vd. pronto el dinero, y yo se lo agradeceré tanto más cuanto ahora me encuentro en la mayor miseria.

—Pues bien, desde mañana estarás dotado de esa doble existencia hasta dentro de ocho días, al fin de cuyo plazo vendré de nuevo á verte, dijo el enlutado; serás rico desde las ocho de la mañana hasta la media noche; y antes de que Juan hubiese dicho una palabra, desapareció, quién sabe por donde, dejando al carpintero con la boca abierta para contestar; pero éste no se afligió por ello, giró sobre sus talones, loco de contento, y fué á acostarse, abandonando en el taller su obra aún no terminada...

II

Toda aquella noche la pasó en una agitación extraña; el sueño huía de él, y mil visiones horribles lo atormentaban, haciéndole pensar cosas espantosas... Por fin logró dormirse cuando las primeras claridades del nuevo dia comenzaban á penetrar por los vidrios de la ventana.

Cuando despertó era ya tarde; el sol se acercaba á la mitad de su carrera y en su pobre habitación se veía claro.

Miró á su alrededur y nada extraordinario vió, salvo la ausencia de su mujer y sus hijos, que supuso estarian como de costumbre en el taller.

Vistióse apresuradamente, é iba ya á tomar sus herramientas para entregarse de nuevo á sus tareas, cuando el recuerdo de lo que habia pasado en la noche anterior vino á causar honda impresión en su cerebro. ¿Era aquello verdad? ¿era sólo una enojosa pesadilla?...

—¡Eh! son locuras, dijo por fin, sacudiendo la cabeza. Mejor es que prosiga trabajando.

Pero apenas llegó al taller, quedóse mudo de asombro: Allí no estaban sus herramientas, allí no estaba su fogón, ni su mesa de carpintero, ni sus cepillos, ni sus formones. El almacén presentaba un aspecto tristísimo y desolado: las cuatro paredes, blancas, manchadas aquí y alla, silenciosas y tétricas, alineándose hasta el gran portón que daba á la calle, abierto de par en par, como la órbita vacía del ojo de un esqueleto; el suelo terroso, lleno de virutas, de manchas de cola, de clavos mohosos, inservibles; el techo lleno de telas de araña cubierta de polvo, deshabitadas como el taller, antes tan lleno de ruido, de animación, de vida... Juan sintió un malestar indecible, oprimiósele el coraron, y agolpáronse las lágrimas á sus ojos. Pero, por fin, recordando la promesa del enlutado, sacudió sus pesares y salió del taller con paso firme.

Caminaba empujado por una fuerza extraña, sin detenerse, recorriendo casi toda la ciudad de extremo á extremo, hasta que ese mismo poder sobrenatural hízolo detenerse á la puerta de un hermoso palacio, subir una gradería, y penetrar al interior, como si fuese el dueño absoluto de tan valiosa finca.

Al verlo llegar, el portero se descubrió, poniéndose de pié: lo mismo hicieron cuantos criados halló Juan en su trayecto, lo que lo asombraba cada vez más; y de ese modo continuó recorriendo el palacio, hasta que penetró en un dormitorio verdaderamente régio.

—Esta es tu casa, dijo entonces una voz, y el carpintero aun mas asombrado, vió surjir delante de sí al mismo enlutado que se le apareciera la noche anterior. Me he esforzado en guiarte hasta aqui, porque ésta es tu mansión diurna y lo será por espacio de una semana por lo menos.

Juan no sabía qué decir, pero, al fin, sus temores de que todo fuese un sueño, le hicieron preguntar:

—¿Y el dinero? ¿Donde está el dinero?

—Aquí, contestó el diablo, abriendo un armario lleno de talegos de oro; aquí y en los sótanos del edificio, donde encontrarás todo el que quieras.

Juan, no contento con mirar aquellas riquezas incalculables, las tocó, las movió, abrió un talego, luego otro, luego otro, y hubiera seguido así, á menos que su protector no le hubiese dicho:

—Como necesitarás ropas mejores que esas, debo indicarte este otro armario, donde encontrarás cuántas prendas de vestir desées.

Y esto diciendo, ante los asombrados ojos de Juan, presentó el guarda-ropa mejor surtido que se haya visto jamás...

Juan lo miraba todo, sin querer creer que era verdad lo que le confiaban sus sentidos, pero casi convencido ante aquella portentosa evidencia.

—Y ahora, me voy —añadió el diablo— pero sin apartarme mucho de aquí: en cuanto me necesites, aunque no me llames estaré á tu lado. Aun mas: durante los primeros dias guiaré tus pasos, porque estarás algo ignorante en lo que resta á tu nueva posición, y no quiero que hagas un mal papel.

Y, como de costumbre, el enlutado desapareció, aún antes de que Juan hubiese pensado en contestar, dejándolo perplejo en medio del espléndido palacio.

Asi permaneció durante largo rato, hasta que, al cabo, el recuerdo de su esposa y de sus hijos revivió en su corazón.

—¿Cómo podré llamarlos? ¿Cómo podré verlos? se preguntaba.

El diablo habia prometido, y cumplió; la misma fuerza que lo llevara á su nueva casa, empujó su brazo hácia el cordon de una campanilla. Lo agitó nerviosamente, y un segundo después presentábase ante él un criado vestido con la mayor correccion.

—¿Donde está María? preguntó Juan, viendo que el servidor no rompía el silencio.

—La señora se encuentra con los niños en sus habitaciones, contestó el criado, cuadrándose en postura militar. Creo que todavía no se ha levantado... pero si el señor quiere, iré á informarme.

—Sí, hágame Vd. el servicio, señor, de ir á informarse para avisarme en seguida. Se lo agradeceré mucho.

El criado dió muestra de asombro al oir tan respetuoso tratamiento, pero después, siempre correcto, sin decir una sola palabra, inclinóse ante el improvisado milonario y salió de la habitación.

Juan aprovechó de esta circunstancia para cambiarse de ropa, aunque, admirado, casi no se atrevía á tocar aquellos magníficos trajes.

Cuando el criado volvió, estaba terminando de arreglarse.

—La señora duerme todavía.

—Ah! dijo Juan.

—¿El señor se viste hoy sólo? preguntó humildemente el criado, pero con un lijero acento de admiración. ¿No desea el señor que yo le ayude?

Juan miró á aquel hombre, ya anciano, vestido con lujo, de mirada leal y lenguaje esmerado, y díjole con la mayor cortesía:

—Muchísimas gracias; no se incomode Vd.; le agradezco mucho sus atenciones...

—Parece que D. Juan no me conoce hoy, murmuró, sonriendo lijeramente, el criado. Me trata de un modo tan extraño...

En esto el ex-carpintero concluyó de vestirse.

—Hágame Vd. el servicio de·conducirme á donde está Maria, dijo.

La admiración del criado subió de punto:

—Si yo me atreviese... si el señor quisiera... creo que... un médico... podria servirle... porque no sé lo que veo en el semblante del señor, que .... que dá á comprender que se halla enfermo...

El ambicioso, compendiendo por fin las sonrisas y las reticencias del criado, miróse á un grande espejo, y viéndose vestido de tan estravagante manera, no pudo menos que soltar la risa.

El anciano, siempre correcto, pero algo pálido, retrocedió hasta la puerta. En ese momento Juan lo miró, y tal era la impresión de espanto que vió en su semblante, que se adelantó á él, creyendo, á su vez, que estuviese enfermo. Pero el criado, al ver ese ademán, para él amenazador, dió una vuelta, cerró la puerta de un formidable golpe tras de si, y púsose en precipitada fuga por todo el palacio, gritando desaforadamente:

—¡Está loco! ¡el señor está loco!...

Juan no se asombró por eso, antes bien, haciendose audaz abrió la puerta y salió también de su cuarto. Al pasar por los regios corredores, todos los criados que encontraba, emprendian la fuga como el que antes le habia servido; pero el ex-carpintero, de estupefacción en estupefacción, de susto en susto, íbase acostumbrando á aquellas peripécias, de modo que recorria el palacio sin preocuparse de los deserción general que causaba. Así caminó largo rato, hasta que al fin se detuvo en el término de un corredor.

—¿En dónde estará mi mujer? se preguntó. Quisiera encontrarla.

E inmediatamente después sintió la influencia de ese poder extraño que lo sacara de la carpintería en aquella mañana memorable, que lo empujaba esta vez irresistiblemente hácia una puerta situada en aquel mismo corredor. Fué á ella, la abrió, y encontróse en una habitación lujosamente alhajada, pero solitaria, muda. Recorrióla con la vista, examinó los numerosos cuadros, y esas mil insignificancias que se hallan en los gabinetes de las mujeres ricas, hasta que una puerta, cerrada por ámplias colgaduras de terciopelo llamó su atención; alzó la cortina y vió un espléndido dormitorio, alumbrado por la luz ténue y difusa que atravesaba los vídrios cubiertos de preciosas telas; muebles artísticos; tapices admirables, y allí en el fondo, un lecho magestuoso, de madera finísima, de cuyo dosel, casi á la altura del techo, pintado con caprichosas alegorías, caían las colgaduras de raso en ámplios pliegues, y sobre cuyos mullidos colchones dormía una mujer. Acercóse el nuevo millonario de puntillas, y cuando estuvo cerca, cuando hubo mirado aquellas facciones, no pudo contener un grito.

—¡Maria! exclamó.

La mujer lanzó un suspiro, volvióse en la cama, restregóse los ojos, miró á Juan, como asombrada, y dijo con acento de enojo;

—¡Ah! sois vos D. Juan. ¿Qué tenéis, que venís á despertarme tan temprano? ¡Creo que no guardáis las consideraciones debidas á vuestra esposa!...

—¡Tan temprano! ¡Si es la una de la tarde! ¡Si estás acostumbrada á levantarte á las cinco de la mañana! ¿Y á esto llamas temprano? ¡Por Dios que debes estar loca, Maria!... Además... me hablas de una manera tan extravagante que voy a convencerme de que has perdido el juicio.

Ella le miró con asombro, estuvo un momento silenciosa y murmuro por fin, como si no se atreviese á levantar la voz, de miedo de que su marido hiciera con ella algun desacato.

—Reportaos, Juan. ¿Qué manera de hablar es esa? Creo que usáis de un lenguaje digno solo de los obreros, de esa gentuza degradante que tanto despreciamos.

Aquello era más de lo que el carpintero podía sufrir.

—¡Vamos, vamos, con mil demonios! Déjate de hablar disparates, recuerda que tengo la mano pesada, y que cuando llego á enojarme... Hum!... ¡No me hagas acabar la paciencia!...

Ella dió un salto en la cama, cojió con mano febril el cordón de la campanilla, que pendía á su alcance, y lo agitó desesperadamente.

Juan, con los brazos caidos, la boca abierta, los ojos más abiertos aun, con el ademán del asombro más grande, contempló á su mujer, que lo miraba á su vez con gesto de terror pánico. Por fin, la llegada de una criada, puso término á la escena.

—Conducid al señor á sus habitaciones, dijo Maria con voz desfallecida, conmovidos sus nervios, y la vista expresando aun el miedo mas horrible. Y señaló á su marido la puerta del dormitorio.

El carpintero, agoviado por aquellos inesperados sucesos, salió casi llorando de las habitaciones de Maria, que se revolvió nuevamente en el lecho, acomodó su cabeza en las almohadas, y no tardó en volver á dormirse, buscando en el sueño el olvido de aquellas escenas degradantes.

III

A todo esto, Juan encontrábase de nuevo en su habitación. Entonces se propuso visitar detenidamente su palacio, que en medio de tantas emociones, no habia visto antes. Componíase, la habitación de cinco piezas, todas comunicadas; el dormitorio, la biblioteca-despacho, el cuarto de vestir, la salita de juego, y un pequeño salón de recibo. En el dormitorio notó una puertecita cuidadosamente cerrada, que debia dar sin duda al departamento de su esposa; acercóse á ella, y escuchó atentamente, pero nada se oía: la punta era muy gruesa y debia estar cubierta de colgaduras por el otro lado. En cuanto á su habitación, era más sencilla que la de su mujer, aunque no menos rica: muebles de maderas finas, cuadros dignos de un museo de pintura, sedas, tapices pintorescos, colgaduras espléndidas ... Todo lo miró Juan atentamente, aunque algo distraido, preocupado como estaba de la suerte de sus hijos. Por fin, conociendo ya un poco la manera de componerse en el palacio, agitó la campanilla. Presentóse el mismo criado anciano, que, no tranquilizado todavia, ó más bien más temeroso por las noticias que recibiera de lo que habia acontecido en las habitaciones de la señora, manteniase á respetuosísima distancia.

—¿Dónde están mis hijos? preguntó Juan bruscamente.

El criado dió instintivamente dos pasos atrás.

—Están almorzando, contestó con voz temblorosa.

—Quiero verlos.

—Imposible; su aya les dá al propio tiempo la lección de inglés, y no quiere ser interumpida.

Juan hizo un gesto de disgusto.

—¡Bien! ¿y yo no almuerzo? preguntó.

—Esperaba la indicacion del señor ... porque mientras el señor no lo dice... por no enojar al señor.... porque quizas el señor no tiene apetito .. no servimos al señor ... hasta que el señor quiera ....

Y á cada una de estas frases iba dando un nuevo paso atrás.

—Pues la indicación del señor está hecha, porque el señor lo ha dicho, y el señor no se enoja, y el señor tiene un hambre de doscientos mil demonios, y el señor quiere que lo sirvan ¡caramba! ...

El criado dió un salto, abrió la puerta cuan grande era, salió casi corriendo, miró hácia atrás, y como vió que nadie lo seguia se detuvo; secóse la frente empapada de sudor, y murmuró agitando la cabeza:

—¡Está loco, está loco, decididamente está loco! ...

Luego, algo más tranquilizado, volvió hácia el cuarto, sacó la cabeza por el hueco que dejaba la puerta entreabierta, y preguntó, sin abandonar su actitud de retirada.

—¿El señor almorzará aqui?

—¡Si! dijo Juan adusto y cejijunto.

Todo marchó bien de allí adelante; el carpintero almorzó como un príncipe —no en su modo de sentarse á la mesa, se entiende, sinó en los manjares que devoró con apetito asombroso— y los criados iban ya perdiéndole el miedo. Al terminar estiró los brazos, bostezó, sirvióse un nuevo vaso de vino que bebió de un sorbo como buen gañán, y dijo:

—Quiero ver á mis hijos. Tráiganmelos al momento.

Los criados miráronse unos á otros, con gesto de asombro, y el anciano, como más caracterizado, se atrevió á murmurar:

—El señor conoce bien las costumbres de los niños; esta es la hora en que dan sus lecciones de equitación y esgrima, y no se hallan en el palacio.

—¡Llévenlos dos mil quinientos demonios, hombres inservibles! ¿Es esta casa ó es asilo de dementes? ¡Yo quiero ver á mis hijos, caramba!...

Nueva fuga, y esta vez más pronunciada, se produjo en la servidumbre. Juan quedó solo.

—¡Vaya, vaya, vaya! exclamó sentándose y dando un gran suspiro. Esta no es vida: esto es martirio.

Y trató de dormirse, cuando un criado, introdújose medrosamente, y dijo:

—En la porteria hay un hombre que desea hablar á Vd.; dice que ha sido vecino suyo, y que se llama Lúcas, que es curtidor de suelas y que el señor es su amigo.

—Hágalo Vd. entrar.

—Es que ... está tan súcio ... huele tan mal.

—¡Ah! ¿huele mal? Si es el oficio que tiene, que le obliga á andar con malos olores ... Que entre.

El criado salió refunfuñando. Poco después volvió acompañado por un hombre fornido, de gesto bondadoso apesar de la barba descuidada y espesa que le cubria casi todo el rostro, y cuyo vestido miserable, y no oliendo á rosas ni mucho menos, dábale un aspecto de infinita pobreza.

En cuanto vió á Juan, lanzóse á él con los brazos abiertos, queriendo abrazarlo sin duda, pero éste puso entre su demostrativo ex-compañero de infortunios y él, como muralla insalvable para el proletario, un rico canapé dorado, que logró detenerle.

El hércules aquel bajó la cabeza, alzóla en seguida, y mirando á Juan con expresión de reproche:

—Cómo se conoce, dijo que los tiempos han cambiado, que ahora ya no vas á pedirme una parte de mis miserables comidas para repartirlas entre tu mujer, y tus hijos ... ¡cómo se conoce que ahora eres millonario, y que yo no tengo un pedazo de pan que llevar á la boca!

—¡Oh! dijo el carpintero con acento de superioridad. ¡Cómo se atreve esta gente á venir á insultarme, á mentir ante mí tan descaradamente! Buen hombre, yo no te debo servicio alguno, yo no te he visto en mi vida ... ¡Vete al diablo!

—A él irás por desagradecido, contestó el hombre. Pero no, es imposible; tratas de engañarme, de hacerme crecer que has cambiado, que has llegado hasta á olvidarte de mí... Pero eso es cruel, muy cruel. Mira: mi esposa se muere, mi hijo mayor ha huido robándome lo poco que tenía, el trabajo escasea de tal modo que no puedo ganar ni lo suficiente para comprar los remedios que mi mujer necesita ... y la miseria va acercándose, acercándose, cada vez más amenazadora, y mis hijos, que han partido su pan con los tuyos, van á llorar como nunca han llorado ... van á llorar de hambre! ...

Y el hércules lloraba también.

Juan mordíase las uñas por hacer algo, enojado por aquellas palabras que iban á turbarle con recuerdos de su pasada existencia, en medio de la fortuna.

—¡No sé qué quieres decirme! Vete al diablo, ganapán! exclamó por fin. Creía que venias á admirarme y respetarme en medio de mi espléndida posición ... y á lo que vienes es á llorar miserias que no me importan y que no quiero conocer.

Lúcas lo miró fijamente, durante largo rato, y dijo después:

—¿Esos son todos los consuelos que me das? Has de arrepentirte de ello en algún dia. Mira que al portarte así, das pruebas de la mas infame ingratitud, y que esas vilezas no quedan sin venganza ... Recuerda que has sido carpintero, y tan pobre que has necesitado mi ayuda; que hoy me niegas la tuya, y que al negármela me condenas, casi, á la muerte; recuerda que has sido un miserable, un obrero, un hombre oscuro,que trabajaba dia y noche para que viviese su familia, como lo hacia yo, como lo hago todavía; que te has olvidado de los lazos de amistad que nos unían, de los deberes que tienes para conmigo, deberes tanto más sagrados cuánto que tu posición es hoy infinitamente superior á la de entonces .... y que todas estas iniquidades merecen un castigo. ¡Juan el carpintero! no olvides jamás que eres merecedor de un castigo, y está siempre preparado para recibirlo! ..

Juan, inflamado de cólera ante aquellas amenazas, esperaba solo una coyuntura para contestar. Cuando Lúcas guardó silencio, exclamó con el rostro encendido, y temblando de enojo:

—¿Y quién le ha dicho á Vd. que yo he sido carpintero, señor atrevido? ¿De dónde se ha imajinado Vd. que he tenido necesidad de sus servicios para nada? ... ¡Salga Vd. de aquí inmediatamente, ó sinó lo haré arrojar por mis criados!...

Y se sentó majestuosamente en aquel mismo canapé que le sirvió de valla contra los abrazos de su amigo.

—Juan, mira lo que haces, murmuró el curtidor, tratando aún de ablandar al carpintero. ¡Ya sabes cuánto te queríamos, yo, mi mujer y mis hijos pequeños ... del mayor nada digo, porque tiene el corazón de una hiena! .. Y hoy están en la miseria; ella se muere; ellos van á pedirme el pan que no puedo darles; el pan que me falta!... ¡Qué podré hacer, si me niegas tu ayuda!...

Y como el otro no se moviese todavia, exclamó con furor:

—¡Oh! no eras así, en la época en que trabajabas de carpintero!...

Aquella exclamación hizo subir de punto el enojo de Juan, que señalando á Lúcas la puerta exclamó:

—Vil mendigo, iba á hacerte una limosna, pero tu desfachatez que me crispa los nérvios, me obliga á arrojarte de aqui. ¡Vete enhoramala y el diablo te lleve ¡Y guárdate de que yo vuelva á oir hablar de tí, pues entonces lo pasarás mal!...

Lúcas, inclinada la cabeza, dirijióse á la puerta con paso tembloroso. Pero antes de salir, miró á su amigo, é indicando el cielo con los ojos, exclamó:

—¡Serás castigado por mal amigo, por ingrato, y por negar tu ayuda al menesteroso cuando nadas en la opulencia! ¡No envidio tu suerte!...

Y salió.

IV

Cuando se encontró solo, Juan respiró; aquella escena lo habia disgustado hondamente, y necesitaba descansar siquier fuese un segundo. Asi, pues, permaneció largo espacio semi tendido en el canapé, con los ojos entornados y la boca entre abierta. Un dulce adormecimiento iba apoderándose de él poco á poco, cuando el recuerdo de sus hijos acudió de nuevo á su imajinación: no los habia visto desde la noche anterior, y desde aquella mañana deseaba vanamente abrazarlos; de modo que, sacudiendo su pereza de obrero en dia de fiesta, agitó aún otra vez el cordón de la campanilla, á cuyo sonido acudió el criado anciano.

—Quiero ver á mis hijos, dijo Juan.

—El señor, sin duda, no ha mirado su reloj ...

—¿Y qué tiene que ver el reloj con mis hijos?

—Es que son las cuatro y media de la tarde, y los niños dan clase de natación en este momento.

Juan lanzó un terno formidable, que hizo estremecer al criado.

—¿Y mi mujer? preguntó.

—Acaba de hacer enganchar el carruaje para salir.

—¿A dónde vá?

—La señora nunca dice á dónde vá, cuando sale.

—Esta bien, váyase Vd.

El criado salió, y Juan quedó paseándose agitadamente por el cuarto. Por fin, queriendo huir de la obsesión que le atormentaba, tomó un sombrero, el primero que encontró á mano, abrió el armario de los talegos, sacó un puñado de dinero, y salió de su cuarto y poco despues del palacio, dispuesto á errar al acaso por las calles de la ciudad.

Pero parecía que de intento se hubiesen colocado en su camino todos los obreros amigos suyos en otra época, que lo saludaban con un Adios Juan que le erizaba el cabello — y que no llegaban á palmearlo en el hombro por misericordia de Dios.

En esto un carruaje pasó á su lado; miró hácia él y vió á Maria, que hizo detener inmediatamente el vehículo.

—Subid, don Juan, dijo. Tengo que hablar con vos.

—¡Dale con ese tratamiento de seglar á obispo! exclamó Juan para su capote, y subió al carruaje, no sin admirarlo antes, contento de poseer tan vistosa máquina.

En cuanto se sentó al lado de su esposa, los caballos arrancaron.

—¡Cada vez más torpe! exclamó Maria. Habéis subido al lugar que á mí me correspondía, y me dáis la izquierda... !

El pobre hombre miró con asombro á su mujer, no comprendiendo mucho en aquella jeringonza.

—Esta mañana, continuó ella, os habéis conducido como un gañán; pero estoy dispuesta á perdonaros si me prometéis no cometer ninguna atrocidad durante la comida de esta noche.

—¿Qué comida?

—¿Lo habéis olvidado? Recordad que invitamos ayer á nuestros numerosos amigos, á un banquete con que yo festejo mi cumpleaños

—¡Ayer! exclamó el carpintero, recordando que el dia anterior trabajaba aun como un esclavo. Sí ayer ...

Pero Maria no le dejó terminar.

—Sed, sobretodo, moderado; no comáis mucho, no bebáis mucho, y hablad lo menos posible; de ese modo creo que todo saldrá bien .... Ya sabéis que la comida comienza á las siete en punto, y que nosotros debemos estar antes de esa hora.

Y haciendo detener el carruaje, dijo brevemente:

—Podéis bajar; yo tengo qué hacer aun.

Y Juan, de asombro en asombro, sin haber podido contemplar á sus hijos, sin reconocer á su esposa bajó sin pronunciar una palabra, tambaleante como un beodo.

¡Qué demonio de pesadilla es ésta! murmuró por fin, sacudiendo á uno y otro lado la cabeza, como para ahuyentar de ella las sombras que lo enloquecían.

Y, triste y cejijunto, sin mirar á nadie, sin ver nada, regresó á su palacio, mudo y sombrío en medio del crepúsculo de la tarde, muy distinto de su miserable taller, alumbrado ya á esa hora por un vacilante candil, pero lleno del contento que trae al obrero la proximidad de la hora del descanso. Penetró en su habitación, ya casi sumida en la oscuridad, sentóse en un diván, y con la cara entre las manos recorrió en la memoria todos los sucesos de aquel dia ....

—¿Dónde estarán mis hijos? preguntóse al cabo en voz alta. Quisiera saber dónde están mis hijos.

Y una voz, para él ya muy conocida, contestó desde las tinieblas que se hacían más profundas cada vez.

—¿Para qué quieres ver á tus hijos? Eres demasiado dichoso para que necesites de verlos. Hoy almorzaban dando su lección de inglés, más tarde estudiaban esgrima y equitación, luego aprendían á nadar, ahora pasean...

—¿Y podré verlos? preguntó él, ya familiarizado con lo portentoso.

—¿Para que? Dentro de un rato estarán comiendo, despues dormirán; sería incomodarlos. Por otra parte van á dar las siete: arréglate para asistir á la comida.

En aquel instante entró el criado anciano.

—La señora espera al señor en el salón, dijo, y salió en seguida.

Un relámpago de alegría iluminó el semblante de Juan, que vió en aquel banquete una esperanza de contento. Así es que se dirigió al salon.

María lo recibió con gesto de vinagre; estaba vestido como un payaso; aquello no se podía sufrir; ¿era esa la manera de festejar el cumpleaños de su esposa? de veras que merecía ser un ganapán! ..

Él se encojió de hombros y no contestó una palabra.

Los convidados comenzaron á llegar: grandes señoras y grandes señores, con vestidos lujosos, y lacayos y criados y séquito; mil monerías, mil adornacos, muchos bésoos la mano, ó los piés, muchas cortesías inacabables, muchos cumplidos adocenados... Esto fué en un principio; luego la concurrencia fué formando grupos, en cada uno de los que se hablaba mal del palacio ó de sus dueños —excepción hecha de aquellos corros en que se encontraban estos. Yo nunca he asistido á reuniones de esa especie, pero creo que todas son semejantes.

Por fin se pasó ruidosamente al comedor, vasta sala alumbrada con profusión, y adornada con gusto.

Se comenzó á comer casi en silencio; pero luego se sintió un lijero murmullo que poco á poco fué convirtiéndose en conversación general. Las treinta personas que rodeaban la mesa, manejaban la tijera á más y mejor, pues como pertenecian á esa clase rica de la sociedad, que es el escalon que une á la aristocrácia con la plebe, no podian ver á los que estaban colocados en el escalon superior. Juan permanecía silencioso, siguiendo las indicaciones de su mujer, y comiendo lo menos posible, tanto que una señora gorda que estaba á su lado y que comía por veinte, no pudo menos que decirle.

—¡Qué desganado estáis, don Juan! ¿Porqué no coméis?

—¡Por que no tengo hambre! contestó groseramente el millonario.

—¡Y yo que había oidoos citar como un gran comilón! ¿Estáis enfermo?

—¡No estoy enfermo pero María no quiere que coma mucho, y no como. Dice que esas son cosas de los ganapanes.

—¡Los ganapanes! exclamó un caballerete pálido y escuálido, que se hallaba al otro extremo de la mesa, y que no había oido más que esa palabra. ¿Cuándo se borrará esa voz del diccionario? Justamente ahora, tomando por pretesto la falta de trabajo, ponen el grito en el cielo, y reclaman protección de las clases altas amenazando con motines y revolu­ciones. ¡Como si ellos merecieran algo más que lo que tienen!... Y no solo son ellos los que alzan la voz, sinó que tambien hay algunos de esos obreros, de esos almaceneros y mercaderes, ó carpinteros y peones de mano enriquecidos, que los ayudan en sus tareas desquiciadores... ¡Eso y no más faltaba!...

Juan, que había oido atentamente este discurso, púsose rojo, luego pálido, miró irritado al hombrecillo calvo, y dijo con voz sorda, que poco á poco fué adquiriendo sonoridades extrañas.

—Vamos á ver, señor mío ¿qué es lo que tienen de menos esos hombres enriquecidos de ayer, esos gañanes y mercaderes, esos peones de mano y carpinteros, que han trabajado toda su vida para adquirir una fortuna, —qué tienen de menos que los que son ricos porque sus padres lo fueron, como si dijéramos por la casualidad, sin que hayan hecho nada para conseguirlo, sin que lo merezcan muchas veces? ¿Qué es V. más que yo, que he adquirido mi fortuna como no quiero decírselo, y que ayer tenía que trabajar hasta media noche para que mi familia no se muriese de hambre?. Yo no tengo vastos conocimientos, no sé hablar como un letrado, pero puedo comprender las acciones de los hombres, y creo razonable la conducta de aquellos que protejen á los gañanes.. Nosotros, que no pertenecemos á la aristocrácia, que no perteneceremos nunca á ella, por más que lo queramos ¿á quién prestaremos ayuda y apoyo? ¿á los que nos ódian porque los despreciamos, ó á los que odiamos porque nos desprecian? ¿á nuestros superiores, ó á los que están más abajo que nosotros?... Ayudemos á los que nos necesitan pasajeramente, á los que pasan por nuestro lado sin mirarnos siquiera, —y cuando los hayamos servido se reirán de nosotros; prestemos apoyo á los que lo necesitan siempre, á los que, cuando pasamos cerca, se hacen á un lado para dejarnos libre el camino, aunque no nos quieren bien ahora; tendamos nuestra mano al proletario, y tendremos en él un esclavo, esclavo por su voluntad, siempre agradecido, sumiso siempre ... Yo lo ignoro todo, ya lo he dicho; mis palabras no pueden ser más que vulgares, pero no importa; además, no pretendo defender á las clases pobres, porque no hago caso de ellas; pretendo que nos defendamos á nosotros mismos; quiero decir, que cuando las masas se levanten, no sean enemigas nuestras, sinó que hagan el tiro más arriba; eso está en nuestro interés, en nuestro egoismo: ayudemos á los pobres, y ellos nos respetarán cuando llegue la hora de las represàlias ...

La mayor parte del auditório se puso á reir; María, roja como una amapola, hacía vanamente señas á Juan para que se callase; el vejete calvo tomó la palabra:

—¡Bravo! ¡Bravo! Salvo algunas correcciones de que es susceptible vuestro discurso; salvo la ausencia completa de originalidad que en el se nota, podría pasar por una pieza oratoria de primer órden.

El carpintero, picado por el aire sarcástico y el acento punzante que usaba el hombrecillo, exclamó fuera de sí, y sin poderse contener:

—¡Es V. un imbécil!

El vejete se levantó verde de rábia, tiró furioso su servilleta sobre la mesa, no hizo caso de la silla que cayó rodando, y gritó:

—¡Miserable aventurero! ¡Hombre de baja estofa! Si no fuera por mi posición, os pediría cuenta de vuestros insultos! ¡Pero no merecéis ese honor! ..

—¡Si no lo merezco, á qué vienes á comer conmigo, imbécil! gritó Juan lanzándose sobre él.

Y antes de que hubiese podido impedírsele tal atropello, echó por tierra al hombrecillo, y comenzó á darle de golpes, de tal suerte que, cuando se lo quitaron, aquel cuerpo, casi transparente por su blancura, parecía un cadáver ...

La comida terminó tumultuosamente; todos se retiraron uno tras otro, casi sin saludar á nadie, temerosos aun de que les tocara una parte de los golpes; y ambos esposos quedaron frente á frente, el temblando de ira, ella, cargados los ojos de reproches....

Miráronse un instante silenciosos, y María iba ya á desatarse en una reprimenda terrible, cuando el reloj del comedor abandonado comenzó á dar las doce.

Apenas oyó Juan la primera campanada, una fuerza extraña hizo presa de él; sintióse arrebatar por los aires, y al dar en la Iglesia vecina la última campanada de la hora de los aparecidos, hallóse en la carpintería solitaria y oscura ...

V

Allí, vuelto á su vida anterior, pobremente vestido, con la barba desarreglada, el cabello largo y enmarañado, las manos callosas, lleno de fatiga, miró el taller abandonado, sin un rumor, sin un crujido de las maderas trabajadas antes, sin el chisporrotero del hogar en que se hacía la cola, sin la cantúria monótona de su mujer, que hacia dormir á los niños en la alcoba contigua ... Todo triste, solitario, tétrico... Las tinieblas lo rodeaban por todas partes, y parecían crecer á cada minuto; y al par crecían las sombras en su espíritu, en otras épocas feliz y descuidado. Entonces pensó; estaba en la obligación de pensar, de asistir nuevamente en su imajinación, á todas sus acciones del dia, y á pesarlas todas con su critério del miserable, no con su critério de hombre rico; volvía á ser el proletario, pero conservaba el recuerdo de su vida en medio del esplendor.

Y pensaba. Pensaba en sus hijos abandonados á manos mercenárias, que ya no podía sentar sobre sus rodillas, que casi no le conocían, que no le amaban por lo tanto. Pensaba en su mujer, convertida en gran señora, con hábitos de duquesa, que lo trataba de torpe á cada paso, que no le amaba tampoco, que vivía lejos de él, más lejos que si estuviese en el polo opuesto, á pesar de que vivieran en la misma casa; recordaba á su María de otras épocas, tan sencilla, tan buena, tan amante, y la comparaba con aquella otra María, tan altiva, tan orgullosa, tan fría en medio de su fastuoso palacio. Pensaba, pensaba sobre todo en que su corazón iba también endureciéndose por culpa de su orgullo de millonario; pensaba en el pobre Lúcas, arrojado por él, solo porque le había hecho recordar los servicios que le prestara en su antigua miseria, cuando era Juan, el carpintero ... Y pensaba también en su egoismo, cuando quería protejer en conjunto á sus ex-compañeros de dolores, solo para que no volvieran sus armas contra él ...

—¡Ese no soy yo! exclamaba. ¡Que me vuelvan lo que me han quitado! Que me dén el amor de mi esposa, el cariño de mis hijos, el recuerdo de los beneficios que se me han hecho, el agradecimiento que me falta! ¡Que me quiten lo que me han dado de más! El egoismo, la dureza de corazón, la ruindad de sentimientos! ¡Oh! me han engañado vilmente, quitándome, por un poco de oro, todo lo mejor que poseia!

—Yo no te he engañado, dijo una voz en medio de la oscuridad.

—¡Te atreves á decirlo!

—No te he dado más que la fortuna que ambicionabas.

—¡Has endurecido mi corazón!

—Duro es el oro: tu corazón se habrá contagiado.

—¡Me has quitado el amor de mi esposa!

—Es falso: tu esposa misma te lo quita, sin necesidad que yo me entrometa en ello. Pero, si ese te falta, con dinero podrás adquirir otros ...

—¡Mis hijos se olvidan de mí por tu causa!

—Tienen otras cosas más importantes que hacer que acordarse de tí. ¿Acaso lo mereces? Eres rico; pero ellos, aunque tan niños, son ya más ilustrados que tú; por lo general, el hombre que sabe, desprecia al ignorante.

—¡Me has hecho egoista!

—¿A qué me culpas á mí de lo que no he hecho? Tus millones y tu orgullo te obligan á ser egoista, á mirar á tu yo engrandecido, y á respetarlo tú mismo; no soy culpable de ello.

—Pues si el dinero es quien hace todas esas cosas, tómalo, llévatelo; ya no lo deseo: ¿á qué desearlo, si es la causa de todos mis males?

—Ahí tienes la prueba de que no he querido engañarte: he puesto como condición que estudiaras tu nueva vida durante toda una semana; deja trascurrir siete dias más, y el encanto cesará.

—Yo quisiera que cesase hoy.

—Imposible: has aceptado mis condiciones y debes conformarte con ellas ...

La voz calló, y aunque Juan volvió á hacer numerosas preguntas, no obtuvo contestación: el silencio más profundo reinaba en el taller abandonado.

Y el carpintero se entregó á éste monólogo, hasta que al fin, el cansancio y el sueño lo rindieron.

—¡Maldita sea la hora execrable en que quise verme rico, deseando una felicidad mayor que la que tenía! Héme aquí más pobre y miserable que nunca, pues me falta lo único apetecible: el cariño de los mios, que es tan suave y tan dulce como el calor del hogar que nos reunía por la noche!.... ¿Por qué deseamos siempre lo que no poseemos, creyendo en nuestra locura que en ello está la felicidad?... ¡Vida espantosa! ¡Fortuna que ódio! ¡Juro no ver á persona viviente hasta que vuelva á mi anterior estado! ¡Juro permanecer en mi habitación , hasta que pueda venir durante el dia á mi humilde taller, y trabajar en el hasta caer rendido, para no sufrir otras decepciones que desgarren mi corazón!

VI

Cuando las primeras luces de la mañana fueron á quebrarse en mil chispas en los instrumentos de acero de la carpintería; cuando las sombras de la noche abandonaron hasta el último rincón del taller, arrojadas de allí como del postrer baluarte, por la luz vencedora; cuando en la ciudad todo era bullicio y animación, Juan despertó de su profundo sueño, revolvió su vista espantada por el taller lleno de tablones, de virutas y de herramientas, y dió un gran suspiro, como si se librase de una pesadilla horrible. Estaba en su casa, rodeado por objetos bien conocidos: podía creer que todo había sido un sueño. Sin embargo, no convencido todavía, fué de puntillas hácia la alcoba y vió en ella, durmiendo tranquilamente, á su esposa y á sus hijos tan amados.

—¡Esto es mejor! dijo suspirando, y volvió á su ruda tarea.

Lucas, el curtidor, su amigo mas querido, entró á poco en el taller, y Juan le contó sin callar una palabra todo su horrible sueño. Cuando llegó á la escena que con él tuvo, el Hércules exclamó:

—¡Ah! ¡Si hubieras hecho eso! ...

—¿Qué? preguntó Juan.

—Hubiera sido yo más rico que tú, con todos tus millones.

María que supo el cuento, rió hasta desternillarse, y los niños, soñándose ya á cargo del aya inglesa, se reían de ella á mandíbula batiente.

De allí en adelante Juan no soñó ya con que el diablo le daba fortunas portentosas, y todos fueron felices en medio de su pobreza.

Con lo que termina la historia.

—Es un cuento bastante entretenido, dijo Arturo; pero Vd. no nos pinta más que una clase de ricos.

—Es verdad, contestó el anciano; pinto solamente lo malo. Conocemos todos á la otra. ¿para que retratarla, pues? Quiero creer que la mayoría es buena.

—¿Es Vd. optimista ó pesimista? preguntó Luís.

—No sé lo que es eso; pero en mi camino, la mayoría de los hombres pobres que he encontrado, ha sido buena, la mayoría de los ricos mala.

—¿De veras?

—Si, señor.

—¿Y está Vd. contento con su suerte?

—Sí, porque soy felíz, y porque la felicidad llega pocas veces con la fortuna.

—La máxima es trillada, dijo Arturo.

—Sin embargo es verdadera. Pero aquí tenéis otra menos vieja que la anterior, y tan cierta como ella: "Si quieres ser feliz, no ambiciones; si quieres no ambicionar, compara tu suerte con la de otros, y te verás menos desgraciado que lo que crées."


Temperley Agosto de 1887.

Días nublados

á J. Peralta Martinea.
 

Bajo la influencia de este cielo plomizo, sintiendo la caricia del viento que arrebata las nubes negras y sombrías, en una especie de somnolencia indescriptible, mis ideas toman un tinte nebuloso y vago; paréceme que estoy entre sueños y que lo que veo y toco se desvanecerá en breve, como esas caprichosas imágenes que la pesadilla presenta á nuestros ojos asombrados.

Esta claridad de crepúsculo en que nos agitamos, hace que la pupila se dilate, y que la vista perciba menos que el oido. Asi, todo rumor, todo eco toman sones extraños, melancólicos; el canto del ave resuena más dulce, más poéticamente; el rumor de las risas alegres toma un timbre fantástico; nuestra misma voz adquiere sonoridades no imajinadas, repercutiendo en el ambiente que parece más denso, más vibratorio; la calma en que yace la naturaleza, el silencio general que reina en estos dias, solo turbado por rítmicas frases sonoras, ejerce marcada presión en nuestro espíritu, y lo lleva á ese estado anómalo en que se asimila pensamientos y creencias de que carece en los dias normales. Por esa razon ha dicho Zorrilla en uno de sus poemas:


Pero la noche oscura, la de nublados llena.
me dice mas pujante: — Tu Dios se acerca á ti".
 

Y nadie dejará de comprender toda la verdad que encierran esos dos versos: —en lo sobrenatural pensamos, cuando la luz tamizada por las nubes, como por un vídrio ahumado, llega á nosotros con vaguedades encantadoras, con resplandores que no hieren nuestros ojos, y que dan á los objetos coloridos extraordinarios, nebulosos ...

Este aspecto del cielo y de la tierra, empuja nuestro espíritu hácia la poesía, y le hace gozar con ciertos versos.

Asi, Heine es mi poeta favoríto en los dias nublados; al par que en los dias tíbios cuando los árboles empiezan á cubrirse de flores, y á dar asilo á los pájaros que anidan en sus ramas, esperimento placer gratísimo al escuchar las sencillas cadencias del verso de Campoamor, cuyo espíritu vive en constante primavera, sin que la nieve de los años haya alcanzado á helar su corazón, hoguera siempre encendida, en que los castos amores, los ensueños juveniles, las pasiones sublimemente puras, encuentran siempre un abrigo contra el viento asolador de la indiferencia ...

En las pájinas nebulosas de Heine, tan apropiadas para estos estados místicos del alma, encuentro inagotable fuente de ensueños, cuando el sol, oculto entre manto de nubes cenicientas, no envía su caliente beso á la tierra que queda silenciosa y pensativa, como la amante que espera en vano la llegada del hombre á quien rindió su corazón.

En estos dias, solitario, me agrada pasearme por donde reinan la soledad y el silencio, con uno de los grandes libros que se esfuerzan por hacer á los hombres mejores, y hojeando sus pájinas, recordar las horas de mi infancia, las gratas horas que pasaron para no volver; me agrada traer á mi mente el recuerdo de mis pasajeros dolores y, hundiéndome en lo profundo de mi espíritu, percibir nuevamente la imájen de tiempos que fueron, de personas desaparecidas, de dichas que duraron un suspiro, de dolores que, al pasar, dejaron en mí su huella profundamente grabada, de alegrias, de ilusiones, de ideas formuladas apenas —así como agrada al anciano revolver en su escritorio las cartas en cuyo papel, amarillento ya, puede ver aun caracteres trazados por una mano amiga, y evocar escenas que se desvanecieron para no repetirse;— así como agrada al soldado recordar sus numerosas heridas y sus pasadas victorias, cuando ya la fuerza le falta para verter nuevamente su sangre y para triunfar otra vez ...

Y en esos libros, llenos de grandes abnegaciones, de almas puras, de voluntades inflexibles en el bien, bebo nuevos ánimos para continuar en la ruda batalla de la vida, sin que flaquée mi brazo ni se anonade mi espíritu!..

Ignoro por qué estos dias se prestan á lo fantástico, y engendran en nosotros pensamientos que nos parecerían ridículos en cualquier otra circunstancia.

Los cuentos de Poe me fascinan notablemente más en medio de esta claridad como de aurora.

He leido los cuentos fantásticos de Dumas en situaciones análogas, y ante mi vista se desarrollaban todos esos portentosos cuadros con sorprendente nitidez, y las pájinas pasaban ante mis ojos con rapidez vertiginosa: no leía, devoraba. Luego —era en un dia esplendoroso— quise volver á hojear el volumen, y á los pocos renglones caía de mis manos, para que éstas no volvieran á tomarle. Sin embargo, creo que hoy lo leería con tanto placer como en un principio. Claude Bernard enseña un determinismo fisiológico: debe haber otro en psicología también.

Cuando la fiebre nos devora, cuando, sentados en un sillón frente á la ventana, débiles y enflaquecidos, contemplamos el cielo en que no se vé el destello más leve de luz brillante, sinó una claridad difusa, pálida, que se adapta á nuestro estado —nos parece que cruzan la atmósfera seres imposibles, mágicas creaciones, y creemos, al propio tiempo, asistir á caprichosos dramas en que nosotros mismos somos actores muchas veces. Entonces es cuando la fantasía emprende más rauda el vuelo; entonces es cuando Oante, Milton, Goethe y Shakspeare reinan en nuestras almas, trayendo algo del cáos á nuestro cerebro.

¡Cuántas veces ha vuelto á existir para mi la edad media con sus pavorosos subterráneos, con el áspero chirrido de sus cadenas enmohecidas, con el crujir de los maderos de sus instrumentos de tortura, con los gemidos de las víctimas y las exclamaciones de los verdugos sedientos de sangre y no hartos de muerte y desolación!.. ¿Qué ha sido necesario para eso? Leer una sola de las pájinas de la historia de aquellas épocas, y asistir mentalmente, llevado por la imajinación, casi en contra de mi voluntad, á sus trájicos sucesos.

¡Cuántas veces he visto la sombra del viejo rey que pedía á Hamlet la venganza! ¡Cuántas he contemplado ánte mí á Lady Macbeth, frotándose las manos eternamente teñidas en sangre! .. ¡Cuántas al soberano de las tinieblas lanzando su reto formidable al creador de la luz! ¡Cuántas á Macbeth, ante la sombra acusadora de Ranquo! ¡Cuántas han pronunciado mis labios, junto al ser ó no ser de Hamlet, el doloroso monólogo de Segismundo! ...

Margarita, Ofelia, Beatriz, mujeres intangibles, sueños de poeta, viven y se agitan en esta maravillosa claridad, semejante á la luz que difunde la luna sobre la dormida tierra, y las tomará el espiritu más incrédulo, por figuras reales, palpitantes, sen estos dias fantásticos en que la razón cae exánime bajo los golpes de la fantasía.

Así, los poetas ingleses y alemanes son mis amigos favoritos en las noches de invierno frías y nebulosas, y en los dias nublados en que la imaginación tiende el vuelo para no detenerse en su carrera mareadoramente vertiginosa. Ellos, bajo un cielo siempre igual, envueltos en la perenne neblina —velo de gasa que colocado ante lo real, presenta los objetos con aspectos imaginarios pero no menos hermosos— tienen el poder de enagenar la imaginación, y llevarnos al ensueño vago que nos encanta, al místico éxtasis que produce en el espíritu sensaciones agradablemente tiernas; el de hacer que nuestros ojos se llenen de lágrimas, y el de empujarnos hácia ese sentimentalismo sin forma en que se halla nuestra alma, cuando en la soledad y en el silencio, deseamos algo que no existe, y alzamos los ojos al cielo buscando en vano en su extensión inmensa lo que nos enamora, lo que nos llama, lo que —sin verlo— nos parece tan hermoso, lo que es nuestro anhelo —á pesar de que no alcancemos ni á soñarlo siquiera ....

Y en ese estado, si por casualidad cae en nuestras manos uno de esos libros de la escuela moderna que nos muestran la existencia sin luz, sin poesía; la vida pasajera, sin más allá, dentro de estrechos límites; el hombre obrando según las inspiraciones de la materia, convencido de no tener alma; la humanidad positiva, sin ensueños, sin ideales, continuando su camino agobiada por el peso de los años que corren sin una interrupción, carga pesada que ni aun por eso quiere sacudir, temiendo la eterna sombra... sentimos un disgusto extraño, algo como si el corazón se oprimiese, y nos preguntamos cerrando los ojos:

—¿Será cierto? ...

Pero siempre logro sacudir esos pensamientos, y mis ojos creen ver vagamente aquello que nos enamora, que nos encanta y que no alcanzamos á soñar siquiera... Eso que nos hace vagar horas enteras con la cabeza inclinada y el paso vacilante .. Y cuántos también tratan siempre de descubrir en su cerebro un rayo de luz que les lleve directamente á la solución del problema infinito que se esconde sin piedad á sus miradas... ¡Ay! pero ese misterio no será descubierto nunca; la esperanza de rasgar un dia el velo impenetrable que lo oculta á nuestros ojos, es quimera formulada por la imaginación, y de realización imposible, nebulosa que vaga sin rumbo en los espacios siderales y que nunca se solidificará.

Vano es tratar de saber lo que deseamos claramente en estos dias en que el cielo parece reunirse á la tierra, en que el firmamento amenaza aplastarnos —tan bajas están las nubes,— como sería vano también querer descubrir tras el manto de vapores caprichosos y móviles que oculta la bóveda azul, el sol esplendoroso que alumbra ahora con sus rayos á otras poblaciones y á otros mundos.

¡Pero que importa!

La luz de mañana disipará nuestro insensato deseo, y arrollará los escuadrones de las nubes con sus rayos vivificantes y fecundos.


Córdoba, Marzo de 1887.

Quien da pan a perro ageno

I. Las dos amigas

En un extremo del soberbio salón, la hermosa Elena conversa en voz baja con Marciana, su antigua amiga, mientras que Emilia, su madre, al lado de las altas ventanas, ocúpase en ejecutar un primoroso bordado que destina á la canastilla de bodas de su hija. De cuando en cuando la anciana señora levanta la vista de su labor, y fija sus ojos cariñosos en Elena, regocijándose con la alegría que resplandece en el rostro de la novia, Marciana, entre tanto, escucha con la mayor atención las palabras de su amiga, que víbran apenas en el silencio de la vasta sala.

—Tengo que comunicarte una noticia, una gran noticia... Ya te la hubiera dicho, pero como pareces olvidarte de mí ... como no vienes hace un siglo..

—¿Una noticia? preguntó Marciana afectando interés. ¿Cuál es ella?

—No, no te lo digo ... adivina si puedes, contestó la jóven, ruborizada, pero no sin cierta malicia.

—¿Lograste por fin que tu mamá accediera al proyectado viaje á París?

—Nó, nó, es mejor que eso, es mejor que eso! murmuró Elena con los ojos brillantes.

—Entonces ... no adivino.

—¿No sabes? dijo ella sonrojándose aun más. Estoy de novia ... me caso antes de tres meses!

—¿De veras?

—Oh! Y tan de veras! figúrate ... soy feliz! ¡Tan feliz!

—Y ¿quién es el afortunado?

La jóven miró á su amiga con expresión indefinible de contento y orgullo, y con volubilidad:

—Imajínate un hombre alto rubio, elegante, de bigote siempre correcto, ojos azules, boca sonriente, una cabeza artística ... y luego tan bueno, de tanto talento! .. y tambien ... tan enamorado de mí! ..

—Sí; el retrato puede ser exacto; pero no reconozco en él al retratado. ¿Quien es?

—¿No lo has reconocido? ¡qué tonta! si es Rodolfo, si es mi primo! ...

—¡Rodolfo! exclamó Marciana palideciendo.

—Sí, él, él mismo.

—¡Rodolfo! exclamó ella de nuevo.

—Sí, él mismo. Pero ¿qué tienes? ¿qué te pasa?

Y luego, comprendiendo la turbación de su amiga, con acento displicente añadió:

—¿Serán los nervios? ¿quiéres un poco de agua para calmarte?

Marciana hizo un esfuerzo, logró serenarse algo, y contestó:

—No, gracias, estoy bien; es que ahora sufro un poco de desvanecimientos; pero no duran más que un segundo. Continúa: ya sabes cuánto me alegro de verte feliz. ¿Cuándo te casarás?

—En Agosto, el 23, cuando cumpla diez y nueve años. ¿Vendrás antes á visitarme?

Todo esto lo dijo con cierta frialdad, como si viese ya, con su instinto de mujer enamorada, una presunta rival en su amiga de la infancia.

—Te lo prometo, contestó Marciana levantándose. Pero, tengo que irme ya: habia olvidado que me resta que hacer aun algunas visitas.

—¿Cuándo volverás? preguntó Elena, sin oponerse á la brusca partida de la joven, cosa que jamás habia hecho en circunstancias aparentemente análogas.

—¡Quien sabe! dijo con acento amargo.

Y luego, yendo hácia la madre de Elena, la dijo ofreciéndole su mano:

—Señora ...

—¿Se va Vd. Marciana? preguntó Emilia.

Y como notase la turbación de la joven, exclamó:

—¡Pero qué pálida está Vd! ¿Se encuentra acaso enferma?

— Nó.. un desvanecimiento... nada es... me sucede á menudo...

La madre de Elena, levantándose para despedirse de la amiga de su hija, murmuró con esa cortesía banal, que se encuentra siempre, cuando no hay otra cosa de qué echar mano:

—Me alegraré de que su indisposición no sea cosa de cuidado ... Vuelva Vd. pronto ...

—Sí, señora, volveré en cuanto me sea posible.

Besáronse en ambas mejilas, y cuando se halló cerca de la puerta, Marciana, ofreciendo la mano á la joven, murmuró:

—Adios, Elena.

—Adios, contestó ella.

—Y que seas feliz, añadió Marciana con lijero sarcasmo.

—¡Y tú también! contestó la niña, sonriendo para ocultar su enojo.

Y cuando su amiga hubo salido:

—¡Envidiosa!! exclamó.

II. Preparativos de combate y esperanzas de triunfo

Con estas premisas, fácil es romprender en qué pié quedarían las relaciones de ambas jóvenes.

Al penetrar en su casa, rotos los diques de su pena, agolpáronse á los ojos de Marciana, llenos de un brillo extraño, las lágrimas de pena y de despecho por tanto tiempo contenidas. Apenas saludó á su madre, y fue de seguida á su habitación, donde pudo abandonarse á sus pesares. La joven, que amaba á Rodolfo y que se creía amada por él, no veia sin padecimientos la dicha de su amiga, de esa Elena tan amada, que la suerte convertía en su rival.

Examinábase y no se encontraba más indigna que otra á la felicidad por tantos años ambicionada en lo más íntimo de su corazón, felicidad que se desvanecía en el punto en que la creyera más segura justamente cuando Rodolfo habíale jurado amarla apasionada, locamente, sin que nunca hubiese término para su amor.

Y entre tanto, en la soledad, dando curso á estos pensamientos, abandonándose á lo que sentía, miraha con dolor sus ilusiones desvanecidas, sus esperanzas bien lejos de realizarse, su amor burlado, despreciado.

Y exclamaba con lágrimas de rábia:

—¡Oh! vida horrible! ..... No hace mucho que aquí, de rodillas, me juraba amor eterno, inextinguible... ¡Y ahora! .... Dice ella, que van á casarse; que va á unirse con ella, olvidándome; que vá á matarme; conscientemente, sin hesitaciones, sin lástima.... ¡Y yo que creía todas sus palabras, que me miraba en sus ojos, que me imajinaba dichosa con su cariño, pensando que nunca acabaría nuestro idílio mentido .... Y me olvida, y va á repetir á otra las palabras que me ha dicho, á mí que me pertenecen ..... y ella le cree, ella confia en él, ella es la que va á casarse! ... Pero, si él no la quiere, si no la querrá nunca, si la engaña miserablemente... ¿Que méritos tiene ella más que yo, para ser la preferida? ¿Es mas hermosa? ¿es más inteligente? ¿es más amante? ¿lo es? ... No ¡es mas rica!! ..... ¡Mas rica! ¿Sólo los ricos tienen derecho á la felicidad? También lo tenemos nosotros, también para nosotros brilla el sol! ..... Pero esto no puede ser; él, tan hermoso, tan digno, tan noble ¿sería capaz de venderse de olvidarse de todo por un puñado de dinero? ¡Los hombres! ¡Qué indignos los hubiera criado Dios, si todos fueran así! ¡Qué ruín creación para un ser omnipotente!....

Hizo una pausa: pensaba en Rodolfo, y se proponía, casi sin darse cuenta de ello, volverlo á su amor.

—Juraba que me quería .... quizá me quiere aun ... ¿Si yo probara? ¿si tratara de que volviese á mi? ... ¡Sí! ¡probemos! ....

La esperanza de vencer la sonreía, y halló fuerzas suficientes para secar sus lágrimas. Sus últimas palabras fueron una amenaza dirigida á Elena, á su amiga, antes tan querida.

—¡Oh! que ella tenga cuidado! ¡No sea que su dicha se desvanezca aun antes de haber tomado forma! ¡Qué tenga cuidado, pues pueden quedar fallidas sus esperanzas en cuánto comience el combate!.... ¡Oh! venceré, yo venceré!....

Y ya enteramente tranquila fué á reunirse con su madre, con quien conversó de mil futilezas, aparentemente con la misma alegría que en otras épocas, cuando creía suyo un porvenir color de rosa.

Aquella noche durmióse descuidada, y soñó con que su rival caía bajo sus golpes, y que Rodolfo le pertenecía por derecho de conquista.

Al dia siguiente fué cuando se rompieron las hostilidades.

III. ¡La visitaré!

Con su constancia de enamorado, Rodolfo fué aquella noche á casa de su prima, donde supo que Marciana sabía la nueva del proyectado matrimonio.

Pocos eran los adornos que el jóven poseía, de aquellos atribuidos á él por las dos mujeres: era frívolo; tenía la nobleza de la conveniencia propia, del egois­mo; carecía de ilustración, y en cuanto á su talento, era el de un hombre de mundo bien educado, pero incapaz de encarar sériamente una cuestión cualquiera que fuese; luego, su belleza nada tenía de varonil, salvo el bigote rubio y sedoso que cuidaba con sin igual esmero; quitado este, hubiera parecido una niña.

Sin embargo, con tales prendas hacía una guerra formidable á las mujeres, de quienes era un terrible conquistador: contábanse sus aventuras amorosas en todos los salones que él frecuentaba, aventuras en que muchas veces no tuvo que desempeñar sinó un papel enteramente pasivo: era él él conquistado en mil ocasiones, pero siempre aparecía como el conquistador.

Cuande supo lo acontecido con Marciana, pensó:

Como yo le he hecho un juramento que no he cumplido y que no pienso cumplir, y como ella no ignora que voy á casarme, su enojo contra mi será inmenso.

Pero, sin embargo, yo no puedo abandonar una presa que parecía tan fácil.

Eso sería echar por tierra un nombre de irresistible, adquirido en muchos años de contínuo triunfo, y no estoy dispuesto á semejante sacrificio.

Por otra parte, resta aun muchas mentiras que decirle, para que crea en la verdad de mi amor, y puede ser que con ellas logre vencerla. Pero como para eso es necesario ir á su casa...

¡No importa! Hace mucho que no voy á verla, pero la diré que, al saber que estaba enterada del triste asunto, he querido darla explícitas explicaciones .... Sí, eso es lo mejor.

IV. El primer cartucho

A la noche siguiente Rodolfo presentóse en casa de Marciana. Esta, que solo huscaba una ocasión para llamarlo, no pudo disimular su alegría. Sin embargo, otros pensamientos acudieron á su mente, cuando recordó los sucesos del dia anterior. Una explicaciún se suscitó con esto: Rodolfo, inventando una historia romántica, díjose prometido á su prima por sus padres desde la más tierna infancia; que, habiendo muerto éstos, no podia desobedecer su última voluntad; y que tenía que casarse con Elena, aunque todo su amor era para su Marciana.

Esta creyó sin dificultad el bizarro cuento, tanto más cuanto que halagaba su vanidad, herida por las palabras de su amiga, y por el aparente olvido de Rodolfo. En cuanto el joven se apercibió del buen efecto causado por su relato, pasó á mayores, convenciéndose de que el triunfo era ya más que fácil. Dijo que, sin embugo de todos sus compromisos, estaba pronto á romper con Elena, si Marciana le prometia amarlo siempre.

—Pero no haré esto, añadió, sin estar seguro de tu cariño: sin una prueba de que estás pronta á sacrificarlo todo por mí, no daré un solo paso en ese sentido. No quiero portarme como un mal caballero con mi prima, para que te burles después de mí y de ella.

Marciana pareció reflexionar, púsose encarnada como una amapola, miró á Rodolfo, como con miedo, y le preguntó en voz baja y temblorosa:

—¿Qué prueba es esa?

El reflexionó á su vez, y dijo con la mayor naturalidad:

—Mañana, de doce á una de la noche, cuando tndos duerman en la casa, vístete y sal; yo estaré esperándote á la puerta. Volverémos pronto, y nadie lo sabrá: no debes tener miedo... Además... yo soy un caballero.

Ella se puso, no ya roja, sinó pálida como la cera, pero tuvo fuerza para decir:

—¡Lo haré!

V. ¿Triunfo o derrota?

Las cosas sucedieron como estaba convenido.

Marciana salió, tomóse del brazo de Rodolfo, y se alejó de su casa.

Tres horas después, cuando comenzaba ya á sentirse en la ciudad ese lijero murmullo que anuncia su despertar, Marciana volvia de su expedición, del brazo del afortunado galán, que la dejó en la puerta.

La joven habia obtenido algo: un juramento de eterna constancia, acompañado por el de que Rodolfo se habia de casar con ella, burlando las esperanzas de su novia.

—¡He vencido! exclamó la inocente, luego que, temblorosa, hubo llegado á su cuarto sin que nadie la oyese. Acostóse en su lecho casto aun, que á su contacto perdió la virginidad, y permaneció lo que restaba de la noche sin poder conciliar el sueño.

—¡El triunfo es mio! decía. Elena ha sido derrotada... ya no tengo qué temer.

¡Y ni por un instante, la acometió el pensamiento de que todo aquello fuese un engaño!

VI. ¡He victis!

Al dia siguiente, despues de almorzar, Marciana tomó un papel y escribió con mano nerviosa:


Querida Elena:

Debo prevenirte que andes con tiento cun tu novio. Me consta que va á casarse con otra, abandonándote, y no puedo dejar de anunciártelo, como amiga leal: hace tiempo que deseaba darte una prueba de mi cariño; la ocasión se presenta y la aprovecho. Para evitar las calabazas, lo mejor que debes hacer es ganarle el tirón, y dárselas de antemano, pues ya sabes cuánta burla hacen en sociedad de las novias abondonadas por sus prometidos sin causa aparente.

Tu siempre amiga:

Marciana
 

—¡Quiero vengarme, pensaba la joven, de los celos y el dolor que me causó, dándole la noticia por mi misma! Lástima es que no me atreva á dársela de viva voz.

Y luego que hubo enviado la carta, murmuró con alegria vengativa y malsana, ocasionada por el triunfo obtenido contra su rival.

—¡Ay del vencido!

VII. ¿Cuál de las dos?

Elena no dejó de recibir la carta aquella en que tan fiero golpe se le asestaba.

Su desesperación no reconodó límites, lloró, gimió todo el dia, pero cuandu su madre supo lo que pasaba, tranquilizóse un tanto al escuchar estas palabras de su boca:

—Espera á que venga Rodolfo ... todo eso debe y tiene que ser mentira. Si no fuese así, hubieses notado alguna frialdad en tu novio, que parece quererte más y más... Solo alguna ruin intención ha guiado á Marciana á hacer eso; ó puede, también, que sea todo una broma ... broma del peor gusto posible á decir verdad. En cuanto al consejo que te dá de romper con tu primo, no lo sigas, si no quieres hacer el gusto á esa joven que parece interesadísima en que la cosa llegue á mayores. Y aunque todo sea cierto, no debes desesperarte así: no es Rodolfo el único hombre del mundo, y ya sabes aquello de que "cuando una puerta se cierra ..." Vamos, no llores, deja que todo siga su curso natural, y no pongas el grito en el cielo, que el llorar y el sollozar, si bien desahoga el corazón un tanto, quema los ojos y enronquece la garganta ...

Un pensamiento consolador vino á traer un poco de calma á la joven, que se creía ya la más desgraciada de las mujeres.

Recordaba la última visita de su amiga, sus celos mal disimulados, su turbación instantánea, sus irónicos votos por la felicidad suya, y creyó haber dado con el quid de la cuestión, con la manera de desatar aquel nudo gordiano.

Supuso la verdad, pero no toda: que Marciana enamorada de Rodolfo, trataba por todos los medios de romper las bodas de su amiga; que para ello no habia encontrado espediente mejor qne una ruindad: una mentira que habria de descubrirse de un momento á otro.

En cuanto á que Rodolfo estuviese directa ó indirecramente en el complot, ella no podia pensarlo: el joven era demasiado noble para eso.

Pero, si Marciana no perdonaba á su rival, Elena estaba dispuesta á perdonar a la suya; comprendía por aquellos dolores que la acometieran, lo que son los celos, terribles, implacables enemigos que turban la razón y oscurecen el juicio más recto, haciendo que solo el egoismo dirija las acciones del celoso.

Esperó algo consolada á que fuera Rodolfo á hacerle su cuotidiana visita, y sabe Dios con cuánta impaciencia.

Cuando el jóven se presentó, ella, sin decirle una palabra, dióle la carta de Marciana.

—¿Que es esto? preguntó él.

Ella no pronunció una palabra.

Solo, si, hízole seña para que leyese.

Una vez que hubo tomado asiento, Rodolfo desdobló el papel y comenzó á leerlo.

Pero apenas llegado á la mitad, púsose rojo, y miró á su prometida.

—Ya estás al corriente, dijo ésta. Ahora ... elije á cual de las dos!

—¡Loca! exclamó el conquistador.

Ella, engañada por aquella frase, creyéndose sin esperanzas yá, rompió á llorar como una criatura.

VIII. ¡Las dos!

Rodolfo la tomó una mano, besóla con transporte —verdadero ó fingido— y murmuró al oiclo de la niña:

—Si tú eres mi prometida ¿á qué temes? ¿no te he jurado que me casaría contigo? Soy un caballero, y debes confiar en mi palabra! Marciana es una loca!

Ella, jubiloso el rostro, mirólo arrobada y exclamó:

—¡Ah! cuánto, cuánto te quiero! ...

IX. Frente á frente

No todo sale á la medida de nuestros deseos, pero Rodolfo era un hombre nacido de pié, y no por los acontecimientos anteriores dejó de visitar á Marciana, cuya pasión habia crecido más aun con la entrega que de ella hiciera al joven. Este, por su parte, usaba del engaño á más y mejor, diciéndola que había roto con Elena, pero sin hablar nunca de la carta, con lo cual acrecentaba la seguridad de Marciana, que se decía:

—El no ha vuelto á verla, y no han hablado una palabra respecto á mi billete.

Así trascurrió el tiempo, hasta que un dia —iban acercándose va las bodas de Rodolfo— oyó Marciana en un salón al que concurría de vez en cuando, estas palalabras que la llenaron de indecible congoja.

—Dentro de una semana, también, se casarán en la misma iglesia Rodolfo X. y su prima Elena.

No se detuvo á averiguar más, abandonó la tertulia y, loca de pena, fué á encerrarse en su casa. Muchos fueron los proyectos que acarició y que abandonó por imposibles en seguida, y fueron yendo dias y viniendo dias, y su amante no volvió á verla, y todas sus esperanzas iban, tambien, abandonándola poco á poco. Por fin, una tarde decidióse á ir á casa de Elena, resuelta á saber toda la verdad. Notó en la soberbia habitación un movimiento inusitado; numerosos carruajes estaban detenidos á la puerta, y gentes vestidas de etiqueta entraban y salian á cada minuto. Entonces ya no dudó de lo que se trataba: sus pocas esperanzas tendieron el vuelo para no volver, y surjió en su mente la imájen espantosa de su irreparable desgracia.

A poco salió el cortejo. Elena, al ver á su antigua amiga, dejó el brazo de un caballero anciano que la acompañaba, y se dirijió hácia ella. Marciana se estremeció de rábia, de celos, viéndose impotente ante su dichosa rival.

—¿Sabes? dijo Elena cuando estuvo á su lado. Rodolfo es demasiado noble para faltar á sus juramentos. Se casa hoy .... conmigo.

La jóven la miró con furia mal dominada.

—A mí también me hizo juramentos ... yo le dí todo mi ser, más amante que tú — y me abandona ... Es demasiado miserable! ...

Elena se echó á reir ....

X. Conclusión

—¡Te diste á él —exclamó— creyendo aprisionado de ese modo! .... ¡Tonta! fuiste demasiado niña: Rodolfo era mio yá ....

Y después de una pausa:

—Era mio; prosiguió —y ya sabes el refran: —Quien dá pan á perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro."

Ella, angustiada, loca, sin lágrimas en los ojos, sin voz en la garganta, pálida como una muerta, temblorosa como hoja caida que el viento arrebata, apenas tuvo fuerza para murmurar.

—¡Tienes razón! ¡El es un perro ... mi amor un mendrugo! ... Devoró mi inocencia y se olvida de mí ... No te envidio tu suerte ... él no te hará dichosa.

Y muchas razones tenía para profetizar de ese modo, pero á veces lo más lógico no llega á suceder.


Temperley, Agosto 1887.


Publicado el 25 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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