Poncho de Verano

Roberto Payró


Cuento


Desde meses atrás no se hablaba en Pago Chico sino de los robos de hacienda, las cuatrerías más o menos importantes, desde un animalito hasta un rodeo entero, de que eran víctima todos los criadores del partido, salvo, naturalmente, los que formaban parte del gobierno de la comuna, los bien colocados en la política oficial, y los secuaces más en evidencia de unos y otros.

La célebre botica de Silvestre era, como es lógico, centro obligado de todo el comentario, ardoroso e indignado si los hay, pues ya no se trataba únicamente de principios patrióticos: entraba en juego y de mala manera, el bolsillo de cada cual.

Por la tarde y por la noche toda la «oposición» desfilaba frente a los globos de colores del escaparate y de la reluciente balanza del mostrador, para ir a la trastienda para echar un cuarto a espadas con el fogoso farmacéutico, acerca de los sucesos del día.

—A don Melitón le robaron anoche, de junto a las mismas casas, un padrillo fino, cortando tres alambrados.

—A Méndez le llevaron un puntita de cincuenta ovejas lincoln.

—Fernández se encontró esta mañana con quince novillos menos, en la tropa que estaba preparando.

—El comisario Barraba salió de madrugada con dos vigilantes y el cabo, a hacer una recorrida...

Aquí estallaban risas sofocadas, expresivos encogimientos de hombros, guiños maliciosos y acusadores.

—El mismo ha'e ser el jefe de la cuadrilla —murmuraba Silvestre, afectando frialdad.

—¡Hum! —apoyaba Viera, el director de «La Pampa», meneando la cabeza con desaliento—. Cosas peores se han visto, y él no es muy trigo limpio que digamos...

—¡Él! —gritaba don Ignacio, caudillo opositor... todavía—. Es un peine que ni caspa deja. ¡Y cómo está pelechando el hombre! No hace mucho se compró la casa en que vive; aura ha alquirido una quinta junto al arroyo... ¿De ande saca p'a tanta misa? Negocios no se le conocen, la suvención de la municipalidá no es cosa, y los cinco o seis vigilantes que se come y no aparecen más que en las planillas, no dan p'a esos milagros... ¡Él ha de mojar no más en los a-bi-ge-á—tos!

Los otros grupos de independientes y opositores, explanaban el mismo tema y compartían la misma opinión: el gran cuatrero, pudiera o no pudiera probársele, era indudablemente el comisario Barraba, quién sabe si con la complicidad de otros funcionarios, pero, en cualquier caso, con su tolerancia... 'La corrupción del poder —como decía «La Pampa» es tan contagiosa, que cuando invade a un cuerpo, no deja un solo miembro libre, y luego sigue transmitiéndose alrededor, de tal manera, que todos vienen a quedar infestados, si se descuidan».

—Así te diera yo a vos alguna coima, y veríamos —refunfuñaba el señor comisario, para sus grandes bigotes.

Entretanto, el escándalo y la indignación pública iban subiendo de punto. Ya no era únicamente «La Pampa» la que revelaba y consideraba los robos de hacienda, pintando a Pago Chico como una cueva de ladrones; los periódicos de la capital, informados por parte interesada, comenzaron también a poner el grito en el cielo, espantados de que tales cosas ocurrieran en «la primera provincia argentina», mientras el gobierno, llamado a velar por los intereses generales, se hacía el sueco al clamor creciente de los despojados, convirtiéndose en encubridor y fomentador de bandoleros.

Aunque la superioridad continuara sin inmutarse, sorda como una tapia y muda como una piedra, Barraba comenzó a sentir sus recelos...

—¡Hay que hacer algo! —se decía, multiplicando sus inútiles salidas en persecución de cuatreros y vagabundos, incomodado por las irónicas sonrisas y los ademanes burlescos con que ya se le atrevían los vecinos al verlo pasar...

—Si —peroraba don Ignacio una noche en la botica—, cuatrero es cualquiera, cuatreros somos todos, ¿cómo lo h'e negar? Los mismos piones que tengo, mañana s'irán y me robarán hacienda; pero mientras estén en mi casa no, porque les parecería demasiado ruindá. El vecino roba al vecino en cuantito se mesturan los animales, o a gatas tienen ocasión. Roba el que pasa sin mal'intención por su campo, si tiene hambre y está solo y le da gana de comerse una lengua'e vaca o un lindo asau de cordero... Le roba el paisano haragán que vive «con permiso» en el ranchujo que alza en un rincón de su campo, y que con cuatro o cinco vacas tiene carne toda la vida, y con una majadita de cuarenta o cincuenta ovejas vende casi más lana y más cueros que usté... ¿Y sabe p'a qué tiene animales? ¡Bah! ¡si le dan trabajo!... ¡tiene p'al derecho a la marca y las señales [81] con que se apropea de todo lo orejano que le cai cerca!... Le roba el alcalde, que ya comienza a ser autoridá, y no tiene miedo que lo castiguen... Y por lo consiguiente, las demás autoridades...

—¡Pero esto es Sierra Morena! —clamó el doctor Pérez y Cucto, exagerando aún su acento español—. Y el gobierno de la provincia debería...

—Ya l'he dicho —interrumpió don Ignacio—, que el gobierno no tiene coluna más fuerte que el cuatrero, ya sea de profesión, ya por pura bolada de aficionau. Los cuatreros son sus primeros partidarios; ésos son los que eligen los electores, los diputados, los municipales; ésos son los que sostienen, junto con los vigilantes, a la autoridá del pago, y de áhi el mismo gobierno. Y p'a pagarles, el gobierno los deja vivir ¡es natural! En tiempo de elección les hace dar plata, pero como no puede estar dándoles el año entero, los contempla cuando comienzan a robar otra vez...

Todos apoyaron. El doctor Pérez y Cueto se había quedado meditabundo. De pronto alzó la cabeza y dijo con énfasis, recalcando mucho las palabras:

—Esa especie de connaturalización con el cuatrerismo, que lo convierte casi en una tendencia espontánea y general, debe tener y tiene sin duda su explicación sociológica. Pero ¿cuál? ¿Será el atavismo? ¿Se tratará en este caso de una reaparición, modificada ya, de los hábitos de los conquistadores y primeros pobladores, acostumbrados a considerar suyo cuanto les rodeaba, por el derecho de las armas y hasta por derecho divino?... La herencia moral de este país, no es, indudablemente, ni el respeto a la propiedad ni el amor al trabajo...

Profundo silencio acogió estas palabras que nadie había comprendido bien, y el doctor Pérez y Cueto dio las buenas noches y salió, para correr a repetírselas a Viera, deseoso de que no se perdiesen...

Poco después entró en la trastienda Tortorano, el talabartero, restregándose las manos y riendo, como portador de una noticia chistosa.

—¿Qué hay? ¿Qué hay? —le preguntaron en coro.

—¡Barraba ha salido con una partida, a recorrer!... —exclamó Tortorano—. Y hace un rato gritaba en la confitería de Cármine que de esta hecha no vuelve sin un cuatrero, ¡muerto o vivo!...

Todos se echaron a reír a carcajadas, festejando con chistes, dicharachos y palabrotas la declaración del comisario...

Y sin embargo, éste supo cumplir su palabra...

Cuando ya regresaba, al amanecer, con las manos vacías —¿y a quién tomar, en efecto, si no se tomaba a sí mismo?— después de haber pernoctado en una estancia lejana, Barraba vio un hombre que se movía a pie, en el campo, cargado con un bulto voluminoso y lejos de toda habitación. El individuo iba hundiéndose en la niebla, todavía espesa, de una hondonada, junto al arroyo medio oculto por las grandes matas de cortadera. Barraba, entrando en sospechas, espoleó el caballo para reunírsele. ¡Su buena estrella!...

Cuando lo alcanzó no pudo ni quiso retener un sonoro terno, mitad de cólera, mitad de alegría:

—¡Ah, ca... nejo! ¡Al fin cáiste!...

El hombre iba cargado con un hermoso costillar bien gordo y un cuero de vaca recién desollado: iba sin duda a esconderlo en alguna cueva de las barrancas del arroyo, pues, ya de día claro, no era prudente andar con aquella carga, a vista y paciencia de quien acertara a pasar por allí... Al oír el vozarrón del comisario que se le echaba encima a rienda suelta, tiró cuero y costillar y trató de correr a ocultarse entre un alto fachinal que allí cerca entretejía su impenetrable espesura. Pero Barraba, más listo, le cortó el paso con una hábil evolución.

—¡Ah, eras vos! —exclamó al ver enfrente a Segundo, pobre paisano viejo, cargado de familia, que se ganaba miserablemente la vida haciendo pequeños trabajos sueltos—. ¿Con qu'eras vos, indino, canalla, hijuna!... ¡Tomá, tomá, sinvergüenza, ladrón, bandido!

Y haciendo girar el caballo en estrecho círculo alrededor de Segundo, descargole una lluvia de rebencazos por la cabeza, por la espalda, por el pecho, por la cara... Bañado en sangre, tembloroso y humilde, el otro apenas atinaba a murmurar:

—Señor comisario... señor comisario...

Los vigilantes se reunieron al turbulento grupo y quisieron «mojar» también, dando algunos lazasos al matrero, tomado infragante. Pero Barraba, celoso de sus funciones de verdugo, los hizo apartar y siguió azotando hasta que se le cansó, «más que la mano el rebenque».

Segundo había quedado en tierra, y resollaba fuerte, angustiosamente, pero sin quejarse. Tenía el cuerpo cruzado de rayas rojas en todas direcciones, la mejilla derecha cortada por la lonja, y de las narices le brotaba un caño de sangre...

—¡A ver! ¡Llevenló en ancas! Tenemos que llegar temprano p'a darles una buena lección! ¡Lleven el cuero también! —gritó el comisario.

Y apretando las piernas a su caballo enardecido por la brega, tomó a todo galope en dirección a Pago Chico, que no estaba lejos ya.

Segundo, bamboleándose en la grupa del caballo de un vigilante, con una nube en los ojos, la cabeza trastornada y los miembros molidos, balbucía:

—¡Por la virgen santa!... ¡Por la virgen santa!

El agente, fastidiado por aquella dolorosa y continua letanía, volviose por fin colérico:

—¿De qué te quejás? ¡Tenés lo que merecés y nada más! ¿A qué andás robando animales?...

Segundo hizo un esfuerzo:

—¡Era la primera vez —murmuró—, la primera! Encontré esa vaquillona muerta... Mandinga me tentó... la «cuerié»... Pero es la primera vez, por estas... —y poniendo las manos en cruz, se las besaba...

—¡Ya t'entenderás con el juez!... ¡Lo qu'es a mí, maní...! ¡No me vengás con agachadas, ché!

El sol comenzaba materialmente a rajar la tierra cuando llegaron a la comisaría, bañados en sudor hombres y caballos. La naturaleza entera parecía jadear bajo los rayos de plomo y el viento del norte, cargado de arena quemaba como el hálito de la boca de un horno. Las hojas de los árboles, achicharradas, crujían al agitarse, como pedazos de papel. Pago Chico entero estaba metido en su casa. El comisario, en la oficina, se refrescaba con una pantalla, en mangas de camisa, tomando mate amargo que asentaba con un traguito de ginebra, «p'al calor». Había llegado mucho antes que su escolta, montada en inservibles matungos patrias, más inservibles aún con aquella temperatura tórrida.

—¡Ahí está el preso! —le anunció el asistente, cuadrándosele.

—¡Bueno! ¡Que le pongan el cuero de poncho, y lo hagan pasear por la plaza hasta nueva orden —gritó Barraba.

La plaza era, como es sabido, un inmenso terreno de dos manzanas, sin un árbol, sin una planta, sin una matita de pasto, en que el sol derramaba torrentes de fuego, como si quisiera convertir en ladrillo aquella tierra plana e igual, desolada y estéril.

El comisario salió en mangas de camisa, con el mate en la mano, a presenciar el cumplimiento de su orden.

El cuero, fresco y blando, fue desdoblado; con un cuchillo hízosele en el centro un tajo de unos treinta y cinco centímetros de largo... Segundo fue conducido al patio, donde se ejecutaba esta operación; casi no podía tenerse en pie... Lo obligaron a meter la cabeza por el boquete del cuero, y uno de los agentes alisó con cuidado los pliegues, ajustándolos al cuerpo.

—¡Lindo poncho fresco... de verano! —exclamó Barraba, chanceándose alegre y amablemente.

Los que estaban en el patio —y sobre todo el escribiente Benito, aquel que «era más bruto que un par de botas»— festejaron el chiste del superior, riendo con más o menos estrépito... según la jerarquía.

Segundo callaba, sin darse cuenta aún de lo que iba a suceder. Por delante y por detrás, el improvisado poncho llegábale a los pies; a ambos lados, partiendo de los hombros, se abría como una especie de esclavina.

—¡Bueno, marche! —mandó el comisario—. ¡Y con centinela a la vista! ¡Que no se pare; y si se para, dele lazaso no más!

El viejo salió tropezando, seguido por un vigilante. Cruzaron la calle, entraron en la plaza y comenzó el paseo... En los primeros momentos, las cosas no anduvieron demasiado mal. Uno que otro vecino, asomado por casualidad, y viendo el insólito aspecto del hombre vestido con tan extraño poncho, se apresuró a inquirir de qué se trataba. La noticia cundió. Entreabriéronse puertas y ventanas, dejáronse ver cabezas de hombres, mujeres y niños; un rato después comenzaron a formarse grupos en las aceras con sombra, y a volar comentarios de unos a otros:

—Es Segundo.

—¡Pobre! ¿Y qué ha hecho?

—Parece que lo han pillau robando animales...

—¿Él? ¡Bah! ¡No es capaz!

—¡Un viejo infeliz!

—¡Qué quiere, amigo! ¡La soga se corta por lo más delgao!

Pago Chico entero no tardó en hallarse reunido alrededor de la plaza, y el gentío era aún más numeroso que el día de la fracasada ascensión del globo acrostático. No quedó un perro en su casa, y en el ámbito asoleado zurrií un zumbido de colmena.

El paseo de Segundo continuaba hacía ya una hora. El desdichado intentó detenerse una o dos veces, pero el activo rebenque hizo desvanecer sus ilusiones de descanso... El sudor corría por su rostro, mezclado con la sangre coagulada que disolvía, flaqueábanle las piernas, y comenzaba a ¡sentirse estrecho en el poncho de cuero, poco antes tan holgado. Éste, en efecto, secándose rápidamente con el sol —harto rápidamente, pues para ello se había cuidado de poner el pelo hacia adentro—, iba poco a poco oprimiéndolo por todas partes, como un ajustado «retobo», hasta obligarlo a acortar el paso. Y su interminable viaje seguía, en medio de aquella atmósfera de fuego, bajo las miradas de la multitud, que empezaba a indignarse y a dejar oír murmullos irritados... Ya se habían relevado tres agentes, muertos de calor, pero la marcha continuaba, implacable, y el poncho seguía estrechándose, estrechándose, impidiendo todo movimiento que no fuese el cada vez más corto de los pies del triste torturado, haciéndole crujir los huesos.

—¡Basta! ¡Basta! —gritaron algunas voces.

—¡Basta! ¡Basta! —repetían algunas otras de vez en cuando.

El gentío, sobrecogido, olvidaba el calor. Segundo había pedido agua muchas veces, con voz apagada y balbuciente de moribundo. Un vecino, más caritativo y menos temeroso que los demás, le dio de beber. Al relevarse el centinela, el comisario ordenó al que iba a hacer la nueva guardia:

—¡Que nadie se acerque al preso!

Al martirio del cuero que ya amenazaba descoyuntarlo, agregose entonces la tortura de la sed...

Varias personas caracterizadas se presentaron a Barraba, pidiéndole que hiciera cesar el suplicio. Barraba se echó a reír.

—¿De qué se queja? Tiene poncho fresco... de verano!... ¡Dejen, que así aprenderá a carnear ajeno!...

—Pero, señor comisario... —le suplicaron.

—¡Bueno! ¿Y áura salimos con esas?... ¿Y no andan ustedes mismos diciendo que hay que darles un «castigo ejemplar» a los cuatreros?...

—Segundo es un infeliz, y...

—¡No hay infeliz que valga!

—¡Y creemos que el juez!...

—¡Basta! ¡Callensé la boca! ¡Aquí mando yo, caray! ¿Por quién me han tomau, y qué se piensan?...

Cuando los postulantes salieron, Segundo rodaba desmayado entre el polvo, tieso como un tronco seco, rígido, aprensado en los tenaces y rudos pliegues rectos del cuero, que le penetraba en las carnes. Había soportado el atroz suplicio sin lanzar un ay, mientras tuvo fuerzas para mantenerse en pie...

Hubo que sacarle el poncho cortándolo con cuchillo. De la plaza se le llevó casi agonizante al hospital.

Barraba reía con los suyos en la oficina:

—¡Poncho de verano! ¡Qué gracioso!... Miren que poncho de verano...

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Párrafo del editorial aparecido al día siguiente en El Justiciero, periódico oficial de Pago Chico.

«El comisario Barraba ha satisfecho ampliamente la vindicta pública y merece el aplauso de todas las personas honradas, pues la terrible y merecida lección que acaba de dar a los cuatreros hará que cesen para siempre los robos de hacienda, aunque algunos la tachen de cruel y arbitraria, amigos como son de la impunidad. ¡Siempre que extirpe un vicio vergonzoso y perjudicial, una aparente arbitrariedad es evidente buena acción!»

Dos meses después Segundo estaba en Sierra Chica, su familia en la miseria y el señor comisario se compraba otra casa...


Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.
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