Nuevos Cuentos de Pago Chico

Roberto Payró


Cuentos, Colección



El fantasma

El fantasma Las apariciones sobrenaturales de que era víctima Jesusa Ponec, traían revuelto al pueblo desde semanas atrás. Misia Jesusa las había revelado bajo sello de secreto inviolable a sus íntimas amigas: misia Cenobia, la empingorotado y tremebunda esposa del concejal Bermúdez, y misia Gertrudis Gómez, la espigadora presidenta de las Damas de Beneficencia. Tula y Cenobia las comunicaron, naturalmente, bajo el mismo sello inviolable, a sus confidentas, quienes, a su vez... Total, que todo el mundo lo sabía.

Los fantasmas suelen deambular preferentemente en las noches de invierno, cuando los vecinos se quedan en sus casas, pero a la sazón era verano, un verano de plomo derretido que mantenía en fusión el fuelle del viento norte. Así, los que se encerraban «por si acaso» desde que corrió la noticia, sudaban la gota gorda.

Tula y Cenobia escucharon, haciéndose cruces y temblando como azogadas, las primeras confidencias de Jesusa, aunque Cenobia Bermúdez fuera hembra de pelo en pecho y capaz de zurrarle la badana (como lo probó varias veces) no sólo a su esposo, sino al más pintado, y aunque Tula no tuviese temor de Dios, según decían las malas lenguas refiriéndose a cómo administraba la sociedad. Hicieron que llenase su casa de palma y boj del Domingo de Ramos, que la rociara con agua bendita, que pintara cruces en el suelo delante de las puertas, que encendiese velas de la Candelaria, que hiciera sahumerios de incienso... Y como el fantasma —que era el ánima de su marido Nemesio Ponce, comisario de Tablada— siguió apareciéndose a misia Jesusa, la aconsejaron que acudiese en confesión al cura Papagna, pues aunque éste fuera un «carcamán sin conciencia», era el único que tenía corona para conjurar al Malo y ahuyentarlo con sus «sorcismos».

—Las ánimas la persiguen porque ha de estar en pecado mortal —sentenciaba Tula—. Confiésese, misia Jesusa, y con la «solución» y una buena penitencia, el diablo se irá a los infiernos y su fantasma no volverá a aparecer.

—¡Qué pecado mortal, ni qué solución, ni qué penitencia! —clamó misia Jesusa en el colmo de la indignación— Aunque pecadora, yo no he hecho nunca mal a nadie, y si el condenado me persigue será porque se le antoja y tiene licencia de Dios, no por culpa mía, que no soy peor que otras que se las echan de santas...

—Por algo han de ser las apariciones —dijo Cenobia—. Puede ser que el difunto necesite misas para salir del purgatorio...

Muy colorada, como quien ha sentido que se le empezaba a quemar la cola, Jesusa se asió a la tabla que Cenobia le tendía:

—Le haré rezar cuantas misas me pida —murmuró.

—Yo no tengo miedo a los fantasmas ni a los aparecidos —continuó Cenobia— porque Bermúdez, mi marido el concejal, estuvo últimamente en las provincias de arriba, y desde entonces anda acompañado, y algo de esa virtud me toca a mí también.

—¿Y quién lo acompaña? Será el ángel de la guarda, como a todos los cristianos...

—No es eso, sino que tiene una «guayaca» o bolsita con plumas de urutaú que lo salvan del daño y hacen que todo le salga bien.

Jesusa estuvo a punto de pedir que Bermúdez fuese a protegerla, pues tanto poder tenía; pero no se atrevió.

El tiempo había hecho olvidar ciertos recuerdos, ciertas «calumnias» sobre visitas del concejal cuando el comisario de Tablada se iba antes de amanecer al matadero, y no era cosa de soplar sobre el pábilo.

—Yo, a decir verdad —contestó Tula— quisiera también «andar acompañada», porque tengo un miedo loco a las ánimas y no paso de noche ni a tirones por el cementerio desde que enterraron a la finada Melchora y al difunto Melitón, su compadre, porque como anduvieron en enriedos, todas las noches salen sus ánimas de las sepulturas y bailan un gato endiablado sin poder juntarse nunca...

—¿De veras?

—¡Como éstas son cruces!

Al hacer Tula tan solemne afirmación entró desolada en el comedor una moza como de diez y ocho o veinte años, rolliza de carnes y bonita de cara, que se quedó plantada y temblando entre las tres señoras.

—¿Qué te pasa, Emer? —preguntó Jesusa alarmada.

—¡Ay, mamita! ¡Que la gallina blanca acaba de cantar como gallo!

—¡Jesús, María, y José!

Era la desgracia que se cernía sobre aquella casa, y misia Jesusa, persignándose una y más veces, murmuró:

—¡De hoy no pasa sin que me confiese!

Así, pues, primero en la Municipalidad, por órgano de Gómez y de Bermúdez, horas más tarde en el Club del Progreso y en la botica de Silvestre Espíndola, simultáneamente en las redacciones de La Pampa y de El Justiciero, algo después en el Círculo Artístico y en la confitería de Cármine, a media noche en El Mirador, la timba del Rengo, y a la mañana siguiente de la confidencia en todo Pago Chico y sus alrededores, sin exceptuar la pulpería de La Polvareda, de Laucha y Carolina, se supo que el ánima en pena de Nemesio Ponce se le aparecía a su viuda todos los viernes a las doce de la noche y le hablaba con voz amenazadora y sepulcral de su hija Emerenciana, ordenándole que no la casara con Enriquito Gancedo, como lo había proyectado, sino con otro que le indicaría a su tiempo, y esto so pena de ejemplar castigo. Pocos dejaron de reírse de la historia, los menos por creerla imaginaria y artificiosa, los más por hacer gala de escepticismo. Pero estos últimos se preocuparon más y no las tuvieron ya todas consigo, desde que el gran lenguaraz y amigo de los indios, el viejo don Dermidio Soria, recordando las diabluras de Gualichu, decía que se han visto cosas más raras aún, y Silvestre lo apoyaba con palabras sibilinas como «no y sino juéguenle risa no más»... Cierto que el boticario solía también, decir en la intimidad que «mejor hubiera hecho el difunto, en vida, apareciéndose a su mujer alguna madrugada en tiempo de Bermúdez»... pero esto caía en oídos discretos y no trascendía al vulgo.

Las mujeres eran las más alborotadas, convencidas desde el primer momento de la veracidad de las apariciones, como que las madres y sus amigas y criadas de éstas les habían contado otras análogas o más terribles, que se sucedían desde tiempo inmemorial. Y, sin ir más lejos, ahí estaba la adivina Dorotea, que había visto duendes y fantasmas con sus propios ojos, que seguramente iba a las «salamancas» lo mismo que Cándida la curandera; y ahí estaba también la pobre misia Pancha Viacaba, a quien el Diablo le quemó el rancho, y cuanto tenía y le hizo disparar la hacienda, que nunca más volvió, dejando a toda la infeliz familia con una mano atrás y otra adelante...

Y esta convicción se hizo más profunda al saberse que Jesusa, arrebujada en su gran mantón, como para que no la conociesen, había entrado apresuradamente en la iglesia, donde Liberata, la chinita de misia Tula, enviada a «bichar» la vio llamar al cura Papagna y arrodillarse en el confesionario, muy agitada y afligida. Media hora después, y no más tranquila por cierto, la viuda abandonaba la iglesia y se encaminaba a la comisaría, seguida de lejos por Liberata, admirable «bombero» adiestrado por la tesorera.

Hallábase el comisario Barraba en una situación algo difícil. Desde que emponchó al viejo Segundo en su viejo cuero de vaca, el famoso «poncho de verano», se habían llamado a silencio, diciéndose que no estaba el horno para bollos, y andaba en todo con sus pasos contados. La oposición iba ganando terreno en la provincia y el jefe de policía le había escrito secamente a raíz del suceso: «Absténgase en lo sucesivo de esos atropellos, que desprestigian a nuestra importante repartición, sobre todo a la vista y paciencia del pueblo». El senador Magariños le escribió también. «En lo del cuatrero Segundo se le ha ido la mano, compadre, y los diarios chillan. Le recomiendo más ojo en lo que pasa de puertas afuera de la comisaría, para no darles en el gusto a los pasquineros». El diputado Cisneros había sido más lacónico y contundente, escribiéndole: «Mire que no está en la Cuarta de Fierro, y no sea tan bárbaro, amigazo». Con estas lecciones, Batraba había caído en la pasividad más completa y se pasaba el día tomando mate, para no dar qué decir.

En esta ocupación le encontró misia Jesusa, y el comisario apenas la vio, tomó un airecillo malicioso, se atusó los grandes bigotes y arqueando las cejas dijo como con desgano:

—¿En qué puedo servirla, doña?

—Señor comisario, soy...

—Sí, ya sé: misia Jesusa Ponce, la viuda... y la de la viuda.

—¡No es chacota, señor comisario! No lo tome de jarana, que es muy serio. ¡Si usted supiera! Todos los viernes a las doce de la noche, se me aparece el finado y... ¡Virgen Santísima de los Desamparados!...

—Ya sé, ya sé... No se aflija tanto, doña, y cuéntemelo todo de pe a pa, porque sólo así podré remediarlo, si no es cosa del otro mundo...

—No ha de ser, señor comisario, es decir, que yo lo deseo, y que así me lo asegura quien puede saberlo... pero no le tengo confianza...

—¿Ha visto al cura? ¿Qué le ha dicho?

—¡Ay, señor! ¡Es un desalmado! Me ha dicho que ya pasó el tiempo de los sorcismos y de los aparecidos, y eso que en el altar mayor tiene un cuadrito de las indulgencias plenarias y al lado una alcancía para las ánimas benditas. En su media lengua me decía: «¡San Jenaro, qué fantasma! El que e morto e morto e non vive más. Animas non che no sono a Pago Chico. Algún birbante chichón la ha tomado para embromarla, siñora». Disculpe que lo remede al gringo, señor comisario, pero es más fuerte que yo. Y cuando le confesé:

—Cuando le confesó ¿qué?...

Misia Jesusa que se había interrumpido de pronto, como haciendo rayar el flete, continuó, pero evidente. mente en otro rumbo:

—Es decir, cuando le hablé, de que se trataba del noviajo de Emer...

—¿Emer?

—¡Sí, pues, Emerenciana, m'hija! Entonces el cura se rió y dijo: «¡Eh! sempre las moshashas! ¡Busque el amoroso! Vada del comisario y dígale que busque el amoroso».

—Muy bien. Ahora cuénteme lo que le pasa con el aparecido.

Y misia Jesusa contó muy por lo menudo toda su tragedia. Un viernes, hacía más de un mes, la despertó a medianoche un ruido infernal, como de cadenas y de alguien que se quejara a grito herido. Lo curioso es que Emer no se despertó ni con el ruido de afuera ni con el que ella hizo tirándose de la cama y corriendo a la ventana que da a los fondos. Más bien no se asomara, porque ¡ay Dios mío! allí junto a la tapia vio que se movía una forma blanca, grande como un gigante, dando grandes pasos a un lado y otro, moviendo unos brazos muy largos y mirándola con unos ojazos de fuego que brillaban en una calavera espantosa. Estuvo a punto de caer redonda, y más cuando el fantasma gritó con una voz como un ladrido de perro ronco: «¡Jesusa! ¡Acordate y no casés a Emer con Enrique Gancedo! Estoy en el Purgatorio y sufro como un condenado, pero vos irás al infierno de cabeza». Volvieron a oírse los ayes y el rechinar de cadenas, el fantasma se acható de pronto y desapareció como si se lo tragase la tierra. El viernes siguiente fue la misma historia, con el adimento de que los postigos estuvieron abiertos, aunque ella los cerrase y atrancase todas las noches desde la primera aparición. Otra vez fue todavía más horroroso, porque el fantasma largó llamaradas por los ojos, boca y narices, mientras repetía lo de «Jesusa, acordate». A la cuerta aparición le anunció que le diría con quién había de casar a Empr...

—¿Y Emerenciana, a todo esto? —preguntó el comisario.

—Nunca ha visto las apariciones, porque siempre duerme como si le hubieran dado alguna bebida embrujada. ¡Ah, señor! La pobre debe tener histérico, porque tan pronto se ríe, tan pronto llora como una Magdalena y el día en peso anda de un lado a otro como bola sin manija... En fin, para acabar con mi cuento, que por desgracia no es cuento, el ánima de mi marido o lo que fuera, que dijo con quién tenía que casar a Emer, que está comprometida con Enriquito, el hijo de don Salustiano Gancedo, uno de los más ricos y más señores del pago.

—¿Y de quién se trata? ¿Quién es el «amoroso», como dice el cura Papagna? Por ahí deben andar los tantos...

—Pues un pelagatos, un atorrante, un «tauro» que se pasa las noches en la timba del Rengo...

—¿Qué me dice? ¿En la timba del Rengo? En el pago no hay ni habrá casas de juego, señora, ¡al menos mientras yo sea comisario de policía!

El Rengo pagaba puntualmente sus mensualidades a Barraba, y no había por qué ni para qué molestarlo. Jesusa vio que no podía remediar, disculpándose, sino más bien agravar su metida de pata, así es que anudó impertérrita el hilo, diciendo:

—¡Un haraganón, un trápala que no es capaz de ganarse el pan nuestro de cada día y que no tiene ni donde caerse muerto, Severo Rendón, señor comisario, Severo Rendón! ¡Miren qué yerno! ¡Y con «eso» quiere el finadito que se case nuestra hija! ¡Pobres de nosotras! ¡En un sastrás nos come vivas y nos deja desnudas en la calle!

—No se acalore, tanto señora, y explíqueme qué es eso de la timba de que me habla —exclamó el comisario interrumpiéndola con las cejas fruncidas y el bigote erizado.

—¿Yo he hablado de timba? No sé... ¡Ah, sí! Cosas que he oído... en tiempos del comisario Páez... Parece que Severo jugaba fuerte y trampeaba de lo lindo... en tiempo de Páez...

—¡Ah —suspiró Barraba, tranquilizándose— Con que Severo Rendón... La cosa es seria... Puede que tenga razón el cura. Pero, vamos a ver, qué dice la moza. ¿Lo quiere a Enriquito o no? ¿Se entiende con Rendón o no se entiende? Esto es lo principal.

—La verdad es que desde el último baile Municipal, Emer, como suele decirse, le ha ladeado el caballo a Enriquito. Esa noche, hará tres meses estuvo de temporada con Severo, haciendo rabiar al otro, porque, según me dijo, le había hecho un desaire... que me parece difícil. Y desde entones ya no está como antes de balconeo corrido con el novio, y apenas le habla cuando viene a casa de visita, que es jueves y domingo. Pero, en cambio, a Severo no lo veo nunca andar rodeando como hacen todos los que arrastran el ala.

Barraba pareció meditar largo rato, atusándose el bigote, su gesto familiar, y al cabo pronunció:

—Puede retirarse sin cuidado, misia Jesusa, que el tal fantasma no volverá a aparecérsele, o yo puedo poco. Ya estoy al cabo de la calle y sé con los bueyes que aro. Sin embargo esta tardecita pasaré por su casa para ver el teatro de los sucesos y darme cuenta de todo. Adiosito, misia Jesusa. Hasta esta tarde. ¡Ah! Trate de que Emer no sepa que voy, y de que no esté en la casa mientras la registro. Lo mismo su chinita.

A media siesta, con un calor de calera que hubiese pulverizado las estatuas de mármol a haberlas en Pago Chico, bajo el soplo lento y sofocante del norte, desarrollábase un coloquio amoroso en el callejón solitario a que daban las tapias traseras de la casa de misia Jesusa Ponce. Una linda cabeza de mujer asomaba por las bardas, y un mozo bien portado y no mal parecido empinábase sobre una piedra para alcanzarla y hablarle al oído, con el chambergo claro echado sobre las cejas. El joven murmuraba con misterio, la muchacha contestaba con creciente irritación, diciendo:

—¡No quiero! ¡Ya te he dicho que no quiero! No lo vuelvas a hacer, que no puedo aguantar más.

—Pero hijita —decía el otro con susurro insinuante y mimoso—. Si es el único remedio y va dando resultado. Si no le damos changüi, verás cómo la vieja afloja de repente y nos salimos con la nuestra.

—¿Y si, entretanto, le da un patatús? Ella sí que anda como ánima en pena, y ni come, ni duerme, ni hace nada derecho. ¡Pobre mamá!... Hoy mismo, según me han dicho —que ella no suelta prendase fue a ver al cura y al comisario y volvió con inedia lengua afuera, es un decir. De seguro que Barraba va a armar alguna tremenda. ¡Y esto lo digo por vos!

—No tengás miedo. El comisario es un sotreta, y conmigo se va a tener que hamacar.

—Sí, ¿pero si te pasa algo? ¡Es tan bagual, tan bruto! ¡Capaz de hacerte estaquiar!

—¡Bah, bah! Pura boca, estaquiador de infelices como Segundo, y ni eso siquiera, porque desde lo del poncho está como avestruz contra el cerco.

—En fin, Severo, te repito que no, que no lo hagás más, porque si mamita se enfermara, yo no tendría perdón de Dios. ¿Has oído?

Hablaba casi en voz alta, y su irritación pareció contagiarse a Severo, que exclamó en el mismo diapasón:

—¡Emer! ¡Decí más bien que seguís embobada con tu Enriquito Gancedo, que es un verdadero ganso, un pajuate, un cantimpla! ¡Y así no más ha de ser! Claro. Él es rico y yo no tengo un real... Pero el día menos pensado, si lo agarro a tiro...

—¡Severo! Ya te he dicho que si llegás a tocarle un pelo de la ropa se acabó todo entre nosotros. Con que... ¡elegí!...

—¡No te digo que te pirrás por él!

—Es un buen muchacho, y hasta. De eso a otra cosa hay mucho trecho, a pesar de los pesares... En fin, Severo, ya hasta de bromas, que se hacen muy pesadas, aunque sea con buen fin. Así, prometéme...

Oyeron ruido, la cabeza que comenzaba a sonreír desapareció tras de la tapia, y el galán comenzó a andar callejón abajo, como quien se pasea.

Jesusa, que acababa de hacer su siestita, llamaba a Emerenciana para mandarla con un recado a misia Cenobita.

—¡Con semejante calor, mamá!

—Bien podés salir a la calle cuando andás por el patio en cabeza y al rayo del sol.

Emer, alejada con este pretexto, y llevando por rodrigón a la chinita Gervasia, iba con el pensamiento puesto en la conversación que acababa de tener con Severo y que la preocupaba mucho, cuando la fortuna quiso que de manos a boca tropezara con su novio oficial, Enrique Gancedo.

—Parece que andás huida —murmuró el chico venciendo a duras penas su timidez—. Ya no te veo, ni puedo hablar con vos, ni te asomás a la puerta, ni te sentás a la ventana, y cuando voy a tu casa me tratás como a visita de cumplimiento... ¿Qué te pasa? ¿Te has olvidado de que a fin de año nos vamos a casar, y que tendrías que ser un poco más cariñosa?

—Yo lo estimo mucho, pero mucho, Enrique —dijo Emer con frialdad y sin rudeza—, pero ¡cómo ha de ser!, una no está siempre para conversaciones y zalamerías, y lo que hoy gusta mañana puede disgustar, sin que haya nada malo en eso, ni nada que echarse en cara los unos a los otros.

Enriquito, demudado, exclamó:

—Es decir que... es decir que... ¿ya no me quiere? ¡Hable claro, por Dios, Emer!

La moza sonrió y, cruel:

—¿Cuándo le he dicho yo que lo quería?

—¡Esa sí que está buena!... Mil y mil veces... Y todavía hace poco, en la reja, cuando... ¡Sólo desde ese maldito velorio de la Municipalidad se acabó el besuqueo, y ya no sé qué pensar!

—Piense lo que quiera, pero dejemé en paz, que por ahora no tengo ganas de amoríos y noviazgos.

—Otro la entretendrá, otro que me la querrá quitar... ¡Ah, ya sé! ¡El Rendón ese, el tal Severo! ¡Dígame la verdad, por Cristo bendito!

—¿Y aunque así fuera? —contestó Emer—. ¡Vaya! ¡Adiós, que misia Cenobia me está esperando hace media hora!

Enriquito, en la mitad de la acera, con la boca abierta y los ojos llorosos, se quedó largo rato como un poste.

Al día siguiente El Justiciero publicaba una noticia, obra maestra de estilo de su administrador y redactor, don Lucas Ortega, y que rezaba así:

«Misterio y pesquisa»

«Nuestro infatigable e inteligente comisario don Ciriaco Barraba, que tantas notables investigaciones policiales ha realizado en sus pesquisas limpiando al partido de vagos, mal entretenidos, cuatreros y facinerosos, acaba de emprender con el mayor secreto una nueva e importantísima campaña que por la pinta promete dar los más excelentes resultados. Con toda reserva, para no cometer indiscreciones que podrían entorpecer la marcha de la justicia, nos limitaremos hoy día a decir que se trata de poner en claro un misterio que tiene muy agitada y amenazada a una de las más distinguidas matronas de la localidad y a su distinguida familia y amigos, y por consiguiente a todo el vecindario entero que está al corriente, como pasa comúnmente, de lo que pasa en casos como el presente y otros análogos.

»La reserva que debemos al buen finiquito de la pesquisa y para no dar la voz de alerta a los malhechores y a los bromistas de mala ralea que se entretienen en alarmar y sembrar el pánico en las familias pacíficas y honradas, si es que no buscan otra cosa (y por otra parte son muy conocidos en la cancha) nos impide hablar claro, como podemos hacerlo, y como lo haremos, el sábado próximo, cuando los delincuentes estén ya en manos de la autoridad y en las garras de la policía.

»Y basta por hoy. En cuanto menos lo piensen «los aparecidos» se le va a parecer un difunto de los que no se empardan, y ya verán quién es... Barraba».

—Simón el bobito, que espantaba al gato gritando ratón —comentó Silvestre en su tertulia matutina. Este suelto ha de ser de don Lucas, por lo sonso, y porque ayer lo acompañó a Barraba en la pesquisa que hizo en casa de misia Jesusa.

En efecto, después de la siesta, cuando el comisario se preparaba a salir, llegó don Lucas a la comisaría en busca de noticias, como de costumbre, y Barraba lo llevó consigo aunque recomendándole la mayor reserva.

—¿Y qué ha hecho el comisario en esa casa? —preguntó el doctor don Francisco Pérez y Cucto, con aire burlón.

—¡Pues qué había de hacer! —contestó Silvestre, tan bien informado como si hubiese sido de la partida— Registró la casa, todos los cuartos, olfateó todos los rincones, anduvo una hora por el patio haciéndose explicar dónde aparecía el fantasma, y se fue diciéndole a misia Jesusa que el viernes, es decir, mañana, les tendería la cama a los mal intencionados o a los chichones, como quiera que sea.

—¿Y no vio nada en el patio? —preguntó Laucha, que desde días atrás, abandonando a Carolina y La Polvareda, se paseaba por el pueblo y era asiduo de la tertulia Silvestrina y de la timba del Mirador.

—¡Qué ha de ver! —exclamó el boticario—. Las chicas se le van y las grandes se le escapan. Además, que no ha de haber nada. Son visiones de misia Jesusa.

—Eso no más ha de ser —dijo Severo Rendón, allí presente, con gran disgusto de Pérez y Cueto, que no lo podía pasar «por chisgaravís, meterete y urdemalas, además de pisaverde y mujeriego», según decía—. Sin embargo, algo hay de cierto en eso de los fantasmas.

—¡Qué ha de haber! —protestó enérgicamente el doctor— Son camándulas, embustes, travesuras de estudiantes o añagazas de bandoleros.

—Con todo —observó Julián Viera, el director de La Pampa, buscándole la boca— no todas son «camanas»; no hay que negar que el espiritismo...

—¡Camándulas, camándulas y camándulas! —interrumpió sulfurado el doctor Pérez y Cueto—. Lo de las mesas parlantes y de los mediums está por ver, aunque el magnetismo animal sea cosa probada, pero fantasmas no ha habido nunca, por mucho que digan los historiadores mitológicos y los historiadores ultramontanos. Detrás de un fantasma hay siempre un pillastre, así como trás de la cruz está el diablo. En mi pueblo, allá en España, hubo, en mi niñez, una casa asombrada donde se oía ruido de cadenas, estrépitos inexplicables, voces cavernosas y se veía pasar por las ventanas durante la noche entera, lucecillas mortecinas y fosforescentes que infundían pavor, tanto que nadie se atrevía a pasar por la casa maldita, ni siquiera acercarse a cien varas de ella. Fue registrada muchas veces sin que se encontrara nada, y hasta que la guardia civil tomó cartas en el asunto y descubrió en una cueva, cuya entrada estaba muy bien disimulada, todo el material de falsificar moneda, y a poco de andar echó el guante a los monederos falsos, que hacían aquellos aparatos de espanto, para trabajar en paz y libres de indiscretos. Esto en cuanto a malhechores; en cuanto a otros motivos menos culpables, Pereda, el gran Pereda, cuenta con mucha gracia un hecho harto común, que sitúa en su imaginaria Ficóbriga, donde un galán hacía de fantasma para visitar todas las noches a mansalva a una viuda alegre de cascos y solazarse, con ella, sin temor de aguafiestas.

—¡Gaucho lindo! —exclamó Laucha.

—Por eso en muchos casos, y quizá en este mismo —dijo sentenciosamente el médico— hay que decir como los franceses: «Cercé la Fam» o como los españoles: «¿Quién es ella?»... Pero, como risible y chistoso, —confirmó, porque aquel día estaba en vena— ninguno como el hecho que ocurrió, también en mi pueblo: es el caso de que dos vecinos labradores salieron muy de madrugada a sus faenas rurales, y al pasar por el cementerio, que estaba —y está todavía, aunque clausurado— junto a la iglesia, uno de ellos preguntó: «Qué hora será, que me he olvidado de mirarlo al salir», y con verdadero pavor oyeron que desde lo profundo de una fosa les contestaba una ronca voz subterránea. «Muy tarde, porque he dormido mucho... y cuando salí eran ya las doce, bien dadas». Con los pelos de punta no detuvieron mis labriegos la desenfrenada carrera hasta una legua de allí. Durante largos meses sólo se habló de fantasmas y aparecidos, pero al cabo se supo que el del cuento era Blas, célebre borrachín, que, harto cargado de mosto, al salir de la taberna había, de un traspié, dado antes de la hora con sus huesos en la sepultura, recién abierta, que le sirvió para dormir tan lindamente la mona... ¡Y del mismo o parecido jaez son todos los duendes, trasgos y ánimas en pena!...

—No digo que la mayoría del tiempo no sea como cuenta el doctor, que es más láido que yo —repuso Laucha—. Pero, ¿qué me dicen del lobisón, que anda desde el tiempo de Ñaupa y que, se transforma en toda suerte de animales y alimañas; del hombre-perro, que nadie podía agarrar, y que todavía se aparece de vez en cuando; de las viudas que se presentan donde quiera, cuando menos se piensa, lo mismo ahora que cuando mi abuela vivía; del hombre-chancho, que anduvo cuando yo era muchacho por el barrio de los Corrales y de San Cristóbal, que le manearon bala y más bala, sin hacerle ni siquiera un rajuño?... Cierto que dijeron que el tal hombre-chancho era un ladrón que se había retobao de corcho, pero, ¿acaso al corcho no le dentra bala? ¿Y ande está el ladrón, ni quién lo ha visto nunca?... Para mí hay mucha matuña, pero algunas veces la cosa va de veras.

—Leyendas, supersticiones populares, creencias tradicionales —explicó, sintético, el doctor.

—Pues yo aseguro que Laucha tiene razón —dijo Severo con gravedad— porque, aunque mozo, he solido ver muchas veces la luz mala corriéndome por el campo mientras galopaba de noche y hasta la he visto bailando en los cuernos de las vacas y en las orejas de los mancarrones. En los cementerios no se diga, y en el bañao del Sauce se la puedo mostrar a quien quiera y cuando quiera, porque se aparece todas las noches y anda de aquí para allá, como verdadera ánima en pena que debe ser.

—Exhalaciones, fuegos fatuos —dejó caer desdeñosamente el doctor Pérez y Cucto.

—¡Pues véngase conmigo a ver qué efecto le hacen, mi doctor! —exclamó Severo en tono de zumba.

El doctor Pérez y Cueto, muy amostazado, pero lenta y solemnemente replicó:

—En el ejercicio de mi profesión, señor mío, salgo de noche y solo, completamente solo, cuantas veces soy requerido para casos de urgencia. Pero no es de mi carácter ni de mis años eso de ir a meterme en andanzas averiguando cosas ya harto averiguadas, fenómenos naturales que la ciencia ha explicado y puntualizado sin dejar lugar a dudas sino en el obtuso caletre y el seco meollo de los ignorantes.

—¡Tomá y volvé por otra! —dijo Silvestre riendo y haciendo señas a Severo para que se callase.

Viera distrajo hábilmente la atención, pidiendo al doctor:

—A ver si con todo eso me escribe un buen articulo para mañana. ¡Será tan interesante, mi querido doctor!

—Sí que lo escribiré —dijo Pérez y Cueto—. Y añadiré algo sobre el Sacamantecas que destripaba a las españolas como ese Jaque te Riper, de que tanto hablaron los periódicos, lo ha hecho recientemente

con las inglesas. El tal Sacamantecas tardó años en ser descubierto: era un loco lúbrico.

—¡Lúbrico como un día sin sol! —exclamó Laucha ostentando su saber.

Aunque no hubiera leído a Edgard Poe, ni siquiera a Gaboriau —Sherlock Holmes estaba aún en el limbo— y Sarmiento fuese un opio para él, Barraba conocía por las mentas las hazañas de Calibar y otros rastreadores, tanto criollos como europeos. Eduardo Gutiérrez hubiera hecho con él un polizonte menos que mediano. Sin embargo, el asunto del fantasma le parecía claro como la luz y, valiéndose de otros términos, pensaba: «plantearlo es resolverlo». El autor de la farsa era Severo. Emerenciana lo ayudaba, algún otro cómplice debía andar entre bastidores, toda la comedia se desenlazaría en casorio, y no era cuestión de tomarla por la tremenda para quedar en ridículo. Pero había que acabar con la farsa para que la pobre misia Jesusa no «espichase» de un soponcio, y para que no se rieran de la importante repartición», como decía su jefe. La dificultad estriba en no hacer y no dejar hacer al propio tiempo: si hacía, volverían a acusarlo de «barrabasadas»; si no hacía, la oposición lo tomaría para el titeo, como inútil.

—Lo que hay que hacer es sacárselo a la jeringa —concluyó Barraba, proponiéndose bordejear cuanto fuera posible.

—Pero en la mañana del viernes —día fatídico de las apariciones— el comisario tuvo un pésimo rato leyendo en La Pamapa el luminoso artículo del doctor Pérez y Cueto, que comenzaba:

«Apenas El Justiciero vislumbra un cuento de Dueñas Quitañonas, o una conseja que no engulliría Tragaldabas, o algún disparate digno de Juan de la Encina o de Manolito Gásquez, cuando montado en su Pegaso de cartón, que es apenas un Clavileño y clavándole el acicate en los ijares, comienza entre bote y bote a ensartar sandeces que sólo caben en meollos como los que escriben ese papel de estraza.

«Ahora le ha dado con los fantasmas —que él pone en femenino, naturalmente— y con los aparecidos que, aun cuando mero fruto de la imaginación más terca, no acierta a describir ni explicar, a fuerza de ignorancia, disimulando torpemente ésta bajo el fútil pretexto de la reserva que la Policía le exige. ¡Cómo si el invicto, ilustre y nunca bien ponderado Barraba, azote de opositores, vejador de desvalidos y besador de peanas, tuviese algún secreto que guardar, sino sus yerros, y mucho menos con sus cofrades y defensores del papelucho en cuestión, ni albergase en su mente ida o proyecto alguno susceptible de merecer discreción o siquiera curiosidad!...

»En cuanto al caso que lo deja boquiabierto de admiración ante nuestro primer polizonte, más parece artificio de maleantes que fenómeno extraño al orden natural, y por eso mismo, porque debe de tratarse de hechos naturales, nos atrevemos a pronosticar que Barraba, sabueso sin olfato, no dará nunca, pero nunca jamás, con el 'busilis'».

Seguían las anécdotas contadas en la farmacia, con otras más que no hacen al caso.

—¡Y esto se llama libertad de imprenta! —exclamó Barraba, haciendo trizas el papel— ¡Libertad, Libertad!... Yo le había de dar libertad a ese doctorcito gallego secándolo en el cepo colombiano... ¡Pero qué le hemos de hacer! ¡Hay que aguantar nomás!

Puertas y ventanas, a pesar de la noche tórrida, estaban desde hacía rato herméticamente cerradas —que tanto pueden los aparecidos— cuando en la más profunda oscuridad entraron Barraba y compañía a casa de misia Jesusa. Sin perder un minuto, el comisario tomó sus disposiciones, apostando en el patio, disimulados por plantas y trebejos, al cabo Fernández y a otro agente, a quienes dio en voz baja la consigna:

—A la primer alarma gritan «¡alto, quien vive!» y saltan sobre el bulto o lo que sea. Si se quieren disparar, tiren al aire para asustarlos. No los lastimen si no hacen armas contra ustedes, pero agárrenmelos. Es preciso que me los agarren. Yo haré de reserva y refuerzo con el señor Ortega... Y ahora no se muevan, no charlen y no piten.

En el comedor, entre dos floreros con penachos de paja brava, había visto sobre el aparador un porrón de ginebra y se lo llevó al dormitorio, junto con dos copas. Misia Jesusa, Emer y la china debían quedarse en el comedor, y estarse quietas, sin chistar, aún cuando el mundo se viniese abajo. Emer, más asustada que la misma misia Jesusa, hizo varias veces ademán de hablar al comisario, que, entre galante y socarrón, le dijo sonriendo:

—Vaya, moza, no haga tanto aspaviento, que de esta hecha se acabaron los fantasmas.

—¡Que no vengan, por Dios! —acertó a clamar Emerenciana.

—¡Eh! ¡Eh! Cuidado con espantarme las comadrejas, niña, que aquí las quiero agarrar mansitas.

A oscuras, misia Jesusa rezaba musitando, Emer suspiraba y se revolvía, don Lucas y Barraba echaban sendos y repetidos tragos, iba pasando tranquilamente el tiempo, cuando pronto, aunque no hubiese reloj público en el pueblo, como en las novelas de capa y espada, grave y vibrante campana, rompió el silencio de la noche. El inexplicable y pavoroso tañido parecía venir de la calle, y al oírlo don Lucas y Barraba, aunque valientes, saltaron en sus asientos, como las mujeres en los suyos y Fernández y el agente en sus escondites. El comisario, inmóvil, como hipnotizado, contó: Una... Dos... Tres...

A la duodécima campanada se oyó una voz ronca que decía: «Jesusa, casá a Emer con Severo» (el fantasma se hacía lacónico), a la que contestó inmediatamente un: «¡Alto, quién vive!», mientras Barraba y don Lucas veían pasar en la oscuridad del patio, echando llamaradas por los huecos de horrible calavera, una espantable y gigantesca figura que agitaba dos desmesurados brazos en el aire. Sonó un tiro, luego otro. Saltó Barraba la ventana, haciendo fuego, siguiolo con más prudencia don Lucas, disparando también, volvieron a descargar sus armas los agentes y durante un interminable minuto aquello fue campo de batalla, hasta que el fantasma, llegado a una de las tapias laterales, se aplastó de pronto contra el suelo, como herido de muerte, para enseguida ¡oh prodigio!, convertido en una especie de lagarto, dar un salto colosal y deslizarse al otro lado de las bardas. Entretanto blasfemaban los hombres, chillaban las mujeres, ladraban y gruñían los perros, cloqueaban las gallinas sobresaltadas, cacareaban los gallos, golpeaban las puertas los vecinos, menos prudentes que curiosos, y aquel tumulto tras tanto silencio, era dominado por el tañido cada vez más lejano de la fatal campana...

—¡Dispara por el callejón! ¡Agárrelon! —gritaba el comisario.

Pero ya era tarde, en cuanto a la persecución y en cuanto a la hora, a pesar de que la escena sólo hubiese durado tres minutos... Sin embargo, la tranquilidad no renació hasta la madrugada.

Como los periódicos habían trasnochado en previsión de los sucesos, tanto El Justiciero como La Pampa aparecieron al día siguiente con la noticia de actualidad. Pero el modo de encararla era muy distinto. El Justiciero la titulaba: «Importante batida. —El comisario Barraba pone en fuga a los pretendidos aparecidos». Por su parte, La Pampa le ponía estos títulos: «Descomunal batalla del comisario contra los molinos del viento. —Una hora de tiroteo y diez años de titeo. —Pólvora en chimangos. —Parte sin novedad».

Los lectores pueden ahorrarse el texto porque los títulos bastan.

Enriquito había sido de los primeros en acudir en auxilio de su desdeñosa prometida y de su presunta suegra, pero sólo se atrevió a entrar en la casa a la mañana siguiente, para ofrecer sus servicios. Ya estaban allí Cenobita y Tula con todas las Lunas —Clara, Blanca y Pura— la Tortorano y otras vecinas de fuste, lo que aumentó su timidez normal, aunque Emer lo recibiera casi con agasajo. Y tan atortolado estaba que, sin quererlo, dijo una gracia, escapando:

—¡Estoy aquí como Perico entre ellas!

Las señoras comentaban todas a un tiempo las aventuras de la víspera, y daban simultáneamente sus pareceres, que nadie les pedía ni escuchaba, hasta que Cenobita Bermúdez, con voz tonante, dijo:

—¡Si esto pasa es porque las mujeres no saben hacer como los hombres, agarrar un revólver o una escopeta y secar a tiros al que les ha faltado, aunque sea tanto así!... Pero ¡lo que soy yo!...

Y había en su voz y en su gesto una tremenda amenaza.

Todas callaron sobrecogidas y misia Jesusa más que todos. ¡Válgame Dios y la Virgen Santa! Y como la conversación se enfrió, las damas se marcharon una tras otra, tanto más cuanto que ya iba siendo la hora de almorzar. Al salir Tula, que fue la última, aconsejó a su afligida amiga:

—¿Por qué no la ves a Cándida, la adivina? ¡Quién sabe!...

—Para qué, si ya no habrá nada —contestó Jesusa.

Después de almorzar trató de dormir la siesta, que harta falta le hacía después de la noche de perros, y Emer aprovechó la circunstancia para asomarse al callejón. El galán no tardó mucho.

—¡Severo! ¡Si esto no concluye no te vuelvo a mirar la cara, le digo todo a mamita, y se acabó!...

—¡No seas sonsa! ¡Callate unos días y ya verás!

—¡Te repito que no!

—¡Pero, prenda, si tengo un santo remedio!

—¿Y que mamita se me muera, no? ¡Ya le da el mal!...

—¡Lo que a vos te está dando!... ¡Sí, sí, ya vi al pajuate de Gancedo que venía esta mañana todo derretido, y vos como un almíbar!... ¡Sos capaz de volverle a cabrestiar, monona!

—¡Si seguís en esa tandita, me voy!...

—Y cómo no he de seguir, si está visto que...

La cabeza de Emer había desaparecido ya tras de la tapia, aunque esta vez no la alarmase ruido alguno.

Pero aquella noche, cuando misia Jesusa y Emer reposaban tranquilamente, en el mismo aposento resonó, tremenda, una voz que decía:

—¡Jesusa! ¡Jesusa! Si no casás a Emer con Severo le digo a Cenobita, para que te saque los ojos, lo que pasó con Bermúdez, y que yo no te perdono todavía. ¡Por esto estoy ardiendo en el Purgatorio!

—¡Miente el bandido! —gritó Jesusa saltando de la cama—. ¡Miente el bandido, porque Nemesio no supo nunca nada!

Emerenciana, que aquella noche no dormía —ni las otras tampoco— la tomó en sus brazos, consolándola y haciéndola acostar de nuevo:

—Sosieguesé, mamita, no haga caso, que esas son pavadas y no volverán a suceder... El comisario lo arreglará. Yo le diré lo que hay que hacer...

—¿Y cómo lo sabés vos? — preguntó Jesusa entre recelosa y tranquilizada.

—Porque me lo ha dicho... porque me lo ha dicho una persona que sabe mucho de brujerías.

—¿La parda Cándida, la que anda siempre descalza y con un pañuelo colorado en la cabeza?

—¡Esa misma, mamita!...

—Pues no pasa de mañana de que la vaya a ver, porque Tula ya me había hablado de ella.

Emer tardó mucho en dormirse, porque se preguntaba y no sabía responderse: «¿Qué es eso de Bermúdez?», aunque lo coligiera, y: «¿Por dónde ha podido hablar, que parecía adentro del cuarto?» aunque supiera perfectamente quién lo había hecho...

La parda Cándida recibió a misia Jesusa con todos los honores debidos, pero como si no la conociera.

—¿En qué puedo servirla, mi señora?

—Yo quisiera... yo quisiera saber doña Cándida, si los pobrecitos difuntos saben lo que ha pasado mientras vivían...

—Sí, saben.

—¿Lo que han visto?

—Y lo que no han visto también.

—¡No me diga!

—Sí, saben lo que ha pasado, lo que está pasando y lo que pasará.

—¡Jesús me valga!

—Usté está afligida, señora, parece que tiene «daño» y dejuro que le gustaría que le dijesen la verdá...

—¡Daría lo que no tengo!...

—No tanto, mi señora... Conque alcance pa unas cuantas cebaduras...

Diole unos cobres misia Jesusa, la parda hizo con mucho aparato un gran sahumerio, y acabó por decir con aire de pitonisa:

—A usté la persiguen... pero son malevos... cuidado con las lauchas... y con los jugadores compadritos... muertos no hablan... pero la vieja es mala... Todo le saldrá bien, si una moza quiere.

—No entiendo —dijo misia Jesusa.

—Ni yo tampoco —contestó la parda—. Pero es porque yo no debo entender —agregó socarronamente.

Las voces se repitieron, aunque Barraba hiciese custodiar la casa, y lo que más sobresaltaba a Jesusa era que persistían en amenazarla con decírselo todo a Cenobita. ¿Sería esta la vieja terrible a que se refería la parda Cándida? Claro que sí...

Para tranquilizarla y para ver a Emer, Enriquito se les presentaba todas las mañanas, mejor recibido cada vez, pero aquello no era vida para misia Jesusa, ni la paz volvía a reinar en el pueblo.

—Vaya a verlo otra vez al comisario, mamita —le dijo un día Emer—. Yo la he de acompañar.

Fueron con la retahíla de siempre, y como siempre Barraba les respondió que nada podía hacer si no tomaban «in fragante» al culpable; pero al salir, Emer le dejó en la mano un papelito sin firma que decía:

«Señor comisario: hágalo seguir a Severo Rendón, porque el indino es ánima en pena y yo no quiero que mamita se me muera por culpa suya. Además, que yo ya no lo puedo aguantar y no quiero saber nada más con él, y si usted lo pone preso para que escarmiente, mejor sobre todo porque amenaza con pegarle un tiro a Enriquito Gancedo, que es un mozo bien. No diga a nadie que yo le he dicho y busque la soga de la ropa y un cano viejo de chimenea que hay en el cuarto que por hay son las apariciones. Laucha anda metido en el enriedo y el boticario les ha prestado las cosas, que la campana era una olla de cobre».

—¿Qué anda matreriando por aquí tan tarde, amigo Laucha?

—Ya lo ve, señor comisario: tomando el fresco y estirando las piernas.

—¡Buena... pierna es Barrionuevo! ¿Y Rendón? Seguro que está en la huella...

—No sé.

—Sí sabe, déjese de pavadas y llámelo, que tengo que hablar en serio con ustedes.

Laucha se hizo de rogar, pero comprendió que más valía no endurecer, y a poco estuvieron los tres reunidos.

—Vamos a echar un taco en casa que esto no es asunto de policía —dijo maquiavélicamente Barraba, diestro en política por la primera vez.

Y mientras en fino amor y compañía empinaban el codo, les demostró que estaba al cabo de todos sus manejos, pero que gastaban al cuete el tiempo y la saliva, porque la moza se les había ido al campo contrario. «Mujer y veleta todo es uno, como dicen en el Rigoleto». Además, la cosa iba pasando de castaño oscuro y ya no podía seguir hacienda la vista gorda, porque había recibido instrucciones de La Plata...

Severo protestó inocencia, hizo endechas de amor, formuló amenazas, gimió celos, pero con el ginebrón fue pasando de la arrogancia a la ternura, del furor al dolor, a la alegría y la chacota, pues también cambia el hombre con el viento. Confesó que tanto le daba Emerenciana como otra cualquiera, con tal de que fuese moza de posición, y acabó abrazando al comisario y diciéndole entre sollozos:

—¡Nunca hubiera creído que fuera tan hombre y tan buenazo! ¡Dame esos cinco, Barraba, y amigos hasta la muerte!

—¡No te vas a meter con el pavo de Enriquito!

¡Dejalo nomás, que puede ser que más tarde, si se casan... ya me entendés, Severo! Es lo mejor, porque siempre se dirá que sos el mozo más diablo del Pago... sin ofender a nuestro amigazo Laucha, aquí presente...

Muy enternecido también cuando le dejaron meter baza, Laucha aprovechó para contar por lo menudo, toda la tramoya del aparecido: hacían correr una sábana con unas cañas a modo de brazos, por la soga doble de la ropa, montada sobre unas roldanitas, y luego la retiraban rápidamente por encima de la tapia con un piolín; hablando por un gran embudo de vidrio prestado por Silvestre, lo mismo que el caldero-campana, y la calavera —como la saben hasta los niños de teta— era una cáscara de sandía con agujeros y una vela adentro: sólo que la habían perfeccionado soplando por un canuto licopodio para hacer las llamaradas.

Con esto llamaba llegaba a sus fines —y nosotros al nuestro— y valiéndose de tan estrecha y noble fraternidad explicó a Laucha y a Severo que era preciso echar tierra sobre el asunto, como él estaba dispuesto a hacerlo. Pero ¿cómo echarle tierra si la oposición seguía alborotando el cotorro, sobre todo si La Pampa no interrumpía su campaña? En la conveniencia de unos y otros no estaba quedarse calladitos como en misa, porque, sino, saldrían a bailar con ellos el mismo Silvestre y quién sabe cuántos más...

La sesión se prolongó hasta hora muy avanzada de la noche, pero, el orden del día fue votado por unanimidad.

Días —después El Justiciero hacía saber a sus lectores que el activo e inteligente comisario Barraba había ahuyentado para siempre a los malevos «ajenos a la localidad» que se entretenían haciendo de fantasmas y sembrando el terror en las familias. «Por esta brillante campaña —agregaba— le desearíamos el ascenso que merecía, pero por egoísmo no se lo deseamos, porque nos privaría de los servicios de tan sobresaliente funcionario policial».

En el mismo número del mismo diario se leía una noticia con el título francés de «On dit», confesión de chismografía, en aquel entonces tan en boga:

«La alta sociedad de Pago Chico tiene en vista una fiesta que hará época, si es cierto, como se dice en las tertulias aristocráticas que la bellísima y distinguida señorita Emerenciana Ponce contraerá enlace el mes próximo con nuestro joven y aventajado amigo don Enrique Gancedo, hijo del señor don Salustiano Gancedo, uno de los principales hacendados del partido, vecino acaudalado e influyente con cuya amistad nos honramos. La boda se celebrará con gran pompa en nuestra iglesia parroquial, y como en seguida habrá un suntuoso baile, terminaremos diciendo: ¡A prepararse jóvenes!».

Muy largo era el último luminoso artículo que sobre la cuestión fantasma, escribió el doctor don Francisco Pérez y Cueto y publicó La Pampa. Tomemos esta muestrita:

«En suma, como lo pronosticamos a nuestros queridos lectores desde el punto y sazón en que comenzó a hablarse de la pretendida «ánima en pena», trátase de un bromazo harto pesado y grosero de gente extraña al que se dio con ligereza demasiada importancia inicial, principalmente de parte de la autoridad, que suele verlo todo con vidrio de aumento, para acabar por lo general como la famosa montaña de la fábula, sólo que esta vez no ha salido siquiera el ratoncillo de marras, con lo que la dicha autoridad tiene que apagar su linterna, por lo cual la felicitamos; (caso raro como las alubias de a libra), puesto que al fin ha demostrado cierta discreción y delicadeza, de la que no la creyéramos capaz hasta hoy».

—¡Uf! —exclamó Silvestre que había perdido tres veces el resuello.

Justicia salomónica

He aquí, textualmente, la versión de uno de los más ruidosos escándalos sociales de Pago Chico, oída de los veraces labios de Silvestre Espíndola, en el «mentidero» —como él le llamaba— de su botica:

—Pero cuando Cenobita lo derrotó fiero al pobre Bermúdez fue el verano pasado. Sólo que la derrota tuvo complicaciones...

Estaban los dos en el comedor, que da a la calle, y Bermúdez, en mangas de camisa, daba la espalda a la ventana. Hacía un calor bárbaro, un viento norte de no te muevas; el gato en el suelo, hecho una rosca, dormía con un ojo, y Cenobita y su marido estaban de un humor de perros, como ya verán.

Era la hora del almuerzo; la chinita Ugenia trajo la sopera y Cenobita sirvió a Bermúdez, que, en cuanto probó la primera cucharada rezongó de mal modo:

—Esta sopa está fría.

—¿Qué decís? ¡Cómo ha de estar fría si el cucharón me abrasa los dedos! —retrucó Cenobita, furiosa sin razón.

—¡Bah! ¡Cuando yo te digo que está fría!

—¡Pues yo te digo que no puede estar fría, ¿entendés?

—Pero si vos no la has probado y yo acabo de probarla. ¡Qué sabés vos!

—¿Que qué sé yo? ¡Repetí, a ver!

—Sí, te repetiré hasta cansarme, que está fría, que está...

Pero Cenobita no lo dejó concluir:

—Pues si está fría, tomá, refrescate...

Y ¡zas! le zampó la sopera en la cabeza. Mi hombre le hizo una cuerpeada; la sopera, aunque se le derramara encima, lo tocó de refilón, ¡plan! pegó en el suelo, se hizo añicos y un pedazo de loza fue a lastimar al gato, que saltó a la calle todo erizado y con la cola tiesa, a tiempo que pasaba Salustiano Gancedo, que, como ustedes saben, por chismes y envidias nada más, siempre ha andado a tirones con Bermúdez.

El gato le cayó justo sobre la pavita, se refaló y queriendo sujetarse le clavó las uñas en la cara, bufó, se largó al suelo después de dejarlo hecho un eceómo y se escapó como si tuviera cuetes en la cola.

Ahí no más, en cuanto se dio cuenta, Gancedo le endilgó una runfla de insultos y de ajos a Bermúdez que, con el baño de caldo, parecía entorchado de fideos. Bermúdez por su lado, no se quedó atrás, diciéndole ciento y la madre, como es consiguiente, y ahí se armó la gorda a grito pelado, pero con la reja de la ventana de por medio, lo que los hacía a los dos más agalludos.

Cenobia, de mientras, iba juntando rabia, pero los dejaba, hasta que Gancedo, tartamudo de puro furioso, le dijo a Bermúdez:

—¡Salí afuera, maula, si no querés que esa gran oveja sea la única que te zurre!

¡Habrían de verla a Cenobita! Principió con lo de que más oveja será la que lo echó al mundo a Gancedo y la mala mujer que hacía que todo el mundo se riera de él, y las hijas, que desde chiquillas eran unas arrastradas, y qué sé yo cuántas otras cosas tremebundas que no se deben repetir... Pero Gancedo no tiene pelos en la lengua y, confiado en la reja de la ventana, ya no se pudo sofrenar y comenzó a echarle vale cuatro sobre vale cuatro, hasta atorrarla, hasta que, ciega de rabia, sacó al marido a empellones a la calle, para que fuese a peliarlo, pero sin darle con qué...

La cosa le salió mal a Bermúdez porque Gancedo, que siempre anda de bastón de verga —por los perros, dice él; por darse corte digo yo— le metió una garroteadura que, colándolos por la camisa, le hizo entrar en el lomo los fideos de la sopa.

El vigilante Fernández, que por una gran casualidad andaba por ahí en vez de sestear como de costumbre en algún boliche, al oír el barullo se había ido arrimando sin mucha gana de meterse con gente tan copetuda. Vio que algunos vecinos principiaban a asomarse a las puertas, juntó coraje y los apartó.

—¡Mirenló al flojo! ¡Y se deja castigar como una criatura! —se desgañitaba Cenobita, hecha una loca para picanear al marido— ¡Pero qué hacés, zopenco! ¡Agarrá y pegale un tiro de una vez!

El vigilante estaba en medio, algunos curiosos se acercaban, Gancedo seguía con el bastón en la mano, y el dolor de la paliza gritaba más fuerte a Bermúdez que su misma mujer.

—¡Dejenló no más! ¡Dejenló no más! —repetía amenazando y ganando la puerta de su casa— ¡Ya verá con el juez! ¡Lo voy a arrastrar a tribunales, gran bribón!

De mientras el vigilante —para que no volviese a principiar la tunda— separaba y acompañaba a Gancedo, que iba bufando y resollando, con la cara llena de sangre como pescuezo de mancarrón acosado por los tábanos...

Bueno, pues; el asunto fue directamente al Juzgado de Paz, porque el comisario Barraba que, quería quedar bien con todos los de la situación y con todos los ricos, se hizo el zonzo, a pesar del parte del vigilante: aquella era una cuestión personal que se había arreglado entre hombres, como en los duelos, y en esos casos la policía hace siempre la vista gorda...

Pero el juez, don Pedro Machado, tuvo por fuerza que recibir la demanda de Bermúdez, que pedía daños y perjuicios por injurias, golpes y violación de domicilio, porque, sin provocación de su parte, Gancedo lo había atropellado en su propia casa —no decía en la vereda como era la verdad— comenzando por endigarle a él y a su señora los insultos más asquerosos.

Con sus miras de componenda, don Pedro hizo comparecer a los dos y ordenó al secretario que tomara las declaraciones en foja aparte, para destruirla si venía a pelo. Pero estaban demasiado enconaos. Gancedo, que podía haberse contentado con la apaleadura si no fuera porque los arañones le iban a durar más de un mes, acusó a Bermúdez de haberle tirado con el gato, a traición, cuando pasaba tranquilamente por la vereda de su casa, con la intención alevosa de que le desfigurase la cara.

Bermúdez retrucó que él no era domador de gatos y no podía embozarle las uñas al suyo, como se hace con el hocico de un perro: pero si el gato se le saltó encima a Gancedo fue porque se había pegado un susto sin que nadie se metiese con él; que Gancedo no tenía por qué ni para qué andar a aquella hora ni a ninguna otra, por su barrio, si no era por puras ganas de armar camorra, como la armó; que el mismo Gancedo era un mal hombre, aprovechador y flojo, que se había valido de que él estaba solo y desarmado, únicamente en compañía de una débil mujer —¡óiganle al duro!— para madrugarlo y vengarse porque era público y notorio que se la tenía jurada...

—¡Yo no me he metido con usted, so marica! ¡Yo no me ocupo de gentuza! Y si usté no es domador de gatos, yo soy domador de pavos atorados, de gallos juidos, ¿entiende?... Y si no basta una lección, ¡estoy pronto para dar otra que entre mejor!...

—¡Qué dice el gran botarate! —gritó Bermúdez, queriendo echársele encima.

—Pueda ser —y Dios me perdone el mal pensamiento— que esta valentonada le venía del sitio en que estaban y de la gente que tenía alrededor. El caso es que don Pedro Machado, riéndose como un loco para sus adentros, los llamó al orden con aquel vozarrón que tiene, y enseguida principió a aconsejarlos.

—Es una verdadera lástima que vecinos tan respetables, que hombres tan decentes, anden a los repelones por pavadas, como matones de pulpería. Yo bien sé que no tienen ningún disgusto grave, que nunca ha pasado nada serio entre los dos, que hasta se entienden en política... ¡Pero ahí está! Hay gente que se pirra por andar metiendo pleito entre los demás con chismes, invenciones y chumalés, para después gozárselos, fumárselos en pipa, como a unos papanatas, riéndose a descostillarse a costa de ellos... ¡Vaya! No sean tan zonzos. Demuestren que son unos dignos ciudadanos, amigos de la tranquilidad, hagan las paces, y ustedes serán los que se rían en vez de los que peinan p'a ver la riña. ¡Es lo mejor!

Pero los dos estaban demasiado calientes para entender razones y siguieron manoteando y gritándose, hasta que don Pedro se cansó y les dijo:

—Si son tan sotretas que no saben tirar parejo aunque se les enseñe a andar en yunta para bien de los dos, tendremos, no más, que meterle al juicio. Yo lo siento mucho, pero ¿qué le hemos de hacer? Sarna con gusto no pica, dicen... Bueno: quedan ustedes citados para el martes —¿oye secretario?— para el martes a las dos de la tarde.

—Sí, señor —contestó Villar, el secretario, tomando nota.

—Y ustedes traigan testigos, si tienen, porque yo no quiero resolver mientras no sepa perfectamente lo que ha pasado... Bueno, pues: vayasé usté primero, Gancedo. Ahorita no más se va usté también. Bermúdez; no quiero que se me trensen otra vez en plena calle.

Claro está que ni La Pampa ni El Justiciero dijeron una palabra de la cuestión. La Pampa porque Viera, el director, anda, como ustedes saben, medio de novio con la hija de Gancedo y no quiso meter más barullo; El Justiciero, porque el mulato Marcos Fernández, le saca plata a Gancedo con el cuento de la diputación, y del otro lado es muy compinche con Bermúdez y sabe pecharlo también, aunque no mucho, a causa de Cenobita...

Pues como les iba diciendo, al otro martes se presentaron los dos con una cáfila de testigos. Pero don Pedro no las iba con tanto vulebú, así es que principió a preguntarle a todos, uno por uno:

—Usté, don, ¿ha visto bien lo que ha pasado?

—No, señor juez: no he visto bien, porque no estaba, pero en cambio:

—¿Si no sabís a qué te metís?, como decía mi compadre Plaza Montero. Puede largarse no más, con viento fresco; aquí necesitamos testigos presenciales, testigos en de veras que hayan visto cómo principió la agarrada, no parlanchines que nos vengan cotorreando lo que han oído a los demás.

—Pero es que desde hace mucho, Bermúdez...

—Mandate cambiar hijito, y más pronto que ligero porque p'a chismes maldita la falta que hacés.

Y dirigiéndose a otro:

—Y usté don, ¿vio o no vio la pelea?

—Yo no, don Pedro; yo estaba justamente...

—Pues volvete aura mismito donde estaba entonces, o a donde se te frunza, que aquí no tenés nada que hacer.

Y así los fue despachando a todos con cajas destempladas —«recusándolos», decía él— hasta que no quedaron más que Cenobita —¡sí, pues! ¿no les había dicho? Bermúdez se había llevado a Cenobita p'a testiga— y el vigilante Fernández.

—Los recusaos no han de ser siempre los jueces —explicaba don Pedro— también nosotros hemos de mojar alguna vez.

Pues volviendo al cuento, Machado se hizo como si recién reparara en misia Cenobia y se le acercó hecho un almíbar.

—¡Cuánto bueno por acá! ¿Y qué anda haciendo, mi señora? ¿Qué vientos la traen por el juzgau?

—Vengo de testiga de mi marido, que ese sinvergüenza de...

—¿De testiga, mi señora? ¡No me diga! ¿Y de cuándo acá las mujeres salen de testigos de sus maridos? ¡Aviaos estaríamos!... No, mi señora, usté no puede ser testiga... Cuando mucho, y eso como un favor, por ¡ser usté, la dejaremos asistir al juicio, pero calladita la boca, porque en cuantito chiste y se meta en historias, la hago sacar con un vigilante...

—¿Los juicios no son públicos, si acaso?

—Son públicos y muy públicos, sí, mi señora. Yo nunca juzgo solo, ¿no es verdá, secretario?... Pero la ley no menta para nada a las mujeres...

—Pues lo que es a mí no me parece...

—A usté, señora, puede parecerle lo que se le dé la gana, pero no se me venga con leyes y decretos, porque ni es —abogado ni yo estoy para perder el tiempo. ¡Usté se va o se queda, como guste, pero eso sí, se me calla como en misa!

Cenobita, hecha una furia, no se quiso quedar porque más fácil que a ella sería hacer callar un chancho a palos, pero por la pinta tenía unas ganas locas de volverse gato para hacer con el juez lo mismo que el morrongo había hecho con el pobre Gancedo.

Y entonces, más tranquilo, don Pedro «procedió» a tomar declaración al agente Fernández.

—Lo que ustedes tienen que decir, ya lo sé yo de memoria —explicó a los litigantes—. Aura le toca a la autoridá.

—Pues yo, señor juez —principió a decir Fernández medio abatatao— lo único que tengo que reclarar es del tenor siguiente: en circunstancias de que cuando iba haciendo la ronda de reglamento, que es la consigna del señor comisario, a la hora de la siesta y con un sol rajante, y de que cuando di güelta a la esquina de la casa de don Bermúdez aquí presente, me pareció oír como unos chiquillos de mujer, y como ruido de garrotazos, y como gritos de hombres peliando, y entonces, ahí no más, corrí como pude, agarrando el machete que me golpiaba las corvas, y entonces, en circunstancias que me allegué, pude darme cuenta me cuenta que, efectivamente, dos se habían agarrao fierazo y se menudiaban de lo lindo... Y entonces corrí más ligero, y entonces vi que don Bermúdez se le había prendido a don Gancedo por el pescuezo, dándole con la zurda trompis y más trompis en la cara, de mientras que el otro le sacudía garrotazos en los lomos con toda su fuerza, y como podía, porque el otro lo tenía sujeto del cañote... Y entonces, yo señor juez, sin fijarme en que también me podía ligar a mí, los desaparté, gritándoles ¡desen presos! p'a que soltaran... Y entonces vide que don Gancedo tenía la cara toda rajuñada y estilando sangre, y don Bermúdez tenía la camisa hecha tiras, dejando ver el lomo zebruno de moretones... Y de mientras, todo el tiempo, una mujer chillaba como si la cuerearan viva, gritando al fin que le pegaran un balazo a don Gancedo... o a don Bermúdez... Eso no lo entendí muy bien, y no tengo pa qué mentir... Y entonces... yo los dejé que se jueran, porque es gente formal y amiga de don Barraba el comisario y de todas las autoridades... Y entonces... entonces ya no tengo más que reclarar, señor juez, si usté me dá su venia.

Don Pedro había conseguido a duras penas que los pleiteantes se estuvieran quietos y callados mientras hablaba Fernández, amenazándolos con el calabozo en cuantito interrumpieran, y tampoco los dejó meter baza cuando acabó la declaración. Se levanto, plantó de golpe los puños en la mesa, como para afirmarse mejor y dijo con voz de mando:

—¡Autos y vistos!

Se calló un segundo, miró a todos los presentes con las cejas fruncidas, y siguió:

—Voy a resolver el caso según mi cencia y concencia, como si las cosas hubieran pasado tal cual ustedes mismos la cuentan, visto que el agente Fernández les da autoridad con su declaración, que como es de un policía no puede ser más que la purísima verdá. ¡A ver, secretario! Léase el acta de la otra audiencia y la de hoy, si está acabada.

Villar, muerto de risa, a gatas podía leer, pero se sacó bastante bien el lazo.

—Aura —dijo Machado volviendo a levantarse— aura voy a fallar. Tome nota, secretario...

Se compuso el pecho, esgarró y sentenció con más autoridá que el mismísimo Salomón:

—Al demandado, don Salustiano Gancedo, lo condeno a veinte nacionales de multa —y me quedo corto— por vías de hecho a mano armada contra un vecino pacífico.

—¡Qué dice! —chilló Gancedo, encocorado—. ¡Y qué! se ha imaginan que yo...

—Silencio, digo —gritó Machado— que si no, lo meto preso por un año, en vez de los veinte morlacos. Lea, secretario, la ley, donde la he marcao con una raya.

—Artículo veintiuno, inciso segundo —leyó Villar—. «Conocer de todo asunto correccional en que la pena no exceda de quinientos pesos de multa o de un año de detención, arresto, prisión o servicio militar».

—¿Ha visto, amigo que tengo campo suficiente para meterle un trote de veras y no una multita de nada?

Y clavándole los ojos a Bermúdez, también lo metió en el baile:

—Al demandante, D. José Bermúdez —y conste que no digo una palabra de misia Cenobita ni del chumalé del balazo. No escriba eso secretario, pero ceto sí: — A D. José Bermúdez, por tener sueltos en el pueblo animales bravos que ponen en peligro a los vecinos, veinte pesos de multa. ¡Baratito!... Aura vayasén on paz y hagamén el favor de dejarme en paz a mi también.

—¡Qué iniquidá!, ¡apelaré! —gritó Bermúdez, hecho una fiera.

—¡Vaya una justicia! ¡Apelaré! —agregó el otro, pálido.

—¡Y apelen, pues! ¿A mí qué se me da? Pero es que son sonsos. ¿No les decía yo que se amigasen, que era lo mejor? Aura vayan sí quieren a buscar madre que los envuelva, métanse en pleitos en La Plata, hagan que se rían de ustedes en todas partes, y empiecen a rascarse los bolsillos... Allí la justicia es mucho más cara y no tan liberal como en el pago. No le han puesto el nombre al puro botón: La Plata llama la plata.

—Los muy mulitas no apelaron y se nos acabó la diversión —terminó Silvestre Espíndola—. Dicen que no querían más escándalo. Pero andan armados, y cualquier día se produce... Sólo que cuando salen a la calle, averiguan antes por dónde anda el otro... y no se encuentran nunca.

Don Manuel en Pago Chico

Una de las frecuentes revoluciones provinciales quedó por milagro dueña de algunos partidos. Entre ellos se contaba Pago Chico, pues la junta central revolucionaria envió como delegado un capitán de línea cuyo marcial ascendiente subyugó a los infelices paisanos que dragoneaban de vigilantes, con medio sueldo para acrecer los gajes del comisario oficialista, quien escapó al primer asomo de revuelta, temiendo la infidelidad y la venganza de los subalternos. Tomose la policía con cuatro gatos, sin disparar un tiro, y como «muerto el perro se acabó la rabia», la comuna quedó en manos de los opositores.

—¡Viva la revolución! —gritaba el pueblo poco después, saliendo de sus casas al saberse triunfante.

El capitán Pérez reunió enseguida a los opositores principales (que habían creído deber patriótico no derramar sangre de hermanos y convecinos) y deliberó con ellos acerca del buen gobierno inmediato de Pago Chico. De la deliberación resultaron, como es lógico, miembros de la Municipalidad, todos los presentes, y el capitán quedó al frente de la comisaría y demás fuerzas armadas.

Pero considerose decorativo y de acuerdo con los altos ideales que se perseguían a tanta costa, nombrar un intendente imparcial, fundamentalmente honrado y universalmente querido. Sólo don Juan Manuel García reunía estas condiciones, y don Juan Manuel García fue puesto a la cabeza de la comuna.

Era un hombre ya maduro, rico para aquel rincón y aquella época, muy bondadoso, muy conciliador enemigo de chismes y politiquerías, y a quien todos rodeaban de la consideración debida a un ente superior por la experiencia, la práctica y el buen sentido natural que ponía gustoso al servicio de cualquiera. Todos esperaban grandes cosas de él... ¡pero no tan grandes!

Pasado el primer momento de entusiasmo y de embriaguez, los demás municipales cayeron en la cuenta de que, «podían comprometerse demasiado», pues como al fin y al postre «los gobiernos son gobiernos», el de la provincia acabaría por rehacerse a la corta o a la larga, en cuyo triste y probabilísimo trance iban a quedar peor que nunca. Estos temores se acentuaban con la falta de noticias fidedignas, pues el telégrafo seguía interrumpido, y sólo llegaban al Pago rumores contradictorios. Silvestre, el boticario, al ver las caras recelosas y la nerviosidad de los municipales, murmuraba epigramáticamente:

—El miedo no es sonso, ni junta rabia.

Para atenuar, en efecto, las futuras responsabilidades y sacar el cuerpo en lo posible a las amenazadoras represalias, los funcionarios comenzaron por ralear y acabaron por no presentarse en la Municipalidad, dejando en manos de don Juan Manuel la suma de los poderes públicos.

Éste, viendo la diserción, pensaba:

—¡No hay mal que por bien no venga! ¡Así, solito y mi alma, podré hacer mucho más!...

El capitán Pérez, buen muchacho, aunque no de largos alcances, le presto incondicionalmente su apoyo material y moral: ya había arriesgado, «metiéndose en la revolución», lo bastante para que no le dolieran prendas.

—Gota más, gota menos, el amargo no aumenta y el veneno es el mesmo —decía aplicando a su situación el proverbio popular.

Y con este poderoso auxiliar, don Juan Manuel, comenzó a poner orden en la administración; reprimió abusos, cortó coimas, castigó defraudaciones, limpió las oficinas y dependencias de empleados inútiles, criaturas del favoritismo, puso a raya a la empresa del alumbrado, persiguió sin cuartel a los cuatreros, convirtió, en fin, a Pago Chico en una Arcadia... salvo los odios que nacían violentos en todas partes.

El diario oficialista no aparecía. La Pampa, de Viera, aplaudía a todo trapo al intendente, y don Juan Manuel, rodeado como cualquier dictador, de una corte de aduladores, interesados o entusiastas, por muy sensato, prudente y modesto que fuera, no advertía las resistencias, el descontento, la oposición crecientes. Había tomado gusto al poder, usábalo sin fiscalización ni restricciones y se lo pasaba discurriendo proyectos y planes de bienandanza y prosperidad general.

A ser más justa y equitativa la humanidad pagochiquense le hubiera erigido un monumento —estatua o arco triunfal—. ¡Pues no señor! Sólo la posteridad sabe honrar a los grandes hombres, y ella misma tiene, a veces, tan poco discernimiento, que don Juan Manuel corre peligro de quedarse sin laureles, ni aún póstumos.

Una vez puesta en mejor pie la administración, preocupáronlo sobremanera las obras públicas: el edificio de la Municipalidad se caía a pedazos, los caminos eran pantanos invadeables o vertiginosas montañas rusas, la tablada un chiquero, las calles, rompecabezas, y las acequias del riego, mal cuidadas, estaban inmundas, destrozadas, cegadas en gran parte. Qué síntesis del vandalismo oficialista... Como los fondos escaseaban hasta la completa ausencia, don Juan Manuel no sabía cómo remediar tamaña devastación, cuando de repente atravesó su cerebro una idea genial, engendrada por el recuerdo de una conversación con el bearnés Navarrot, jardinero de su chacra. Allá en los Pirineos, los vecinos hacían desde tiempo inmemorial las obras públicas, construcción y conservación de carreteras, caminos de herraduras, sendas, etc., trabajando uno o más días al mes si era necesario, enviando un substituto si no podían o querían hacerlo personalmente, o en último caso, suministrando dinero para pagar al peón que hiciese sus veces. Iluminado por este recuerdo, don Juan Manuel echó sus cuentas:

—El partido de Pago Chico tendrá unos ocho o diez mil habitantes vaya uno a averiguarlo después de las trampas que han hecho los gubernistas en el censo, con propósitos electorales! ¡Bueno, no importa! Sea como sea, si todos —descontando naturalmente las mujeres y los niños—, trabajan un día por mes en bien de la comuna, en menos de un año se habrán hecho maravillas. ¡Ya estuvo, pues! ¡Manos a la obra!

Como mera fórmula, pero también para mayor tranquilidad de conciencia, habló del asunto con Silvestre, que en su entusiasmo, comenzó a imitar el silbo y el estampido de las bombas de estruendo y a canturrear su estrofa preferida de la Marsellesa.

—Magnífico, don Juan Manuel —gritó, por fin—. Vamos a imitar a los galenses del Chubut, que por su propia iniciativa, sin ayuda oficial, ni decretos del gobierno ni un centavo de gasto, se han hecho magníficos caminos y obras estupendas de irrigación. Lo leí hace poco, en un libro... ¡Ah, bravo! ¡Viva don Juan Manuel García! ¡Pshit... pum... Pshit... puum!... ¡Sean eternos!...

Y él mismo, convertido en amanuense, escribió el iradé convocando a los vecinos para distribuirles sin más discusión el trabajo...

Viera escribió en La Pampa, con muchos circunloquios, que la ordenanza podía no parecer muy constitucional y provocar alguna oposición, pero que, en vista de las circunstancias, la bondad del propósito, etc., había que apoyarla resueltamente... Los destronados entretanto, no desperdiciaron la ocasión de volver por su patrimonio de tanto tiempo, y se movieron como epilépticos, armando el lazo. Pago Chico parecía un avispero.

El día fijado por la ordenanza y a la hora prescripta, don Juan Manuel entró en la Municipalidad, lleno de satisfacción y regocijo. No era, en apariencia, para menos: el largo salón, el potrero llamado patio, las mismas oficinas, estaban de bote en bote. No cabía un alfiler.

—¡Qué me contaban de oposición! —decíase el intendente provisional— ¡Aquí están todos, como un guante!

Pero en cuanto entró diose vuelta la tortilla: un murmullo hostil de desaprobación y enojo fue creciendo hasta el escándalo. Todos hablaban, todos gritaban a un tiempo, gesticulando con los brazos por sobre las cabezas, y entre la alborotada batahola discerníanse frases de este porte: ¡dictadura! ¡anticonstitucional! ¡excesos humillantes! ¡tiranía! ¡demencia! ¡loco de atar! ¡a su casa! ¡al manicomio! ¡muera! ¡abajo!

Don Juan Manuel, colorado como un tomate, con la melena blanca revuelta y erizada, pudo a duras penas y merced a un último resto de prestigio, llegar, abriéndose paso hasta la tarima del fondo, encaramarse, tratar de que le escucharan:

—¡Compatriotas! Se trata del bien común, y con un pequeñísimo esfuerzo...

—¡Abajo! ¡Ya nos secan a impuestos! ¡No es constitucional! ¡Que lo saquen! ¡A sembrar papas! ¡Coco-ro-có! ¡Guau, guau!

El intendente buscó con los ojos al capitán Pérez, aterrado por aquel indecible «titeo». Por fin lo vio, con el brazo recostado en el marco de la puerta, las piernas cruzadas y un palito entre los dientes; se encogía de hombros, «jugándole risa», declarándose impotente, porque él tampoco «las iba» con la ordenanza. Algo más atrás, Silvestre, hacía señas desesperadas: ¡no, no!

El tirano, gritando a voz en cuello, consiguió dominar un instante la infernal algarabía:

—¡Compatriotas! ¡Tienen razón! ¡Me declaro gusano! ¡Ahí queda eso! ¡Busquen madre que los envuelva! ¡Yo, a mi chacra! ¡Que talle otro!

Y calándose el sombrero, cruzó impertérrito y altivo la multitud sorprendida, subió al tílbury, que lo esperaba a la puerta, y dando un latigazo al caballo —única manifestación de su cólera—, echó un ajo como una casa y salió del pueblo al trotecito.

Horas después, los situacionistas formaban una nueva Municipalidad mixta («mistonga» decía Silvestre), y volvían a tomar, disimuladamente todavía, la sartén por el mango. El capitán juzgó acto de prudencia tomar el portante, porque el gobierno provincial se rehacía. Todo encajó otra vez en el viejo quicio y... así terminó la ominosa dictadura pagochiquense de don Juan Manuel.

—¡También meterse a hacer cosas! —le decía más tarde Silvestre—. íLa Constitución, la Constitución, amigo!... ¡Para gobernar sin opositores es preciso no hacer nada y sobre todo, nada bueno!...

Epílogo

Lector que, risueño o adusto has recorrido con interés o desgano, estas páginas aparentemente superficiales ¿sabes a qué espectáculo hemos asistido juntos sin saberlo? Pues nada menos que a las primeras palpitaciones de una democracia en gestación y a los primeros desperezamientos de una gran ciudad en la cuna!... ¡Así, como lo oyes!

Ríete, si quieres, y harás bien, porque siempre es bueno reírse de la verdad. Pues, sí, señor: democracia, gran ciudad, etc...

Nosotros mismos no lo sospechábamos siquiera, y no es la perspicacia sino el tiempo quien nos abre los ojos. Muchos años, en efecto, van corridos desde los sucesos narrados en la crónica que cerramos provisionalmente con estas líneas. En ese lapso las cosas han cambiado. Pago Chico es Pago Grande, el villorrio es un fuerte núcleo de población, con afirmados, tranvías, luz eléctrica, obras sanitarias; su comercio gira millones, su industria crece y prospera, su fuerza vegetativa y progresiva es colosal; en política también se ha dado un largo paso hacia adelante, y aunque esté aún muy lejos el ideal, algo se ha ganado en cuanto al juego de las instituciones, y hasta parece haberse ganado mucho, pues ya no se estilan los burdos medios de gobernar que burla burlando hemos puesto de relieve. Y, como dijo el otro, la hipocresía es tácito homenaje de vicio a la virtud.

Esto nació de aquello. Parece imposible, pero es así. El impulso que lleva nuestro país es admirable de fuerza y de velocidad, pese a los sucesivos descarrilamientos que amenazaban dar con todo al traste. Quien se detenga hoy en Pago Chico, jurará que lo hemos calumniado, o que lo pintamos en remotísimos tiempos —allá en la edad de la piedra labrada o del hueso roído— aunque su historia es casi una actualidad, algo fiambre si se quiere, pero en modo alguno vetusta.

Más todavía: alejémonos unas cuantas leguas, y la actualidad palpitante renacerá de sus cenizas. Pago Chico se ha retirado un poco más, como se retiraba antiguamente la línea de fronteras —he ahí todo. Y como, más por azar que por calculo, hemos olvidado hasta ahora determinar la exacta ubicación del pueblo, puede el lector situarlo más al oeste del meridiano quinto o más al sur del Río Negro, con cuya sencillísima operación tendrá a la minuta un verdadero «plato del día». Y ni aún es menester que vaya mentalmente tan lejos, pues rincones hay todavía, muy próximos a la misma capital, donde continúa a más y mejor cociéndose habas, en forma parecida por lo menos.

En fin, risueño o adusto lector, sólo queremos agregar pocas palabras, para repetirte que este volumen no se te presenta como la crónica completa de la era inicial pagochiquense, sino como una simple colección de documentos que forman parte de ella —parte pequeña por lo demás—, y hecha voluntariamente al acaso, sin plan previo, para que de su misma aparente inconexión resulte, si lo puede por sí misma, una especie de unidad, aquel «lírico desorden» que aconsejan los preceptistas en cierta clase de obras, para suspender el ánimo y conmoverlo con inesperadas imágenes, acciones o ideas...

Quiero esto decir que aún quedan disponibles cajas y legajos de documentos y notas atinentes a la vida política, intelectual, social, moral, etc. de Pago Chico —y en primísimo lugar cuanto a las damas y al amor, con sus enredadas marañas se refiere—, destinados a la polilla y el polvo del olvido, si la muestra presente no despierta el interés y la atención que nos atrevemos a esperar.

Haz, lector, una seña, y veras cómo nos apresuramos a convertir en Prólogo de otro volumen este Epílogo que —en tal expectación— no relata sucintamente como era uso en tiempos de ingenuidad y bonhomía literarias, qué «se ficieron» todos los personajes de la obra y los hijos de sus hijos. Tal metamorfosis nos alegraría, y no por el éxito que pudiera significar —créasenos aunque no parezca cierto—, sino porque al separarnos de estas páginas, en las que hay más verdadera melancolía que despreocupado buen humor, sentimos algo como si huyera un minuto que desearíamos repetir, como si se nos marchara otro poquito de juventud —toda esa que se revive al relatar la que fue, esa que a tantos ancianos ha hecho escribir sus recuerdos, esa que obligará a Silvestre a redactar in extenso sus memorias, en cuanto no tenga una ficción de trabajo con qué entretener los nervios bailarines.

Y, con esto, hasta luego, no sea que habiendo logrado, como cabe, hacer un libro entretenido, lo echemos a perder ahora con una intolerable lata.


Publicado el 2 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
Leído 16 veces.